4Capítulo

Montazah Sheraton

Alejandría, Egipto

19 de agosto de 2009

La llamada en la puerta devolvió a Lourds a la realidad, lejos del sosegado lugar en el que solía retirarse cuando estaba resolviendo algún problema especialmente complicado. Miró a través de las halconeras y vio que la noche había caído sobre la ciudad. Era tarde. Sobre todo para alguien que llegaba sin previo aviso.

A pesar de que el ataque en el set de la televisión había ocurrido tres días antes y de que confiaba en la seguridad del hotel, le invadió una sensación de pánico. Se estiró y sintió el familiar dolor en la espalda y hombros que aparecía cuando llevaba demasiadas horas inclinado sobre un escritorio.

Gracias a la ayuda del equipo de Leslie había ampliado las fotografías de la campana, las había puesto en la pared y después las había dejado sobre la mesa para estudiarlas e intentar, en vano, descifrar aquel misterioso lenguaje. No dudaba de que finalmente lo conseguiría, pero parecía que lograrlo le iba a costar tiempo.

Fue hacia la puerta descalzo, con una camiseta y unas bermudas, pero se detuvo antes de poner la mano en el pomo. Pensó dónde debería colocarse, teniendo en cuenta los recientes acontecimientos.

Se dirigió hacia el armario que había al lado de la puerta. Cogió la plancha que colgaba ni la pared. Quizá no fuese un arma propiamente dicha, pero con ella en la mano no se sentía tan vulnerable.

«En el fondo estás hecho un Neandertal, Lourds», se dijo a sí mismo, aunque no era tan tonto como para creer que la Policía de Alejandría lo tenía todo controlado, por mucho que así lo asegurara. Seguían sin saber quién había asaltado el estudio de televisión.

Tampoco sabían quién había asesinado al pobre James Kale. La visión del cuerpo carbonizado de aquel hombre en la morgue del hospital, con los dedos de una mano cortados, seguía atormentándole en sueños. Había ido con Leslie y el equipo a identificar los restos. Por suerte, tenía la mente ocupada con las inscripciones de la campana. De otra forma, la visión y el olor de aquel cuerpo torturado le habría provocado pesadillas.

Volvieron a llamar a la puerta.

Se dio cuenta de que se había escondido sin haber contestado.

—¿Quién es? —Se avergonzó de que le temblara la voz, como si volviera a salir de la pubertad.

—Leslie.

La posibilidad de que la joven estuviera al otro lado de la puerta le hizo olvidar el riesgo. Miró a través de la mirilla y, tras comprobar que Leslie estaba sola, abrió la puerta.

Llevaba ropa de verano, sandalias, pantalones pirata y un top cortito sin mangas color lima que dejaba ver un delicado diamante en el ombligo. Aquella piedra brillaba de forma fascinante. Durante los tres días que habían estado juntos jamás se le habría ocurrido que pudiera llevar algo así.

Algo muy primitivo se agitó en su interior, y logró apartar de su mente todo pensamiento relacionado con la muerte del productor.

—¿Estabas planchando? —preguntó Leslie.

La miró desconcertado, preguntándose de qué le estaba hablando, hasta que se dio cuenta de que tenía en la mano la plancha.

—Perdona, no me sentía muy seguro. No suelo dar la bienvenida a mis visitas con una plancha en la mano —se excusó, y la volvió a dejar en su sitio.

—Yo prefiero los palos de golf —aseguró Leslie.

—¿Juegas al golf?

Leslie sonrió.

—No tan bien como me gustaría, pero mi padre me dio un wedge para protegerme. Le pedí una pistola Glock, pero me regaló un palo de golf —contestó, y después se encogió de hombros como queriendo decir: «¡Qué le vamos a hacer!».

—¿Dónde aprendiste a disparar?

—Al final mi padre se rindió ante mi insistencia por las armas de fuego. Me enseñó ambas cosas, a jugar al golf y a disparar. Pasó un tiempo en las fuerzas especiales y después trabajó como entrenador antes de retirarse. Es un buen profesor. Viene bien, ¿verdad?

—Después del incidente del otro día, he de decir que sí. ¿Quieres pasar?

Leslie entró y echó un vistazo a su alrededor. Lourds sentía curiosidad. Llevaban tres días allí y no había ido a verlo hasta ahora. Se preguntó qué habría cambiado.

—Me sorprende.

—¿Qué?

—La habitación está limpia. Me imaginaba que siendo catedrático y soltero, no estaría todo tan ordenado.

—¿Creías que ibas a encontrar un estereotipo? ¿El profesor despistado?

—Sí, supongo que sí.

—Tampoco reúno los requisitos para ser un viejo cascarrabias. —Lourds indicó hacia las sillas que había en la terraza. La habitación estaba bien distribuida y tenía una zona de trabajo y otra de esparcimiento—. Si no te importa, quizá sería mejor que nos sentáramos fuera. Las vistas son increíbles y tu compañía está a la altura.

La noche envolvía Alejandría. La ciudad relucía como un joyero en la oscuridad. Había luna llena, que parecía de plata entre las nubes tenebrosas esparcidas por los cielos de arena. Hacia el norte, la luz de la luna besaba las blancas olas que llegaban desde el mar Mediterráneo. Más allá, el discordante ruido del tráfico nocturno y los alegres gritos de los turistas que se habían dejado llevar demasiado inundaban las calles.

Lourds le acercó la silla y sentó cerca de una pequeña mesa circular.

—Las noches egipcias están llenas de un exótico misterio. Mientras estés aquí deberías salir y ver tanto como puedas de la ciudad y los alrededores. Es increíble. ¿Sabes quién es E. M. Forster?

—Un novelista, escribió los libros sobre Horatius Hornblower.

Atónito, se dejó caer en la silla de mimbre al otro lado de la mesa. Durante los tres últimos días, su inteligencia, personalidad y encanto le habían ido cautivando. Estaba claro por qué los productores de televisión la habían elegido para ser la moderadora del programa.

—¿Has leído sus libros?

Leslie meneó la cabeza. Parecía un poco avergonzada.

—Vi las películas en A & E. No leo mucho, no tengo tiempo.

—¿Te gustan las películas antiguas? —Al menos era algo—. Creo que Gregory Peck estaba muy bien en esa.

—No vi la versión clásica, sino los remakes con Joan Gruffudd.

—No pueden ser tan buenas como las novelas. —Lourds descartó la idea como una auténtica locura—. Es igual, E. M. Forster escribió: «La mejor forma de ver Alejandría es deambular sin rumbo».

Leslie se inclinó hacia la mesa y apoyó la mejilla en sus entrelazados dedos.

—Seguramente la ciudad sería más bonita si tuviera un guía. —Sus verdes ojos brillaron.

Lourds apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia ella.

—Si alguna vez necesitas un guía, cuenta conmigo.

Leslie puso una sonrisa algo picara y dijo:

—Así lo haré.

—¿Qué te ha traído por aquí?

—Curiosidad.

—¿Acerca de qué?

—Por la noche, después de cenar, desapareces. Empezaba a pensar que te había ofendido en algo… —dudó— o que pasabas el tiempo hablando por teléfono con tu amada. O incluso enviando fotografías por Internet.

—No, nada de eso. No estoy ofendido, no tengo a nadie que sea muy importante para mí. No, no te estoy evitando. He estado absorto en el rompecabezas de la campana.

—Cuando he entrado y he visto todas las fotografías es lo primero que he pensado. De hecho, la campana es la razón por la que he venido. He pensado que quizá necesitabas alguna distracción.

—¿Una distracción?

—Cuando me bloqueo en un proyecto suelo dejar el lugar de trabajo y voy a tratar el tema con mis amigos. A veces eso estimula alguna cosa en mi subconsciente que lleva tiempo esperando despertar.

—¿Estás sugiriendo que demos un paseo? ¿Los dos?

—Sí —dijo mirándolo directamente a los ojos.

Lourds observó la pared llena de fotos de la campana. No le preocupaba dejarlas allí. En realidad la campana no dejaba de ser una curiosa antigüedad.

La cuestión era: ¿quería dejar aquel rompecabezas el tiempo suficiente como para pasar un rato con una mujer guapa e interesante en una de las ciudades más románticas del mundo?

Al parecer sí.

—Me visto y nos vemos abajo —propuso.

—Tontadas, estás muy bien.

Lourds sonrió.

—Bueno, al menos tendré que calzarme. —Estuvo listo en menos de un minuto.

Ciudad de Riazán, Riazán

Rusia

19 de agosto de 2009

La frustración y el entusiasmo embargaban a la catedrática Yuliya Hapaev cuando se sentó frente a un pequeño escritorio, en el anodino sótano que le facilitaba la Universidad de Riazán cuando trabajaba en algún proyecto interesante. Aquella habitación mantenía una fría temperatura de la que no podía librarse ni aun llevando un jersey bajo la bata de laboratorio.

Sin verdaderas esperanzas de encontrar una respuesta, comprobó su correo electrónico. Otra vez. Miró las paredes grises, tan desprovistas de todo que incluso atrajeron su atención un instante mientras esperaba que aparecieran los últimos mensajes.

Comprobó la hora y vio que eran casi las siete. Soltó un gruñido. Se había prometido a sí misma que aquel día volvería pronto a la residencia que le habían asignado. La sensación de que había olvidado algo le molestaba, aunque no conseguía averiguar de qué se trataba. Su familia estaba en Kazan. No tenía que preparar comidas ni poner lavadoras, no había nada que pudiera distraerla aparte de su trabajo.

Trabajar catorce o quince horas diarias en el campo que prefería era casi como estar de vacaciones. A su marido no le gustaba mucho, pero lo entendía porque él sentía lo mismo por algunos de los proyectos de construcción en los que trabajaba.

La fortuna le había sonreído cuando logró la beca para estudiar los objetos recientemente hallados en la excavación arqueológica entre los ríos Oká y Pronya.

A pesar de que el lugar se había cerrado en 2005 y se había prohibido hacer más excavaciones, todavía quedaban una serie de objetos que no se habían catalogado adecuadamente.

Y algún otro que había aparecido, a pesar de la prohibición.

La zona entre aquellos dos ríos había sido un lugar de encuentro o un crisol de culturas desde el Paleolítico Superior hasta comienzos de la Edad Media. En 2003, Ilya Akhmedov, otra arqueóloga, había descubierto una estructura de madera semejante a la de Stonehenge en Gran Bretaña. Los científicos creían que aquella estructura se había utilizado también para trazar un mapa de las estrellas.

Lo que más le interesaba, y la enfurecía enormemente, era el címbalo de arcilla que estaba en una de las mesas del laboratorio. Era sin duda cerámica celedón y le recordaba los delicados instrumentos chinos y japoneses. Pero tenía una inscripción que no conseguía descifrar. Tampoco lo había logrado ninguno de los lingüistas rusos a los que había tenido acceso.

Al final le había sacado fotos y se las había enviado a Thomas Lourds con la esperanza de que su conocimiento en lenguas antiguas pudiera encontrar una respuesta al rompecabezas con el que se enfrentaba.

Cuando lo descubrieron, era evidente que había estado guardado en una caja para huesos, pues había fragmentos alrededor del címbalo. La caja se había roto o se había descompuesto con el paso del tiempo. Yuliya desconocía el motivo. Había enviado muestras para que las dataran mediante carbono y esperaba una respuesta. El objeto era muy antiguo. Lo sabía.

Su servidor de correo emitió un sonido que le informaba de que habían llegado mensajes. Había recibido uno de la ayudante de Lourds, Tina Metcalf.

Cuando lo abrió, le temblaron las manos.

Querida Yuliya:

Lo siento, pero el catedrático no está y ya sabe cómo es respecto a lo de abrir el correo.

Sabía bien qué relación tenía Lourds con el correo electrónico. Jamás había conocido a nadie que odiara tanto las comunicaciones electrónicas. A menudo intercambiaba extensas cartas con él, por correo postal, claro está, en las que hablaban de los distintos descubrimientos en los que habían participado, además de las ramificaciones de dichos estudios. Había guardado esas cartas a lo largo de los años. Incluso las había utilizado en las clases de Arqueología que impartía en la Universidad Estatal de Kazán.

Le gustaban aquellas misivas y la forma de pensar de Lourds. Era algo de lo que su esposo, albañil, estaba a veces celoso. Pero también sabía que ninguna mujer conseguiría conquistar del todo el corazón de Lourds. El verdadero amor del catedrático era el conocimiento, y pasaría su vida buscando lo que había desaparecido en la Biblioteca de Alejandría. Ninguna mujer podría competir con una pasión como esa. Con todo, algunas jóvenes parecían atraer su atención de vez en cuando; incluso había alguna que lo hacía por un tiempo.

De haberlo querido, podría haber hecho sudar a ese Don Juan. El correo electrónico continuaba:

Sin embargo, puedo proporcionarle la dirección de correo electrónico que tengo de él en Alejandría.

«Alejandría, ¿eh?». Se echó a reír. Lourds había vuelto a caer en los brazos de su verdadera amante, la búsqueda de los restos de la gran biblioteca. Se preguntó cómo lo estaría tratando su amante.

Está allí grabando un programa para la BBC. Es un documental sobre lenguas o algo así. El decano estaba muy contento e intentó forzarlo a aceptar, pero la BBC no lo consiguió hasta que accedieron rodar en Alejandría. Estaba en su lista de posibles exteriores.

Ya sabe cómo le gusta esa ciudad…, la biblioteca y todo lo demás. Lo único que dice cuando abre la boca es bla, bla, bla…

Pensó que la joven señorita Metcalf también había sucumbido a la belleza y al encanto de Lourds y que le molestaba que no se hubiese dado cuenta de que era una mujer disponible. Había visto a mujeres prácticamente desmayarse cuando entraba en una sala. Y no es que él se hubiese dado cuenta.

Creo que estará allí unas cuantas semanas. No tengo su número de teléfono y ya sabe que se niega a llevar un móvil. ¡Este hombre!

Si necesita algo (o si se entera de cómo puedo ponerme en contacto con él), dígamelo, por favor.

Le saluda atentamente,

Tina Metcalf (Asistente graduada del doctor Thomas Lourds, catedrático de Lingüística).
Departamento de Lingüística
Boylston Hall
Universidad de Harvard
Cambridge, M A 02138

Así pues, no sabría nada de Thomas en varias semanas.

Molesta, dejó el ordenador y volvió a su laboratorio prestado. El címbalo de arcilla seguía en el centro de una de las mesas.

Era como si la estuviera provocando.

«¡Descíframe!», le decía.

Deseó poder hacerlo.

El bajo techo de la habitación la hacía muy agobiante, como si el peso del edificio se hundiera lentamente sobre ella.

Al cabo de un rato tuvo la sensación de que alguien la estaba mirando.

¡Qué extraño!

En la universidad no debería haber nadie a esa hora y no era de las que se imaginaba cosas.

Entonces tuvo otro pensamiento. La seguridad, incluso a pesar de que había mucha, tendía a ser pésima en muchos aspectos.

El miedo se apoderó de ella, sintió que una enorme descarga de adrenalina invadía su sistema nervioso. En los campus universitarios había violaciones y asesinatos con demasiada frecuencia.

Actuando de forma natural cogió el cuchillo que utilizaba para pulir la misteriosa inscripción y su mano se aferró al mango de madera.

—Si hubiera querido hacerte daño, sería demasiado tarde. De hecho, seguramente ya estarías muerta.

Al reconocer aquella voz burlona sintió que estallaba en cólera. Se dio la vuelta para enfrentarse al culpable.

Natashya Safarov estaba apoyada en la pared que había al lado de la escalera.

«Al menos no se ha acercado sigilosamente y me ha tocado la nuca», pensó Yuliya, que odiaba cuando su hermana pequeña le hacía esas cosas.

—¿Me estabas espiando?

—Quizá —respondió Natashya, que se encogió de hombros y puso una mueca de desinterés.

A sus veintiocho años, diez menos que Yuliya, Natashya era una suerte de amazona. Medía casi uno noventa de estatura, quince centímetros más que ella. Su pelo rojo oscuro le caía sobre los hombros y enmarcaba su cara de modelo. Sus chispeantes ojos marrones mostraban cierto regocijo. Llevaba unos pantalones y una blusa bajo un largo guardapolvo negro. Parecía envuelta en Dior.

Era exasperante.

A pesar de todo, la quería.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Yuliya, que dejó el cuchillo y se acercó a su hermana.

Se dieron un fuerte abrazo. Siempre habían estado muy unidas, a pesar de que últimamente apenas se veían.

—Llamé a Iván y me enteré de dónde estabas —contestó. Iván era el marido de Yuliya—. Como estaba cerca, decidí pasar por aquí.

—Tengo café y unos bollos casi frescos. ¿Te apetece uno? —preguntó Yuliya.

Natashya asintió y siguió a su hermana al office. Cogió una silla. Para Yuliya era como si estuviera con un miembro de la realeza, a pesar de la lamentable decoración de aquella cocina.

Después de poner el café y los bollos en el microondas, Yuliya puso el plato y las tazas sobre la mesa y se sentó.

—Esto me recuerda cuando éramos niñas —intervino Natashya mientras cogía un bollo—. Preparabas el desayuno para las dos antes de ir al colegio. ¿Te acuerdas?

—Sí, claro. —Yuliya se entristeció.

Su madre había fallecido cuando eran unas crías debido a una enfermedad respiratoria. A veces, pensaba que seguía oyendo el agonizante resuello de su madre; entonces recordaba la noche en que aquel sonido cesó de repente.

Yuliya tenía catorce años y Natashya cuatro. A pesar de que lo intentaba, Natashya no conseguía recordar a su madre, excepto por las fotografías y las historias que le contaba su hermana. Su padre trabajaba en un almacén.

—Que yo recuerde me hacías llegar tarde casi todos los días.

—Que yo recuerde siempre estabas acicalándote para algún chico.

—Lo hacía por Iván, y me salió bien. Estamos casados y tenemos dos hijos.

—Se parecen a su tía —comentó Natashya sonriendo.

—No —dijo Yuliya siguiéndole el juego—. Eso no te corresponde a ti. Soy su madre y los hice guapos.

Comieron los bollos y bebieron el café en silencio por un momento.

—Echo de menos que me prepares el desayuno —confesó Natashya en voz baja al cabo de un rato.

Yuliya intuyó entonces que su hermana acababa de pasar por un infierno. Sabía bien que no serviría de nada preguntarle dónde o cómo había pasado. No se lo diría.

—Bueno, tal como lo veo tienes dos elecciones —propuso con toda naturalidad.

—¿Dos? —preguntó Natashya, que enarcó las cejas.

Yuliya asintió.

—Puedes contratar a una criada, a la que puedo enseñar a cuidarte.

—¿Enseñar?

—Por supuesto, es la única manera. Pero para hacerlo bien tendría que estar conmigo unos cuantos años.

—¿Unos cuantos años?

—Si quieres que le enseñe a mi gusto…

—Ya veo.

Yuliya casi se echó a reír y arruinó el momento. Natashya siempre se controlaba y era capaz de mantenerse seria.

—O…

—Me alegro de que haya un «o», porque la otra sugerencia no me interesaba nada.

—O —Yuliya continuó impertérrita— te vienes a vivir con Iván y conmigo.

Natashya se quedó callada e inmóvil.

Yuliya sabía que se estaba arriesgando mucho, pero no pudo contenerse.

—A los niños les encantara Te quieren, Natashya. Eres su tía favorita.

—Tienen buen gusto.

—Es que eres su única tía. —Yuliya no pudo resistir la pulla.

Eran hermanas y nunca se permitían adoptar una postura demasiado afectada. Iván tenía tres hermanos varones. De momento ninguno de ellos estaba casado. Echaba mucho de menos a su hermana pequeña y no solamente por la falta de parientes femeninos que había en su vida.

—Gracias, pero no quiero molestar —contestó sonriendo. Cogió otro bollo y lo partió. En ese momento, Yuliya se dio cuenta de que llevaba unidos los dedos meñique y anular. Se preguntó cómo se habría hecho daño. ¿Por accidente o tortura?

Con pesar, Yuliya dejó el tema de que su hermana compartiera piso con ella, sabiendo que no querría hablar más de aquello.

—¿Estás trabajando en un plato sucio?

—No es un plato sucio, es un címbalo. Por la pinta parece que tiene varios miles de años. Estoy esperando que lo confirmen —explicó recostándose en la silla.

Natashya meneó la cabeza fingiendo estar triste.

—Mi hermana mayor fue a la universidad para aprender cómo rebuscar en la basura de otra gente.

Riñeron un rato, como hacían siempre. Después, Yuliya le contó lo que sabía del címbalo. Como de costumbre, Natashya estaba más interesada de lo que creía que estaría.

Y, en aquella ocasión, aquel interés merecía la pena.

Alejandría, Egipto

19 de agosto de 2009

—¿Crees que hay más de una lengua en la campana? —Leslie caminaba del brazo de Lourds por una de las bocacalles cercanas al hotel.

—Sí, al menos dos.

—Pero no conoces ninguna.

—No, de momento no. —Lourds la miró y sonrió—. ¿Afecta eso tu confianza en mí?

Leslie miró sus claros ojos grises. Eran hermosos, cálidos, sinceros y… sensuales. Sólo mirarlos hacía que sintiera un hormigueo por todo el cuerpo.

—No, no afecta en absoluto.

—Los descifraré —aseguró Lourds.

—Ese es tu trabajo.

—Así es. —Lourds mordió un trozo de baklava, que habían comprado en un café que atendía al gentío de última hora—. ¿Has oído hablar de la piedra de Rosetta?

—Por supuesto.

—¿Qué sabes de ella?

—Fue muy… —Leslie pensó la respuesta— importante.

—Sí que lo fue —comentó Lourds con una risita.

—Y está en el British Museum de Londres.

—Eso es verdad también —dijo Lourds antes de dar otro mordisco al baklava—. Lo importante de la piedra de Rosetta es que está escrita en dos lenguas: egipcio y griego.

—Creía que eran tres.

—Eran dos lenguas, pero se utilizaron tres escrituras: jeroglíficos, demótico egipcio y griego. Cuando el ejército de Napoleón encontró la piedra, aquel objeto nos proporcionó una vía para entender la antigua lengua de Egipto. Sabíamos lo que decía la inscripción griega. Asumiendo que todos los pasajes decían lo mismo, los estudiosos finalmente descifraron el significado de los jeroglíficos. Lo único que tuvieron que hacer para entenderlos fue compararlos con lo que decían las otras dos lenguas. Su hallazgo permitió descifrar y traducir todos los escritos del antiguo Egipto que habíamos visto durante siglos en las tumbas y en las paredes de los templos sin tener ni idea de lo que significaban. Por supuesto, conseguirlo costó veinte años y el esfuerzo de unas cuantas mentes prodigiosas, incluso con la piedra.

—¿Crees que la campana es como la piedra de Rosetta? —Las implicaciones de aquella pregunta cayeron sobre Leslie—. ¿Que es una misiva de la Antigüedad esperando ser traducida?

—No lo sé. Para empezar no sé si las dos lenguas dicen lo mismo. Por eso fue tan importante la piedra de Rosetta, repetía lo mismo. Y yo no puedo leer ninguna de las dos lenguas. Por eso significó semejante avance, porque podíamos traducir el griego. Pero yo no tengo marco de referencia. Lo único que sé es que hay dos lenguas que no entiendo. Y eso no me gusta.

No estoy acostumbrado a no obtener resultados cuando se trata de lenguas antiguas.

—Sería fantástico que la campana fuera una especie de piedra de Rosetta.

—La piedra sólo tenía una lengua que desconocíamos y era un único mensaje que se repetía tres veces. No creo que ese sea nuestro caso.

—¿Crees que son dos mensajes diferentes?

—Todavía no lo sé, pero la extensión de los pasajes y las diferencias en estructura parecen indicar que así es. Eso significa que va a costar mucho más tiempo del que me gustaría. Me disculpo de antemano por mi confusión. Es un rompecabezas que me atrae mucho.

—No te preocupes, lo entiendo perfectamente. —Leslie acabó su baklava—. No estás solo, ¿sabes? Puse las fotos de la campana en Internet en unos foros académicos y las envié a todos los expertos que conozco, pero ninguno supo decirme qué lengua era. O lenguas, supongo.

Lourds se paró en seco y la miró.

—¿Has puesto las fotos de la campana en Internet?

—Sí.

—¿Ha contestado alguien tus correos?

—Unas cuantas personas.

Inquieto, Lourds la sujetó por el brazo. Miró a su alrededor, se orientó —sólo entonces se dio cuenta de que había estado siguiendo el consejo de E. M. Foster sobre andar sin rumbo por la ciudad— y se dirigieron hacia el hotel.

—¿Adónde vamos? —preguntó Leslie.

—Al hotel. Creo que acabo de descubrir cómo nos encontraron los ladrones.

Ciudad de Riazán, Riazán Rusia

19 de agosto de 2009

Gallardo esperó en una furgoneta de fabricación rusa GAZ-2705 cerca de la Facultad Estatal de Medicina donde trabajaba la catedrática Yuliya Hapaev. Unos letreros magnéticos en los laterales de la furgoneta hacían publicidad de una empresa de limpieza que tenía un contrato con la universidad.

Inquieto en el asiento, Gallardo se obligó a tranquilizarse. Creía que la mujer iba a salir más temprano para volver a la residencia donde se alojaba.

¿Dónde se había metido? Ni siquiera un adicto al trabajo se queda hasta tan tarde.

—Viene alguien —dijo Faruk por la radio.

Gallardo cogió los binoculares de visión nocturna de la guantera.

—Es ella —aseguró Faruk.

Gallardo dirigió los binoculares hacia la figura que salía del edificio y la estudió. La visión nocturna impedía ver colores y lo volvía todo de color verde claro. No sabía si tenía el pelo castaño o no, pero el tamaño y la forma coincidían.

Faruk y DiBenedetto se acercarían, preparados para cogerla.

—¿Lleva algo?

—No —contestó Faruk.

—Entonces el címbalo debe de estar dentro del edificio.

—Sí.

Abrió la puerta de la furgoneta y salió. No se encendió la luz porque la había desconectado por precaución. Vio fugazmente a la mujer mientras se dirigía resueltamente hacia el aparcamiento y después la perdió de vista.

—Coged a la mujer —ordenó Gallardo—. Yo me ocupo del trofeo.

—De acuerdo.

Cuando Faruk le aseguró que harían todo lo que pudieran por mantenerla viva sacó la pistola de la pistolera y la introdujo en el bolsillo derecho del abrigo. Después echó a andar hacia el edificio manteniéndose en las sombras tanto como pudo.

Natashya Safarov sabía que la estaban siguiendo. Ya la habían seguido antes y sabía dónde tenía que mirar y qué escuchar. Su corazón se aceleró levemente mientras su cuerpo se preparaba para pelear o huir. Empezó a respirar lenta y acompasadamente. En aquel frío, si alguien la estaba observando, distinguiría los cambios en su respiración, pues el vapor la delataría.

Su mente estudió las opciones y calculó las probabilidades. Todos los sitios a donde iba eran potenciales campos de batalla. La habían entrenado para sacar partido a cualquier cosa que tuviese a su alrededor. Siempre veía el terreno, no el escenario. Allí eso no la iba a ayudar mucho. En las instalaciones de la universidad, a esa hora de la noche, no había mucho que utilizar como refugio.

Se preguntó quiénes serían esos hombres, si tendrían que ver con el asunto que había salido mal en Beslan. Una facción de osetos militantes había provocado disturbios para reclamar la devolución de sus tierras ancestrales y habían tomado rehenes. Natashya los había liberado. Se produjo un baño de sangre. No le cabía duda de que querrían vengarse. Pero ella no era un blanco fácil.

«Y si no son los osetos, podría ser mucha otra gente», pensó. Había dejado atrás una larga lista de enemigos. Su trabajo así lo exigía. La cólera hizo mella en su estado de ánimo porque aquellos hombres estaban llevando la violencia muy cerca de su familia.

Se concentró y puso atención al ritmo de sus perseguidores: reconoció el ruido de sus pisadas entre el resto de los escasos sonidos de aquella silenciosa noche. Ya los tenía, todos rastreados por su sistema de defensa personal, marcados de forma indeleble.

Metió las manos en los bolsillos y tocó las dos pistolas Yarygin PYa/MP-443 Grach que llevaba. Ambas tenían cargadores de diecisiete balas. Llevaba también algunos de reserva en un bolsillo interior. Esperaba no necesitarlos.

Los hombres eran pacientes y se acercaban poco a poco desde tres lugares distintos.

De repente, Natashya se dio la vuelta y subió corriendo las escaleras de un edificio cercano. Las sombras cubrían el pasadizo cubierto y supo que se volvería instantáneamente invisible para sus perseguidores.

Pero estos estaban resueltos a no perderla. El sonido de sus pasos, que sonaron indecisos un momento, se volvió a oír con fuerza tras ella.

Natashya corrió ligera y silenciosa gracias a sus zapatos de suela de crepé. Al final del pasadizo saltó por las escaleras hacia la izquierda y se escondió en un lateral del edificio, detrás de unos arbustos. Sacó las pistolas, quitó los seguros y esperó.

Dos hombres llegaron corriendo, se detuvieron y miraron la amplia extensión que tenían delante. Fue una pena que no hubiera otro edificio cerca. Natashya pensó que eso los habría despistado durante más tiempo. Quizás habría podido deshacerse de uno silenciosamente. Pero los puntos de emboscada que muestran los expedientes de campaña no siempre aparecen con las características necesarias para un ataque perfecto.

Los hombres sacaron sus armas, evidentemente se sentían en peligro. La presencia de aquellas armas decidió la intervención de Natashya. Eran más. Eso les daba ventaja, pero ella podía conseguir que las circunstancias le fueran más favorables, allí, en ese momento.

Levantó las pistolas.

Uno de los hombres se volvió hacia ella. También ella tenía la pistola levantada, los brazos doblados para tenerla cerca del cuerpo, como si la mantuviera apuntada a un triángulo de tiro delante de él. La vio por encima de la mira.

Natashya apretó el gatillo de la pistola que llevaba en la mano derecha justo en ese momento. La bala de 9 milímetros le estalló entre los ojos. Volvió a disparar, con la otra pistola, y metió dos balas en el cuello del otro hombre. Por la forma en que se tambaleó pensó que seguramente una de ellas le había sesgado la médula espinal.

Se acercó rápidamente a los cadáveres. Los estallidos sordos y ásperos de sus disparos resonaron en el pasadizo que tenía a la espalda.

Se arrodilló, metió la pistola que llevaba en la mano izquierda en el bolsillo del guardapolvo y los registró. No llevaban identificación alguna. Eso era normal. Cuando se encarga el asesinato a alguien, el contratante normalmente se queda con la identificación de los sicarios para que no puedan rastrearlos hasta él.

La muñequera de uno de ellos le llamó la atención. Oyó voces en los auriculares que llevaba. Estaban sobre aviso Quienquiera que fueran sus atacantes sabían que iba armada.

Natashya estudió la muñequera y reconoció la táctica utilizada por las fuerzas especiales de todo el mundo. Levantó la cubierta esperando ver su cara.

Pero la cara que apareció no era la suya, sino la de Yuliya.

Se levantó, sacó la pistola del guardapolvo y corrió hacia el edificio en el que había dejado a su hermana.