3Capítulo

Plaza de San Pedro

Status Civitatis Vaticanae

17 de agosto de 2009

En el interior de las murallas de la Ciudad del Vaticano viven menos de mil personas, pero reciben la visita anual de millones de turistas y fieles. No es por ello extraño que el país más pequeño de Europa tenga también el índice de criminalidad per cápita más alto del mundo. Todos los años, junto con turistas y fieles, los carteristas y los descuideros llegan en tropel.

El cardenal Stefano Murani era uno de los habitantes de la ciudad sagrada y, la mayor parte del tiempo, le encantaba vivir allí. Le trataban bien y todo el mundo le mostraba respeto, llevara sotana de ceremonia o traje de Armani, que era lo que solía vestir cuando no se ponía las vestiduras. Aquel día no las llevaba porque tenía asuntos personales que resolver y no le importaba que lo recordaran como a un representante de la Iglesia católica romana. A veces prefería ser él mismo y hacer las cosas que le gustaban.

Era un hombre apuesto que medía un metro y ochenta y dos centímetros. Era consciente de su imagen y se preocupaba por tener el mejor aspecto. Tenía el pelo castaño oscuro, cortado una vez a la semana por su peluquero personal, que iba a sus habitaciones privadas para ocuparse de él. Una fina línea de barba marcaba su mandíbula y se ensanchaba ligeramente en la mejilla para unirse a un recortado bigote. Sus ojos negros dominaban la cara, era lo que más recordaba la gente que lo conocía. Había quien pensaba que eran fríos y despiadados. Otros, más inocentes, simplemente opinaban que eran directos y firmes, una inequívoca señal de fe en Dios.

Su fe en Dios, al igual que la fe en sí mismo, era perfecta. También lo sabía.

Su trabajo era el trabajo de Dios también.

En ese momento, el niño de diez años que forcejeaba mientras lo agarraba por el brazo estaba convencido de que era el mismo diablo el que le había apresado. O eso es lo que había dicho antes de que el cardenal le hubiera hecho callar. El terror se había apoderado de los ojos de aquel niño y le arrancaba lastimeros lloros. Estaba más delgado que un silbido, puro huesos y harapos.

Murani pensó que no deberían haberle dejado entrar en la Ciudad del Vaticano. Deberían de haberlo parado y echado al instante. Cualquiera podía darse cuenta de que era un ladrón, un simple ratero que empezaba a aprender el oficio. Pero también había quien pensaba que bastaba una visita al Vaticano para alterar para siempre la vida de una persona. Así que se dejaba entrar hasta a las sabandijas callejeras como aquel espécimen. Quizás esos que creían en la piedad y el acceso suponían que allí encontrarían a Dios.

Murani no se incluía entre los locos que pensaban así.

—¿Sabes quién soy? —le preguntó.

—No —contestó el niño.

—Deberías saber el nombre de la persona a quien le vas a robar la cartera. Podría darte alguna pista sobre la elección de objetivos. Puesto que no te conozco, tu castigo será rápido y suave. Sólo te romperé un dedo.

Frenético, el niño intentó golpear a Murani.

El cardenal se echó hacia un lado y la andrajosa zapatilla de deporte falló por los pelos. Entonces le rompió el dedo como si fuera un palito de pan.

El niño se tiró al suelo y empezó a gritar de dolor.

—Que no vuelva a verte —dijo Murani. No era una amenaza, era un hecho, y ambos lo sabían—. La próxima vez te romperé algo más que un dedo. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Ahora, levántate y lárgate de aquí.

El niño se puso de pie sin decir palabra y se dirigió tambaleándose hacia la multitud, sujetándose la mano herida.

Murani se limpió las rodillas a conciencia hasta que estuvo seguro de que la oscura tela volvía a estar limpia. Miró a su alrededor sin hacer caso a las miradas de los turistas. Aquella gente no era nada, no valían mucho más que el joven ladrón que acababa de liberar. Palurdos y borregos, vivían con temor y miedo al verdadero poder, y él formaba parte de ese poder.

Algún día, él sería todo ese poder.

Cruzó la plaza de San Pedro, su presencia física quedaba eclipsada por la mole de la Capilla Sixtina a la izquierda y el palacio del Gobierno detrás. La oficina de Excavaciones, la sacristía y el Tesoro estaban frente a él a la derecha, flanqueados por la oficina de correos del Vaticano y la caseta de información de la entrada. Delante tenía la Piedad, de Miguel Ángel.

Gian Lorenzo Bernini había creado el efecto de conjunto de la plaza en la década de 1660, con un diseño de forma trapezoidal. La fuente diseñada por Cario Maderno era un primer centro de atención para la gente que entraba en ella, pero la columnata dórica de cuatro en fondo atraía inmediatamente la atención de todo el mundo. Le confería un aspecto imperial y trazaba distintas zonas, como los jardines Barberini. En el centro de la parte abierta se elevaba un obelisco egipcio de casi cuarenta metros de altura. Había sido tallado mil trescientos años antes del Santo Nacimiento, había pasado algún tiempo en el circo de Nerón, y después Domenico Fontana lo había llevado allí en 1586.

La plaza se había ampliado y trasformado a lo largo de los siglos. Se había retirado el camino adoquinado y se habían añadido unas líneas de travertino que destacaban en el suelo. En 1817 se colocaron algunas piedras circulares alrededor del obelisco para crear un reloj solar. Incluso Benito Mussolini se quedó impresionado y derribó varios edificios para proporcionar una nueva entrada, la Via Della Conciliazione.

La primera vez que Murani había ido a la Ciudad del Vaticano había sido de niño, con sus padres. Le embargó una emoción que no le había abandonado nunca. Cuando le dijo a su padre que algún día viviría en ese palacio, este se echó a reír.

Murani podía haber recibido su parte de mansiones y villas repartidas por todo el mundo. Su padre se había enriquecido una y otra vez. De niño le impresionaban los millones de su padre. La gente trataba bien y con respeto a su progenitor allí donde fuera, muchas personas incluso le temían. Pero su padre también tenía sus propios miedos. Esos miedos incluían a otros hombres tan despiadados como él, y a la Policía.

Sólo un hombre cruzaba la Ciudad del Vaticano sin temor, y Murani esperaba ser ese hombre algún día. Quería ser el Papa. El Papa tenía dinero. La Ciudad del Vaticano producía más de doscientos cincuenta mil millones de dólares anuales gracias a sus diezmos, colecciones y empresas comerciales. Con todo, el dinero no era lo que Murani deseaba. Quería el poder del Papa. A pesar de que su puesto lo habían ocupado hombres vencidos por la edad, la enfermedad y los achaques, siempre se había respetado el cargo. Eran poderosos.

La gente —los creyentes y el mundo en general— pensaba que la palabra del Papa era ley. Sin necesidad de una demostración de fuerza, sin ningún intento de probar el poder que tenía el Papa.

El cardenal Stefano Murani era una de las pocas personas que sabía el poder que podría llegar a reunir el Papa si quisiera. Por desgracia, el que ocupaba el cargo en ese momento, Inocencio XIV, no creía en las muestras del poder de su cargo. Intentaba predicar sobre la paz, a pesar de los continuos ataques terroristas y la devastación económica que asolaba el mundo.

Viejo loco.

Murani se vio atraído a temprana edad por la Iglesia católica. Había sido monaguillo de la iglesia del pueblo en el que había nacido, cerca de Nápoles, y le encantaba la forma organizada en que actuaban los sacerdotes. No estaba previsto que se ordenara. Su padre tenía otros planes para él, pero cuando creció, intentó encontrar algún interés en los negocios de su padre y al no ver ninguno, se inclinó por el clero.

Su padre se enfadó mucho con aquel anuncio e incluso trató de hacerle cambiar de idea. Por primera vez en veinticinco años, Murani descubrió que su fuerza de voluntad era más fuerte que la de su progenitor; podía recibir todos los insultos que le profería sin flaquear. A pesar de todo, en su nueva carrera supo encontrarle utilidad a las enseñanzas paternales. Cuando se ordenó continuó con honores sus estudios en informática. Llegó a la Ciudad del Vaticano por la vía rápida y al cabo de poco tiempo fue escalando puestos en el Departamento de Informática, en el que trabajaba en ese momento. Finalmente fue nombrado cardenal, uno de los hombres con poder para elegir al Papa. En la última convocatoria papal había perdido por poco, pero había formado parte del sínodo de cardenales que habían puesto en el cargo a Inocencio XIV.

Había entrado en la Sociedad de Quirino, el grupo clandestino más poderoso de la Iglesia, formado por los hombres que vigilaban sus secretos mejor guardados. Entonces hacía pocos días que acababa de cumplir los cuarenta y cinco años; llevaba en ella tres años.

La mayoría de esos secretos eran cosas sin importancia, errores papales o niños nacidos fuera de matrimonio de cardenales y arzobispos, o asuntos sobre sacerdotes de alta jerarquía que prestaban demasiada atención a los monaguillos. Eran cosas que podían resolverse con discreción, a pesar de que cada vez resultaba más difícil, en esos tiempos de atención mediática instantánea. Los casos de abusos sexuales perseguían a la Iglesia y la arrastraban a las alcantarillas haciendo que pareciera débil. En 2006 se condenó a un sacerdote que había cometido un crimen abominable.

Las cicatrices en su amada iglesia preocupaban a Murani.

Durante los últimos tres años había estado convencido de que los papas anteriores —y pensaba en él como posible papa, pues sabía que sin duda algún día estaría entre ellos— habían desperdiciado su poder y habían evitado asegurar algo que les pertenecía por derecho. La gente necesitaba fe. Sin ella no podrían entender la confusión que formaba parte del simple hecho de estar vivo. Las grandes masas seguían sintiendo un miedo animal por ella. Pero tener una fe verdadera significa ser un verdadero penitente, estar verdaderamente asustado.

El miedo perfecto era hermoso.

Le gustaba inspirarlo.

Murani quería volver a instaurar ese miedo a los papas en el mundo.

De niño solía sentarse en el regazo de su madre y escuchar antiguas historias sobre la Iglesia. En aquellos tiempos, la bendición del Papa podía hacer que los reyes fueran más poderosos, que las guerras duraran más o acabaran enseguida, lograba provocar conquistas y derribar imperios. El mundo estaba mejor organizado y dirigido durante los tiempos en los que el papado tenía un poder absoluto.

Murani ansiaba ese tipo de poder. Su padre le había negado su ayuda, pero su madre también era rica, pues había heredado. Lo que su padre no le diera, se lo daría su madre.

Algún día, cuando fuera papa —y estaba seguro de que ese día no tardaría mucho en llegar— doblegaría a su padre y le obligaría a admitir que el rumbo que había elegido —no, su destino— le había proporcionado más poder que todas sus ganancias ilícitas.

Concentrado en su objetivo, Murani salió de la Ciudad del Vaticano y se fijó en que el Hummer azul oscuro de Gallardo esperaba junto al bordillo.

Gallardo se inclinó hacia el asiento del acompañante y abrió la puerta. Murani se apoyó en el estribo y subió.

—¿Tuvisteis más problemas en Alejandría?

Gallardo miró por encima del hombro, vio que no pasaban coches y arrancó con suavidad. Meneó la cabeza y frunció el entrecejo.

—No, nos largamos sin dejar rastro. No dejamos nada con lo que puedan localizarnos. El personal de la televisión se dedicará a otra noticia. Siempre lo hacen. Y Lourds es un catedrático de universidad. Una simple hormiga en la gran escala de las cosas realmente importantes. ¿Qué problemas podría causarnos?

—También es una de las personas más eruditas en todo el planeta en lo que se refiere a lenguas.

—Bueno, eso le viene bien para poder decir: «No me dispares, por favor», en varios idiomas. —Gallardo sonrió—. No me impresiona. La mujer que está con él vale por diez catedráticos.

Ella sola evitó que matáramos a todos los rehenes. Pero sólo es una mujer. Aunque hay que reconocer que encontró algo que te interesa.

—¿Dónde está?

—En un compartimento secreto —dijo Gallardo indicando con un grueso dedo hacia el suelo del asiento del acompañante.

—¿En el coche? —preguntó Murani mirando la alfombrilla.

—Sí, sólo hay que empujar hacia abajo, con fuerza, y girar a la derecha.

Murani le obedeció y parte del suelo se elevó casi imperceptiblemente. Si no lo hubiese estado buscando con instrucciones precisas, no lo habría encontrado.

Al cardenal le temblaron un poco las manos cuando las introdujo para cogerla. Aquel temblor le sorprendió. No era propio en él ningún tipo de debilidad física. Criarse con un tirano como su padre había propiciado que sólo mostrara sus emociones cuando quería.

Gallardo le dio la combinación de la caja cerrada.

Murani pulsó la secuencia de números y oyó un zumbido en el interior del candado. Pocos días antes había encontrado la campana en un foro dedicado a temas arqueológicos. Había estado buscando ese instrumento musical desde que había oído hablar de él a un miembro de la Sociedad de Quirino. Ninguno de sus miembros había pensado en buscarla en Internet, creyendo que seguramente era un mito o que había sido destruida.

Les bastaba con proteger su secreto. La mayoría de sus socios eran personas mayores a las que les quedaban pocos años de vida. La seguridad y las migajas de reconocimiento de la Iglesia habían hecho desaparecer la ambición y el deseo de sus huesos.

Murani tenía más ambición que todos ellos juntos.

Pasó las yemas de los dedos con codicia por la superficie de la campana. Las inscripciones estaban desgastadas y las sintió suaves en vez de cortantes. Lo había supuesto, tras cinco mil años o más de existencia, el que hubiera sobrevivido era un milagro.

«¿Intervención divina?», pensó. Si así había sido, era obra del Dios del Antiguo Testamento, no del nuevo. La divinidad que había permitido la existencia dela campana era lo suficientemente vengativo y celoso como para haber inundado el mundo no sólo una vez, sino dos.

La campana guardaba muchos secretos. Murani conocía parte de su historia, pero no toda y tampoco sabía lo suficiente sobre cómo usarla.

—¿Puedes leerlo? —preguntó Gallardo.

Murani negó con la cabeza. Había estudiado varias lenguas, tanto orales como escritas, además de su conocimiento de lenguajes en el campo informático. Según la leyenda, sólo unas pocas personas especiales nacidas cada generación podían leer lo que estaba escrito en los instrumentos.

—No.

—Entonces, ¿por qué la quieres tan desesperadamente?

Murani volvió a dejar la campana en el estuche con delicadeza, encajándola en su molde recortado en espuma.

—Porque esta campana es una de las cinco llaves que abren el mayor tesoro en la historia de la humanidad —le explicó sin dejar de mirarla—. Gracias a ella estaremos mucho más cerca que nunca de saber cuál era el deseo de Dios.

El móvil del cardenal empezó a vibrar en el bolsillo. Contestó suavemente, disimilando el entusiasmo que le invadía.

—Su Eminencia —dijo el secretario de Murani, un joven emprendedor.

—¿Qué pasa? Di órdenes muy claras de que no se me molestara esta tarde.

—Lo sé, Su Eminencia, pero el Papa ha pedido que todo el personal de todos los departamentos firme una declaración para apoyar unas excavaciones en Cádiz. Lo quiere ahora mismo.

—¿Por qué?

—Porque esas excavaciones arqueológicas están atrayendo la atención de ciertos medios de comunicación.

—Pero el Papa puede hacer una declaración en nombre de la Iglesia.

—El Papa opina que lleva tan poco tiempo en el cargo que esa declaración debería estar firmada también por los miembros más antiguos del colegio cardenalicio. Usted es uno de los que nombró.

Murani aceptó y dijo que se ocuparía de ese asunto en cuanto llegara; después colgó.

—¿Algún problema? —preguntó Gallardo.

—El Papa está preocupado por el trabajo del padre Emil Sebastian, en Cádiz.

—La radio no hace otra cosa que especular sobre por qué el Vaticano tiene tanto interés en esas ruinas de Cádiz.

En un semáforo cercano a la Piazza del Popolo, Gallardo buscó en el asiento de atrás un ejemplar de La Repubblica. Abrió el periódico nacional para que lo pudiera leer Murani. Un gran titular decía:

¿ESTÁ BUSCANDO EL VATICANO EL TESORO PERDIDO DE LA ATLÁNTIDA?

Murani frunció el entrecejo.

—Ese periódico se está burlando de los intereses de la Iglesia —comentó Gallardo.

Murani leyó rápidamente el relato de unos círculos concéntricos captados por un satélite en las marismas cercanas a Cádiz. El lugar estaba situado en las proximidades del parque natural, no lejos de la cuenca del Guadalquivir, al norte de Cádiz.

Cádiz es la ciudad más antigua de España. En el año 1100 a. C., fue fundada como centro de comercio. Los fenicios la bautizaron como Gadir. La mayoría de las mercancías que se exportaban desde allí eran plata y ámbar. Los cartagineses construyeron un puerto e incrementaron el comercio. Después la ocuparon los moros, pero Cádiz ya tenía personalidad propia y había llegado a ser el principal puerto comercial desde el que se hacían negocios con el Nuevo Mundo. Dos de los viajes de Cristóbal Colón salieron desde el puerto de esa ciudad. Más tarde fue invadida por sir Francis Drake, y los enemigos de Napoleón Bonaparte casi lo capturan allí.

En ese momento, quizás, habían encontrado la Atlántida.

Durante miles de años, desde que Platón había escrito acerca de la legendaria ciudad que había sufrido algún tipo de catástrofe y se había hundido en el mar, toda la humanidad había hablado del esplendor de aquella perdida civilización. Teorías de que la Atlántida era una ciudad de científicos extraordinarios, de magos e incluso de extraterrestres circulaban a todas horas en Internet.

Nadie sabía la verdad.

Nadie, excepto la Sociedad de Quirino.

Y el cardenal Stefano Murani.

Y no tenía pensado revelar lo que sabía.

—La verdad, no sé qué interés puede tener la Iglesia en Cádiz —comentó Gallardo.

Murani no dijo nada mientras leía el artículo. Por suerte, no era nada consistente, simple especulación. No aportaba datos concretos, sólo las conjeturas del periodista. Se citaba al padre Emil Sebastian, director de las excavaciones, y se decía que el Vaticano estaba interesado en recuperar todo objeto que pudiera haber pertenecido a la Iglesia. Una columna lateral, mucho más objetiva, documentaba la anterior implicación del padre Sebastian en anteriores excavaciones arqueológicas. Se le citaba como archivero en la Ciudad del Vaticano.

—La Iglesia obra de forma misteriosa —comentó Murani, pero estaba pensando que el periodista habría estado más interesado, incluso habría puesto más ahínco en intentar encontrar la verdad si hubiese sabido cuál era realmente el campo de estudio del padre Sebastian. El título de arqueólogo se quedaba muy en la superficie de lo que realmente hacía. Aquel hombre había escondido muchos más secretos de los que había sacado a la luz.

—¿Qué se supone que vas a hacer por el padre Sebastian? —preguntó Gallardo.

Murani dobló el periódico y lo volvió a dejar en el asiento de atrás.

—Escribir una carta para alabar su trabajo.

—¿Su trabajo en qué?

—En restaurar el pasado de la Iglesia.

—¿La Iglesia ya estaba allí? —preguntó Gallardo meneando la cabeza dubitativo—. Por lo que he leído y visto en la CNN, esa parte de las marismas de España ha estado cubierta de agua durante miles de años.

—Seguramente.

—¿Y la Iglesia se hallaba en esa zona?

—Posiblemente. La Iglesia lleva en Europa desde tiempos inmemoriales. A menudo nos ocupamos de excavaciones muy notables.

Gallardo condujo en silencio un rato.

Murani estaba inmerso en sus pensamientos. No había contado con que las excavaciones en Cádiz atrajeran tanta atención. Eso podía ser un problema. Los asuntos de la sociedad debían llevarse en el más absoluto secreto.

—Podría ir a Cádiz, echar un vistazo y contarte lo que encuentre —propuso Gallardo.

—Todavía no. Tengo otra cosa para ti.

—¿Qué?

—He localizado otro objeto que quiero que adquieras para mí.

—¿El qué?

—Un címbalo —dijo Murani sacando un DVD y un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta.

—¿Un símbolo de qué?

Murani desdobló el papel y le enseñó el címbalo de arcilla, un disco gris verdoso recortado sobre un fondo negro.

—En el DVD hay más información sobre su paradero.

Gallardo cogió el DVD y se lo metió en el bolsillo.

—¿Puede conseguirlo cualquiera?

—Si sabe dónde buscar…

—¿Cuántos competidores voy a encontrar?

—No muchos más de los que tuviste en Alejandría.

—Uno de mis hombres todavía está echando papilla después de recibir un disparo en el estómago.

—¿Te importa?

—No.

—Entonces, sigue buscando le pidió Murani, que acunaba la caja en la que estaba la campana.

—Esto va a salir caro.

—Si necesitas más dinero, pídemelo —le espetó Murani, que se encogió de hombros.

Gallardo asintió.

—¿Dónde está el címbalo?

—En Riazán, Rusia. ¿Has estado allí alguna vez?

—Sí.

Murani no se sorprendió. Gallardo había viajado mucho.

—Tengo la dirección de la doctora Yuliya Hapaev. Ella tiene el címbalo.

Gallardo asintió.

—¿En qué es doctora?

—En Arqueología.

—Parece que te ha dado por los lingüistas y las arqueólogas.

—Es donde han aparecido los objetos. No controlo esas cosas. Están donde están.

—¿Se conocen Hapaev y Lourds?

—Sí, son colegas y amigos. —La investigación que había hecho le había aportado ese detalle—. Lourds ha aconsejado en muchas ocasiones a la doctora Hapaev.

—Entonces, eso será un problema. Esa conexión puede hacer que la gente empiece a atar cabos —señaló Gallardo—. Primero Lourds pierde un objeto y luego Hapaev. Si lo consigo, claro.

—Tengo en ti toda la confianza del mundo.

—Me siento halagado, pero seguiremos teniendo el problema de la conexión. ¿Se ha puesto Hapaev en contacto con Lourds respecto a la campana? —dijo Gallardo sonriendo.

—No.

—¿No tiene ningún motivo para pensar que alguien va a ir a hacerle una visita?

Murani meneó la cabeza.

—¿Cuándo salgo? —preguntó Gallardo.

—Cuanto antes, mejor —contestó el cardenal.