2Capítulo

Hola, soy James Kale y si estás oyendo este mensaje es porque evidentemente no he contestado. O estoy ocupado o no hay cobertura. Deja un mensaje y te llamaré lo antes posible. Y, mamá, si eres tú, te quiero».

Al escuchar aquella voz tan familiar, Leslie frunció el entrecejo. James era digno de confianza. Se preciaba de estar disponible para la gente con la que trabajaba. Debería contestar. A menos que hubiera dejado de nuevo aquel maldito aparato sin carga. No habría sido la primera vez. Un día de estos iba a atarlo al cargador.

—¿Pasa algo? —preguntó Lourds. Estaba sentado al otro lado de la pequeña mesa de la terraza donde lo había llevado a desayunar.

El tráfico era lento e iba acompañado de hombres, camellos y caballos. Había burros que tiraban de carros con ruedas de bicicleta en dirección a los zocos. Los mercados al aire libre atraían a mucha gente del lugar, además de a los turistas. Los lugareños llevaban verdura fresca y los turistas compraban recuerdos y regalos para sus familiares. A pesar de llevar unos días en la ciudad, Leslie todavía se maravillaba por la forma en que aquella moderna ciudad parecía atascada en un estilo de vida milenaria.

El camarero había retirado los platos después de haberles servido una selección que incluía sopa molokhiyya con conejo, pisto torly con cordero, pechugas de pichón a la parrilla rellenas con arroz condimentado, melón y uva, seguido de pastel de pasas empapado en leche y servido caliente, y café turco con sabor a chocolate.

—Estaba intentando llamar a mi productor —le explicó dándose cuenta de que no había contestado a su pregunta indirecta.

—¿Está en algún lugar cercano? Podríamos ir a buscarlo.

—No hace falta. Estoy segura de que está bien. James es un niño grande y yo no soy su madre. Debe de estar en el set. Hablaré con él cuando lleguemos allí.

—¿Qué te llevó al mundo del espectáculo?

—¿Detecto cierta censura?

—Quizá recelo sería una palabra más acertada —aclaró sonriendo.

—¿No te gusta la televisión?

—Sí, pero a veces me parece muy interesada.

Ligeramente cuestionada, Leslie dijo:

—Me encanta estar delante de una cámara. Me gusta verme en televisión. Y es más, a mi madre y a mi padre también les gusta. Así que intento hacer tanta como puedo. ¿Te parece suficiente interés? —preguntó sonriendo.

—Y más honrado de lo que esperaba.

—¿Qué me dices de ti? ¿Estás dispuesto a formar parte de esta serie? ¿Remueve alguna zona oscura de tu vanidad?

—En absoluto —aseguró Lourds—. De no haber sido por que el decano y la junta directiva me instaron a que lo hiciera, seguramente habría declinado amablemente la oferta. Estoy aquí porque la universidad insistió. Y porque me ofrecía la oportunidad de volver a Alejandría. Me encanta esta ciudad.

Intrigada, Leslie posó la barbilla sobre las manos, con los codos sobre la mesa, y miró aquellos cálidos ojos grises.

—Así que si no hubieses aceptado, no habrías disfrutado de este maravilloso sitio.

—Ni de la encantadora mujer que me ha traído aquí. —Su mirada se posó sobre la de ella y la mantuvo un momento.

Un calor que no tenía nada que ver con el sol del mediodía recorrió el cuerpo de Leslie: «Vaya, eres muy bueno, Lourds. Habrá que tener cuidado contigo».

DiBenedetto enfiló el camión por un callejón a pocas manzanas del café donde comían Lourds y Leslie Crane. Antes de detenerse, un Mercedes alemán entró detrás de ellos. Gallardo lo vio en el espejo retrovisor.

Buscó en su chaqueta de verano y sacó una pistola de calibre nueve milímetros de la pistolera.

—Pietro —dijo a través del micrófono.

—Sí, soy yo, no dispares —pidió la grave voz de Pietro.

Más relajado, Gallardo mantuvo la mano en la pistola hasta que el Mercedes se detuvo detrás del camión. Miró a través del cristal tintado y vio la impresionante masa de Pietro detrás del volante de aquel lujoso coche.

Gallardo salió del vehículo. DiBenedetto hizo lo mismo. Abrieron las puertas del sedán y entraron en él.

Faruk bajó del camión con una chilaba limpia. Había dejado la sucia en la parte de atrás. Se ocupó de cerrar la puerta con cuidado. Incluso después de hacerlo, el olor a gasolina inundó todo el callejón. Satisfecho con su trabajo, Faruk se dirigió a su lugar habitual y se reunió con los demás en el interior del coche. También apestaba a gasolina.

—¿Todo arreglado? —preguntó Gallardo.

Faruk asintió y le entregó la documentación de James Kale, el pasaporte y los objetos personales. Había limpiado el cadáver.

—Sí, todo está listo. He rociado el interior con gasolina y detergente, y he conectado una bengala a la puerta. Cuando abran la caja, el interior del camión será un infierno.

Gallardo asintió. La gasolina y el detergente eran el napalm de los pobres. Provocaría un fuego intenso y concentrado, lo que complicaría la identificación del cadáver mucho más que el hecho de que toda su documentación estuviera en su poder. Habían robado el camión la noche anterior para utilizarlo aquella mañana. No había nada en él que pudiera relacionarlos.

Pietro fue hasta el otro extremo del callejón y salió a la calle, lo que provocó una serie de enfadados avisos de claxon por parte del resto de los conductores, que espantaron a un camello.

—Cimino —dijo Gallardo por el micrófono.

—Aquí estoy. Han vuelto a ponerse en marcha.

—¿Van a pie?

—Sí.

—Abandona, envía a alguien.

—Vale.

A Gallardo se le encogió el estómago. Habían seguido durante ocho meses la pista del objeto que Stefano Murani les había encargado que encontraran. La pista los había conducido finalmente de El Cairo, donde sólo habían encontrado rumores, hasta Alejandría, donde tendría que haberse imaginado que estaba.

El problema con los objetos ilegales era que no dejan rastro, o, en el mejor de los casos, es muy irregular. Y si alguno de ellos no se movía mucho, como era el caso —el propietario de la tienda que lo había vendido les había dicho que había estado diecisiete años en la estantería de un cuarto trasero—, entonces las pistas quedaban ocultas por el paso del tiempo.

Antes de asesinar al productor, tres hombres yacían muertos en el sangriento rastro que habían seguido desde El Cairo. Todos ellos eran comerciantes de extrañas —y robadas— antigüedades.

—Se dirigen hacia el estudio —le informó Cimino.

Se oyó una sorda explosión a la izquierda, en dirección al lugar en el que habían abandonado el camión. Gallardo se dio la vuelta y vio una nube de humo que se elevaba por encima de los edificios. Al poco tiempo se oyeron sirenas.

—Bueno, no han tardado mucho, ¿no? Esta ciudad está llena de putos ladrones —murmuró DiBenedetto desde el asiento trasero.

—Ahora unos pocos menos —comentó Faruk.

Chocaron las palmas de las manos.

Gallardo hizo caso omiso al carácter sanguinario de sus mercenarios. En ellos era normal, por eso los había contratado. Volvió sus pensamientos al estudio. Sus hombres y él habían estado allí haciendo preparativos. Conocían su distribución. Entrar les resultaría muy fácil.

—Ponedlos ahí —pidió Leslie—, mientras lo preparamos todo. ¿Sabe alguien algo de James?

—No, pero anoche dio el visto bueno al set y a la ubicación de la cámara —comentó uno de los jóvenes—. Dijo que hoy iría a buscar exteriores.

—Vale, avísame si viene —contestó Leslie antes de volver a prestar atención a la serie de objetos que quería que viera Lourds.

Sentado en el fondo de una alargada habitación, este observaba los preparativos de aquellos jóvenes con creciente interés. Se notaba que Leslie se esforzaba por que la presentación de los objetos se cuidara al detalle. Incluso estaban grabando.

Un hombre delgado de antepasados egipcios cruzó la habitación con una maleta de aluminio con ruedas.

Con una teatralidad que le iba como anillo al dedo en aquel set de Kom Al-Dikka, el hombre sacó una llave y la introdujo en la cerradura de la maleta. La abrió y guardó la llave.

El sonido de las sirenas de unos vehículos, que sin duda iban a solucionar algún problema cerca de allí, distrajo momentáneamente a Lourds. Uno de los jóvenes del equipo había comentado algo sobre un coche en llamas a pocas calles de allí. Según él, habían acudido como moscas todo tipo de vehículos oficiales.

Con gran parsimonia, el hombre sacó seis objetos de la maleta y los dejó con sumo cuidado en la mesa que había delante de Lourds. Cuando acabó, hizo una reverencia en dirección a Leslie, que le dio las gracias, antes de retirarse para esperar de pie.

Lourds miró a su alrededor sin poder dejar de sonreír. Junto a Leslie había seis chicos y chicas jóvenes que esperaban ver qué hacía. Se sintió como un niño con su juego favorito.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso? —preguntó Leslie.

—Esto —explicó Lourds indicando hacia los seis objetos—. En la universidad no hay año que no me traiga algo algún estudiante para que se lo lea. Aunque normalmente son réplicas, nada auténtico.

—Tengo más recursos que cualquier estudiante universitario. —La voz de Leslie denotaba determinación. Estaba claro que no estaba dispuesta a que nadie echara por tierra su tiempo y su trabajo.

—Ciertamente —comentó Lourds como un cumplido—. Aun así esto se parece más a la actuación de un mago en una fiesta. No lo hace para divertir a la gente, pero en cuanto se enteran de que está, todo el mundo quiere que haga trucos para poder soltar exclamaciones de asombro.

—O quizá quieren pillarlo en alguna metedura de pata y ver cómo se cae de culo —intervino un joven con la cabeza afeitada y tatuajes en los brazos.

—¿Eso es lo que espera la señorita Crane? ¿Una metedura de pata? —le preguntó Lourds.

—No sé —respondió el joven encogiéndose de hombros—. Me he apostado unas libras a que no es capaz de leerlos, pero imagino que ella cree que podrá hacerlo sin problema.

—No me molesta ganarte unas libras, Neil —dijo Leslie—. Estoy segura de que el catedrático Lourds es lo que Harvard dice que es: competente en todas las lenguas antiguas conocidas.

—Competente en algunas —la corrigió. «Aunque me las apaño con todas», se dijo a sí mismo. No fanfarroneaba, podía hacerlo.

—Parece que te estás excusando —dijo Neil sonriendo.

El edificio era uno de los más antiguos de la ciudad. El que hubiera aire acondicionado era un toque de modernidad. La habitación era cómoda, pero no estaba herméticamente sellada como el hotel del que acababa de salir. Estaban en una oficina de uno de los lados. Una serie de ventanas daban al Mediterráneo verde y gris, y otra tenía una hermosa vista del centro de Alejandría. Lourds estaba seguro de que desde allí se veía Kom Al-Dikka.

Leslie le había comentado que habían vaciado la habitación para montar el programa de televisión. En una esquina habían habilitado un pequeño set, iluminado y listo para funcionar, alejado de las ventanas para poder controlar la luz. Lo habían decorado para que pareciera un estudio, con estanterías llenas de libros falsos detrás del escritorio en el que le habían pedido a Lourds que se sentara. Era más grande y mejor que el que tenía en su oficina de Harvard. Estaba tan lleno de aparatos para ordenadores que parecía poder lanzar un cohete al espacio. Lo más adecuado al estatus de estrella del rock que el programa aspiraba otorgarle.

El otro lado de la habitación, ocupando la mayoría del espacio, estaba lleno de cámaras, jirafas y equipos de sonido y audio en estanterías. Había montones de cables que serpenteaban en todas direcciones, aunque no parecía que nadie los controlara realmente. Lourds pensó que aquella habitación daba miedo.

Cogió el primer objeto, una caja de madera de unos quince centímetros de larga, diez de ancha y cinco de fondo. Mostraba unos coloridos jeroglíficos en la parte superior y en los lados. Levantó la tapa y vio una estatuilla con forma de momia.

—¿Sabéis qué es esto? —preguntó enseñando la caja al equipo de televisión.

—Un ushabti —dijo Leslie.

—Muy bien. ¿Sabes lo que es un ushabti?

—Un objeto portador de buena suerte que se dejaba en las tumbas egipcias.

—No exactamente —la corrigió tocando la estatuilla—. Se suponía que representaba al mayordomo del difunto, alguien que trabajaría para él en la otra vida.

—Una cosa es saber qué es y otra poder leer lo que hay escrito —intervino Neil.

—Es parte del capítulo sexto del Libro de los muertos —le informó al tiempo que estudiaba las inscripciones, pues no quería dar por sentado nada, en caso de que alguien hubiese alterado las palabras. Pero todo parecía estar en su sitio. Leyó el jeroglífico con facilidad—: «¡Oh, ushabti de N! Si soy llamado, si soy designado para hacer todos los trabajos que se hacen habitualmente en el más allá, la carga te será impuesta a ti. Al igual que alguien está obligado a desempeñar un trabajo que le es propio, tú tomarás mi lugar en todo momento para cultivar los campos, irrigar las riberas y para transportar las arenas de Oriente a Occidente. “Heme aquí”, dirás tú, figurilla».

Leslie comprobó su libreta y se la entregó a Neil.

—Ha acertado una —aceptó Neil devolviéndosela—. También podía saberse ese pasaje de memoria.

Lourds pasó al siguiente objeto, una réplica de un papiro escrito en copto, que le resultó muy familiar.

—Pertenece al documento codificado que traduje.

—Así es —corroboró Leslie—. Y como no existe versión en audio-libro, he pensado que estaría bien oír una presentación oral.

—¿Es esa historia de pervertidos de la que me hablaste? —preguntó Neil.

—Sí —contestó Leslie sin apartar la vista de Lourds.

«¿Así que me está retando?», pensó Lourds, que empezaba a divertirse y quería saber hasta dónde le dejaría llegar. Había tenido que presentar su trabajo unas cuantas veces ante diferentes comités, incluido uno en la casa del decano, para celebrar la aprobación de su traducción. Su lectura, efectuada con una habilidad de orador adquirida durante sus años como enseñante, había sido un éxito y había dejado a los académicos cotilleando. Si Leslie creía que unas simples palabras podían hacerle pasar vergüenza o amedrentarlo, estaba muy equivocada.

Leyó la primera sección del documento y después la tradujo. Leslie le hizo callar antes de que la primera sesión de juegos de estimulación erótica empezara a ponerse seria.

—Vale, conoces el texto. Pasa al siguiente —le pidió sonrojándose.

—¿Estás segura? Es algo que conozco muy bien. —No especificó si se refería al texto o a la técnica que explicaba. En su tono de voz había tanto desafío como en el de ella.

—Estoy segura. No quiero que los peces gordos de la cadena se pongan nerviosos.

—¡Jo, tío! —exclamó Neil sonriendo de oreja a oreja—. ¡Es guay! No sabía que el porno pudiera sonar tan… guarro.

Lourds no se preocupó por corregir su tergiversación del texto. No estaba pensado para ser porno, no exactamente. Era más como el diario de las experiencias de un escritor, un recuerdo de su pasado. Pero leído en voz alta, cambiaba. Cuando los oyentes escuchaban ciertas palabras, esas palabras y su significado se volvían subjetivos; para la persona que lo escribió eran simplemente la vida y el momento. Para Neil, seguramente, era porno.

El tercer objeto era etíope, estaba escrito en ge’ez, escritura abugida. Eran grafemas transcritos en signos, que mostraban consonantes con vocales insertadas arriba y abajo. Además de en Etiopía, también los utilizaban algunas tribus de indios canadienses, como los algonquinos, los athabascas y los inuits, y la familia de lenguas brahmánicas del sur y sureste de Asia, del Tíbet y de Mongolia. Se había extendido por Oriente hasta Corea. El objeto era un trozo de colmillo de elefante, utilizado por un comerciante para relatar su viaje a lo que entonces se conocía como el Cuerno de África. Por lo que pudo ver, era un regalo para el hijo mayor, un indicador y un desafío para que llegara más lejos y se atreviera más de lo que había hecho su padre.

Evidentemente, su traducción se correspondía con lo que Leslie tenía apuntado, porque no dejó de asentir mientras leía.

El cuarto objeto atrajo su atención. Era una campana de cerámica, seguramente utilizada en tiempos por un sacerdote o chamán para llamar a la oración o anunciar algo. Estaba dividida en dos secciones: en la parte de arriba había un badajo; en la inferior, un receptáculo para guardar hierbas. Olía ligeramente a jengibre, lo que quería decir que lo habían utilizado recientemente. El aro de la parte superior hacía pensar que podía llevarse colgado del cayado de algún pastor o de alguna vara de forma similar. Tenía el aspecto bruñido de un objeto que se había utilizado y cuidado durante siglos, quizás un milenio. El receptáculo podría haber servido para llevar aceite y servir de linterna.

La inscripción diferenciaba por completo aquella campana del resto de los objetos que tenía delante. De hecho, lo más fascinante de ella era lo que había escrito a su alrededor.

No pudo leerlo. No sólo eso, no había visto nada parecido en toda su vida.

Gallardo bajó del coche en el callejón que había detrás del edificio en el que los miembros del equipo de televisión habían alquilado unas habitaciones. Fue rápidamente hacia la parte trasera del vehículo, seguido de Faruk y DiBenedetto.

Pietro abrió el maletero desde dentro. La tapa se elevó lentamente y dejó ver unas bolsas de lona. Gallardo abrió la de arriba y sacó una Heckler & Koch MP5. Le puso un silenciador especialmente adaptado para esa arma, al tiempo que Cimino se unía a ellos.

Aquel tipo era un hombre grueso y rechoncho que pasaba mucho tiempo en el gimnasio. Su droga favorita eran los esteroides; su adicción, dolorosamente cercana al abuso, lo mantenía en un precario estado de salud y cordura. Llevaba afeitada la cabeza y unas gafas de sol de piloto le dividían la cara.

—¿Están dentro? —preguntó Gallardo.

—Sí —contestó Cimino cogiendo un arma.

—¿Seguridad?

—Sólo la del edificio, no mucha —aseguró Cimino poniendo un silenciador con consumada habilidad.

—Me parece bien. —Faruk cogió una pistola automática y la metió en una bolsa que llevaba colgada al hombro.

—¡En marcha! —exclamó Gallardo sintiendo un excitante cosquilleo en el estómago al anticipar el éxito que estaba seguro iban a tener. Dio un golpecito a la bolsa antes de entrar en el edificio.

Con la sensación de que le estaban jugando una mala pasada, Lourds examinó con mayor detenimiento aquella escritura, pensando que quizá la habían grabado hacía poco para engañarle, lo que habría sido una locura, pues habría mermado su enorme valor. Si se trataba de una falsificación, era una obra maestra. La inscripción era suave al tacto. En algunas partes estaba tan desgastada que incluso se había borrado.

Sí, si era falsa, era muy buena.

Siguiendo su instinto, Lourds buscó en la mochila y sacó un lápiz de mina blanda y un bloc de hojas de papel cebolla para calcar. Puso una hoja sobre la campana y pasó el lápiz por encima para obtener una imagen en negativo de la inscripción.

—¿Qué haces? —preguntó Neil.

Lourds no hizo caso de la pregunta, absorto en el acertijo que tenía delante. Sacó una pequeña cámara digital de la mochila e hizo fotos desde todos los ángulos. El flash, cuando se fotografiaba cerámica lisa, no siempre captaba las marcas poco profundas. Por eso había utilizado el lápiz primero.

Estaba abstraído y no se dio cuenta de que Leslie se había acercado y estaba al otro lado del escritorio.

—¿Qué sucede? —le preguntó.

—¿De dónde has sacado esto? —respondió dando vueltas a la campana entre las manos. El badajo golpeó suavemente el lateral.

—De una tienda.

—¿Qué tienda?

—Una tienda de antigüedades. La de su padre —explicó indicando con la cabeza hacia el hombre que estaba apoyado contra la pared y que parecía preocupado.

Lourds lo miró fijamente, no le gustaba que jugasen con él, si eso era lo que estaban haciendo, claro está. Aunque estaba casi convencido de que no se trataba de una broma. Era demasiado rebuscado. La campana parecía real.

—¿De dónde procede? —preguntó Lourds en árabe.

—Era de mi padre —aclaró amablemente—. La señorita pidió que pusiéramos algo muy antiguo con el resto de los objetos. Para probarlo mejor, dijo. Mi padre y yo le dijimos que tampoco podíamos leer lo que había escrito en la campana, así que no sabíamos lo que decía. —Vaciló—. La señorita dijo que estaba bien.

—¿Dónde consiguió su padre la campana?

El hombre meneó la cabeza.

—No lo sé. Lleva muchos años en la tienda. Me dijo que nadie había sido capaz de explicarle qué era.

Lourds se volvió hacia Leslie y cambió de idioma.

—Me gustaría hablar con ese hombre y ver la tienda de donde procede la campana.

—Bueno, supongo que podremos arreglarlo. ¿Qué sucede? —preguntó sorprendida.

—No puedo leerlo —aseguró, y volvió a mirar la campana sin creer aún lo que sabía que era verdad.

—No pasa nada —lo tranquilizó Leslie—. No creo que nadie piense realmente que eres capaz de leer todas esas lenguas. Sabes muchas otras. La gente que ve nuestro programa se quedará igualmente impresionada. Yo lo estoy.

Lourds se esforzó por mostrarse paciente. Leslie no entendía el problema.

—Soy una autoridad en las lenguas que se hablan aquí. La civilización que conocemos comenzó en algún lugar no muy lejano. Las lenguas que se hablaban, sigan vivas o hayan desaparecido, me son tan familiares como la palma de mi mano. Con lo cual, esta escritura debería pertenecer a alguna de las lenguas altaicas: turco, mongol o tungúsico. —Se tiró de la perilla, tal como hacía cuando estaba nervioso o desconcertado, se percató de que lo estaba haciendo y se frenó.

—Me temo que no sé de lo que me estás hablando.

—Es una familia de lenguas que abarcaba toda esta zona —le explicó—. Es de donde nacieron el resto. A pesar de que el tema sigue provocando controversia entre los lingüistas. Algunos creen que la lengua altaica procede de una heredada genéticamente: palabras, ideas y quizás hasta símbolos que están escritos en algún lugar de nuestro código genético.

—¿La genética influye en la lengua? Es la primera vez que oigo algo parecido —confesó Leslie sorprendida arqueando una ceja.

—Ni tendrías por qué. Yo no creo que sea cierto. Hay una razón mucho más sencilla para explicar por qué las lenguas de aquel tiempo compartían tantos rasgos —aseguró más calmado—. Toda esa gente, con sus distintas lenguas, vivían muy cerca unos de otros. Comerciaban entre ellos y querían cosas muy parecidas. Necesitaban palabras comunes para hacerlo.

—Algo así como el boom de los ordenadores e Internet, ¿no? —intervino Leslie—. La mayoría de los términos de la informática están en inglés porque Estados Unidos desarrolló gran parte de la tecnología y otros países utilizan esas palabras porque en sus idiomas no hay vocablos para describir esos componentes y esa terminología.

Lourds sonrió, seguro que había sido muy buena estudiante.

—Exactamente. Muy buena analogía, por cierto.

—Gracias.

—Esa teoría se llama sprachbund.

—¿Qué es el sprachbund? —preguntó Leslie volviéndose hacia el catedrático.

—Es el área de convergencia de un grupo de personas que acaban compartiendo parcialmente una lengua. Cuando se hicieron las Cruzadas, durante las batallas entre cristianos y musulmanes, la lengua y las ideas iban de un lado al otro tanto como las flechas y los mandobles. Esas guerras tenían tanto que ver con la expansión del mercado como con asegurar Tierra Santa.

—¿Me estás diciendo que acabaron intercambiando las lenguas?

—Sí, en parte, la gente que guerreaba o comerciaba. Aún seguimos acarreando la historia de ese conflicto en nuestro idioma. Palabras como «asesino», «azimut», «algodón», incluso «cifrar» y «descifrar». Provienen de la palabra árabe «sifr», que es el número cero. El símbolo cero fue muy importante en muchos códigos. Pero este objeto no comparte nada con las lenguas nativas de esta zona, o con ninguna que haya oído o visto. —Levantó la campana—. En aquellos tiempos, los artesanos, sobre todo los que escribían y hacían anotaciones, formaban parte de esa sprachbund. Era lógico. Pero esta campana… —Meneó la cabeza—. Es muy rara. No sé de dónde proviene. No es una copia, no da esa sensación, es un objeto que proviene de algún otro lugar que no es Oriente Próximo.

—¿De dónde, pues?

Lourds suspiró.

—Ese es el problema. No lo sé. Y debería saberlo.

—¿Crees que hemos hecho un hallazgo importante? —preguntó Leslie con un brillo de entusiasmo en los ojos.

—Un hallazgo o una aberración —concedió Lourds.

—¿Qué quieres decir?

—La inscripción en esa campana podría ser… una patraña, por así decirlo. Una tontería para decorarla.

—¿No te habrías dado cuenta si ese fuera el caso? ¿No sería fácil reconocerlo?

Lourds arrugó el entrecejo. Lo había pillado. Incluso un lenguaje artificial requiere una base lógica. Y, como tal, debería de haberlo descubierto.

—¿Y bien? —le apremió.

—Sí, parece auténtica.

Leslie volvió a sonreír. Se inclinó hacia la campana y la miró fijamente.

—Si realmente está escrito en una lengua desconocida, entonces se trata de un hallazgo increíble.

Antes de que Lourds pudiera decir nada, la puerta se abrió de par en par. Unos hombres armados irrumpieron en la habitación y los apuntaron con armas.

—¡Quieto todo el mundo! —gritó uno de ellos con acento extranjero.

Todos obedecieron.

Lourds pensó que tenía acento italiano.

Los cuatro hombres armados avanzaron. Utilizaron los puños y las armas para obligar al equipo de televisión a arrojarse al suelo. Todos se encogieron de miedo y permanecieron quietos.

Uno de ellos, el portavoz, cruzó la habitación a grandes zancadas y cogió a Leslie por el brazo.

Lourds se incorporó de forma instintiva, incapaz de quedarse sentado y ver cómo hacían daño a la joven. Pero no estaba entrenado para ese tipo de cosas. Sí que había estado en sitios peligrosos, pero había tenido suerte. El peor acto violento que había experimentado en toda su vida había sido una pelea jugando al fútbol.

El hombre puso el cañón de la pistola en la sien de Leslie.

—Siéntese, señor Lourds, o esta guapa jovencita morirá.

Obedeció, pero que aquel hombre supiera cómo se llamaba lo desconcertó.

—Muy bien. Ponga las manos sobre la cabeza.

Lourds obedeció con el estómago revuelto. A pesar de las complicadas situaciones en las que se había visto envuelto mientras estudiaba lenguas en países con gran inestabilidad, jamás le habían apuntado con una pistola. Tuvo la impresión de que el corazón se le desbocaba, algo que nunca había sentido.

—¡Al suelo! —ordenó el hombre empujando a Leslie.

Una vez tumbada, el hombre miró los objetos que había sobre la mesa y cogió la campana sin dudarlo.

Ese fue su primer error. Tanto él como sus compinches apartaron la vista de Leslie.

Antes de que Lourds pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Leslie se levantó, se tiró encima de uno de los hombres, lo derribó y le quitó el arma. Después se metió debajo de un pesado escritorio que había en la parte de atrás del set.

Aquello pilló desprevenidos a los asaltantes. No esperaban que una mujer ofreciera resistencia.

La habían subestimado, pero sin duda se trataba de auténticos profesionales, pues no les costó nada reaccionar.

El sonido de disparos inundó la habitación al tiempo que el escritorio recibía un castigo para el que no estaba preparado. Las balas lo inundaron todo de astillas.

Leslie respondió. Sus disparos sonaban más fuertes que los de sus atacantes y parecía que sabía lo que estaba haciendo. La pared de detrás de los atacantes se llenó de agujeros e hizo que tosieran por el polvo del yeso.

Entre tanto, el equipo buscó refugio.

Al igual que los ladrones.

«¡No! —pensó Lourds—. Ningún objeto vale las vidas de toda esta gente».

Entonces oyó el teléfono de Leslie.

Podía llamar para pedir ayuda.

En medio de aquel caos, rodó por el suelo y se metió detrás del escritorio con Leslie.

—Yo hablo y tú disparas, o moriremos los dos.

—¡Buena idea!

Leslie le pasó el teléfono, que ya estaba preparado para marcar un número de urgencias. Se oyeron más disparos y un grito. Lourds confió en que fuera uno de los atacantes y no un miembro del equipo el que había resultado alcanzado.

Cuando unas sorprendidas palabras en árabe sonaron en el teléfono, Lourds empezó a hablar.

Antes de que pudiera acabar la segunda frase, el ruido de sirenas se intensificó.

La ayuda estaba en camino.

Los ladrones también lo oyeron.

Escaparon, uno de ellos dejó un reguero de sangre.

Leslie fue tras ellos y dejó de disparar hasta tener un buen blanco.

Lourds la siguió justo a tiempo de apartarla cuando una descarga final por parte de los ladrones hacía astillas la puerta de la oficina.

En el suelo, aterrorizado pero todavía entero, Lourds la abrazó. Sintió la suave presión de piel femenina contra su cuerpo y pensó que si tenía que morir en ese momento, seguro que había peores formas de hacerlo.

Se apretó contra ella y protegió su cuerpo con el suyo.

—¿Qué estás haciendo? ¿Quieres que te maten? —preguntó.

—¡Se escapan! —exclamó Leslie intentando zafarse del abrazo.

—Sí, y es lo que tienen que hacer, irse bien lejos. Tienen armas automáticas, son más que nosotros y la Policía está al llegar. Casi toda, a juzgar por el ruido que hacen. Ya nos has salvado el pellejo. Es suficiente. Tira la pistola y deja que se hagan cargo los profesionales.

Leslie se relajó entre sus brazos. Por un momento, Lourds pensó que iba a protestar y a llamarle cobarde. Sabía bien que en una situación límite las personas que observan desde la barrera confunden a menudo la sensatez con la cobardía.

Dos de los jóvenes del equipo de producción asomaron la cabeza desde su escondite. Como no les dispararon, Lourds pensó que estaban lo suficientemente a salvo como para levantarse. Se incorporó y ayudó a Leslie.

Cundo salían hacia el pasillo se fijó en los orificios que llenaban el final del pasillo, además de las paredes, techos y suelo. Los malos no eran tiradores de primera, pero habían repartido suficientes balas a su alrededor como para dejar las cosas claras.

—Llama a la Policía —pidió a uno de los jóvenes árabes del equipo—. Diles que los ladrones se han ido y que sólo quedamos nosotros. Que se enteren bien antes de llegar o las cosas se pondrán feas otra vez.

Uno de los miembros del equipo, que ya estaba pálido, se puso blanco y corrió al teléfono.

Leslie se soltó de Lourds y fue hacia una ventana para mirar hacia la ciudad.

Él se colocó a su lado, pero no vio nada.

—Hemos perdido la campana antes de saber qué era —comentó Leslie.

—Bueno, eso no es del todo cierto. Tengo copia de la inscripción y saqué un montón de fotos con la cámara digital. Puede que hayamos perdido la campana, pero no su secreto. Vayan donde vayan no estarán totalmente fuera de nuestro alcance.

Lourds pensó que si seguían descifrando aquel enigma acabarían por tener que enfrentarse de nuevo a una pistola. Alguien deseaba aquella campana lo suficiente como para matarle a él y a todo un equipo de televisión. ¿Asesinarían también para impedir que la analizaran? Aquellas no eran precisamente las cosas que le ocurren a un catedrático de Lingüística.

Ni tener que hablar con cien policías egipcios acelerados.

Pero, a juzgar por el sonido de los pasos en el pasillo, tuvo la impresión de que aquel día iba a aprender un montón de cosas nuevas.