Echado de bruces sobre la hierba seca, a un lado del charco, Rudecindo pensaba en los acontecimientos de los últimos días. Se veía más viejo, más agotado, como a punto de una crisis definitiva. La barba daba al rostro una sombra grisácea; tenía más pronunciados, sobre las mejillas pálidas y descarnadas, los pómulos; dos ojeras grandes, negras casi, le rodeaban las pupilas, ocultas en el fondo de las cuencas como tenues cocuyos moribundos. Ese era el hombre. Un ser acabado, en los últimos extremos de la pobreza y de la desesperación.
Evocó angustiado el despertar del miércoles. Un día… Ayer nada más, Le pareció que de ello hacía muchos años, y que él estaba anciano, al borde de la muerte. «Con un pie en la sepultura y el otro sobre una cascara de plátano», como le dijera uno de sus compañeros, al verlo en tan lastimoso estado. Mariena… Su hija. Sí, su muchachita. La evocó enternecido y colérico al mismo tiempo. ¿Cómo había podido engañarlos con su aire de ingenuidad y de inocencia? ¡Cuánto sufrieron y cuánto sufrían en esos mismos instantes!
Él había sido el primero en notar la ausencia de su hija. Inicialmente pensó que se encontraría al lado del pozo, peinándose las largas trenzas oscuras. Se asomó a la puerta y no la vio. Entonces salió del rancho a inspeccionar los alrededores. Subió un trecho por el camino que llevaba al túnel de La Pintada; fue hasta las orillas del riachuelo; miró por todos lados y regresó a su choza, angustiado, con el corazón oprimido por un extraño presentimiento. Pastora quiso levantarse y ayudar a la búsqueda, pero sus fuerzas eran aún muy pocas y tuvo que resignarse a permanecer tendida en el suelo, vigilando a Neco, en tanto que Cándida, Rudecindo y Pacho se dedicaban a recorrer las calles. Fueron hasta la iglesia, a la estación del tren, a todas partes… y cuando volvieron esperando encontrarla sólo hallaron el grito hambreado de Ñeco y el llanto desconsolado de Pastora.
No podían convencerse de aquella nueva desgracia. ¿Por qué el destino se complacía en golpearlos, como si quisiera impulsarlos a terminar con esa existencia insoportable? Primero fue la miseria, después la enfermedad… ¡y ahora la desaparición de Mariena! ¿A dónde había podido marchar esa muchachita sola, abandonada en medio de esa manada de verdaderos lobos salvajes? Temió Rudecindo que hubiera sido víctima de la brutalidad de los hombres que deambulaban por las calles de Timbalí, a todas horas, sin decidirse a marchar a sus hogares, continuando a regañadientes el trabajo en el fondo de las minas. Pero no, no era posible. Tendrían que haber violado la seguridad de su rancho. Los gritos de ella los habrían puesto sobre aviso… Se convencieron de que Mariena había abandonado la casa por su propia voluntad.
Pasaron la mañana en medio de una indecible angustia. Pacho, sentando en el suelo, junto al charco, meditaba en venganzas absurdas contra el raptor de su hermana, en escándalos, en muertes y en incendios. Su cerebro estaba lleno de la mala semilla. Había en él un germen para el héroe o para el criminal. Pero, careciendo de toda posibilidad de ilustración, seguramente sería lo último. Por eso, consumido dentro de sí mismo, en esa clara y jubilosa mañana de verano, pensaba en las torturas más atroces, en los mayores tormentos. Y más allá, en la misma posición de idiotismo o de desesperación llevada al máximo extremo, estaba Rudecindo. No tenía pensamientos. Un solo deseo: encontrar a Mariena, hacer que regresara al hogar que por circunstancias inexplicables había abandonado. Y dentro de la choza, Cándida, tratando de calmar a Pastora que estaba inconsolable.
Rudecindo no había concurrido al trabajo. No le importaban las consecuencias. Sentíase anulado, como un hombre dentro de una tumba. Creía que su corazón, herido por el dardo de la desgracia, iba a detener, dentro del pecho, el ritmo loco de la vida. Pensó en sus compañeros, que posiblemente estarían metidos dentro del túnel de La Pintada, soportando el fétido olor de los cadáveres… Pero quizá ninguno trabajaba. No había visto entrar a nadie. Desde allí se divisaba parcialmente la boca del túnel y no estaban los policías. Pero eso no le importaba ahora. Lo principal era encontrar a Mariena, saber en dónde se ocultaba, con quién se había marchado de la casa. Una idea se fue haciendo presente en su cerebro, pero la rechazaba con indignación. El Diablo… No, era imposible. Además Mariena solamente lo había visto el día en que mató a Joseto. ¿Pero esa misma acción del hombre, defendiéndola, no era un indicio de su pasión por ella? ¿Estaría siguiendo la suerte del criminal, perseguida con él, recorriendo los montes, alimentándose como las fieras, viviendo resguardados en las cavernas? Se estremeció. Era ridículo. Su hija no podía estar lejos. Tal vez su alarma era injustificada. Seguramente la muchacha, viéndolos con hambre y sin dinero, había acudido a alguna de las casas de los extranjeros a ofrecerse como cocinera. Eso tenía que ser, precisamente. Y, alegre por el descubrimiento, se incorporó para ir a decírselo a su mujer. En esos momentos apareció por un lado del basurero el Lechuza, y lo llamó.
Rudecindo se sintió molesto. Quizá venía para hablarle de la huelga, de lo que se había resuelto en la última reunión secreta da los agitadores, y a él no le interesaban para nada esas cosas en tales instantes. Tenía un problema más grave: su hija. Sin embargo, maquinalmente, acudió hacia el lugar en donde su compañero lo esperaba.
Lo vio extraño, preocupado, serio. En un principio habló de cosas sin importancia: del verano que azotaba el valle, del aspecto de animación que nuevamente presentaba Timbalí, de la Pintada en donde nadie estaba trabajando… Y por fin la revelación:
—Compañero, no sé cómo decirle… pero creo que es mi deber… Bueno, resulta que yo venía del lado de Troncoso… y vi esta mañanita, a eso de las cinco, al Diablo con… con su hija… Yo la conocí a ella inmediatamente, porque la vi un domingo, hace ya rato, cuando ustedes iban para la misa…
Sus pensamientos, rechazados como absurdos, se habían cumplido, ¡Mariena era la amante del Diablo! Es decir, el segundo tomo de Cándida. Luego regresaría a su hogar, sin honra y con un hijo. ¡Qué historia tan bella para contársela a Pastora!
La mujer estuvo a punto de morir cuando supo la noticia. Solamente después de medio día se calmó su llanto. Pero a veces los sollozos la agitaban. Su estado de salud empeoró notablemente, y Rudecindo pensó en acudir hasta el hospital para llamar al médico. Pero no tenía un solo centavo. Ese día se desayunaron gracias a la generosidad de Ramiro Cabrera.
Ahora, recordando todos los episodios dolorosos del día anterior, se le llenaban los ojos de lágrimas. Apretó los puños. Era su destino, siempre aporreándolo, dándole contra la tierra.
En La Pintada el trabajo estaba interrumpido desde hacía dos días. Pensó que no estaba haciendo nada en Timbalí. ¿Cómo pagarle a Cabrera lo que le dejara fiado? ¿Con qué seguir viviendo, con su esposa cada vez más grave, con Cándida, con Neco, con su hijo? Los recuerdos de la mujer —que después de conocer la noticia dada por el Lechuza se había tornado taciturna y esquiva—, se iban esfumando de su memoria. No pensaba en ella, ni en su cuerpo joven, ni en sus pezones de canela. Ahora sólo tenía una obsesión: ¡era un desgraciado, un desamparado, un miserable! No estaba trabajando; no poseía un rancho decente donde dormir; su esposa se hallaba enferma; no contaba con un solo centavo para el pan de cada día; su hija se había fugado con el Diablo… Y deseó estar ocupando el puesto del cadáver, de aquel 11330 que encontraron espichado entre dos rocas, en el fondo negro del túnel.
¿Qué pasaba, entre tanto, en las dependencias de la Compañía? Él lo ignoraba. Pero sí había visto que los grupos de policías que vigilaban el pueblo no disminuían. Eran los mismos. Trescientos hombres armados, contra mil ochocientos obreros indefensos. ¿Y en dónde estaba la rebelión? ¿Qué había sido de ella? ¿Su germen murió, quizá, ahogado por las desventuras, en el alma de los infelices?
Más que nunca deseó la lucha, la muerte, la destrucción. Esos pensamientos lo obsesionaban en los últimos días con una fuerza avasalladora. Quizás el hambre se le metía en el cerebro, como un espectro, y lo llenaba de ideas terribles. En el socavón de su mente veía el cuerpo de míster Brown dando vueltas en el asador, como un enorme cerdo; o el rostro del alcalde, con su nariz de pájaro; o las patillas del capataz, ahora armado por los extranjeros para oprimir a sus compatriotas… Todo danzaba locamente en su imaginación. Se hallaba enfermo. Enfermo de hambre y de miseria. Y así, como él, estaban todos los obreros de la Compañía. Ya nada habría capaz de redimirlos.
No almorzó. Tampoco pudo comer. Un poco de caldo y pan fue todo lo que logró ingerir Pastora. Y para Cándida y los dos muchachos, aguadepanela caliente. El hambre lo martirizaba. Tomó agua en el pozo hasta que le dolió el estómago y lo acometieron las náuseas. Vomitó sobre el pasto. Estaba muy débil. No se sentía capaz de dar un paso. Era el fin, pensó. Ya estaba llegando su miseria a los mayores extremos. No podría resistir más la carga abrumadora de la existencia. Percibió, dentro del rancho, el llanto de Neco que pedía pan. Oyó la voz autoritaria, pero quebrada por la pena, de Cándida, reclamándole silencio. Escuchó los quejidos de Pastora, que estaba muriéndose. Y allí también se encontraba Pacho. Casi lo adivinó acostado contra un rincón, con los ojos cerrados, pensando en cometer las mayores atrocidades. Desesperado, como si lo estuviera persiguiendo un monstruo, abandonó los alrededores de su cubil y se dirigió a la cantina de Ramiro Cabrera.
El polvo amarillo de la calle bailó delante de sus ojos una zarabanda. Se abalanzó sobre él. Trató de agarrarlo, de abofetearlo, de morderlo. Le tenía odio y terror. Y entonces, alocado, fue de una parte a otra persiguiéndolo. Pero el polvo, en las manos del viento, se burlaba de su angustia, de su ansiedad. Comprendió que se estaba portando extrañamente, más como un ser con el juicio perdido que como una persona normal. ¿Pero quién le había dicho que no estaba loco? ¿Quién le garantizaba que su cerebro no se hallaba sufriendo una aguda crisis, a consecuencia de la miseria, de la sed insatisfecha de justicia?
Al llegar a la puerta de la cantina oyó voces animadas y gritos. Entró, decidido a todo. Hubiera sido capaz de enfrentarse, él solo, a veinte policías, y desarmarlos sin dificultad. Una determinación tremenda lo invadía: era el deseo de terminar de una vez por todas; de consumirse entre ese polvo amarillento de las calles, de ahogarse en él, de desaparecer para siempre.
Ante el mostrador estaba Cabrera. Unos obreros borrachos gesticulaban y hablaban de cosas que nadie podía entenderles. Otros, sentados ante la mesa del rincón, maldecían contra los jefes de la Compañía, en voz baja, por temor a los policías. Ni un solo rostro amigo.
—Hola, Cristancho, entre —le dijo Cabrera—. Pero ¿qué tiene? Lo noto más acabado cada día. Como que le ha sentado muy duro el fracaso de la huelga, ¿no?
—Sí señor… Sí, un poco.
—No se desespere, hombre. Usted tiene madera de luchador. Yo no sé a dónde vayamos a parar con todas las injusticias que se están cometiendo ahora. Parece que los patronos hubieran querido dominarlos por la fuerza, humillarlos, demostrarles que son los más poderosos. Y lo malo es que ellos tienen las armas, y ustedes, los mineros, solamente poseen determinación y coraje.
—Sí…, así es.
—Esta noche hay aquí una reunión. Tal vez no vengan los policías a meter sus cochinas narices.
¿Una reunión? Entonces la situación de los obreros continuaba delicada. Estaban al borde peligroso de una crisis, que en esas circunstancias podía ser fatal para todos. Porque los obreros, descontentos, atemorizados, serían capaces de organizar una estampida; y mil ochocientos hombres eran suficientes para arrasar el valle.
Sí, aquella noche se verificaba en la cantina de Cabrera una reunión, indudablemente asistiría Espinel y podría verlo, hablar con él, contarle sus problemas. Le tenía una gran confianza, quizá porque poseía la íntima certeza de ser comprendido. En todo caso nada tenía que hacer en el rancho, como no fuera escuchar el llanto constante de Neco, las palabras llenas de amargura de Cándida y los quejidos de Pastora. Decidió esperar a que llegaran los compañeros, para enterarse de lo que estaba sucediendo en las diversas dependencias de la Compañía.
—¿Tardarán mucho en llegar a la reunión?
—No creo. Mire: allá en esa mesa están Álvarez y Martínez, que fueron los encargados de hablar con el jefe de personal y con el gerente. Allí, borracho, está Cifuentes. Dicen que es comunista, pero los obreros lo respetan mucho. Lástima que esté con sus chichas… No podrá hablarles y ellos necesitan un consejo. Pero bueno, porque de lo contrario se hundirán más. Y ahora, con los policías… Todos los odian. Todos les tienen miedo también. Si uno de ellos penetrara aquí esta noche, no saldría ni en pedacitos así de grandes —terminó, haciendo un ademán elocuente con el índice de la mano derecha.
Cuando oscureció las bombillas se prendieron. Espinel entró, y Rudecindo le estrechó la mano en silencio. El 22066 examinó a su amigo y lo notó muy raro. Ese cambio lo impresionó. Estaban frías y húmedas las manos; en la frente ostentaba pequeñas gotas de sudor; le brillaban los ojos, como invadidos por la fiebre… Sí, el 22048 estaba muy extraño esa noche. Y en las pupilas de todos, de los ebrios y de los que no habían ingerido una sola cerveza, notó una determinación extrema, una resignación llegada al máximo grado.
—La situación es tremenda, compañero —dijo Espinel—. Insoportable. Creo que estamos en la necesidad absoluta de ser oídos por los empresarios. No sé qué fin hayan tenido las gestiones de Álvarez y de Martínez… Allí están. Hablarán en la reunión, dentro de unos minutos.
La cantina había ido llenándose de hombres. Rudecindo los examinó, con miedo. Asustaban, en verdad, esas expresiones decididas, esos labios fruncidos en una mueca de desolación y da angustia, esos ojos acerados, fijos, enfebrecidos… Pensó que muchos de ellos estarían en circunstancias parecidas a las suyas. Pero ninguno tendría tantos y tan graves problemas: la esposa muriéndose, el hijo llorando en silencio por la falta de un pan, la hija perdida para siempre por los caminos inmensos de la tierra…
Eran muchos hombres. Tantos, que no podían moverse ya. Unos se regaron por el patio, otros invadieron la cancha de tejo y los más importantes de la reunión permanecieron bajo el techo de la pequeña enramada. Entre los posibles oradores estaba Rudecindo, a quien Cabrera y Espinel reservaran un sitio cerca del mostrador.
Cristancho meditó en el número de obreros que estaban reunidos aquella noche en la cantina de Ramiro. Eran, quizá, más de trescientos. Vio delante de sí un mar de rostros blancos, de labios fruncidos, de ojos brillantes como luciérnagas bajo los párpados amoratados.
Espinel habló, aparte, con Álvarez y Martínez. Luego su voz se alzó dominando los diversos murmullos:
—Vamos a conocer ahora el resultado de las gestiones de nuestros dos compañeros. Ellos nos dirán qué programa desarrollaron para tratar de solucionar la tremenda crisis por la que estamos atravesando.
Se hizo el silencio. Varios obreros habían llevado botellas de aguardiente de contrabando, que pasaban de mano en mano, se empinaban y dejaban caer en la garganta de los hombres ese líquido ácido y picante, que al penetrar en el cuerpo los hacía más fuertes, más decididos, más valientes…
Martínez habló, por él y por su compañero. Una mesa le sirvió de estrado. Era alto, seco, de facciones angulares. Tenía en los ojos esa misma determinación, ese relámpago extraño que Rudecindo había visto en todos los allí agrupados, por la misma angustia, por idéntica miseria.
—Nuestros esfuerzos por solucionar los problemas que nos han planteado el abuso y la injusticia de los jefes, han sido inútiles. Ni siquiera han escuchado lo que pedimos. No quieren oírnos. Nos echan de sus oficinas, como a perros sarnosos. Hoy acudimos por última vez a donde míster Brown, a rogarle que volviera sus ojos hacia nosotros y que nos escuchara con humanidad, con caridad. Pero nos dejó hablar tres minutos y después él mismo, a empujones, nos sacó de su despacho. Les juro, compañeros, que si no le escupí el rostro, fue porque aún conservaba la esperanza de obtener en otras partes lo que él nos negaba.
—¡Abajo míster Brown! —gritó uno de los que estaban ebrios cuando entró Rudecindo.
Las voces fueron unánimes. El grito se oyó, fuerte, dominando todos los demás ruidos del valle.
—Silencio —pidió Martínez—. No queremos que vengan esta noche los policías a dispersarnos.
—¡Abajo los asesinos uniformados! —gritó otro, y la respuesta fue también decidida.
—Les ruego compostura —imploró el orador—. Con estas muestras de violencia no ganaremos absolutamente nada. Venía relatando que abandonamos, sin esperanzas mayores, el despacho del jefe de Personal. Fuimos a donde el gerente, mesié Randó. Nos escuchó también, como en la ocasión anterior, pero terminó diciéndonos, definitivamente, que la Compañía estaba dispuesta a no ceder una sola línea. Y que si era necesario el empleo de la fuerza, se apelaría a ella como último extremo para mantener normales y corrientes los compromisos de la Empresa con las diversas fábricas que estaban urgiéndolos para que les suministraran carbón en enormes cantidades. Es decir, que todas nuestras esperanzas de solucionar este gravísimo problema, parecen inútiles…
Una voz potente se levantó del grupo. Venía desde los lados de la cancha de tejo:
—Y cada día, la injusticia toma características más alarmantes. ¿No saben, compañeros, lo que han hecho esos malditos policías en la mina de Chicamocha? Han cogido a culata a diez obreros porque no querían continuar trabajando. A uno, precisamente a Juan Beltrán, le fracturaron la clavícula. Y así, imposibilitado físicamente, lo obligaron a trabajar, hasta que cayó al suelo desmayado, casi moribundo. Y luego, los miserables no nos permitieron llevarlo a su casa. Allá se quedó hasta que un muchacho que por casualidad presenció el lance, le avisó a la mujer.
—Por todas partes cunde la barbarie —dijo otro, que estaba situado cerca del anterior—. Y eso es fruto de la llegada de los policías. Se dice que son agentes del orden, pero yo les he visto, en ocasiones anteriores, recorrer los caminos de las veredas matando a los hombres y a los niños, violando a las mujeres…
—Y ahora piensan que van a poder hacer lo mismo con nosotros. ¡Muera la policía!
La gritería fue ensordecedora. Se ponían tensos los ánimos. Las botellas de aguardiente circulaban de mano en mano. Ramiro Cabrera sacó, de sus depósitos secretos, un enorme barril de chicha y lo dejó sobre una mesa, cerca de Martínez, para que allí acudieran a calmar la sed y a apagar la cólera todos los que así lo desearan.
—En la meseta del socavón de Santa Brígida, el capataz hirió de un disparo a uno de los obreros.
—¿Un capataz? ¿Pero no son acaso de los nuestros?
—Están vendidos a la Compañía. Son unos Judas. Les prometieron aumentos de sueldos, y les han dado armas…
—¡Abajo los capataces! ¡Mueran los traidores!
—Se trata de José Castro. La bala le atravesó el brazo derecho, y es posible que nunca en la vida recupere por completo sus facultades. ¿Podemos soportar, acaso, estas atrocidades que estamos presenciando? ¿Seremos indiferentes? ¿Dejaremos que los policías y los capataces armados diezmen y asesinen, delante de nuestros propios ojos, a los compañeros?
—¡Nunca, nunca! ¡Abajo los policías!
—¡Tenemos que defendernos!
—Y en La Pintada, ¿saben lo que nos han obligado a hacer? —preguntó Espinel, dominando el tumulto—. Ahí en el fondo de esa mina quedaron sepultados hace dos meses, cuatro de nuestros colegas. No se preocuparon los amos siquiera por mandar rescatar los cadáveres. Y el martes hallamos uno de esos cuerpos, descompuesto y fétido. ¡Y querían obligarnos por medio de la fuerza, a trabajar en esas condiciones inhumanas!
Un hombre que acababa de llegar gritó, desde la puerta:
—¿No oyeron hace poco un disparo de fusil? Allá abajo, en la estación, un policía borracho disparó contra Torres, el maquinista… ¡Y lo dejó muerto instantáneamente!
Los gritos, ante esta nueva noticia, redoblaron. Se alzaron en el aire las manos crispadas pidiendo justicia, clamando venganza. Ya no podían soportarlo más. Ya estaba colmada la copa tanto del sufrimiento individual como colectivo.
—¿Lo ven, compañeros? —preguntó Álvarez, que había ocupado el sitio abandonado un momento antes por Martínez—. ¿Qué podemos hacer ante la fuerza bruta, que se ha desatado sobre las calles de Timbalí? Por todas partes heridos, muertos… Injusticia y barbarie… Ha llegado el momento definitivo. Mañana iremos, en manifestación, a pedir una adecuada solución a nuestros problemas, a solicitar…
—Mañana no. ¡Ahora mismo! —gritó uno, ebrio, que estaba colocado junto al barril.
—¡Ahora mismo, sí!
—¡Abajo los policías!
—¡Mueran los extranjeros y los traidores!
La voz de Álvarez pidiendo prudencia, recomendando la paz en esos momentos definitivos, se perdió en un mar de gritos enfurecidos. Rudecindo bebió un vaso de chicha que le habían alcanzado. El líquido penetró en su cuerpo y ya no sintió ni hambre, ni dolor, ni cansancio. Sólo experimentó un deseo de gritar, de maldecir a los que estaban oprimiéndolos como unos verdugos, de correr por las calles del barrio extranjero agitando en el aire las manos, como teas revolucionarias…
—¡Vamos a pedir justicia!
—¡Vamos a vengar a los compañeros heridos y muertos!
—Terminaremos con los policías. Son trescientos, y nosotros más de mil.
—No tenemos armas.
—¡Pero tenemos valor y estamos desesperados!
Álvarez, Espinel y Martínez, trataban de calmar los gritos. Cifuentes, por el contrario, ebrio como estaba, no cesaba de animar a sus compañeros con sus abajos a la policía, a los místeres y a los musiús. La animación se fue haciendo incontenible. Las botellas de aguardiente habían sido vaciadas. Entonces, desde su sitio cerca del mostrador, Rudecindo vio que el mar de rostros que tenía ante él había cambiado de aspecto en un segundo. Ahora, secos los labios por los gritos repetidos, daban un aspecto siniestro a esas caras blancas, como pintadas con tiza, y dentro de todas las pupilas parecían estar danzando las llamas de un incendio fabuloso.
El 22048 sintió que, también allá en el fondo, le crecía la cólera contra su destino, contra las injusticias de la vida. Y para darse ánimo, para que no cediera en su interior ese fuego que estaba alimentando la combustión de su organismo, pensó en su casa miserable, en su esposa agonizante, en las silenciosas Lágrimas de Pacho, en los gritos de Neco, en Cándida… Sí, por ellos, por esos seres que estaban ya ligados a su vida, debía luchar; defender sus derechos; hacer que la voz de los desamparados, de los miserables y de los pobres, se oyera por fin como una clarinada potentísima que dominara, allí en el valle de Timbalí, el ruido de los motores, el jadeante trabajar de las máquinas… Era necesario que se escuchara el clamor de los oprimidos, opacando la voz de los fusiles. Tenían que vencer. Dios les había dado igualdad de derechos. Los humillados, los escarnecidos, los ignorantes, debían lanzar su grito unánime, poderoso, para pedir pan y comprensión y justicia.
—¡Mueran los cerdos extranjeros!
—¡Maldito sea por todos los siglos el jefe de Personal!
—¡Hay que acabar con la tiranía!
—Los fusiles deben ser nuestros. Llevamos la razón de nuestra parte.
—Allá abajo, los místeres duermen bien comidos mientras nosotros nos estamos muriendo de hambre. ¡A la calle todos! ¡A la calle!
—¡Viva la revolución! ¡Vivan los obreros!
—¡Triunfaremos! ¡Somos mil hombres dispuestos a la muerte!
—¡Abajo la policía!
En esos momentos, en las puertas de la cantina, con ademanes violentos, con los fusiles en bandolera, aparecieron diez agentes uniformados.
Nadie pudo saber cuál de los dos grupos atacó primero. De pronto en el aire, poblado de amenazas y de gritos, estallaron dos disparos. Un hombre que estaba colocado cerca de Rudecindo dio una vuelta y cayó sobre sus aterrados compañeros, con el cráneo completamente destrozado. La otra bala hizo impacto en el techo. Todos los obreros, más de trescientos, se lanzaron sobre los diez policías con una furia ciega. No les dieron tiempo de defenderse. Los rodearon, alzando hacia la noche los cañones negros y fríos de los fusiles. Y luego los golpearon, con los pies descalzos, con los puños cerrados. Los atacaron con las uñas, como fieras. Clavaron en esos cuerpos todo el odio de que estaban poseídos, y salieron a la calle, ya definitivamente perdida la razón tras las barreras rojas de la cólera. Sus gritos atronaron la noche. Trescientos hombres, seiscientas manos crispadas, trescientas gargantas contraídas por la angustia, trescientas rebeliones fundidas en una sola, salieron de la cantina de Ramiro Cabrera y se regaron por las amarillentas vías de Timbalí. Pedían justicia; gritaban mueras a la policía y a los extranjeros; solicitaban pan, comprensión, legalidad. Pero ya estaban ciegos. Las voces se hicieron más fuertes y se transformaron luego en una sola, alta, terrible, con fragor de alud y de terremoto, que se extendió rápidamente por el valle.
Los que habían logrado apoderarse de un fusil o de una pistola, disparaban sin cesar. Cundió el pánico. No era sólo el reventar constante de las balas, sino la voz, el grito de un pueblo hambreado, pobre y miserable, rebelado contra la injusticia.
Por las esquinas fueron llegando más y más obreros. Los que trabajaban en el fondo de las minas distantes oyeron las detonaciones y salieron, matando a los policías que los vigilaban y apoderándose de sus armas. Muchos quedaron tendidos ante los disparos enemigos, entre charcos de sangre, retorciéndose en las convulsiones de la agonía. Pero los más, con la fuerza de la desesperación, vencieron a quienes los guardaban y caminaron por los diversos senderos del valle, hacia un mismo centro: el barrio de los extranjeros.
Ya no estuvieron solos en medio de la sombra los que salieron de la cantina de Cabrera. De los cuatro puntos cardinales llegaban obreros. Venían algunos con antorchas, que difundían por la penumbra sus luces amarillas y humeantes. Parecían gritos de fuego encendidos contra la explotación inmisericorde. La fil fue engrosándose, haciéndose a cada metro más poderosa, más terrible. Los gritos duplicaron su fuerza. Ya todas las gargantas estaban secas, roncas, pero aún emitían sonidos guturales, aterradores. Los tiros se hicieron más nutridos. Venían de diversos sitios los ecos de los disparos. De Vientoalegre, de Santa Brígida, de Niñasol. Y de repente, para aumentar la confusión, los motores se apagaron. Los empleados encargados de vigilarlos habían, sin duda, dominado a los guardias, y unían su voluntad en busca del triunfo de la rebelión.
No fue aquello lo que buscaron Álvarez, Martínez, Espinel y tantos otros. Ellos querían organizar, para el día siguiente, una manifestación pacífica, ordenada, que acudiera ante las oficinas de la jefatura de Personal para pedir justicia, seguro colectivo, aumento de salario, abolición de la hora más de trabajo, Pero ¿qué podían ellos solos contra la turba enfurecida? ¿Quién escucharía, en aquellos minutos supremos, sus voces, que se alzaban pidiendo paz en medio de la ira desatada de los obreros? Incapaces de dominar la avalancha se unieron a ella, tratando, por todos los medios, de detener las manos crispadas de los hombres, de arrebatarles las armas que no cesaban de disparar, de apagar las antorchas que iban aumentando en proporción aterradora, sin que nadie supiera de dónde brotaban a fortalecer la fila de los desamparados, de aquellos seres martirizados por el hambre y por la sed de justicia que ahora recorrían, ebrios de cólera y de deseos de venganza, las calles amarillentas y sucias del barrio obrero de Timbalí.
Rudecindo Cristancho, el 22048, iba también entre ellos, en la primera fila. Llevaba, como únicas armas, sus manos callosas de minero; como bandera, su voz que reclamaba por lo que legalmente le correspondía; como antorcha sus ojos que brillaban, poseídos por la fiebre de una determinación irrevocable. Allí estaba él en medio del tumulto. Allí, gritando, en tanto que en su rancho su esposa, su hijo, Cándida y el niño, otearían angustiados la oscuridad para saber qué estaba sucediendo en el valle. El recuerdo de esos seres que dejaba atrás lo ensombreció, lo llenó de tristeza. Evocó con ternura el rostro bondadoso de su mujer, de aquella que lo había acompañado en el dolor y en la alegría durante más de quince años. La recordó en el campo, en la casa paterna, alta y llena de vida y de juventud. Evocó sus momentos de felicidad, sus días de hambre y de miseria… Pensó en Pacho, en ese muchachito pálido y débil, que a pesar de sus doce años había robado, herido y dormido en la cárcel… Recordó a Mariena, ahora deambulando por el mundo, fugitiva en los brazos del Diablo, con un hijo quizá creciéndole en el vientre… Y también en esos instantes en que caminaba dentro de la fila de los revoltosos, reconstruyó los senos dorados de Cándida, sus pezones erectos como suaves corozos maduros, su cuerpo firme y sabio para el amor, sus labios siempre abiertos como dispuestos a los besos… ¿Por qué se le venían a la memoria los encantos de esa mujer, que había dormido a veinte centímetros de su cuerpo y a la que no había sido capaz de acercarse una vez siquiera? ¿Por qué pensó con terror en los gritos de Neco, pidiendo pan? ¿Por qué recordó que su esposa estaba muriéndose de hambre, tendida en el suelo, incapacitada para levantarse?
El clamor era repetido por ochocientos hombres. La manifestación crecía. Aumentaban, como cocuyos gigantescos y enloquecidos, las antorchas. Se deshojaban en el aire de la sombra las rosas rojas nacidas del cañón de las pistolas y de los fusiles. La oscuridad, una vez apagados los motores, fue absoluta. Sólo se distinguía, como una masa blanca, el barrio elegante de Timbalí, en donde los hombres dormían en blandos lechos, en tanto que ellos, los que marchaban con la palabra de la rebelión en los labios, tenían que contentarse con un metro de tierra dura para reclinar allí su cuerpo agobiado por el trabajo.
¿Dónde estaban los policías? De súbito tuvieron la respuesta, en forma de una lluvia de balas. Agazapados tras de los vagones viejos del ferrocarril, los uniformados desocupaban sus armas sobre el compacto grupo de los rebeldes. Muchos cayeron, heridos o muertos. Sobre ellos, sin cuidarse de su suerte, pasaron los demás hombres. Mil seiscientos pies arrastrándose por el suelo amarillento de las calles; ochocientas bocas abiertas que gritaban contra los explotadores y contra los injustos. Un estremecimiento general recorrió la fila de los mineros. Habían muerto, de las primeras descargas, no menos de cincuenta hombres; pero los restantes avanzaron con una furia irreflexiva y loca. Fueron como una enorme masa incontenible de rocas, como un derrumbe humano cayendo sobre los policías que, atrincherados en los vagones, no esperaban ese gesto de audacia. Por una y otra parte se regaron los obreros, rodeando los carros. Los agentes, desde sus puestos estratégicos, continuaban disparando contra los grupos de hombres que tenían por toda defensa sus pechos descubiertos, escuálidos, minados por el desaseo y por la tisis. Pero los rebeldes poseían la fuerza arrolladora de su determinación y de su locura. Muy pronto los ciento cincuenta policías fueron dominados. Algunos los atacaron con las manos abiertas, metiéndoles los dedos en los ojos, arrancándoles los cabellos. Otros los ahuyentaron a mordiscos, como canes rabiosos, y lentamente fueron haciéndolos ceder, hasta que los que en el ataque no murieron se fugaron hacia las colinas, aterrorizados y heridos.
Con esta victoria se aumentó el número de armas que poseían los rebeldes. Los disparos se hicieron más frecuentes. Ya los cañones no estaban dirigidos al viento, sino contra las suntuosas construcciones de los jefes, que se distinguían en compacto bloque, allá adelante. De pronto, frente a ellos, distinguieron el edificio cuadrado de la prisión, y se abalanzaron contra él.
Ciento cincuenta obreros, quizá más, yacían muertos, regados por la calle, reclinados en posturas grotescas contra los rieles o dentro los vagones del ferrocarril. Pero esos habían sido reemplazados por otros, que continuaban llegando de las más apartadas regiones con antorchas encendidas, gritando, pidiendo justicia, ahogados ya en el cenagoso mar de la venganza y del crimen, al que habían sido precipitados precisamente por la incomprensión de los poderosos.
Como una tromba cayeron sobre el edificio de la cárcel. Los pocos guardias fueron rápidamente dominados. Se abrieron, ante el impulso de cien brazos, las puertas enrejadas. Del patio, de los calabozos, salieron gritos de júbilo. Era el momento de la libertad. Cincuenta presidiarios, inocentes unos, culpables otros, se unieron en forma decidida a los huelguistas, y con ellos, encabezando la manifestación, salieron hacia las calles del barrio en donde se levantaban las elegantes construcciones de los potentados. Ya las antorchas eran más de doscientas, y formaban un río de fuego y de humo por la calle pavimentada, bordeada de jardines.
Como último recurso, rodeando una manzana de residencias importantes (la del gerente, la de míster Brown y otras) estaba colocado un cordón de policías. Eran unos doscientos, y tenían todos listos sus fusiles.
Los encarcelados puestos en libertad por la manifestación rebelde, fueron los primeros en atacar a los agentes. Como perros de presa se lanzaron sobre ellos. Muchos murieron. Pero otros se metieron entre las filas enemigas, sembrando el desconcierto y el terror. Daba miedo ver, a la vacilante luz amarilla de las antorchas, los rostros de esos cincuenta hombres, largos, famélicos, decididos. No temían agarrar los fusiles por el cañón y volverlo hacia el cielo, aun a trueque de quedar sin vida, tendidos en el pavimento. Los disparos se sucedieron de parte y parte. Los obreros fueron cayendo en tanto que allá, junto a las residencias de los principales jefes de la Compañía Carbonera del Oriente, mezclados con los policías, luchando cuerpo a cuerpo, en una batalla sangrienta y salvaje, estaban los presidiarios, de los cuales no quedaban ya sino veinte o veinticinco, pero con fuerzas redobladas, con un ímpetu avasallador que fue venciendo, palmo a palmo, la resistencia de los uniformados.
Dos automóviles partieron, raudos, del otro lado de la manzana, tomando la carretera que conducía a Troncoso. Entonces el grito fue de rabia. ¡Se habían fugado aquellos a quienes buscaban! Los hombres todos meditaron por un momento en sus esposas, vendidas las unas en los prostíbulos por falta de pan y de abrigo, enfermas las otras, las más trabajando como esclavas para subsistir; recordaron a sus hijos, ya carne de presidio, prematuros criminales que robaban para mitigar el hambre, y duplicaron la furia del ataque. Los policías fueron retirándose, dejando el campo libre a los rebeldes.
Continuaban llegando hombres de las diversas dependencias. De los socavones del Santo Nombre y de Niñasol, que eran los más distantes. Todos portaban antorchas. Uno de ellos arrojó su tea dentro de la residencia más cercana, y los otros lo imitaron. Pronto las llamas fueron creciendo. Por las ventanas de las mansiones se asomaban las lenguas rojas, verdes, azules, torturando la noche. El incendio tomó un incremento cataclísmico. A consecuencia del prolongadísimo verano, todo estaba seco. La madera de los pisos, las tejas de las casas, los árboles, los muebles, la misma hierba de los jardines… Y todo ardió en el momento, con una furia incontenible y tremenda.
Rudecindo aún continuaba entre los rebeldes que marchaba a la cabeza del tumulto. Una bala le había herido el brazo izquierdo, que le sangraba intensamente. Pero no sentía dolor. Una fuerza superior lo sostenía. Y al lado de sus compañeros de miseria continuaba recorriendo las calles enrojecidas de Timbalí, iluminadas por el fulgor de los incendios.
De las casas salían, a veces, gritos de auxilio, frases que imploraban caridad, perdón. Pero ellos eran inclementes. Nadie habría sido capaz de ablandar sus corazones en esa hora de la venganza ¿Habían tenido acaso compasión con sus mujeres y sus hijos los dirigentes de la Compañía? ¿Habían escuchado sus peticiones legales, humanas? Ahora estaban ellos en un sitio desde el cual contemplaban el padecimiento de sus verdugos, y se alegraban de esos lamentos, de esas exclamaciones. Hombres y mujeres salían a las calles, corriendo en diversas direcciones. Grupos aislados de rebeldes los perseguían hasta ultimarlos o obligarlos a penetrar de nuevo en sus residencias incendiadas. Las llamas continuaban lamiendo los costados negros la noche. Se oía el crepitar del fuego. El olor de la madera y de los cuerpos chamuscados se esparció por el valle junto con el humo.
—¡La casa de Ricardo García!
—¡La residencia del alcalde!
Rudecindo Cristancho, el minero, el 22048, la vio perfectamente a la claridad del incendio y a la vacilante lumbre de las antorchas que aún portaban algunos rebeldes. Se encaminó a ella y todos lo siguieron. En la ventana del segundo piso apareció, en ropas interiores, con el terror reflejado en sus ojillos miopes, con su nariz de pájaro, don Ricardo García.
Estallaron los gritos. Todos lo odiaban porque había sido un vendido a los explotadores; porque había castigado siempre a los débiles. Por eso se lanzaron contra la casa. Rudecindo fue el primero en penetrar a ella. Treparon como pudieron, atropellándose, por las escaleras. En el hall del segundo piso el alcalde los esperaba, pronto a desmayarse. A la luz de las antorchas lo vieron arrodillarse en el suelo, como implorándoles perdón. Pero uno de los obreros que marchaban con Rudecindo, de un machetazo brutal seccionó la cabeza de García. Se vio entonces el cuello, lleno de nervios amarillentos y tensos como cuerdas de arpa, y un chorro de sangre espesa y caliente brotó de las venas abiertas, regándose por el piso. Los amotinados arrojaron algunas antorchas dentro de las habitaciones y salieron de nuevo hacia la sombra. Ya estaba hecha la justicia. Su justicia, la de los rebeldes, la de los despreciados, la de los miserables.
El avance continuó. Frente a ellos estaba situado el edificio de las oficinas. Quinientos obreros se precipitaron sobre él. Llevaban en los labios el grito de rebelión; en las manos el fusil, la antorcha o el gesto; y en los ojos la determinación que hace a los criminales o a los héroes.
Una descarga cerrada partió de las ventanas altas del edificio. Docenas de hombres cayeron en el suelo negro de la calle, pero los otros siguieron adelante, disparando. La noche, iluminada por los incendios, se vio cruzada por relámpagos de pólvora en todas direcciones. La muerte bailaba una danza loca en medio de las calles de Timbalí. Los hombres corrieron hacia el edificio. Rudecindo aún marchaba entre ellos, con su brazo herido. Ya no podía gritar. Se ahogaba la voz en su garganta, pero allí, en el fondo de su corazón, su ser interior continuaba gritando, pidiendo pan y caridad y justicia.
Una bala partió del edificio de las oficinas. Rápida, certera, se clavó en el pecho de Rudecindo Cristancho, del 22048. Este cayó al suelo. Sintió como un golpe, y una niebla roja rodeó todos los objetos. Pensó que era el incendio que se generalizaba… Centenares de pies desnudos pasaron por sobre su cuerpo insensible. Aún alcanzó a pensar con angustia en Pastora y en sus hijos. Después una sombra espesa y húmeda lo fue llenando todo, y ya no sintió ni dolor, ni hambre, ni deseos de venganza…
Los hombres continuaron hacia adelante. Eran los desposeídos, los desamparados, los olvidados. Eran los seres famélicos que luchaban contra la injusticia. Venían desde las garras de la miseria hasta los extremos sangrientos de la rebelión.
Y por todo el pueblo de Timbalí las llamas iban extendiendo sus grandes alas rojas.
Santa Rosa de Viterbo
Febrero de 1962