Caía la piqueta rítmicamente sobre las rocas. Se llenaba de tierra la pala y se volcaba en las vagonetas, ante la mirada ácida del capataz. Una y otra vez, durante toda la mañana y la mitad de la tarde, en el mismo trabajo. Y allá afuera, en la entrada del socavón, cuatro policías armados con fusiles y pistolas, dispuestos a disparar sobre ellos al menor síntoma de hostilidad.
Rudecindo pensaba en el extraño rumbo que habían tomado los acontecimientos. Las esperanzas de los mineros irredentos estaban truncas. Nada podía la justicia de sus peticiones ante la fuerza armada, ante las influencias y la superioridad de los patronos y ante la falta de escrúpulos de los extranjeros.
Fue así como aquella mañana todos los habitantes de Timbalí se vieron obligados a trabajar. Los policías eran más de trescientos. Se regaron por las posiciones estratégicas, coaccionando a los hombres para que salieran de sus casas y, bajo la amenaza del fuego, los hicieron subir a los socavones: Santa Brígida, Vientoalegre, Santo Nombre, Rocasblancas, Niñasol, Chicamocha, La Pintada; o ascendieron con ellos hasta la casa en donde estaban ubicados los motores. Los forzaron a regresar al trabajo. Debían dar el mismo rendimiento o, según se decía, y exponiéndose a perder varios millones de pesos, la Compañía Carbonera del Oriente haría un despido colectivo para que sirviera de escarmiento a los insurgentes.
Rudecindo trabajaba de mala gana. Casi lo mismo les sucedía a sus ocho compañeros. El capataz había sido comprado por la Compañía, como todos los jefes de los pequeños grupos. Por eso, satisfecho, se rascaba la barbilla y se arreglaba, negligente, las enormes patillas. Hombres como él, sin caridad y sin escrúpulos, fueron quienes salieron ganando con la fracasada huelga de los mineros. Porque para contar con la fidelidad de sus servicios, la Empresa les había otorgado un dividendo especial, así como se arroja un hueso al perro para tenerlo contento.
Espinel, Cipagauta, Lechuza y los otros, esos números, esas fichas, esos insectos dentro de la inmensa organización carbonera, trataban de no pensar en su fracaso; de disculparse consigo mismos diciéndose que estaban allí, en el fondo de La Pintada, respirando su aire pútrido, solamente por el poder de las armas. Cuatro policías y el capataz, también armado por la Empresa, eran muchos para ellos solos. Y así por todos lados. Los trescientos agentes venidos de la capital del departamento, más unos cincuenta Judas por el estilo del patilludo que los vigilaba, habían servido para dominar a mil ochocientos obreros. Por cada seis indefensos había uno armado. La superioridad era abrumadora.
Llevaban ya dos horas trabajando en el centro negro del túnel, pensó Rudecindo. Serían, entonces, las tres y media de la tarde. El capataz había prolongado la instalación eléctrica en un buen trecho. Desde el principio habían avanzado cerca de nueve metros, quizá diez. Posiblemente llegarían dentro de poco al sitio en donde yacían los cadáveres de sus compañeros, sepultados por la explosión. Tal vez ese olor fétido que se percibía emanaba de aquellos cuerpos martirizados.
Al pensar en esto clavaban la piqueta con fuerza contra las piedras. Un extraño impulso los hacía desear llegar al final del derrumbe, encontrar a los sacrificados, respirar el aire asfixiante y después, sentados ante aquellos cuerpos agusanados, llorar como chiquillos, como sentimentales o como imbéciles… Y la pica perforaba la tierra dura, solidificada. Afuera, los policías bromeaban, fumaban cigarrillos y jugaban a los dados o al naipe, pero siempre con los ojos vigilantes y las manos listas para esgrimir la pistola o el fusil.
El capataz se había vuelto más insolente. Sólo dominados por la fuerza de las armas podían soportarlo. Se alegraba del fracaso de la huelga. Y ¡cómo no había de regocijarse, cuando ello implicó en su favor un dividendo especial, un arma y una autoridad sin límites!
—Bueno, parranda de desgraciados, aquí están es trabajando. Para eso les pagan, ¡carajo!
¿Qué podían contestarle? Cristancho había visto relampaguear, bajo su chompa negra de cuero, el revólver. A la menor señal de rebeldía dispararía sobre ellos. Todos tenían problemas en que pensar antes de arriesgar la vida. Ya era la madre enferma y sola, o los hijos pequeños, o la esposa… En esos seres estaba materializada su obligación de continuar viviendo; por ellos debían cuidarse; por ellos estaban en la necesidad absoluta de ser humildes, de soportar calladamente cuanto viniera.
—No podrán obligarnos a trabajar —había dicho Espinel esa mañana, al saber la noticia—. No harán que levantemos los brazos. No triunfarán.
Pero siete horas después ahí estaban trabajando como antes, en el fondo negro y pestilente de La Pintada. Ahí estaba otra vez el capataz insultándolos. Y aún más: afuera, en donde el sol calentaba la tierra, en donde el aire, a pesar del polvo amarillento que lo llenaba, era fresco, estaban vigilándolos cuatro policías.
Los dirigentes de la empresa no desconocían las habilidades que, como agitador, poseía Espinel; sabían que no solamente del socavón en donde trabajaba, sino de muchos otros, acudían a sus conferencias secretas; estaban enterados de que su voz era una autoridad, y por eso en La Pintada había destacado cinco hombres armados, contando al capataz, para espiar a nueve mineros indefensos.
De súbito la piqueta de Rudecindo se hundió profundamente en la tierra. Un olor inaguantable, nauseabundo, invadió el túnel. Todos se llevaron la mano a la nariz. El capataz inició la desbandada. Tras él salieron los obreros olvidando sus instrumentos de trabajo, huyendo del intenso y terrible hedor a carne putrefacta.
Los policías alistaron los fusiles. Dejaron sobre el suelo gredoso de la meseta los dados y las cartas, y se prepararon para repeler un ataque. Pero en pocas palabras el capataz les explicó. Y a su aclaración se unió el olor que salía por la boca del túnel, como de un sepulcro profanado.
—Carajo, ¡cómo huelen esos desgraciados! —dijo el capataz.
Rudecindo permanecía de pie, mirando con miedo y con rencor a los policías. Le traían ingratos recuerdos. Aún creía verlos, montando los caballos robados en las haciendas, sembrando el terror y la muerte por los caminos, nada más sino porque unos pertenecían a un partido y ellos a otro… Los odió y deseó tenerlos bajo la planta curtida de su pie desnudo, para aplastarlos como si fueran alimañas venenosas.
—Por encima de todo hay que hacer el trabajo. Para eso estamos contratados, y mi deber es ponerlos a salir al otro lado, como sea.
Intentaron rebelarse. Espinel se adelantó dos pasos. El capataz se llevó la mano al revólver y los policías desaseguraron los fusiles.
—Creo que por lo menos todavía tenemos derecho a hablar —dijo Espinel, finalmente, decidido a todo—. ¡Y es inhumano que se nos ponga a sacar de entre la tierra esos cuerpos ya podridos!
—Y entonces, ¿qué quiere que haga? ¿Que los saque yo?
—Seremos víctimas de una infección si continuamos en ese trabajo. Por lo tanto, yo…
—Usted no hace sino lo que yo mande, ¿entendido? Y si no les cargamos plomo. Los rellenamos de píldoras —y señaló el cinto, repleto de balas.
—Esto es increíble —comentó Espinel, en voz baja—. Estamos llegando a extremos nunca vistos. En ninguna otra de las Compañías en que yo he trabajado hacen monstruosidades como esta.
Uno de los policías alzó el fusil y le propinó, con la culata, un golpe sobre los músculos del brazo derecho. Espinel se tambaleó, pero no cayó al suelo. Por un momento sus ojos se vieron cruzados por un relámpago de rabia. Pero luego, con un esfuerzo violento, se serenó.
—A trabajar, ¡carajo! ¡Y pronto porque se nos está acabando la paciencia!
Los que tenían pañuelos se los ataron alrededor de la nariz, haciendo un nudo sobre la nuca. Los que no, entraron así a la mina. El capataz entró con ellos. Al menos no estarían solos.
Aquel hombre que había recibido dinero de los extranjeros para ayudar a explotar a sus compatriotas, tendría su parte en el macabro y nauseabundo hallazgo.
El olor era insoportable. El aire se hacía espeso, casi podría decirse pegajoso. Sin embargo, avanzaron decididamente. Tenían que soportarlo todo. Estaban dominados por la fuerza de las armas. Caminaban rápidos, cual si quisieran llegar cuanto antes al lugar del suplicio. Rudecindo, que no tenía pañuelo, trataba de respirar por la boca, pero las emanaciones fétidas herían su olfato y el aire, enrarecido por la profundidad del túnel y saturado por los vapores que emanaban de aquellos cuerpos en descomposición, se le hacían insoportable. Creyó que iba a morir. Sintió vacía la cabeza, como si de ella hubiera huido todo resto de razón. Le temblaron las piernas y las manos se le humedecieron por la angustia. Sintió vértigo y tuvo que curvarse, sosteniéndose de una de las vigas, para vomitar. Le dolía el estómago, casi vacío durante todo el día. Un velo oscuro lo envolvió. Entonces una mano fuerte le golpeó la espalda.
—¡Ande, gran imbécil! ¡Hay que darle duro al trabajo para salir ligero de este infierno!
El capataz. Sintió deseos de arrojarse sobre él como un perro rabioso, de destrozarle con los dientes la cara, las patillas… Bueno, ¡qué remedio! Había que trabajar. Tenía que «hacer de tripas corazón», como le dijera su amigo el domingo. Caminó hacia sus compañeros, que ya habían llegado al sitio del derrumbe.
Las picas empezaron a caer. Las rocas grandes, sucias, eran depositadas con esfuerzo dentro de las vagonetas, que pronto estuvieron llenas. El capataz salió con ellas, indudablemente satisfecho de respirar el aire puro y limpio de la tarde, allá afuera, en la meseta, en donde los policías continuaban jugándose a los dados la túnica del crepúsculo. Los mineros enderezaron el cuerpo, fatigado por la incómoda posición en que tenían que trabajar. Pero ¿para qué el descanso, con aquellas condiciones irrespirables? Continuaron picando las rocas, la tierra, el barro, con furia, como poseídos de un genio maligno, durante diez, veinte, muchos minutos…
La pica de Rudecindo volvió a hundirse en algo blando y, cuando la sacó, a la luz macilenta de las bombillas la vieron húmeda. El hedor fue más intenso. Creyeron morir. El 22048 sintió de nuevo el vértigo, el deseo de vomitar. Oyó el rodar de las vagonetas por el túnel y se contuvo. Regresaba, de otro de sus viajes, el capataz. Con verdadera rabia clavó la pica en el suelo. Una roca enorme se desprendió, llevándose tras de sí pequeñas piedras, y quedó al descubierto un cadáver.
Nunca ya olvidarían ese espectáculo aterrador; jamás se borraría de sus pupilas ese cuadro trágico. El cuerpo yacía sepultado entre la roca que se desprendiera ante la pica de Rudecindo y otra de mayor tamaño. No tenía casi forma. Estaba completamente espichado. Era un montón de huesos, de carne, de tendones medio comidos por los gusanos, de músculos semidestruidos, de ropa vieja y rota… Y en medio de todo aquello, como para recordarles que ellos podían morir así algún día, un pequeño óvalo metálico, con un número aún visible a pesar de la sangre y el polvo que, unidos, amalgamados, habían formado una materia extraña que lo cubría todo: 11330. El número once trescientos treinta. Ese era el hombre. Ninguno se atrevió a hablar. El aire se hizo gelatinoso, horrible, insoportable. Diez pares de ojos estaban fijos sobre la masa, sobre aquel montón de tierra, de carne, de humedad…
El sonido distante de la sirena fue como una tabla de salvación. Todos salieron corriendo, como locos, abandonando las herramientas. Cuando llegaron a la boca del túnel respiraron el aire puro de la tarde, pero el olor fétido del cadáver se les había quedado prendido en las narices, en las manos, en la cara, en todas partes. Y entonces los diez hombres, sin excepción, se tendieron en el suelo y allí vomitaron, retorciéndose, como agonizantes.
Rudecindo bajó con Espinel por el caminillo de rocas. Estaban pálidos. Parecía que ni una sola gota de sangre circulara por sus venas. Les temblaban los brazos y las piernas, y tenían que caminar muy despacio.
—Nadie debe saber esto, compañero. Lo digo refiriéndome a nuestras casas.
—No, nunca. Oh, ¡qué cosa tan terrible! ¡Cómo me duele la cabeza!
—A mí también. Es inhumano, es bestial lo que nos obligaron a hacer. Mire usted que dejar pasar mes y medio antes de que se les ocurriera reparar ese túnel para sacar los cadáveres… ¡Y ahora tenemos que meternos allí y soportarlo todo! Mañana no vendré a trabajar. Podrán matarme. Me tenderé en el suelo, de cara al sol, y esperaré a que uno de esos asesinos uniformados me ponga el cañón del fusil en el cuello y dispare. Será bello, compañero, sentir cómo llega la sombra.
—No diga eso. Debemos ser fuertes. Hay seres que nos necesitan.
—Pero no vendré a trabajar.
—Yo tampoco.
—La injusticia crece. Yo sé que por todas partes se están cometiendo las mayores arbitrariedades. Compañero, nosotros, usted y yo, y mil ochocientos obreros más, somos los desgraciados, los desheredados. No tenemos una cuarta de tierra donde poder echarnos a morir sin que nos molesten. En cambio ellos —y señaló con el brazo extendido, trémulo de cólera, las quintas de los extranjeros—, ellos pertenecen a la clase de los que ordenan, de los que disponen de nuestras vidas. ¿Y por qué? Porque tienen quizá más ilustración, porque han estado más en contacto con la civilización. Pero ¿qué es la civilización? ¿Es un monstruo que se nutre de cadáveres? No. Es la comprensión de los problemas de cada grupo racial, social, humano. Es la solución oportuna, adecuada y justa, de las necesidades de un pueblo. La civilización es progreso, y este no consiste en sacar carbón de una roca y meter, en cambio, hombres para que se pudran. Por eso, y por lo que ellos son más ilustrados, por lo que saben más que nosotros, deberían comprendernos y no condenarnos a la muerte, a la miseria o a la rebelión.
Espinel estaba diciendo la verdad. Rudecindo alcanzó a comprenderlo. Esas frases de su compañero, del 22066, las había pensado él antes, pero no había sido capaz de ponerlas en claro. Sí. La civilización debía ser comprensión y ayuda, y nunca destrucción y desdicha.
Llegaron a los límites del basurero. A los lados de la quebrada los árboles estaban quietos, como en espera de la milagrosa florescencia de las estrellas.
—Aquí nos separamos, compañero —dijo Rudecindo.
—Sí. Yo voy a enterarme de lo que está ocurriendo en otras partes. En Rocasblancas, en Vientoalegre, en Niñasol… Ya nos veremos esta tarde o mañana. Pero no iremos a trabajar más en La Pintada. No pueden obligarnos.
Se separaron. Rudecindo tomó el camino hacia su cubil, y el otro se marchó a buscar en las tabernas o en los corrillos informaciones sobre la situación de sus compañeros de desgracia.
Se fue asomando la sombra por sobre los cerros. Lentamente descendió al valle, de nuevo hirviente de actividad. Las luces se encendieron y continuaron los motores con su ruido infatigable.
Allí estaba Mariena, sentada ante la puerta del rancho, con la quijada sobre las rodillas y las manos entrelazadas en torno de las piernas. Lo vio venir y levantó la cabeza. Rudecindo pudo verle los ojos llenos de lágrimas, y entró rápido, imaginando que Pastora seguía muy enferma. Y así era, en efecto. No daba la menor señal de mejoría. A pesar de las pastas y de las cucharadas que le diera el médico, la debilidad de la mujer era terrible. Cándida, aparte, le dijo que no tenía un solo centavo.
—¿Qué hacemos? ¿Qué demonios puedo hacer yo, pobre, desgraciado, inútil? Robaré, mataré…, pero mis hijos no se morirán de hambre.
—No hay necesidad de esos extremos, hombre. Tal vez don Ramiro le deje algunos artículos fiados. Él es muy bueno, muy comprensivo. Yo no voy porque… porque… bueno, porque querrá que le pague como acostumbran a cobrar los hombres los favores que les hacen a las mujeres, y eso… nunca ya.
—Yo iré, Cándida.
Salió. El aire del crepúsculo estaba lleno, en las laderas de la montaña, de luces amarillas. Odió el ruido igual de los motores, la lumbre de las bombas, las calles largas y solas de pueblo, las quintas de los extranjeros… Y sobre todo se odió, enormemente, a sí mismo.
El sonido de las campanas se metió en el cerebro de Mariena, hasta la desesperación. Oía, nítidos, los lúgubres tañidos que despedían la tarde. Se difundieron por el aire intranquilo del valle, corrieron por todos lados, hasta la caseta en donde velaban los empleados encargados de controlar la marcha de los motores, hasta los socavones de Vientoalegre y de Chicamocha, hasta las viviendas de los místeres y musiús, hasta las míseras tienduchas del barrio pobre. Mariena, acostada en el suelo terroso del rancho, percibió las notas que fueron apagándose lentamente, como en un murmullo agónico. Pero dentro de su cabeza continuaron sonando, poderosas, como gritos, como palabras. Era el momento definitivo de su vida. Allá en la sombra, tras de los árboles del prado, estaba esperándola el Diablo. Iniciarían su vida azarosa de fugitivos por todos los caminos del mundo, siempre huyendo de la justicia y persiguiendo la felicidad.
La vacilación iba invadiéndola a medida que pasaba el tiempo. Miró en torno suyo y sólo percibió la sombra. Ya todos dormían dentro del rancho. El sueño reemplazaba a la comida. El hambre los había vencido. Porque Rudecindo apenas si pudo conseguir una panela y un poco de pan para darle a Pastora que estaba cada vez más débil, más extenuada. Por eso en el pequeño refugio sólo se oían las respiraciones acompasadas, uniformes. Y ella, en medio de su propia angustia, velando, velando… Ya hacía rato que la última nota de la campana había muerto en ecos a los pies de la montaña. El Diablo estaría impaciente, esperándola. ¿Y si se marchaba para siempre? ¿Si la dejaba sola, con el problema de ese hijo que ella presentía, que adivinaba y que temía? No, era necesario que huyera. Al acudir la tarde anterior a la llamada del Diablo había decidido para siempre su destino. Porque ella supo que, dominada por el instinto y por el deseo, caería en los brazos del hombre. Y en ellos había caído, sin la menor protesta. Ahora su suerte estaba echada.
Alzó la cabeza para escuchar, otra vez, temiendo que alguno estuviera despierto y la viera salir hacia la noche. Su hermano dormía muy cerca. Alcanzó a percibir su boca entreabierta, sus ojos cerrados, sus facciones poseídas por el abandono del sueño. Pensó en el hogar que abandonaba, en la pena que causaría su partida a Rudecindo, a Pastora, casi moribunda… Recordó a Pacho que tan valiente se había mostrado en dos ocasiones: primero cuando robó la alcancía de las limosnas en la iglesia, y cuando enterró en la pierna del Diablo su cuchillo, evitando que ella perdiera su dignidad… ¡Su dignidad! ¡Qué ironía! ¿En dónde estaba ahora? Era para ella, en esos momentos, una palabra vana, inventada por las circunstancias. Lo había perdido todo. No fue capaz de resistir a la tentación. Cedió a los impulsos del deseo, y se precipitó dentro de la llama de su propio destino.
Era tarde para lamentaciones. Se incorporó, lentamente. Nadie se movió. Cuidando de no hacer ruido abrió la puerta del rancho y, gateando, salió. El aire estaba quieto. El calor era insoportable. Los árboles se veían como una pared de sombra más espesa que la noche misma. Allá lejos, en la falda del monte, brillaban las luces que indicaban la entrada a los diversos socavones del valle. Croaba una rana asmática en el pozo. Muy alto vio centenares de estrellas. Había una enorme, rojiza, hacia el oriente, y ella pensó que era una gota de sangre que lloraba la noche. Así lloraría a la mañana siguiente Pastora, cuando se enterara de su fuga. ¿Qué pensarían? Se volverían locos buscándola por todas partes. Deseó volverse, regresar a su sitio en el suelo, al lado de Pacho. No la guiaba la ambición. Simplemente un amor súbito y tremendo por el Diablo. Y, además, la consideración de que en sus entrañas empezaba a crecer un hijo suyo.
¿Qué la llevaba hacia el hombre? Un simple impulso. Lo que hace la vida; las cosas grandes y las pequeñas. Ese mismo empuje desconocido que había arrastrado al campesino Rudecindo Cristancho a trabajar como minero en La Pintada; ese mismo que llevó al Diablo a clavar su cuchillo en el pecho de Joseto; el que condujo a Pacho hasta las puertas de la iglesia para que robara la alcancía; el que hizo que el 22048 apostara su último peso a las patas de un gallo. Ese impulso misterioso y extraño que mueve a los seres y que se parece al hilo con que, detrás del telón, el titiritero gobierna las marionetas.
No debía vacilar, se repitió. Era el instante supremo. Necesitaba de todo su valor, de toda su fuerza. Aún no se había decidido a separarse del rancho. Con la mano izquierda se agarraba a la puerta. Era la última tabla de salvación en el revuelto mar a donde iba a precipitarse. ¿Volvería a su hogar? Meditó en Rudecindo. Estaba muy cambiado, últimamente. No reconocía en él a su padre. Era un ser nuevo, con ideas nuevas, con palabras nuevas. La gallera, el tejo, la cerveza… Finalmente la huelga, la rebelión que estaba a punto de estallar, azuzada por las injusticias de los poderosos… Recordó a Pastora: el aborto, el médico, la sangre, la enfermedad… Evocó a Cándida. Había sido, mucho antes, la amante del Diablo. Inclusive Neco, según ella decía, era hijo de aquel hombre al que la tarde anterior se había entregado. Casi vio a su lado a Pacho, a su hermanito, al que ella quería entrañablemente. Todo lo dejaba, para seguir tras de las huellas de un desconocido, que la abandonaría una tarde cualquiera, en un sitio lejano…, que la dejaría sola, sin una protección, sin fuerzas físicas ni morales… Sería ella como Cándida, una mujer manoseada por todos, por todos poseída…
Tembló. Era el frío de su espíritu. Estaba al borde del abismo. Caminaba por una débil comisa de rocas que en cualquier momento podría romperse y precipitarla al fondo, negro y fétido. ¿Qué haría? Pero también, pensó, si se quedaba en el hogar tendría que explicar a sus padres por qué se le manchaba la cara, por qué se le redondeaba el vientre bajo los vestidos… Sería terrible. Al pensar en el momento de las disculpas se llenó de vergüenza. Soltó la puerta del rancho y avanzó en medio de la sombra hacia la quebrada, cuyo murmullo, opacado por el ruido de los motores, apenas si alcanzaba a percibirse.
La única rana del charco había callado su canto. Miró de nuevo al cielo. Ni una nube cruzaba su inmensidad llena de estrellas. Serían miles y miles… tantas, pensó, como las lágrimas que vertiría Pastora cuando viera que ella no estaba en su sitio de siempre, cuando comprendiera que se había marchado del hogar impulsada por extrañas circunstancias, y que no volvería ya nunca.
Se detuvo. Los rumores nocturnos parecían llamarla. En ese croar de la rana asmática creía escuchar los sollozos de Pacho; en el viento que movía las secas ramazones de los árboles grises, creía advertir el llanto de Pastora, las palabras suplicantes de Rudecindo… Ella no tenía derecho de condenarlos a tal martirio por su culpa. Pensó en los sufrimientos que habrían pasado ante su cuna, vigilando su vida, viéndola crecer como un capullo, entregándole todo su amor…, para que ahora, cuando ya podían esperar que esa muchachita fuera su amparo y su consuelo, se marchara a recorrer los caminos del mundo en los brazos del Diablo.
Pensó en la miseria, huésped habitual de su rancho; en los días sin pan, sin calor y sin esperanzas. Y se dijo que siempre sería igual; que jamás luciría un vestido de seda; que no comería como los ricos, como los extranjeros del barrio de abajo… Pero no, no debía tener esos pensamientos miserables que la asqueaban de sí misma. No era eso lo que la movía a abandonar a los suyos. Era su deber, la terrible obligación adquirida en un momento de debilidad; era el hijo que desde su vientre, prematuramente formado para la maternidad, pedía la protección y el amparo de un padre. Ese padre era el Diablo; y con él, fugitivo de la justicia, se iba por los senderos desconocidos que lo mismo podían llevar a la riqueza y a la felicidad que a la desgracia y a la miseria.
La sombra lo rodeaba todo. Pero una figura alta, de hombros cuadrados, con el cabello rojo cual una llamarada, salió de entre los árboles, y Mariena sintió que sus brazos fuertes la ceñían.
Sin pronunciar una palabra se marcharon. Ascendieron por el sendero y tomaron después una ancha vía que terminaba en la carretera principal. Mariena iba asustada. No pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas al recordar el hogar abandonado, al pensar en su padre, pobre y mísero, en su madre enferma y sola, en su hermano, en todos los que dejaba tras ella, envueltos en el velo espeso de la sombra.