Febrero 26. Lunes13Capítulo

La calma de Timbalí era siniestra. Presagiaba la tempestad, y no tardaron en presentarse sus primeros síntomas. Desde la capital del departamento llegaron grandes camiones amarillos, cargados de policías uniformados de verde, armados con fusiles y pistolas, con las cartucheras llenas de balas y las miradas decididas. Fueron más de trescientos. Se regaron por todo el valle. Acudieron hasta las bocas de las minas: de Santa Brígida, de Vientoalegre, de Rocasblancas: a todas, hasta al mísero socavón de La Pintada. Montaron guardia en la pequeña construcción en donde funcionaban los motores; subieron a los vagones y a las locomotoras; otearon el horizonte desde el último piso de la torre central; custodiaron el edificio de las oficinas y las residencias de los jefes, en el Timbalí elegante y limpio; y llegaron, audazmente, hasta las mismas covachas de los mineros, hasta el basurero del pueblo en donde se alzaba el miserable abrigo de Cristancho y de su familia.

Comprendieron que los amos de la Compañía Carbonera del Oriente, temerosos de las reacciones violentas de los obreros cuando se les terminara el poco dinero que debían tener y acudieran por las calles hasta sus casas pidiendo pan y justicia, habían solicitado a la capital refuerzos armados necesarios. ¡Policías! Casi todos los obreros los temían, sobre todo los que habían acudido al valle desde los campos; porque uno de tales uniformes había sido equivalente para ellos, durante varios años, el traje común de la muerte, del incendio, de la violencia. Por eso los vieron llegar con temor y con desconfianza por eso cuando pasaban a su lado torcían los labios en un ademán de asco y de odio; por eso cuando comprendieron que los habían traído especialmente para dominarlos, creció el germen de la rebelión, embrionado ya por los últimos acontecimientos.

Por la mañana fue el entierro de Joseto. El Diablo no había sido capturado aún. Vagaba por regiones desconocidas. A lo mejor había cruzado ya la frontera. O quizás, y era lo más probable según los amigos del fugitivo, se hallaba merodeando por aquellos lugares, sin decidirse a abandonar el pueblo.

Al entierro concurrieron no menos de ochocientos obreros. Todos sucios, aún tiznados o amarillentos, por el carbón o por el polvo; con el rostro demacrado, pálido, en donde el hambre pintaba sus ojeras fatídicas; con las manos crispadas en gestos amenazantes al divisar a los policías; con un brillo decidido y siniestro en los ojos; con las palabras injuriosas a flor de labios, y con la violencia desatándose, creciendo como un pueblo de pigmeos debajo de la piel. Formaron respetuosamente detrás del cajón que contenía los restos del amigo desaparecido. Para muchos, en varias ocasiones, había sido Joseto el salvador; para otros el explotador, el usurero. Pero en una u otra forma le debían favores; y por eso, unos voluntariamente, otros por aburrimiento, otros arrastrados por sus compañeros, echaron a caminar en el fúnebre cortejo.

Sacaron el ataúd de la iglesia. Para llegar al cementerio católico tenían que atravesar las más elegantes calles del barrio de los extranjeros. Junto a las verjas de las casas se veían grupos de tres o cuatro policías, armados con sus fusiles, en actitud expectante. Eran, pensaban los obreros, esos mismos que habían sembrado la destrucción y la barbarie en todos los campos; eran los asesinos de su propia patria.

La fila de hombres imponía temor y respeto. Caminaban de a cuatro en fondo. Es decir, había doscientas hileras de rostros pálidos, de manos enjutas, de cuerpos magros, de vestidos viejos y rotos. Formaban un contraste tan vivo con las suntuosas residencias, con los alegres jardines y con los bellos automóviles de último modelo, que la rebelión, lenta pero segura, fue creciendo en todos los pechos, haciéndose presente en las pupilas, tornada reto en los labios, amenaza en las manos, tempestad en los corazones.

No hubo un solo grito. El entierro se verificó dentro de la calma más absoluta. Cuando el ataúd desapareció como engullido por la bóveda, los acompañantes fueron regresando por caminos diversos hacia sus casas o hacia las cantinas. Evitaron pasar por el barrio elegante del pueblo. Era demasiado grande la tentación y había que sofocarla.

¡Trescientos policías, quizás más! Rudecindo pensaba, aterrado, en lo que podría suceder. Los motores continuaban silenciosos, detenidas las góndolas, estacionados los vagones del tren sobre la doble fila de los rieles, huérfanas de obreros las entrañas negras de la cordillera. ¿Qué sucedería? ¿Para qué habían mandado pedir los poderosos de la Compañía Carbonera del Oriente todos esos policías, a sabiendas, quizá, de que eran esos mismos que poco antes, por todos los caminos de la república, ebrios de licor y de sangre, habían sembrado el odio fratricida y el deseo de la venganza, madre de todos los crímenes?

¿Y qué ganaban ellos continuando la huelga? En fin, eso del Sindicato no le importaba. Nunca, por lo demás, sabría comprenderlo; no le encontraba utilidad. ¿Y el resto? ¿Qué era eso del seguro de vida? Precisamente, pensó el 22048, la compensación que se da en dinero a la familia de un trabajador muerto al servicio de la Empresa. Bueno, eso le parecía mejor. ¿Y la hora más de trabajo? Tal vez retornando a la normalidad los patrones quisieran desistir de esa medida de castigo. Entonces todo seguiría como antes. Él, levantándose a las seis de la mañana, trabajando dentro del túnel de La Pintada… En fin, volverían los días monótonos…, pero esa era la vida. En cambio ¿qué hacía allí, sentado a toda hora delante de su rancho, pensando en prenderle candela a los edificios de los extranjeros, con deseos de matar a míster Brown, de sacarle la lengua al capataz para cortársela poco a poco, de escupirle al alcalde su cara de pájaro de mal agüero? ¿Qué hacía recordando los redondos senos de Cándida, su manera de sentarse, su cabellera suelta, sus manos suaves, la dimensión de la risa sobre sus labios?

Pastora continuaba enferma. Ya casi podía incorporarse, pero a costa de grandes esfuerzos y de bastantes dolores. Mariena la atendía cariñosa y solícita. Otro tanto hacía Cándida… Debían volver a la normalidad, regresar al trabajo para no morir de hambre, aún cuando la injusticia siguiera imperando en las calles de Timbalí.

Un muchachito delgado y negro, sin camisa y con los pantalones completamente rotos en la parte posterior, se acercó a Mariena, que contemplaba el paisaje que rodeaba su rancho: el sauce melancólico, como un viejo dormido a las orillas del charco; las hierbas secas del fondo del pozo, en donde ya casi no croaban las ranas, muertas por el verano; los escombros dispersos de la casa de Cándida, quemada por las manos del Diablo… ¿Dónde estaría? La perseguía su sombra. Lo compadeció. Se hallaba huyendo por haberla defendido cuando precisamente lo necesitaba, cuando estuvo a punto de caer, dominada por el temor y por la angustia, ante las caricias lascivas de Joseto. Pensó en el hombre, frío, rígido, pudriéndose entre las cuatro tablas del ataúd, y una alegría feroz le iluminó el rostro. Era el único que le había acariciado la cara, el único que se había atrevido a palpar la doble ternura naciente de sus senos… ¡Bien muerto! Lo maldijo interiormente. Por su culpa, el Diablo estaba huyendo, lejos, perdido para siempre.

La voz del muchachito la sacó de sus meditaciones:

—Sí, juntico a la quebrada, debajo del aliso…

El muchachito echó a correr, camino abajo, hacia Timbalí. Sus pies desnudos levantaron en el camino una nube de polvo dorado, que no tardó en ocultarlo.

¡Allí estaba el Diablo! Dolorosamente se le oprimió el corazón. La sangre corrió veloz por sus venas, amenazando ahogarla con sus múltiples cordeles escarlatas. ¡El Diablo! ¿Iría? Pero ¿para qué? Pues… Sí, debía responder a la llamada angustiosa del fugitivo, del hombre que no había vacilado en comprometer su libertad por salvarla.

Se levantó. No creyó que fuera tan grande su emoción. Le temblaron las piernas. Tuvo que apoyar la mano derecha en una caneca despanzurrada para no caer. Un velo rojo le cubrió las pupilas y le pareció que, al ir al encuentro del Diablo, se estaba precipitando de cabeza entre las llamas del infierno.

Debía tener valor, serenidad. Debía acudir para dar, con sus palabras, un consuelo al pobre fugitivo. A lo mejor lo encarcelarían esa tarde o esa noche. Con tantos policías…

Tomó el camino de la quebrada. Los árboles sin hojas, secos, parecían llamarla desde lejos. Apresuró el paso. ¿Y si era un ardid? ¿Si era una mentira del chiquillo y en lugar del Diablo encontraba esperándola uno… o unos hombres, de esos seres tiznados y horribles que había visto vagar a todas horas por las calles de Timbalí? Se detuvo, miedosa. ¡Estaba a punto de cometer una locura! Si al menos se encontrara por esos lados Pacho… Pero se había ido tras de su padre al entierro de Joseto. Retrocedió asustada. No podía… ¡No! Echó a andar hacia la casa. Entonces recordó a la madre enferma, pálida, tendida en el suelo; pensó en Cándida que había llegado a su hogar en circunstancias extrañas; en Neco, que estaría llorando de hambre… Y avanzó hacia la quebrada. Posiblemente era el Diablo, que venía a Timbalí solamente para hablar con ella, para mirarla, para decirle cuánto la amaba… Recordó sus fuertes manos varoniles en torno de su cara; evocó la forma de sus labios, encendidos bajo los grandes bigotes oscuros que contrastaban con el cabello color de fuego… El deseo, como un gusanillo, agazapado en el fondo de su corazón, fue despertándose. Sufría el proceso natural, acelerado en ella por el medio, por el clima ardiente que había modelado su cuerpo para el amor antes de cumplir los quince años. Su respiración se hizo intermitente, fatigosa. No, no debía ir. Ahora menos que nunca, porque comprendió que marchaba directamente hacia su propia perdición.

Por un momento pensó en la suerte de Cándida. Así sería la suya si continuaba avanzando hacia la quebrada, en donde se abrían los brazos del Diablo, profundos como un abismo hacia el cual iba cayendo ella, de cabeza, con los ojos cerrados, sin quererse salvar. No, ahora no debía ir. Pensó en un lujo… Recordó a Pastora, a sus sufrimientos, al médico arrodillado entre sus piernas… Mentalmente, se colocó en el sitio de la madre y un frío intenso, molesto, recorrió su cuerpo. Se detuvo. La lucha era demasiado grande para su cerebro. ¡Un hijo! Sería el dolor, el sufrimiento máximo. Y después llevaría sobre su frente, como una mácula, ese pecado… Un hijo sin padre, un muchachito como Neco, que lloraría de hambre sin que hubiera una mano cariñosa que lo cuidara, que velara por él… Y ella, vendida como un fruto podrido, circulando de mano en mano para poder seguir viviendo… ¡No, horrible! Se golpeó la frente con la mano. La poseía la fiebre. Debía reflexionar serenamente, no perderse en caminos por los cuales no era necesario transitar.

Iría. Si el Diablo intentaba acariciarla o besarla, gritaría… ¿Pero si era ella la que, por su debilidad, se precipitaba en el abismo? ¿Si nadie sino su propio instinto, el deseo ya despierto en su corazón y que iba agigantándose y llevándola, fatalmente, al cumplimiento de su destino de hembra, si nadie, sino ella misma, iba a caer en los brazos de la tentación? No. Sería valiente. Se trataba sólo de alejar del corazón del Diablo la amargura, el dolor infinito de verse perseguido, de estar huyendo por los montes como un animal rabioso.

Caminó decidida. Los árboles murmuraban débilmente. Un vientecillo imperceptible movía las ramas altas, impregnando el aire con millares de partículas amarillas. Allí estaba el prado verde y suave por donde corriera ella, primero para ayudar a Pastora en el lavado de la ropa, luego para pasear, el día en que había sufrido su madre la caída…, y ahora sola, al encuentro del Diablo, de la tentación…

No supo qué decirle. Se acercó a él, temblorosa, como la víctima que espera el golpe de gracia del verdugo. Estaba bellísima. Tenía el rostro arrebolado por el pudor y por la emoción, y sus largas pestañas, al caer sobre sus pupilas, las hacían soñadoras, lejanas, ardientes… Creyó morir cuando sintió que rodeaban su cuerpo los fuertes brazos del Diablo. Apoyó la cabeza sobre su pecho. Los labios le recorrieron la frente, los cabellos… Después se detuvieron en su boca, en un beso prolongado y febril… Aprisionaron la nieve de su garganta…

Mariena se separó, bruscamente, del hombre.

—¿Qué quiere? ¿Por qué vino? ¿No sabe que los policías lo están buscando?

—Vine a verte, Mariena. Tenemos que largarnos los dos, lejos, donde no nos persigan. Yo sé que ya no puedo vivir aquí, y que si me encuentran me meten a la cárcel. Pero tenía que mirarte… Mariena, debemos irnos. Yo vine solamente a llevarte conmigo.

El viento agitó los árboles. Se oía el rumor apagado de la quebrada. El sol caía sobre la tierra seca, cuarteada por el verano Mariena cayó de rodillas sobre el césped, que allí se conservaba milagrosamente verde. Después perdió la noción de las cosas. Pasaban delante de sus pupilas desmesuradamente abiertas: los árboles, el cielo, los ojos del Diablo, sus labios perversos que la besaban hasta el martirio… Y de nuevo, en rueda interminable, los ojos, los labios, el cielo, los árboles…

Mariena regresó al rancho. Aún no habían llegado Rudecindo y Pacho. Pensó en las palabras del hombre: «Mañana, a las ocho de la noche, cuando suenen las campanas»… Tendría que irse. Sí. Ahora más que nunca. Porque ya en su vientre de hembra empezaba a crecer, hacia la angustia y hacia la muerte, un hijo. ¡El hijo del Diablo!