Danzaba. Su rostro apenas alcanzaba a vislumbrarse, como oculto por una cortina de espuma. Y su cuerpo desaparecía bajo un polvo amarillento, de ese mismo color del polvo que llenaba las calles, las casas y los árboles de Timbalí. Sus ojos tenían un brillo intenso. Daba vueltas en medio de un enorme circo de arena. Enarcaba los hombros y elevaba al cielo quemado las manos, unidas como en una oración o en una caricia. Luego bajaba los brazos y en ademán voluptuoso los ceñía a la cintura, y acunaba entre ellos los senos, que se entreveían bajo el tul como dos frutaciones milagrosas de nácar. Sus piernas formaban un perfecto compás melodioso, y sus pies, leves y finos, iban abriendo rosas fantásticas al danzar.
Cándida… Era su boca roja, tentadora, de labios siempre dispuestos al beso; eran sus cejas que empezaban a resurgir después de la trágica noche del incendio; eran sus pestañas que sombreaban sus grandes ojos verdes; eran sus mejillas de tibia pomarrosa; era todo su cuerpo de hembra joven, dispuesta a las caricias.
El velo fue cayendo a sus pies. Era como el polvo de las calles cuando, después de bailar en remolinos, regresaba en ondas doradas al suelo de donde se había levantado. Entonces la cubrió una nubecilla blanca, tras de la cual su cuerpo sonrosado hacía recordar el nacimiento pudoroso del alba. La melodía continuaba lenta, acompasada. Y de repente el encanto se rompió. Un ruido lejano, como un repiquetear de tambores guerreros, hizo que la danzarina se detuviera por un momento. Después reanudó el baile con furia salvaje. Pronto los cabellos se le regaron por la frente, le cubrieron el rostro. Y lentamente, maravillosa, como Venus triunfando sobre las olas, de entre la blanca nube fue saliendo su cuerpo desnudo, prodigio de suavidad y de lumbre.
El hombre despertó. Dolorosamente se le abrieron los ojos. Le ardían los párpados, y la tenue luz de la madrugada, al penetrar bajo ellos, le causaba una mortificación enorme. Trató de levantar la mano, pero le pesaba como si fuera de plomo. Quiso dar una vuelta en el suelo, cambiar de posición para descansar, pero no pudo. Algo superior a su propia voluntad lo mantenía quieto. Cada vez que intentaba un movimiento le dolían los músculos. Optó por permanecer estático, con los ojos abiertos y fijos, como los de un cadáver.
Vio el techo ennegrecido de la casa; las latas viejas, pegadas con brea; las paredes que dejaban entrar, por algunos sitios, el viento juguetón y alegre del alba; creyó oír el ruido de los motores, y recordó que había tenido un sueño en que ese monótono sonido intervenía. No pudo precisarlo. Era algo raro… Sí… Cándida… Entonces recordó que la había visto danzando sobre remolinos de polvo amarillo.
En el primer momento no se explicó qué le sucedía. Evocó los acontecimientos de la tarde anterior. Sólo supo que había estado en la cantina de Cabrera… Las palabras de Espinel… ¡Ah, sí! ¡Estaban en huelga! ¿Pero por qué continuaban sonando Jos motores? ¿O no sonaban? ¿Era quizá que su ser ya estaba acostumbrado a ese retumbar lejano? Escuchó con atención y solamente percibió la voz del viento entre los árboles. La huelga era una realidad. Nadie trabajaría en Timbalí durante… ¿cuánto tiempo? Recordó los jugadores de tejo, la cerveza que le brindaban… Y después nada. La sombra más completa rodeaba todas sus acciones siguientes. Lo último que alcanzaba a percibir en las lagunas de su memoria dominada por el alcohol, era el rostro largo y extraño del Lechuza, que le ofrecía una nueva cerveza…
¿Quién lo había llevado hasta su rancho? ¿Qué dirían su mujer, sus hijos, y Cándida?
Le dolía el estómago. Sentía pesados los miembros. De súbito la estancia pareció danzar… danzar… Ante sus ojos asombrados pasaban: la puerta, el techo, la puerta… Oprimió los párpados, pero aún así los objetos continuaban bailando. Ya no eran el techo y la puerta, sino su rostro embrutecido, los senos desnudos de Cándida, la sombra del Diablo, Espinel, los jugadores, la cara gorda y encendida de míster Brown, la nariz afilada del alcalde García, las patillas del capataz.
Con esfuerzo consiguió sentarse. Fue como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Cayó de nuevo hacia atrás, impotente, dominado por ese malestar desconocido, tremendo. Vio estrellas de colores que saltaban como las chispas de una fragua loca. Entonces le volvieron las palabras de Espinel y comprendió la realidad de su situación. Tenían, por todo capital, cinco pesos… o no cinco, sino lo que quedaba de ellos, que debía ser muy poco. Y así, sin trabajar… Recordó el túnel negro y fétido de La Pintada, y casi se alegró de que se hubiera decretado el paro general. Pero ¿de qué vivirían? ¿Con qué comerían? Estaban en huelga. No sonaban los motores. Había sido una alucinación de su mente, embotada aún por las libaciones de la víspera. Y pensó en el aspecto que presentarían las calles de Timbalí, llenas de hombres negros, sudorosos y hambrientos…
La injusticia llegaba al límite. Una hora más de trabajo, después de que llenos de esperanza acudieron a pedir cosas tan legales, tan humanas… ¿Por qué no les permitían formar el Sindicato que, al menos, sería una barrera para los desmanes de los extranjeros? Pensó en el doctor Holguín. ¿Estaba en contra de sus compatriotas? ¿O era, simplemente, que por no perder su envidiable posición se encargaba de no comprenderlos?
Debía levantarse… Una mano áspera, a la que la ternura prestaba calor y suavidad, le acarició la frente. Pensó en Cándida… ¡Maldita sea! ¡Maldita a toda hora dentro de su cerebro!
Abrió los ojos enrojecidos. Era su mujer. Lo contemplaba sin cólera, con una enorme lástima, con un sentimiento de enternecedora piedad.
—¿Qué le pasó ayer, mijo? ¿Qué fue para emborracharse tanto?
No contestó. Sintió un sincero arrepentimiento. Quería huir, esconderse en el fondo de la tierra, más allá del derrumbe de La Pintada, en donde nadie pudiera verlo. La mano de la esposa continuaba pasando por su frente, alisándole los opacos cabellos, acariciándole el rostro sucio y arrugado. Entonces él levantó, con esfuerzo, su mano derecha, y aprisionó los cinco dedos de Pastora.
—¿Qué tiene, mijo? ¿Está maluco?
—No…, no.
Pensó en preguntarle por la persona que lo había llevado hasta el rancho. Pero la voz no salía de su garganta, contraída y seca. Sintió la lengua gruesa, pegajosa. Se la pasó por los labios; estaban partidos y le dolían. Necesitaba tomar agua. Se acordó del pozo limpio, cerca del charco, en donde hundía todas las mañanas sus manos y su rostro… Casi le pareció sentir la frescura deliciosa del agua… Se incorporó y, como pudo, agarrándose de las paredes de la casucha, salió. Todo estaba silencioso en el valle.
Corrió hasta el pozo. Se arrodilló sobre la hierba seca, y metió la cabeza y las manos dentro del agua. Estaba fría, fresca. ¡Cómo lo reanimó; cuan dulcemente se metió por sus orejas; empapó sus cabellos y cayó después, al incorporarse para respirar, mojándole el cuello y las espaldas! Con las manos elevó hasta sus labios el refrescante líquido y lo bebió con deleite. Se le fue despejando gradualmente el cerebro. Ya no le dolía tanto la nuca. Al respirar profundamente sintió vértigo, y curvado como una hoz sobre la tierra, sosteniéndose del sauce canoso y amarillo, vomitó el agua que había ingerido. El esfuerzo lo dejó extenuado. Se sentó en el suelo. Tenía la frente empapada en sudor frío. Se le pegó la camisa a la piel desnuda. Le temblaron las manos y se le llenaron de lágrimas los ojos. Buscando alivió volvió a meter la cabeza entre las aguas azules del río, y bebió hasta sentir que lo acometía de nuevo el vértigo.
Repuesto un poco se incorporó y miró el valle. Sin el ruido de los motores parecía más humano, más suyo. En la estación el tren estaba detenido, como un largo monstruo anillado. Las chimeneas de las grandes máquinas estaban erguidas en el aire, ni humo, sin ceniza. Y las góndolas que llevaban el carbón hasta la torre central se veían quietas, como viejas canoas abandonadas en el mar azul del viento.
Después de que tomó el caldo, con un casi invisible pan de cinco centavos, tuvo que inclinarse de nuevo a vomitar hasta que sintió desgarrada la garganta y contraído el estómago.
—Es el guayabo, Rudecindo —le dijo Cándida—. Ya le pasará.
Su mujer se restablecía muy lentamente. Apenas sí podía levantar los brazos y mover la cabeza, pero el resto del cuerpo parecía paralizado. Era la pérdida de sangre, pensó. Habían continuado dándole las pastas y las cucharadas indicadas por el medico, así como los baños, de lo cual estaba encargada Cándida. Rudecindo, medianamente repuesto, repasó su angustiosa situación. Tenían, según le dijo la madre de Neco, dos pesos con veinte centavos. Había que comprar panela, sal, harina… Además, si su mujer se agravaba tendría que dejarla morir, a menos que se decidiera a matar a alguien y a robarle el dinero para pagarle al médico y comprar los remedios. Mariena, triste, abatida, apenas si levantaba a veces la cabeza para mirar hacia la tienda de Joseto. Pacho y Neco ya no jugaban entre los desperdicios, sino que se mantenían silenciosos y tristes, echados sobre la hierba seca. Tal vez la única con un resto de animación y de vida era Cándida. Porque ella, pobre desterrada de todas las playas de la felicidad, había atravesado por situaciones igualmente difíciles, y no le costaba trabajo amoldarse a las que ahora se presentaban.
Esa era la situación de su familia, pensó Rudecindo. Y por un momento se detuvo a meditar en los problemas colectivos.
En lugar de justicia, los encargados de hablar con los jefes encontraron una especie de castigo, desde todo punto de vista inadmisible: debían trabajar una hora más en el día. Es decir, diez en total. El descontento fue natural en todos; fue una consecuencia de la falta de comprensión y aún de caridad por parte de los superiores. Ahora estaban desocupados. Los motores detenidos, en el aire estáticas las góndolas, los vagones del ferrocarril quietos en la estación, abandonadas las minas. La huelga por todas partes, desde las doce de la noche del sábado. Aquí y allá hombres tiznados, harapientos, con cara de mendigos. ¿Y esto por cuánto tiempo? Había oído a Espinel que la Compañía Carbonera del Oriente sufría una pérdida de más de doscientos mil pesos diarios. ¿Pero qué era esta bagatela para los extranjeros, para los dueños de todo aquello y para la nación, que cobraba con regularidad la cuota correspondiente a la explotación de las minas? En cambio ellos, los miserables, perderían cuatro pesos diarios. Nada más. Pero tal pérdida era tremenda, porque significaba la totalidad de sus medios de subsistencia.
Resolvió bajar hasta la cantina de Cabrera para enterarse de las noticias. Pero algo lo detenía, lo hacía aminorar el paso por el camino. No recordaba… Se veía pálido, embrutecido por el alcohol, y a su lado al Lechuza, alcanzándole una botella. ¿Y después? ¿Por qué ese vacío tan absoluto dentro de su cerebro? ¿Quién lo condujo hasta el descanso reparador del rancho? Sentía miedo; ese temor tan grande a lo desconocido. ¿Qué hice, Dios mío, que hice?, se preguntaba desconcertado. Le dolió de nuevo la nuca, intensamente. Era como si llevara sobre ella un peso inaguantable. Se le doblaron las piernas y creyó que iba a caer en medio de ese odiado y asfixiante polvo que rodeaba todo el pueblo pobre y hambreado de Timbalí.
Divisó la cantina de Ramiro Cabrera. La puerta estaba, como siempre, abierta; y del interior del establecimiento salían risas y voces. Rudecindo se detuvo. Miró su camisa sucia, casi negra: sus pantalones remendados en las rodillas con tela de distinto color; sus grandes pies curtidos y descalzos… Era un miserable, se dijo. Sólo le faltaba salir desnudo a las calles, como esos seres primitivos, como Adán, del que tenía una vaga y personalísima concepción. En fin, ¿qué estaba haciendo allí parado? Resolvió entrar. Tal vez encontrara un rostro amigo.
Detrás del mostrador se hallaba Ramiro, en mangas de camisa, bien afeitado, peinados con esmero los cabellos claros. Y sentados ante las cuatro mesas de la cantidad vio hombres sucios, como él, con los rostros largos y enjutos, las barbas crecidas y las manos callosas. Hablaban de la huelga. Era la misma preocupación, el mismo tema, idénticas ambiciones y esperanzas. Algunos tomaban cerveza: mataban el tiempo. Acostumbrados a tener en las manos las herramientas no podían resignarse al ocio. Sin embargo, Cristancho advirtió en todos una decisión que se traslucía en los ademanes, en el tono de la voz, en el brillo acerado de las pupilas. Pero no estaba ninguno de sus amigos allí. Ni Espinel, ni Lechuza, ni Cipagauta… Unos jugaban al tejo. Lanzaban por el aire los pesados discos metálicos y esperaban ansiosos el resultado. Otros, cerca del mostrador que en un tiempo había estado barnizado de verde, comentaban lo sucedido entre el Diablo y Joseto. Casi todos estaban a favor del fugitivo. Pero algunos, a quienes había jugado en ocasiones anteriores malas pasadas con sus mujeres, sus hijas o sus queridas, le achacaban toda la responsabilidad del lance y se alegraban de su desgracia. Al menos por un tiempo indefinido, a lo mejor largo, iban a verse libres de la pesadilla de su presencia.
—Hola, amigo Cristancho —dijo Cabrera—. No se quede ahí parado. Entre, que ya vamos a iniciar las riñas de gallos. ¡Eso va a estar de primera!
Recordó: riñas de gallos… Ya había escuchado esa invitación anteriormente. ¿Pero cuándo?
—Formidable su discurso de ayer, ¡carajo! Eso es de lo mejorcito que he oído. Con decirle que lo hizo igual a Espinel…
¿Discurso? ¿Pero de qué demonios le estaban hablando aquella mañana?
—No entiendo compañero…
Se había acercado al mostrador. Desde su sitio, Ramiro lo miró con muestras de incredulidad. Pensó que estaba burlándose de él. Pero luego, al observar el franco asombro asomado a los ojos del hombre, comprendió que todo aquello había sido fruto de la embriaguez. Un momento feliz, lúcido, en que el ser interior del 22048 había dominado su envoltura material y había animado sus pupilas lánguidas y su boca siempre dispuesta a la sonrisa resignada.
—Habló muy bien. ¿Qué, no recuerda?
Entonces fue Rudecindo quien pensó que Cabrera estaba pasando un rato divertido a costa suya.
Uno de los que tomaban ante la mesa del rincón, se acercó a Cristancho con la boca curvada por una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes largos y amarillos. Le tendió la mano.
—Lo felicito, compañero. Si tuviéramos unos cuantos hombres como usted sería distinta nuestra situación. Don Ramiro, véndame otra cerveza, o fíemela. Pero a este gran orador hay que agasajarlo.
Y lo arrastró hasta sentarlo a su lado, en una rústica butaca. Rudecindo se dejó llevar, sin acabar de comprender lo que sucedía. ¿Por qué a él, un miserable, un hombre vestido con harapos, un desconocido, un ser que vivía con su esposa y sus hijos en el basurero, lo llamaban, lo atendían? Escrutó los rostros de quienes lo rodeaban. Eran tres. Le pareció reconocer a dos de ellos. Sus números principiaban por un doble cero… Sí, Espinel se los había presentado el día anterior. Maldonado y Paredes. El segundo era el que lo había llevado hasta la mesa. Les estrechó la mano. Ellos también, y efusivamente lo felicitaron. Recibió la cerveza y se llevó la botella a los labios. El líquido negro y frío le llegó al estómago. Experimentó de nuevo el vértigo y la sensación insoportable de náuseas, pero se dominó. Tomó tres sorbos seguidos y se sintió mejor.
—Esas palabras suyas nos han dado ánimo, compañero. La huelga es algo muy duro. Cuando yo trabajaba en Vidalillo, allá en el otro lado de la República, cerca de la Costa, estalló un paro general por la destitución abusiva del presidente del Sindicato. Duramos cuatro días sin trabajar. Por fin reintegraron a su puesto al hombre. Pero se cansa uno de no hacer nada… Le entran ganas de beber cerveza, y a lo mejor no tiene uno plata, ni amigos, ni crédito… Y para completar con la mujer y los mocosos que se ponen a llorar de hambre… ¡Carajo, esta vida es muy perra, compañeros! Necesitamos que nos animen a seguir, que nos den fuerzas para lograr el éxito de la huelga. Lo que pedimos ahora es muy justo, y no sé por qué se empeñan esos místeres en negárnoslo. ¡Malditos sean!
—Bien hablado, compañero —dijo Paredes a Maldonado, que ahora bebía su cerveza poco a poco—. No cederemos. Nadie podrá obligarnos a volver al trabajo. Nosotros somos, por pobres, los más desgraciados de todos. ¡Pero qué infiernos! Cuando algo se nos mete en la cabeza…
Se acercó Cabrera.
—No se les olvide que tengo una chicha rebuena.
—Ajá… —dijo Paredes—. Eso a mí más bien me entra. Esta cerveza ya me está cayendo mal en la barriga.
Diomedes la aceptó también. Otro tanto hizo el acompañante, un hombre bajo de cuerpo, delgado, insignificante y silencioso. Rudecindo dio, finalmente, su aprobación. Vaciaron las botellas y las dejaron, con muestras de desprecio, sobre la mesa. Ramiro se alejó para regresar poco después. Sobre una bandeja de lata traía cuatro vasos llenos de un licor amarillo y espeso, fabricado con maíz y fermentado en grandes ollas ocultas bajo la tierra para que las autoridades de la higiene no las encontraran fácilmente…, aun cuando, muchas veces, los mismos encargados de perseguirla y exterminarla, eran sus más devotos admiradores.
Bebieron en silencio. El sol caía fuerte, igual, sobre Timbalí. Era el verano: en el polvo amarillo e inquieto de las callejas, en los tejados que ardían, en la hierba seca, en los árboles que semejaban esqueletos incorporados a los lados del camino… Era el verano tremendo, atormentador. Y ellos allí, sentados, tomando chicha, alejados del mundo, en el centro mismo de la desesperación y de la angustia.
Llegó la alegría, prendida en las cuerdas tensas del tiple, bajo las alas iridiscentes de los gallos. Por la puerta siempre franca y acogedora penetró un hombre alto, con el sombrero ladeado. Llevaba un pollo colorado, con larga y elegante cola, de buena estampa, orgulloso de su poder. La cresta roja le daba un aire de fuerza y brío. El hombre lo colocó sobre una mesa, abriéndole las alas y esponjándole las plumas. El gallo lanzó la clarinada de su canto.
—Hola, Mejicano. ¿Dispuesto a ganar hoy en el Veneno? —le preguntó Ramiro, señalando con el índice extendido el gallo que se pavoneaba sobre la mesa.
—Dispuesto, Cabrera, ¡qué carajo! Tengo más de veinte pesos para metérselos todos a mi Veneno. ¿No le ve ese lujo de espuelas? Y mírele el ala. ¡Qué belleza! Creo que ni el mismo Patas podría tumbármelo, aunque saliera de los profundos infiernos nada más que para eso.
Acompañaban al Mejicano tres muchachos, entre los cuales Rudecindo reconoció al Lechuza. Tocaba uno el tiple, otro los chuchos, y el tercero una rústica pandereta hecha con un cuero seco, tenso, y complementada con latas de cerveza unidas en collares por un alambre grueso. Los tres instrumentos producían una música agradable que «hacía cosquillas en las pezuñas», conforme dijo Paredes mirando a sus compañeros.
El Mejicano entró con Veneno hasta la cancha en donde seis hombres estaban jugando al tejo. Todos lo conocían y lo estimaban. Era típico de Timbalí, desde sus comienzos. Tan conocido como el Diablo. Lo recibieron con alborozo. Pronto acabaron con el chico de tejo y rodeando al dueño del valeroso gallo se acercaron a la cantina.
Pidieron chicha. El Mejicano pidió aguardiente, agregándole sal y unas góticas de limón, todo lo cual tenía preparado Ramiro, conocedor de sus clientes. Veneno fue colocado sobre el mostrador. El dueño tenía sujeto al animal con un cabuya, amarrada a la pata izquierda. Le tocó las espuelas, satisfecho. Eran largas, terminadas en aguda punta.
—¿Ya lo tenés arreglao? —preguntó uno.
—La pelea es sin recalce. Falta afilarle un poquito los puñales. Así como para que no deje animal vivo.
—Aquí está mi navaja, entonces.
—No, gracias. Con eso me lo parrandeo. Más bien búscame un pedazo de vidrio. ¡Se las afilaremos de lo lindo!
El aludido corrió hacia los lados de la cancha de tejo. Detrás de uno de los montones de greda, entre un poco de tarros viejos y papeles inservibles, encontró un pedazo de botella, con el que acudió hasta donde lo esperaba el Mejicano.
Rudecindo también se levantó, siguiendo a sus compañeros. La chicha le había llegado al estómago como un puñado de brasas, y sentía de nuevo los mortificantes síntomas del vómito. Estaba a punto de curvarse contra la tierra. Pero Maldonado, que se había dado cuenta de ello, le dijo que «hiciera de tripas corazón» y que aguantara un poco. Después le pasaría.
El Mejicano tomó a Veneno con cuidado. Lo colocó de manera que las patas le quedaran hacia arriba, tratando, sin embargo, de que no se le fuera la sangre a la cabeza. Con un pedazo de vidrio afiló, lentamente, las largas espuelas del gallo. Le daba vueltas a la pata, y vidrio por un lado y otro, hasta que la espuela quedó terminada en una punta agudísima, pero sólida. La probó en el dedo.
—¡Carajo, con el condenado! ¡Hoy se lo suelto a cualquiera!
Le afiló el arma de la otra pata. Luego lo dejó de nuevo sobre el mostrador, satisfecho de su trabajo. El gallo cantó. Sin duda le hervía la sangre. El Mejicano pidió otro aguardiente y vació la copa de un trago. Miró con orgullo a Veneno y le tiró las largas plumas tornasoladas de la cola, para hacerlo lucir más elegante.
—El que no le apueste a este animal es un bruto de remate —dijo, con aire de suficiencia—. Y ustedes, muchachos, arránquense con una pieza, ¡pero de las buenas!
Un torbellino. Los dedos ágiles tocaban las cuerdas; la mano nerviosa rebullía las maracas y el otro le daba a la pandereta. Todos se alegraron. Rudecindo recibió, sin saber quién se lo ofrecía, otro vaso de chicha; pero lo dejó sobre el mostrador. Se sentía enfermo. Le zumbaban atrozmente los oídos.
Entró el dueño del gallo enemigo. Era la pelea central. Después habría otras riñas de menor importancia.
Se trataba de Camaleón. Su propietario era Curro Malpica. Bajo de cuerpo el hombre, rechoncho, de prominente abdomen; roja la cara, ralo ya el cabello que empezaba a blanquear en las sienes. Iba vestido con alguna elegancia. Era el dueño de una de las mejores tiendas del barrio obrero: La góndola de oro. Lo acompañaban otros sujetos, de diversa condición social, bien o mal vestidos, pero todos alegres, decididos a apostar su dinero a las patas del gallo, considerado como uno de los más bravos de la región. Había dado ya más de diez peleas a su dueño, dejando casi siempre muertos a sus rivales y retirándose ileso. Tenía una gran cantidad de admiradores. Muchos de los que estaban en la cantina se hicieron al lado de Curro, y se formaron dos bandos.
—Aquí está mi gallo, Mejicano. Como para bajarte los humos. ¡A este Camaleón no lo mata ni el «veneno»!
Risas. Manos nerviosas que se metían en los bolsillos. Los hombres querían apostar, pero no acababan de decidirse. Curro colocó su gallo sobre el mostrador, a prudente distancia del otro. Los animales se miraron y se aprestaron a la lucha, pero fueron oportunamente detenidos por sus propietarios.
—Están bravos los pollitos, compadre.
—Este Veneno es de los buenos y no le corre a nadie.
—A todo gallo viejo le sale de pronto un pollo que le corta las espuelas, don Curro. No se le olvide.
—Este animal no ha perdido nunca.
—Mejor le meto mis pesos a Camaleón, que es más fijo.
—¿Pero usted va a apostar su plata, compañero? —preguntó Rudecindo a Paredes, que agitaba en la mano un billete, sucio y viejo, de dos pesos.
—Claro que sí. Es la única manera de doblar el capital.
—¿Y si la pierde?
—Con Camaleón vamos seguros. ¿Usted no le mete nada?
—No tengo ni un centavo aquí, pero en la casa…
—Mande a alguno de estos mocosos. Aun cuando sea apuéstele un peso, que yo le garantizo que ganamos.
—El Camaleón es gallo viejo, y en dos zancadas se come a ese pollito del Mejicano.
—Lo único que asusta del gallito ese es el nombre —corroboró Maldonado—. Yo le pongo al de don Curro lo menos cinco pesos, aunque después me quede en la cochina calle.
Rudecindo sintió la tentación. Tenía por todo capital, en manos de Cándida, dos pesos y unos centavos. Podía por consiguiente apostar uno y ganar así otro… Si la cosa era tan fácil como le decían sus amigos…
Vio que el bando del lado de don Curro iba creciendo, al tiempo que sólo quedaban unos cuantos muchachos con el Mejicano. La mayoría no se equivoca, pensó. ¿Pero si el Camaleón fallaba y perdía su peso?
En la puerta de la cantina vio a Pacho. En el primer momento se intrigó. ¿Por qué estaba allí su hijo? Se le acercó encolerizado.
—¿Qué hace por estos lados, mijo? ¿No sabe que aquí no pueden entrar sino los viejos, como su taita?
—Pues fue que… doña Cándida me mandó a comprar panela y sal.
—Ajá… ¿Y cuánto le dio?
—Un peso.
¡Un peso! Precisamente la suma que necesitaba para ponerla en el tapete de la suerte. Rechazó indignado el pensamiento, pero volvió a él sin que pudiera remediarlo. Decidido, pidió el dinero a Pacho y le dijo que lo esperara en las afueras de la cantina, por unos veinte minutos; que podía mientras tanto, ir a dar una vuelta por la estación, a ver si estaban trabajando o no ese día.
Pacho entregó el billete a Rudecindo. Estaba acostumbrado a no discutir sus órdenes. Por su mente infantil —pero por la vida misma, por las circunstancias, ya desarrollada perfectamente—, cruzó el pensamiento de que su padre posiblemente se bebería el peso y que él regresaría al rancho sin la panela y sin la sal. Pero eso no era cosa suya.
Rudecindo apretó el billete con su mano sudorosa. ¿Lo apostaba? ¿No lo apostaba?
El grupo de don Curro crecía. Con el Mejicano quedaban diez o doce obreros. Malpica estaba afilando las espuelas de su gallo. El Veneno se paseaba por sobre el mostrador, lanzando de vez en vez la clarinada potente y orgullosa de su canto.
—Camaleón es el mejor gallo de estos lados —decía uno—. Para mí tengo que no hay pelea.
—¡Qué va a haber pelea! ¡El Camaleón se lo traga vivo y le sobran ganas pa clavarle la espuela al mesmo Mejicano!
—Diez pesos al Camaleón, como base —dijo don Curro—. Los que quieran apostar, que creo van a ser todos, entréguenme el dinero. ¡Hoy vamos a tener con qué tomar cerveza!
—Juegan los diez pesos —contestó el Mejicano—. Y los que vayan con Veneno, háganse para acá, con la plata en la mano.
—No hay gallo como el Camaleón.
—Viva el Camaleón. ¡Hoy vamos a acabar con el Veneno!
Los del grupo del Mejicano no gritaban. Estaban tensos, quietos, aparentemente tranquilos pero listos para lo que pudiera ocurrir. Se había terminado la música alegre del torbellino. Los hombre bebían chicha o cerveza, recargados contra el mostrador. Curro terminó de arreglar su gallo y le probó las espuelas, untándose de saliva la punta del índice derecho.
—Le pongo tres minutos a la pelea —dijo, mirando desafiante al dueño del gallo contendor—. Donde Camaleón pone el ojo mete la espuela. Ya ha tumbado diez, y le quedan ganas para otros tantos.
—No eche bravuconadas, don Curro. Aquí vamos a ver si como ronca duerme.
Paredes se acercó a Malpica y le entregó el billete de dos pesos.
—¿A quién se los apunto?
—Pedro Paredes. Vamos a ganar, don Curro. Yo conozco este gallo desde que estaba chiquito.
—Y a Diomedes Maldonado cinco…, no, cuatro pesos.
—¡Eche los cinco, hombre, no sea pendejo!
—Bueno, don Curro: van los cinco.
—¿Y usté, compañero, no le juega al Camaleoncito?
—Yo no hallo… ¿Qué me aconseja?
—Échele siquiera un peso. ¿No dice que tiene que mandar a la casa?
—No señor, aquí lo tengo…
—Pues juégueselo, ¡qué demonios!
—Un peso…
—¿A quién se lo apunto?
—A Rudecindo Cristancho, sumercé.
En esos momentos entró Espinel, acompañado de Cipagauta. Iban atraídos por las noticias de la riña. Se saludaron cordialmente. Rudecindo recibió nuevas felicitaciones, que no hicieron sino llenarlo de confusión.
—Esas palabras son el reflejo de la verdad —le dijo Espinel—. No se nos olvidarán fácilmente. Compañeros, la huelga es un éxito general. —Todos los hombres, incluyendo a Curro y al Mejicano, se habían acercado para enterarse de lo que estaba ocurriendo en la Compañía—. Las actividades se encuentran suspendidas. No hay un solo hombre en las minas. Los motores fueron parados, conforme se había convenido, a las doce de la noche. El tren, aún cargado, no ha salido para la capital. En fin, no hay ni sombras de movimiento en todo Timbalí. ¡Viva la huelga!
No menos de setenta voces contestaron al grito. Estaban todos seguros de su poder, orgullosos de su fuerza, de la potencia nacida de su unión. Cuando calló el 22066 volvieron a oírse los desafíos de un bando para otro, las arengas y las apuestas.
—¿Quién hace de juez en la pelea?
Estuvieron de acuerdo en señalar a Espinel. No había apostado a ningún gallo, y por su reconocida imparcialidad en casos análogos bien podía desempeñar con lujo el delicado cargo. Él lo aceptó, sonriente, al tiempo que recibía una cerveza obsequiada por el Mejicano. Don Curro Malpica le brindó otra, que también recibió, pero que entregó disimuladamente a Rudecindo.
—Tómese esta, compañero. Yo creo que debe estar seco.
El hombre la recibió y se la bebió inmediatamente. Estaba nervioso. Había arriesgado la mitad de su fortuna a las espuelas de Camaleón.
—La pelea durará media hora. Nada de trampas. El gallo que huela a manteca de zorro queda descalificado y pierde. —Y luego, dirigiéndose a los dueños de los animales—: ¿Cómo van las apuestas?
—Hay cuarenta y siete pesos por Camaleón.
—¡Ah, carajo! El Veneno no tiene sino veinticinco.
—Se juega la chiquita.
—No —dijo el Mejicano—. Juegue la grande, qué diablos. Yo pongo los veintidós pesos que faltan. Si nadie quiere confiar en mi gallo, yo sí.
—Bueno taría que el dueño tampoco le tuviera conjianza al bicho —comentó uno, sin abandonar el tabaco.
—Se principia la pelea. Hagan círculo. Despejen. Nadie se meta a coger los gallos. Solamente los careadores.
Se abrió la multitud como un abanico y quedó un buen campo descubierto. Se escuchaba la respiración anhelante de Curro y del Mejicano. Iban a enfrentar sus animales, su dinero, su popularidad. La ocasión era verdaderamente extraordinaria.
Curro, cerca del mostrador, pidió un trago de aguardiente. Lo tomó en la boca y después lo escupió, en porciones iguales, en las patas y debajo de las alas de Camaleón. Otro tanto estaba haciendo el Mejicano con Veneno. Era «para darles fuerza».
Por disposición de Espinel, el Mejicano se colocó al sur del ruedo, y Curro al norte.
—Yo cuento tres y los sueltan —les advirtió. Y luego dijo—: Uno… dos… ¡tres!
Soltaron los gallos, que caminaron hacia la mitad del ruedo, entreabiertas las alas, fijos los ojos, listas las espuelas para el golpe mortal. Ya en el centro Camaleón se abalanzó furiosamente sobre Veneno. Este se inclinó y la espuela rasgó el aire, por encima de su cabeza. Volvió a la carga Camaleón. Decididamente el gallo era bueno. Tenía fibra. Don Curro apretaba los puños, ladeándose según las circunstancias. Parecía que, con sus movimientos, quisiera dirigir las ofensivas de su gallo. Otro tanto hacía, en el lado opuesto, el Mejicano, con el sombrero ladeado sobre los ojos. Se lo echó de un manotón hacia atrás, despejándose la frente. Los rostros estaban tensos; las manos crispadas; brillantes y desorbitados los ojos. De uno y otro bando animaban a los gallos.
—¡Adentro, Camaleón, que ya es tuyo!
—¡No le corras, Veneno, que es gallo viejo!
—Ya lo tenés. ¡Será «veneno» pa tu propio pescuezo!
—¡Camaleón tiene reumatismo!
—Adentro, pollito. ¡Clávale la espuela, carajo!
—No lo dejés ir. ¡Maldita sea!
—Este pollo está más flojo…
—Duro con él, Camaleón. Así, ¡métele el pico!
Tirantes las facciones, los músculos a punto de reventar. La pelea era de los gallos; pero los hombres, inflamados por el alcohol, por la sed de ganar dinero, se hallaban dispuestos a reemplazarlos en cualquier momento. Menos mal que no se habían cruzado ofensas, porque entonces…
—Ya lo tenemos, Camaleón. ¡El golpe de gracia!
Y en el ruedo los dos animales, como dos furias diabólicas vestidas de plumas multicolores. Brillaba el sol en las alas de Camaleón y temblaba en el penacho de la cola de Veneno. Abiertos los picos, rojas las crestas, rápidas las espuelas. De pronto Veneno, que había estado esquivando las embestidas del otro, se lanzó a la ofensiva y le clavó su dardo en una pierna. Camaleón empezó a perder terreno. Los gritos de un lado, animándolo, y del otro, dándolo por perdido, estallaron de inmediato. Pero el animal, como pudo se arrojó contra Veneno. Vino un aletear en el que los dos animales se confundieron en una sola masa de sangre, espuelas, plumas. Y después el Veneno cayó a un lado, en tanto que el enemigo, tambaleándose, miraba hacia todas partes como buscando aún a su rival. Los gritos entonces fueron terrible. El juez ordenó:
—¡Tablas!
El Mejicano acudió a su pollo, y Curro al Camaleón. Los alzaron, hasta colocarlos de nuevo en los sitios de partida. Los soltaron otra vez. Veneno estaba muy «achacado» ya, según decían. Caminaba con las patas torcidas. El pico de Camaleón le había dañado el ojo derecho, y ladeaba lastimosamente la cabeza para poder contemplar a su contrario. Camaleón se arrojó sobre él. Vino otro relámpago de plumas y de espuelas, y los dos gallos cayeron.
—¡Tablas! —gritó de nuevo Espinel.
Volvieron a colocarlos en los puntos iniciales. Cuando los soltaron, ambos gallos parecían moribundos, con las alas caídas. En un desesperado esfuerzo el Veneno se plantó en la mitad del ruedo. Sus patas se alzaron en el aire. Brillaron las espuelas amarillas. Un chorro de sangre roja, caliente, salió de la garganta de Camaleón y mojó la tierra seca del circo. Había sido vencido y yacía en sus últimos pataleos, tendido sobre el suelo. Veneno, después de su victoria, pareció reanimarse y se sostuvo, altivo a pesar de los golpes sufridos, como a la espera de nuevos enemigos.
—¡Ha ganado el Veneno!, —anunció Espinel.
Rostros alegres, furiosamente felices. Rostros tristes, largos, desolados. Uno de estos era el de Rudecindo. Había apostado un peso para perderlo en esa forma tan estúpida. Poseído por la cólera salió. Allí estaba Pacho.
—Corra y dígale a Cándida que le dé el otro peso, ¡carajo! Que estoy haciendo un negocio. Pero apúrele, ¡maldita sea!
Entró. Espinel le ofreció una cerveza. Le refirió al amigo lo de la apuesta.
—Cuando uno está caído, compadre, hasta los perros…
—Sí, ¡qué vainas! Bueno, yo ya estoy muy jarto con esta vida que llevamos. ¿Y qué hay de la huelga? ¿Hasta cuándo va a durar?
—Hasta cuando los jefes de la Compañía cedan. Estamos dispuestos a morirnos de hambre antes que volver a trabajar, compañero.
Rudecindo salió de la cantina. Sentía tristeza y una enorme cólera contra sí mismo. ¡Apostar la mitad de su capital a las patas de una bestia! ¡Qué suerte tan miserable!, se dijo. Se dirigió hacia el rancho, avergonzado. El sol caía sobre Timbalí, ardiente. El cielo se mostraba limpio, azul. No se oía un solo ruido. Sus pasos sobre la calle le parecieron truenos. Los motores estaban mudos. Todo el valle era un inmenso campo muerto, una ciudad abandonada. Sólo se veían vagar, por el aire, las nubecillas de humo que salían de las casas de los extranjeros.