Febrero 25. Domingo12Capítulo

Danzaba. Su rostro apenas alcanzaba a vislumbrarse, como oculto por una cortina de espuma. Y su cuerpo desaparecía bajo un polvo amarillento, de ese mismo color del polvo que llenaba las calles, las casas y los árboles de Timbalí. Sus ojos tenían un brillo intenso. Daba vueltas en medio de un enorme circo de arena. Enarcaba los hombros y elevaba al cielo quemado las manos, unidas como en una oración o en una caricia. Luego bajaba los brazos y en ademán voluptuoso los ceñía a la cintura, y acunaba entre ellos los senos, que se entreveían bajo el tul como dos frutaciones milagrosas de nácar. Sus piernas formaban un perfecto compás melodioso, y sus pies, leves y finos, iban abriendo rosas fantásticas al danzar.

Cándida… Era su boca roja, tentadora, de labios siempre dispuestos al beso; eran sus cejas que empezaban a resurgir después de la trágica noche del incendio; eran sus pestañas que sombreaban sus grandes ojos verdes; eran sus mejillas de tibia pomarrosa; era todo su cuerpo de hembra joven, dispuesta a las caricias.

El velo fue cayendo a sus pies. Era como el polvo de las calles cuando, después de bailar en remolinos, regresaba en ondas doradas al suelo de donde se había levantado. Entonces la cubrió una nubecilla blanca, tras de la cual su cuerpo sonrosado hacía recordar el nacimiento pudoroso del alba. La melodía continuaba lenta, acompasada. Y de repente el encanto se rompió. Un ruido lejano, como un repiquetear de tambores guerreros, hizo que la danzarina se detuviera por un momento. Después reanudó el baile con furia salvaje. Pronto los cabellos se le regaron por la frente, le cubrieron el rostro. Y lentamente, maravillosa, como Venus triunfando sobre las olas, de entre la blanca nube fue saliendo su cuerpo desnudo, prodigio de suavidad y de lumbre.

El hombre despertó. Dolorosamente se le abrieron los ojos. Le ardían los párpados, y la tenue luz de la madrugada, al penetrar bajo ellos, le causaba una mortificación enorme. Trató de levantar la mano, pero le pesaba como si fuera de plomo. Quiso dar una vuelta en el suelo, cambiar de posición para descansar, pero no pudo. Algo superior a su propia voluntad lo mantenía quieto. Cada vez que intentaba un movimiento le dolían los músculos. Optó por permanecer estático, con los ojos abiertos y fijos, como los de un cadáver.

Vio el techo ennegrecido de la casa; las latas viejas, pegadas con brea; las paredes que dejaban entrar, por algunos sitios, el viento juguetón y alegre del alba; creyó oír el ruido de los motores, y recordó que había tenido un sueño en que ese monótono sonido intervenía. No pudo precisarlo. Era algo raro… Sí… Cándida… Entonces recordó que la había visto danzando sobre remolinos de polvo amarillo.

En el primer momento no se explicó qué le sucedía. Evocó los acontecimientos de la tarde anterior. Sólo supo que había estado en la cantina de Cabrera… Las palabras de Espinel… ¡Ah, sí! ¡Estaban en huelga! ¿Pero por qué continuaban sonando Jos motores? ¿O no sonaban? ¿Era quizá que su ser ya estaba acostumbrado a ese retumbar lejano? Escuchó con atención y solamente percibió la voz del viento entre los árboles. La huelga era una realidad. Nadie trabajaría en Timbalí durante… ¿cuánto tiempo? Recordó los jugadores de tejo, la cerveza que le brindaban… Y después nada. La sombra más completa rodeaba todas sus acciones siguientes. Lo último que alcanzaba a percibir en las lagunas de su memoria dominada por el alcohol, era el rostro largo y extraño del Lechuza, que le ofrecía una nueva cerveza…

¿Quién lo había llevado hasta su rancho? ¿Qué dirían su mujer, sus hijos, y Cándida?

Le dolía el estómago. Sentía pesados los miembros. De súbito la estancia pareció danzar… danzar… Ante sus ojos asombrados pasaban: la puerta, el techo, la puerta… Oprimió los párpados, pero aún así los objetos continuaban bailando. Ya no eran el techo y la puerta, sino su rostro embrutecido, los senos desnudos de Cándida, la sombra del Diablo, Espinel, los jugadores, la cara gorda y encendida de míster Brown, la nariz afilada del alcalde García, las patillas del capataz.

Con esfuerzo consiguió sentarse. Fue como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Cayó de nuevo hacia atrás, impotente, dominado por ese malestar desconocido, tremendo. Vio estrellas de colores que saltaban como las chispas de una fragua loca. Entonces le volvieron las palabras de Espinel y comprendió la realidad de su situación. Tenían, por todo capital, cinco pesos… o no cinco, sino lo que quedaba de ellos, que debía ser muy poco. Y así, sin trabajar… Recordó el túnel negro y fétido de La Pintada, y casi se alegró de que se hubiera decretado el paro general. Pero ¿de qué vivirían? ¿Con qué comerían? Estaban en huelga. No sonaban los motores. Había sido una alucinación de su mente, embotada aún por las libaciones de la víspera. Y pensó en el aspecto que presentarían las calles de Timbalí, llenas de hombres negros, sudorosos y hambrientos…

La injusticia llegaba al límite. Una hora más de trabajo, después de que llenos de esperanza acudieron a pedir cosas tan legales, tan humanas… ¿Por qué no les permitían formar el Sindicato que, al menos, sería una barrera para los desmanes de los extranjeros? Pensó en el doctor Holguín. ¿Estaba en contra de sus compatriotas? ¿O era, simplemente, que por no perder su envidiable posición se encargaba de no comprenderlos?

Debía levantarse… Una mano áspera, a la que la ternura prestaba calor y suavidad, le acarició la frente. Pensó en Cándida… ¡Maldita sea! ¡Maldita a toda hora dentro de su cerebro!

Abrió los ojos enrojecidos. Era su mujer. Lo contemplaba sin cólera, con una enorme lástima, con un sentimiento de enternecedora piedad.

—No…, no.

Pensó en preguntarle por la persona que lo había llevado hasta el rancho. Pero la voz no salía de su garganta, contraída y seca. Sintió la lengua gruesa, pegajosa. Se la pasó por los labios; estaban partidos y le dolían. Necesitaba tomar agua. Se acordó del pozo limpio, cerca del charco, en donde hundía todas las mañanas sus manos y su rostro… Casi le pareció sentir la frescura deliciosa del agua… Se incorporó y, como pudo, agarrándose de las paredes de la casucha, salió. Todo estaba silencioso en el valle.

Corrió hasta el pozo. Se arrodilló sobre la hierba seca, y metió la cabeza y las manos dentro del agua. Estaba fría, fresca. ¡Cómo lo reanimó; cuan dulcemente se metió por sus orejas; empapó sus cabellos y cayó después, al incorporarse para respirar, mojándole el cuello y las espaldas! Con las manos elevó hasta sus labios el refrescante líquido y lo bebió con deleite. Se le fue despejando gradualmente el cerebro. Ya no le dolía tanto la nuca. Al respirar profundamente sintió vértigo, y curvado como una hoz sobre la tierra, sosteniéndose del sauce canoso y amarillo, vomitó el agua que había ingerido. El esfuerzo lo dejó extenuado. Se sentó en el suelo. Tenía la frente empapada en sudor frío. Se le pegó la camisa a la piel desnuda. Le temblaron las manos y se le llenaron de lágrimas los ojos. Buscando alivió volvió a meter la cabeza entre las aguas azules del río, y bebió hasta sentir que lo acometía de nuevo el vértigo.

Repuesto un poco se incorporó y miró el valle. Sin el ruido de los motores parecía más humano, más suyo. En la estación el tren estaba detenido, como un largo monstruo anillado. Las chimeneas de las grandes máquinas estaban erguidas en el aire, ni humo, sin ceniza. Y las góndolas que llevaban el carbón hasta la torre central se veían quietas, como viejas canoas abandonadas en el mar azul del viento.

Después de que tomó el caldo, con un casi invisible pan de cinco centavos, tuvo que inclinarse de nuevo a vomitar hasta que sintió desgarrada la garganta y contraído el estómago.

Esa era la situación de su familia, pensó Rudecindo. Y por un momento se detuvo a meditar en los problemas colectivos.

En lugar de justicia, los encargados de hablar con los jefes encontraron una especie de castigo, desde todo punto de vista inadmisible: debían trabajar una hora más en el día. Es decir, diez en total. El descontento fue natural en todos; fue una consecuencia de la falta de comprensión y aún de caridad por parte de los superiores. Ahora estaban desocupados. Los motores detenidos, en el aire estáticas las góndolas, los vagones del ferrocarril quietos en la estación, abandonadas las minas. La huelga por todas partes, desde las doce de la noche del sábado. Aquí y allá hombres tiznados, harapientos, con cara de mendigos. ¿Y esto por cuánto tiempo? Había oído a Espinel que la Compañía Carbonera del Oriente sufría una pérdida de más de doscientos mil pesos diarios. ¿Pero qué era esta bagatela para los extranjeros, para los dueños de todo aquello y para la nación, que cobraba con regularidad la cuota correspondiente a la explotación de las minas? En cambio ellos, los miserables, perderían cuatro pesos diarios. Nada más. Pero tal pérdida era tremenda, porque significaba la totalidad de sus medios de subsistencia.

Resolvió bajar hasta la cantina de Cabrera para enterarse de las noticias. Pero algo lo detenía, lo hacía aminorar el paso por el camino. No recordaba… Se veía pálido, embrutecido por el alcohol, y a su lado al Lechuza, alcanzándole una botella. ¿Y después? ¿Por qué ese vacío tan absoluto dentro de su cerebro? ¿Quién lo condujo hasta el descanso reparador del rancho? Sentía miedo; ese temor tan grande a lo desconocido. ¿Qué hice, Dios mío, que hice?, se preguntaba desconcertado. Le dolió de nuevo la nuca, intensamente. Era como si llevara sobre ella un peso inaguantable. Se le doblaron las piernas y creyó que iba a caer en medio de ese odiado y asfixiante polvo que rodeaba todo el pueblo pobre y hambreado de Timbalí.

Divisó la cantina de Ramiro Cabrera. La puerta estaba, como siempre, abierta; y del interior del establecimiento salían risas y voces. Rudecindo se detuvo. Miró su camisa sucia, casi negra: sus pantalones remendados en las rodillas con tela de distinto color; sus grandes pies curtidos y descalzos… Era un miserable, se dijo. Sólo le faltaba salir desnudo a las calles, como esos seres primitivos, como Adán, del que tenía una vaga y personalísima concepción. En fin, ¿qué estaba haciendo allí parado? Resolvió entrar. Tal vez encontrara un rostro amigo.

Detrás del mostrador se hallaba Ramiro, en mangas de camisa, bien afeitado, peinados con esmero los cabellos claros. Y sentados ante las cuatro mesas de la cantidad vio hombres sucios, como él, con los rostros largos y enjutos, las barbas crecidas y las manos callosas. Hablaban de la huelga. Era la misma preocupación, el mismo tema, idénticas ambiciones y esperanzas. Algunos tomaban cerveza: mataban el tiempo. Acostumbrados a tener en las manos las herramientas no podían resignarse al ocio. Sin embargo, Cristancho advirtió en todos una decisión que se traslucía en los ademanes, en el tono de la voz, en el brillo acerado de las pupilas. Pero no estaba ninguno de sus amigos allí. Ni Espinel, ni Lechuza, ni Cipagauta… Unos jugaban al tejo. Lanzaban por el aire los pesados discos metálicos y esperaban ansiosos el resultado. Otros, cerca del mostrador que en un tiempo había estado barnizado de verde, comentaban lo sucedido entre el Diablo y Joseto. Casi todos estaban a favor del fugitivo. Pero algunos, a quienes había jugado en ocasiones anteriores malas pasadas con sus mujeres, sus hijas o sus queridas, le achacaban toda la responsabilidad del lance y se alegraban de su desgracia. Al menos por un tiempo indefinido, a lo mejor largo, iban a verse libres de la pesadilla de su presencia.

Uno de los que tomaban ante la mesa del rincón, se acercó a Cristancho con la boca curvada por una sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes largos y amarillos. Le tendió la mano.

—Bien hablado, compañero —dijo Paredes a Maldonado, que ahora bebía su cerveza poco a poco—. No cederemos. Nadie podrá obligarnos a volver al trabajo. Nosotros somos, por pobres, los más desgraciados de todos. ¡Pero qué infiernos! Cuando algo se nos mete en la cabeza…

—Ajá… —dijo Paredes—. Eso a mí más bien me entra. Esta cerveza ya me está cayendo mal en la barriga.

Diomedes la aceptó también. Otro tanto hizo el acompañante, un hombre bajo de cuerpo, delgado, insignificante y silencioso. Rudecindo dio, finalmente, su aprobación. Vaciaron las botellas y las dejaron, con muestras de desprecio, sobre la mesa. Ramiro se alejó para regresar poco después. Sobre una bandeja de lata traía cuatro vasos llenos de un licor amarillo y espeso, fabricado con maíz y fermentado en grandes ollas ocultas bajo la tierra para que las autoridades de la higiene no las encontraran fácilmente…, aun cuando, muchas veces, los mismos encargados de perseguirla y exterminarla, eran sus más devotos admiradores.

Bebieron en silencio. El sol caía fuerte, igual, sobre Timbalí. Era el verano: en el polvo amarillo e inquieto de las callejas, en los tejados que ardían, en la hierba seca, en los árboles que semejaban esqueletos incorporados a los lados del camino… Era el verano tremendo, atormentador. Y ellos allí, sentados, tomando chicha, alejados del mundo, en el centro mismo de la desesperación y de la angustia.

Llegó la alegría, prendida en las cuerdas tensas del tiple, bajo las alas iridiscentes de los gallos. Por la puerta siempre franca y acogedora penetró un hombre alto, con el sombrero ladeado. Llevaba un pollo colorado, con larga y elegante cola, de buena estampa, orgulloso de su poder. La cresta roja le daba un aire de fuerza y brío. El hombre lo colocó sobre una mesa, abriéndole las alas y esponjándole las plumas. El gallo lanzó la clarinada de su canto.

—Hola, Mejicano. ¿Dispuesto a ganar hoy en el Veneno? —le preguntó Ramiro, señalando con el índice extendido el gallo que se pavoneaba sobre la mesa.

—Dispuesto, Cabrera, ¡qué carajo! Tengo más de veinte pesos para metérselos todos a mi Veneno. ¿No le ve ese lujo de espuelas? Y mírele el ala. ¡Qué belleza! Creo que ni el mismo Patas podría tumbármelo, aunque saliera de los profundos infiernos nada más que para eso.

Acompañaban al Mejicano tres muchachos, entre los cuales Rudecindo reconoció al Lechuza. Tocaba uno el tiple, otro los chuchos, y el tercero una rústica pandereta hecha con un cuero seco, tenso, y complementada con latas de cerveza unidas en collares por un alambre grueso. Los tres instrumentos producían una música agradable que «hacía cosquillas en las pezuñas», conforme dijo Paredes mirando a sus compañeros.

El Mejicano entró con Veneno hasta la cancha en donde seis hombres estaban jugando al tejo. Todos lo conocían y lo estimaban. Era típico de Timbalí, desde sus comienzos. Tan conocido como el Diablo. Lo recibieron con alborozo. Pronto acabaron con el chico de tejo y rodeando al dueño del valeroso gallo se acercaron a la cantina.

Pidieron chicha. El Mejicano pidió aguardiente, agregándole sal y unas góticas de limón, todo lo cual tenía preparado Ramiro, conocedor de sus clientes. Veneno fue colocado sobre el mostrador. El dueño tenía sujeto al animal con un cabuya, amarrada a la pata izquierda. Le tocó las espuelas, satisfecho. Eran largas, terminadas en aguda punta.

—¿Ya lo tenés arreglao? —preguntó uno.

—La pelea es sin recalce. Falta afilarle un poquito los puñales. Así como para que no deje animal vivo.

—Aquí está mi navaja, entonces.

—No, gracias. Con eso me lo parrandeo. Más bien búscame un pedazo de vidrio. ¡Se las afilaremos de lo lindo!

El aludido corrió hacia los lados de la cancha de tejo. Detrás de uno de los montones de greda, entre un poco de tarros viejos y papeles inservibles, encontró un pedazo de botella, con el que acudió hasta donde lo esperaba el Mejicano.

Rudecindo también se levantó, siguiendo a sus compañeros. La chicha le había llegado al estómago como un puñado de brasas, y sentía de nuevo los mortificantes síntomas del vómito. Estaba a punto de curvarse contra la tierra. Pero Maldonado, que se había dado cuenta de ello, le dijo que «hiciera de tripas corazón» y que aguantara un poco. Después le pasaría.

El Mejicano tomó a Veneno con cuidado. Lo colocó de manera que las patas le quedaran hacia arriba, tratando, sin embargo, de que no se le fuera la sangre a la cabeza. Con un pedazo de vidrio afiló, lentamente, las largas espuelas del gallo. Le daba vueltas a la pata, y vidrio por un lado y otro, hasta que la espuela quedó terminada en una punta agudísima, pero sólida. La probó en el dedo.

Entró el dueño del gallo enemigo. Era la pelea central. Después habría otras riñas de menor importancia.

Se trataba de Camaleón. Su propietario era Curro Malpica. Bajo de cuerpo el hombre, rechoncho, de prominente abdomen; roja la cara, ralo ya el cabello que empezaba a blanquear en las sienes. Iba vestido con alguna elegancia. Era el dueño de una de las mejores tiendas del barrio obrero: La góndola de oro. Lo acompañaban otros sujetos, de diversa condición social, bien o mal vestidos, pero todos alegres, decididos a apostar su dinero a las patas del gallo, considerado como uno de los más bravos de la región. Había dado ya más de diez peleas a su dueño, dejando casi siempre muertos a sus rivales y retirándose ileso. Tenía una gran cantidad de admiradores. Muchos de los que estaban en la cantina se hicieron al lado de Curro, y se formaron dos bandos.

—Este Veneno es de los buenos y no le corre a nadie.

—A todo gallo viejo le sale de pronto un pollo que le corta las espuelas, don Curro. No se le olvide.

—Este animal no ha perdido nunca.

—Mejor le meto mis pesos a Camaleón, que es más fijo.

—¿Pero usted va a apostar su plata, compañero? —preguntó Rudecindo a Paredes, que agitaba en la mano un billete, sucio y viejo, de dos pesos.

—Claro que sí. Es la única manera de doblar el capital.

—¿Y si la pierde?

—Con Camaleón vamos seguros. ¿Usted no le mete nada?

—No tengo ni un centavo aquí, pero en la casa…

—Mande a alguno de estos mocosos. Aun cuando sea apuéstele un peso, que yo le garantizo que ganamos.

—El Camaleón es gallo viejo, y en dos zancadas se come a ese pollito del Mejicano.

—Lo único que asusta del gallito ese es el nombre —corroboró Maldonado—. Yo le pongo al de don Curro lo menos cinco pesos, aunque después me quede en la cochina calle.

Rudecindo sintió la tentación. Tenía por todo capital, en manos de Cándida, dos pesos y unos centavos. Podía por consiguiente apostar uno y ganar así otro… Si la cosa era tan fácil como le decían sus amigos…

Vio que el bando del lado de don Curro iba creciendo, al tiempo que sólo quedaban unos cuantos muchachos con el Mejicano. La mayoría no se equivoca, pensó. ¿Pero si el Camaleón fallaba y perdía su peso?

En la puerta de la cantina vio a Pacho. En el primer momento se intrigó. ¿Por qué estaba allí su hijo? Se le acercó encolerizado.

—¿Qué hace por estos lados, mijo? ¿No sabe que aquí no pueden entrar sino los viejos, como su taita?

—Pues fue que… doña Cándida me mandó a comprar panela y sal.

—Ajá… ¿Y cuánto le dio?

—Un peso.

¡Un peso! Precisamente la suma que necesitaba para ponerla en el tapete de la suerte. Rechazó indignado el pensamiento, pero volvió a él sin que pudiera remediarlo. Decidido, pidió el dinero a Pacho y le dijo que lo esperara en las afueras de la cantina, por unos veinte minutos; que podía mientras tanto, ir a dar una vuelta por la estación, a ver si estaban trabajando o no ese día.

Pacho entregó el billete a Rudecindo. Estaba acostumbrado a no discutir sus órdenes. Por su mente infantil —pero por la vida misma, por las circunstancias, ya desarrollada perfectamente—, cruzó el pensamiento de que su padre posiblemente se bebería el peso y que él regresaría al rancho sin la panela y sin la sal. Pero eso no era cosa suya.

Rudecindo apretó el billete con su mano sudorosa. ¿Lo apostaba? ¿No lo apostaba?

El grupo de don Curro crecía. Con el Mejicano quedaban diez o doce obreros. Malpica estaba afilando las espuelas de su gallo. El Veneno se paseaba por sobre el mostrador, lanzando de vez en vez la clarinada potente y orgullosa de su canto.

—Camaleón es el mejor gallo de estos lados —decía uno—. Para mí tengo que no hay pelea.

—¡Qué va a haber pelea! ¡El Camaleón se lo traga vivo y le sobran ganas pa clavarle la espuela al mesmo Mejicano!

—Diez pesos al Camaleón, como base —dijo don Curro—. Los que quieran apostar, que creo van a ser todos, entréguenme el dinero. ¡Hoy vamos a tener con qué tomar cerveza!

—Juegan los diez pesos —contestó el Mejicano—. Y los que vayan con Veneno, háganse para acá, con la plata en la mano.

—No hay gallo como el Camaleón.

—Viva el Camaleón. ¡Hoy vamos a acabar con el Veneno!

—No eche bravuconadas, don Curro. Aquí vamos a ver si como ronca duerme.

—Pedro Paredes. Vamos a ganar, don Curro. Yo conozco este gallo desde que estaba chiquito.

—Y a Diomedes Maldonado cinco…, no, cuatro pesos.

—¡Eche los cinco, hombre, no sea pendejo!

—Bueno, don Curro: van los cinco.

—¿Y usté, compañero, no le juega al Camaleoncito?

—Yo no hallo… ¿Qué me aconseja?

—Échele siquiera un peso. ¿No dice que tiene que mandar a la casa?

—No señor, aquí lo tengo…

—Pues juégueselo, ¡qué demonios!

—Un peso…

—¿A quién se lo apunto?

—A Rudecindo Cristancho, sumercé.

—Hay cuarenta y siete pesos por Camaleón.

—¡Ah, carajo! El Veneno no tiene sino veinticinco.

—Se juega la chiquita.

—No —dijo el Mejicano—. Juegue la grande, qué diablos. Yo pongo los veintidós pesos que faltan. Si nadie quiere confiar en mi gallo, yo sí.

—Bueno taría que el dueño tampoco le tuviera conjianza al bicho —comentó uno, sin abandonar el tabaco.

—Se principia la pelea. Hagan círculo. Despejen. Nadie se meta a coger los gallos. Solamente los careadores.

Se abrió la multitud como un abanico y quedó un buen campo descubierto. Se escuchaba la respiración anhelante de Curro y del Mejicano. Iban a enfrentar sus animales, su dinero, su popularidad. La ocasión era verdaderamente extraordinaria.

Curro, cerca del mostrador, pidió un trago de aguardiente. Lo tomó en la boca y después lo escupió, en porciones iguales, en las patas y debajo de las alas de Camaleón. Otro tanto estaba haciendo el Mejicano con Veneno. Era «para darles fuerza».

Por disposición de Espinel, el Mejicano se colocó al sur del ruedo, y Curro al norte.

—¡No le corras, Veneno, que es gallo viejo!

—Ya lo tenés. ¡Será «veneno» pa tu propio pescuezo!

—¡Camaleón tiene reumatismo!

—Adentro, pollito. ¡Clávale la espuela, carajo!

—No lo dejés ir. ¡Maldita sea!

—Este pollo está más flojo…

—Duro con él, Camaleón. Así, ¡métele el pico!

—Sí, ¡qué vainas! Bueno, yo ya estoy muy jarto con esta vida que llevamos. ¿Y qué hay de la huelga? ¿Hasta cuándo va a durar?

—Hasta cuando los jefes de la Compañía cedan. Estamos dispuestos a morirnos de hambre antes que volver a trabajar, compañero.

Rudecindo salió de la cantina. Sentía tristeza y una enorme cólera contra sí mismo. ¡Apostar la mitad de su capital a las patas de una bestia! ¡Qué suerte tan miserable!, se dijo. Se dirigió hacia el rancho, avergonzado. El sol caía sobre Timbalí, ardiente. El cielo se mostraba limpio, azul. No se oía un solo ruido. Sus pasos sobre la calle le parecieron truenos. Los motores estaban mudos. Todo el valle era un inmenso campo muerto, una ciudad abandonada. Sólo se veían vagar, por el aire, las nubecillas de humo que salían de las casas de los extranjeros.