Rudecindo estaba sentado junto a la puerta del rancho. Su almuerzo consistió en media taza de mazamorra. El hambre lo roía por dentro. Miró el paisaje árido, calcinado. Ni una nube cruzaba por el quemado cielo veraniego. El sol caía, como un chorro de fuego, sobre Timbalí. Allá lejos vio las bocas negras de los túneles que conducían al fondo de las montañas. En el otro lado del valle estaban situados los filones más ricos. Hacia allí se encaminaban, por las tardes, centenares de hombres negros, tiznados, paupérrimos: eran Los que reemplazaban a los que habían trabajado durante el día. El carbón era cargado en las vagonetas, colocado en las góndolas, y luego en el tren que lo llevaba a la capital, a las enormes fábricas que necesitaban, día por día, una mayor cantidad de mineral.
Arriba, en la mitad de la montaña, funcionaban los motores. El ruido se oía, sordo, como un trueno lejano, interminable. Nubecillas de humo se esparcían por todos lados. Salían de las chimeneas de las lujosas residencias, de los huecos de las casas pobres, de los tubos colocados sobre las máquinas pesadas. El viento las dispersaba en distintas direcciones, hasta hacerlas invisibles. La ceniza que volaba de las locomotoras danzaba en el aire y caía después sobre la tierra, seca y amarillenta, cubierta por una espesa capa de óxido.
Rudecindo se miró las manos. Estaban ennegrecidas y callosas. Era muy duro su trabajo. Ya casi dos semanas, para ganar dieciséis pesos que habían ido a parar a manos del médico. Ahora no había tenido para el pan del desayuno. Tomaron, en amargo silencio, el caldo solo, a grandes sorbos. Y así se marchó a retirar las piedras del derrumbe en el túnel de La Pintada. ¿Dónde estaban la caridad y la justicia? Eran palabras vanas. Habían muerto, por lo menos para todos los mineros del valle.
Recordó, emocionado, la acción valiente de Grimaldos. Lo evocó esgrimiendo el martillo, golpeando con él la cabeza del capataz; oyó después sus palabras de triunfo y de reto, y lo vio retirarse, amparado por su silencio admirativo, hasta perderse tras de la opaca cortina de los árboles. La acción del 22110 había corrido como humo por Timbalí. Se hablaba de ella en las cantinas, en las casas pobres, en las reuniones familiares… Grimaldos era la personificación del descontento general. Por eso su nombre adquirió, en pocos días, caracteres de leyenda. Ya un rebelde, era un Grimaldos. Tuviera cualquier nombre, cualquier número. La rebeldía, en adelante, tuvo un nombre propio: el de su compañero, el del 22110 que con un martillo había herido la frente obtusa y oscura del capataz.
Pensó con tristeza en los últimos acontecimientos: la herida mortal de Joseto, la fuga del Diablo… Aquel agonizaba en un sucio camastro del hospital. Y el homicida, sin duda, estaba ya muy lejos del pueblo. Decían que, al lesionar a Joseto, había obrado en legítima defensa: fue atacado y herido primero, y después de que vio su vida en peligro esgrimió su cuchillo para defenderse. Ese era el rumor que corría por Timbalí, pero no se sabía lo que estuviera pensando don Ricardo García, el alcalde. Detrás de su respeto por el Diablo se hallaba escondido el temor, y de ese mismo temor nació el odio. Ahora se le presentaba la oportunidad de hundirlo en la cárcel. Tenía de su parte la ley. Y, además, la policía. No eran muchos los agentes destacados en Timbalí: dos docenas, cuando más. Sin embargo estaban bien armados, y obedecían ciegamente las órdenes del burgomaestre.
Mariena refirió lo sucedido al llegar a la casa, en la tarde anterior. Les dijo cómo Joseto había intentado acariciarla; les contó que cuando sintió sobre sus senos la mano del otro, lo golpeó en la cara, gritó y trató de huir. Y en esos momentos para ella angustiosos apareció el Diablo en la puerta de la tienda. Joseto fue el primero en sacar su arma, y pocos minutos después rodaba por el suelo ensangrentado, herido de muerte…
Cándida escuchó el relato sin despegar los labios. Ni un solo gesto contrajo sus facciones. Su rostro se volvió hermético, comprendió que el Diablo estaba enamorado de Mariena, pero que las dos lo habían perdido para siempre.
—Fue en defensa —dijo Pastora, cuya débil voz apenas sí alcanzaba a percibirse en la estancia—. El Joseto lo atacó primero.
—¡Pero no ha debido matarlo! —exclamó Rudecindo, enemigo perpetuo de la violencia.
No, el Diablo no debió clavar su cuchillo sobre el pecho de Joseto. Miró hacia lo alto y el sol le quemó los ojos. Espantó, de un manotazo, los recuerdos.
Pero volvían hasta él, como un enjambre de moscas. Los sentía llegar, trepar por sus dedos, por sus brazos, hasta penetrar en su cerebro. Vio a Pastora débil, blanca, anémica. No tenían para el pan. ¡Eran unos desgraciados, unos infelices! Ya ni siquiera podían llamarse pobres, porque hacía tiempo habían dejado de serlo. Estaban aún peor que los pordioseros, porque estos al menos despertaban en el alma de algunos la caridad. Él, ¿qué podía hacer contra la vida? Trabajar incansablemente en La Pintada durante una semana para obtener dieciséis pesos, que tuvo que gastar atendiendo a su esposa; y volver a meterse como una rata en su cueva; y quedarse sin diez centavos, sin con qué comprar media libra de sal, sin crédito, ni amigos, abandonado a la dimensión dolorosa de su propio destino, en medio de los desperdicios y de las inmundicias de Timbalí.
Su situación era desesperante. Pensó en ir de puerta en puerta pidiendo un pan, una moneda para atender a su esposa, a sus hijos, a Cándida y a Neco, que ya formaban parte de su familia. ¿Pero quién lo escucharía? ¿Qué brazos se abrirían compasivos para acogerlo? ¿Qué ojos se llenarían de lágrimas ante su miseria? Todas las puertas se cerrarían delante de él. Era un hombre sano, normal, y podía trabajar. ¿A qué andar pidiendo limosna? Pero el trabajo no le daba para vivir. Pensó entonces en Pacho. ¿Imitaría su ejemplo? ¿Era lícito robar para seguir viviendo? ¿Y era una obligación la vida? Sí. Al menos para un hombre en sus circunstancias, porque estaban de por medio su esposa y sus hijos. Esa mujer a la que él ofreció su compañía, sus brazos, su cuerpo, su techo y su pan; esa mujer que lo dejó todo para seguir sus pasos; esa mujer que debía encontrar en él amparo, protección, refugio. Y sus hijos, que no habían pedido venir al mundo, a quienes él solamente había llamado. Sí, para él, para Rudecindo Cristancho, el 22048, era un deber continuar viviendo.
Miró los escombros de la casa de Cándida: negros, horribles, mostrando su impúdica desnudez. Contempló los alrededores de su casa. Las tablas viejas parecían arder ante los rigores inclementes de la canícula. El pasto se había secado y el charco disminuía notablemente. El verano lo consumía todo. Era como una maldición sobre el valle. Como ese mismo polvo fétido que rodeaban los objetos, envejeciéndolos.
Allá abajo estaban las construcciones de los extranjeros; ventiladores, refrigeradores, neveras… En tanto que ellos, los dueños de la tierra, los hijos de esa patria, de ese valle, de esas montañas martirizadas, estaban muñéndose de sed y de angustia, arrojados como bestias en medio de los basureros. Apretó con fuerza los puños. No era justo. ¡No, jamás! Un día la paciencia llegaría al límite. Sería tan notoria la explotación a que estaban sometidos, que sus voces todas, unidas y fuertes, se alzarían sobre el ruido de los motores, acallarían los silbidos agónicos del tren y, dominándolo todo, lanzarían su maldición sobre los extranjeros… Casi vio las llamas de un incendio inmenso devorando las maquinarias, los vagones, las góndolas, el edificio de las oficinas, las casas elegantes… Y en medio de las llamas, como cerdos en el asador, las figuras odiadas de míster Brown, del capataz y de Ricardo García, el alcalde…
Se dio un fuerte palmetazo en la cabeza. El hambre lo hacía delirar. Se incorporó, y como un autómata, sin saber qué hacer, echó a andar hacia las calles amarillas y sucias del barrio obrero de Timbalí.
Las noticias que corrían eran alarmantes. Rudecindo se enteró de ellas en la cantina de Ramiro Cabrera.
No supo cómo llegó hasta allí. Quizá empujado por una especie de mecanismo interior que movía sus piernas y sus brazos. De repente, en medio de su delirio, oyó una voz conocida: era Espinel.
—Hola, compañero: ¿a dónde va tan cabizbajo?
Se sobresaltó. Pensó huir, alejarse de todo y de todos, sumirse en el mar infinito de sus pensamientos, en el cenagoso piélago de su cólera y de su rebeldía. Pero luego se alegró de hallar un ademán y un rostro amigos. Le estrechó la mano.
—Vagando por ahí…
—¿Qué hay de su mujer? ¿Ya está mejor?
—Regular, regular… Pero no consigo quién me preste un centavo, y ella necesita pan, y mis hijos también…
—¿Entonces está sin medio?
—Completamente barrido, compañero.
—Caramba, ¡qué problema!
—He pensado en pedir limosna, pero no me atrevo a hacerlo. Tengo no sé qué por dentro, que no es orgullo, pero que…
—Es dignidad. Eso lo llevamos todos.
—Sí… Y he pensado también, a usted puedo confiárselo, en robar, en matar a alguien, en hacer un asalto… Me entran ganas de meterme en una de esas casas de los místeres y rajarles el cuerpo con un cuchillo, como a los cerdos, para tener qué comer…
Espinel lo vio extraño. No lo reconocía. No eran esas sus palabras, de ordinario comedidas y tímidas; no era ese el brillo de sus ojos, que siempre estaban asustados, bajos; no era ese el gesto de su cara, antaño humilde, ahora rebelde, trágico, decidido…
—Mire, compañero, yo le puedo prestar estos cinco pesos. De la otra década me los devuelve. Los tenía para tomármelos en cerveza, para olvidar esta vida tan perra que estamos pasando… Pero en fin, aquí donde Cabrera tengo crédito.
—No, compañero, no —protestó Rudecindo, débilmente.
—No sea pendejo, hombre. Acéptelos. Se los presto de buena gana.
Los tomó. Le temblaron los dedos.
—Que mi Dios se lo pague. —Después se encaminó rápidamente hacia el mostrador.
Cuando Cristancho regresó a la cantina de Cabrera, Espinel estaba tomando cerveza con Cándido Cipagauta, Lechuza y otros tres compañeros que él desconocía: 00134, 00146 y 00989.
Se los presentó: Diomedes Maldonado, Diógenes Mantilla y Pedro Paredes. Todos trabajaban en la enorme mina de Santa Brígida, en el otro lado del valle. Le ofrecieron una cerveza y, maquinalmente, la aceptó. Nunca había sido aficionado a la embriaguez. La verdad es que jamás dispuso de un centavo libre para invertirlo en aguardiente o en chicha. Lo que ganaba era para llevarlo a su casa, para ponerlo en manos de Pastora a fin de que ella atendiera a las necesidades de todos. Acercó la botella a sus labios y saboreó el líquido amargo, pero agradable. Tomó otro sorbo. Fijó la atención en sus compañeros. Hablaban, discutían. Los ánimos estaban acalorados.
—Les digo que es el final. La Compañía está llegando a los máximos extremos. Nosotros somos seres humanos, no bestias.
—No podremos soportarlo —corroboró Lechuza.
—Se hace necesaria la huelga. Esto de impedirnos formar el Sindicato va contra la ley.
—Compañeros —dijo Espinel— ha sonado la hora. Es el momento de la revolución social.
—Ya la orden está corriendo por todos los socavones, por todas las dependencias, por las maquinarias, por las estaciones del ferrocarril. La huelga será general. No podrán obligarnos a trabajar. Los forzaremos a aceptar la formación del Sindicato.
—¡Son unos miserables, unos canallas!
—Esos extranjeros creen poder dominarnos porque hablan enredado, porque tienen colorados los cachetes y blancas las mechas. ¡Pero al infierno con todos ellos!
—No tienen por qué impedir que nos sindicalicemos. Es necesario hacerlos ceder.
—Tenemos un arma poderosísima: la huelga.
—Pero debemos unirnos, ser solidarios.
—Venceremos. ¡Viva el Sindicato!
Cuarenta voces contestaron a un tiempo. Entonces los que estaban departiendo en grupos aislados, los que jugaban al tejo, los que bebían cerveza ante el mostrador, se acercaron al grupo en el centro del cual estaba Rudecindo, sin comprender aún lo que sucedía, dando de vez en vez un chupón a su botella.
—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó un muchacho alto, fornido, que tenía el sombrero ladeado sobre los ojos con un aire fanfarrón y simpático.
—La situación es esta, compañeros —dijo Espinel, trepándose sobre una mesa vieja. Desde allí dominó al auditorio. El silencio se hizo solemne en la cantina. Se oía, lejano, el ruido de los motores. Pitó el tren en la estación—. Estamos al borde mismo de la revolución social. La injusticia ha llegado al límite. La huelga es una necesidad colectiva.
—Pero los antecedentes, compañero. No olvide que muchos los ignoramos.
Espinel reclamó silencio, y los concurrentes oyeron la historia completa.
—Anoche elegimos los cinco hombres de nuestra confianza que debían entrevistarse con el jefe de personal, con el gerente, en fin, con los «pesados» de la Empresa. Nadie puede tachar a esos compañeros, porque todos los conocemos, los queremos y los admiramos: Herrera, Martínez, Álvarez, Camargo y Avendaño. Los dos primeros como ferroviarios, los tres restantes como mineros; dos de Santa Brígida y el último del socavón dé Vientoalegre. Trazado ya el plan que debíamos desarrollar, acudieron a la oficina de personal y se entrevistaron con míster Brown…
—¡Abajo míster Brown! —gritó uno. Y, en forma unánime, decidida, todos contestaron.
—El jefe de personal los despidió sin contemplaciones, con su inglés de cargazón y con su improvisado castellano. Por me¬dio de la secretaria pudo enterarse del objeto de la visita. Pero ella, que es nuestra compatriota, en lugar de ayudarnos, se puso de parte de míster Brown…
—¡Abajo la p… secretaria!
La grosería había sido demasiado fuerte. Pero, inflamados por el rencor y por la cólera, gritaron todos:
—¡Abajo!
—Entonces —continuó Espinel—, los cinco compañeros acudieron a la gerencia. Ustedes conocen a mesié Randó y al doctor Holguín, que son las supremas autoridades de la Compañía. Los recibieron atentamente, les ofrecieron whisky, cigarrillos, tinto… Les oyeron todo cuanto tenían que exponer: las miserias de los obreros, los peligros en el fondo de las minas, la conveniencia del seguro de vida para todos, las condiciones de vida, la carestía de los artículos de primera necesidad, lo irrisorio del salario, el deber de formalizar la Caja de Previsión Social y de hacerla efectiva… En fin, todos los puntos que llevaban preparados. Después apareció míster Brown y los tres jefes deliberaron por un rato largo. Nuestros compañeros esperaban confiados, seguros de conseguir la mayor parte de lo que justamente habían pedido. Y entonces, ¿saben ustedes, compañeros, la respuesta de nuestros superiores?
Esperaban impacientes. El silencio era tan perfecto, que el ruido de los motores, lejos de interrumpirlo, lo acentuaba. Espinel continuó exponiendo:
—Habló el doctor Holguín, en representación de la Compañía. Les dijo que el seguro de vida no podría tener realidad inmediata, porque la Empresa carecía de dinero suficiente para invertirlo en tales cosas; que la miseria de los obreros era buscada por ellos mismos, puesto que se bebían todo el dinero de su salario; y, en fin, palabras por el estilo. Y para terminar agregó que no estaban dispuestos a subir los jornales un solo centavo; que reventaran, si ese era su deseo, pero que seguirían trabajando en las mismas condiciones, sin posibilidades de formar un Sindicato. Agregaron que de esta agrupación vendrían las rebeliones y que se fomentaría el comunismo. Y que, como sanción —a fin de que vieran quiénes eran los amos y quiénes los subordinados— de ahora en adelante se aumentaría en una hora la jornada diaria. Es decir, que tendremos que trabajar, ya no hasta las cinco y media, sino hasta las seis y media de la tarde. Es necesario…
Pero no lo dejaron continuar. Como cohetes furiosos, en el aire estallaron los gritos, las maldiciones, los abajos contra los explotadores y los extranjeros. Fue la locura. Todos los rostros estaban congestionados por la ira, por el deseo de rebeldía; las bocas se abrían para pedir a gritos justicia, para solicitar el castigo contra aquellos que los exprimían como a esclavos.
Espinel, con enérgicos ademanes, dominó la algarabía de quienes antes lo escuchaban. Las puertas se vieron pronto abiertas por los que, desde la calle, oían los gritos. La cantina se llenó de hombres. Todos eran obreros que ganaban cuando más seis pesos en el día, picando el vientre negro de la montaña. Acudieron, y formaron un solo grupo, terrible, amenazador.
—Es necesario —continuó Espinel— que decretemos el paro general. Nadie debe volver a trabajar. La orden ha circulado, profusamente. Hombres valientes que no temen las consecuencias de sus actos, porque saben que están reclamando la equidad y la justicia, distribuyen en estos momentos por los más apartados socavones, por las dependencias de la Compañía, volantes impresos con la orden de no trabajar. Soportaremos el hambre, la miseria. No podremos descender más de lo que hemos descendido ya. Si hoy comemos en el día un pan, mañana comeremos medio. La huelga debe ser un triunfo rotundo, total, absoluto…
—¡Viva la huelga!
—¡Vivan los compañeros! ¡Abajo los explotadores!
La gritería fue enorme. Hombres y más hombres iban llegando de todas partes a la cantina de Cabrera. Rudecindo, perdido en medio del tumulto, tomaba la cerveza a pequeños sorbos. Paladeó el líquido. Chasqueó la lengua. Luego, ya humedecida la garganta, unió su voz a la de sus compañeros, que levantaban las manos en el aire.
—La huelga estallará esta noche, a las doce en punto. Serán abandonadas las minas; no funcionarán los motores; se detendrán las góndolas en los cables; el ferrocarril quedará en la estación, cargado con el material que debía llevar mañana a la capital. Es necesario que todos colaboremos; que seamos decididos y firmes; que nada ni nadie nos obligue a renegar de nuestras convicciones y de nuestros deseos.
—¡Viva la revolución!
—¡Viva la huelga general!
—Debemos recordar en este momento lo angustioso de nuestra situación: nuestros hijos sin pan, sin ropa, sin porvenir; nuestras mujeres, que se ven obligadas a visitar los burdeles para poder vivir. Debemos recordar los corredores negros de las minas, en donde estamos expuestos a morir como ratas. Hay que pensar en todo, y por eso mismo ser fuertes, tener valor para soportar lo que venga, a fin de que la huelga triunfe.
—¡La huelga triunfará! ¡Viva la huelga!
Los ciento cincuenta hombres que se habían reunido en la cantina de Cabrera contestaron a un tiempo.
—Pero no olvidemos, compañeros —gritó Espinel— que hay que guardar prudencia para no exponernos al fracaso. Nada de violencias, de insultos, de manifestaciones contra la paz y el orden. La huelga será solamente la suspensión indefinida del trabajo. Dejaremos que los patrones se convenzan de que necesitan de nosotros, de que deben plegarse a nuestras exigencias y comprender nuestras tribulaciones y nuestras miserias.
Espinel descendió de la mesa. De un solo sorbo vació el contenido de la botella. Muchas manos acudieron a estrechar la suya. Muchas bocas lo felicitaron. Era un hombre que sabía expresarse, que no tenía miedo de nada. Debían seguirlo, acatar sus órdenes. Estaban dispuestos a todo: a soportar el hambre, las privaciones…, para que la huelga fuera un éxito, para que de esos dolores momentáneos surgiera un porvenir nuevo y radiante para todos ellos.
Iban a ser las cuatro de la tarde. Cien hombres, por lo menos, quedaban aún dentro de la cantina de Cabrera.
Rudecindo había bebido bastante. Le llegaba cerveza de todas partes. Cuando no era Espinel quien le ofrecía, encontraba al Lechuza, a Cipagauta, a esos tres nuevos amigos cuyos nombres no recordaba. Sólo que trabajaban en la mina de Santa Brígida, y que sus fichas principiaban por dos ceros. El licor se le fue subiendo a la cabeza. Desacostumbrado como estaba a beber, los efectos nocivos se dejaron sentir primero en él que en el resto de sus compañeros. Se reclinaba contra el mostrador de la cantina, en tanto que en grupos aislados los concurrentes comentaban las injustas medidas tomadas por la gerencia y por la jefatura, de Personal de la Compañía.
Retirados un poco, en una de las canchas para tal fin dispuestas, cuatro hombres jugaban al tejo. Rudecindo, desde su sitio, los observaba. Sintió deseos de lanzar por el aire uno de esos pesados discos, pero no pudo caminar. Le flaquearon las piernas. Bebió el resto de su cerveza. Quería marchar hacia su casa, pero no tenía serenidad suficiente para moverse. Extenuado, se dejó caer en una silla. Cándido le alcanzó una cerveza. Cándido… Pensó en Cándida. En aquella mujer que penetrara tan extrañamente en su vida. Recordó su cuerpo joven y firme, sus piernas tentadoras, sus dorados senos desnudos, las fresas color canela de sus pezones… Quiso levantarse, correr hasta la choza y besarla en los labios, en las mejillas, en la garganta donde aún ostentaba la curación de las quemaduras, en los senos redondos y morenos… Alejó la obsesión, pero era más fuerte que su voluntad y regresaba a su cerebro. Cándida… La había visto casi desnuda después del incendio. La evocó toda, complacido. Dio un golpe sobre la mesa. Algunos se volvieron a mirarlo. Los contempló con ojos estúpidos de borracho. Bebió más cerveza. Oyó, lejano, el totear de las mechas en el juego de tejo. Se le fueron haciendo imperceptibles los gritos, los vivas, las arengas de los improvisados oradores. Volvió a pensar en Cándida… Sí, estaba allí delante de él, metida dentro de la botella. Dio otro sorbo, como si quisiera bebérsela. Cándida… Con su cuerpo firme, de hembra plena, con sus senos temblorosos como un par de palomas perennemente prisioneras… Cándida…
Entonces perdió la noción de la realidad. Ya no fue Rudecindo Cristancho. Fue un autómata; un hombre que había traspasado los límites de la embriaguez, y había llegado a la inconsciencia; a ese estado terrible en que ya ni la razón ni la intervienen en las determinaciones del individuo, y en que este sólo es impulsado a obrar por el subconsciente.
Lejos, los motores continuaban su ruido monótono. Allí en el patio los grupos de mineros sudorosos, de hombres famélicos, se agitaban. Era la chispa de la rebelión convertida en llama; era la proximidad del fabuloso incendio, capaz de consumir entre sus brazos ardientes a todo un pueblo desamparado y miserable.
En medio del calor de las cervezas algunos pidieron a Espinel que hablara. Necesitaban de sus palabras. Era preciso que los incitara de nuevo a la huelga, que les predicara la unión. Lo treparon, ebrio como estaba, sobre una mesa. Lentamente los vapores del alcohol se le fueron desvaneciendo; se despejó su cerebro y comprendió la magnitud de su responsabilidad en aquellos momentos. Todos cuantos estaban dispuestos a escucharlo eran obreros sin ninguna ilustración. Si él los incitaba a la violencia, matarían, incendiarían los vagones del tren, harían estallar dentro de las minas cartuchos de dinamita… No, su deber era detenerlos, señalarles el camino de la resistencia pasiva. Por eso les habló, serenamente, desde su estrado:
—Compañeros, ha llegado la hora, no de la rebelión o de la violencia, sino del sufrimiento y del sacrificio. Nuestras manos no empuñarán la azada o la piqueta, pero tampoco esgrimirán la antorcha o el cuchillo. Debemos unirnos. Todos tenemos un solo ideal, una sola ambición: lograr sindicalizarnos; hacer que sea abolida esa hora más de trabajo, de todas maneras injusta; conseguir que el seguro de vida sea colectivo, y que el salario mínimo de todos los trabajadores sea elevado. En fin, todo lo arreglaremos por medio de la tranquilidad, del sosiego. Y más aún, de la solidaridad, de la unión, de la fraternidad. En estos momentos debemos recordar que todos nosotros somos hermanos en la desgracia y en la pobreza. Hay un padre común para todos: el trabajo; y hay una madre común también: la injusticia. Debemos hacer que se nos oiga, que se nos atienda, que se nos considere como a hombres y no como a animales. Expondremos comedidamente nuestras necesidades. Por eso, por nosotros mismos, debemos guardar una calma absoluta. Nada de intenciones criminales, ni de manos crispadas, ni de labios injuriosos. Dejaremos que el tiempo pase. Nos ayudaremos unos a otros. Si yo tengo un pan, daré medio a mi compañero para que él no ceda. Porque en el momento en que uno solo de nosotros abandone la huelga, estamos perdidos.
Entonces, sin que nadie a ello lo impulsara, habló Rudecindo. Rudecindo Cristancho. El 22048, que trabajaba como una rata abriendo el vientre de la cordillera en el socavón de La Pintada. Estaba ebrio. Había perdido ya la razón, la conciencia de sí mismo. No era él: era su personalidad, desdoblada por el alcohol. Era el hombre que llevaba por dentro: el rebelde, el inconforme, el valiente. Era un nuevo ser, desconocido para todos, y que estaba agazapado, oculto debajo de un molde de materia, tras de aquellos ojos siempre tímidos, de aquellas palabras siempre vacilantes, de aquellas manos siempre cobardes.
Se trepó sobre la mesa que abandonara Espinel. Una voluntad suprema, extraordinaria, desconocida; un deseo de expresarse con sinceridad, de hacer que todos lo escucharan y lo comprendieran; algo que no era él sino ese otro yo, movido por una fuerza sorprendente, lo sostuvo erguido sobre la mesa. Sus ojos parecían dos brasas en el rostro intensamente pálido; los cabellos opacos le caían por la frente: le vibraban las manos, y una espumilla blanca le llenaba los labios. Pero habló. No Rudecindo Cristancho propiamente: esa voz escondida en su fondo de miserias y de sufrimientos.
—Compañeros, este hombre que está aquí, este —dijo golpeándose el pecho— es un desgraciado, como todos ustedes. Hoy el pan de cada día no ha llegado a mi casa. Pero qué digo, a mi rancho, a mi cubil, al muladar en donde vivo con mi mujer y mis hijos. Con mi mujer, que ayer estuvo a punto de morir y que está débil y hambrienta; con esa misma que hoy ha tenido que tomar el caldo solo, agua y sal; con mi hija, con mi muchacho que, con sus doce años, ya ha dormido en la cárcel por herir al Diablo. Yo soy un miserable. Y eso somos todos nosotros. Apenas tenemos con qué morirnos de hambre. Si trabajamos una semana nos pagan quince pesos. Debemos dar el resto para que engorden los cerdos extranjeros, para que les compren calzones de seda a las secretarias, para que armen los policías y nos asesinen. Hundidos en el fondo de las minas, como cucarachas, como lagartijas, estamos expuestos a morir y a dejar huérfanos y viudas…, porque somos ignorantes, ¡porque nosotros pertenecemos a la clase maldita de los infelices!
Lo miraban con sorpresa, como cohibidos ante aquella superioridad desconocida. Espinel no daba crédito a lo que oía. Rudecindo Cristancho, ese hombre taciturno, resignado y cobarde, elevaba ahora su voz para poner en claro su situación, la de todos sus compañeros… Era increíble. Pero, pensó luego, la copa estaba llena y la injusticia se había regado por todas partes como un corrosivo. Y ahora estallaría la huelga. Tenía que triunfar.
—Comparemos nuestra suerte con la de aquellos que nos explotan —continuó el hombre; no Cristancho, no el 22048, sino ese otro rebelde, grandioso, desconocido—. Veamos sus mujeres bien vestidas, entregadas al ocio; veámoslos a ellos, que se ganan cien pesos diarios por palmotearles las nalgas a las secretarias y por mirarles las piernas. Mirémonos nosotros, enflaquecidos como perros pobres, metidos en las profundidades de las minas desafiando a la muerte por ganarnos cuatro pesos diarios, y contemplemos a nuestras mujeres, vestidas con andrajos, sucias, descalzas, trabajando como esclavas en todas partes o vendiéndose como prostitutas. ¿Por qué hemos de humillarnos ante aquellos que nos han quitado hasta nuestra dignidad de hombres?
Los aplausos fueron ensordecedores. El orador descendió trabajosamente de la mesa, y después se sentó en una silla. Lo poseía una extraña fiebre. Bebió una cerveza, obsequiada por Espinel. Pero no era Rudecindo Cristancho, el esposo de Pastora, el padre de Pacho y de Mariena. Era un hombre desconocido, magnífico, gigantesco. Todos lo felicitaron.
Cabrera les anunció, aprovechando el momento en que estaban reunidos, que al día siguiente habría riña de gallos y chicha en abundancia. Allí los esperaba. Ya que no concurrían a trabajar, al menos que fueran a divertirse, para amenizar la trágica realidad de la huelga.
Rudecindo salió de la cantina y se encaminó hacia su casa. Nada veía, nada distinguía. Un velo rojo le cubría las pupilas y en medio de él danzaban, como fantasmas, el envoltorio de algodón manchado de sangre que el médico le señalara el día anterior; las torres de la estación, llenas de humo y de hollín; el cuerpo elegante de la muchacha que trabajaba en la ventanilla, en el edificio de las oficinas, la misma que le había entregado sus dieciséis pesos… Todo daba vueltas. Entonces apareció Cándida. Sí, era ella, con su risa insinuante, sus ojos verdes, su cabello… De pronto una llama prendía en la cabellera oscura de la mujer y se extendía, amenazante, sobre Timbalí… Devoraba entre sus fauces las casas, las calles, las colinas…
El hombre caminaba, dando traspiés de un lado a otro de la vía. El sentido de la orientación lo llevó hasta los límites del basurero en donde quedaba su refugio. Pensó confusamente que no habría luz esa noche en el pueblo; que el ferrocarril yacería dormido y mudo en la estación; que centenares de obreros de todos los socavones abandonarían el trabajo a las doce en punto… Luego volvió la niebla. Una luz daba vueltas, vueltas… Se hacía amarilla, se alargaba, se encogía, como si un viento recio la obligara a doblegarse… La luz… la luz…
Se quedó dormido. Mariena, asustada, contemplaba a ese hombre extraño que no parecía su padre. Lo observaba con temor y con recogimiento, casi con lástima. Pastora, incorporada en el rústico lecho, limpiaba con el borde de su delantal la baba pegajosa que le escurría de la boca abierta. Y Cándida, en el rincón, meditaba en las causas que habrían llevado a Rudecindo, siempre metódico, a emborracharse de aquella manera.
Lejos se oían los gritos. Eran vivas y abajos. Pero no a los partidos, según la costumbre tradicional de los sábados. Eran vivas a la huelga, a los compañeros, y abajos a los jefes, a los místeres y musiús.
En el charco, ya casi definitivamente seco por el inclemente verano, croaban las ranas. El viento que bajaba de los cerros, en donde aún ardía la actividad, agitaba los gajos de los árboles inmóviles de donde se desprendía, como un humo de opio, el polvo de óxido que cubría todo el valle, todas las dependencias de la Compañía que dentro de unas horas estarían paralizadas por la huelga, por medio de la cual los mineros esperaban encontrar después la tranquilidad y la justicia.