Febrero 23. Viernes10Capítulo

Maquinalmente, Rudecindo descargaba su piqueta contra el montón de piedras, allá en el fondo del túnel de La Pintada. La tierra se levantaba, espesa, amarilla, amenazando asfixiarlos. El capataz, medio curado ya de su herida, no cesaba de apurarlos con malas palabras. Más de una vez había visto brillar la rebelión en las oscuras pupilas de Espinel; pero rápidamente la ira había dejado paso a la esperanza. Ya los rumores sobre la formación del Sindicato estaban tomando cuerpo. Parecía un hecho evidente. Hasta ellos llegaban las noticias de lo tratado en los grandes socavones de las minas centrales. Todos estaban dispuestos a prestar su colaboración para lograr formar, entre ellos, un grupo serio, sólido, que los representara, que les sirviera de guía y que evitara los desmanes de los jefes y de los extranjeros.

Caía la piqueta y ablandaba la tierra. Luego entraba en ella la pala, y se vaciaba en las vagonetas. Y así todo el día. ¿Cuándo llegarían al otro lado del derrumbe? De repente, pensaba el 22048, su pica podría tropezar con el cráneo putrefacto de uno de aquellos hombres sepultados por la explosión. Un frío intenso lo invadía. Abandonaba su herramienta, pero ante la mirada escrutadora del capataz volvía a tomarla y a golpear con mayor ímpetu sobre las rocas.

Estaba preocupado y triste. Los recuerdos de la mañana trágica, intensamente dolorosa, le fueron llegando mientras continuaba su trabajo agotador al lado de sus ocho compañeros.

Cuando sonó la sirena de las doce salió, alegre, hacia el hogar, y bajó por el camino acostumbrado. Inclusive silbó un pasillo viejo, que estuvo muy de moda en sus tiempos de bailarín…, ¡tantos años antes! Recordó la serenata del martes. ¿Había sido para Cándida? Posiblemente. El Diablo, quizás, trataba de hacerle olvidar, por medio de aquellas galanterías, el incendio de su casa. ¿Ese rencor, ese extraño sentimiento que lo invadía, serían los celos? No era posible. Rechazó el pensamiento inmediatamente, considerándolo absurdo. Él no estaba enamorado de Cándida. ¿O lo estaría? ¿Por qué tenía delante de su memoria, en todos los momentos, dentro de la mina, al acostarse, al meter el rostro entre las aguas frescas del pozo, los senos desnudos de la muchacha tal como los viera la noche en que fue quemado su rancho?

Oyó la voz angustiada de Mariena, que desde abajo lo llamaba:

Los recuerdos también continuaron martirizándolo.

Recorrió el resto del camino como enloquecido. En un instante estuvo al lado de Mariena que, temblorosa, trataba de explicarle lo sucedido:

En un rincón, tendida en el suelo sobre el despedazado junco, estaba Pastora. Blanco el rostro, flojas las mejillas, sudorosa la frente; el cabello opaco, alborotado, se pegaba a la cara y al cuello; los brazos estaba inmóviles, como los de un cadáver. Y en medio de sus piernas abiertas un hombre, con una blusa blanca, realizaba una labor al parecer terrible, dada la expresión con que la observaba Cándida.

—Su mujer ha sufrido un aborto. Pero el peligro ya pasó.

—¡Un aborto! ¿Y el niño?

Los contornos del rancho se aclaraban, a medida que la reflexión iba volviendo a su cerebro, momentáneamente oscurecido por el dolor. Ya no le pareció tan tremenda la expresión del rostro de Cándida. Era más bien compasión lo que denotaban sus pupilas, fijas en las facciones desmayadas de Pastora. Y ella, ¡pobrecita! Perdida su conciencia en regiones desconocidas yacía allí como muerta, dejando que sobre su cuerpo martirizado obraran las manos del médico… Porque Rudecindo comprendió que aquel hombre correcto y elegante, protegido por una blusa blanca, era el que llamado quién sabe por qué voz había acudido a salvar a su esposa.

Oyó, afuera, la risa de Neco, y la voz de Pacho reclamándole silencio. Mariena, a quien tampoco habían permitido entrar, lloraba, y sus sollozos se escuchaban en el silencio que rodeaba la casa.

—¿Sería muy grave, doctor? ¿Cómo la nota?

—Ya le dije que ha sufrido un aborto. Las consecuencias no podemos calcularlas todavía. Es el descuido de estas mujeres el causante de la mortalidad infantil. Estando en los comienzos del séptimo mes, se le ocurre salir a dar un paseo por sobre las piedras de una quebrada. ¡Es absurdo! Claro que el golpe fue violento y la afectó mucho.

—¿Y el niño?

—Sí.

Muerto. No había visto la luz, el sol, los paisajes. Pero mejor, pensó, porque tampoco había contemplado el polvo amarillento de Timbalí, los socavones negros de La Pintada, el hambre, la corrupción y la miseria.

Cándida entró. Sostenía un platón blanco, lleno de agua caliente, que depositó al lado del médico. Este se bañó las manos, después de quitarse los guantes de caucho.

—Estuvo grave el asunto. En un principio creí que su esposa no tenía salvación. Como le digo, es el descuido, la negligencia. Una mujer embarazada debe guardar ciertos miramientos con su propia persona. Pero en fin, la peor parte ha pasado ya.

—Que mi Dios le pague, doctor, esto que ha hecho por nosotros.

—Tendré con usted unas consideraciones que no he guardado con nadie. He visto que es pobre. Le cobraré solamente treinta pesos.

—¡Treinta! Pero sumercé, si no tengo sino meros doce pesitos… Es todo mi capital.

—Ya le dije lo que valen mis servicios. Le cobré la décima parte de lo qué acostumbro en un caso de estos.

—Sumercé, doce pesitos es todo lo que tengo… Somos muy pobres… Somos unos infelices… Dios mío, ¿por qué nos mandas ahora este castigo?

Espinel lo notó.

—¿Qué le pasa, compañero? ¿Está malo?

—No, señor. Es mi mujer… Sufrió un aborto esta mañana, porque se cayó en la quebrada sobre una piedra…

—¿Y está enferma?

—Sí, señor, la dejé muy grave.

—Bueno, ¿qué es la garladera? Si tienen algo que decirse, déjenlo para cuando terminen el trabajo.

Espinel clavó en el capataz una mirada furibunda, pero se contuvo. Ya llegaría la hora.

Las vagonetas estuvieron llenas y el capataz las puso en marcha. Todas las espaldas, curvadas durante media hora, se enderezaron. Los hombres se limpiaron el sudor con el revés de las mangas. El aire de La Pintada estaba cada vez más irrespirable. La tierra húmeda tenía un olor fétido. Posiblemente estaban llegando al sitio en donde se encontraban los cadáveres de las cuatro víctimas de la explosión.

—¿Conque muy grave? ¿Y no ha ido al hospital a pedir ayuda? Allí, al menos, nos ponen algo de atención.

—Ya estuve, compañero. Me dieron unos remedios… ¡Pobrecita, cómo ha sufrido! ¡Y todo por culpa mía!

—Cálmese, hombre. Esas cosas hay que tomarlas como vengan. Buenas, malas…

Regresaban las vagonetas, y con ellas el capataz. Volvieron al trabajo. El eco de los golpes repercutía en el túnel. Ante los ojos enrojecidos de Rudecindo pasaban de nuevo los acontecimientos de la mañana. El recuerdo era obsesionante. No podía apartarse de la mente, ni un solo minuto, la imagen de Pastora; el rostro sudoroso, pálido; los brazos y las piernas exánimes… Y en medio de ellas el médico, tratando de contener la hemorragia que amenazaba llevarse la vida de la pobre mujer… Su hijo no tuvo tiempo de ver el mundo. Era, quizá, lo único que lo alegraba. Dichoso él, que había vuelto a la región de donde su amor, en mala hora, lo llamara a la tierra. Dichoso porque no había visto las miserias y las desgracias; porque no llegó a ser niño ni a ser hombre, para soportar un trabajo como aquel, una amargura como la suya, una pobreza como su pobreza…

Y Pastora… ¡Cuánto había sufrido! Aún le parecía escuchar el llanto de su hija… Golpeó duro la roca. Al contacto con el metal, brotó una chispa. Así, pensó, estaba creciendo el descontento. La situación en la Compañía era angustiosa. La de todos. Pero más, individualmente, la suya propia.

Pastora iba volviendo lentamente en sí. Se arrugó su frente; sus párpados se separaron y se vieron sus ojos lejanos, opacos. Dos lágrimas le temblaban en las pestañas, y por fin resbalaron por sus mejillas, pálidas y frías. Alzó la mano izquierda, luego la derecha, y con ellas se tapó la cara. Pareció sollozar. Cándida trató de consolarla.

—No ha sido nada. Pastora, ya está usted mejor. No debe preocuparse.

—¿Y el niño?

—El… el niño… nació muerto.

Pastora alejó las manos de su rostro y contempló al grupo. Vio primero la cara de Cándida, que con bondad la contemplaba; al otro lado las facciones anhelantes de Mariena, y por último las lágrimas de Pacho.

—¿Mijo? —preguntó.

—Está trabajando, el pobre. Tuvo que irse cuando sonó la sirena. Estaba tan preocupado…

—Mamacita, ¿ya está mejor? —volvió a preguntar anhelante, Mariena.

—Sí, mija. Ya un poco… un poco…

—Debe descansar, Pastora. El médico dijo que no podía levantarse durante ocho días, por lo menos.

—¿Médico?

—Sí. Después de que se cayó en la quebrada, quedó como sin sentido. Entre Mariena, Pacho y yo la trajimos hasta la casa. Mientras Mariena la cuidaba yo fui a toda carrera al hospital y llamé al doctor Pérez. Por fortuna vino rápidamente. Dijo que ya no había peligro. Ah, Mariena, alcánceme el remedio. Debemos darle ahora una cucharada.

—Debe tomárselo todo. Dentro de tres horas le daremos la otra. Y una pasta esta noche, antes de que se duerma.

Oyó un quejido dentro de la casucha. Era su madre. Tendría hambre… Recordó que había perdido mucha sangre. Allá en su cerebro, ya desarrollado perfectamente para el gozo y para la angustia, asociaba siempre el nacimiento de un niño con una gran cantidad de sangre. Los hijos nacían con dolor, eso lo sabía ella porque lo había leído en la historia sagrada. Pobrecita su madre, allí sola, enferma… Debía ir a donde Joseto. Era necesario el pan para Pastora. Iría.

¿Pero sola? No. Decidió llevar a Pacho. Había demostrado en dos ocasiones ser un hombre a pesar de sus doce años. Lo llamó, pero no estaba por allí. Se había ido a pasear con Neco, a buscar copetones y ruiseñores entre las ramas polvorientas de los árboles. Cándida apareció en la puerta.

—¿Ya trajo el pan, Mariena? Pero cómo: ¿no ha ido?

—Ya voy, ya voy.

Tomó el camino que conducía a la tienda. ¿Cómo entraría? Seria, con los ojos bajos, sin mirarlo, y le diría la razón de Cándida. Entonces el hombre, como en la ocasión anterior, abandonaría su sitio tras del mostrador y se acercaría a ella, zalamero, tratando de acariciarle el rostro… Sintió asco. Con la mano derecha se limpió las mejillas, como si hubiera pasado por ellas un animal venenoso. ¡Era horrible! El recuerdo del cuerpo exánime de Pastora le acudió a la cabeza de un golpe, y avanzó con mayor rapidez. Las medicinas amargas había que tomarlas de un solo sorbo. El polvo dorado del camino le recordó sus paseos anteriores, su encuentro con el Diablo… Si al menos estuviera ahora por aquellos lados… ¿Pero para qué? También la perseguiría, trataría de acariciarla, de besarla… Se confesó que, en ese caso, no opondría ninguna resistencia. Pero ¿en qué estaba pensando?

Caminó erguida, orgullosa. No tenía por qué avergonzarse ante nadie. Compadeció profundamente a Cándida. Y entonces pensó, por vez primera, que quizás el Diablo no era el único amante de la mujer; que ella tendría muchos, por todas partes… Recordó a Espíritu, el del lujoso almacén del barrio de los extranjeros. Cándida… Ya el Diablo no lo amaba. Recordó la música girante de vals… ¿Cómo era? Hizo un esfuerzo para que las notas llegaran a su memoria. Tralalalá… Sí, asiera. Lo tarareó, imaginándose en los brazos del Diablo, danzando en medio de nubecillas rubias…

Pisoteó con furia el polvo amarillento. Era óxido, ceniza, verano. Porque hacía más de un mes que no caía en el valle una gota de agua. Las máquinas habían alejado para siempre las espadas de plata de la lluvia. Esta se había fugado hacia otros sitios en donde crecían las sementeras, en donde ondulaba en el viento la cabellera dorada de los trigales. Y allí, sobre las fábricas, los rieles y las calles del poblado, reinaba el verano que se iba haciendo eterno, insoportable…

—¡Hola, chiquilla linda! Otra vez te veo, ¡caramba! Ahora sí que estás preciosa. Pero ¿qué tienes? ¿Has llorado?

—Que le manda decir Cándida que si le fía cincuenta centavos de pan, que esta tarde viene ella misma a pagárselos.

—Muy bien, chiquita, claro que sí. Pero oye: ¿por qué no vienes tú a pagármelos…, esta noche?

—Ah, es verdad. Espera un momentico. Ya te daré lo que me pides.

Salió del mostrador y se le acercó. Ella sintió enormes deseos de echar a correr, de golpearle el rostro, de escupirlo… Pero se contuvo. Recordó las facciones mustias de Pastora, su cuerpo enfermo, la orden de Cándida… Debía ser fuerte y soportar todo. Tal vez el hombre, como la otra vez, se contentara con tocarle las mejillas.

Sintió un estremecimiento de asco cuando las manos frías de Joseto le acariciaron la barbilla. Estaba petrificada. Le temblaron las piernas y creyó que iba a morir. Un velo negro le pasó por los ojos. Quiso levantar la mano pero no fue capaz de hacerlo. Sus miembros no obedecían las órdenes de su cerebro. Sintió que Joseto le tocaba los senos y entonces lo golpeó en la cara, pero él la aprisionó con los brazos fuertes, musculosos.

Después los acontecimientos fueron tan rápidos, que Mariena apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía cuando todo había pasado ya.

Joseto, al ver al otro en la puerta de su establecimiento, la soltó. Pero luego, en un gesto de audacia que le prestaba la excitación, volvió a tomarla de un brazo.

La expresión de Joseto atemorizó a Mariena. Lo vio sacar del cinto un largo cuchillo. La muchacha contuvo un grito. Se llevó la mano a la boca y se mordió los dedos. Joseto se abalanzó sobre el Diablo con el arma en la mano. El sol de la tarde, que penetraba por la puerta de la tienda, le arrancaba reflejos acerados. Ella la vio brillar, como una tilde fatal, lista para acentuar la palabra de la muerte. Joseto estiró el brazo y su cuchillo rozó las ropas del contendor.

Entonces el Diablo también sacó, del bolsillo interior de su chompa, un puñal de hoja larga y delgada. Y empezó entre los dos una lucha a muerte.

Fue muy corta. No duró más de dos minutos, pero para la muchacha, que horrorizada y muda contemplaba la escena, esos minutos se alargaron hasta convertirse en verdaderas horas de angustia.

Joseto intentó un nuevo ataque. El Diablo, precavido, esquivaba los golpes. Aquel estaba furioso. Le brillaban los ojos; en los labios le blanqueaba la espuma; tenía la frente empapada en sudor. Igual que un gato, tan pronto estiraba el cuerpo como lo encogía. Su brazo estaba siempre pronto, listo, buscando un hueco, un descuido para dar el golpe mortal.

Ninguno hablaba. Las palabras estaban de más en aquella lucha. Habían comprendido que estaban jugándose la vida. Daban vueltas por la tienda. Mariena los miraba. Parecían estar bailando una danza macabra. El brazo del tendero se alargó hacia el cuerpo del enemigo, pero este dio un salto hacia atrás y el puñal hirió el viento.

Parecía que la lucha no tuviera nunca fin. Mariena oía el ruido de los pies de los luchadores sobre el piso de cemento. Ambos formaban a veces una sola masa. Joseto atacaba con furia. El otro, más sereno, más dueño de sí mismo, esquivaba con agilidad las acometidas, esperando una ocasión propicia. Saltaban. Ya sus respiraciones se oían fatigadas. Joseto estiró de nuevo el brazo y su puñal hirió levemente al adversario. Este reprimió un grito de rabia y se lanzó en franca ofensiva.

El Diablo alzó su brazo, largo y fuerte, armado del puñal. Dio un salto hacia adelante. El arma se clavó, toda, en el pecho de Joseto, que cayó de espaldas inmediatamente. Mariena pudo ver, sobre su camisa blanca, una enorme mancha roja. Y dominada por un pánico infinito echó a correr hacia la casa, llevando en los ojos la escena bárbara que acababa de dejar atrás.