Rudecindo Cristancho… 22048…
Trepaba por el camino rocoso que conducía al negro túnel de La Pintada. ¡Otro día de trabajo! Pero ahora estaba alegre. Por la tarde tendría en sus manos los cuarenta y cinco pesos correspondientes a su primera década. Pensaba en lo que harían con ese dinero. Tal vez, en desagravio al Dios de la capilla de Timbalí, debían prenderle diez lámparas y echar, dentro de la alcancía, dos pesos. Sería lo mejor. En esa forma le demostraban su agradecimiento porque había permitido a Pacho proveerse de dinero suficiente para no morir de hambre; y, también, le pedirían, por medio de las lenguas amarillas y ardientes de las diez veladoras, perdón para la culpa del hijo.
¡Tan pocas cosas que podían hacerse con esa suma! Ni siquiera comprar, para él, una camisa nueva; ni una bata para Mariena; ni un delantal para Pastora. Apenas tendrían para medio comer durante diez días. Y su destino era continuar viviendo en el basurero.
En la meseta estaba ya Espinel. Sentado sobre una enorme roca, contemplaba el lejano horizonte azul del valle. Tenía la barbilla apoyada en la mano derecha, y multitud de pensamientos parecían bailarle en el cerebro, como un enjambre enfurecido. Tan pronto como escuchó los pasos se volvió. Rudecindo le vio en el pecho el número que lo distinguía: 22066.
—Hola, Cristancho.
—Buenos días, compañero.
—Siempre somos los más madrugadores, ¿no? Me gusta mirar el valle desde esta altura. Se ve, allá abajo, la estación. Alcanzo a percibir las bocas de las minas situadas en las montañas del otro lado. Todo se abarca: nuestras casas de las veredas; los miserables ranchos del barrio obrero; las lujosas residencias de los místeres… Desde aquí puedo ver la injusticia de la vida, y maldecirla.
—Hoy es día de pago —dijo Rudecindo—. Debemos estar alegres.
—¿Y qué significan quince o veinte pesos en estas alturas? ¿Para qué nos alcanzan?
—Cuarenta y cinco son, compañero.
—Desengáñese, hombre. Nos quitarán, durante el primer mes, veinte pesos por década, para formar la cuota de afiliación a la Caja de Previsión Social.
—¿Veinte pesos? ¡Pero eso no es justo!
—Claro que no. Nada de lo que se hace en esta Compañía es justo. Los pobres estamos siempre en el peor nivel de vida. Cuando no somos inútiles, somos ignorantes. Por eso, los más instruidos nos explotan, nos sacan el jugo. Veinte pesos, o sean sesenta en el mes.
—Pero… en caso de un accidente…
—Nada. Los que tienen seguro de vida, son los que devengan de quince pesos en adelante. Hemos estado trabajando en grupos aislados, para conseguir que esta garantía se extienda a todos los trabajadores, pero ha sido inútil. Carecemos de Sindicato. No podemos formular a la jefatura de personal las peticiones concretas, autorizadas.
Rudecindo no entendía ni media palabra, pero experimentaba una irrefrenable admiración hacia Espinel. Hacia el 22066.
Llegó aquel a quien apodaban Lechuza: 22104. Apareció, por el otro lado, Grimaldos: 22110. Después se hizo presente Cándido Cipagauta: 22009. Cada uno tenía su número. Así los llamaban en la Compañía, y los tenían en cuenta para sanciones, reclamos, sueldos.
El descontento se iba generalizando. Aquella medida, ignorada por Rudecindo, de descontarles sesenta pesos en el primer mes, había despertado en todos ellos una sorda cólera que estaba a punto de estallar precisamente en el día de los pagos. Como nuevos trabajadores, no afiliados a la Caja de Previsión Social, se veían obligados a aceptar ese descuento, que les parecía inútil e injusto. Además, era mucho. Un obrero que ganaba ciento treinta y cinco pesos mensuales no debía, por ningún concepto, sufrir un descuento de sesenta, porque entonces sólo le quedaban setenta y cinco y con tal suma no tenía para medio morirse de hambre. Sin embargo, cualquier protesta hubiera sido vana. Rudecindo no entendía aquello del Sindicato, palabra que sonaba hueca en sus oídos campesinos. Pero Espinel, Grimaldos y el Lechuza, los más autorizados del pequeño grupo, habían estado el día anterior, en una momentánea ausencia del capataz, conversando al respecto. El anhelo del Sindicato no nacía solamente en el túnel de La Pintada, sino que venía desde las más importantes dependencias, desde las estaciones del ferrocarril, desde los antros en donde hubiese un hombre, un pensamiento, una voluntad. El Sindicato parecía ser la salvación de todos ellos. Pensó Rudecindo que cuando fuera una realidad, su situación mejoraría. Pero él estaba muy lejos de comprender el significado de las conversaciones de sus compañeros. Cuando los tres hablaban, él se retiraba, en silencio, y se reunía con sus seis compañeros restantes: 22009, 22984, 22576, 22999, 22030 y 22232. A los cinco últimos no les sabía el nombre ni el apellido. Uno se llamaba el novecientos ochenta y cuatro, otro el quinientos setenta y seis… Pero entre ellos se decían, simplemente, «compañero».
—¿Cómo le parece, compañero, eso de que nos quiten veinte pesitos en la primera década?
—¿Usted qué opina de que nos roben en esa forma? ¿Seremos tan pendejos que no hagamos algo? Eso no es ley, no es justicia. Debemos todos protestar contra los místeres que se llenan los bolsillos de plata a costillas de nuestro trabajo, ¡maldita sea!
Rudecindo los escuchaba y asentía, melancólicamente. Sí, el descontento iba creciendo, como un incendio que amenazaba consumir las instalaciones de la Compañía Carbonera del Oriente, que derrumbaría, de no encontrar una barrera adecuada, la torre de control, las oficinas, las casas de los extranjeros… Y la solución, ¿cuál era? El Sindicato, pensó el 22048. Y, deseando saber algo de ello, esa mañana le preguntó a Espinel:
—¿Y qué ganaremos nosotros con el Sindicato, compañero?
—Me parece imposible que no conozca las ventajas que nos traerá. Seremos un cuerpo serio. Un ejército, por así decirlo. Estaremos unidos. Elegiremos un presidente, un vicepresidente y vocales, para que hablen en nombre nuestro, ya que no somos capaces dé hacerlo personalmente. El Sindicato, así formado, tiene el derecho de sesionar para considerar los problemas de cada una de las dependencias de la Compañía. Por ejemplo, si mañana lo botan sin justificación, usted acude al Sindicato, pone la queja, y este se entrevista con el jefe de personal y con los delegados de la Empresa. Se le paga su preaviso o se le reintegra al trabajo, si el despido es injusto. En fin, que todos nuestros problemas, en lugar de quedar sepultados en el pecho, engendrando la cólera, tendrán una solución oportuna y justa.
—¿Y por qué no lo hacemos?
—¿Qué?
—El Sindicato.
—Ya en todas partes, por las minas más avanzadas, por las construcciones, por las grúas, por los caminos, está circulando la orden. Pronto vendrá, si no nos permiten sindicalizarnos, un paro general. Aguantaremos hasta que nos estemos muriendo de hambre.
—¿No trabajaremos?
—Si se presenta la huelga, claro que no.
—¿Y no nos pagarán?
—No, compañero.
Que no hubiera huelga, pensó Rudecindo. Él estaba conforme con la suerte. Aun cuando le quitaran los veinte pesos… Algo es algo, se dijo. Pero luego lo dominó la rebelión. Era la injusticia por todas partes: en las minas, en la estación, en la alcaldía de Timbalí, en el pueblo mismo… La injusticia deambulando por todos lados, como el polvo amarillento y fétido. Sí, era necesaria la huelga. Estallaría, pero tendrían Sindicato para que los representara, para que plantearan ante los jefes sus problemas, sus necesidades…
Llegó el capataz y todos entraron en la mina.
Era bastante larga la fila de hombre colocados delante de la ventanilla. El 22048 contó hasta cincuenta. Él estaba muy atrás. Hacía ya bastante que el sonido agudo de la sirena les había avisado la hora de la salida. Ahora esperaban pacientemente a que les llegara el momento de recibir su dinero. Para él serían veinticinco pesos nada más…, pero en fin, de algo servirían. Recordó que había pensado dejar dos pesos de limosna en la alcancía de la iglesia. Con uno sólo era suficiente. Dios sabría perdonarlos.
Otras filas, no menos extensas, se veían ante las diversas ventanas del edificio. Era día de pago y las empleadas trabajaban afanosamente. Varios hombres pasaron a su lado, satisfechos, contando su dinero. Separaban una porción para llevara la casa, otra para pagar sus deudas y otra para emborracharse esa noche, o el sábado… Él llevaría todos sus veinticinco pesos a Pastora. No estaba debiendo en ninguna parte, por fortuna. Y además, aun cuando quisiera beber, primero que todo estaba el deber de alimentar a los suyos.
El tiempo pasaba. El avance era muy lento. El sol caía, a plomo, sobre su cabeza. Se pasó la mano por la frente para limpiarse el sudor que le pegaba al rostro el polvo amarillento de la mina. Recordó el viento húmedo, ralo, frío, del socavón. Ya habían avanzado bastante. Las vigas nuevas se levantaban, fuertes, soportando sin dificultades el peso del techo. Eran millares de toneladas de tierra y de rocas encima de ellas, pero los planos de la mina habían sido técnicamente concebidos y ejecutados, y por eso no existía el menor peligro de un derrumbe. Lo que pasó allí fue un accidente. Al menos, tal era la opinión que todos tenían.
Pensó en Pastora, en el Diablo… Ese personaje había entrado ya a ocupar una parte importante en sus sentimientos. Era una especie de gratitud, mezclada de temor y de cólera. No podía odiarlo, pero tampoco podía quererlo. En cierto modo, se sentía molesto por deberle gratitud. Cuando se encontrara con él, tendría que saludarlo. ¡Era horrible! Trataría de huir de su camino. Y recordó que entre los ojos de Pacho había una chispa de ira, de odio, cuando se acercó a su libertador para estrecharle la mano en señal de amistad. ¡El Diablo! ¿Y Cándida? ¡De nuevo Cándida! Hacía ya bastante que no se detenía a evocar su cuerpo de hembra fuerte y completa. La vio casi, bailando en un rayo de sol que se quebraba contra el cristal de la ventana distante. Sí, era la misma. Sus ojos verdes, su boca roja y provocativa, sus largas piernas, sus senos dorados…
Estaba ya muy cerca de la ventanilla. Lamentó no encontrar por allí a ninguno de los conocidos. ¿A dónde habría ido? Al mirar hacia atrás vio a Grimaldos, que lo seguía sonriente.
—Hola, compañero: ¿no me había visto?
—No, compañero. Estaba distraído.
—Ajá… Mire, ya le toca su turno.
Se acercó. Sentada ante una mesa llena de fichas y de enormes cuadros, estaba la misma muchacha que viera ocho días antes: alta, espigada… No pudo evitar contemplarla con evidente admiración. Ella, molesta, le preguntó:
—¿Sección?
Rudecindo guardó silencio. Pero Grimaldos contestó por él:
—La Pintada.
—¿Su número? —volvió a preguntar la muchacha, mirando fijamente a Cristancho.
—Veintidós… cero… cuarenta y ocho.
—Bien —dijo ella. Luego consultó la ficha, una tarjeta, uno de los grandes cuadros que tenía delante de sí, y dijo, por último—: Dieciséis pesos.
—¿Dieciséis?
—Sí hombre. Son ocho días, a cuatro con cincuenta, menos los veinte pesos de cuota de afiliación. Aquí tiene su saldo.
Un billete de diez, uno de cinco, uno de a peso. Rudecindo se retiró. La muchacha tenía razón. Sólo había trabajado ocho días, ¡y él estaba haciendo la cuenta de diez! Pensó en la alcancía de la iglesia… Dejaría el desagravio para la otra década.
—¡Dieciséis pesitos, compañero! —dijo Grimaldos—. Esto es un robo, una injusticia completa. Todos: los dueños, los empresarios y los altos empleados de esta Compañía, no son sino un rebaño de pícaros y de ladrones.
Rudecindo palideció. Aquel hombre estaba usando un tono demasiado alto. ¡Santo Dios! Podrían venir los policías, prenderlos, echarlos a la cárcel… Pensó que se quedaría sin trabajo, sus hijos sin pan…
—Calle, compañero. No diga esas cosas tan alto, que están oyéndonos.
—Eso es lo qué quiero, precisamente: que me oigan. Que sepan que, al menos, hay un hombre que no tiene miedo. Necesitamos el Sindicato para protestar, unidos, por estas arbitrariedades. Mientras no lo tengamos seremos fuerzas aisladas.
—Compañero, venga esa mano, ¡qué carajo! —exclamó uno de los que aún integraban la fila—. Así se habla. Pero no se desespere. Ya todos estamos convencidos de la necesidad de unirnos para evitar estos desmanes. Veremos, compañero. La hora de la justicia está sonando.
Rudecindo se retiró un poco. Allí esperó a Grimaldos.
—Camine, compañero, nos bebemos una cerveza. Tengo cólera hoy. Creo que seré capaz de tirarle las patillas a nuestro jefe.
—No, gracias, hoy no puedo. Es tarde ya. No demora en sonar de nuevo la sirena, y debemos estar puntuales.
—Bueno, compañero. Pero esta noche sí se tomará conmigo una, ¿no es cierto?
—Sí…, sí, esta noche.
Se separaron. Rudecindo apretó con cariño sus dieciséis pesos. Eran el fruto de una semana de trabajo tremendo, horrible. Días y días de remover escombros, de aguantar en la nariz, en la boca, en los ojos, hasta en el alma, el asfixiante polvo amarillo. Esos billetes representaban el pan, con el que podrían soportar la existencia unos días más. Hasta cuando llegara el nuevo pago.
El descontento se extendía, pensó alarmado. Ya las protestas empezaban a hacerse públicas. Recordó las palabras de Grimaldos, el gesto espontáneo del otro trabajador al estrecharle la mano, los signos de aprobación en los rostros de todos… Sí, evidentemente, la revolución social estaba por llegar. Primero, por medio de razones, tratarían los más autorizados de convencer al gerente y al jefe de personal de que les permitieran sindicalizarse. Y luego, si las palabras no daban el resultado apetecido, vendría la huelga. Los brazos estarían caídos, las piquetas y las palas en el suelo, detenidos los vagones del ferrocarril, parados los motores, estacionadas en los cables las góndolas vacías… Y por último, si esto no servía… Rudecindo cerró los ojos ante la visión apocalíptica que se presentaba en ellos. Si la huelga fallaba, habíale dicho el Lechuza, apelarían a la violencia: serían destruidos, con dinamita, los túneles de las minas; quemarían el casino del barrio; saquearían las lujosas residencias y el edificio de las oficinas…
Y entonces él, ¿a dónde iría? Mísero grano de arena, aventado a cualquier parte. Pensó, con nostalgia, en el campo. Era más acogedor, más humano. Allá él era un ser con necesidades, con angustias, con problemas que podía consultar a sus vecinos. Esperaba algo, un consuelo, una ayuda. Pero allí sólo era parte de la enorme maquinaria que impulsaba la Compañía Carbonera del Oriente. Nadie se preocupaba por saber si su esposa estaba enferma, si estaba su hijo en la cárcel…, si no tenía para la diaria mazamorra. El campo… Lo evocó intensamente, con alegría y con tristeza a un tiempo. El campo… Sin embargo, en Timbalí estaba el porvenir. Soportaría todos los sufrimientos para llegar a la meta propuesta.
Ya se veía, envuelta en el maldito polvo dorado, su casa. Y pensó en Cándida. ¿Hasta cuándo viviría con ellos? Recordó el vientre grávido de Pastora. ¡Pobrecilla! Sus senos extenuados no podrían alimentar el nuevo fruto. Tendría que comprar leche para el niño. Por él debía continuar trabajando, y olvidar sus rencores hacia los que estaban explotándolos sin rastro alguno de misericordia.
El capataz había bebido. Tenía encendidas las mejillas, de ordinario tan pálidas; en los ojos unas franjitas rojas indicaban la ingestión repetida de alcohol. Cuando llegó a la entrada de la mina miró, escrutador, los rostros de sus subordinados. Los contó. Faltaba uno.
—¿Y Grimaldos dónde diablos está metido?
Ninguno contestó.
—¿Dónde está? ¿Son mudos, parranda de animales?
—Nosotros no somos parientes de Grimaldos ni tenemos por qué vigilarlo —dijo Espinel, con la voz cortante, la mirada tensa y las manos rápidas a esgrimir la piqueta para defenderse.
—Bueno, ¡a trabajar! Ya veremos si no se castiga a ese desgraciado.
Todos se mantuvieron quietos. Por el caminillo rocoso, tantas veces recorrido por Rudecindo, avanzaba un hombre. El 22110, Grimaldos.
—Bueno, carajo, ¿qué ha creído usté, que esta empresa es suya, para llegar a la hora que se le dé la gana?
Se paró a cinco metros del capataz. Estaba ebrio también. Se le notaba en el andar vacilante, en los ojos torcidos, en la blanca espumilla de los labios. Lo miró, como valorando la fuer¬za de su corpachón. Una sonrisa sarcástica le curvó los labios.
—Poco a poco, señor bandido —le dijo, lentamente—. ¿Usted cree que yo soy su madre para que pueda gritarme?
El capataz se quedó quieto. La sorpresa había sido demasiado grande. Esperaba que Grimaldos le prometiera no volver a llegar tarde; que se humillara delante de los compañeros para que todos aprendieran a temerlo y a respetarlo. Y en lugar de eso le contestaba con altanería, y con aquella alusión maternal que lo hirió como un latigazo.
Veinte pupilas lo miraban. Los compañeros de Grimaldos estaban listo para el ataque. Los dedos crispados sobre los mangos de las piquetas; entreabiertos los labios, dejando pasar el aire en un rápido silbido desagradable. El 22110, sereno en medio de su embriaguez, contemplaba sin inmutarse el rostro del capataz, congestionado por la cólera. Y como viera que la reacción tardaba demasiado, le gritó:
—¡A mandar a su madre, desgraciado!
Entonces el capataz se arrojó contra Grimaldos. Los compañeros esperaban el resultado de la primera embestida. El jefe era alto, fornido. El 22110, en cambio, a pesar de su altura, tenía una apariencia de debilidad que asustaba. Por eso alistaron las piquetas y las palas y se aproximaron a los dos hombres.
Fue el capataz el primero en pegar. Su puño cerrado, como un mazo, cayó sobre la quijada de Grimaldos. Este vaciló. Se aflojaron sus piernas y pareció que iba a caer. Un nuevo puñetazo del capataz, esta vez sobre el ojo derecho, le llenó el cerebro de sombra cruzada por relámpagos amarillos, rojos; azules. La cólera le dio un ímpetu ciego. Se lanzó sobre un montón de herramientas viejas, agarró un martillo, y con él propinó en la cabeza del jefe un golpe tremendo.
El resultado fue definitivo. El atacado cayó de espaldas, entre un montón de tierra. Grimaldos, al lado de la víctima, le observaba el rostro bañado en sangre. Una alegría feroz, bestial, le dilató los labios. Arrojó el martillo hacia el montón de donde lo había tomado, y miró frente a frente a sus compañeros que, ahora sí atemorizados, contemplaban el resultado de la pendencia.
—Así quería yo verlo. ¡Así! Porque este infeliz, que es de nuestra misma raza, se alegra humillándonos; goza dándonos órdenes, achicándonos. Le tenía más odio que a míster Brown. Ese, en fin, es extranjero, y puede creerse superior a nosotros.
Les volvió la espalda y descendió lentamente por el camino. Los compañeros lo observaron hasta que se perdió tras de la cortina amarillenta de los árboles viejos.
El capataz reaccionó y se sentó en el suelo. Pasó su manaza por la frente y la retiró llena de sangre. Sus facciones adquirieron un gesto de terror. Miró a los obreros que formaban un grupo compacto en la boca de la mina. Los vio asustados, sin excepción. Pero ninguno se acercó para ayudarlo a incorporarse. Indudablemente, pensó, estaban felices por su derrota.
Con trabajo pudo levantarse. La sangre le cayó por la cara, tapándole el ojo izquierdo. Con un pañuelo sucio y roto trató de contener la hemorragia.
—Ya veremos cuál gana, si ese miserable o yo —dijo, en tono amenazante—. Esto no se queda así. Para eso está la cárcel: para meter a toda esta tribu de ladrones y de asesinos. Y ustedes, a trabajar. Ya veré qué han hecho cuando vuelva esta tarde con míster Brown. Y si no es satisfactorio el resultado, cuenten con que quedan despedidos inmediatamente.
Se alejó, vacilante aún, sosteniéndose sobre la cabeza el sucio pañuelo. Lo dejaron partir sin decirle una palabra de adhesión, de consuelo, de simpatía. Todos lo odiaban y estaban alegres por lo sucedido. Lamentaban el castigo que indudablemente impondrían las autoridades a Grimaldos. Porque el alcalde de Timbalí, don Ricardo García, estaba siempre de parte de los más fuertes.
Entraron a la mina. No hablaban. Iban saboreando, interiormente, la escena presenciada: la voz fuerte de Grimaldos, el asombro del capataz, el ataque… Y el hombre tendido en el suelo, inconsciente, en tanto que su compañero, el 22110, se alejaba satisfecho de su obra, alegre por haber cumplido un deseo largamente acariciado.
Descendía la sombra por las colinas. Parecía como un velo suave, frío, que envolviera maternalmente las cosas. Rudecindo, echado de bruces en el suelo delante de su rancho, la vio venir. Era una lenta procesión de frescura. La esperó, ansioso. Su rostro estaba lleno de tierra, oxidado. Todo él formaba una partícula ya vieja en la enorme maquinaria de la Compañía. Se pasó la mano por los ojos y la retiró llena de polvo. De ese maldito polvo que lo perseguía, que iba por todas partes, debajo de sus pasos, entre sus dedos, entre sus mismos labios cuando caían los derrumbes de roca en el túnel negro de La Pintada. Venía ya la sombra. Grácil, ondulante. Primero hizo florecer en el infinito los botones azules de las estrellas y después terminó regándose por el valle. Hubiera sido bello el espectáculo, pero de pronto las luces lo rompieron, lo vulgarizaron. No era su noche campesina cuajada de cocuyos, de luceros, de murmullos conocidos: el viento, las ranas, los grillos… Era la noche de Timbalí, perforada por la luz amarillenta de las bombillas, poblada de rumores metálicos: el tren, los motores, las grúas… Noche de borrachera, porque les habían pagado su década. Rudecindo recordó los dieciséis pesos que reposaban en el bolsillo del delantal de Pastora, a quien se los entregara a medio día. Evocó luego la escena violenta de la tarde, el rostro herido del Capataz, las palabras triunfales de Grimaldos… El jefe regresó a la mina cuando ya iban a salir. Examinó el trabajo y renegó de ellos entre dientes. Tenía la cabeza cubierta con un sombrero de alas anchas, para ocultar el vendaje que le tapaba la herida abierta por el martillo. No acudió míster Brown. Pero sí comprendieron que, en adelante, sólo serían nueve los obreros en el túnel de La Pintada.
Oyó, lejanos, los gritos, las risas, los insultos. Era la misma vida, horrible, monótona. Eran los mismos hombres tiznados, amarillos, hastiados del trabajo, que cuando recibían el pago se dedicaban a dejar el dinero en las cantinas, a beber cerveza hasta caer como fardos debajo de las mesas… Buscaban el olvido, un bálsamo, así fuera momentáneo, para sus angustias; la alegría artificial de la borrachera en medio de la tristeza real de sus vidas rotas.
Entró al rancho. Estaba oscuro, pero Pacho no tardó en llegar con una esperma y una caja de fósforos. Una débil claridad alegró su refugio.
Allí estaba Cándida. La había tenido presente toda la tarde. Lo martirizaban los recuerdos. Pensaba en ella, en su cuerpo proyectado contra la sombra por la claridad del incendio; en sus formas suaves, palpitantes, cuando imploró la protección de sus brazos; en sus pechos morenos, como de un bello bronce perfumado, tibios, vibrantes, cuando la sostuvo para que Pastora le cubriera las quemaduras… Allí estaba, al alcance de su mano, en una actitud soñolienta, en un descuido que la hacía más bella, más provocativa, sin que ella se lo propusiera. Sí, era hermosa. Y sobre todo tenía el cuerpo firme, lleno, de hembra en plenitud… Miró a su mujer. A veces, contrayendo los labios, dejaba escapar un quejido. Era el fruto que se agitaba en su vientre. De nuevo, Rudecindo Cristancho, el 22048, se trazó mentalmente la existencia del hijo: sería pobre; arrastraría por todos los caminos su desnudez y su ignorancia, porque había nacido en la miseria y en la desgracia… ¿Qué lejanas regiones abandonaba para venir hasta la tierra, llamado por su amor, engendrado por su furor de hombre en las entrañas de su compañera? ¿De qué apartados sitios descendía hasta el valle de lágrimas que todos transitaban como podían, cayendo a veces, levantándose luego? Pensó en Pacho. Había robado la alcancía de la iglesia y clavado su cuchillo en la pierna del Diablo. Pacho, con sus doce años, había dormido ya en la cárcel. Ese era el destino del hijo que estaba a punto de llegar: ladrón, peleador, presidiario… No, por Dios, ¡qué cosas tan horribles pensaba! Miró la lumbre amarilla de la esperma y más allá vio a Cándida, que jugaba con Neco. Nada en ella denotaba provocación. Parecía que su vida anterior hubiera terminado para siempre. ¿Y si era una hija? Pensó en los centenares de obreros de Timbalí. ¡Qué fuera un hijo, que fuera un hijo! Podría robar como Pacho, herir como él, dormir en el presidio, y sería siempre el mismo. Pero que no le naciera otra mujer. Con Mariena tenía bastantes problemas para toda la vida.
Cándida, la luz de la vela… Los quejidos de Pastora… Lentamente se le fueron cerrando los ojos fatigados. Lejos escuchaba las risas y los gritos. Estaban borrachos… Recordó al Diablo. Pasó por su cerebro como una centella, y después lo envolvió la sombra.
Mariena también pensaba. Y en su memoria estaba fija ya, perfectamente definida, la imagen del hombre: el mentón prominente, los ojos metálicos, los labios provocativos, sombreados por los grandes bigotes… ¿Sería eso el amor? Esa dulce angustia, ese deseo de verlo cuando estaba ausente, y de huir cuando lo veía… ese temblor de sus manos, ese palpitar furioso de su corazón, ese rubor de su cara delante de él, ¿sería el amor? ¿Por qué había deseado que la besara la tarde aquella en que Pacho lo hirió con su cuchillo? La tentación… Recordó sus manos fuertes, firmes, en torno de su rostro. Se acarició las mejillas. Le había dicho que era linda. Sí, sus ojos tenían un brillo negro y fascinador… Sus labios eran suaves… Recordó que el Diablo había sido el amante de Cándida. ¿La querría aún? Miró a la mujer. Se había quedado como adormecida. La luz de la esperma le doraba la piel. Se sentía superior a ella. El Diablo la había mirado tanto el domingo por la tarde… Había en esos ojos claros y vertiginosos algo que la atraía. Era, pensó de nuevo, la tentación. Se volvió hacia el rincón, deseosa de borrar la imagen. Se pasó la mano por la frente: ardía. Recordó a su padre. Pensó que jamás podría traicionarlo, causarle un sufrimiento. Y si ella amara al Diablo, el dolor se clavaría en el pecho de Rudecindo y de Pastora. Y Pacho, posiblemente la odiaría. Porque aun cuando había fingido amistad, todo era debido a la fuerza poderosa del agradecimiento, pero no a un cariño verdadero por él. El Diablo… Oía, en medio de su sueño, una risa irónica, que a veces se tornaba fatídica. Era la risa del Diablo… del Diablo…
Cándida, allá en su rincón, en ese nuevo albergue que las circunstancias la habían obligado a aceptar, recordaba con angustia su vida pasada. Empujada por el vértigo llegó a Timbalí, cuando estaban empezando a ser construidas las casuchas del barrio pobre. Sola, sin un amparo, sin una protección; arrojada allí por la vida; sin voluntad, sin tener un concepto claro de la dignidad humana. Entonces conoció al Diablo. La enamoró sin dificultades. Se le entregó en la pieza que él ocupaba, en una noche fría, de crudo invierno. No tenía a dónde ir. La lluvia había empapado sus vestidos. Él la recogió y la llevó a su habitación. Para secar la ropa tuvo que desnudarse… Recordó, estremecida, el frío, la lluvia, el viento que gritaba entre los árboles… Seis meses más tarde la dejó abandonada y tuvo que andar por las calles como una loba hambrienta, mendigando un pedazo de pan, un techo, y entregando a cambio de ello su cuerpo. Sintió asco de sí misma, repugnancia por aquellos senos, por sus brazos, por su vientre que habían recorrido las manos sucias y sudorosas de los mineros. Luego las ansias de una vida nueva cuando sintió que se aproximaba el hijo… Encontró ese albergue, en el basurero de Timbalí. Allí nació Neco. Allí pasó dos años. El Diablo había vuelto a ella. De tarde en tarde acudía a su rancho a pedirle caricias y a dejarle para la leche del pequeñuelo. Cuando él no venía, veíase obligada a salir a las calles para buscar un hombre que le pusiera en la mano un billete, un puñado de monedas… Esa fue su existencia. Sintió arrepentimiento. La suerte la había golpeado muy duro. ¿Sería tarde para enmendarse? ¿Pero cómo vivir? Acudió a las casas del pueblo rico, a las mansiones de los extranjeros, ofreciéndose como cocinera, pero todos la rechazaron por el niño, a quien ella amaba entrañablemente. Ahora debía olvidar el pasado de infamias… Debía lavar su alma de todas las faltas pretéritas…
Entonces empezó a sonar la música. Le pareció que soñaba; que tal vez Dios había escuchado su arrepentimiento y estaba perdonándola. Luego volvió a la realidad. Era una serenata, pensó. ¿Para ella? ¿Para Mariena? Venía de las afueras de la casucha. Un tiple, una guitarra, un acordeón gangoso… Tocaban un pasillo. Sintió nostalgia de su juventud perdida, de su cuerpo hollado por las pasiones y por los vicios. La música, difundiendo en la noche su arrobamiento, la llenaba de lumbre interior y ante sus propios ojos parecía dignificarla, elevarla…
Mariena despertó también. El corazón le palpitó fuerte. Pensó que la serenata era para ella. ¡El Diablo la quería! No la había engañado su presentimiento. ¡El Diablo! ¡Con qué ternura, con qué ansiedad extraña lo recordaba! ¿Qué pensarían sus padres? ¿Qué diría Pacho?
Los vio incorporarse. La luz de la esperma se había extinguido, y el rancho estaba débilmente iluminado por la lumbre de la luna, que se colaba por las rendijas de la puerta. Escuchaban todos. Inclusive divisó a Cándida, atenta, en su rincón. ¿Sería para ella la serenata?
Callaron los instrumentos por un rato. Luego se oyó un vals. La música giraba en ondas perfectas. La noche se hacía más agradable, más íntima. Los sonidos formaban una especie de perfume para el alma. Alma y música se confundían. Mariena, extasiada, oía las notas. Se acarició los labios, la frente, las mejillas. Palpó su cuerpo firme, nuevo, desconocido inclusive por ella misma. Era linda. Y allí afuera, en medio de la plateada claridad lunar estaba el Diablo pensándola… Cerró los ojos. Creyó estar frente a él. Sus manos fuertes le oprimían el rostro, y ella esperaba anhelante el beso de sus labios atrayentes y perversos. Pero de pronto se interpuso entre ellos la imagen de Cándida. Llevaba a Neco entre sus brazos. ¿Era una advertencia? Mariena abrió los ojos en la estancia llena de sombra… ¿Sería Ese su destino? ¿Tener un hijo de nadie, vivir abandonada, expuesta a la miseria y a la angustia? Y, lentamente, la música se le fue haciendo amarga, amarga…