Se oyeron las campanas que anunciaban el alba. Sus repiques descendieron desde la torre blanca de la iglesia de Timbalí por la fatiga persistente del valle. Luego treparon por las colinas hasta meterse en las bocas negras de los túneles, en el fondo de los cuales los hombres trabajaban desmenuzando la roca negra, que iría luego a mover las máquinas de lejanas fábricas desconocidas.
El ruido era, en el valle, como el mismo polvo amarillo de óxido que cubría todos los objetos. Nunca, desde que las maquinarias de la Compañía fueron inauguradas, habían tenido los habitantes de Timbalí un momento de perfecto silencio. Cuando el tren acallaba sus silbidos agudos, se oían los motores que movían las góndolas; cuando no se escuchaba la sirena o las bocinas de los carros que venían de regiones distantes cargados con madera, se percibía el ruido infernal de muchos pies arrastrándose por sobre el cemento de las aceras. El silencio, pues, había huido para siempre, y ya no regresaría a las callejuelas amarillentas de Timbalí.
Rudecindo despertó. Le vinieron a la memoria, en tropel, los acontecimientos de la víspera. Pastora se quejó, a su lado. Estaba enferma. La impresión había sido demasiado fuerte, y a pesar de las palabras tranquilizadoras de Cándida, él tenía miedo. Por eso le preguntó, en voz baja, qué le dolía. Ella sollozó. Era el recuerdo del hijo, metido dentro de un calabozo en la terrible cárcel del poblado, que imaginaban como un lugar frío, húmedo, negro. Rudecindo pensó que sería como aquel corredor en donde él había trabajado toda la semana anterior, curvado contra el suelo; con el aire irrespirable, con figuras fantásticas acurrucadas en los rincones más oscuros. Así debía ser la cárcel y en ella estaba Pacho. El único culpable de todo era el Diablo, por haber intentado besar a Mariena. Los puños de Rudecindo se crisparon con violencia. Había sido siempre un hombre paciente, resignado, pero por su hija sería capaz de las mayores barbaridades. Inclusive de acabar con el Diablo al que había herido, quizá gravemente, su hijo de doce años.
—Hoy no nos atenderán en la alcaldía, mija. Es día de fiesta y nadie trabaja.
—De todos modos iremos. Ese muchacho está allá sólo, desde anoche. Le llevaremos panecito. ¡Qué desgracia!
—Peor hubiera podido ser, mija.
Callaron. Se oía la rítmica respiración de Neco. Cándida estaba despierta.
—Yo quisiera poder ayudarlos ahora… Si el Diablo fuera a la alcaldía a pedir que dejaran libre a Pacho…
—¿Sumercé cree, señora Cándida? Ese hombre debe tar que se come a mijo vivo. ¿No vio la cara que tenía anoche?
—Si yo se lo pidiera… —dijo Cándida, como hablando consigo misma.
—No se imponga sacrificios por nosotros —dijo Rudecindo—. Deje la cosa por mi cuenta. Yo veré cómo me las arreglo con el alcalde.
—Usted no lo conoce. Es un viejo socarrón, hipócrita, más malo que Nerón.
—Si quiere venir con nosotros, la llevaremos. Antes para que le curen las heridas en el hospital. No hay que descuidar las cosas.
—Bueno, iremos. Pero dentro de un rato. Por allá a las nueve, porque antes no se levanta don Ricardo García.
—¿Y él quiénes?
—El alcalde. Muy mala persona, les repito.
Guardaron silencio. Por los huequecillos de la puerta se colaba una luz blanca, pálida, que lentamente fue tomándose rosa. Llegaba un nuevo amanecer. Rudecindo pensó que ya llevaba más de una semana en Timbalí. ¿Y qué había obtenido con ello? Una choza que más bien parecía el cubil de una fiera; un empleo que era una esclavitud horrorosa; y el que su hijo, por la necesidad, robara la alcancía de la iglesia, y por las circunstancias, por la brutalidad del medio, le propinara una puñalada al Diablo. Ah, y además, había conocido a Cándida, y había visto cómo se tragaban las llamas su casa. Pensó en ella. Allí estaba, a pocos centímetros de su cuerpo, envuelta en la blusa de Mariena, vestida con su falda roja… Allí estaba Cándida. Con su cuerpo joven, con sus pechos morenos…
Muchos acontecimientos habían venido, en pocos días, a cambiar casi por completo el curso de su vida, antaño tranquila y plácida. Porque, pensando en el pasado, él llegaba a la conclusión de que… Pero no. ¿Para qué recordarlo? El tiempo ido no debe volver a la memoria, porque entonces surge el arrepentimiento, cunden la nostalgia y la duda. Por eso se concretó a pensar en su situación actual, y vio que se iba tornando más angustiosa cada vez. Al principio no tuvo pan, ni dinero, ni amigos. Y aquella mujer, Cándida, los acogió con generosidad y alegría. Luego consiguió el trabajo. Mentalmente maldijo a míster Brown y al capataz. No sabía a cuál de los dos desearía ver muerto primero. En fin, surgió en su cerebro la realidad de los obreros de Timbalí, planteada por Espinel en pocas palabras: ellos ganaban cuatro pesos diarios, o cinco, o seis, trabajando nueve horas como verdaderos galeotes dentro del aire asfixiante de las minas, expuestos a los mayores peligros; y los extranjeros, en sus lujosas oficinas, sentados ante las piernas de bellas secretarias, sin hacer absolutamente nada, ganaban doscientos o trescientos pesos diarios… Pero eran los técnicos, los seres superiores venidos de otros países, de otros centros más avanzados. Sí, y allí estaban, viviendo en las suntuosas construcciones de la parte elegante del poblado, con su Casino, con todo el aire de su tierra… Sintió cólera. Aquello no era justo. Quienes más trabajaban debían ganar más. O que no se hiciera tan notoria y tan escandalosa la diferencia.
Se levantó. No podía continuar en esas meditaciones que ninguna paz traían a su espíritu atribulado. Corrió hacia la pequeña fuentecilla de agua limpia, en las inmediaciones del pozo pútrido, y se lavó la cara y la cabeza. Se sintió despejado. El aire estaba puro. El viento no bajaba de los cerros a rebullir el polvo amarillo de los caminos, y este permanecía quieto, adherido a la tierra. Contempló los alrededores; y, como siempre que lo hacía, sintió oprimido el corazón. Los escombros de la casa que había sido de Cándida parecían humear aún. Eran como huesos negros esparcidos por la pequeña colina, en donde todo tenía un aire de descomposición. Porque las canecas viejas semejaban cadáveres deformados por el golpe de una roca enorme; y los maderos eran, en medio de aquel mar de polvo amarillo, como restos de un fabuloso naufragio.
Mariena acudió a la fuentecilla para lavarse. Se inclinó y, al hacerlo, pudo ver sobre el cristal quieto del agua reflejado nítidamente su rostro. Entonces tuvo la certeza de que era hermosa. Apreció la forma de su cara; la tersura morena de su frente; la limpidez de sus ojos negros y brillantes; la sombra de sus trenzas; la madurez rosada de sus labios; el terciopelo virgen de sus mejillas. Toda ella estaba allí, en el espejo de la fuente. Toda. Era bonita. Eso lo sabía ahora muy bien. Recordó las manos del Diablo en torno de su cara. ¿A qué sabría un beso? ¿Por qué los hombres lo buscaban ansiosos y las mujeres lo consentían complacidas? Recordó los ojos del hombre: parecían filos de puñal bajo los rayos del sol. ¡El Diablo! Hundió las manos en el agua y su figura se borró. Luego se bañó la cara, el cuello, los brazos. Se desató las trenzas y esparció en el aire sus negros y largos cabellos, y empezó a peinarlos con cuidado. ¡Y los ojos de la tentación, persiguiéndola por todas partes! Unas pupilas verdes, fijas, firmes. La tentación ahora había adquirido manos varoniles, apretando su rostro, recorriendo su cuerpo. Alejó su pensamiento del Diablo y recordó a Pacho, que por defenderla estaba en el oscuro fondo de un calabozo. Si sus padres querían llevarla, iría con ellos y con Cándida a reclamar por la libertad del muchacho. Con la palma de la mano volvió a acariciarse las mejillas, como deslumbrada por el descubrimiento de su belleza.
Pastora estaba inconsolable. A pesar de que quería demostrar fortaleza, sus pupilas se llenaban de lágrimas al recuerdo del hijo encarcelado. Pensaba con terror en las paredes lisas, frías y húmedas, del calabozo. Para ella la cárcel era un lugar de tortura. Esa convicción le venía, quizá, de los cuentos escuchados en su infancia, en los que figuraban las lúgubres mazmorras del tiempo de la «Santa Inquisición». Se imaginaba a su hijo apartando con los dedos toda clase de bichos inmundos para evitar que le mordieran la cara: culebras, sapos, lagartijas… Por eso, tan pronto como tomaron el caldo del desayuno apuró a Rudecindo y a Cándida. Mariena no quiso quedarse sola en la casa, y resolvieron llevarla junto con Neco.
Descendieron por el camino tapizado de polvo amarillento. El sol estaba ya alto en el ciclo, despejado y azul. Oyeron el silbido del tren, y poco después, dominando el distante ruido de los motores, percibieron su marcha. Iba cargado de carbón hacia la capital. Luego regresaría, lleno de obreros recogidos en todas las ciudades del departamento. Hombres que ganaban cuatro o seis pesos, trabajando como esclavos en el fondo de las minas. Rudecindo recordó el túnel oscuro de La Pintada. ¿Qué los esperaba cuando terminaran de remover las rocas? Indudablemente allí al final, sepultados por el derrumbe, estarían los cadáveres de los cuatro compañeros. Le pareció que los remolinos de polvo que empujaba el viento, eran los esqueletos despedazados de esos hombres, que murieron por estar ganando con qué vivir. ¡Qué extraño! Pero, pensó luego, la vida va hacia la muerte como los ríos al mar.
Apartó con rabia el polvo de la calle. Le tenía odio. Era como una parte integrante de Timbalí. Pero de la ciudad pobre, del barrio en donde los obreros vivían apiñados, de las minas; de las máquinas, de las góndolas, de las torres de control… En cambio en el barrio de los extranjeros todo era limpieza. Y si casualmente el viento llevaba a los vidrios de las ventanas un poco de esa tierra pestilente, las manos de las criadas la sacudían y todo quedaba otra vez pulcro.
La cárcel estaba situada en un lugar intermedio. Ni inclinada a un barrio ni al otro, como correspondía a la justicia. Pero se trataba sólo de teoría, pensó Rudecindo. En la práctica las cosas eran bien distintas. Influía más en el ánimo del alcalde el rostro colorado de míster Brown, que la cara negra y famélica de uno de los trabajadores que agotaban su vida entre los socavones.
Llegaron a la estación, donde las góndolas continuaban vaciando su contenido negro. Frente a ellos divisaron el edificio de la cárcel, en donde también funcionaba la alcaldía, el telégrafo, el teléfono y el correo. Tres policías, con sendas pistolas al cinto, guardaban las puertas amplias y enrejadas de la prisión. Pensó Rudecindo que entre todos los penados, justos y pecadores, estaba Pacho; y alargó el paso.
Los hombres armados le daban miedo. Sabía, por referencias, que ellos eran los encargados de guardar el orden, de hacer respetar a los inocentes. Pero estas nociones estaban olvidadas, porque últimamente, por todas partes, los hombres armados habían sido los principales protagonistas de las tragedias. En fin, eso debía olvidarse. Tal vez aquellos atendieran sus súplicas, sus palabras angustiosas que implorarían por la libertad de Pacho, encarcelado porque supo, comportándose como un hombrecito, defender a su hermana de las garras del Diablo.
¡El Diablo! Cada uno de ellos tenía de tal personaje una imagen distinta. Era, para Rudecindo, la personificación de la maldad en el barrio pobre de Timbalí; era el incendiario, el ladrón, el criminal sin escrúpulos. Esos ojos desorbitados por la pasión y por la embriaguez, que él pudo ver claramente bajo las llamas del incendio que consumía la casucha de Cándida, no se le olvidarían nunca. En ellos bailaban la lujuria y la venganza. Eran perversos. Como serían, sin duda, los del propio demonio, que con su larga cola azotaba las espaldas de los condenados, en el último círculo del abismo. Para Pastora, el Diablo era también un personaje ya fabuloso, aun cuando solamente llevaba viviendo en el valle una semana. Él había tratado de apresar a su hija, con sus brazos curvados por la pasión; y recibió su castigo. Su hijo tomaba ante ella perfiles extraordinarios: ¡había herido al Diablo! Cándida tenía del hombre una concepción bien diferente. Era, quizás, el padre de su hijo. Pero, «¿a cuál de los caminantes le pertenece el camino?». En fin, ella lo había visto humillado a sus plantas de hembra: había recibido de sus manazas caricias y dinero, este en pago de aquellas casi siempre. ¡Si no lo conocería ella! ¡Y ahora le prendía candela a su casa! Recordó sus palabras y sus actitudes bestiales de aquella noche. Por eso, temerosa, huyó semidesnuda a refugiarse en los brazos de Rudecindo. Neco también pensaba en el Diablo a su manera. Le decía «papá» y le tendía la manecita, pidiéndole cinco o diez centavos. Y, finalmente, para Mariena el Diablo era la tentación; la fuerza viril, enfrentada a su debilidad de mujer; la personificación de un deseo, que apenas se insinuaba allá en el fondo impreciso de sus sentimientos.
Con miedo y con respeto se acercó Rudecindo a uno de los policías.
—Sumercé, perdone, ¿ya nos irán a soltar al muchachito?
Se quedó mirándolo fijamente. Le vio el rostro largo y huesudo; notó que le temblaban levemente las manos. El cuerpo encorvado tenía una apariencia de debilidad y de sumisión. Observó el vientre hinchado de Pastora, su cara llena de pecas, su boca entreabierta, de labios pálidos y gruesos. Miró a Neco, semidesnudo, anémico. A Cándida, con los ojos sin pestañas, de una belleza que alcanzaba a notarse aun bajo su máscara de sufrimiento. Y por último se encontró con la mirada negra y brillante de Mariena. La examinó, con descaro. ¡Qué linda era!
—¿Cuál muchachito?
—Uno que trajeron anoche, sumercé. Pachito, que es nuestro hijo…
—¿Pachito? ¿Ah, el que le pegó una puñalada al Diablo?
—Sí, señor —dijo Pastora, adelantándose—. Pero sumercé no sabe cómo jueron las cosas. Ese Diablo que mi Dios confunda agarró a mija pa besarla. Y entonces el chinito lo picó en una pierna, con un zuncho, porque ni cuchillo era.
—Buena está la historia. ¿Conque trató de besarte? —preguntó, mirando a Mariena, que se puso encendida.
—¿Lo soltarán pronto, sumercé?
—Esas son cosas del alcalde, que es el que manda. Nosotros solamente vigilamos a los presos para que no se fuguen.
—¿Pero podremos visitarlo? Le traemos su panecito, porque el pobre no se habrá desayunado…
—Cómanse ustedes el pan, si tienen ganas. ¡Y lárguense, que no hay tiempo para oír lamentaciones!
Caramba, ¡qué genio tan tremendo!, pensó Rudecindo. Se alejaron, desconsolados. Pastora apretaba contra su pecho los dos panes envueltos en un papel. ¡Pobrecito Pacho! Tendría hambre, frío… ¡cómo eran de crueles los policías! Y el alcalde, ¿en dónde estaba?
—Creo que lo encontraremos en el almacén Black and Gold —les informó Cándida—. Los domingos se la pasa allí todo el día, tomando vino con los musiús.
—Llévenos allá, señora Cándida, porque nosotros no conocemos.
Los guio por las calles negras, limpias. En una esquina estaba situado el almacén Black and Gold, amplio y lujoso. Recordaron la tienda miserable de Joseto. Allá todo era polvo amarillo, todo estaba oxidado, hasta el pan. Aquí, en cambio los vidrios se veían bien fregados, y todo respiraba aseo y elegancia.
Sentados ante una mesa, cuatro individuos conversaban animadamente, y tomaban vino oscuro en grandes vasos de cristal. Varias botellas vacías, colocadas sobre el mostrador, indicaban la respetable cantidad de licor ingerido por ellos. Cándida, deteniéndose en la puerta, señaló hacia el interior del establecimiento.
—Ese bajito, colorado, viejón, es el alcalde. Se llama don Ricardo. El apellido es García.
—¿Y cómo haremos pa llamarlo, sumercé? ¡Hasta borracho debe tar el condenado!
Cándida hizo una seña al empleado que atendía el almacén. Eran conocidos. Alguna noche se encontraron allí mismo. La mujer recordaba aún los ojos grises, color de agua profunda, del mancebo. Espíritu era su nombre. No tardó en acudir y la contempló curioso, porque también los acontecimientos de una noche lejana habían golpeado en su memoria.
—¡Hola, Cándida! ¿Pero qué tienes en los ojos? Se te quemaron las pestañas, qué pena. Sin embargo, todavía estás bonita.
—Mira, Espíritu: necesito un favor.
—El que quieras.
—¿Me puedes llamar al señor alcalde?
—Pues… no creo que salga. Está ya medio borracho. Toda la mañana, desde las seis, tomando vino con míster Kite, con el pagador y el jefe de la estación… En fin, le diré que lo necesitas. ¿Nada más?
—No, por ahora.
—Tienes que volver. Ya sabes que…
Se interrumpió. Pero ella comprendió su silencio.
Esperaron con ansiedad. Espíritu se inclinó sobre el hombro del burgomaestre, y deslizó algunas palabras a su oído. Don Ricardo García se volvió. A través de los gruesos lentes sus ojos miopes los escudriñaron.
—¡Dígales que no jodan, que a estas horas no hay despacho!
—Sumercé, es un momentico. Hágalo por Dios, por lo que más quiera —le imploró Pastora.
Quizás el ademán desmayado de la mujer; o sus ojos llenos de lágrimas; o su vientre grávido; o, finalmente, el deseo de quitárselos de encima, influyeron en el ánimo del alcalde. Lo cierto es que, con algún trabajo, se incorporó y salió a la puerta. Era delgado, de regular estatura; tendría unos sesenta años; tras de los cristales, sus ojos de viejo verde brillaron intensamente cuando divisó a Mariena; tenía el rostro encendido, posiblemente por las libaciones, y la nariz demasiado grande, como el pico de un ave de rapiña.
—¿Qué quieren? ¿Por qué se les ocurre venir a estas horas? ¿No saben que soy un hombre ocupado?
—Don Ricardo, queríamos hablarle…
—Ah, usted es la Cándida, ¿no? Caramba, con las ganotas que tenía de verla…
—Don Ricardo, ayer metieron a la cárcel a un muchachito de doce años, hijo de esta pobre mujer. Ella quiere rogarle que lo deje salir, porque está loca, inconsolable la pobre…
—¿Ah, fue la palomita que le metió una puñalada al Diablo? Ni piense que se lo vamos a soltar pronto, ¡carajo! Ese mocoso tiene alma de criminal, y si por mí fuera lo dejaría morir en la cárcel.
—No, por Dios, señor García. No permita que nuestro muchachito se muera de hambre.
Era lastimoso el semblante de Rudecindo. Se le veían los ojos llenos de lágrimas, y le temblaban las piernas, como si estuviera a punto de caer de rodillas ante la suprema autoridad de Timbalí. Don Ricardo García, con su rostro de ave de rapiña, sus gruesos lentes, su boca de sátiro y sus ojos de viejo verde, contempló a Mariena. Si ella se lo pidiera…, pero no. Debía ser inflexible. Como casi todos los habitantes de Timbalí, tenía un enorme miedo al Diablo.
—¡Lárguense ya, o los meto a todos ustedes a la cárcel!
Les volvió la espalda y se sentó, tranquilamente, al lado de míster Kite, del jefe de estación y del pagador. Uno de ellos pidió otra botella de vino.
Se retiraron del Black and Gold. El dolor y la cólera, mezclados, formaban en sus almas un sentimiento nuevo. Era la rebelión, que crecía no sólo en el pensamiento de Rudecindo, sino en el de las tres mujeres que lo acompañaban. Era la ira contra la injusticia. ¡El alcalde! ¡La primera autoridad del pueblo! ¡Don Ricardo García! Un viejo verde, con su nariz de pájaro, que prefería estarse toda una mañana tomando vino con los extranjeros, a considerar la solicitud formulada por una madre poseída por la angustia, por un padre a punto de cometer una barbaridad. Porque nada hay que rebele tanto como la injusticia.
Ya estaba bien alto el sol en el infinito. La tierra daba sus vueltas eternas en el espacio. Dentro de seis horas bajaría la sombra por las colinas. Y otra noche de insomnio; de pensar en el hijo, metido en la cárcel por una acción que ellos consideraban justa, de estricta legalidad… Y de pronto la tierra pareció vomitar hombres, o restos humanos. Eran seres ennegrecidos. Tanto los rostros, como las manos, como los trajes. Tenían todos bien visible en la camisa, una ficha: 4426, 34593,03407… En fin, esos eran también trabajadores como él, pensó Cristancho. Se meterían en el fondo de las minas a trepanar el vientre de la cordillera, a sacarle las entrañas negras. La Pintada era uno de los socavones más pequeños de la Compañía, porque su crecimiento se había estancado a causa del accidente de que hablara Espinel. Pero los otros eran inmensos. Verdaderas ciudades subterráneas, con largos y anchos túneles por los que circulaban en una y otra dirección las vagonetas, cargadas de mineral. Esquinas, recodos, encrucijadas… Y en el fondo de todas ellas: amores, odios, ocultas rebeldías…
¿Sería tan grave lo hecho por su hijo? ¡La palomita que le metió una puñalada al Diablo!, había dicho el alcalde. No, la acción no era tan sancionable. Simplemente que todos temían al herido y no querían contrariarlo. Miró hacia el almacén Black and Gold. ¿Qué quería decir eso? Black… Allí estaba don Ricardo García bebiendo vino, en tanto que su hijo continuaba en la cárcel.
Desde lejos contemplaron el edificio cuadrado de la prisión. Sus pensamientos horadaron las paredes gruesas, de cemento y ladrillos. Veían a Pacho solo, abandonado en un calabozo estrecho y pútrido. Lo adivinaban debatiéndose contra horribles monstruos brotados entre helechos y líquenes. Creían sentir sus gemidos, sus palabras implorantes, sus súplicas infructuosas… Allí estaba su muchachito. Y no habían permitido, siquiera, que le dieran los dos panecitos para su desayuno.
El Diablo era más culpable que Pacho, indudablemente. Pero él podía agarrar a don Ricardo García por las solapas, golpearle la nariz, romperle los gruesos lentes y escupirle sobre los labios de sátiro, sin que se le diera un ardite. En cambio, Pacho no podía hacer eso. Y Rudecindo y Pastora menos. Por lo tanto había que mantener en la cárcel al más débil y dejar libre al más fuerte, aun cuando la justicia, la verdadera justicia, no lo dispusiera así nunca.
En la galería de sus odios, en el negro túnel de su rebeldía, ya contaba Rudecindo Cristancho con otra estampa. Fue primero la cara de cerdo cebado de míster Brown: luego el rostro, patilludo y agrio del capataz; y ahora esta figura de pájaro del alcalde. Que se tragara la tierra a estos tres hombres; que se vieran forzados a trabajar en La Pintada. Tal era su ideal, su ambición. Y así concebía la revolución social que no tardaría en estallar, como una granada, sobre la aparente calma de Timbalí.
De pronto, todos detuvieron la marcha. Se aproximaba el Diablo.
Rudecindo apretó con fuerza los puños. Aquel hombre era el culpable de su desgracia. Había querido besar a Mariena, y ahora no permitía que pusieran en libertad a Pacho. Pastora, con las manos bajo el delantal sucio que no había pensado en quitarse, se oprimió el vientre como para comunicar al hijo que vendría toda la fuerza de su odio, todo su deseo de venganza. Cándida lo contempló. Era incapaz de aborrecerlo. Lo había amado intensamente durante largas noches, y también con ternura, con fraternidad, en días sin pan y sin abrigo. Ahora no podía odiarlo, aun cuando en un arrebato de furor esas mismas manos que acariciaran su cuerpo hubieran incendiado su casa. Neco fue a su encuentro. Su voz sonó infantil, alegre, saludándolo. Le tendió la mano. Mariena bajó los ojos, ruborizada.
Aquel hombre era la tentación. Era la fuerza, la dominación, la virilidad. Como Cándida, no le tenía rencor, a pesar de que por su culpa su hermano estuviera metido en el hueco fétido de un calabozo. El Diablo se encaminó a ellos. Cojeaba ligeramente. El mentón pronunciado, quizá más amplios los bigotes, más brillantes los ojos atrayentes y perversos. Rudecindo se puso delante del grupo formado por su esposa y su hija, como si quisiera protegerlas. Pensó en la inminencia de un ataque. No tendría conque repelerlo. Pero al menos, allí estaban sus puños de hombre fuerte, de minero, listos para lo que pudiera ocurrir.
—Buenas tardes —saludó. Su voz se perdió, sin respuesta, dentro del ruido matemático de los motores.
—¿Qué desea? —le preguntó Rudecindo, amenazante.
—¿No han querido dejarles ver al muchacho?
Pastora creyó que se lo decía para burlarse de ellos, alegrándose de su desgracia. Y estaba a punto de estallar en sollozos cuando la voz gruesa y bien timbrada volvió a oírse.
—Cándida, usted que creo que es la menos muda de todos, dígame si ya fueron a donde García.
—De allá venimos.
—¿Y no quiso soltarles al hijo?
—No. Ese viejo verde es un sinvergüenza, un borracho. Si le hubiéramos dado cincuenta pesos lo habría dejado libre.
—Yo arreglo ese asunto. Y ustedes no pongan esa cara. De Diablo no tengo sino el nombre.
Lo vieron alejarse, incrédulos. Anchas las espaldas, levantados y fuertes los hombros, bien peinada la cabellera clara, casi roja, como color de fuego. Mariena no pudo reprimir un suspiro que levantó su pecho, en donde un sentimiento nuevo había prendido ya con fuerza avasalladora.
—¿Qué irá a hacer ese hombre, Dios mío?
—No se preocupe, Rudecindo. —Era la primera vez que Cándida lo llamaba así—. Yo lo conozco y sé que la cólera le ha pasado. Es bueno en ocasiones, y ahora está de humor. Con seguridad él conseguirá lo que no logramos nosotros, porque don Ricardo García le tiene miedo.
—Si es así, que Dios bendiga al Diablo.
—¡Qué cosas tan enrevesadas decís, mijo! —lo recriminó Pastora—. Pensá un poco más antes de hablar.
—¿Cómo será su nombre? —preguntó Mariena, ruborizándose de nuevo.
Cándida lo notó. Había sorprendido, también, una mirada profunda, impregnada de deseos, en los ojos del Diablo cuando miró a la chica. Lentamente una idea se formó en su cerebro. ¿Por qué el hombre hacía aquello? Su generosidad no era un hábito, y menos tratándose de alguien que lo había herido. Entonces encontró la causa: estaba enamorado de Mariena.
—No tiene nombre alguno. Todos le dicen el Diablo, y él está así contento. Pero es malo, muy malo.
—Usted dijo hace poco lo contrario —le objetó Mariena.
—No hay que hacer mucho caso de las palabras. En fin, sea como sea, bueno o malo, pecador o justo, él es el Diablo…
Echaron a andar hacia el Black and Cold. En la puerta del establecimiento vieron al alcalde. Larga la nariz, gruesos los lentes, torcida la boca, brillantes de lascivia los ojos miopes. A su lado estaba el presunto padre de Ñeco. Hablaban.
—¿Lo soltará? ¡Señor mío, que dejen libre a Pacho!
—Esto si que tá bueno. ¡Mediante Dios, lo va a sacar el Diablo!
—Ahora es sumercé la que habla, sin pensar, mija.
Cándida rio de la ocurrencia de Pastora. Mariena también sonrió. Se distendieron su labios rojos, jóvenes, puros. Porque a través de su miseria, de su incansable peregrinar por todos los caminos del mundo, esa boca había mantenido intacta su primitiva virginidad.
El Diablo se acercó. Traía en la mano derecha una tarjeta escrita por el alcalde, para el encargado de vigilar la prisión.
—Ya está todo listo. Ahora vengan conmigo hasta la cárcel.
Le obedecieron. El policía que antes los echara con palabras violentas, al leer la tarjeta los miró con mayor respeto y dio orden para que dejaran salir a Pacho. Esperaron, ansiosos. Los ojos del Diablo recorrían el cuerpo de Mariena y lo dejaban desnudo en un instante. Sus senos, altos ya, libres dentro de la blusa; las piernas perfectas, a las que el viento de la tarde ceñía la falda… Le miró los labios y sintió vértigo. Esa muchachita seria suya…, sí, suya. Sonrió. Mariena lo miró en ese momento. Sus ojos se encontraron con las pupilas fijas, metálicas, y un gesto suave, tímido, inconsciente, le curvó los labios en una especie de sonrisa.
La puerta enrejada se abrió y apareció Pacho. Tenía el rostro pálido, pero los ojos alegres y las ropas secas. Tan pronto como vio a Pastora se arrojó hacia ella, rodeándole el cuello con los brazos. Después saludó a Rudecindo; besó a Neco, con ardor, en ambas mejillas; miró a Mariena, a Cándida…, y por último al Diablo. El rostro se le contrajo en una rara mueca, de odio, de agradecimiento…, porque allá, en el patio de la prisión, había sabido que quien acudía a sacarlo era nada menos que el hombre a quien hiriera la noche anterior. Por eso se acercó, tímidamente al principio, decidido después, y estrechó la mano que el otro le tendía.
—Bueno, muchacho. Ya pasaron esas cosas. Ahora seremos amigos.
—Gracias, señor Diablo. Dios se lo pague —dijo Pastora, limpiándose la nariz con la punta de su delantal amarillo.
Rudecindo también le tendió la mano. Había salvado a su hijo de los horrores de la prisión; por eso debía considerarlo como un hermano.
Pastora entregó a Pacho los dos panecillos, y él los devoró con avidez. Luego resolvieron marchar hacia su casa.
Se despidieron, cordialmente, del nuevo amigo. Este envolvió a Mariena en una ardorosa mirada. Ella, como antes, le sonrió. Cándida sorprendió la mirada y la risa, y la serpiente de los celos se le fue enredando en el corazón.