Febrero 17. Sábado7Capítulo

Le dolían los brazos, las piernas, la espalda; la cabeza le daba vueltas; le temblaban las manos, heridas por el duro trabajo. Pensó, con creciente cólera, en el fondo negro de La Pintada. ¿No llegarían a descubrir nunca los cadáveres de los cuatro hombres que murieron dos meses antes? Apenas si habían avanzado un par de metros. Al tiempo que removían los escombros, que cargaban las vagonetas y que destrozaban las rocas, tenían que ir reconstruyendo la galería, clavando a los lados del túnel enormes vigas de madera reforzadas con varillas de hierro, y cruzando por sobre sus cabezas maderos no menos resistentes, amarrados con cables, a fin de sostener el techo para evitar derrumbes. El trabajo era duro. ¿Y qué obtenían en pago? Cuatro pesos con cincuenta centavos que no les habían llegado aún, porque no pagaban hasta el veinte. Bueno, serían cuarenta y cinco pesitos. De algo servirían. Pensó, con miedo, en la acción de Pacho. ¡Había profanado la iglesia, para robar la alcancía de las limosnas! ¿Pero era tan horrible el acto, tan sancionable? En circunstancias normales, sí. Pero no en momentos como aquellos. Era la vida misma la que lo obligaba a proceder así. Él había encontrado una excusa para los pecados de Cándida. Tenía el deber de encontrarla para el proceder de su hijo. La mujer se entregaba a las caricias de otros, no por placer: por necesidad absoluta de dinero para tener con qué vivir. Y ahora, su hijo había robado. Pero no por maldad, por perversión de los sentidos. Solamente por hambre. Entonces, tanto el proceder de la una como las acciones del otro tenían una misma razón: la miseria; y una misma justificación: la necesidad.

¿Y la felicidad? Cuando abandonó los últimos rincones cultivados lo guiaba la ambición de riquezas. Iba tras de la dicha. La buscaba con ansias, como a una cosa venida de la gloria especialmente para él. Compañía Carbonera del Oriente, Timbalí… Aquello sonaba a dinero. Escuchaba casi el rítmico tintineo de las monedas. Allí estaba el porvenir, se había dicho el primer día. Pero nada. Todas las ilusiones fueron esfumándose, hasta que terminaron por convertirse en nubecillas insignificantes, que ya ni siquiera miraba. La felicidad no existía. Todos la estaban buscando afanosamente. Ese anhelo que lo hacía someterse a las frases duras del capataz, al inclemente trabajo de La Pintada; esa ansia de dinero, que no satisfacía nada; esa necesidad física que llevaba a Pacho hasta las puertas de la iglesia, y que le hacía profanar el lugar santo; ese deseo del estremecimiento momentáneo, de la pequeña muerte del orgasmo, que lo impulsaba, con una fuerza cada vez mayor, hacia el cuerpo firme de Cándida… Todo aquello lo hacían en busca de la felicidad, pensó. Y esta no se encontraba ni en la satisfacción del hambre, ni en la posesión de la hembra deseada. La felicidad no existe sobre la tierra, se dijo. Él, inclusive, ya había perdido su nombre. Era el 22048. Una ficha, una piqueta, una pala. Eso era, en las inmensas dependencias de la Compañía, en donde centenares de obreros pasaban de un lado para otro, todos afanosos, todos buscando absurdamente la felicidad.

Los pensamientos de Mariena eran distintos. Tenía fijos, a todas horas, delante de sí, los ojos del Diablo: verdes, con tonalidades amarillas. Ojos felinos, como el color de las aguas pútridas del pantano, como el atrayente brillo de las esmeraldas. Unas pupilas parecidas a las de Cándida, pero con ese embrujo especial que les daba el conjunto del rostro, que les proporcionaban las cejas arqueadas, el mentón poderoso, los bigotes altivos, el cuerpo fuerte, la voz gruesa, que demostraba potencia y confianza…, lo que ella no había tenido nunca; lo que no conocían sus padres; lo que apenas vislumbraba, desde el portal de su infancia, Pacho, que ahora, tendido en el césped, con la cara al cielo, debía estar recordando los detalles del robo. Eran los ojos de la tentación. La perseguían por todas partes. Cuando se desnudaba para acostarse creía que la espiaban, impúdicos, y entonces un súbito rubor le coloreaba las mejillas, y el temor infundado la hacía acostarse vestida para evitar que esas miradas lascivas pudieran conocer su intimidad. En el murmullo del viento entre los árboles lejanos o en el ruido cansón de los motores, le parecía escuchar la risa del Diablo, sus carcajadas frescas como el brotar del agua de una roca, o brutales como el relincho de un semental perdido en la espesa noche de la llanura.

Por primera vez en su vida se había oído llamar linda. Lo había dicho el Diablo. Y también Joseto, el de la tienda, cuando acercó su mano sucia a sus mejillas. Lo recordó con cólera. Lo despreciaba. Sentía por él odio profundo. En cambio el Diablo (¿cómo sería su nombre?) le había gustado desde el principio, por su gesto altanero, por su fuerza. Ella era una muñequita. Era débil, una mujercita que empezaba a vivir. Necesitaba de alguien que la protegiera. Quería sujetarse, someterse, obedecer. ¿Sería feliz? Tal vez no. La felicidad completa no había entrado nunca en sus cálculos. Pero, al menos, su vida no sería tan insoportable como ahora. Miró a sus padres, arrepentida sinceramente de estos pensamientos que habían brotado, incontrolables, en su mente llena de extrañas alucinaciones, consumida por la fiebre, rodeada por las pupilas verdosas de la tentación. Allí era tan dichosa como hubiera podido serlo en cualquier otra parte: envuelta en sedas, en pieles, adornada con joyas… Era linda. Lo habían dicho dos hombres. Se frotó la cara con las manos, como acariciándosela. Se tocó los labios. Sí, era linda. Repitió la palabra en voz baja: linda. Sonaba gratamente en sus oídos.

Mediada la tarde, Pastora, Mariena y Pacho acompañaron a Cándida hasta el hospital de Timbalí, a que le hicieran una segunda curación en las quemaduras. Neco había accedido a quedarse con Rudecindo, quien estaba entregado a la tarea de agrandar el rancho, a fin de que cupieran holgadamente Cándida y su hijo.

Iba cayendo la sombra por las laderas. Serían las cinco y media cuando regresaron. Las heridas causadas por el fuego habían sido, por fortuna, superficiales. Cambiaron el vendaje, aplicaron una segunda capa de ungüento protector, y una nueva inyección desinfectante. Algo más aliviada, Cándida volvía a su nuevo hogar, del brazo de Pastora.

Mariena, adelante de ellas, corría levantando con los pies nubecillas de polvo amarillento. A su lado iba Pacho. La niña lo miraba con orgullo, como si quisiera contarle a todo el mundo que era su hermano y que para no dejarlos sufrir de hambre, había robado la alcancía de la iglesia.

Ya divisaban a lo lejos el basurero. Le habían tomado cariño, esa devoción inquebrantable de los desgraciados por algo que es suyo. Observaron cómo se encendían las luces en las esquinas del barrio pobre y en las residencias de los extranjeros. Los túneles de las minas lejanas, en donde en ningún momento era interrumpido el trabajo, se vieron también adornados con luces doradas. La estación destacó su enorme torre metálica, iluminada con tubos fluorescentes. El ajetreo continuaba en todas partes. La Pintada era un lugar de excepción. Después de la tragedia que consumió cuatro vidas, la dejaron abandonada por un mes largo; y ahora volvían a excavar en su vientre, deseosos de ensanchar la explotación hasta donde fuera posible. La demanda de carbón en la capital era inmensa. Las grandes termoeléctricas lo estaban necesitando en mayor escala cada día. Por eso los extranjeros encargados de la dirección de la Compañía urgían a los capataces, y estos a los obreros, para obtener de ellos el máximo rendimiento.

—Mariena, ¿quién es este hombre? —La voz de Pacho era autoritaria, y su cara infantil estaba contraída en un gesto que denotaba decisión y cólera—. ¿Quién es?

Cuando su boca lujuriosa quiso rozar el rostro de Mariena, sintió en la pierna izquierda un dolor agudo, quemante, como si una víbora lo hubiera mordido. La soltó. Pacho, en un momento de cólera, sin detenerse a reflexionar, viendo en peligro a su hermana, había clavado en el cuerpo del hombre su cuchillo. El Diablo lanzó un grito terrible y se arrancó el arma, que arrojó lejos de sí. Una mancha roja fue creciendo hasta empaparle los pantalones de dril claro.

Ocurrió todo tan instantáneamente que ni siquiera Mariena pudo darse cuenta de lo sucedido. Corrió desesperada a refugiarse en los brazos de Pastora, que acababa de llegar acompañada de Cándida. El Diablo profería maldiciones y palabras soeces; y Pacho, a su lado, entre asustado y valiente, miraba la mancha roja y su cuchillo tirado en la mitad de la calle.

Dos policías subieron corriendo con los fusiles preparados, hacia el sitio de los hechos. Pastora, comprendiendo lo sucedido, se colocó al lado de Pacho, abrazándolo, como protegiéndolo con su cuerpo hinchado por la proximidad del fruto.

—Yo fui, mamacita —dijo Pacho—. Ese hombre trató de besar a mi hermana.

—¿Lo ven? El culpable ha sido este señor. Mi hijo es inocente. Déjenlo ir conmigo. ¡No se lo lleven!

—Eso lo arreglarán mañana en la alcaldía. Pero lo que es por esta noche, este granuja dormirá en los calabozos. No faltaba más. Miren al mosca muerta, tirándole puñaladas al que encuentra. ¡Este país está jodido por eso!

—No se preocupe, mamacita. Hable mañana con el alcalde, a ver qué se hace.

Parecía un hombrecito. Mariena lo miró, orgullosa en medio de su angustia. ¡Había robado para alimentarlas, y había clavado su cuchillo en la pierna del Diablo! Y este… ¡qué hombre tan malo! Intentó besarla allí, en la mitad de la calle, delante de todos… ¡pero tuvo su merecido!

Pastora cayó de rodillas en el suelo polvoriento de la calleja. Allí, medio oculto por una capa amarilla, encontró el cuchillo de Pacho, el mismo que usó para abrir la alcancía de la iglesia. ¡Entonces, había sido su hijo! Pero por defender a Mariena. ¡Con cuánta serenidad lo dijo delante de los agentes! Era muy raro ese muchacho. Doce años… ¡Doce nada más! Había crecido entre los dolores y la miseria, y quizá por eso su alma se había despertado a la violencia tan pronto. Quizá de su infancia sin sol y sin caricias, sin pan y sin ternura, le nacían la rebelión y la cólera.

Cándida la ayudó a incorporarse. Mariena le dio el brazo. Debían llevarla hasta el rancho, pues parecía enferma. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, sin ver nada. Sólo adivinaba, en todas partes, la cara del hijo, de ese muchachito que pasaría la noche en los negros calabozos de la prisión.

Ascendieron por el camino amarillo hacia el basurero. Medio esfumada en el aire crepuscular divisaron la casa. Rudecindo estaba esperándolas, sin sospechar lo sucedido.

Bajó a encontrarlas y palideció cuando vio a Pastora. Pensó que el temido acontecimiento estaba a punto de llegar; que su mujer tendría esa noche un hijo sietemesino…

Luego, a medida que avanzaban, la hija lo fue enterando de todo. Cuando llegó a referir que el Diablo había intentado besarla, Rudecindo sintió que lo invadían la determinación, el deseo de venganza, el ansia de ver correr la sangre de aquel que se atreviera a poner sus manos sucias sobre la cara de su hija. Después Mariena relató la acción de Pacho, la llegada de los policías, las inútiles súplicas de Pastora…

Entraron a la casa, que había sido ampliada por Cristancho. Estaba más limpia. No se filtraba el viento por las rendijas de las paredes ni se veía el cielo iluminado de luna por los huecos del techo. Pastora se recostó, sin decir nada, en el suelo del rancho.

—¿Estará grave? —preguntó Rudecindo a Cándida, señalándosela.

—No. Fue la impresión, pero ya le pasará.

—¿Y Pacho?

—Dijeron que dormiría esta noche en el calabozo y que fueran mañana para que arreglaran con el alcalde.

—¡Maldito sea el Diablo!

—¡Maldito sea! —corroboró Cándida.

—Eso pa qué. Esta noche no nos atiende nadie. Mañana madrugamos a pedirle al señor alcalde que lo deje salir. Él no tiene la culpa.

Rompió a llorar, desconsoladamente. Rudecindo trató de calmarla, pero Cándida le aconsejó que la dejara. Las lágrimas la aliviarían.

Ya había caído la noche sobre el valle. Muy lejos pitó el tren. Aulló un perro. Era el lobo de Joseto, que turbaba por las noches el recogimiento del barrio con sus quejidos casi humanos.

Rudecindo se sentó en el suelo, al lado de su esposa. Cándida se apretó contra Neco, en su rincón. Mariena se acostó, vestida, sobre un pedazo de junco que había encontrado cuatro días antes cerca al charco.

—¡Y yo todavía con su ropa, Mariena! —dijo Cándida—, ¿cuándo podré reponérsela?

—No se preocupe. Yo tengo bastante con esta falda.

No hablaron más. Rudecindo pensó en Pacho, tendido sobre el suelo de cemento del calabozo, como un vulgar criminal. Tendría frío. Rechazó la manta y trató de rezar, pero comprendió que la cólera no lo dejaba. Hizo un esfuerzo para dormirse, por no pensar en nada. Pronto la fatiga dominó su angustia y sus dolores, y el sueño, piadoso, le cerró los párpados y le borró los pensamientos.