Febrero 14. Miércoles5Capítulo

A las seis y media tuvo que marcharse al trabajo. Ya no iba con la misma felicidad de la mañana anterior. Una cólera enorme lo invadía: era el principio de la rebelión. Ahora él mismo lo reconocía. Era un hecho que se había negado anteriormente, pero que las circunstancias lo forzaban a aceptar. No estaba contento con su trabajo. Se le hacía demasiado duro. El capataz les exigía más de lo que podían dar. No los dejaba siquiera levantar la cabeza para limpiarse el sudor con el revés de la manga.

—¡A trabajar, carajo! ¡Aquí no les pagan para que se estén de balde, pendejos!

La voz siempre, persiguiéndolo por todos lados. Aun trepando por el caminillo que llevaba al socavón de La Pintada, le parecía escucharla. Oteó, temeroso, los alrededores; pero no había nadie.

Allá abajo, Cándida continuaba muy enferma. Las quemaduras habían sido de alguna consideración. Pastora trataba de calmarla, pero los dolores deformaban el rostro de la muchacha.

—¿Y se quedará sin castigo ese desgraciado, señora Cándida?

—Nadie puede quejarse si está en una situación como la mía. No era mi casa. Además, el Diablo tiene sus amigos y todos jurarán que estuvo anoche en cualquier vereda de Timbalí, tomando chicha y bailando hasta la madrugada. Solamente hay que esperar a que Dios lo castigue.

—Pero sumercé tá muy enferma. Debería quejarse ante la autoridá, pa que le reconociera algo ese bandido. A lo menos, con qué comprar remedios.

—Iré al hospital. Le pido el favor de que me ayude. Puedo caminar. Allí me harán gratuitamente las curaciones.

—Ni piense en pararse, sumercé. Esas piernas, sobre todo la derecha, las tiene ampolladas que da miedo.

—Si me quedo aquí acostada será peor. Me duele horriblemente la espalda. Es lo que más me preocupa.

—Pues si de verdá quiere irse a que la curen al hospital, yo la acompaño, no faltaba más.

—¿Y… y ropa? ¡Se quemó toda la que tenía en mi rancho!

—Yo le prestó mi falda y mi blusa —dijo Mariena.

—¿Cómo podré pagarles? ¿Cómo?

—No se ponga en esos pensares ahorita. Trate de pararse.

Pastora le ayudó. Gestos de dolor contraían el semblante de Cándida. Le ardían la espalda y el pecho. La pierna derecha es¬taba como paralizada. Apretó los labios; apoyó una mano sobre el hombro de Pastora, la otra en el brazo de Mariena, y pudo sostenerse erguida. Tenía la piel tensa, como a punto de estallar. Inclinando la espalda disminuía un poco el dolor de la quemadura.

—Iremos al hospital. Tengo fuerzas suficientes para caminar.

Entre las dos, madre e hija, la ayudaron a vestir. Le colocaron sobre los senos desnudos, cruzados por el vendaje rústico, la blusa que usaba Mariena en los días de fiesta. Luego, con alguna dificultad, le pusieron la falda.

El cabello, quemado en gran parte, daba a su rostro una apariencia desolada y triste. Las pestañas y las cejas habían sido reducidas a partículas casi invisibles. Le dolían los ojos con la lumbre de la mañana, pero se infundió ánimo. Necesitaba ser fuerte, soportarlo todo. Tenía, al menos, una ambición: vivir para su hijo. Y el Diablo… ¡Oh, con él todo había terminado para siempre!

Pastora dio algunas instrucciones a Mariena, y le puso en la mano una moneda de veinte centavos. Luego pasó su brazo fuerte por la cintura de Cándida, y la animó a andar. Salieron con dificultad por la pequeña puerta del rancho. El sol estaba ya alto en el horizonte, sobre las montañas. El ruido de los motores ponía en el ambiente su nota destemplada, en tanto que el polvo amarillento del camino iba bailando en el viento sus locas zarabandas.

Mariena pudo ver que se alejaban hacia el pueblo que bullía incesante, más allá del montecillo en donde se levantaba su casa. Luego miró los escombros, negros aún, amenazantes. Pacho, llevando de la mano a Neco, rebullía con una varilla torcida los tizones, y sacaba los restos quemados de la ropa de Cándida.

—Espéreme aquí. Voy hasta la tienda a comprar una libra de sal para la mazamorra.

Se alejó hacia el establecimiento de Joseto. Pacho y el niño, entretenidos, continuaron en su labor. Abandonó el camino y penetró en la calle por donde transitaban los camiones hacia las dependencias oficiales de la Compañía Carbonera del Oriente, llevando o trayendo obreros, materiales o carbón, del que distribuían en los pueblos vecinos. El polvo se metió por entre sus alpargatas viejas. Lo sacudió. Le tenía miedo, odio, asco. Era como un velo eterno, intangible, tendido sobre el valle. Como el distintivo de Timbalí: la tierra amarilla, pegajosa, asfixiante.

Se acercaba un camión cargado con madera, destinada sin duda a la construcción de otro túnel en cualquier parte de la montaña. Ella se hizo a un lado y se tapó la nariz con la punta de su delantal. Esperó a que el carro pasara. Pero se detuvo a su lado, con un brusco chirrido.

—¡Hola, linda! ¿Qué haces por aquí tan sólita?

¿Le hablaban? Alzó los ojos y vio que del camión descendía un hombre corpulento, con los bigotes retorcidos, largo el mentón, arqueadas las cejas. La apariencia, en conjunto, no era desagradable. Había algo diabólico en aquel rostro, pero esa misma mueca extraña atraía con fuerza irresistible.

Trató de seguir su camino, pero el hombre se lo impidió, colocándose frente a ella.

—Bonita. ¿Cómo te llamas?

No le contestó. Tuvo miedo. La proximidad varonil la estremeció. Su cuerpo virgen se oprimió angustiosamente; las mejillas se le acarminaron y le temblaron los labios.

—Te ves muy bella así —le dijo, aproximándose—. Tienes que ser mía, chiquilla. Cuando el Diablo quiere una cosa…

¡Era el Diablo! Mariena echó a correr hacia la tienda, levantando sobre la calle pequeñas nubecillas doradas. Oyó, a sus espaldas, una carcajada igual a la que escuchara la noche anterior, cuando fue incendiada la casa de Cándida.

Al entrar a la tienda estaba sofocada. Tanto, que ni siquiera atinó a contestar cuando Joseto le preguntó qué se le ofrecía. Se reclinó vacilante, contra el mostrador. La fatiga levantaba la doble floración de su pecho. Joseto se quedó mirándola. ¿De dónde aparecía aquella muchachita que él no viera nunca por los alrededores?

—¿Qué quieres, preciosa?

—Una… una… libra de sal —pudo decir por fin.

En esos momentos oyó unos pasos duros en la acera. Los pasos se detuvieron y su corazón pareció dejar de latir por unos segundos.

—¿Por qué me tienes miedo? El Diablo no es malo, chiquita. Todo lo contrario.

La voz era fuerte, gruesa. Daba una impresión de poderío, de dominación, de mando. Como toda su persona. Como sus hombros cuadrados, o sus manos grandes y musculosas, o sus bigotazos retorcidos.

Dio la moneda de veinte centavos y salió de la tienda. El Diablo trató de sujetarla por un brazo, pero ella se desprendió con tal violencia que lanzó al hombre contra la pared.

—¡Caray, tiene madera de luchadora la condenada!

Corrió cual si la estuvieran persiguiendo legiones de demonios. Era uno solo. El Diablo. El… ¿cómo diría ella? El amante de Cándida. Sí: el amante de Cándida. El que vivía al lado de esa pobre mujer que ahora iba camino del hospital de Timbalí, a que le curaran las quemaduras. ¡El Diablo! Tenía que ser un hombre malo, perverso como el que más. Por algo le habían puesto ese nombre. ¡El Diablo! Sus pies, sobre la calle, levantaban remolinos dorados. Allá lejos alcanzó a divisar el basurero donde vivía. Apresuró la carrera. Su cuerpo ágil pronto hizo enorme la distancia entre ella y su perseguidor. Pero este pudo darse cuenta de que la muchacha entraba al rancho vecino al que él incendiara, loco de pasión y de furor, la noche antes. ¿Sería hermana de Cándida? Tenía su mismo cabello negro, su mismo cuerpo cimbreante, firme… Pero no. Los ojos de esta eran negros, intensos; la piel morena… ¿Quién era, entonces? Decidió averiguarlo pronto. Con el pretexto de visitar a Cándida iría a la casa. Con este propósito subió al camión. Lo prendió y arrancó, dejando tras de sí grandes nubes de polvo.

Iban a ser las doce cuando llegaron Cándida y Pastora. Aquella caminaba con más seguridad. Le habían vendado la espalda y el pecho, colocando sobre las quemaduras un ungüento a base de penicilina. Le aplicaron, finalmente, una dosis fuerte de antibióticos. En todo caso, su estado no era de gravedad.

Mariena ocultó a su madre la aventura de la mañana, que la había tenido intranquila por mucho tiempo. Le parecía oír aún, en medio del ruido de los motores, la risa fuerte del hombre. Se tocaba el brazo derecho, sobre el cual se habían posado, como garfios, sus dedos, cuando salió de la tienda de Joseto. Veía entre las brasas del fogón sus pupilas perversas…

Después llegó Rudecindo. Sólo la cara podía distinguírsele. El cuerpo todo era de un color uniforme. Una gruesa capa de polvo, mezclada al sudor que empapaba sus ropas, lo había tornado como una estatua animada cubierta de cemento amarillo. El mismo maldito polvo de los caminos, de las ventanas, de las montañas. Quizá el que nacía de los hierros oxidados, del carbón picado en las minas, de la ceniza de las locomotoras y de las grúas.

Se tendió, fatigado, en el suelo. Ni siquiera se acordó de Cándida. Pensaba sólo en sí mismo; en que ya estaba llegando al colmo de su paciencia; en que sentía crecer a cada instante la rebelión, el ansia de destrucción, de acabar con aquellas mansiones lujosas que se veían brillar en el barrio rico de Timbalí. Go out, go out! ¿Quién era ese extranjero para arrojarlo de su propia tierra? Y el rostro curtido del capataz, sus patillas negras, sus frases hirientes… Miró a Pastora. Bajo el viejo y sucio delantal el vientre le crecía. Ya pronto tendrían otro hijo. Pensó en la pobreza, en el desamparo. No tenían dinero, casa, pan. Y una boca más para alimentar; un cuerpo más para vestir; un cerebro más para que él germinara, después, la rebelión sembrada con su propia sangre. Mentalmente deseó que ese hijo no llegara; que muriera al nacer; que se fuera directamente al cielo de donde no debía haber bajado nunca hasta el valle de lágrimas de la tierra.

Oyó, adentro, la voz de Cándida.

—¿Cómo sigue? —preguntó a Pastora, en voz baja.

—Mejor. Hoy fuimos al hospital y le hicieron unas curaciones muy buenazas.

Recordó sus senos firmes, dorados, de pezones oscuros. La vio casi desnuda, recortada contra el fondo rojo del incendio. Le pareció sentirla así, entre sus brazos, y creyó aspirar de nuevo el olor de su cuerpo. Decididamente el sol lo hacía ver cosas horribles. No debía tener aquellos pensamientos. Desterrarlos, desterrarlos… Y la voz de ella, de nuevo en la caracola de su oído… Escuchó los pasos de la mujer, que se acercaba. Obstinadamente mantuvo cerrados los ojos, pero luego los abrió, con lentitud. La vio sentada sobre el césped, encogida, silenciosa. La cara había perdido su frescura juvenil; los cabellos quemados le restaban belleza. Pero él solamente veía su cuerpo erguido y firme, como lo sintiera la noche anterior entre sus brazos, impulsado por el terror. Estaba muy bonita con la blusa blanca de Mariena. Y su hija, ¿qué se pondría después, los domingos? Cándida… Había venido a transformar sus vidas, a revolucionarlas. Y él pensando en ella a toda hora, ¡cómo si no tuviera otra cosa que hacer! Desvió su cerebro hacia el socavón de La Pintada. Cuatro esqueletos le bailaron de nuevo en las pupilas. Se sentó, con rudeza, con los ojos muy abiertos para que copiaran el paisaje real, el charco de aguas pútridas, los escombros del incendio, el cuerpo encogido de Cándida…