Aún no eran las seis cuando se levantó. Estaba contento. Iba a trabajar en el socavón de La Pintada, a ganar en el día cuatro pesos con cincuenta centavos. Lo suficiente para comprar el pan, la sal, la harina… y carne los domingos. Con aquello tenían para no pasar hambre. Y, también, para no vivir arrimados a Cándida. Oyó el llanto de Ñeco, el muchachito anémico; y vio en la puerta, como el día de su llegada, la figura grácil de la mujer que lo observaba con sus ojos extraños, que parecían estar en un perpetuo incendio.
—¿Tan temprano y ya levantada?
—¡El chino este no me deja dormir! Y usted, ¿ya va para el trabajo?
—Ya casi. Tenemos que estar a las siete.
Se encaminó al charco y en un pequeño pozo de agua limpia hundió las manos fuertes, nervudas. Luego se empapó con el líquido frío la cara y la cabeza y puso especial cuidado, en alisarse los cabellos, cosa que casi nunca hacía. Pero aquella ocasión era extraordinaria. Había logrado su empeño: trabajar en la Compañía Carbonera del Oriente. Allí estaba el porvenir; allí la estabilidad económica; allí el dinero que, lentamente ahorrado, podía invertirse en negocios lucrativos. Le había contado Pastora, a quien debió decírselo Cándida, que Joseto, cuando llegó a Timbalí, era un obrero que ganaba dos pesos diarios trabajando en las minas, Y ahora, ¡había que verlo! Su tienda, una de las mejores del barrio; y dinero suficiente para prestarle a los amigos, siempre y cuando le dieran alguna garantía de importancia. Para obtener un ideal hay que sacrificarse. Rudecindo Cristancho estaba decidido a todo. A soportar lo que viniera. Sufrimientos, dolores, angustias… Pensó en su hijo, en el que llegaría al mundo setenta o sesenta días después. No le pondría su mismo nombre. Era muy rústico, muy vulgar. Si fuera una niña la llamaría… Pastora. Sonaba bien. Quizá le gustaba porque lo había oído durante quince años ya.
La esposa se levantó también, y se apresuró a prender la hoguera para hacer el caldo. Las llamas, amarillentas en la lechosa claridad del amanecer, se elevaron entre las tres piedras, lamiendo los costados de una olla pequeña, que les había prestado Cándida. Echó agua limpia, un puñado de cebolla y sal. El agua fue calentándose hasta que hirvió. Entonces la sirvió en una taza, también prestada por Cándida, y la ofreció al esposo. Este la tomó apresuradamente. Se despidió de Pastora. Le dolía dejarla, pero era necesario. Las circunstancias actuales lo obligaban a romper su método común de vida. En las labores del campo casi siempre estaban los dos juntos. Ya fuera desmatando un potrero, deshierbando el trigo, en fin… Pero allí no podía acompañarlo. Eran negros socavones, corredores inmensos abiertos en la cordillera; eran rostros duros, palabras y órdenes concebidas de acuerdo con el medio y, como él, fuertes y ásperas; eran hombres ennegrecidos por el sudor y por el polvo, enterrados vivos en el fondo de las minas, como topos. Seres expuestos a morir en cualquier momento: un derrumbe, una viga que se pudre por la humedad, una varilla mal templada que se dobla, una explosión…
El túnel de La Pintada estaba ubicado cerca del basurero en donde vivían. Casi alcanzaba a divisar la boca negra de la mina. Por ella tendría que penetrar, con otros nueve compañeros, al mando de un hombre despiadado que les pediría más y más rendimiento, como si en vez de seres humanos fueran bestias. Pero pagaban en el día cuatro con cincuenta, y de no aceptar ese trabajo él se vería obligado a pedir limosna o a robar para conseguir el pan de cada día.
Tomó el camino que trepaba por la falda de la montaña. Estaba formado por salientes de rocas negras que hacían una especie de escalera. Crecían, entre la tierra seca, árida, matas de penco y de espino. Un cuervo solitario, parado sobre la rama gris de un pino, lanzó un graznido y se alejó, pausadamente, batiendo en el aire los pañuelos enlutados de sus grandes alas. Rudecindo lo vio perderse tras de la línea vaga del horizonte. Así querría volar. Tener facultades para caminar, en un segundo, de una parte a otra, sobre la faz enorme de la tierra. Y abarcar los paisajes desde lo alto. Ver a los hombres como granos de arena, como moscas sobre un mantel verde. Los hombres… Eso eran. Eso era él. Gusanos que luchaban unos contra otros, porque tal era su destino. Peleaban por un pedazo de pan, por un trozo de tierra. Las contiendas eran individuales o colectivas. Individuales, cuando dos sujetos se liaban a puñetazos o a tiros, por circunstancias baladíes, por política, por rencores pasajeros. Y colectivas cuando eran dos ejércitos, comandados por dos inteligencias, los que medían sus fuerzas para apoderarse de un país ajeno, para dominar a unos pocos mediante el sufrimiento de muchos.
Dejó de pensar en eso y continuó avanzando. El sol apareció en la cumbre del monte: dorado, redondo, enorme. Ese sol de la zona tórrida. El mismo que en el Llano es una bola de fuego que corre sobre los pajonales. El sol que él recordaba haber visto más de una vez, allá en las brumas de su pasado.
Miró hacia arriba. Aún faltaba un buen trecho. Alzó los ojos al cielo, hacia el sur, y vio bajar una góndola cargada de carbón. Otra subía y en un lugar determinado se encontraron. Tenía que dominar el miedo absurdo que lo oprimía. Necesitaba adaptarse al medio, aun cuando el esfuerzo fuera agotador. El hombre, pensó, es un animal de costumbres. Él estaba decidido. Se repitió, mentalmente, esta determinación de soportar las vejaciones y los sufrimientos. Y ofreció a su Dios esos dolores físicos y morales para pedir que el nuevo ser, su hijo, que abriría dentro de poco los ojos al mundo, no sufriera nunca lo que él; que tuviera, cuando mayor, una estabilidad monetaria suficiente para no doblar las espaldas ante el desprecio de los poderosos.
Ya se veía claramente la boca del túnel. Era bastante ancha, y en ella penetraban las cintas paralelas de los rieles, sobre los que brillaba el sol naciente. Unos vagones volcados mostraban sus vientres cruzados por hierros en todas direcciones. Había sido, quizás, un accidente. Allí podría acabar su vida cualquier día, por cualquier circunstancia. Y entonces ¿qué sería de Pastora y de Mariena? ¿Se verían obligadas a seguir el ejemplo de Cándida, a servir de juguete a hombres desconocidos a quienes sólo interesaba su propio placer? Apretó las manos, como en otra ocasión. Su vida valía mucho. Aun cuando pareciera absurdo, era la verdad. Debía cuidarse. No por él: por ellas. Pacho, en fin, era un hombre. Podía dar en la vida cuantos botes quisiese. Ser ladrón, ser cualquier cosa, buena o mala. Podía estar en presidio. Pero, como hombre, siempre caería de pies. Mariena lo preocupaba horriblemente. Y sobre todo ahora, porque la había notado distinta, alejada, perdida en el mundo fantástico de sus propios ensueños.
Alargó el paso. Se terminaron las escalerillas negras y llegó a una meseta artificial de unos cincuenta metros cuadrados. Observó con curiosidad los vagones que, panza arriba, se iban pudriendo lentamente. Hizo girar una rueda y oyó un chirrido desagradable. Falta de grasa, pensó. Los rieles se perdían en el fondo oscuro del túnel. Cerca de la boca de la mina se veía una complicada instalación, a la que se acercó con recelo al principió, con mayor confianza después. Era una torre metálica, parecida a la que se alzaba en la estación, pero más pequeña. De allí partía un cable, sumamente grueso. Se veían, pendientes de él, tres grandes góndolas abandonadas, oxidadas ya. Comprendió que el carbón salía del fondo de las minas en las vagonetas, y que luego los obreros lo colocaban en las góndolas que iban a dejarlo en la estación ferroviaria. Un tablero de múltiples aparatos, lleno de números y de rayas negras y rojas, estaba colocado en uno de los extremos de la torre, cerca de un cómodo banco tapizado de cuero, que el tiempo inclemente había deteriorado.
Rudecindo se asomó a la mina. Un olor desagradable lo hizo retroceder. Era una mezcla de tierra, de humedad, de gas irrespirable. Allí debía trabajar, en adelante, hasta cuando consiguiera algo mejor. Trabajaría con fe, con ahínco, con ejemplar constancia, y así evitaría que lo despidieran. Recordó su casucha, esa miserable construcción en donde vivían. Tenía que conseguir algo mejor para alejar a los suyos del sitio en donde se arrojaban los desperdicios, y para alejarse de Cándida. Porque aun cuando no estuviera dispuesto a admitirlo, la mujer iba tomando una creciente influencia en sus pensamientos, en sus deseos. Solo, sin que nadie pudiera conocer lo íntimo de sus sensaciones, se confesaba que Cándida le gustaba, no como amiga ni como bienhechora, sino sencillamente como hembra. Evocaba el movimiento armonioso de sus caderas y de sus hombros cuando caminaba, y le parecía tenerla allí, representada su cabellera en el carbón regado por la meseta, y sus ojos asomados a los pequeños charcos de aguas verdosas que se habían formado bajo los controles de la torre, y que el sol veraniego no había sido capaz de secar. Cándida… Recordó al Diablo. Bueno, era mejor no pensar en ese personaje que se le iba haciendo fabuloso, como aquel otro, el Rebelde, al que había conocido como un ser con cachos y cola a través del catecismo que le enseñaron los sacerdotes.
—¡Madrugador usted, caramba!
Volvió la cabeza y se encontró frente a un hombre pequeño, de treinta años, quizá más; negro y liso el cabello; pobladas las cejas y bien cuidado el bigote; unos ojos francos y altivos; la boca como una cortada en la mitad del rostro, tan tenues eran los labios. El mentón firme denotaba decisión y valentía. Un hombre, en fin, que, aun cuando de apariencia débil, daba al mismo tiempo la impresión de tener un carácter bien forjado.
—Buenos días le dé Dios. Ya ve, estoy conociendo estos lugares en donde me tocará trabajar de hoy en adelante.
—Seremos compañeros. Mi nombre es Paco Espinel.
—Y el mío Rudecindo Cristancho, para servirle.
Se estrecharon las manos amplias, francas, abiertas para la amistad.
—¿Cómo le parece este trabajito, compañero?
—Pues sumer… pues compañero —dijo Rudecindo, haciendo un esfuerzo para no aparecer tímido—, francamente no sé qué decirle. A mí me ha gustado echar azadón, darle a la piqueta, porque es mi elemento, mi ambiente. Yo me crie en el campo.
—A mí también me gusta eso. Pero creo que no será muy grato llegar al fondo del derrumbe. Los cadáveres deben oler aún.
—¿Cadáveres? —preguntó Rudecindo.
—Sí, compañero. ¿Acaso no lo sabía? La mina sufrió un accidente y murieron cuatro hombres. Quedaron sepultados bajo toneladas de roca. De esto hace ya un mes. Ahora tenemos que reconstruir el camino. No va a ser cosa fácil ni agradable. Pero como no hay más en que trabajar…
¡Cuatro muertos! Aprisionados por la roca, espichados como ratones en su madriguera… Sí, porque eso eran ellos: ratones trepanando la montaña en busca de mineral que llenara de dinero las manos y los bolsillos de otros que, en sus oficinas, no se detenían a pensar en los sufrimientos de quienes estaban exponiendo por ellos su vida. ¡Cuatro muertos! Rudecindo miró, incrédulo, a su interlocutor. Pero el hombre tenía francos el ademán y la mirada. Indudablemente estaba diciendo la verdad.
—¿Y por qué se derrumbó la mina?
—Cuentan que uno de los obreros, que era novato, llevaba fósforos y cigarrillos, y que le dio por fumar para entretener el trabajo. Tan pronto como prendió el fósforo, el gas de la mina hizo explosión y todos quedaron allí, tal vez muertos instantáneamente. La impresión de los compañeros fue terrible. Los patrones tan sólo ordenaron a los capataces registrar a los obreros, antes de permitirles la entrada al trabajo, con el fin de cerciorarse de que no llevan fósforos ni cosas por el estilo. Ahora no se han repetido los accidentes.
—¿Y hace más de un mes?
—Sí. Voy a decirle la fecha exacta. —Y sacó una libreta muy vieja del bolsillo interior de su saco—. Eso ocurrió el veintinueve de diciembre pasado. Un mes y medio ya.
—¡Qué cosa tan horrible! ¿Sumer… Usted, compañero, no tiene miedo?
—¿Y quién no? En cualquier momento de la vida el miedo nos llega. En una pelea, el de sucumbir. Cuando tenemos dinero, el de perderlo. Y cuando no lo tenemos, el de morirnos de hambre.
—¿Y ahora?
—Es indudable que el miedo existe, pero debemos disfrazarlo, darle alguna explicación. Por ejemplo… Bueno, pensar en otra cosa. Yo me detengo a meditar en mis dos hijos, que carecen de madre, porque la sinvergüenza… En fin, compañero, son cosas de las que no se debe hablar. ¿Usted es casado?
—Hace quince años.
—¿Y su mujer, es buena?
—Es una santa mi pobre Pastora. Ha sufrido todo por andar con yo. El hambre, hasta la falta de ropas decentes.
—Dichoso usted, compañero. Mi mujer se largó con un chofer hace dos años. Después vino a rogarme que la perdonara, y traía la descarada un chino del otro haciéndolo pasar por mío. Le tiré la puerta por las narices y nunca más volví a verla.
Inclinó la cabeza, como avergonzado por la confidencia. Rudecindo, en un arranque de camaradería, extraño en él, le palmoteo la espalda.
—Todos sufrimos, compañero. Toditos los que vamos por este valle de lágrimas, como dice la Salve.
Oyeron voces y se volvieron para ver de qué se trataba. Nueve hombres subían por el mismo camino que recorriera, hacía rato ya, Rudecindo.
—Allí vienen nuestros colegas —dijo Espinel, abandonando su melancolía—. No conozco a ninguno… En fin, los dos ya somos amigos.
—Sí, compañero.
—Ustedes van a trabajar conmigo, ¿no es así? —preguntó uno del grupo. Era alto, fornido, con un rostro que podría ser agradable a no ser por las desmesuradas patillas que le daban un aspecto de criminal despiadado.
—Sí señor —contestaron a un tiempo.
—Soy el capataz. Creo que les advertirían que aquí mando yo.
Asintieron de nuevo.
—Bueno, vinimos a trabajar, y duro. Entre esa vagoneta volcada hay herramientas suficientes. Todas están buenas. Tome cada uno una piqueta y una pala. Y entre todos vamos a levantar estos dos carros, que serán necesarios para sacar la tierra del derrumbe.
Así lo hicieron. Después de escoger las herramientas, unieron sus fuerzas y levantaron parcialmente el primero de los carros. Luego, de un empujón, lo colocaron en posición normal, sobre los rieles. Hicieron lo mismo con el otro. Los engancharon entre sí y los empujaron hacia la negra boca de la mina, satisfechos al comprobar que aún funcionaban.
—¿Alguno carga fósforos o cigarrillos? —Y como todos contestaron negativamente, agregó—: Adentro, pues. ¡A darle duro y parejo!
Siguieron tras el capataz. Espinel y Rudecindo iban cerrando la marcha. Este tuvo un momento de vacilación. El compañero lo notó y lo animó a seguir, con un gesto. Entonces penetró en la mina de La Pintada.
La luz fue amortiguándose, hasta hacerse imperceptible. El frío, la humedad, el olor asfixiante, los atemorizaban. La oscuridad era ya casi absoluta. Sin embargo alcanzaban a distinguir las gruesas vigas que sostenían otras que formaban una especie de embovedado contra el techo rocoso. Estaban ligadas entre sí por gruesos cables o clavadas con enormes puntillas especiales. El suelo era blando, lleno de un polvillo gris, como ceniza. Los rieles corrían por la mitad de la galería.
Rudecindo sintió oprimida la garganta. A pesar del enorme frío que reinaba en la mina el sudor empezó a empaparlo. Trató de serenarse. Ninguno de los que iban a su lado tenía miedo. Solo él. O quizás los otros estuvieran en las mismas circunstancias. Pero, al menos, no había necesidad de demostrarlo. Estaría sereno, aparentemente. Y vencería su terror. Lo agarraría, como a un ser tangible, y lo estrangularía con sus propios dedos.
La sombra era completa. El capataz encendió la linterna.
—Debemos revisar los cables de la luz —dijo—. Está dañada desde el mismo día del derrumbe, pero creo que la cosa no es grave. ¡No puede hacerse la conexión mientras no encontremos el daño, pues se produciría un cortocircuito y entonces sí que sería buena la vaina!
La linterna sembró un chorro amarillo de lumbre en la oscuridad del socavón. Se divisaron los cables. Eran de un color rojo encendido, y corrían pegados con grapas a las vigas que formaban el techo del corredor subterráneo.
—Hasta aquí van bien. Quizá más adelante…
De pronto se detuvo. Habían llegado al derrumbe.
—Bueno, a trabajar. Y duramente, ¡carajo! El que sea flojo que se devuelva.
Alistaron las piquetas y las palas. Espinel habló entonces:
—Capataz, aquí se termina la conexión eléctrica. El cable está trozado.
El otro lo examinó detenidamente, bajo la luz de la linterna. En efecto, uno de los cables aparecía cortado. El otro se perdía bajo los escombros.
—¿Tiene usted una navaja?
—Aquí está.
Partió el cable. Luego, quitándole el caucho y la pasta protectora, dejó al descubierto los alambres, que conectó a un portalámpara que guardaba en el bolsillo.
—Bombas hay suficientes y creo que casi todas están en buenas condiciones. De manera que dentro de un rato ya podemos encender la luz, para trabajar más cómodamente, y meter hasta aquí los dos vagones.
Rudecindo contempló asombrado el aspecto de desolación que presentaba la mina, ahora sólo en penumbra bajo el débil haz de la linterna. Hasta aquel sitio todo había marchado muy bien. El corredor parecía tener firmes cimientos; las vigas clavadas contra el muro, de lado y lado, y las que sostenían por sobre sus cabezas el techo, estaban en sus puestos, sin dar muestra alguna de que pudieran ceder. Pero allí parecía terminarse el mundo. Todo era confusión. Los rieles desaparecían bajo un montón de rocas; la tierra espesa, húmeda, obstruía por completo el paso; vigas rotas, palos desastillados, de todo se alcanzaba a divisar en la penumbra, como en un cataclismo.
—Es mejor que salgamos —ordenó el capataz—. Puede ser que la instalación tenga otro defecto, y entonces explotaría sabroso La Pintada.
Lo siguieron. La oscuridad fue desvaneciéndose gradualmente. Primero se hizo azul, después gris, y por último el sol invadió con sus rayos vivificadores los ojos de aquellos que iban a reconstruir las galerías y a sacar los cadáveres de cuatro obreros, muertos semanas antes.
—Va a estar medio griego poner a marchar esto nuevamente —dijo el capataz, observando con desconfianza el enorme tablero lleno de diversos instrumentos.
Los diez obreros bajo su mando lo miraban en silencio. Hasta entonces Rudecindo no había tenido tiempo de examinarlos. Pero ahora los vio, a plena luz del sol. Eran muy parecidos. Quizás él tuviera el mismo rostro que ellos: hundidas las mejillas, prominentes los pómulos, opacos los ojos, sucio el cabello… En todos esos semblantes se reflejaban la miseria, el abandono, y una especie de resignación que era contenida cólera. Una resignación que sólo esperaba una chispa para convertirse en incendio. Porque bajo todos esos cabellos hirsutos y sucios, allá en el fondo de todas las conciencias, la rebelión estaba escondida como un monstruo prehistórico, listo a enseñar las garras cuando llegara el momento, cuando la revolución social, anunciada por unos, deseada por otros, temida por los más, se iniciara en las calles y en los socavones de Timbalí.
Rudecindo lanzó una exclamación cuando vio saltar una chispa en el tablero sobre el cual manipulaba, afanosamente, el capataz.
—¡Funciona! —exclamó este, triunfante—. Ya está hecha la conexión. Ahora veamos si la luz prende dentro de la mina.
Movió una palanca hacia arriba. Multitud de lámparas florecieron en la oscuridad del túnel. Permanecieron unos segundos en silencio, conteniendo el aliento. No pasó nada. Luego respiraron con mayor confianza.
Los vagones iban impulsados por un mecanismo eléctrico especial dispuesto en el primero de los dos, al que le prestaba la fuerza necesaria para empujar o halar al otro. El capataz, conocedor ya del oficio, subió al vagón y le dio arranque. Demoró unos momentos. El óxido, el abandono… Iba a desistir de la empresa cuando un brusco tirón estuvo a punto de enviarlo a tierra. Entonces los obreros se treparon al segundo vagón, y el rústico ferrocarril empezó a correr dentro del socavón de La Pintada.
La mina presentaba ahora un aspecto diferente. Ya no era oscura. La luz se quebraba en las rocas brillantes y negras, que las vigas parecían sostener trabajosamente. Avanzaron con mayor rapidez y así no tardaron en llegar al lugar del derrumbe, en donde el capataz frenó la máquina. Todos se apearon.
—A darle duro ahora sí. Tenemos que abrirnos paso hasta el otro lado.
Se inclinaron con ánimo decidido. Las piquetas golpearon las rocas. Las palas se llenaron y fueron vaciándose luego en los vagones, que esperaban su cargamento para arrojarlo afuera y regresar.
Rudecindo no podía apartar su pensamiento de la tragedia. Cuatro hombres, cuatro personas como él, quizá con esposa, con hijos… La pobreza los había obligado a engancharse como mineros; a trabajar en el fondo de La Pintada, golpeando las rocas negras para obtener el carbón que luego transportaban las vagonetas, las góndolas, el ferrocarril… Y de repente en medio del silencio y de la soledad reinante en la penumbra de la mina, el estampido, el derrumbe. Debieron morir instantáneamente. ¿Encontrarían los esqueletos, o los cadáveres espichados, irreconocibles, con principios de putrefacción? Pensó que era un descuido imperdonable de los empresarios permitir que esos cuerpos permanecieran, por un tiempo tan largo, dentro de la mina; que alguno de ellos había podido quedar con vida, y que su muerte habría sido horrible viendo cómo el aire se acababa, se envenenaba, cómo el agua y los alimentos no llegaban nunca y cómo los gritos se ahogaban en un espacio cerrado, llenando solamente sus oídos… La muerte, en esa forma, debía ser tremenda. Deseó que ninguno hubiera padecido esos tormentos.
Caían las diez piquetas rítmicamente. Las palas, al llenarse de tierra y de piedras, producían un sonido peculiar, que repercutía en el túnel. Rudecindo miró hacia afuera, hacia el lugar por donde habían entrado. Estaba claro, porque las bombas lo iluminaban. Pero él era ya un escarabajo, un topo, un ratón, trepanando el vientre de la cordillera, profanando las entrañas negras de la montaña…
—Oiga, viejo sinvergüenza, ¡aquí no vinimos a dormir sino a trabajar!
La voz del capataz lo hizo inclinarse. Dobló el cuerpo y enterró la piqueta, con fuerza, en la compacta masa formada por las rocas y la tierra.
Cuando estuvieron cargadas las dos vagonetas, el capataz las impulsó hacia la salida. No tardó en llegar a la boca del túnel. Avanzó con su cargamento hasta un sitio en donde los rieles, especialmente acondicionados, permitían a la vagoneta dar una vuelta casi total, sin peligro alguno, con el fin de arrojar la tierra o el carbón. Bajó antes de imprimir a la máquina el impulso para que realizara la maniobra. Vio, satisfecho cómo uno tras otro los dos carros iban vaciando su contenido de rocas y de arena. Luego subió a su puesto de manejo y regresó a la mina.
Los obreros sintieron aproximarse el aparato y reanudaron el trabajo, momentáneamente abandonado para hablar de cosas que les interesaban: las causas del accidente, el descuido de los patronos, la situación de las viudas y de los huérfanos.
Así transcurrió la mañana. Hasta el fondo del socavón llegó el sonido claro, amigo, de la sirena de la Compañía, que indicaba la hora del descanso.
—A la una y media los espero, a todos. Ni un solo minuto de retraso porque doy parte a la oficina de personal, y… ojos que te vieron…
Rudecindo se despidió de Espinel, quien tomaba por un camino distinto, hacia la vereda de San Juan de la Peña en donde vivía con sus dos hijos. Los otros se regaron en diversas direcciones. Por el caminillo de lajas, por esa especie de escalera natural, que el tiempo, las lluvias y los pasos habían formado, bajaron solamente Cristancho y otro, un muchacho de unos veintidós años, pálido, de brillantes ojos claros y espesa cabellera oscura.
—¿Usted ya había trabajado en estas cosas? —preguntó a Rudecindo.
—No señor: es la primera vez.
—¿Cómo le parece? ¿Le gusta?
—Como da para comer…, con eso hay.
—Creo que todos tenemos el mismo jornal, ¿no es cierto?
—Yo gano cuatro con cincuenta.
—Yo también. El capataz me parece que tiene doce pesos.
—Y es el que menos trabaja.
—¡Así es la vida!
Continuaron el camino en silencio. Al llegar a un punto cercano al basurero, se despidieron.
Rudecindo miró, desde allí, su casa. Salía un pequeño chorro de humo del fogón al lado del cual estaban sentadas Cándida, Mariena y Pastora. Habían resuelto, sin duda, hacer la mazamorra en compañía, como el día anterior. Neco jugaba con Pacho, montando sobre sendas canecas inservibles.
Sudoroso, con el rostro cubierto por una capa de polvo amarillento, dé ese mismo que llenaba las calles, que opacaba el verdor de los árboles y empañaba los ojos de los niños, lo vieron cambiado, extraño. Era el recuerdo de la tragedia. Era el pensamiento de que cualquier día, por la imprudencia de un compañero, podría quedar él también, roto el cuerpo y fugitiva para siempre el alma hacia las regiones desconocidas, aplastado por el peso de centenares de toneladas de roca. Resolvió no referir a nadie la horrible historia de La Pintada. Recibió con agrado las muestras de cariño de los suyos, y hasta pudo estrechar, con franca cordialidad, la mano extendida de Cándida. Luego saboreó la mazamorra que le tendía su mujer dentro de la taza de barro prestada por la vecina. El trabajo le había producido hambre. Le dolían los brazos y creía tener aún la espalda inclinada sobre los escombros. Se estiró sobre el pasto, intentando una siesta, pero los gritos llorones de Neco lo hicieron abandonar el proyecto. Se había caído de su cabalgadura metálica y ahora lo traía Pacho en brazos, para entregárselo a Cándida.
Cuando calculó que había descansado bastante se despidió de sus hijos, de su esposa y de su vecina, y se marchó hacia La Pintada por el mismo tortuoso camino.
Y pensó, con temor, en que la montaña era como un ser tangible, racional, que quisiera vengarse de su intrusión echándoles encima sus entrañas.
De nuevo se sintió rodeado por el miedo. Era como una masa de oscura gelatina, que lo envolvía, martirizándolo. A pesar de la dorada luz de las lámparas, la boca de la mina tenía una apariencia trágica. El terror se le aumentó al pensar que bajo aquellas mismas rocas que ellos debían remover, yacían los cadáveres de cuatro compañeros. Parecía que en la Compañía Carbonera del Oriente la vida humana tuviera un significado misérrimo. Un obrero era sólo una ficha. Él, por ejemplo, desde el día anterior no era Rudecindo Cristancho. Tenía un distintivo escrito en una plancha de metal dorado, con números negros: 22048. Eso era él, pensó con desesperación. Una placa, una cifra; un elemento tan importante, a lo sumo como una pala. Pero su condición de ser humano, de hombre con problemas, con ilusiones, ¿en dónde quedaba? Escondida tras de las paredes rotas del albergue deparado milagrosamente por la suerte, porque al salir de allí él no era una persona sino una máquina. A nadie le importaban sus dolores, su ansiedad, su angustia. Esos sentimientos eran solamente suyos. Tenía el derecho de verlos germinar como plantas enfermas en el invernadero de su razón. Y algún día, de aquellas ramazones quietas y ateridas, saldría la chispa del incendio, de la revuelta. Recordó las palabras que oyera el domingo, cuando bajó a la iglesia: era necesario fomentar el descontento entre los trabajadores; había que hacer brotar la partícula que iniciara el cataclismo. ¿Sería eso —el principio de la rebelión— lo que sentía allá en el fondo opaco de su conciencia al pensar en el jefe de personal, gordo, de rostro encendido, conversando con la secretaria, palmoteándole descaradamente las nalgas, y al comparar esa situación con la suya? Sí, el descontento estaba latente ya en su mismo corazón campesino, sencillo, resignado. Ese principio de rebeldía que ha engendrado los mayores crímenes y las acciones más heroicas a través de la repetida historia de la humanidad.
Con odio se clavaron sus pupilas en la boca negra del túnel. Con miedo y odio escuchó la voz del capataz ordenándoles iniciar el trabajo. Caminó por sobre los rieles. Las vigas gruesas y amarillas lo intimidaban. Miró hacia el techo. No, no había peligro. Estaba todo sólidamente sostenido. La lumbre del sol de la tarde se perdió. El aire se hizo ralo, asfixiante. Era la muerte, pensó. Esas emanaciones pútridas de La Pintada estaban llenas de duendecillos que reían, que bailoteaban delante de sus ojos, envueltos en nubes de polvo ceniciento. Era la muerte. Sí, la muerte. Cuatro compañeros espichados por el peso de las rocas, allá en el fondo distante, entre toneladas de carbón. Cuatro hombres, cuatro llamas apagadas de golpe, sin que nadie prestara al suceso la menor atención. Maldijo interiormente al jefe de personal. Go out, go out! Hubiera querido escupirle la cara. Le crecía la rebelión por dentro. Sería capaz en esos momentos de…
—Oiga, ¡pedazo de animal! ¡No se quede ahí parado como un imbécil!
La voz dura, cortante, lo arrojó de bruces contra la realidad, y continuó caminando. Ya llegaban al sitio del derrumbe. Apenas si habían realizado una labor pequeñísima en la mañana. ¿Cuándo terminarían de sacar los escombros y de reparar las galerías de La Pintada? ¿Cuándo llegarían a encontrar los cadáveres putrefactos de los cuatro compañeros sepultados por la tragedia?
Rudecindo oyó los gritos angustiosos y lejanos, como si vinieran del centro de una caverna. Creyó que soñaba; pensó que estaba en el túnel de La Pintada, abriendo la roca, y que uno de los sobrevivientes del desastre le pedía que apurara el paso porque aún era tiempo de salvarlo. Cuando despertó, su esposa estaba ya sentada en el suelo, a su lado, y escuchaba. Mariena y Pacho, también despiertos, se miraban sin comprender.
—¿Qué pasa, mija? ¿Qué será ese alboroto?
—Hace ya rato que lo toy sintiendo. Viene de la casa de la señora Cándida. La pobre mujer sola…
Y los gritos distantes:
—¡Miserable, bandido! ¡Auxilio, por Dios, auxilio!
—Es la vecina. Alguien está asaltándola.
—Anda, asómate a la puerta. Tal vez podás ayudarle.
Rudecindo se incorporó y salió de la choza. La noche había avanzado ya bastante. Debían ser las once, pensó. La luna, oculta tras un grupo de pesadas nubes plomizas, no alcanzaba a iluminar los objetos. Se oía el croar de las ranas en el charco, y el aullido de un perro. Delante de él se alzaba la casucha de Cándida. Una lucecilla tenue se filtraba por los huecos de la puerta. Los gritos de angustia continuaban. Se quedó quieto, como si sus pies fueran de acero. Le temblaron las manos. Sintió la boca seca y la lengua pegada al paladar. Fue a gritar, pero no pudo hacerlo. El sudor le cubrió desagradablemente la espalda. Un intenso frío le corrió a lo largo de la columna vertebral. Quiso llamar a Cándida, mas su garganta oprimida sólo emitió un leve quejido. La puerta de la choza se abrió con violencia y apareció ella con ropas interiores, desgreñada, presa de pánico. Como una loca corrió hacia Rudecindo, que no acertaba a comprender aún lo que estaba sucediendo.
—¡Por Dios, sálveme de ese monstruo que quiere matarme esta noche!
Se arrojó entre los brazos duros, petrificados, del campesino. La sintió casi desnuda junto a su cuerpo. Su olor de mujer lo hirió vivamente y aumentó su desconcierto. Los brazos de ella, bien modelados, morenos, se apretaron a su cintura. Le repetía que la salvara, que la albergara en su casa. Salió en ese instante Pastora y viendo la situación de Cándida la tiró de un brazo hacia el interior de su morada. Rudecindo quedó solo, enfrentado a lo desconocido.
Por la puerta de la vivienda vecina, que permanecía abierta, salió a la sombra un hombre alto, fornido, con el pelo en desorden. Se aproximó a Rudecindo que lo esperaba con las piernas temblorosas, las manos levantadas como en un ademán de súplica, la camisa pegada a las costillas y los ojos desorbitados.
Ya cerca pudo verlo. Era, sin duda, el Diablo. Tenía prolongado el mentón, los bigotes terminados en punta, las cejas arqueadas. En general, todo su rostro poseía una expresión infernal, que hacía más patente y más aterradora la cólera.
—¡Cándida! —gritó—. La voz parecía salir del fondo de un pozo enorme. Era, más que llamada, un aullido de bestia encelo.
Rudecindo quiso huir; correr hacia cualquier parte; sumergirse de cabeza en el charco fétido en donde las ranas, indiferentes, continuaban su coro monótono. Pero entonces sucedió algo raro. El Diablo, al verlo, volvió la espalda. No avanzó hacia su casa. Tal vez influenciaron al hombre los ojos, el ademán, el gesto que podía tomarse por valiente, cuando en realidad era de miedo. Y regresó, gruñendo, como un león al que le han arrebatado su presa. Rudecindo estuvo a punto de desmayarse.
Lo vio entrar al rancho de Cándida. La luz pareció extinguirse momentáneamente, pero después reapareció, más fuerte, y se oyó una carcajada horrible cuyos ecos sonaron lúgubres, trágicos. Cual una inmensa antorcha, la casa de Cándida ardía. La madera seca prendió con rapidez. Las tejas, unidas con brea, se torcían, se deformaban al impulso de las lenguas azuladas y cambiantes del fuego. La carcajada del Diablo volvió a oírse, nítida, en la noche cuyo augusto silencio se veía roto por el crepitante avanzar de las llamas. Aulló, lejano, un gozque. Ebrio, satisfecha su venganza bestial, el Diablo se alejó tambaleándose por el camino.
Todo ocurrió en pocos instantes. Rudecindo no había podido moverse de su lugar. Miraba cómo el incendio se apropiaba de la pequeña construcción que albergaba a Cándida y a su hijo… ¡Su hijo! El muchachito estaba en la casa…, ¡y se quemaría vivo!
—¡Neco! ¡Mi hijito!
Vio que Cándida, medio desnuda, perfectamente recortada su silueta contra el negro telón de la sombra por los pinceles del incendio, se arrojaba frenética, enloquecida, entre las llamas.
Rudecindo corrió también. Mariena, Pacho y Pastora estaban ya levantados. Los dos muchachos, instintivamente, corrieron hacia el charco y llenaron canecas viejas con el líquido espeso y fétido. Fueron luego hacia la choza y arrojaron contra las paredes el contenido de las vasijas, en un empeño vano por apagar el fuego que tomaba un incremento aterrador. Rudecindo trató de acercarse, pero el calor era tan terrible que lo hizo retroceder involuntariamente. Una de las paredes de madera de la pequeña edificación se derrumbó, esparciendo por la sombra caravanas de chispas. Y allí dentro, en medio de las llamas, estaban Cándida y su hijo. Con un enorme esfuerzo Rudecindo se acercó a la hoguera. Iba ya a penetrar en ella cuando vio aparecer a la mujer llevando en brazos al niño. La ropa de Cándida se había prendido en varias partes, y dejaba al descubierto la piel dorada de su cuerpo. Loca, gritando y riendo, llorando a veces, corrió a la casa de Pastora; en los brazos de la mujer, que miraba aterrorizada la escena, depositó el cuerpo de Neco, y después cayó exhausta, sin fuerzas, sobre el pasto que bordeaba el charco. Rudecindo y sus dos hijos continuaban arrojando agua a los escombros de la casa, para evitar que el fuego consumiera su propio rancho.
El empeño parecía infructuoso. Las llamas se alargaban como lenguas fatídicas, y alcanzaban cuanto había en su camino: canecas, desperdicios de alquitrán, papeles, cajones inservibles, maderas… Rudecindo corría de un lado a otro pisoteando las llamas, escupiéndolas, maldiciéndolas. Mariena, despeinada y sudorosa, caminaba del charco al incendio y de este a aquel, y Pacho, con un enorme cubo que apenas si podía arrastrar, ayudaba a su hermana en esa angustiosa labor de salvamento.
El fuego fue extinguiéndose. Pronto sólo quedó un montón de restos humeantes. El agua, al caer sobre ellos, producía un sonido desagradable, como un quejido largo y lastimero. El viento que bajaba de la montaña distribuyó hacia todos lados la ceniza. El peligro había pasado. Entonces la atención de todos se volvió hacia Cándida, que yacía en el suelo con los ojos cerrados.
Su desnudez era solemne, trágica. Rudecindo la cubrió con la cobija de la cama deshecha. Pastora trataba de acallar el llanto de Neco. Mariena, sentada en el pasto, miraba los escombros, y Pacho apretaba los puños. Su mente infantil se veía invadida por deseos de venganza. Hubiera deseado tener cerca de sí al responsable de la desgracia para golpearle la cabeza con uno de aquellos maderos humeantes, y darle repetidamente hasta que lo viera sangrar, desfallecer, morir…
—Hay que meterla pa dentro, mijo —ordenó Pastora.
Entre Pacho y Rudecindo la metieron, con dificultad, por la estrecha puerta del fondo.
—Déjala en el suelo, sobre la manta. Creo que no sea grave.
Pastora entregó el niño a Mariena.
—Hace la cara a un lado, mijo —ordenó a Pacho. El chico obedeció y se sentó sobre el suelo de la habitación, junto a su hermana.
Entre tanto, Pastora retiró la manta que cubría el cuerpo de Cándida. Rudecindo cerró los ojos. Dejó que su mujer realizara su trabajo en silencio.
—Sólo tiene una quemadura fea en la espalda, y otra chiquita en el pecho. ¡Ah, la señora Cándida!, miren lo que le pasa por…
La mujer despertó y abrió los ojos. Rudecindo jamás olvidaría la sobrehumana expresión de terror que brillaba en el fondo de aquellas pupilas verdes.
—¿Mi hijo?
—Está con nosotros, mírelo aquí…
Mariena se lo acercó y Cándida lo estrechó con furor contra su pecho semidesnudo.
Pastora se lo arrebató.
—Déjelo que lo tenga mija, sumercé. Y ahora tése quietica, que las quemaduras que tiene no son cosa de juego.
—¿Quemaduras?
Trató de sentarse, pero un gesto de dolor le deformó el rostro.
—Vea, es mejor que se té quietica. No se preocupe, sumercé. Esta casa será la suya. Como nos acogió, nosotros la acogemos. Será como mi hermana, señora Cándida.
—No tenemos con qué desinfectarle las heridas, mija —dijo Rudecindo—. Aun cuando sea, curáselas con un trapo blanco. Quítale un pedazo a mi camisa nueva.
—No, eso no.
—Tése calladita, señora Cándida. Voy a hacerle la curación pa evitar que se le meta el mugre en los quemones. No son sino dos, porque lo de las piernas no es grave.
Se oyó el ruido de la tela al rasgarse. Pastora se inclinó, con dos largas tiras blancas, sobre Cándida, Llamó a Rudecindo para que la ayudara a sostenerla con el fin de hacerle el vendaje lo mejor posible, porque la muchacha estaba como inconsciente. Él, con respeto, compadecido, alejado de su mente todo pensamiento impuro, sostuvo el cuerpo casi desmayado. Le aprisionó los brazos y luego, cuando Pastora le descubrió los senos para vendarle el pecho y el nacimiento de la garganta, apretó los párpados y pensó en la mina; en las negras paredes de La Pintada; en el trágico final del socavón, en donde los esperaban los cadáveres de cuatro compañeros…
La curación terminó.
—Ahora, a descansar un poco.
Mariena se acostó con el niño a su lado, cerca de Pacho. Pastora y Rudecindo se vieron obligados a dormir aquella noche sin cobijas, pues la única que tenían se la habían dado a Cándida; a esa mujer que, sin conocerlos, les indicara un sitio cerca al suyo para que compartieran su miseria. Ella, antes jovial, alegre, ahora reposaba allí quemada, con el cuerpo torturado por las lenguas lascivas de las llamas. Rudecindo pensó, con cólera, en el Diablo. Era malo, como el personaje que le daba su nombre. Había prendido fuego a la casa de Cándida, quizá porque esta no quiso acceder a sus caprichos, sin tener en cuenta que dentro de las cuatro paredes de madera estaba dormido Neco, y que el niño era incapaz de salvarse por sí solo… Malo, muy malo ese hombre. Ojalá no volviera. Aguzó el oído, temeroso, pero solo escuchó el viento entre las ramas canosas del sauce, y el croar uniforme de las ranas en las aguas verdinegras del charco.
Ahora vivirían con Cándida, por un tiempo indeterminado. Bajo el mismo techo, en la misma habitación. La vería al llegar del trabajo, al levantarse, al acostarse. Compartiría el estrecho hueco de su cubil. Allí estaba la mujer, muy cerca, separada apenas por veinte centímetros de tierra plana, lisa, amarilla. Allí estaba, casi desnuda, envuelta en la cobija. Pero su cuerpo se hallaba herido, martirizado por el fuego. Y él lo había sostenido. Había visto sus senos, aún firmes, como pomas doradas… Alejó los pensamientos. Se acercó a Pastora, que dormía ya. Oyó el llanto maquinal, apagado, de Neco. Posiblemente le dolían los ojos, afectados por el humo. El llanto de Neco… El croar de las ranas…
Se adormeció. Se vio después como un escarabajo, profanando el vientre sagrado de la enorme cordillera. En el fondo de La Pintada bailaba la muerte. Cándida… Estaba cerca… desnuda… dorado su cuerpo por el fuego…