A pesar de haber salido de su choza a las siete de la mañana, cuando llegó a las oficinas de la Compañía Carbonera del Oriente, Rudecindo Cristancho encontró ante la ventanilla una larga fila de hombres. Los contó, contrariado: eran dieciocho. Se instaló en el número diecinueve y terminó por sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, conforme estaban colocados sus antecesores.
Por sobre su cabeza, muy alto, pasaban las góndolas. Bajaba una, cargada de carbón, y otra subía desocupada. Era una procesión interminable. Sus ruedecillas corrían rápidamente por el camino que trazaba en el viento el cable de acero. Lejano se oía el ruido de los motores. Y allí cerca, en la estación, el ferrocarril empezaba a silbar, anunciando su próxima marcha hacia la capital. Como el día anterior, Rudecindo observó el trabajo armonioso de las cuatro grúas colocadas cerca de la torre metálica en la cual las góndolas vaciaban su negro contenido. Las palas caían automáticas sobre el enorme montón, y se llenaban los vagones. Volvió a silbar el tren. Un penacho de vapor se escapó de la locomotora, que se puso perezosamente en marcha. Se oyeron sus bramidos, como los de un monstruo milenario. Por fin se perdió, jadeante, en una curva de la vía, tras un boscaje ceniciento de cedros altísimos.
Rudecindo examinó el edificio, fabricado en ladrillo rojo como las casas de los extranjeros. Tenía grandes ventanales cubiertos por vidrios esmerilados; una puerta amplia, pintada de amarillo, sobre la que se veían unas letras que él no entendió, porque no sabía leer. El techo hundido, formado por una plancha de cemento, daba a la construcción un aspecto rudo quitándole toda belleza. Desvió los ojos. Pensó en su casa, en la morada de Pastora y de sus muchachos, La tarde anterior, antes de concurrir a la misa y siguiendo el consejo de Cándida, había tapado las goteras con alquitrán. Cándida… La recordó toda, de pronto. Alta, vibrante el cuerpo… Extrañas ansias lo atormentaban otra vez. Evocó, con lentitud, la forma de su rostro: era ovalado, tal vez un poco largo en el mentón; un hoyuelo en cada mejilla, cuando reía; claros los ojos, brillantes, felinos; alborotado el cabello; la piel joven y el cuerpo todo firme, ágil… ¡Cándida! Lo había mirado de un modo raro esa mañana, cuando le tendió la taza llena de aguadepanela a medio dulce y el pedazo de pan. Tuvo miedo. Esos pensamientos eran nuevos en él. Desconocidos. Absurdos.
Recordó a Pastora. Estaría terminando de lavar la ropa con Mariena. Luego la llevarían a la ciudad. Cinco pesos… Tendrían, por lo menos, para el pan de unos días, en tanto que conseguía trabajo, amigos, crédito en la tienda de Joseto.
Le pareció oír el sermón del padre en la misa del día anterior. La pobreza, una virtud, la resignación… No recordó bien. En todo caso, tal vez quería decir el cura que los pobres irán al cielo porque han sufrido mucho en la vida; y que quienes en ella han gozado irán al infierno. ¡El infierno! ¿Pero es que realmente existía, con todos aquellos tormentos terribles? ¿Cómo podía Dios haberlo creado, y Él, todo bondad y misericordia, complacerse en el sufrimiento de los hombres?
—¿Usté también tá buscando enganche?
La voz dura, rústica, olorosa a tabaco, lo sacó de sus meditaciones. Miró a su interlocutor. Era un hombre alto, grueso, de rostro picado horriblemente por las viruelas.
—Sí, señor.
—¿Y qué hace? ¿Choferea?
—No. La pica…
—Ah. La Pintada. No me convence. Yo quiero algo bueno o nada. Un carro, una grúa…
Calló. Él trabajaría en cualquier cosa. Estaba decidido a todo. Su situación actual no podía durar más. Dependían de la generosidad de Cándida. Y aun cuando la mujer no demostraba cansancio ni fastidio, no tardaría en aburrirse con ellos. Era, recordó, una vagabunda. Pensó con cólera en el encuentro que ella había tenido el día anterior con el Diablo. De ese encuentro salieron la carne y el pan…, pero ¡quién sabe a qué precio! Ellos estaban siendo alimentados por el pecado de Cándida, por su inconfesable proceder. ¿No era enojoso? Pero a él, en resumidas cuentas, ¿qué le importaban las actuaciones de los demás? ¿Serían celos? ¡Celos! ¡Qué cosas tan ridículas pensaba aveces!
Se oyó el grito vibrante de la sirena. Todos se levantaron, ocupando sus puestos. Tras de Rudecindo habían formado diez hombres más. Los miró. Casi todos tenían los rostros negros, lo mismo que las manos y los vestidos. Eran, sin duda, mineros. Vendrían a formular algún reclamo. Un aumento de salario quizás. Avanzaban muy lentamente. Tanto, que Rudecindo creyó que no llegaría nunca a la ventanilla. Para distraerse pensó en la pesca del día anterior. Estaba sabrosa la sardina obtenida y asada por él, en las brasas de la hoguera prendida por Cándida… ¡Otra vez la mujer en su pensamiento! Caminaba rítmicamente, moviendo las caderas y los hombros con un balanceo uniforme, agradable. Otra vez sus grandes ojos claros, llenos de lumbre…, y su rostro encendido y sudoroso cuando llegó de su entrevista misteriosa con el Diablo. ¿El Diablo? ¡Al diablo con el Diablo!
—Y usted, ¿qué quiere?
Se asustó. Sin darse cuenta había llegado ya a la ventanilla. Estaba frente a una muchacha tan linda, que creyó que todas las que él había visto hasta entonces eran criaturas salvajes. Tenía ella los ojos de un azul purísimo, como un cielo veraniego lleno de sol; la piel morena pálida; roja la boca, pintada cuidadosamente en forma de corazón; negro el cabello, crespo, formando un marco de ébano a su cara perfecta. Estaba vestida con una blusa de lana verde, que realzaba su cuerpo de líneas armoniosas y esbeltas. Una falda gris la ceñía, atrevidamente. Todo lo vio él en un segundo.
—¿Qué quiere? ¿No ha oído la pregunta?
—E… sí señorita. Vengo… a buscar trabajo. Me dijeron…
—Dé la vuelta y entre. Lo atenderán en la oficina del jefe de personal.
—¿La… la vuelta?
—Sí, hombre, por ese lado —dijo, señalándole con la mano extendida la esquina del edificio.
Una mano fina, suave, blanca; los dedos largos adornados con anillos; las uñas pintadas, como teñidas de sangre… Rudecindo abandonó rápidamente la ventanilla y avanzó hacia la oficina indicada por la muchacha.
Allí estaba, delante de él, amenazadora, la puerta amarilla con esos signos negros, que no eran números sino posiblemente letras. La franqueó, asustado. Un corredor de baldosas brillantes conducía a otra puerta, más pequeña, ante la cual se hallaba el sujeto alto y grueso que le hablara de su afición a manejar. El hombre entró y la puerta se cerró tras él.
Rudecindo miró con curiosidad por la ventana que dejaba penetrar la luz a la oficina de personal. Era amplia, con sillones de cuero negro. Una muchacha estaba colocada delante de una máquina, y su ruido se escuchaba uniforme, igual. Sentado ante un escritorio reluciente un señor rubio, colorado, con anteojos de aros de carey, parecía conversar con el amigo aquel que lo precediera en su entrevista. Gesticulaban uno y otro. El rubio llamó a la muchacha que en la esquina del cuarto trabajaba, y ella habló con el corpulento conocido de Rudecindo. Este salió cerrando la puerta con tal fuerza que hizo temblar los cristales.
Rudecindo dio, en la madera, dos golpecitos que apenas si pudo escuchar, tan débiles habían sido y tan fuertes eran los latidos de su corazón.
—Come in! —Oyó la voz gruesa, ruda, detrás de la puerta.
¿Qué quería decir aquello? ¿Lo rechazaban? Golpeó de nuevo con más fuerza.
—Siga. —Esta vez hablaba la muchacha.
Abrió la puerta y entró. Creyó que había muerto hacía centenares de años, y que llegaba el momento del juicio final. Los asientos adquirieron apariencia de rocas, de pedazos enormes de carbón. El extranjero se redujo a un ser alado, con larga cola, con dos cachos erguidos sobre la cabeza. La muchacha fue reemplazada por un ángel. Oyó las trompetas bíblicas sonando sor todo el valle de Josafat…
—Speak, speak quickly!
Trató de calmarse. Pasó su mano por la frente sudorosa. La camisa se le había pegado a la piel, causándole una horrible picazón. Sus ojos estupidizados fueron del jefe a la muchacha, alta, delgada, muy morena, que continuaba escribiendo ante la máquina sin haber reparado siquiera en él.
—What are you doing here? What do you want?
La muchacha dejó de trabajar y se encaró con Rudecindo. Hubiera preferido verse en un lago lleno de caimanes y de serpientes. Temía desde pequeño a las mujeres bonitas, perfumadas y bien vestidas.
—¿Qué quiere usted?
—Yo… yo… sumercé, vengo a que me den trabajo.
—¿Trabajo? Work? What are you able to do?
—¿Qué sabe hacer?
—Pues, señorita, darle al azadón, a la piqueta…
—What? —bramó el rubio jefe de personal.
La muchacha le informó de lo dicho por Rudecindo, en por las palabras. El hombre lo miró con desconfianza, como valorando las fuerzas de su magro cuerpo. Luego habló aparte con ella, pero Cristancho no entendió lo que decían.
—¿Quiere trabajar en La Pintada? Es una mina que sufrió hace poco un derrumbe. Una cuadrilla de diez obreros se encargará de levantar las rocas y reconstruir el túnel, hasta dejarlo nuevamente en servicio.
—Sí, sumercé. En lo que sea.
—¿Y cuánto quiere ganar?
—Tengo mi esposa y dos hijos… y mi mujer espera… —tragó saliva. Pensó que había estado a punto de «meter la pata».
—Se pagan cuatro pesos con cincuenta centavos al día.
—¡Ah!, bueno, muy bien, muy bien.
—Empezará a trabajar desde mañana. A las siete en punto tiene que estar en la mina. El capataz le dará órdenes y debe obedecerle.
—Sí, señorita. Entonces me voy…
—Espere. Tiene que firmar el contrato.
—Pero…
—No hay objeción alguna.
—Keep silent! —gritó el jefe de personal, dando un formidable puñetazo sobre la mesa.
Rudecindo no comprendió aquello. Pero viendo los ojos fijos y coléricos del otro, se calló. La muchacha, delante de la máquina, escribió velozmente al tiempo que le preguntaba su nombre, su edad y otras cosas por el estilo. Luego le presentó una hoja blanca, con extraños signos, y le dijo:
—Firme aquí.
—Pero sumercé, si yo no sé firmar…
—¡Caray! Bueno, ponga una cruz. ¿Tiene cédula?
—No… Mi esposa quería que la sacara pero eso para qué. Yo creo…
—Ponga una cruz. Tome —le dio un esferográfico que él tomó con respeto.
Trazó una enorme cruz. Luego se acercó a la mesa del jefe.
—Dios se lo pague, sumercé…
—Go out, please, go out! Son of a bitch!
—Que se vaya, hombre. Tiene que reclamar en la portería una ficha. Lleve esta tarjeta para que se la den.
—Gracias, señorita.
Salió. Miró el papelito que le entregara ella. Nada dijo a sus ojos ignorantes. La portería…
—Perdone, patrón: ¿dónde queda la portería?
—Allá, al final del corredor.
A pasos rápidos se encaminó a la oficina. Estaba una muchacha sola, leyendo una revista.
—Buenos días, sumercé.
Alzó los ojos. Negros, grandes, como lagos llenos de sombra luminosa. Rudecindo sintió miedo y la voz se le enredó en la garganta hasta la agonía.
—¿Viene por la ficha?
—Sí, señora.
Le quitó la tarjeta, que temblaba entre los gruesos dedos del campesino. La examinó.
—El 22048. Ese es usted.
—¿Yo?
—Sí. Rudecindo Cristancho no será su nombre en la Empresa. Se distinguirá con ese número: 22048.
—¿Me cambian mi nombre, sumercé?
—No, no sea estúpido. Aquí tiene la ficha. Y ahora váyase.
La recibió. Una planchita metálica, con números. Todos los conocía: 2… 2… 0… 4… 8… Se llamaba así: el veintidós cero cuarenta y ocho. ¿Qué diría su mujer cuando supiera que le habían cambiado el nombre?
—¡Cuatro con cincuenta diarios! Ya tenemos asegurada la alimentación, y no molestaremos más a la señora Cándida.
—Sí, porque ya me estaba dando pena con ella, tan buenaza la mujer… No hay que abusar.
—Y podremos, después, alquilar una casita mejor…
Todos estaban alegres. A Pastora le habían pagado ya los cinco pesos, pero no volverían a darle trabajo hasta el domingo próximo. Mariena, sentada en un rincón, posaba sus grandes ojos negros en sus padres, y se sentía íntimamente ligada a sus alegrías y a sus sufrimientos. Los había querido siempre con una ternura enorme, ilimitada. Los respetaba, los admiraba. Era su padre el tipo de la bondad, de la consagración al hogar. Y era su madre el ejemplo de la resignación y de la esperanza.
Invitaron a Cándida para el almuerzo. La sopa estaba acompañada por pan y buenos pedazos de carne. Cándida lo felicitó y le estrechó la mano. Entonces extraños apetitos adormecidos lo asaltaron, se despertaron en el fondo de las cavernas construidas por el tiempo, por las desgracias y por las pasiones, en el fondo rocalloso de su alma. ¡Cándida! Era más bella que todas esas muchachas bien vestidas y perfumadas que había visto por la mañana. Tenía la piel más suave, los labios más provocativos, húmedos y gordezuelos, sin pintura, sin artificio alguno. Y con aquel traje de florecillas blancas y azules que le ceñía el busto y que se ampliaba en las caderas, estaba muy bonita. Tanto que Rudecindo, deslumbrado, cerró los ojos, como era su costumbre cuando quería alejar algo de su cerebro.
Neco lloraba en un rincón, pues la madre lo había reprendido por cualquier pillería infantil. Mariena fue hasta él y lo consoló. El niño, ante las caricias, se calmó y accedió a recibir la sopa que le ofrecía la muchacha. Inclinada hasta él tenía algo de maternal, algo de dulcedumbre desconocida. Rudecindo lo meditó un momento y no quiso pensar más en ello. Veía a Mariena como su chiquilla, como la niña de meses antes. Quería seguir viéndola así aunque hubieran crecido, empujados por la savia de la pubertad, sus senos; aunque tuviera el rostro propenso al rubor; aunque sus palabras y sus ademanes denunciaran a la mujer que estaba ya naciendo en ella.
Cándida… De nuevo su cara, sus labios gruesos, sus ojos claros, su frente alta y sus cabellos negros. Cándida… Rudecindo salió de la cabaña. El aire frío de la tarde le fue despejando el cerebro, gradualmente.