Lo primero que oyó Rudecindo, al despertar, fue el incesante traqueteo de los motores. Abrió lentamente los ojos y examinó la choza. Rodeada por la luz fría de la madrugada parecía más vieja, más decrépita. El techo estaba formando por grandes latas planas cubiertas de huecos, tapados algunos con brea. Las paredes se formaban de diversos elementos: tablas, hierros oxidados, canecas medio despanzurradas. El piso era de tierra, esa misma amarilla, estéril, inservible, que cubría ahora la totalidad del valle. La puerta, sostenida por un milagro de equilibrio, era casi cóncava. Posiblemente el sol y la lluvia le habían dado esa forma de canoa. Recordó las curiaras meciéndose sobre los ríos llaneros… En alguna época él conoció la llanura y estuvo contratado como vaquero, pero el trabajo le resultó muy duro y lo abandonó pronto. Pensó que la puerta era una curiara y todo el valle un extenso río y él, allí solo, un náufrago. Intentó estrangular sus pensamientos, pero eran más fuertes que él y lo poseían, lo inundaban de una sensación extraña. Sintió el vacío total, absoluto, como si cayera desde una roca a una sima interminable. Alzó los brazos en el aire, tratando de encontrar un punto de apoyo. Entonces despertó a Pastora.
—Ya es de día, mija.
—Ay, ¡cómo me duele la cintura! Será por la posición tan incómoda en el suelo.
Estiró el cuello y luego se sentó. Miró, incrédula, los contornos de su albergue, ya perfectamente dibujados por la luz. Y los pensamientos volaron lucia el pasado… Pero ella, violentamente, los hizo regresar a la época actual. No estaba el palo para hacer cucharas. No había tiempo para lamentaciones inútiles. Se hallaban solos en el mundo. Ellos cuatro…, ellos cinco, quizá. No tenían a quién acudir. No contaban con una mano amiga que se tendiera fraternal y acogedora. Debían luchar solos contra la humanidad y no dejarse vencer por ella. Solos… solos… Pensó que estaban abandonados, que frente a ellos medio mundo trataba de engullírselos, de dominarlos, de exprimirlos… Se levantó.
—Tenemos treinta centavos pa comprar el pan, mijo. Debés ir a la tienda de don… ¿don qué?
—Don Joseto.
—Sí. Corré a comprar algo. La señora Cándida nos ofreció aguapanela. Es muy buena la mujer.
Rudecindo tuvo casi que tocar el sucio con las manos para poder salir por la puertecilla, hueca y deforme como sus propios destinos. Ya afuera, el paisaje desolado de los alrededores volvió a atemorizarlo. Contempló el sauce marchito, casi gris, como canosos, que bañaba sus gajos en las ondas pútridas del charco en donde la noche anterior habían ofrecido las ranas su sinfonía doliente. Contó las canecas espichadas que, como cadáveres metálicos, se pulverizaban a los lados de la choza. Pasaban de cincuenta. Luego miró el rancho donde vivían Cándida y su hijo. Suyo. Solamente de ella, porque era un niño sin padre. Neco, se llamaba. Era bonito el muchacho; tal vez demasiado pálido, pero ese mismo aspecto enfermizo le daba un mayor encanto: el de su fragilidad. Parecía un muñequito de cera pronto a romperse. Neco. ¿De dónde había venido a la vida? Del mismo punto, quizá, de donde había salido él: Rudecindo Cristancho. Un hombre pobre, desgraciado, desamparado. Entonces, con fuerza, se dio un palmetazo en la cabeza y echó a andar hacia la tienda de Joseto.
Descendió del montículo. De nuevo se metió entre sus anchos pies descalzos el polvo amarillento del camino, y otra vez sintió cólera contra esas partículas persistentes, que parecían perseguirlo. Estaba formada la tierra por ceniza, por polvo, por sudor, por trabajo de todos esos hombres que vivían apiñados en el barrio pobre de Timbalí. Y como el día anterior, sus ojos se posaron con ansiedad y con rabia en los edificios de los extranjeros. Eran personas superiores a ellos, pensó luego. Tenían mayores conocimientos… En fin, hablaban inglés. Para Rudecindo, hablar inglés era tanto como tener entrada libre al cielo. Él sabía ya, por referencias de sus amigos campesinos, todo aquello. Buenos días se decía… No, lo había olvidado ya. Eran unos sonidos trabajosos, como emitidos por la nariz. Como rebuznos, había dicho él, riéndose, la primera vez que le contaron aquello. Gud… Sí, gud. Pero el resto no lo recordaba. Místeres y musiús. Eran los dueños de aquellas casas brillantes, situadas al borde de las calles negras, relucientes, limpias…
Allí estaba ya la tienda de Joseto. Regresó a la realidad y entró. Vio una vitrina de color oscuro, con los vidrios sucios, llenos del mismo polvo que hacía asfixiante el camino. Tras ellos se agrupaban dulces de diversas clases, botellas desocupadas, y otras llenas de vino de pésima calidad; aguardiente, ron, cerveza eran grandes canastas de madera…
—¿Qué se le ofrece?
La voz lo asustó. Era clara, bien timbrada. Vio tras el mostrador a un hombre. Treinta años, tal vez menos; alto, moreno, con el pelo reacio e hirsuto; una cicatriz le agrandaba la boca, pero el conjunto era, finalmente, agradable. Rudecindo lo calificó como una persona decente.
—Vengo a ver si me vende unos panecitos… Unos treinta centavos, sumercé.
Joseto se inclinó y metió la mano en la vitrina. Sacó tres panes pequeños, morenos, cubiertos por una finísima capa de polvo.
—Aquí tiene.
—¿Esto… esto vale treinta centavos?
—Sí le parece barato puedo darle solamente dos.
—No, no, sumercé. Así esta bien.
Tres panecitos tan pequeños, que cabían en sus manos cerradas y sobraba espacio. Uno para Pastora que estaba encima, antojadiza; uno para Mariena; otro para su hijo. Él, en fin, era hombre y podía soportar el hambre por más tiempo.
Cándida estaba levantada ya. Se escuchaba el llanto uniforme, mecánico, de Neco.
—Buenos días, sumercé.
—¡Hola! ¿Cómo pasaron la noche? ¿Sintieron mucho frío?
—No, más bien no. La casita es algo abrigada.
—Tiene que buscar una caneca con restos de alquitrán, para tapar loe huecos del techo; El Diablo hizo así con este ranchito y no se cuela el viento, y aun cuando llueva no hay casi goteras.
—Sí, señora, ¿alqui… qué, dijo?
—Alquitrán. Brea. Como esta —respondió señalándole unos residuos en el fondo de una caneca rota.
—Bueno, sí… ¿Quiere que venga mi mujer a ayudarle?
—¿Ya se levantó ella?
—¡Uf!, hace rato. Es muy madrugadora.
—Mándela, entonces.
Rudecindo se alejó. Sentía los ojos de Cándida fijos en su espalda. Procuro por unos momentos caminar derecho, pero no lo consiguió. Entregó los panecillos a Pastora, y luego de enviarla a la casa vecina se sentó en el suelo y reclinó las espaldas contra la pared de su choza. Taparía las goteras… Más tarde. Ahora estaba cansado. Cerró los ojos. El hambre le cosquilleó el estómago y sintió náuseas. Trago saliva, con fuerza, para alejar la sensación de mareo que lo poseía. Se pasó la mano derecha por la frente. Oyó, lejano, el ruido de las máquinas y miró a la montaña. ¡Tanta riqueza almacenada bajo los arbustos, bajo unos dos metros de tierra! Él trabajaría en La Pintada, como obrero, golpeando las rocas con el filo de la piqueta. Pensó, con miedo, en los túneles, en esos largos corredores negros a donde tendría que meterse a ganar para el pan suyo de cada día. El de su esposa, el de sus hijos… Para entregar unas monedas a Joseto y recibir de él, en cambio, alimentos: sal, panela, maíz… ¡Era absurda la vida! ¡Pero qué remedio! ¿De dónde vino él? ¿Quién lo trajo a la tierra? ¿Qué brazos lo adormecieron por las noches? ¿Qué manos trabajaron para darlo el sustento cuando niño? Sus recuerdos se perdían en la sombra. Se esfumaban, como si su camino tuviera múltiples recodos. Pero alguien había sufrido por él lo que él padecía ahora por Pacho, por Mariena… Alguien… Pensó con cariño, con agradecimiento, en sus padres. Se le ensanchó el corazón y en él penetró la luz esplendente de la madrugada. Luego el acceso pasó. Volvió la sombra, la calma gris y pegajosa como aquella capa que cubría los árboles, las casas, las cabezas de todos los habitantes de Timbalí… Sonaba bonito el nombre. Lo dijo en voz alta: Timbalí… Él estaba comprendido en una de aquellas letras, porque ya formaba parte del pueblo. Examinó los alrededores, con fastidio. No era siquiera el barrio pobre: eran las afueras, el basurero, el sitio destinado para tirar los desperdicios, las cosas inservibles. Y allí estaba él, con su pequeña familia. Entre lo inútil. Pensó en Cándida. La mujer no era fea y en los ojos tenía una chispa atrayente. Recordó a Pastora, con sus mejillas y sus senos flojos, colgantes, secos; con su vientre hinchado, sus piernas descarnadas… Pero ella había sido bonita. Mucho más que Cándida. Había tenido el rostro sonrosado, las mejillas firmes, hoyueladas a veces por la risa… Y habían sido duros sus senos y fuertes sus piernas… Estaba ajada por la vida, por los sufrimientos. Como un billete viejo que ha conocido muchas angustias, muchas lágrimas.
Oyó lejana la voz de su esposa. No era su mismo acento de antaño, dulce, suave y acariciador. Ahora era áspero, chillón. Todo envejece, todo acaba. Aquellas minas se extinguirían también…
—¡Rudecindo! ¿No venís a desayunarte?
Aguadepanela sin pan. Sola, caliente, pasándole por la garganta como una brasa. Le cayó al estómago y alejó las garras del hambre. Pastora partió un pedazo de su pan y se lo puso entre los labios. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y volvió la cara hacia otro lado. Entonces vio las elegantes construcciones de los extranjeros.
—Usted puede lavar ropa. Pastora. Pagan bien los místeres. Sus mujeres son muy delicadas y ellos no las ponen a esos oficios. Si quiere bajamos al pueblo dentro de un rato. Yo trabajaba en eso, antes. Pero ahora… para qué.
—¿Y agua, doña Cándida? ¿Agua bien pura pa la ropa blanca?
—Allí, detrás de aquellos eucaliptos, pasa una quebradita limpia y clara.
—Iremos al pueblo.
—Mija, no debía… Bueno, en fin… ¿Pero no le hará daño ese trabajo? ¿No es muy pesado?
—Hay que levantar pa comer mientras conseguís el empleo.
No hablaron más. Mariana sentía de nuevo una aguda tristeza, clavada en la mitad del pecho, entre los senos ya levantados, henchidos, suaves como de terciopelo. La falda, demasiado corta, dejaba ver el principio de los muslos, que se redondeaban, tomando formas turbadoramente femeninas.
Pastora volvió del pueblo con un cargamento de ropa. Le ayudaba, a trechos, Cándida. Rudecindo, sentado en el suelo, idiotizado, las vio venir. Se incorporó con dificultad; estiró sus largas piernas y bajó para ayudarlas.
—¿Sabés cuánto me pagan? ¿Sabés?
—¿Dos pesos siquiera, mija?
—¡Dos pesos! Asombrate, viejo: ¡cinco!
—¿Y cuántas docenas son?
—Diez.
—¿Y cuándo lavará toda esa ropa, así como está ahora?
—No soy tan floja como me crees. Además, pa eso está Mariena: pa ayudarme.
—Sí, mamá.
—Bueno, podemos ir todos a la quebrada. No habrá peligro de que nos roben el mobiliario o la vajilla —rio Cándida.
Emprendieron la marcha. Adelante iba Neco, recogiendo piedras que luego tiraba contra los matorrales. De los gajos caían entonces nubecillas de polvo gris, y se descubrían las hojas verdes y brillantes. Tras del chico marchaba Cándida, atenta a sus movimientos. Luego Mariena, pensativa y triste. A ratos, una ráfaga de felicidad le cruzaba los ojos negros. Le temblaban las manos cuando el viento le ceñía el vestido a los muslos. Pacho caminaba luego, llevando sobre sus espaldas el fardo que contenía las diez docenas de ropa que debía lavar Pastora. Ella marchaba del brazo de Rudecindo, quien trataba de protegerla, de ayudarla. Sí, era muy buena su mujer. Trabajadora… ¿Qué sería de él si la perdiera? Pensó con temor en los días venideros, cuando el fruto llegara a rasgar el capullo y pusiera en peligro la vida de su compañera. La apretó más contra su cuerpo, como deseando evitarle los dolores del futuro alumbramiento.
Oyeron, claro, cristalino, el ruido musical de la quebrada. Al abandonar el camino amarillo llegaron a un prado protegido del polvo por los altos eucaliptos. Era grata a la vista aquella frescura del potrero, en medio del cual corría la quebrada de agua transparente que dejaba ver en algunos sitios las piedrecillas del fondo. Helechos y palmas pequeñas crecían, silvestres, a la sombra de los alisos que hacían el ambiente más intimo, más acogedor. Neco gritó de alegría. Pacho dejó caer la ropa sobre el pasto y corrió, tirándose luego al suelo en donde dio tres botes. El espectáculo los reconciliaba con la naturaleza, con la vida, con sus amargos destinos. Cándida aspiro con delicia el aire frío, y Mariena sumergió sus manos suaves y blancas entre las aguas fugaces, que parecían detenerse para acariciarlas.
—Aquí hay muchas sardinas —les dijo Cándida—. Los muchachas vienen con frecuencia a pescar.
—¿Ah, sí? —preguntó Rudecindo. Una idea se le había venido a la cabeza.
Se encaminó hacia uno de los alisos, que extendía por sobre la quebrada sus ramazones verdes y frescas. Trepó con alguna dificultad por el tronco y partió un gajo delgado y derecho, que fue pelando con cuidado. Pacho lo miraba, sin comprender, hasta que de pronto lo entendió todo.
—¿Tiene anzuelos, papá?
—Sólo uno. Vamos a probar suerte. Ojalá consigamos algo, y así almorzaremos aquí mismo.
Del bolsillo de su vieja camisa extrajo un papel sucio, doblado con esmero. En el fondo encontró el anzuelo.
—Pero hace falta la piola…
—Yo tengo, papá. Esta de mi trompo —dijo Pacho, ofreciéndolo un hilillo casi negro por la mugre.
A un extremo de la cuerda Rudecindo ató el pequeño garfio metálico. El otro lo amarró a la vara. Armado de esta guisa se encaminó al riachuelo, en un sitio que le pareció propicio. Era un pozo profundo, al que daban grata sombra los brazos abiertos de un enorme aliso. Se sentó sobre una raíz que formaba un banquillo natural. Pecho capturó un grillo que Rudecindo colocó en el anzuelo; después lo tiró a la quebrada y esperó, pacientemente.
Entre tanto, Pastora había desatado el paquete de la ropa y la extendía sobre el pasto, clasificándola. Dio una parte a Mariena y tomó la otra para sí. Se acercaron a las orillas del riacho, en donde alguien había colocado dos lajas sobre las cuales golpeaban los trapos y los impregnaban de jabón, y empezaron la pesada tarea del día. Para que el agua no les mojara los vestidos, se los levantaron hasta la mitad de los muslos. Se vieron los descarnados de Pastora, que parecían incapaces de sostener todo el peso de su cuerpo. Y también las piernas, perfectas ya, de Mariena, que se apresuró a arrodillarse sobre el pasto, tras de la enorme laja, sonrojada, avergonzada de su propia belleza.
Cándida se sentó a un lado y colocó sobre sus rodillas a Neco. Contra su costumbre, el muchachito estaba alegre. Quería ir a todos lados, meterse a la quebrada y buscar en su fondo piedrecillas de colores, pero ella no lo dejó. Podría enfermarse su muchachito… Al fin este salió triunfante, dejó sola a la madre y corrió al lado de Rudecindo y de Pecho, que esperaban a que las sardinas picaran el anzuelo.
Pasaba el tiempo. El sol estaba alto ya en el cielo. Sus rayos caían sobro el paisaje, llenándolo de una luz casi violenta. Los árboles estaban quietos. Parecían monjes vestidos de gris, canosos ancianos detenidos al borde del prado. A veces bajaba de la montaña en donde se hallaba situada la pequeña mina de La Pintada una ráfaga fresca, y se oían entre los eucaliptos murmullos como de oración. Se arrugaba la seda fría de la quebrada y se alborotaba el cabello negro de Cándida.
—Voy hasta la casa —le dijo a Pastora—. Traeré sal, harina y cebolla, para que hagamos la sopa aquí. Una vez que otra es necesario cambiar de ambiente. Tendremos un almuerzo campestre.
Quiso llevarse a Neco, pero el muchacho protestó.
—Déjelo aquí con nosotros, sumercé.
Se fue la mujer. Rudecindo no pudo evitar mirarla. Tenía airoso el andar. Movía rítmicamente las caderas y los hombros. Bajo la delgada tela del vestido le adivino el cuerpo grácil, joven, firme, como era el de Pastora cuando la conoció. El sol, envolviéndolo, lo llenaba de extraños deseos. Apretó los párpados con fuerza. Luego volvió la cabeza. No observaría más a Cándida. Lo incomodaban sus ademanes libres. Miró, ya más calmado, el agua fugitiva. Sintió un tirón en la vara y la alzó, con fuerza, pero el anzuelo estaba vacío. El grillo había desaparecido.
—¡Ya picaron, papá! ¿Si ve? ¡Ya picaron!
—Búsquese otro animalito —ordenó Rudecindo—. ¡Ah, condenada! Se fue la primera.
Pacho dio algunas vueltas por el prado, inclinándose de vez en vez sobre la hierba. Por fin aprisionó con sus ágiles dedos un grillo grande, con el cuerpo verdoso y las alas amarillentas. Rudecindo lo sometió a una rara pero necesaria operación: con la uña le quitó las patas y después atravesó su cuerpecillo con el filudo anzuelo. Hecho esto con la mayor tranquilidad, lo tiró al agua y se reclinó contra el grueso tronco del aliso, dispuesto a esperar todo el tiempo que fuera necesario.
Avanzaba el sol por el cielo diáfano, azul. Se oían los golpes de la ropa húmeda contra las piedras. El sudor llenaba de pequeñas goteritas la frente de Pastora. Mariena, más fuerte, soportaba mejor el trabajo. Fueron haciendo sobre el pasto; en un sitio limpio, un gran montón con las prendas después de impregnarlas de jabón. Las expondrían al sol por un rato para meterlas luego, por última vez, a la quebrada, y dejarlas secar después.
No llegaba Cándida. Ya estaba tardándose demasiado. ¿Por qué le venía su recuerdo? Rudecindo meneó la cabeza. Tiró del anzuelo, con cólera, y lo lanzó de nuevo, más lejos. Cándida… ¡Cuán airosamente caminaba! Y el Diablo…, sería sin duda su amante. Cosa rara: ¡la amante del Diablo! Se estremeció. El diablo era, para él, un ser dotado por la Suprema Bondad de poderes de maldad suprema. Extraño, pensó. ¿Por qué hizo Dios al diablo? Cándida… Movía las caderas y los hombros echando atrás los cabellos con un gracioso ademán que le hoyuelaba las mejillas. Pastora había sido más bonita, cuando joven. Pero ahora… La miró, lleno de compasión y de ternura. El pelo, lacio y opaco, le caía sobre la frente sudorosa y llena ya de arrugas. Cuando refregaba la ropa contra la laja temblaban los senos, flácidos, que se adivinaban bajo la tela de la blusa, remendada en muchas partes con hilo de distintos colores. Y más allá Mariena… Mariena, su hija, vuelta de pronto mujer.
Sintió que halaban el anzuelo. Le dio un tirón rápido y oyó el grito jubiloso de Pacho:
—¡La pescamos, la pescamos! ¡Es grandísima, papá, parece una trucha!
Sobre el pasto verde, como una saeta de plata adornada con lentejuelas de colores, se debatía, en las últimas convulsiones, una sardina bastante grande. Tanto como la mano extendida de Rudecindo, que la miraba codicioso y feliz. Mariena se levantó de su sitio y acudió curiosa.
—Pobrecita, se está muriendo.
—Ya tenemos algo para el almuerzo —dijo Rudecindo—. Ahora, Pacho, búsquese otro grillo. ¡Qué sardinota!
Pastora también había levantado la cabeza para mirarla. Luego se inclinó de nuevo. Mariena regresó al trabajo, Se levantó la falda para no mojarla, y aun cuando nadie la miraba se puso roja, como una amapola. Su rostro adquirió matices bellísimos. Los ojos bajos, las mejillas encendidas, la boca temblorosa… Era la personificación de la juventud: era una mujer bonita, metida entre aquella tela burda. Su cuerpo, ya modelado definitivamente a pesar de sus catorce años, era un milagro hecho por la naturaleza en medio de harapos.
Regresó Pacho con otro grillo. Rudecindo lanzó el anzuelo al agua. Llegó Cándida. Venía con el cabello alborotado, el rostro encendido y pequeñas goteritas de sudor en la frente. Traía en una mano la misma olla en donde hicieran la mazamorra de la tarde anterior, y en la otra un taleguito de papel.
—Me encontré con el Diablo —dijo como disculpándose—. Por eso me demoré, pero de algo sirvió. Tendremos pan y carne para el almuerzo.
—¿Cómo podremos pagarle esto, señora Cándida? —dijo Pastora, abandonando por un momento su oficio—. Nosotros somos pobres, pero Dios que es tan bueno la recompensará.
—Pacho, reúna unos palitos secos y busque tres piedras para hacer el fogón.
El muchacho recogió pronto una buena cantidad de ramas secas y de tablas viejas provenientes de los cajones inservibles arrojados en el basurero. Con un fósforo Cándida prendió la hoguera empezó a preparar el almuerzo.
Pasó un rato. Nuevamente Rudecindo tiró con fuerza del anzuelo. Otra sardina, más grande que la primera, cayó sobre el pasto. Dorada, con tonos azulinos, rojos, de ópalo y de topacio. Poco a poco fue calmándose hasta quedar inmóvil.
Reunieron cuatro sardinas. Rudecindo mismo les abrió el vientre, con un cuchillo viejo que había llevado Cándida para picar la cebolla. Luego les roció sal y las arrimó a las brasas. Era su contribución para la frugal comida del medio día.
Mariena y Pastora descansaron por unos minutos. Ya iban a terminar la primera parte de su tarea. Cándida les sirvió en una enorme taza de barro. La sopa estaba buena. Tenía cada uno su pedazo de carne, gracias a la generosidad del Diablo. ¡El diablo!, pensó Rudecindo. Era una obsesión. La maldad… No, no podía ser. Dios no había creado la maldad. En fin, él no entendía de esas cosas. Tenía hambre. Después de devorar la mazamorra saboreó un pedazo de sardina. Obsequió una entera a Cándida, y cuando sus dedos rozaron la mano de la mujer, palideció. Miró a su esposa, como para encontrar en ella el valor que empezaba a faltarle, en cierto modo que no podía explicarse. Después se tendió de espaldas sobre el pasto.
Dominando el sonido monótono de los motores, la campana difundió por todo el valle su melancólica llamada. Eran toques espaciados, vibrantes, que se morían contra las negras paredes de las montañas. Rudecindo los oyó claramente. Estaba sentado bajo el sauce gris y envejecido que se levantaba a la orilla del charco. Era domingo, recordó. Y desde las torres chatas de la iglesia, allá abajo, en la ciudad lujosa de los extranjeros, las voces de bronce llamaban a los católicos a la oración.
Pastora salió de la choza. Llevaba recogidos los cabellos opacos bajo una pañoleta de diversos colores, muy vieja ya. Mariena salió también. Se tapaba la cabeza con un velo negro, regalo de su padre en el último cumpleaños, pocos meses antes. Cuando Pacho, con su vestido de paño, apareció en la puerta, la mujer llamó a Rudecindo. Él se incorporó, con parsimonia, como si le costara trabajo hacerlo, y se dirigió hacia el grupo que formaban su esposa y sus hijos.
Mariena estaba muy bonita. Una blusa blanca, de tela, hacía resaltar el encanto del túrgido seno. Completaba su atavío una falda angosta, de color rojo, y unos zapatos blancos, viejos ya, pero limpios. Iba muy atrayente. Rudecindo se encolerizó cuando, al llegar a las primeras casas del barrio obrero, un muchacho, algo ebrio, la silbó.
El polvo de la calle, empujado por un vientecillo que se había desatado intempestivamente, formaba remolinos dorados que danzaban de un lado para otro y que acababan apagándose sobre el suelo. Las paredes de las casas eran todas de un color uniforme. Estaban cubiertas por una gruesa capa amarilla. Los tejados, las puertas, las estrechas ventanas, todo era igual. El sol, que lanzaba desde el monte sus últimos rayos, iluminaba con trabajo las callejas oscuras y sórdidas. A las puertas de algunas casas se veían individuos de aspecto patibulario, que hablaban de política, que comentaban el socialismo, que elogiaban las doctrinas de Rusia y maldecían el imperialismo yanqui. O murmuraban en contra del gobernador y del ministro de Hacienda, a quienes culpaban por la carestía, cada vez más inaguantable, de la vida. Las frases se perdían en la distancia, pero algunas alcanzaron a impresionar a Rudecindo.
—Es necesario fomentar el descontento entre los trabajadores —decía uno, vestido con alguna distinción; a un hombre de mala catadura que lo escuchaba respetuosamente—. Una vez que hayamos conseguido hacer surgir una discrepancia entre los patronos y los obreros, tendremos asegurado nuestro éxito. Porque usted comprende que…
Lamentó no haber podido quedarse para escuchar el final de aquella charla. Siguió adelante, al lado de su esposa. Tras ellos, a un metro de distancia, iban Pacho y Mariena. En la puerta de una tienda dos ebrios discutían, como en son de pelea.
—Te digo que los liberales estamos mandando actualmente en este país.
—¡Que no, carajo! ¡Somos los godos, aunque no le guste a ningún desgraciado!
—¡Maldita sea! Yo soy muy macho y nadie me ha gritado en la vida. ¡Ni siquiera mi taita me alzó la voz!
Se liaron a puñetazos y cayeron sobre la calle, levantando grandes nubes de polvo dorado. Rudecindo y sus familiares, temerosos, apresuraron el paso hacia la iglesia.
Y así presenciaron muchas escenas en donde el principal protagonista era el alcohol: metido entre los puños crispados por la cólera; oculto en unos ojos enrojecidos por deseos criminales; agazapado entre los labios, de donde saltaba en la ofensa, en la injuria, en el insulto: agarrado como un garfio en el gatillo del revólver fratricida. El alcohol en todas partes, dominando un pueblo de hombres semisalvajes.
Ya iban saliendo del barrio pobre. Quedaban atrás las casas decrépitas, las calles tortuosas, los rostros encendidos por la borrachera, los golpes, y, sobre todo, el polvo amarillento y pegajoso. Franquearon un terreno vacío y penetraron en el barrio de los extranjeros. Pisaron las calles amplias, pavimentadas. Con admiración examinaron las suntuosas construcciones: ladrillos rojos y pulidos, grandes ventanas con cristales defendidos por rejas de diversas formas y colores, antejardines llenos de raras y hermosas flores, tejados perfectos como aquellos que se ven en los dibujos de los cuentos de hadas. Allí estaban la fastuosidad y la limpieza. Mentalmente compararon su cubil con las mansiones de los directores. Rudecindo sintió de nuevo una especie de cólera, a la que luego sucedió, como un bálsamo, una resignación sin límites con su destino.
De las casas salían mujeres altas y rubias. Muy pocas tomaban el camino de la iglesia. Las más se dirigían con sus esposos y sus hijos hacia el Casino, en donde había durante toda la tarde baile, whisky y diversiones de uno y otro género. Oyeron gritos, risas, palabras dichas en un idioma incomprensible. El alboroto salía de las amplias ventanas del Casino. También allí correría el alcohol, pensó Rudecindo. También, sin duda, ya ebrios, se ofenderían unos a otros. Pero sus palabras no serían entendidas por él, ni por ninguno de los que vivían en el Timbalí pobre y sucio que quedaba más allá, hacia la montaña, en las cercanías de las minas.
Un silbido largo y agudo rompió el aire. Luego vieron llegar el tren. Traía un gran número de hombres, tiznados todos, con vestidos sucios, con las manos y los rostros picados por el carbón de los socavones. Se apearon, con un ruido infernal de muchos pies que se arrastraban, calzados con gruesas botas de acero, sobre el cemento. Se regaron en todas direcciones y luego fueron tomando un solo camino: el que conducía hacia las minas, a los sitios de donde partían las góndolas, que después de pasar por sobre el pueblo volcaban su contenido allí adelante, en la estación. Grúas enormes se pusieron en movimiento. Con sus fauces negras y desdentadas agarraban bocados de carbón, que luego vomitaban en los vagones vacíos que pronto quedaron colmados, listos para emprender el viaje hacia la capital. Rudecindo sintió que un mareo insoportable lo hacia vacilar. Tanta gente, tanto ruido, tantas máquinas, tantos peligros… Tomó de la mano a Pastora y llamó en voz alta a los muchachos.
Más allá quedaba la iglesia, blanqueada con cal. Las torres achatadas, brillantes, como fabricadas con latas de cinc. En un blanco nicho reposaban las campanas, grande la una, la otra pequeña, con voces distintas y bien timbradas. Echaron a volar sus repiques por el ruido intermitente del valle. Era el último toque para la misa vespertina, que celebraba el padre de la ciudad cercana todos los domingos.
Las puertas del refugio eran negras, adornadas con arabescos dorados. Rudecindo las abrió, empujándolas suavemente. Todos penetraron a la iglesia. Era larga, con el techo plano. Tenía, a los lados, pequeños ventanales protegidos por vidrios de colores, dispuestos en figuras místicas; al frente el altar, sencillo, sin más imagen que un crucifijo enorme, tallado en madera, al que tenían gran devoción todos los vecinos de Timbalí. Algunos cirios difundían por la capillita un humo vacilante y espeso; bombas dispuestas en altos portalámparas aclaraban el recinto. Una docena de escaños formaba el mobiliario de la capilla. Ya se hallaban en su mayoría ocupados por gentes sencillas, pobres, mal vestidas. Los rostros famélicos; las mejillas pálidas y hundidos. Mujeres con el vientre hinchado por la proximidad de los hijos no deseados; hombres sucios, tiznados, con los vestidos con que habían bajado de las minas una vez terminado su turno diario: otros ebrios, dormidos descaradamente en los escaños. El espectáculo inspiraba compasión, terror, asco. Y, dominándolo todo, como perdonándolos y bendiciéndolos, la imagen de Cristo con sus brazos abiertos.
Rudecindo hizo sentar a su esposa, a Mariena y a Pacho, en una banca desocupada. Él terminó por sentarse también. De la pequeña sacristía, en donde el párroco trocaba su sotana vieja por los ornamentos necesarios para el culto, salieron dos muchachitos vestidos de acólitos. Encendieron algunas velas en el altar, colocaron los libros en su sitio, y se arrodillaron por un rato delante de la imagen del Crucificado. Luego apareció el cura y empezó la misa.
Frente a Rudecindo se hallaban sentados dos borrachos. No decían nada. Sus ojos se cerraban, inclinaban la cabeza sobre el pecho y de pronto la levantaban, asustados, y fingían escuchar. Pero luego la borrachera los dominaba y caían en esa somnolencia invencible que produce el alcohol en cierto grado. Más allá, en otra banca, una mujer se había quedado dormida con el seno desnudo, que en balde chupaba un pequeñito, expuesto a caer al suelo a cada momento. Un borracho solo, sentado al pie de un banco colocado contra la pared, gesticulaba ridículamente, como si hablara con alguien. Los demás eran hombres sucios, llenos de sudor, de hollín, de humo, cubiertos por ese mismo polvo amarillo del camino, que perecía invadirlo y dominarlo todo como una plaga.
Rudecindo se dio cuenta de que no estaba prestando atención a los rezos. Fijó los ojos en el altar para alejarlos de aquellos cuadros trágicos y grotescos a la vez. El cura había terminado de leer el evangelio, y se disponía a comentarlo conforme a la costumbre. Se aclaro la garganta y habló. Habló para los tres borrachos que no lo escuchaban; para la mujer que dormía profundamente; para aquellos hombres de rostros famélicos, de ojos hundidos; para esas pobres hembras que tenían que vender su intimidad para mantener a sus hijos. Los que no estaban embrutecidos por la borrachera lo oían absortos, silenciosos, impregnándose de sus palabras. Las necesitaban. Eran consuelos que les llegaban al corazón directamente, porque ellos sufrían y anhelaban ser comprendidos; y eran consejos que los guiaban, que los apartaban de los caminos fangosos en donde muere la dignidad humana.
—La pobreza, llevada con resignación, es una virtud grata a los ojos del Altísimo. Muchos de vosotros, hermanos míos, os desesperáis por vuestro destino. Pero recordad que cuando Dios vino a la tierra para redimirnos, no llegó entre las sedas y las comodidades, entre los ricos y los potentados. Descendió desnudo sobre el heno de un establo, en la mayor pobreza, en la más grande humildad. Y luego creció como un obrero, trabajando al lado de San José. Por eso el trabajo, hermanos, es la honra más grande para el hombre. Por él se dignifica, se engrandece. El ocio es el origen de los vicios, de los pensamientos putrefactos, de los deseos pecaminosos. Soportad pacientemente vuestra pobreza y bendecid a Dios, porque os ha dado el mismo camino que siguió Cristo en la tierra; y porque en el cielo, después de la muerte de nuestros cuerpos, por esa resignación, por esa virtud de la pobreza, encontraremos al Padre que nos abrirá sus brazos para recibirnos y albergarnos en ellos por toda la eternidad.
Hablaba muy bonito el señor cura, se dijo Rudecindo. Aquello era, sin duda alguna, la verdad. La pobreza estaba calificada como una virtud. Y el cielo quedaba más allá de la tierra. Esta perecería. Aquel no tendría fin. Más o menos lograba comprenderlo. Después de la muerte, el alma emprendería un vuelo hacia las regiones infinitas en donde moran todos los espíritus. Y Dios mismo la juzgaría: mala, buena… el premio, el castigo…
Rudecindo cayó en un ensimismamiento, muy común en él. Cuando se dio cuenta de la realidad, el cura estaba terminando la misa. Se arrodilló, y con todo el fervor de que fue capaz rezó un avemaría. Luego salió de la iglesia y se encaminó, con Pastora y sus hijos, hacia el basurero de Timbalí, en donde el azar había levantado una casa para albergarlos.