Febrero 10. Sábado1Capítulo

Antes todo era sencillez, rusticidad, paz. Y de pronto el valle se vio invadido por las máquinas; el medio día fue roto por el grito estridente de las sirenas; los caminos se perdieron bajo toneladas de polvo y anchas vías cruzaron el verdor de los sembrados; los árboles, cercados por el humo, envejecieron y terminaron por perder sus hojas y sus nidos; y el silencio, ese bendito silencio que era como un manto protector tendido sobre el campo, huyó para siempre hacia las montañas.

Así como el paisaje, los rostros cambiaron también. Ya no era la cara ancha y sonrosada del sembrador; ya no las mejillas frutales de las muchachas ni los ojos risueños de los niños. Eran semblantes deformados por grandes cicatrices; con hirsutos pelos que les daban apariencias bestiales o ridículas; eran pieles ajadas por el sudor, ennegrecidas por el hollín, picadas por las viruelas inclementes que diezmaron la población del valle como plaga bíblica; eran ojos asustados, huidizos, brillantes de codicia, señalados por las huellas imborrables de crímenes pasados.

A eso lo llamaban algunos, pomposamente, civilización, progreso. La esperanza de la patria estaba allí; con el sacrificio de unos pocos se aseguraban la tranquilidad de muchos, era necesario que el valle perdiera su aspecto bucólico, para que la nación recobrara su estabilidad económica. Al menos tales cosas decían los oradores que acudieron a convencer a los campesinos y obreros de la conveniencia de abandonar las cosechas, de trocar la azada por la piqueta, de cambiar el maíz por las piedras negras de carbón y de acabar con los mansos burritos de carga por los camiones de color rojo oscuro, como teñido de sangre.

Los agricultores al principio ofrecieron resistencia. Pero pronto fueron cediendo: el miedo, la ambición, el dinero, el analfabetismo… Después de que se descubrieron las minas de carbón en aquel vasto territorio, llegaron de los diversos puntos de la república gentes de toda condición social, pero generalmente desheredados, fugitivos y vagabundos. Rondaron por entre los cultivos, acudieron hasta las casas hospitalarias, siempre abiertas al forastero, y en ellas fueron infiltrando la savia de sus pensamientos, el veneno de sus convicciones, el lenguaje rebuscado de sus argumentos. Entonces los dueños de pequeñas parcelas —verdes en invierno, doradas en verano— tuvieron que abandonarlas, entregándolas a la voracidad de los compradores. Algunos, inclusive, se vieron amenazados de muerte. Pero los más terminaron cediendo de buena gana, ante las promesas de un futuro de abundancia y prosperidad.

Luego de conquistada la tierra vino la invasión mecánica: camiones, palas, grúas… Crujieron las montañas centenarias al sentir en su base la puñalada del acero; se descuajaban con quejidos casi humanos los árboles enormes de los boscajes; y las casas humildes, fabricadas de paja y barro, cayeron con sus ensueños ancestrales ante el empuje de la codicia.

No eran malas, quizá, las intenciones de los que esbozaron el proyecto. Pero a través de centenares de labios y de cerebros diversos, las palabras y los pensamientos fueron deformándose. Y aquellos hombres silenciosos y rústicos no adivinaron lo que vendría.

Ocurrió pronto. El valle estaba habitado por doce o quince familias regadas en todas direcciones: el rancho de los Moreno, la fundación de los Montoya, la casita de los Ramírez… Por todos lados, un nombre amigo, un rostro sonriente, una mano franca. Y luego de la irrupción del progreso, fueron decenas de familias agrupadas en barrios miserables, apiñadas como tallos de trigo. Las construcciones apresuradas crecieron como cizaña. Casas de latón, de madera, de piedras y cemento. Y de allí surgió el pueblo: Timbalí.

Eran rostros y conciencias distintas pero era un solo idioma. Y de súbito llegaron los extranjeros: ingleses, franceses, alemanes… Desterrados los unos, atraídos los otros por la sed de fortuna, guiados los demás por intereses de variada índole. Penetraron al valle las palabras duras, metálicas, los rostros colorados y los cabellos rubios, casi blancos. Mujeres altas y pálidas reemplazaron a las hembras morenas y ardientes de antaño.

Construyeron casas de aspecto raro, con los tejados terminados en punta, con puertas de vidrio y de metal. Y fundaron, a un lado del pueblo de los trabajadores, una especie de barrio, con calles pavimentadas. Allí vivían esas pocas familias, cuyos hombres vinieron pronto a mandar en los otros, en los dueños de la tierra. Seres rubios que decían very good, oui messie, o aufschauen, invadieron las oficinas, construidas apresuradamente en las estribaciones de la montaña. Y los que antes fueran amos absolutos de aquellos rincones, de los que habían huido para siempre el sosiego y la paz, se vieron obligados a obedecer a los extraños.

Principió la explotación de carbón en gran escala. Las montañas que rodeaban materialmente el valle contenían una incalculable riqueza. Bajo la tenue capa de verduras se ocultaban millones de toneladas de mineral. Tanto, que en cincuenta años apenas si se haría pequeña mella en su inmensidad.

Por los campos ya secos y abandonados, se tendieron los caminos metálicos. Los hombres, inclinados sobre la tierra, clavaban en su vientre largas púas de acero para sostener las líneas por las que, meses después, corrían veloces locomotoras lanzando al aire sus eructos negros, y arrastrando tras de sí largas filas de carros que transportaban carbón hacia la capital.

Todas las escalas sociales vinieron a formar el pueblo de Timbalí. Desde los extranjeros que pisaban la tierra aquella —buena y acogedora— como dominándola, como amenazándola, hasta el pordiosero, hasta la prostituta.

Entre los hombres atraídos por el vértigo llegó una mañana de tibio verano Rudecindo Cristancho. Era alto, delgado, de apariencia débil; la espalda inclinada siempre; los ojos bajos; la boca cerrada herméticamente; con las palabras justas para medio hacerse entender; las manos grandes, nervudas, descarnadas; largas y magras las piernas. Esto en lo físico. Y en lo intelectual, resignado hasta el sacrificio; pero no por heroísmo, sino por ignorancia. No supo nunca quiénes fueron sus padres, ni le interesó averiguarlo. Sus recuerdos arrancaban de una época muy remota: trabajaba en una finca como mandadero, y soportaba los latigazos del dueño cada vez que no cumplía cabalmente sus deberes. Quizá desde entonces le nació esa resignación fatal, completa, terrible, ya que su alma había sido cruelmente deformada por la vida misma.

Después de este período doloroso se encontraba —en la cinta de sus evocaciones— trabajando como mecánico en un taller, en una ciudad lejana, ya esfumada en la memoria. Y luego Pastora… Era su esposa. La conoció en el campo, en donde estaba colocado como jornalero, ganando sesenta centavos diarios. De ello hacía algunos lustros ya. Se enamoraron. La mujer era bonita. Buena hembra, como decían los vecinos. Rudecindo se sintió fascinado por sus ojos negros, su rostro fresco y sano, su cuerpo vibrante y erguido y su olor de mujer plena. Y se casaron. Una fría mañana de septiembre. En la iglesia de un pueblo distante cuyo nombre había olvidado ya.

Vinieron los sufrimientos, las miserias… Días enteros en que apenas tuvieron con que comprar el pan. Después les llegó una hija. Le pusieron María Helena de Nuestra Señora de Las Mercedes; pero todos, desde pequeña, le decían cariñosamente Mariena. Tenía catorce años. Bajo la tela del traje se le insinuaban los senos; a la espalda le caían las trenzas, como gemelos chorros de sombra; tenía los mismos ojos de la madre: grandes, negros; iluminados; y la piel morena pálida, con transparencias nacarinas cuando la invadía el pudor.

Luego nació el hijo: Francisco José de la Santa Cruz. Pero le decían Pecho, para ahorrar tiempo. Tenía doce años. Era delgaducho como el padre: pero, al contrario que él, de un carácter vivo, alegre, emprendedor; y también violento. Porque en su alma infantil, que había copiado como una filmadora las amarguras y las traiciones, brotó una chispa de rebelión que permanecía oculta, agazapa como una fiera que, en ocasiones, enseñaba las garras.

Esa era la familia de Rudecindo Cristancho. Su mujer, su hija, su hijo…, y posiblemente otro. Porque Pastora hacía ya siete meses que estaba embarazada.

Tal vez el mismo Rudecindo no supo de dónde había llegado, ni a qué. Quizá lo empujó el vértigo. Ese que llevó al valle a tantos hombres, a tantas mujeres, a tamos niños. Todos con la ilusión de una riqueza fácil, de un jornal suficiente; todos con el anhelo de vivir mejor, de dar un vuelco a la monotonía de su tránsito por el mundo. Eso los guiaba hacia el progreso creciente de Timbalí. Una ansiedad oculta a veces, a veces manifiesta, pero siempre existente, por cambiar de vida, por mejorar, por tener con qué comprar un traje nuevo, una silla, una mesa. Lo que, en síntesis, constituye la felicidad, conforme la conciben muchos. Esa felicidad material, esa satisfacción de los sentidos: agua para el sediento, pan para el hambriento, ropa para el desnudo, cama blanda para el fatigado, consuelo para el afligido… Todos corriendo tras de la felicidad. Y esta siempre esquiva, porque detrás de cada sueño realizado hay otro realizar.

Pero Rudecindo Cristancho llegó al pueblo: a Timbalí. A sus calles limpias, pavimentadas, a cuyas orillas se alzaban quintas construidas con todo lujo; a sus callejuelas torcidas, desiguales, bordeadas por covachas de lata y de ladrillos. A Timbalí, el que estaba llamado a ser, sin duda, el principal centro minero del país. Vino desde un punto indeterminado, desconocido. Desde la vida.

Trepado sobre una piedra, en la pequeña colina que dominaba las modernas instalaciones que habían roto la paz primitiva del valle, contempló el horizonte. Después bajó los ojos y los posó en la que ahora sería su ciudad. En los techos hundidos de las casas pobres y en las construcciones elegantes del barrio de los extranjeros. Luego auscultó la montaña, su corazón era negro, y en esas roces brillantes y duras estaba el porvenir. No el de la patria. Esta era, para Rudecindo, el pedazo de tierra que tenía bajo sus plantas, en cualquier momento, en cualquier circunstancia. Era el cielo, la luna, el viento, los árboles… Aquello era la patria. Pero solamente lo que abarcaban sus ojos. Bajo la capa verdeazul de la montaña estaba su futuro. El suyo propio. El de su esposa y el de sus dos…, o sus tres hijos.

Con el brazo, largo y descarnado, hizo una seña en el aire. Pastora subía la cuesta trabajosamente. Tras ella, con una maleta a la espalda, iba Mariena. Y cerrando la marcha caminaba Pacho, con sus doce años y su rebeldía.

—Ya llegamos, mija. Mirá aquellas casas tan famosas… Serán sin duda de los que llaman místeres y musiús. Y estas de aquí, estas de latón, deben ser las de los pobres, como nosotros…

—Andá ayudale a la china que ha de venir cansada —dijo la mujer, indiferente, con los ojos lejanos, como empañados por un velo de humo. Su vientre se adivinaba grávido bajo la tela floreada del delantal.

Descendió de la piedra. Mariena le entregó el paquetillo que contenía la ropa de todos. ¡La ropa! Unos pantalones de dril de Rudecindo; dos batas viejas de Pastora; dos faldas y una blusa blanca de Mariena, y un vestido de paño, muy gastado ya, que el último patrón había regalado a Pacho.

Bajaron de la colina. El sol enviaba sobre la tierra seca, calcinada, estéril, sus llamaradas de verano. Allá, en la falda de la montaña, con ronco son vibraban los motores que controlaban los largos cables por donde avanzaban las góndolas, llenas de carbón, que depositaban bajo los brazos metálicos de una enorme torre, en donde luego eran cargados los vagones del ferrocarril. Un vaho turbio, espeso, casi negro, ocultaba a veces el cielo. Era el humo producido por las máquinas que continuaban penetrando con el acero de sus cuchillas en las entrañas de la cordillera, para sacar de ella grandes bloques de roca que facilitaran el paso de los mineros.

Rudecindo llegaba con su familia, como tantos otros. Timbalí en un puerto, una ciudad abierta. Todos sus caninos estaban francos. Y los que allí penetraban creían que esas trochas llevaban al progreso, a la estabilidad económica, al ahorro, al bienestar. Con ese mismo pensamiento, con idéntico anhelo, los cuatro (¿cinco?) descendieron rápidamente al valle.

—Ya deben ser las nueve. ¿No crees que debo ir a preguntar por el trabajo?

—¿Y sin conseguir la posada? Esto tá feo, feo…

—Pues…

—Preguntá en aquella casa, esa blanquita de la esquina. Pueda ser que nos dejen pasar la noche.

Pero los dueños no consintieron. Rudecindo volvió con el ánimo oprimido; cabizbajo, como si buscara algo dentro del polvo amarillento y pegajoso de la calleja. Todas las puertas estaban cerradas para ellos. No había cuartos; no se recibían forasteros; se trataba de una casa de familia. En fin, oyeron todas las disculpas imaginables. Perdieron una hora en su infructuosa búsqueda. De pronto se dieron cuenta de que llegaban al límite del pueblo.

Se presentó ante ellos un panorama extraño, desolador. Era una especie de protuberancia del terreno, que no alcanzaba a formar una colina. Y allí, regados en todas direcciones, de un lado para otro, se veían cajones rotos, hierros viejos y oxidados, varillas retorcidas y quemadas, restos de ladrillos y de adobes, latas, montones de tamo y de troncos viejos, basura, ceniza, lodo… Y, cosa rara, en mitad de la confusión se levantaban dos casuchas. Estaban construidas con maderos inservibles y medio calcinados, con canecas vacías y rotas, con latas de diversos tamaños y colores, con hierros decrépitos. Parecían, más que levantadas por la mano del hombre, hechas al azar, formadas casualmente al arrojar los desperdicios de la ciudad, las sobras de las estructuras, los empaques de las máquinas y de los motores; eran como esos cubiles de los cuentos de brujas, que milagrosamente se sostienen. Los cuatro intrusos las contemplaron, asombrados. Aun en la mitad del día, con aquel sol clarísimo de verano, inspiraban miedo, desconfianza, casi terror. Parecía como si, de repente, de aquellas puertas improvisadas fueran a salir seres fabulosos para rechazarlos por su intromisión en sus dominios prohibidos.

Oyeron, nítido, el llanto de un niño. Venía de una de aquellas chozas. Lo vieron luego asomarse a la puerta de la cabaña. Era pálido, delgado. Desde lejos se veía la anemia en su cuerpo débil y blanco. Tras él apareció una mujer joven. El pelo alborotado le tapaba la frente y le caía por detrás sobre los hombros, que el traje modelaba. Se quedó quieta, mirándolos. Los ojos claros tenían una fijeza martirizante. Rudecindo bajó la cabeza, conforme a su costumbre. Pero Pastora, desesperada ya de la inútil caminata, se acercó a la desconocida.

—Buenos días tenga la patrona.

—Buenos.

—Venimos buscando posada… Llegamos al pueblo, a trabajar. Todos nos han cerrado la puerta en las narices…

—En aquella casa no vive nadie.

—¿Y de quién es?

—No tiene dueño. Esta tampoco. Aquí no nos molestan.

—Y nosotros… Este es mi marido, Rudecindo. Y esta es mi hija Mariena y este es Pecho. Y yo Pastora, pa servirte.

—Bueno, creo que seremos vecinos. La casa aquella está en peores condiciones que esta. Tiene más goteras. Pero conseguirán arreglarla. Se vive…, como se puede. ¡Qué le vamos a hacer!

—Andá vos, mija. Yo me voy a buscar trabajo.

—Que Dios lo lleve.

Rudecindo se alejó. Lo dominaba el miedo; lo poseía la timidez. Sintiéndose solo era incapaz de obrar; le faltaba el apoyo de Pastora. La mujer había aprendido a dominarlo, sin violencias, ni groserías, ni insultos. Necesitaba de ella tanto como del aire. Era su guía, su consejera. Lo impulsaba cuando las fuerzas le fallaban, como ahora. ¡Cuánto deseaba tenerla a su lado!

Pensó en Mariena, que ya era casi una mujer. Pensó en su hijo, en aquel nuevo fruto que iba ensanchando el vientre de Pastora. Nacería quizás allí, en esa casucha formada por los desperdicios, en esa inmunda choza, alejado de toda compasión, de todo cariño… Pero tendría, al menos, el suyo. Sus manos rudas temblaron un momento, cual si acariciaran ya la cabeza pequeñita del hijo… o de la hija, porque también podía ser una chiquilla. En un principio él no había querido que naciera. No deseaba un nuevo sufrimiento, una nueva responsabilidad. Pensaba en las noches en vela, en la leche para el recién nacido, en las enfermedades, la tos ferina, el sarampión…, y deseaba librarse de esos padecimientos, evitárselos a su esposa y también a aquel ser que, entonces, no era sino un corazón pequeñísimo, un cerebro sin entendimiento, sin pensamientos ni deseos… Pero ahora se alegraba de que naciera; de que viniera a llenar el silencio y la soledad de sus horas primero con su llanto, después con su risa y luego con su palabrería infantil. Por ese mismo ser nuevo; por ese hijo que abriría dentro de poco los ojos al mundo, debía ser fuerte. Luchar y vencer. Conseguir un empleo que le permitiera ofrecer lo necesario a su esposa, a sus muchachos…

Sus pies descalzos se enterraban en el polvo de la calle. Ya terminaba el barrio pobre. Iba a entrar en esa especie de ciudadela fortificada con el ruido de los motores. Iba a penetrar en el recinto en donde funcionaban las oficinas de la Compañía Carbonera del Oriente. Vaciló y sus rodillas se doblaron. Estuvo a punto de caer a tierra. Le entraron deseos de echar a correr, de volver al lado de Pastora y de sus hijos para decirles que aquel sacrificio era demasiado grande para él. Estaba acostumbrado a trabajar en el campo, como peón, destapando zanjas de aguas podridas, derribando arboles, cortando cartas, trepanando el vientre fecundo de la tierra para depositar los granos. Pero ante aquella mole de ladrillo y cemento, ante aquel edificio de dos pisos con ventanas enormes que parecían querer engullírselo, sentíase empequeñecido, solo, abandonado. Evocó a su esposa, a sus hijos… Recordó que no tenían un centavo y avanzó. Debía desterrar de su pecho esos temores ridículos. Él era un hombre como todos los demás. Como todos no… Porque allí entraban unos señores elegantemente vestidos, fumando, hablando… Y él no estaba bien vestido, ni fumaba, ni siquiera podía hablar porque la voz se devolvía, se enredaba en su garganta y amenazaba con asfixiarlo.

Rudecindo Cristancho. Sí, ese era su nombre. Dio un paso, dos, hacia el edificio. Un automóvil pasó veloz por su lado, y sintió vértigo. Cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando ese día? ¿Era el reflejo del sol en los cristales de las ventanas? ¿O era el ruido monótono e incesante de los motores? ¿Por qué era tan cobarde? Allá en el fondo más distante de su conciencia se atrevía a formularse esta pregunta. Sí, tenía miedo de todo. Temor absurdo de lo desconocido; un rostro, una máquina, una palabra. Él había nacido destinado a la soledad. Pensó que hubiera podido ser feliz sin Pastora y sin sus hijos, metido dentro de un bosque, comiendo raíces… Pero luego movió la cabeza con energía, desterrando los pensamientos. Él amaba a Pastora. No con pasión: con una especie de cariño fraternal, de amistad. Y quería a sus hijos tranquilamente, sin violencias. Por ellos podría sacrificarse. Y ahora necesitaba de valor… Por Mariena, que ya iba siendo mujer; por Pacho y por ese otro hijo o hija que estaba esperando a que se cumpliera el plazo estipulado para conocer el mundo y sus dolores, sus sufrimientos y sus miserias.

Caminó decidido. Al doblar una esquina del edificio vio una larga fila de hombres. Se detuvo. Estudió los rostros con mirada quieta, estúpida. Todos eran sujetos de su misma edad: cuarenta años, quizá menos, quizá más; los ojos enrojecidos; las manos nervudas y negras; las barbas crecidas. Iban unos con overoles de dril azul y otros llevaban ruana, a pesar del calor sofocante del mediodía.

Quiso preguntar, pedir una ayuda, un consejo. Pero de nuevo se sintió débil, dominado. Era el mismo miedo, ese maldito miedo de siempre, esa ansiedad dolorosa que le oprimía la garganta impidiéndole respirar.

—¿Será por aquí donde se consigue trabajo? —preguntó al fin, tragando saliva, al último de la fila.

—Sí. Coja cola.

—¿Cola?

—Que se haga detrás de mí. Aquí todo es por turnos.

—Ajá…

Y allí estaba, parado o avanzando con una lentitud desesperante. Un paso y un minuto. Otro paso y otro minuto. ¿Qué harían todos aquellos hombres? ¿Buscarían trabajo? Y él, de último en la fila… Sin duda se quedaría sin empleo. Y tendrían que regresar. ¿A dónde? A la vida de donde habían salido; a la existencia anterior que los vomitaba, como restos de un naufragio, sobre la playa ardiente de Timbalí.

El primero de los hombres que formaban la fila estaba colocado frente a una ventanilla. Hablaba con alguien que, al parecer, se hallaba detrás del cristal. Al fin se fue. Luego pasó otro, y otro. Rudecindo esperaba aún. Ya estaba más sereno. Casi todos los hombres eran de su misma condición: campesinos enseñados a manejar el arado o la azada, obligados por las circunstancias o guiados por la ambición a trabajar en la Compañía Carbonera del Oriente. Los examinó, y luego los contó. Era lo único que sabía hacer. Contar, pero solamente hasta cincuenta. En la fila, delante de él, se hallaban colocados doce hombres. Él formaba el número trece. Malo, se dijo. Pensó que estaba ubicado en un sitio pésimo; que el empleo no resultaría… Luego contó la fila, y vio asombrado que él ocupaba el número once. Trabajo le costó explicarse este hecho: dos hombres habían sido atendidos ya.

Estaba decidido a todo. Se engancharía en lo que fuera. Pero ojalá lo dejaran en un lugar donde las máquinas no hicieran tanto ruido. Les tenía miedo. Miraba pasar por sobre su cabeza, a considerable altura, las góndolas que venían de las distantes puertas de las minas llenas de carbón. No comprendía ese fenómeno: enormes carretillas resbalando tranquilamente sobre lazos al parecer de acero. Instintivamente se hacía a un lado cuando pasaba la góndola. Un obrero que estaba adelante de él lo notó.

—Ala, ¿no habías trabajado nunca por estos lados?

—No señor. Yo soy de lejos.

—¿Y qué? ¿Te dan miedo las góndolas?

—¿Las qué, sumercé?

—Los bichos esos —y las señaló con el dedo.

—Me parecen que han de venírseme encima.

—Sí, señor.

—¿Y qué sabes hacer?

—Pues… pues… yo trabajaba antes en el campo.

—¿Como jornalero?

—Sí, señor.

—Humm… Tal vez te enganchan para los túneles de La Pintada. Se cayó hace poco una parte de la bóveda, y tienen que sacar los escombros para reconstruir la galería.

—Ay, ojalá. Porque con dos muchachos, casi tres…

—¿Casi tres? —preguntó el otro riendo. Tenía el rostro curtido, pero la mirada franca, la frente alta, los ojos firmes.

—Pues hombre, que nos vamos sin poder hablar con el jefe de personal.

—¿Y él quién es?

—El que da y quita los empleos, el que atiende las solicitudes, en fin, el que maneja las oficinas.

—¿Y por qué no podemos hablar? —preguntó, viendo que ya todos los de la fila, cinco nada más, se marchaban hacia distintas partes.

—Porque ya son las doce.

—¿Y hasta qué horas hay que esperar, sumercé?

—Hasta el lunes. Hoy es sábado, y por las tardes no hay oficinas. Y no me diga más sumercé, no sea pendejo. Todos aquí somos compañeros.

—Hasta luego, pues… Que Dios le pague.

Rudecindo se marchó, triste, como siempre. Más ahora, quizá. Llevaba a su casa una mala noticia: no había podido siquiera solicitar un empleo; nadie oyó su voz llena de angustia: ninguno de aquellos extranjeros rubios que decían palabras incomprensibles pudo escuchar sus frases suplicantes. Tendría que esperar hasta el lunes, como le dijera su compañero. Sábado por la tarde, domingo… Casi dos días. Sin pan, sin dinero, sin amigos. Pensó en la mujer de los ojos claros. ¿Cómo era su nombre? Cándida. Sí. Cándida. ¿Y el chiquillo? No recordó. Hizo un esfuerzo, pero fue en vano. Sintió hambre. Era como si llevara en el estómago una garra que se le clavara dolorosamente.

Apresuró el paso. Hallaría un consuelo en las palabras de su esposa. Pensó en Mariena… Ya estaba hecha una mujer. Y era bonita. Como Pastora cuando la conoció. Ahora, después de quince años, ya la encontraba ajada, marchita, seca. Atravesó, casi corriendo, aquellos caminos negros que conducían al edificio de las oficinas. Luego lanzó una mirada oblicua, de temor y de rencor a un tiempo, hacia las lujosas construcciones de los extranjeros, y penetró en el poblado de los pobres. El polvo amarillo se le metió por entre los dedos desnudos. Lo apartó, furioso, como si quisiera alejar a un ser tangible, maligno. Y allí estaban, por fin, los escombros, los desperdicios tirados sobre el montículo. Allí se alzaba su casa. ¿Su casa? Sí, era suya. Por lo menos nadie se la disputaría. Allí estaban… Le pareció más nueva. Habían alejado la basura de los alrededores, y la puerta se hallaba ya en su sitio.

Siempre le había gustado llegar a su hogar, y entraba a él alegre, esperanzado. Pero ahora… Su entusiasmo se desmoronó lentamente. Llevaba una mala noticia. Dos días sin pan, sin dinero…, sin dinero, sin pan…

—No se preocupe. Ahora están necesitando obreros. En La Pintada, creo. Así me lo dijo el Diablo.

—¿El diablo? —preguntó Rudecindo, santiguándose.

—Es un amigo mío que llaman así —le contestó, riendo.

—Sí, mija.

—¿Y cómo comeremos hoy y mañana? No hay por todo sino treinta centavos…

—Yo puedo ayudarles en algo —dijo Cándida—. Compartiremos la sopa. No es gran cosa, claro.

—Dios se lo pague, señora —dijo Pastora, inclinando la cabeza y envolviendo la punta de su delantal en los gruesos y deformes dedos de su mano izquierda.

—Bueno, camine usted me ayuda. Ya casi está… Pero habrá que ponerle un poco más de agua y de sal.

Pastora hacia la casa vecina. Rudecindo se sintió avergonzado. ¡Aquella muchacha desconocida tenía que compartir con ellos su almuerzo, para que no padecieran hambre! Interiormente la bendijo. Debía ser un ángel. Era su salvadora.

Las dos mujeres se afanaron en tomo del rústico fogón. Sobre tres piedras desiguales se sostenía una olla de barro, de regular tamaño. De ella salia un humillo blanco y tenue, que se perdía en el aire canicular del mediodía. Pastora sopló con fuerza y las llamas lamieron los negros costados de la olla.

Devoraron la sopa. Neco, débil y pequeño, blanco y rubio, trepado sobre las rodillas de la madre, pedía con su lenguaje todavía infantil el único pedazo de carne. Pacho tomaba su alimento en silencio. No se resignaba. Quería algo. Siempre lo había querido, sin saber qué era. Pero se rebelaba. A pesar de sus doce años y de su educación rudimentaria tenía ensueños, ilusiones, y una concepción especial de la vida. Pastora miraba la carne y le temblaban las manos. No era hambre: era un deseo intenso de saborearla, de apretarla con los dientes; era uno de aquellos que la gente del pueblo llama antojos y que obsesionan muchas veces a las mujeres embarazadas. Pero Neco la pedía y Cándida se la puso entre los labios, blancos y marchitos. Pastora palideció. El sol se fue momentáneamente de sus ojos y creyó que la tierra huía, que se hundía en un abismo. Luego todo pasó. Tan solo le quedó un agudo e intermitente dolor en el vientre.

Mariena estaba silenciosa, triste. No comprendía sus reacciones de ahora. Siempre había sido alegre, aun dentro de la miseria. Y desde un mes a esta parte todo estaba desteñido, mustio. El mismo esplendoroso sol veraniego le parecía alejado, como oculto tras de una nube impenetrable. Tomó con desgano el pedazo de pan que le entregaba Cándida. Miraba hacia el horizonte, hacia el infinito; hacia los límites imprecisos de su alma de mujer, que empezaba a nacerle allá adentro, en ese sitio indefinido, no ubicado aún: la cabeza, el corazón… Allá, muy adentro. Temblaba. Elevó en el aire su mano blanca y fina. La miró. Los dedos estaban más largos, más delgados; la piel más suave, más sonrosada. Sí, algo había cambiado. Una opresión extraña la estremeció. Bajo los senos redondos y pequeños, como dos escudos de nácar, el corazón palpitó con violencia. El rostro se le arreboló adquiriendo una belleza enorme. Bajó la mano. Sintió pesado el brazo. Unas ganas absurdas de llorar la poseyeron, la dominaron. Pero contuvo las lágrimas que estaban asomadas al borde negro de sus pupilas. Se pasó los dedos por la cara. Se incorporó. El viento la ciñó toda, como una seda acariciante y traslúcida.

—Allá queda la tienda de Joseto —informó Cándida, señalando con el índice extendido una casa de ladrillo—. Es muy bueno, nunca le niega a uno nada. Yo voy a llevarla —añadió, mirando a Pastora— para que la conozca y le deje fiado su pan diario. Pero será cuando su esposo consiga trabajo.

—El lunes, mediante Dios —dijo Rudecindo, sin mirar a Cándida.

—Sí, el lunes —repitió Pastora, como un eco. Los dolores del vientre iban pasando ya, y ella sentía cómo se agitaba en sus entrañas esa vida que empezaba a crecer hacia el sufrimiento, como una llama que después apagaría la muerte.

—Hoy es día de pago y por eso todos están borrachos —comentó Cándida, distraídamente.

—¿Hoy? Ah, como es sábado…

—No. Aquí les pagan por décadas. —Y al ver que sus oyentes no la entendían, explicó—: Cada diez días.

—¿Y hay peleas? ——preguntó, temerosa, Mariena.

—Sí. Se agarran a cuchillo, a botellazos. Por cualquier cosa.

—Gritan vivas a un partido o al otro. Hay de todo. Y cuando están borrachos no respetan ni tienen miedo. Sólo les da por pelear, por cualquier tontería de esas.

—Sí. casi siempre. Hay noches en que… —Pero se calló, advirtiendo la presencia de Mariena.

Rudecindo lo comprendió todo. Mas, mentalmente, halló de inmediato una justificación para el proceder de Cándida.

¿De dónde venía aquella mujer? De cualquier sitio. ¿A dónde iba? A cualquier parte. ¿Qué había sido su vida antes de aquella tarde? Eso no les importaba. Les bastaba saber que había compartido con ellos su escaso alimento, y que le estaban agradecidos. No tenían derecho a juzgar los procederes humanos. Sólo Dios podía absolverla o condenarla. Pensó Rudecindo que ella quizá no sabía quien era el padre de su hijo, de aquel muchachito débil, anémico, que se había dormido sobre sus rodillas. Pensó que Cándida era una mujer que se entregaba a uno y a otro, para obtener un poco de dinero con qué continuar arrastrando su miserable existencia. Pero no le hizo reproches. Casi la absolvió. Estaba sola. No tenía padres, hermanos, esposo. Sola contra el mundo; contra una manada de lobos hambrientos; contra centenares de mineros que buscarían en ella el espasmo fugaz del placer, para dejarle luego entre las manos una moneda o un billete ajado y viejo…, tan viejo como el mundo, o como el vicio. ¿Quién podía protegerla de la voracidad de los hombres? Pensó con horror en Mariena y en Pastora. ¿Si él faltara un día? ¿Si de pronto no pudiera trabajar más? ¿Si su mujer se viera obligada a aceptar cada noche a un hombre distinto para tener con qué comer? ¿Si Mariena se fuera de su lado para seguir, en otra ciudad como aquella, en otra mina de carbón, una existencia como la de Cándida, con un hijo de nadie, con una casucha miserable y un amante que le tirara un mendrugo de pan?

Cerró los ojos, aterrorizado, y apretó los puños. Una súbita oleada de decisión lo invadió.

—El lunes madrugaré. A las cinco estaré frente a la ventanilla.

—Allí no abren hasta las ocho —dijo Cándida y se quedó mirándole, compasiva, burlona.

—Una pelea. Es común.

—Sí.

—¿Y no hay policías? ¿No hay autoridades?

—Vean, allá está un agente… Como que es Quintero. Ya se acabó la pelea. Sin duda fue por política. Son unos imbéciles. Cuando se les sube el alcohol a la cabeza no saben más que gritar abajos a los godos o a los cachiporros, y entonces vienen los puños, los tiros, los botellazos…

Un grupo se destacó por el camino que conducía a las distantes veredas de Timbalí. Eran tres hombres y una mujer. Uno de ellos llevaba la cabeza rota, y la sangre le empapaba el rostro. Sus maldiciones y sus injurias vibraban en el aire como dardos sonoros. La mujer trataba de calmarlo. Lloraba. Conducía a sus espaldas un chiquillo, y en la mano un costal medio lleno con verduras y frutas. Pasaron junto a las chozas. Cándida saludó con la mano a uno de los del grupo. Él le contestó en la misma forma. Luego todos cuatro se perdieron tras del arbolado marchito, opaco, que ocultaba el camino.

Iba cayendo ya la noche. Parecía como un enjambre de abejas negras que bajaran de las colinas extendiendo sus alas sobre el valle. De repente la luz surgió en todas las calles, en los portones de las casas, en las ventanas. Se iluminaron las instalaciones de la montaña en donde los obreros llenaban las góndolas en la boca de las minas. Rudecindo contemplo, absorto, como iban naciendo estrellas amarillas en la falda de la cordillera.

Y allí, en su rústico albergue, la soledad, la sombra. Y el frío también. Porque de los cerros bajaba un vientecillo helado y cortante, como un cuchillo.

En la charca vecina empezaron las ranas su canto monótono. Era un solo acorde, sostenido hasta el fastidio. A veces las chicharras cantaban, ocultas entre las ramas secas y polvorientas de los árboles vecinos.

—Ya es tarde —dijo Rudecindo.

—¿Quieren irse a dormir? —preguntó Cándida.

—Todavía no, señora. Podemos estarnos aquí otro momentico…

Guardaron silencio. Sólo se oía el croar de las ranas en el charco. El viento silbaba monótono, lúgubre. Entonces se estremecía Mariena. Era como si oyera palabras imprecisas, como si la sombra tuviera pupilas múltiples. Nuevamente la martirizaron los deseos de llorar. Allí en la oscuridad nadie advertiría sus lágrimas. ¿Pero para qué? ¿Qué motivo tenía ella para…? No pudo decirlo. Se acarició el rostro con la mano derecha. Notó más carnosos sus labios. Sí, había cambiado mucho en esos días. Inexplicablemente.