19.LA SABIDURÍA DE LA MADRE NATURALEZA

MIENTRAS todos se quedaron paralizados al ver cómo el muchacho se desmoronaba sin dejar caer la Flor de la Armonía de sus manos, fue Úter Slipherall quien se percató de lo que realmente estaba sucediendo. Miró a su tataranieto, miró la Flor y sacudió su cabeza nerviosamente.

—No, no, no… No puede haber sucedido, no puede haber sucedido —dijo, acercándose en un apresurado vuelo hasta el joven—. La Madre Naturaleza no podría ser tan cruel.

Un murmullo invadió la estancia y varias personas se aproximaron hasta el cuerpo de Elliot. Eloise, Eric, Coreen, Gifu y Merak fueron los primeros en llegar. No salían de su asombro y lo primero que se les pasó por la cabeza era que su amigo había muerto, de lo cadavérico e inerte que estaba. La muchacha se agachó, llorando a lágrima viva, y sostuvo la cabeza de Elliot entre sus brazos.

Sólo una persona sabía lo que acababa de suceder, porque él mismo lo había sufrido en sus propias carnes muchos años atrás. También estaba consternado. Al ver con sus ojos llorosos a Elliot tendido en el suelo, Úter Slipherall podía contemplarse a sí mismo en aquel despacho destartalado cuando era joven. Como le acababa de ocurrir a Elliot, Finías también había tocado con sus manos los pétalos de la Flor cuando se enfrentó con Tánatos. Y la Madre Naturaleza no tenía en cuenta la bondad ni la heroicidad de sus actos. El castigo era automático.

Aureolus Pathfinder y las representantes del Aire y la Tierra tardaron muy pocos segundos en comprender qué había sucedido. Conocían bien la historia del fantasma y, al verle, únicamente tuvieron que atar los cabos.

El sonido de unos pasos que corrían a toda prisa resonó en la entrada.

—¡Elliot! ¡Elliot! ¿Dónde está mi hijo? —gritó la señora Tomclyde, abriéndose paso entre la gente que se agolpaba en la estancia.

Y es que, mientras Elliot luchaba contra su cruel enemigo, una decena de elementales se había encargado de registrar la fortaleza y no habían tardado en dar con los calabozos en los que permanecían encerrados los padres del joven héroe. Tan pronto les comunicaron que su hijo estaba en la fortaleza, les faltó tiempo para correr a su lado.

Al verlo tendido en el suelo, pálido como un cadáver, Melissa Tomclyde estuvo a punto de desmayarse. Sin embargo, hizo acopio de todas sus fuerzas y se abalanzó sobre su hijo. Su padre también se acercó hasta él y Eloise se apartó ligeramente, dejando a los tres juntos.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido? —sollozaba la madre.

—Puedes estar tranquila, Melissa. Se recuperará —le dijo el fantasma, descendiendo su cabeza a la altura de los padres del joven—. Sin embargo, va a necesitar de toda vuestra ayuda para salir adelante. Y de la vuestra también —advirtió, señalando a los amigos más próximos a Elliot.

—Siempre nos tendrá a su lado —anunció Eric, y los demás asintieron.

Transcurridos unos minutos, donde se oyeron numerosos susurros de buena parte de los hechiceros preguntándose qué había podido sucederle al valiente joven, fue el fantasma quien se dirigió a todos los presentes.

—Este día será recordado por todos —dijo Úter, separándose del suelo unos metros y alzando la voz ostensiblemente para que todos los elementales pudiesen oírle con claridad. El fantasma brillaba de una forma especial, como si la emoción le dotara de una mayor luminiscencia—. Tánatos ha sido derrotado y se ha restaurado el equilibrio gracias al nacimiento de una nueva Flor de la Armonía. Sin embargo, el precio que se ha cobrado la Madre Naturaleza ha sido alto. A lo largo de los años, y muy especialmente hoy, muchos han sido los que han entregado su vida defendiendo el amor, la justicia y el equilibrio. Ellos deberán ser honrados y recordados para siempre por su entrega, su generosidad y su valor.

»También seréis recordados todos vosotros por el coraje que habéis demostrado luchando contra Tánatos y su ejército. No quiero dejar de agradecer todo cuanto han hecho estos jóvenes que me rodean: Eric Damboury, Gifu, Merak, Coreen Puckett y Eloise Fartet. Sin ellos, fieles hasta en los momentos más difíciles, la búsqueda de las Piedras Elementales jamás se hubiese llevado a buen puerto.

—¡Galleta, galleta! —interrumpió Pinki.

—¡Lo siento, Pinki! Me olvidaba de ti… —reconoció Úter, cuya sonrisa le hizo brillar con mayor intensidad—. Sin lugar a dudas, la ayuda de este multimorfo ha sido fundamental en el devenir de esta misión. ¡Te has ganado no uno sino muchos tarros de galletas, amigo!

Una salva de vítores fue coreada por todo el mundo, al tiempo que el loro batía sus alas.

—Y qué decir de Elliot Tomclyde… —prosiguió el fantasma. El muchacho se agitó ligeramente en los brazos de su madre. Al parecer, comenzaba a recuperar el conocimiento despertando los ánimos de sus padres—. Este joven, mi tataranieto para todos aquellos que no lo supierais —reveló Úter, despertando la sorpresa en varios elementales—, ha demostrado más fortaleza, coraje y agallas que todos nosotros juntos. Unido a este entrañable grupo, ha recorrido el mundo viviendo una aventura sin igual, enfrentándose a temibles enemigos y corriendo innumerables peligros. Por si fuera poco, ha conseguido derrotar a Tánatos de una manera definitiva y devolver así la tranquilidad a nuestros hogares. Sin embargo, como decía con anterioridad, el sacrificio que ha tenido que hacer ha sido muy grande y espero que la Madre Naturaleza se digne devolverle algún día aquello que hoy le ha arrebatado…

Los ojos de Elliot se habían abierto poco después de oír su nombre, aunque había permanecido en silencio, a la escucha. ¿Qué quería decir Úter con aquello de que la Madre Naturaleza… le devolviese…? Elliot torció la cabeza y miró la Flor de la Armonía con resignación. Pese a lo embotada que se encontraba su mente, lo acababa de comprender. La había tocado con la yema de sus dedos. Más aún, ¡la Flor había nacido en sus manos! Pero ¿acaso había tenido otra opción? Hubiese podido jurar que las Piedras Elementales le pedían expresamente que las uniese. ¿Qué se suponía que debía haber hecho? Sea como fuere y lo mirara por donde lo mirase, sabía cuál era la consecuencia directa de tocar la Laptiterus Armoniattus. O mucho se equivocaba, o había perdido sus poderes elementales.

—Por lo que a mí se refiere, ha llegado la hora de despedirme de todos vosotros —anunció el fantasma, brillando con más intensidad aún.

Elliot reaccionó ante las palabras de su tatarabuelo, poniéndose en pie como un resorte.

—No puedes estar hablando en serio —le espetó el muchacho.

—Mucho me temo que sí, joven cito —reconoció Úter—. Ahora sé que he cumplido con todas mis tareas pendientes en este mundo. Con Tánatos derrotado, ya no me queda nada más por hacer…

—Pero… ¿y tus amigos? ¿Qué vamos a hacer nosotros sin ti? —preguntó Gifu, colocándose junto a Elliot. Pese a todas las veces que se habían tirado los platos a la cabeza, en aquellos momentos sentía una profunda tristeza en su interior.

—Creo que sabréis apañároslas sin mí. Estoy convencido de que encontrarás a otra persona a quien pinchar, amigo mío —respondió Úter, guiñándole un ojo—. Allá a donde vaya, estaré esperándoos para reunimos y, algún día, volver a revivir todas nuestras aventuras.

Otra persona se dirigió al fantasma, que cada vez brillaba con mayor intensidad.

—Ha sido un placer conocerte, Finías Tomclyde.

—El placer ha sido mío, Aureolus Pathfinder —contestó éste. A continuación dirigió una reverencia a Mathilda Flessinga y a Cloris Pleseck—. Me hubiese gustado poder despedirme de M…

En aquel preciso instante, alguien irrumpió en la sala. Su túnica azul estaba empapada y llevaba las largas greñas de color blanco enredadas. A pesar del cansancio, sus ojos transmitían una inmensa felicidad.

—No estarías pensando marcharte sin despedirte de mí, Finías.

—¡Magnus Gardelegen! —exclamó el fantasma—, ¡mi despedida no podía ser más completa! Justo como lo había soñado…

—¡Magnus! —gritaron sus compañeros del Consejo, al verlo aparecer.

—¡Creíamos que te habíamos perdido! —completó Cloris Pleseck.

Un nuevo murmullo zumbó en el ambiente.

—Resulta obvio que no… Además, por lo que veo, llego en el momento más oportuno —dijo el representante del Agua—. La ceremonia de liberación de uno de los personajes más entrañables que hayan pasado por el mundo de los elementales.

—Vas a conseguir sonrojarme, Magnus…

—Es lo menos que se puede decir de ti, Finías Tomclyde —reconoció el portavoz del Consejo—. Ojalá mi abuelo, Rigelus Gardelegen, pudiera despedirte con todos los honores. Se escribirán historias y se cantarán canciones sobre ti y sobre tu tataranieto durante muchos siglos.

Los elementales se pusieron a aplaudir rabiosamente. Inmediatamente después, el cuerpo semitransparente de Finías Tomclyde comenzó a brillar con más y más intensidad.

—Señoras… Señores…

Con esa galantería que siempre le había caracterizado, el fantasma se atusó el bigote, inclinó ligeramente la cabeza y su figura se perdió definitivamente en alguna parte del más allá.

Entonces, la montaña rugió. La tormenta del exterior arreciaba, ahora que los poderes de Tánatos habían sido contrarrestados, y los rayos comenzaron a descargar sobre la propia montaña. Las rocas se desprendieron de las laderas y los cimientos de piedra temblaron al ver lo que se les venía encima.

Los elementos se habían confabulado para proteger a todos los que allí se encontraban, pero aquel estruendo fue un claro aviso de que tenían que salir cuanto antes de aquel lugar. Flessinga y Pathfinder organizaron a los elementales en grupos reducidos, mientras Cloris Pleseck se hacía cargo de la Laptiterus Armoniattus, tras envolverla cuidadosamente en una cobertura mágica. Era preciso devolverla cuanto antes a los dominios de las Hadas de la Armonía.

Sin perder tiempo, abandonaron la fortaleza del ifrit de la misma manera que habían llegado hasta ella. Unos volando y otros por la vía submarina. El propio Magnus Gardelegen se hizo cargo de Elliot y de sus padres, y los embarcó en la burbuja que acababa de hacer crecer de sus arrugadas manos. La urna de plata viajaba con ellos.

—Una vez más, debo darte las gracias personalmente, Elliot Tomclyde —dijo Magnus Gardelegen—. Me has salvado la vida.

El muchacho, todavía abrazado por su madre, lo miró ceñudo.

—¿Salvarle la vida… a usted? —preguntó Elliot, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. Pinki permanecía callado, sobre su hombro izquierdo—. Lo siento, señor, pero yo no tuve nada que ver…

—Ya lo creo que tuviste que ver —repitió el anciano—. Tengo la impresión de que, al derrotar a Tánatos, dejaste sin efecto muchos de los conjuros con los que había infestado nuestro mundo.

—Lo siento, pero sigo sin entender qué tuvo eso que ver…

—Es muy sencillo —aclaró Magnus Gardelegen, mientras seguía las burbujas que iban por delante. En pocos minutos, el anciano le explicó cuanto había sucedido bajo el agua—. Lograste dejar sin efecto la magia del tridente de Fioldaliza y, por lo tanto, se quedó desarmada.

—¿Qué fue finalmente de ella? —preguntó Elliot, tratando de saciar su curiosidad y evitando pensar en su situación particular.

—Oh, mucho me temo que huyó…

—Eso significa que alguna vez podría volver a dar señales de vida… —dedujo el muchacho.

—Ciertamente —asintió el representante del Agua—, algo similar ha ocurrido con su hija Mariana, la nereida que tan bien conoces…

—¿Mariana?

—Mariana es hija de Tánatos y Fioldaliza —dijo Gardelegen, para sorpresa del muchacho—. Bien sabes que las nereidas nacen fruto de la relación entre un genio y una sirena. Tánatos era un ifrit, un genio malvado. Sin duda, su hija ha heredado esa maldad y, para nuestra desgracia, me consta que fue liberada de Nucleum por los aspiretes de Tánatos.

—Vaya… —suspiró Elliot con tristeza en la voz. Había un cierto sentimiento de fracaso en ella.

—Que Tánatos haya sido derrotado no implica que haya desaparecido el mal en el mundo —reconoció el anciano—. Es triste, pero el equilibrio y el caos, el bien y el mal, serán fuerzas que seguirán coexistiendo en el mundo mientras éste exista. Nuestra labor consistirá en poner todo nuestro empeño para que el mundo en el que vivimos cada día sea un poco mejor…

Mientras proseguían su curso por las oscuras aguas del Pacífico, la tormenta se encargaba de reducir la montaña a cenizas. Los fuertes vientos y la contundencia de los rayos se afanaban en ello. Sería un proceso que duraría varios días pero, al final, la Madre Naturaleza borraría del mapa la que fuera fortaleza del ifrit.

Tres días más tarde, Elliot paseaba por los bosques de Hiddenwood de la mano de Eloise Fartet, mientras Pinki volaba a su antojo entre los grandes abetos. Habían regresado a la gran ciudad, tan pronto se deshicieron de la peligrosa vasija plateada. El propio Magnus Gardelegen decidió lanzar el recipiente a las profundidades de la Fosa de las Marianas. A unos once mil metros de profundidad, en un abismo donde nadie podría llegar a habitar por sus condiciones inhóspitas y en un lugar donde nadie podría encontrarlo jamás, descansaría la urna del ifrit para siempre. Con la satisfacción del trabajo bien hecho, regresaron a casa.

Hiddenwood respiraba felicidad y sosiego. Poco después de llegar, los Tomclyde se instalaron en su casa y tardaron muy poco tiempo en acondicionarla de nuevo. Dada la particular situación de Elliot, su futuro se presentaba completamente incierto. Ahora que volvía a ser un ser humano normal y corriente, sería comprensible que quisiese desconectar y vivir lejos del mundo mágico para desarrollar una vida acorde a las nuevas circunstancias. Sin embargo, ninguno de ellos parecía dispuesto a volver a Quebec. Después de dos viviendas arrasadas por los aspiretes, no guardaban muy gratos recuerdos de la ciudad canadiense. Por el momento, en Hiddenwood se estaba francamente bien. Por si fuera poco, la noticia del fin de Tánatos había corrido como la pólvora y todos aquellos que habían estado de su lado, desaparecieron de la ciudad de la noche a la mañana. Antes de sufrir la humillación de un castigo ejemplar por parte de Cloris Pleseck, misteriosamente, se dieron a la fuga y no se volvió a saber más de ellos. Hiddenwood estaba mejor sin ellos.

Los pájaros piaban aquella mañana y, después de tanta aventura y tanto viaje, la tranquilidad que los rodeaba no parecía real. Elliot suspiró. Apenas había abierto la boca en todo el trayecto. Por un lado, tenía todo cuanto podía desear en aquellos instantes. Estar junto a Eloise, aquella muchacha atenta y siempre pendiente de él, dando un paseo por esos majestuosos bosques…

Sin embargo seguía pensando si podría haber evitado tocar la Flor de la Armonía. Algo en su interior le decía que no. Tánatos era un enemigo muy superior a él, y sólo la ayuda que le brindaron las Piedras Elementales al ser unidas entre sí le permitió enviar al ifrit al interior de su urna. A pesar de todo, le costaba hacerse a la idea y asumir que nunca más podría volver a hacer magia. Ya no podría volver a crear una burbuja submarina, ni generar un escudo protector. Tampoco podría abrir una puerta mágica para cruzar un espejo ni sería capaz de practicar una ilusión.

Pensar en Úter Slipherall también lo entristecía sobremanera. Tampoco volvería a ver nunca más al fantasma. Se había marchado para siempre. En su largo paseo junto a Eloise, habían pasado frente a la cabaña destartalada donde él vivía. Empujó la puerta desvencijada y los rayos de sol no dejaron ver más que un viejo cobertizo de madera abandonado. Aquello lo apenó aún más.

Cabizbajo, abandonó el lugar en dirección al riachuelo que serpenteaba no muy lejos de allí. Elliot arrastraba los pies entre el follaje y, por fin, se animó a hablar.

—Me pregunto qué habría sido de mí en el caso de que la magia elemental hubiese seguido fluyendo por mis venas…

—Elliot, para mí eres la misma persona de siempre —afirmó Eloise, apartando su túnica azul para que no se enganchase con las ramas de los árboles—. Yo sigo viendo al mismo Elliot que conocí, noble y valiente, siempre preocupado por los demás. El hecho de que te hayas quedado sin tu magia, es una injusticia por parte de la Madre Naturaleza, pero no va a variar mis sentimientos hacia ti.

Aquellas palabras generaron un terremoto en el interior del muchacho. Su corazón latió con gran intensidad e hizo que su sangre bullera con alegría, igual que si hubiese recuperado la magia. Elliot se volvió hacia ella y la miró fijamente. Sus ojos penetraron en el alma de Eloise, de igual manera que ella hizo lo propio con los suyos. Sus rostros se acercaron y, lentamente, casi con timidez, sus labios se juntaron en un beso.

El tiempo pareció detenerse. Elliot olvidó todos sus problemas y dejó que el agua corriera libremente por el arroyo sin prestarle atención, mientras un millón de mariposas revoloteaban en su estómago. Después de tantas dificultades y tanto sufrimiento, por fin se encontraba en la gloria. Estaba tan ensimismado que no oyó venir aquellos pasos.

Cuando los labios de los muchachos se despegaron y ambos estaban a punto de fundirse en un abrazo, Elliot se sobresaltó al ver una figura enfundada en una túnica que parecía fabricada con plata líquida. No podía verle la cara, pues se encontraba de espaldas a ellos, pero su constitución esbelta y estilizada, además de ese pelo moreno corto y perfectamente arreglado, daban a entender que se trataba de un hombre.

—¿Quién es usted y cómo ha llegado hasta aquí? —le espetó Elliot, frunciendo el entrecejo. No le hacía ninguna gracia que alguien invadiese su intimidad en aquellas circunstancias.

—Oh, ¿habéis terminado ya? No quería molestar… —dijo el hombre, dándose la vuelta. Era apuesto, lampiño y poseía unos penetrantes ojos color café. Esbozó una sonrisa antes de seguir hablando—.Buenas tardes… Señorita Fartet… Señor Tomclyde… Permitidme que me presente. Soy el nuevo Oráculo.

—¿El nuevo Oráculo? —preguntaron los dos al unísono, completamente sorprendidos. Era la última persona a la que esperaban encontrarse allí, a orillas de aquel arroyo.

—Así es —asintió el hombre, tendiéndoles la mano—. Me consta que sabes el especial vínculo que une la Laptiterus Armoniattus con la figura del Oráculo.

—Pero usted es… Quiero decir, usted es un hombre —fue lo único que pudo decir Elliot.

—Sin lugar a dudas —afirmó el nuevo Oráculo, orgulloso de sí mismo—, espero poder estar a la altura de mi predecesora. En cualquier caso, antes de comenzar a ejercer como tal, lo primero que debía hacer era dar las gracias de todo corazón a aquel que trajo de nuevo el equilibrio al mundo elemental. Tú fuiste quien unió las Piedras Elementales, creando la nueva Flor de la Armonía y a ti te corresponde tal honor.

Elliot se sonrojó.

—No hay de qué, pero no sería justo acaparar todos lo méritos —reconoció el muchacho—. Sin mis amigos, no hubiese podido llevar tal misión a cabo.

—Es posible… —dijo el Oráculo, con voz sosegada—. Sin embargo, no debes dudar de tus propias capacidades. En los instantes finales, aquellos en los que tuviste que enfrentarte al ifrit a solas, nadie te ayudó. Vuestra colaboración con el mundo elemental no tiene precio y, por ello, la Madre Naturaleza os brindará a tus amigos y, muy especialmente, a ti una vida saludable y llena de alegrías.

Elliot alzó la cabeza y miró ceñudo al hombre.

—Disculpe mi atrevimiento, pero creo que se equivoca afirmando que la Madre Naturaleza me va a brindar una vida cargada de alegrías. ¿Acaso va a devolverme los poderes que me ha arrebatado?

El Oráculo sonrió.

—Desgraciadamente, yo no soy un genio capaz de conceder deseos a todo aquel que frota su lámpara. Además, tengo la impresión de que ya has tenido bastante con un ifrit… Por mi parte, lo único que puedo decirte es que la Madre Naturaleza es sabia y se acordará de todo cuanto has hecho por ella. Gracias por todo y hasta la vista, Elliot Tomclyde.

El Oráculo se desvaneció delante de sus propias narices sin decir una sola palabra más, ante la creciente indignación del joven.

—¡La Madre Naturaleza es sabia! ¡Ya está! Eso mismo le dijo el Oráculo al pobre tatarabuelo Finías años atrás. La Madre Naturaleza es sabia… Y mira cómo terminó.

—Tranquilo, Elliot —dijo Eloise, sujetándole por la cintura—. ¿Quieres que volvamos a casa? Está atardeciendo y nos queda un buen trayecto hasta allá.

El muchacho asintió, tratando de contener su indignación. Y, de nuevo, volvió a sumirse en el silencio mientras caminaba. Con paso cansino, un par de horas después acompañaba a Eloise a El Jardín Interior, donde se hospedaba durante aquellos días. De ahí, se marchó a su casa, donde le aguardaban sus padres.

Al entrar por la puerta, los saludó con sendos besos en las mejillas y, mientras Pinki se dirigió a la cocina, él decidió encerrarse en su dormitorio sin cenar, igual que había hecho los días anteriores. Dio un salto y se recostó sobre la cama. Lejos de reconfortarle, las palabras del Oráculo le habían hecho más daño que otra cosa.

—Qué gracioso —escupió el muchacho, torciendo la cabeza. Se quedó mirando hacia el rincón de su habitación donde quedaba su baúl, un arca llena de recuerdos de su paso por el mundo elemental—. Y todavía tiene la desfachatez de decirme que la Madre Naturaleza me regalará una vida llena de alegrías…

Y entonces pegó un brinco de la cama. Al observar el baúl, se le acababa de ocurrir una idea. Por increíble o absurda que pareciese… Se levantó y abrió el baúl. Comenzó a revolver cuantas cosas había en él: túnicas, libros, minerales… y, al fondo del todo, una lámpara maravillosa. Aquella lámpara que había comprado en Blazeditch en su etapa de intercambio. El vendedor le había asegurado que le concedería un único deseo. ¿Sería posible que aquella lámpara dorada le devolviese la capacidad de hacer magia? Siempre la había considerado un trasto inútil y por eso la había dejado en el fondo del baúl. Pero ¿y si era capaz de cumplir su más ansiado deseo?

No tenía nada que perder, así que se dispuso a frotarla al tiempo que pedía a viva voz:

—Deseo… ¡Deseo con todas mis fuerzas recuperar mis poderes elementales!

Dejó pasar unos segundos. Ningún brillo fosforescente le cubrió el cuerpo ni una brisa le sacudió el rostro. Elliot contempló la lámpara con decepción. ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo?

Aún con el objeto en sus manos, se dio la vuelta y se vio reflejado en el espejo que adornaba su habitación. Elliot frunció el entrecejo. Pensándolo bien, ¿acaso era necesaria una reacción extraordinaria para que la magia elemental volviese? Tenía una forma muy sencilla de comprobar si su deseo se había cumplido…

Se dirigió al espejo y ordenó:

—Ad hortum Pegasi!

Después, sólo tenía que tocarlo con las yemas de sus dedos para comprobar si el hechizo funcionaba. Alzó su mano y la llevó suavemente hasta el cristal. Cuando sus dedos entraron en contacto con éste, sintió un escalofrío en la espina dorsal. ¡Estaban desapareciendo tras el cristal! ¡Podía sentir de nuevo la textura gelatinosa a la vez que su brazo era absorbido! Introdujo ambos brazos, los sacó y los volvió a introducir con incredulidad, jugando, como si fuese la primera vez que abría una puerta mágica.

Y gritó de felicidad.

Salió de su cuarto a toda prisa y bajó la escalera gritando:

—¡Los he recuperado! ¡Los he recuperado! Después de todo, ¡el Oráculo tenía razón!

Pasó como una exhalación delante de sus padres, que no entendían el motivo de tal reacción, y salió al jardín. Saltó sobre el césped, rodeó la pequeña fuente en la que acostumbraban a beber las golondrinas y, con un gesto de sus manos, hizo aparecer una especie de bola de fuego que lanzó con todas sus fuerzas al cielo.

Subió, subió y subió. Cuando alcanzó una altura considerable, explotó dando lugar a unos hermosos fuegos artificiales. Aquella explosión de luz y sonido se multiplicó en decenas de estallidos, de los que brotaban cantidad de fuegos de distintas formas y colores.

Aquella noche, un clima de fiesta se adueñó de la ciudad de Hiddenwood. Sus habitantes, extrañados ante tal alboroto, salieron a las calles a contemplar el hermoso espectáculo. Mientras todo el mundo se preguntaba de dónde procedían aquellos fuegos, Eloise, Eric, Coreen, Gifu y Merak no tardaron en aparecer en el jardín de los Tomclyde para celebrarlo con su amigo. Supieron al instante que el joven elemental había recuperado su magia porque sólo una persona en Hiddenwood habría sido capaz de crear una explosión en el firmamento con la imagen de un sonriente muñeco de nieve, envuelto en una bufanda roja. Era la recreación de Bonhomme, el rey de los Carnavales de Invierno de Quebec, de quien tantas veces les había hablado Elliot desde que lo conocieran.