18.LA BATALLA POR EL EQUILIBRIO

DURANTE los siguientes minutos, Tánatos dio rienda suelta a la cólera que albergaba en su interior. El escudo protector que había creado Elliot frenó incontables hechizos y le defendió cuanto pudo, pero su resistencia tenía un límite. Los contrahechizos del joven no eran lo suficientemente enérgicos como para detener las acometidas del ifrit y, cuando apreció los primeros síntomas de debilidad del escudo, el chico comenzó a alarmarse. Tenía que buscar urgentemente una solución. De lo contrario, sería un blanco fácil para Tánatos.

Por si fuera poco, había tenido que alejarse una decena de metros de su alfombra. Afortunadamente, la urna permanecía oculta bajo el encantamiento de ilusión. Sin embargo, nada podía hacer con ella. Tánatos se le echaría encima si tratase de utilizarla. No sabía cómo, pero tenía que conseguir paralizarlo de alguna manera. Si al menos tuviese unos polvitos mágicos del duende… Pensándolo bien, el ifrit no le permitiría acercarse a una distancia tan corta. Entonces, ¿qué podía hacer?

El escudo protector parpadeó al detener un rayo reductor de Tánatos. Justo en ese instante, la túnica de Elliot vibró. Al parecer, ahora era la Piedra del Aire la que reclamaba su atención.

¿Y si creaba una fuerza huracanada en el interior de la estancia? Allí no afectaría al equilibrio. Además, precisamente estaba en los dominios del señor del Caos… Elliot cerró los ojos y buscó el mayor grado de concentración posible. Alzó los brazos en cruz pronunciando el cántico para convocar las fuerzas del elemento Aire y, acto seguido, comenzó a levantarse una brisa en el interior del salón. Cuando el muchacho consideró que sería suficiente, juntó sus manos dando una sonora palmada y el aire en forma de huracán se dirigió hacia Tánatos.

El ifrit no se inmutó.

—¿Pretendes derrotarme con un vulgar soplo de aire? —le espetó Tánatos, mofándose de la magia del muchacho—. Esperaba algo más de ti, Elliot Tomclyde.

Un mínimo gesto le bastó para concentrar toda esa energía aérea en un impresionante tornado. La espiral de aire comenzó a girar violentamente y Tánatos la orientó hacia Elliot, al tiempo que soltaba una irónica carcajada.

Un tornado…

Los tornados nunca se le habían dado especialmente bien a Elliot. ¿Cuál era el conjuro para detenerlo? ¿Y si lograse invertir la dirección del aire? No había tiempo para pensar. La corriente aérea se le echaba encima y no tuvo otra ocurrencia que gritar:

—Bubblelap!

Pocos segundos después, se encontraba encerrado en una burbuja aérea de reducidas dimensiones. Hasta el momento, sólo había empleado la pompa en el agua y esperaba que este hechizo fuese tan resistente como el acuático. Si el tornado era capaz de fracturarla… Quién sabe dónde acabaría su pobre cuerpo. Pocos segundos después se dio cuenta de que su idea no había sido buena. Intentó en vano escapar volando, pero no tardó en verse atrapado por el tornado. Comenzó a dar vueltas y más vueltas, y se mareó hasta perder completamente el sentido de la orientación. Sin saber dónde ni por qué estaba allí, salió despedido sin control y la burbuja se estrelló contra una de las siniestras lámparas que pendían del techo, haciendo que decenas de huesos fracturados cayeran al suelo por el impacto.

La burbuja que lo protegía perdió su consistencia y el Aerohechizo se rompió, haciéndole caer como el plomo sobre el suelo de mármol que cubría la estancia. El impacto fue tan violento que a Elliot se le cortó la respiración por unos instantes, además de abrírsele una pequeña brecha en la cabeza.

El ifrit contempló a Elliot esgrimiendo una sardónica sonrisa. Por fin, después de tanto tiempo persiguiéndolo, había logrado derrotar al mocoso de Tomclyde. Allí estaba, a sus pies, completamente machacado y sin poder mover más que los dedos de una mano. Tánatos alzó sus brazos lentamente y el cuerpo del muchacho se elevó al mismo ritmo. Lo tenía completamente bajo control. Vio cómo el joven abría ligeramente los ojos. Mejor… Así sería consciente de su derrota final.

—Ha llegado tu fin, Elliot Tomclyde —proclamó con voz firme Tánatos, jactándose de su inminente victoria—. Ni siquiera podría decir que has sido un digno enemigo. Mírate cómo has terminado. A mis pies, abatido y sin poder siquiera alzar la cabeza.

Elliot lo veía todo borroso y la sangre seguía manando de su herida. Oía las palabras de Tánatos muy lejanas. Estaba tan atontado que apenas podía sentir el dolor de sus huesos. Sin embargo, sí percibió un cosquilleo… Más bien eran dos cosquilleos, a ambos costados. ¿Qué le estaba pasando? Su mente comenzó a despertar al tiempo que su cuerpo comenzaba a sacudirse ligeramente. ¿Qué pretendía el ifrit? El cosquilleo en sus bolsillos se hizo más intenso…

—No… No… —Fue lo único que pudo pronunciar Elliot.

—Oh, me encanta verte suplicar —replicó el ifrit, regodeándose una vez más. No había nada más gratificante que ver al niño en los instantes previos a su final—. De hecho, creo que haré que traigan a tus padres para que sean testigos de tu caída definitiva.

Probablemente las últimas palabras de Tánatos tuvieron el mismo efecto que una descarga eléctrica en el interior de Elliot. Aquella sacudida le hizo introducir sus manos en los bolsillos de su túnica. Allí estaban las Piedras del Agua y de la Tierra, vibrando intensamente. ¿Qué podían aportarle esos dos elementos en aquel momento tan delicado? ¿Acaso podía derrotar al ifrit con un simple chorro de agua? ¿Y si provocara un terremoto? Eso no acabaría definitivamente con Tánatos. Sin embargo, en lugar de realizar cualquier tipo de hechizo, Elliot hizo algo inesperado. Jamás llegaría a comprender por qué ni qué le motivó a hacerlo, pero aferró las dos piedras con rabia y las sacó de sus bolsillos. Sin perder un instante, las juntó.

El destello fue cegador. La fusión de las piedras verde y azul fue espectacular, si unos ojos hubiesen sido capaces de apreciarla. La conjunción de ambos colores brilló de tal manera que hizo desaparecer la penumbra que invadía la estancia, sorprendiendo al mismo Tánatos, que no tuvo más remedio que taparse sus doloridos ojos maldiciendo a viva voz.

Elliot volvió a desplomarse sobre el suelo; sin embargo, esta caída no fue tan brutal como la anterior y pudo incorporarse con relativa rapidez. Cuando se pasaron los efectos del destello cegador, Tánatos seguía gritando como un poseso. Era imposible saber si el efecto de la magia elemental le había dañado verdaderamente o no era más que la expresión de la ira que ya no podía contener más tiempo en su interior. Elliot pensó que era más bien lo segundo.

Sin embargo, en lugar de quedarse pensándolo mucho más tiempo, decidió aprovechar aquellos instantes de debilidad en su enemigo. Sacó la Piedra del Aire de otro de sus bolsillos y, antes de que Tánatos dejase de gritar, la juntó con las otras dos piedras que ya habían quedado soldadas en una única unidad. Un halo volvió a brillar y, entonces sí, la ira de Tánatos se hizo verdaderamente incontenible. Cuando Elliot abrió los ojos, se quedó de una pieza al ver lo que estaba sucediendo.

—¡Por los cuatro elementos! —logró decir a duras penas, guardando las tres piedras unidas en su túnica. Lo que estaba presenciando no auguraba nada bueno…

Tánatos estaba murando su aspecto físico. Había dejado de ser esa figura larguirucha, de largo pelo canoso y ojos rojizos que llevaba amedrentando a todo el mundo durante su prolongada existencia. Si bien es cierto que conservaba algunos rasgos de su cara, había cambiado tanto que resultaba imposible reconocerlo. Ante él se alzaba una figura de más de tres metros de altura que flotaba en el aire, pues no tenía piernas. De hecho, de cintura para abajo, la silueta de Tánatos parecía difuminarse como una voluta de humo. A su aspecto sobrecogedor había que añadirle un color dorado que refulgía de su piel —si es que estaba recubierto de piel— como si de una estrella se tratase…

Tánatos, el ifrit creado por Weston Lamphard hacía más de doscientos años y que había sembrado el caos en el mundo elemental hasta entonces, se había liberado de su cuerpo mundano.

Un nuevo alarido del genio sacó a Elliot de su ensimismamiento.

Notó el temblor a sus pies. El suelo de la fortaleza estaba vibrando y, de pronto, las baldosas de mármol comenzaron a saltar por los aires como si estuviesen siendo empujadas por géiseres. Elliot reaccionó de inmediato. Tenía que ponerse a cubierto y, para ello, lo primero que debía hacer era montarse sobre la alfombra antes de que saliese despedida con una de las baldosas.

Y entonces sucedió. Era tal el desgaste mágico de Elliot que, al hacer que la alfombra despegara, el hechizo de ilusión que envolvía la urna se rompió.

El destello plateado de la urna no pasó desapercibido a los ojos de Tánatos Había pasado toda una vida buscándola y ahora, en su momento de mayor esplendor, la tenía frente a sí.

La intensidad de los temblores que sacudían el suelo de la estancia se incrementó afectando incluso a la vasija visionaria, que se tambaleó una… dos veces. A la tercera, se desplomó y el cristal de Trapbax que descansaba sobre su borde cayó al suelo, fracturándose por la mitad.

Dos horas más tarde de que tuviese lugar aquella reunión en el despacho de Magnus Gardelegen, aún seguían apareciendo elementales por el espejo de la alcaldía de Sea Shell. El edificio era de reducidas dimensiones, acorde a lo que se espera de una modesta localidad del elemento Agua. Sus paredes se alzaban sobre fuertes rocas marinas y no podían faltar las conchas en su decoración, así como corales coloridos en sus alrededores.

Desde que los miembros del Consejo se pusieron en marcha, una incesante actividad se había adueñado de la apacible villa de Sea Shell. Elementales de todas las partes del mundo habían surgido del espejo de la alcaldía sin cesar, dispuestos a plantar cara a Tánatos y a sus seguidores. Tan pronto los miembros del Consejo habían enviado avisos a las diferentes localidades elementales vía Buzón Express, las respuestas no se habían hecho esperar.

Los elementales del Aire portaban alfombras y escobas bajo el brazo para poder tomar parte en un asedio aéreo, mientras que los del Agua se valían de las burbujas para hacer el recorrido submarino. A ellos se les unirían cuantos elementales del Fuego y de la Tierra se presentasen, duplicando —o incluso triplicando— el número de hechiceros por vehículo.

Todos habían sido debidamente organizados en equipos por los propios responsables de los elementos y habían partido sin más demora. Mathilda Flessinga y todos los que participarían en el combate aéreo fueron conducidos a la superficie del mar por el propio Magnus Gardelegen, cuya magia era capaz de hacer una burbuja gigantesca.

Mientras tanto, en las profundidades del océano, decenas de burbujas luminiscentes salieron de la ciudad de Sea Shell rumbo a la fortaleza de Tánatos.

Todos ellos llevaban una protección especial en los oídos pues, como buenos elementales del Agua, sabían cuál era el mayor peligro de las sirenas. Por su parte, Magnus Gardelegen no tardó en ponerse al frente de la comitiva, tan pronto se despidió de Mathilda Flessinga deseándose buena suerte mutuamente.

Salvando a Coreen, que como era lógico prefirió hacer uso de la alfombra, los demás amigos de Elliot se decantaron por las burbujas submarinas. Tanto Eric como Eloise sabían utilizarlas a la perfección, mientras que Gifu, Merak y Pinki se sentían más seguros bajo aquella protección mágica, aun a sabiendas de que el kraken no andaba lejos.

—¿Creéis que llegaremos a tiempo? —preguntó Eloise, dejando entrever el temor en su voz.

—Elliot sabe cuidarse mucho mejor que cualquiera de nosotros —la tranquilizó Merak.

—Sin duda —añadió Gifu, sin perder la sonrisa en el rostro—, seguro que, para cuando lleguemos, no ha dejado ni una pizca de Tánatos para nosotros…

Pese a las palabras de ánimo de sus amigos, Eloise era consciente del inmenso peligro que correría Elliot. Su corazón estaba acongojado, como si estuviese sintiendo las dificultades que se cernían sobre la vida del muchacho. ¿Por qué tenía que ser precisamente él el encargado de acabar con Tánatos? ¿No podía haberlo hecho Gardelegen u otro de los grandes elementales? Sin duda, su magia era tremendamente poderosa… ¿Por qué Elliot?

Navegaban a pocos metros de la superficie, aunque la oscuridad era patente. Los rayos de sol no podían traspasar las nubes que se cernían sobre la zona. Aún estaban a una buena distancia de la fortaleza de Tánatos cuando en las profundidades del océano se distinguieron pequeños puntos de luz. Sin lugar a dudas eran las lámparas que portaban las sirenas que, con su cántico, trataban de confundir a los elementales que surcaban las aguas con decisión. Las sirenas no eran las únicas criaturas que merodeaban por las inmediaciones y aguardaban su momento. La batalla había empezado en el aire. Al menos, así lo dedujo Gardelegen al ver caer a pocos metros de él un pedrusco del tamaño de un menhir. Aquello sólo podía significar una cosa: los elementales del Aire se estaban enfrentando al ejército de aspiretes de Tánatos.

Las burbujas seguían su curso bajo las olas y nuevas piedras pasaron ante ellos. Los cuerpos de varios elementales también sacudieron las aguas tras caer de los vehículos que los transportaban. Al parecer, sobre sus cabezas estaba teniendo lugar una lucha encarnizada.

—Amigos míos —dijo Magnus Gardelegen, cuya voz se oyó en todas y cada una de las pompas. El representante del Agua se las había ingeniado para poder comunicarse con todos los elementales bajo el océano—, ha llegado el momento de la verdad. Hace unos meses, Tánatos asestó un golpe fatal a nuestro querido mundo con la destrucción de la Flor de la Armonía y la caída del Oráculo. Sin embargo, no fue un golpe definitivo. Hoy tenemos una nueva oportunidad para la esperanza…

Sus palabras quedaron ahogadas por los gritos de varios elementales. Vanos bancos de pokis estaban asustando con sus afilados dientes a los hechiceros. Sin embargo, las burbujas, al igual que el discurso de Gardelegen, siguieron adelante.

—Si hubiésemos tenido al kraken de nuestro lado, las cosas hubiesen sido mucho más sencillas —apuntó Gifu, que viajaba en la burbuja junto a Eric y Pinki. Había pegado su prominente nariz a la pared de la burbuja tratando de atisbar uno de los enormes tentáculos de la colosal criatura. Mientras tanto, Magnus Gardelegen avisaba de que el enemigo era poderoso pero que, por fin, estaban en disposición de derrotar a Tánatos definitivamente.

—Dudo mucho que hubiese sido posible domar a semejante criatura —replicó Eric, meneando la cabeza—. Creo que nos hubiese atacado a todos sin distinción.

Al duende no le hizo ninguna gracia aquello. Mientras, veía como se acercaban a la legión de sirenas. Eran tan hermosas como terribles. No sólo eran capaces de hechizar a un hombre con su cántico, sino también con su mirada. Ojos verdes agua de mar y ojos azul zafiro, los contemplaban formando aquella barrera submarina. En ordenada formación y con retorcidas lanzas en sus manos, las sirenas aguardaban la señal de la que estaba al mando.

Unos metros más atrás, pegada a los riscos que conformaban las bases de la fortaleza del ifrit, se encontraba una sirena ligeramente superior a las demás. Su cola dorada resaltaba frente a las plateadas de los que la acompañaban. Una corona de brillantes resaltaba sobre su rizada cabellera de tono verdoso como las algas del mar. Era Fioldaliza.

Mientras avanzaban, Eric vio a lo lejos como, a la orden de la gran sirena, unas serpientes de color verde bastante llamativo salían de las distintas oquedades que se abrían en las rocas.

Por su forma un tanto aplanada podían recordar a las anguilas, pero el hecho de medir casi tres metros de longitud las hacía inconfundibles: eran morenas elementales. Su dentadura afilada solía resultar letal —tenían dientes hasta en el paladar— y, por si fuera poco, si conseguían abrazarte con suficiente fuerza te infringían su peor castigo…

Fue Gifu quien dio la voz de alarma:

—¡Las sirenas! ¡Han iniciado el ataque! —exclamó el duende, viendo como las sirenas se abalanzaban sobre los elementales. Al verlo, Pinki comenzó a gritar en el interior de la burbuja hasta dejarlos prácticamente sordos.

Eric tragó saliva. Acababa de ver como usaban las sirenas aquellas lanzas mágicas: ¡pinchaban las burbujas como si fuesen simples pompas de jabón! El joven se frotó los ojos, pero sabía que lo que había presenciado era muy real. Una de las sirenas había pillado por sorpresa a un elemental e insertó la lanza en su burbuja. Al instante, el efecto del hechizo Bubblelap! se diluyó como un azucarillo y una de las morenas elementales se abalanzó sobre el pobre hechicero, que nada pudo hacer para defenderse.

La reacción de Magnus Gardelegen fue inmediata y ejecutó el encantamiento Muro-Burbujas, levantando una pared de burbujas infranqueable para frenar las acometidas de las sirenas mientras sosegaba a los suyos. A punto había estado de cundir el pánico en el bando elemental, al verse completamente desprotegidos ante las armas de las criaturas acuáticas. Ninguno quería quedar a expensas de las terribles dentaduras de aquellas morenas.

—¡Es preciso que activéis vuestros escudos protectores! —ordenó Gardelegen, haciendo temblar el interior de las burbujas—. No permitáis que las sirenas se acerquen a menos de dos metros de vuestra posición en la lucha cuerpo a cuerpo. Utilizad el rayo reductor, el hechizo congelador o cualquier otro encantamiento que se os ocurra para frenarlas.

Pero no fue el único problema al que hubieron de hacer frente. De pronto, un enorme brazo surgió de las entrañas de la fortaleza submarina. Sus admirables ventosas se hicieron con un par de burbujas que se pusieron a su alcance, lo que hizo que el pánico cundiera entre el bando elemental. El kraken había hecho acto de presencia.

—¡Ya me ocupo yo de él! —exclamó Aureolus Pathfinder, haciendo una señal a Gardelegen para que siguiera adelante. Era consciente de que no podría derrotar a semejante criatura, pero sus Fogohechizos lograrían mantenerlo a raya un buen rato.

En cuestión de minutos, bajo las aguas de aquella zona del océano Pacífico, comenzó a librarse una batalla de tan grandes proporciones como la que tenía lugar unos metros más arriba, en el aire. Al amparo de una espectacular tormenta, donde la lluvia y los rayos arreciaban por los cuatro costados, aspiretes y elementales luchaban sin darse tregua alguna. Las bajas eran numerosas, pero la supervivencia de los elementales estaba en juego. No podía escatimarse esfuerzo alguno.

Los ojos del nuevo Tánatos se abrieron como platos al ver el destello plateado que surgía a los pies de Elliot Tomclyde. Ni siquiera prestó atención al fantasma que, al romperse el cristal de Traphax, había quedado liberado.

Elliot comenzó a volar a gran velocidad por la estancia. No tenía escapatoria, pero sabía que no podía quedarse parado. Hacerlo significaría ponerle la urna en bandeja a Tánatos. Sin embargo, ahora que no estaba sujeto a la materia, los recursos del ifrit eran mucho mayores y su magia bastante más poderosa.

—¡Entrégame esa urna o las consecuencias serán catastróficas para ti y para los tuyos! —tronó la voz de Tánatos, de una manera tan poco natural que casi parecía un megáfono distorsionado.

—Si te la doy, vas a hacer lo que te dé la gana igualmente —le espetó Elliot, realizando una pirueta para esquivar un par de baldosas que acababan de salir despedidas desde el suelo—. ¡Tendrás que arrebatármela!

—¡Así se habla, Elliot! —exclamó Úter, desde un rinconcito. De nada servirían sus ilusiones en esos momentos, y lo único que podía hacer era animar a su tataranieto.

La expresión de Tánatos se volvió más fiera y terrorífica que nunca. Su cólera era infinita y daba la impresión de estar cada vez más dominado por ella. Al igual que su ira, la magia de Tánatos no parecía conocer límite alguno. Dominando los cuatro elementos y fuera del plano material, podía hacer cuanto se le antojase. Por eso, con una facilidad pasmosa, creó un agujero en el suelo en forma de sifón que comenzó a absorber todo cuanto había en la estancia.

En realidad, no había mucho que succionar. Mientras que el trono permanecía bien anclado al suelo, la lava que había a los alrededores se solidificó. Los fragmentos de los huesos que conformaban las lámparas, así como el cristal de Traphax y la vasija visionaria, desaparecieron rápidamente. Al no estar compuesto por materia alguna, Úter permaneció sin problema alguno en su particular refugio. Algo similar le sucedió al propio Tánatos, que no se vio afectado por la poderosa absorción…

Sin embargo, Elliot lo estaba pasando francamente mal. Hacía denodados esfuerzos por controlar la alfombra y sujetar la urna para que no saliese despedida de sus manos. Pero lo peor de todo era que el aire también se estaba escapando por aquella vía. En poco menos de un minuto o dos, la sala quedaría sumida en un peligroso vacío y Elliot se encontraría en un serio aprieto.

Las bajas en las filas de los aspiretes eran cuantiosas. La habilidad en el vuelo de los elementales del Aire había sido fundamental para esquivar las acometidas de los demonios alados quienes, cuando no emitían el destello de la inconsciencia, trataban constantemente de derribarlos prendiendo fuego a los vehículos o utilizando su afilado cuerno. Pero los hechiceros del Aire no habían estado solos. Muchos elementales del Fuego se habían unido a la batalla para evitar el agua a toda costa.

No había sido el caso de Aureolus Pathfinder que, sabedor de las dificultades que tendrían sus compañeros Gardelegen y Pleseck bajo el agua, había optado por ayudarles y parar las acometidas del kraken. Coreen Puckett también había realizado una gran labor en el aire. Se había zafado de las garras de los demonios en un par de ocasiones e, incluso, se había permitido el lujo de salvar la vida a Mathilda Flessinga cuando se vio acorralada por tres de ellos.

—¡Son nuestros! —exclamó la representante del Aire, sentada de piernas cruzadas sobre una de las alfombras. Se mostraba exultante y transmitía aquellos ánimos a todos los que combatían en sus filas—. ¡Apenas quedan una decena y se están retirando!

Lo que decía era cierto. La presión ejercida por los elementales estaba surtiendo el efecto deseado. El ejército de aspiretes había ido menguando poco a poco, y había optado por refugiarse en la fortaleza de Tánatos.

Escobas y alfombras se dirigieron de inmediato hacia allí a la orden de Flessinga y pronto se vieron engullidos por las oscuras fauces de la amenazante entrada.

El combate submarino no estaba tan claro como en la superficie. Al margen de la aparición del kraken, los elementales se habían visto sorprendidos por las lanzas de las sirenas, que tenían un efecto letal sobre sus burbujas. Muchos de ellos habían fenecido a manos de las morenas tan pronto desaparecía su protección mágica. Pese a todo, los hechiceros aún seguían presentando batalla.

—¡A tu derecha! —gritó Merak. El gnomo avisó a Eloise justo a tiempo para que la muchacha esquivase la embestida de una sirena.

Justo después, apareció Eric a espaldas de la mujer con cola de pez para reducirla con un rayo congelador.

—¡Pescado fresco para la lonja! —exclamó el joven, sonriendo.

Eloise y Eric habían decidido cubrirse mutuamente, y no tardaron en descubrir que era el mejor método para derrotar a las sirenas. Unas veces uno hacía de señuelo y el otro atacaba por la espalda; otras, lo hacían en sentido inverso. Entrañaba sus riesgos, pero estaba resultando la mar de efectivo.

Los demás elementales no tardaron en imitar la técnica de los muchachos. Habían logrado reducir ostensiblemente el número de bajas en su bando cuando, de pronto, todos quedaron conmocionados al ver el enfrentamiento entre Magnus Gardelegen y Fioldaliza. Durante unos minutos, los contendientes parecieron detenerse sin poder evitar echar un vistazo a cómo peleaban sus dos líderes.

Al amparo de las luces que portaban algunas de las sirenas y del reflejo fantasmal que emitían las burbujas, los dos se plantaron cara a cara en la inmensidad del océano. Fioldaliza se alzaba en todo su esplendor, su larga cola dorada casi brillando con luz propia y con un tridente sujeto con firmeza en sus manos. Su larga melena de color verdoso se agitaba con las corrientes marinas y su mirada, imperturbable, estaba clavada en la figura del representante del Agua. A pesar de encontrarse en su burbuja, Magnus Gardelegen era mucho más pequeño en proporción. Las canas y las arrugas lo envejecían sobremanera y llevaba acumulado un cierto desgaste de energías tratando de proteger a los suyos. No obstante, debía enfrentarse a Fioldaliza.

Precisamente fue él quien inició el ataque, enviando un rayo congelador que fue rápidamente desviado por el tridente de la sirena. El hechicero torció el gesto, asombrado por el aparente poder del instrumento mágico.

—No vas a lograr nada así, viejo decrépito —le espetó Fioldaliza—. Tánatos realizó un gran trabajo antes de regalarme esta arma.

—Yo que tú no me ampararía demasiado en Tánatos —dijo Magnus Gardelegen, adoptando una postura defensiva—. No te quepa la menor duda de que el equilibrio elemental terminará prevaleciendo sobre el Caos.

—Ése siempre ha sido tu error, Gardelegen. —Fioldaliza amenazaba la burbuja del anciano con su tridente, y éste esquivaba sus acometidas con rapidez—. Los elementales os creéis superiores a las demás razas y ya ha llegado la hora de que aprendáis unas lecciones de humildad.

—Estás muy equivocada en tus planteamientos, Fioldaliza —le espetó el elemental del Agua.

—Entonces, ¿por qué no se nos concedió el don de la magia a las sirenas? ¿Acaso no somos mitad humanas?

—Yo no dicto las normas de la naturaleza —replicó el anciano, que no quitaba el ojo del tridente enemigo—. Pero la Madre Naturaleza tendría sus razones para no dotaros del poder elemental. No me puedo creer que aún guardes tanto rencor…

—Claro, para lo que te interesa no asumes las responsabilidades…

La sirena intentó pinchar la burbuja con su tridente, pero el elemental del Agua reaccionó y la volvió a esquivar. Inmediatamente después, lo volvió a probar, con idéntico resultado. Y otra vez. Y otra vez. Gardelegen se movía con rapidez haciendo gala de unos buenos reflejos, pero estaba jugando con fuego. Era imprescindible mantener una alerta constante. Llegaría un momento en que su vista cansada le jugaría una mala pasada y, por ello, decidió protegerse con el encantamiento Muro-Burbujas antes que con su escudo protector.

Aquél fue el instante que Fioldaliza esperaba. Al amparo del muro mágico, Magnus Gardelegen bajó la guardia y la sirena aprovechó para arremeter de nuevo con su tridente. Increíblemente, atravesó la pared de burbujas y se ensartó en la pompa del gran hechicero del Agua. La sorpresa de Gardelegen fue mayúscula, y sus ojos azules se abrieron como platos al verse rodeado de la heladora agua salada.

Elementales y sirenas no podían ver con claridad cuanto sucedía, pues el hechicero se ocultaba tras aquel muro de burbujas que dificultaba la visión. Sin embargo, las burbujitas de oxígeno que se escapaban por la boca del anciano o su desesperado movimiento de brazos debieron de llamar la atención de las morenas, pues se arremolinaron a su alrededor con rapidez, dispuestas a atacar en cuanto la protección mágica desapareciese.

Eric, Gifu, Eloise y Merak contemplaron la escena con la boca abierta. Intuían que algo no iba bien. Aunque carecían de una visión nítida, se habían percatado del aire que se escapaba como un soplo de vida de la zona donde se encontraba Magnus Gardelegen. E igual de rápido que había aparecido aquel oxígeno, desapareció.

Cuando el encantamiento Muro-Burbujas se disipó, Gardelegen nadaba con una pequeña burbuja acoplada a su cabeza. Las morenas no perdieron un instante y se abalanzaron sobre el indefenso cuerpo del anciano. Invisible, pues se encontraba en su propio elemento, el escudo protector de Magnus Gardelegen frenó a cuantas serpientes marinas se le acercaron. Era impresionante ver cómo se acercaban cual banco de pirañas, y cómo el escudo impedía su avance generando fuertes turbulencias submarinas.

Un halo de luz devolvió a los combatientes a la realidad. Gardelegen y Fioldaliza, ahora más que nunca, acababan de enzarzarse en un combate a vida o muerte. Cloris Pleseck se había unido a Pathfinder, quien mantenía su particular pulso con el kraken a base de rayos reductores. Mientras, sirenas y elementales retomaban la lucha. Las aguas se agitaron y los elementales emplearon esa táctica que tan bien les había funcionado a Eloise y a Eric. Pronto, las bajas de las sirenas se duplicaron y las morenas perdieron el interés en la batalla, pues apenas les llegaba carne fresca con la que entretenerse.

Y para cuando quisieron darse cuenta, tanto el representante del Agua como Fioldaliza habían desaparecido.

El ruido que causaba el remolino al succionar el aire de la estancia era ensordecedor. Elliot comenzó a sentir un ligero mareo. El tiempo pasaba y su vida se escapaba irremisiblemente por aquel agujero. Debía hacer algo, pero ¿qué? El oxígeno no le llegaba a la cabeza y tenía serias dificultades para pensar con claridad.

Sus ojos se fijaron en la borrosa figura de Úter. Sacudió la cabeza y dirigió la mirada hacia Tánatos. El ifrit aguardaba paciente y sonriente su final. Ya nada ni nadie podrían salvarle. Por mucho que quisiera, el muchacho no podía hacer frente al poder de la succión. Antes de que el aire se hubiese acabado, se desmayaría y terminaría en dondequiera que llevase aquel conducto. Entonces, Tánatos se apropiaría de la urna.

Tenía dificultades hasta para tragar saliva. El mareo iba en aumento y contempló con tristeza la urna de plata que aún sostenía con su débil mano derecha. Las fuerzas remitían y la urna se le escurría de los dedos sudorosos. Y, de pronto, un instante de lucidez le hizo recordar por qué había ido hasta allí. ¡Tenía que abrir la urna y pronunciar las palabras que dejó escritas Weston Lamphard! Debía haberlo hecho nada más llegar allí, pero el odio que suscitaron las palabras del ifrit fue suficiente para descentrarle de su misión. Había sido un error garrafal… que no pensaba volver a cometer.

No sin grandes dificultades, el muchacho logró destapar la vasija plateada y abrió la boca para decir:

—Genio malvado…

Su voz se perdió en el vacío. ¡Ni siquiera le llegaba aire suficiente a los pulmones para poder hablar! ¿Cómo se suponía que podría pronunciar un conjuro si no podía hablar? ¿No podía hacerlo mentalmente? Lo intentó con desesperación en un par de ocasiones («Genio malvado, tu turno ha acabado hasta que vuelvas a ser llamado»), pero nada sucedió.

Estaba a punto de tirar la toalla cuando algo inesperado ocurrió. Por última vez, su túnica volvió a vibrar.

Poca resistencia opuso la pareja de trolls que había apostada a la entrada de la siniestra fortaleza. Una treintena de alfombras y escobas se adentraron a gran velocidad por el conducto principal. Media docena de hechiceros se encargaron de las ciclópeas criaturas, apresándolas en sendas jaulas de fuego. Los demás siguieron su avance incontestable hacia el corazón de la montaña.

Se dividieron en dos grupos. Mathilda Flessinga lideró uno de ellos, mientras que otro grupo de elementales se encargó de rastrear por otro lado. Buscaban cualquier tipo de señal que les condujese a Elliot Tomclyde, pero un silencio desalentador envolvía la zona.

Coreen se desplazó nerviosamente sobre su alfombra. Se resistía a creer que pudiese haberle ocurrido algo malo a su amigo. Hacía unos dos años y medio que se conocían y una entrañable amistad los había unido. Era imposible que Elliot hubiese sucumbido.

De pronto, un ruido de pasos alarmó al equipo de Mathilda Flessinga y se prepararon para un nuevo ataque.

—¡Quién va! —demandó la representante del Aire con voz firme.

—¡Oh, Mathilda! ¡Somos nosotros! —La voz de Cloris Pleseck sonó en sus oídos como música celestial—. Las barreras submarinas han caído, pero…

—¿Dónde está Magnus? —preguntó Flessinga de inmediato.

—No lo sabemos —contestó Aureolus Pathfinder— Estaba peleando fieramente y, de pronto, perdimos su rastro…

Las palabras se ahogaron en su garganta y el silencio volvió a rodearlos. En realidad, a sus oídos llegaban los embates de la tormenta en el exterior y un extraño sonido, como si alguien estuviese sorbiendo un plato de sopa… sólo que diez mil veces más potente. Y una carcajada.

—¿Habéis oído eso? —preguntó Pathfinder a los pocos segundos.

Todos prestaron atención de nuevo y la sonora carcajada volvió a resonar. Entonces alguien gritó:

—Procede de aquella zona… ¡Mirad, hay una puerta!

Efectivamente, había una puerta y un río de lava que cruzar. Los tres miembros del Consejo de los Elementales no perdieron ni un instante. Mientras cuatro hechiceros del elemento Tierra se afanaban en bajar el puente levadizo, ellos volaron hasta la puerta. Con voz potente, gritaron:

—Sesamus!

Y la puerta tembló como si un gigante hubiese estampado violentamente su puño contra ella.

¡PUM!

Fue algo instintivo. Ni siquiera prestó atención al golpetazo que se dejó sentir en la puerta. Elliot se llevó la mano al bolsillo y extrajo la única gema que quedaba suelta. Su brillo rojo destelló en la penumbra. Era la draconita, la última de las Piedras Elementales que habían conseguido. La que había llevado a todos sus amigos al Kilimanjaro para luchar contra los dragones. Sus amigos… No pudo evitar pensar en ellos. Eric, siempre había estado ahí, hasta en los momentos más difíciles. Eloise, aportando su cariño y su generosidad. Gifu, el alma del grupo con su sentido del humor tan afilado. O Merak, la seriedad en persona. Y qué decir de Coreen, fiel y valiente hasta puntos extremos… Tampoco se olvidó de Pinki, su mascota, ni de su familia. El mismo Úter lo acompañaba a su lado, mientras que sus padres sufrían lo indecible en los calabozos de aquella fortaleza.

Todo por su culpa.

Ya era hora de acabar con todo aquello y erradicar la maldad de Tánatos de una vez por todas.

¡PUM!

Un nuevo golpe hizo saltar las puertas en el mismo instante en el que Elliot juntaba la draconita con la estructura de las otras tres piedras unidas. Fue como si el tiempo se detuviese durante unos segundos.

Una impresionante explosión de luz blanca cegó a todos cuantos pudieron contemplar tan grandioso espectáculo. El primero que lo sintió fue Tánatos, cuyo alarido debió de oírse a varios kilómetros de allí. Debió de ser tan intenso el dolor provocado en el ifrit, que el maleficio del sifón se detuvo al instante, evitando que los elementales que se agolpaban en la puerta se viesen arrastrados por él. Pathfinder, Flessinga y Pleseck apenas pudieron vislumbrar la figura del muchacho ante el destello de lo que parecía una estrella supernova.

En cuanto a Elliot, no necesitaba ver para saber lo que estaba sucediendo. Podía sentir el poder elemental fluir entre sus propias manos, como si se nutriese de su propia sangre. Notaba cómo se forjaba una nueva Flor de la Armonía y ahí, entre sus temblorosos dedos, brotaban las bases de un nuevo equilibrio. De pronto, sintió que una bocanada de aire penetraba en sus pulmones y, tras quitar de nuevo la tapa de la urna, como si jamás hubiese podido alzar la voz, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Genio malvado, tu turno ha acabado hasta que vuelvas a ser llamado!

El resplandor se hizo aún más intenso al tiempo que se oía de fondo el aullido de sufrimiento y desesperación de Tánatos.

—¡Noooooooooooo!

La urna abierta, reposando a los pies del muchacho, se preparó para recibir al ansiado huésped. Hacía más de doscientos años que había salido de aquella vasija y era hora de que volviese allí.

El brillo que emanaba de las manos de Elliot se fue disipando y la atención se centró en el ifrit. Su inmensa silueta dorada se fue difuminando con la misma consistencia que el humo, al tiempo que se formaba un minúsculo torbellino. El extremo superior cobró vida propia y voló en dirección a la urna, atraído por ésta igual que si fuesen los polos opuestos de un imán. Poco a poco, la esencia del ifrit se fue condensando en el interior del recipiente de plata hasta que, cinco minutos después, la tapa se encajó en la parte superior sola, como por arte de magia.

Un silencio sepulcral los rodeó.

Los miembros del Consejo de los Elementales, Úter y todos los hechiceros que habían sido testigos de cuanto había sucedido, permanecían boquiabiertos. No podían apartar la mirada de la urna y sintieron escalofríos al pensar cuánta maldad había quedado encerrada en su interior. De ahí, sus miradas se posaron en el valiente muchacho que había desafiado al poderoso señor del Caos. Pinki voló con alegría hasta posarse sobre el hombro de su amo.

Elliot sonreía. La felicidad lo embargaba por dentro y en su mente sólo había cabida para sus seres más queridos. Sobre sus manos descansaba la nueva Flor de la Armonía. Era pequeña, pero tremendamente hermosa.

Entonces, sintió que las fuerzas lo abandonaban y se desplomó completamente inconsciente.