TAN pronto emergió del cráter más alto del Kilimanjaro, Elliot se lanzó en una frenética persecución tras el aspirete. No quedaba rastro alguno de la tormenta que se había formado instantes antes de que se adentrasen en las profundidades del volcán, lo cual no hacía sino constatar que el tatarabuelo Finías había sido efectivamente capturado. No daba crédito a lo sucedido. ¿Cómo habían logrado atraparle? No lo sabía, pero las propiedades del cristal de Traphax podían llegar a resultar sorprendentes.
Surcaron los cielos durante muchas horas seguidas. Elliot montaba sobre la alfombra más veloz del momento, la Flash-Supersonic, y el viento le azotaba el rostro de tal manera que apenas podía mantener los ojos abiertos. Sin embargo, le resultaba imposible dar alcance al demonio alado, que lograba mantener las distancias sin grandes dificultades. Debía de ser bastante joven, a tenor de la velocidad a la que era capaz de batir sus alas. El muchacho no se preocupaba de sus perseguidores, que tampoco podían darle alcance a él, ni del rumbo a seguir. Bastante tenía con no perder de vista al aspirete que llevaba prisionero a Úter.
Surcaron kilómetros y kilómetros a velocidades increíbles, sólo alcanzables por medio de la magia. Atravesaron terrenos de todo tipo, desde áridos desiertos a grandes bosques y cadenas montañosas. Tampoco faltaron las zonas azules como los ríos y, muy especialmente, los mares. Ni siquiera hubo tiempo para un respiro durante la noche, pues Elliot no cejaba en su empeño de dar caza al aspirete y éste marcaba constantemente el rumbo. No resultó difícil seguir al demonio alado en medio de la oscuridad. La llama que prendía al final de su cola resultaba suficiente para guiar a Elliot entre los cielos nocturnos.
El amanecer fue sencillamente espectacular. Elliot se vio surcando algún punto de las azules aguas del océano Pacífico cuando los primeros rayos de sol asomaron por el horizonte. Desde aquel instante, el paisaje se volvió bastante monótono No había tiempo para sentir frío, calor, hambre o cansancio. El joven elemental estaba tan concentrado en seguir la estela del aspirete que, sólo cuando divisó a lo lejos la silueta de una extraña montaña que sobresalía diabólicamente de las aguas del océano, supo hacia dónde había sido conducido.
El contraste producía escalofríos. Si bien es cierto que la zona que sobrevolaba estaba completamente despejada, aquel lugar que se levantaba a lo lejos estaba amparado por amenazantes nubes grises de las que caían rayos sin cesar. No podía ser otro sitio que la fortaleza de Tánatos.
Estaba claro que el destino lo guiaba hacia el ifrit.
Eric y los demás poco pudieron hacer más allá de seguir con la mirada a los aspiretes y a Elliot perdiéndose en lontananza. Su vuelo era extremadamente rápido e inalcanzable para sus alfombras. No tenían más opción que ir en busca del Consejo de los Elementales y hacerlo rápido.
—Para cuando lleguemos a Blazeditch, Elliot estará a punto de llegar a la fortaleza de Tánatos… eso si no se ha enfrentado a él —vaticinó Eloise, visiblemente preocupada. No quería ni pensar cómo podía terminar un duelo de tal calibre.
Eric se rascó la cabeza. ¿Qué podían hacer? Si dispusieran de un espejo, podrían trasladarse de inmediato a cualquiera de las capitales elementales e informar así a los miembros del Consejo. Sin embargo, desconocían si había alguna ciudad elemental en las proximidades. De todas formas…
—Se me ocurre que tal vez podríamos utilizar un espejo que encontremos en una ciudad humana —sugirió Eric, encogiéndose de hombros.
—¿Se te ha caído un tornillo? —le espetó Gifu. Tanto Eloise como Coreen también habían enarcado las cejas.
—En absoluto —reconoció el muchacho—. Pero, si queremos ayudar a Elliot, no nos queda más remedio que ser rápidos. Al fin y al cabo, los humanos no pueden avistarnos si no nos dejamos…
—¿Y qué pasa con Merak y conmigo? —gruñó Gifu.
—Un sencillo encantamiento de ilusión bastará para ocultaros. No soy tan bueno como Úter, pero creo que podré apañármelas.
Así fue cómo unas horas más tarde, guiados por un incombustible Pinki, el grupo se vio inmerso en las afueras de la ciudad de Nairobi, la capital de Kenia. El multimorfo, que ya había demostrado sus aptitudes para colarse en viviendas ajenas en anteriores ocasiones, no tardó en encontrar una que tuviese un espejo de cuerpo entero mientras los demás aguardaban en las proximidades. Simplemente bastó con buscar una casa de cierta categoría. El loro los condujo por el barrio de Langata y, al tercer intento, en una casa de inspiración británica, vio un espejo que cumplía con los requisitos deseados.
Una vez dentro del amplísimo salón de la mansión —en la que entraron con gran sigilo para no llamar la atención de los sirvientes—, optaron por trasladarse a Hiddenwood y que fuese Cloris Pleseck quien se pusiese en contacto con los demás miembros del Consejo de los Elementales. Afortunadamente, en los bosques canadienses hacía poco que había amanecido y la encontraron con el desayuno a medio engullir. A punto estuvo de atragantarse con una ciruela al verlos venir.
Le extrañó que Elliot no estuviese presente y Eric se apresuró a contarle lo ocurrido. La buena noticia era que habían encontrado las cuatro Piedras Elementales y la urna de Tánatos, algo que alegró enormemente a la representante del elemento Tierra; la mala, que Elliot había abandonado el Kilimanjaro en solitario y, muy probablemente, en aquellos instantes se dirigía a la fortaleza de Tánatos para enfrentarse a él.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Cloris Pleseck, dando un salto y dejando a un lado la bandeja de fruta—. ¡Este muchacho se ha vuelto loco!
—Es posible que un poco sí… —dijo Gifu.
—¿Habéis traído las Piedras Elementales? —preguntó entonces la mujer—. Es posible que una nueva Flor de la Armonía pudiese ayudar…
—Me temo que no —anunció Eric—. Elliot se llevó consigo tanto la urna como las Piedras…
—¿¿¿QUÉ??? —clamó Cloris Pleseck. Las palabras del muchacho lograron preocuparla de verdad—. Si esos objetos caen en manos de Tánatos, ¡estaremos perdidos! Debemos avisar inmediatamente a Mathilda, Aureolus y Magnus. Creo que este último tiene una ligera idea de dónde ha levantado Tánatos su fortaleza. Si nos damos prisa, podremos ayudar a Elliot.
Sin perder un solo segundo, abandonó su despacho seguida por el resto del grupo.
Tánatos se frotaba las manos mientras contemplaba las imágenes de la vasija visionaria. Había retomado el contacto visual en el preciso instante en el que Elliot Tomclyde salía tras los pasos del aspirete. Desde entonces, no se había apartado ni un instante de la pantalla mágica.
Había sido testigo del viaje fugaz del muchacho y ahora lo tenía allí, a muy poca distancia de su fortaleza. El reflejo de un relámpago lo iluminó: iba solo, volando sobre esa ridícula alfombra, sin protección alguna. Sus amigos le habían dado la espalda en el último momento. Eso le pasaba por juntarse con una pandilla de ineptos elementales.
Vio cómo el aspirete se colaba en el interior de la fortaleza, mientras el niño moderaba su velocidad y parecía estudiar el lugar. Pudo percibir el estruendo de un rayo al golpear la ladera de la montaña, que dejó impresionado al muchacho. Aquélla era una tormenta de verdad, no como la que había generado el fantasma en la cima del Kilimanjaro para ahuyentar a los turistas de la zona. Una sola descarga de uno de esos rayos acabaría con el mocoso entrometido en milésimas de segundo.
Mientras el ifrit contemplaba estas escenas, Elliot comenzaba a sentir los embates del viento. Un nuevo rayo cayó a muy pocos metros de donde él se encontraba y le puso los pelos como escarpias. Echó un vistazo a sus espaldas, pero nadie seguía sus pasos. ¿Qué había sido de todos aquellos aspiretes que lo perseguían? ¿Acaso temían acercarse a la fortaleza de Tánatos? No se lo reprochaba… Aquellas rocas espinosas y retorcidas producían dolor tan sólo con mirarlas. El paraje era tenebroso, la peligrosidad de los rayos y el hecho de saber que en su interior se alojaba el ser más malvado del planeta Tierra, eran motivos más que suficientes para desear mantenerse a una buena distancia de aquel lugar.
Sin embargo, aquel aspirete joven se había adentrado en la fortaleza. Lo debía de haber hecho porque llevaba a su tatarabuelo apresado en un triste pedazo de Traphax y porque, a buen seguro, le aguardaba una jugosa recompensa por su labor.
Elliot tragó saliva. No tenía más remedio que afrontar su destino solo. No quería que sus amigos pudieran sufrir alguna desgracia por su culpa y, por eso, había preferido dejarlos atrás. No tenía ni idea de cómo se batiría en duelo con Tánatos, pero una cosa tenía bien clara: nadie más que él debía soportar aquella carga. Nadie más la sufriría.
El viento estaba cada vez más agitado y la lluvia hizo acto de presencia. Nuevos relámpagos iluminaron la zona, acompañados por retumbantes truenos. La entrada de la fortaleza se reflejó una vez más. Aquella boca hambrienta, con ganas de engullirlo, lo llamaba a gritos.
Había llegado su hora.
Elliot acarició suavemente la urna, aún bajo el efecto protector de la ilusión. Con un poco de suerte, a Tánatos le sería imposible ver su codiciado objeto. Aquélla era una de sus bazas —probablemente la principal— para salir con vida de allí…
Dio impulso a la Flash-Supersonic y descendió a una velocidad vertiginosa, sorteando a su paso un par de rayos malintencionados. Pese a que la lluvia caía como una manta de agua y dificultaba enormemente la visibilidad, no tuvo mayores problemas para colar la alfombra voladora por la siniestra entrada.
Curiosamente, no había vigilantes en la zona; claro que, ¿quién sería lo suficientemente osado como para querer entrar? Aún así, Elliot tuvo que cubrirse las fosas nasales con la manga de su túnica por la peste reinante, que reconoció de inmediato. O mucho se equivocaba o había algún troll de las cavernas apostado en la zona.
Atravesó una espesa cortina grisácea, tan pegajosa que bien podía haber sido una inmensa tela de araña. De pronto, lo envolvió un silencio sepulcral. Atrás habían quedado los embates de la tormenta y ahora sólo resonaba el eco de alguna gota al golpear contra el suelo. Tanto silencio producía escalofríos.
Decidió seguir montado sobre la Flash-Supersonic. Le producía cierta confianza poder ampararse en su velocidad. Contra Tánatos, cualquier detalle debía ser tenido en cuenta. Dejó atrás un escabroso túnel para atravesar un puente colgante sobre un foso de lava que terminaba en un soberbio portalón de hierro con tétricas figuras grabadas en relieve en él. Se estaba acercando al corazón de la fortaleza y nadie había salido a su encuentro. Y eso no le gustaba nada.
De pronto, un ruido sordo a sus espaldas le dio a entender que por fin tenía compañía. Con el rostro tenso, ceñudo, Elliot vio como dos trolls de las cavernas se apresuraban a izar el puente colgante y cerraban el portón por el que acababa de acceder.
—Estupendo —murmuró el muchacho, que ni siquiera hizo ademán de detenerles—. Parece que Tánatos no quiere visitas mientras despacha conmigo…
Suspiró y volvió la vista al frente. Con un ligero ademán con la cabeza ordenó a la alfombra que siguiera avanzando.
Después de pasar el portalón ricamente forjado, Elliot se adentró en una estancia de grandes dimensiones. Hacía un calor asfixiante, aunque no tanto como en el interior del Kilimanjaro. Distinguió unos escalones al fondo y, en el centro, un sillón de la categoría de un trono en el que aguardaba una persona sentada. Apenas tuvo tiempo de fijarse en las lámparas que pendían del techo, de un tono blanquecino y compuestas por lo que parecían… huesos. Al son de una palmada, sus cirios se apagaron de sopetón, dejando el lugar sumido en una tenebrosa penumbra.
—Vaya, vaya, vaya —dijo desde el fondo de la estancia la inconfundible voz de Tánatos, sibilante y pausada—. Después de tanto tiempo, al fin volvemos a vernos las caras, Elliot Tomclyde.
El joven avanzó unos metros hasta el centro de la sala y descendió al suelo. Era consciente de que tenía que ser decidido. No podía dudar un instante. Tenía la urna en su poder y sabía cómo utilizarla. Debía aproximarse al ifrit, abrir su tapa y pronunciar el conjuro que había leído en el pergamino que escribiera Weston Lamphard. Tenía muy claro que no debía perder el tiempo ni dar rodeos de ningún tipo. Debía ser rápido y no dar opción a reacción alguna en su enemigo. Desharía la ilusión, abriría la urna y acabaría con Tánatos para siempre. Así de simple. Así de rápido.
Unas pocas palabras del ifrit dieron con su plan al traste.
—Llegas en el momento oportuno para decirte que tus padres están a punto de ser ejecutados… De hecho, es posible que en estos momentos uno de los dos ya haya pasado a mejor vida a manos de mis aspiretes. ¿Será tu madre? ¿O tu padre? —dijo, emitiendo una carcajada escalofriante al ver cómo se desencajaba el rostro del joven.
El corazón de Elliot sufrió una sacudida ante las palabras de Tánatos.
—¡¡¡Noooooo!!! —gritó el muchacho. Le invadió la ira, sus ojos enrojecieron de rabia y tristeza. Como era de esperar, la urna y todo lo demás habían pasado a un segundo plano en su mente—. ¡¡¡Noooooo!!!
Tánatos sonrió al verlo sufrir. Entonces dijo en una suave voz:
—Es broma.
Elliot alzó la mirada y la clavó en su enemigo. Apenas tuvo fuerzas para replicar.
—¿Qué?
—Lo que oyes, muchacho… Tus padres todavía no están muertos… —afirmó el ifrit, ahora mucho más serio—. Pero no tardarán en estarlo si no me das lo que quiero.
De pronto, la idea de acabar con el ifrit de una manera rápida se esfumó de la mente de Elliot. ¿Cómo podía ser tan cruel el genio? ¿Cómo podía hacer una broma semejante en un momento como aquél? Sintió deseos de hacerlo sufrir. Acabaría con él, sí, pero no le daría el placer de hacerlo rápido.
El muchacho negó con la cabeza y dirigió una mirada asesina a Tánatos.
Optó por dejar a un lado la alfombra extendida, sin recoger, por si necesitaba utilizarla más tarde. Además, aunque no se viese por el hechizo de ilusión, la urna descansaba sobre ella. Al poner sus pies sobre aquel suelo negro, de aspecto marmóreo, la túnica del muchacho vibró. Fue una sensación difícil de explicar y Elliot no pudo evitar llevar sus manos a la altura de la cintura, donde el cosquilleo había sido más acentuado.
Se quedó meditando durante un segundo o dos. En aquel bolsillo guardaba una de las Piedras Elementales, la del Fuego, y ésta había comenzado a vibrar. ¿Qué podía significar? ¿Sería algún tipo de aviso? Sin lugar a dudas, la magia de Tánatos era potente y flotaba por los cuatro costados de su fortaleza. Además, si algo tenía claro era que ante el ifrit no se podía bajar la guardia ni un instante.
—Has causado demasiado daño en este mundo, Tánatos —escupió Elliot, sosteniendo firmemente la Piedra del Fuego en su bolsillo. De inmediato, sintió cómo otra de las Piedras se movía en otro de los bolsillos de su túnica. Debía de ser la del elemento Tierra. ¿Qué estaba sucediendo?—. Ha llegado la hora de acabar con tu maldad y desterrarte del mundo elemental para siempre.
—¿Y quién me lo va a impedir? ¿Tú? ¿Un mocoso insolente al que han abandonado sus amigos y todos esos poderosos elementales? —le espetó Tánatos, poniéndose en pie mientras se mesaba su larga barba cenicienta. Sus ojos rojos inyectados en sangre se clavaron en el muchacho y su túnica negra satinada brilló en la penumbra—. ¿Acaso no sabes que todos los hechiceros que han tratado de detenerme a lo largo de mi prolongada existencia han sucumbido en su intento? Sin ir más lejos, te hablo de los miembros de la familia Lamphard…
Al oír aquel apellido, fue como si a Elliot le hubiesen introducido un puñado de alacranes en el estómago.
—No eres más que un vulgar asesino —bramó el chico, aferrándose con fuerza a la Piedra del Fuego. A medida que el odio y la ira invadían sus venas, podía sentir su calor y su poder en la palma de su mano.
—Yo que tú cuidaría ese lenguaje, muchacho —advirtió Tánatos en tono amenazante—. De lo contrario, y esta vez hablo muy en serio, podría tomar ciertas represalias con tus padres… o con el fantasma.
El ifrit señaló con la cabeza hacia una vasija de piedra alta que había en uno de los costados de la estancia. Sobre ella se encontraba el cristal de Traphax que contenía a su tatarabuelo.
—¡Úter! —exclamó Elliot, dando dos pasos en aquella dirección.
No pudo avanzar más, porque se dio de bruces con una mampara invisible. Palpó desesperadamente y se percató de que era imposible atravesarla por ningún lado. ¡Tánatos había establecido una protección mágica a su alrededor! Frustrado, Elliot golpeó con el puño el panel inmaterial.
—Insisto. Creo que tienes en tu poder algún objeto que podría interesarme —dijo Tánatos.
—Pero antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver —respondió el muchacho con contundencia.
El ifrit inclinó su cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.
—Oh, no dudes que lo haré. Si es necesario lo haré… —Tánatos escrutó al muchacho de arriba abajo. Llevaba años amargándole sus planes. Aún recordaba cómo aquel día en Nucleum, casi cuatro años atrás, aquel niño se llevó la Laptiterus Armoniattus delante de sus mismas narices. Y también había logrado salir con vida de la pirámide subterránea, perseguido por las momias… No cabía duda alguna de que era valiente, pero, llegada la hora de la verdad, no sería rival para él. Ahora que se encontraba en su máximo esplendor, no lo sería—. No sabes cuánto placer me produciría acabar contigo, con el fantasma, con tus padres…
—Mis padres no han hecho nada —le recriminó Elliot—. Déjalos en libertad y empezaremos a hablar.
Tánatos se frotó sus manos, dejando a la vista sus grimosos y larguiruchos dedos blanquecinos.
—Me temo que tus padres no saldrán de esta fortaleza hasta que me entregues las Piedras Elementales.
Elliot activó su escudo protector como respuesta. Bien por el efecto de la lava, bien por la Piedra Elemental con la que estaba en permanente contacto, el escudo cobró el aspecto de una inmensa lengua de fuego. No pensaba ceder y estaba dispuesto a enfrentarse a Tánatos si era necesario. Los ojos de su adversario se encendieron de rabia.
—Maldito mocoso…
Elliot notó cómo el suelo comenzó a temblar bajo sus pies. Sin embargo, antes de esperar a que algo ocurriese, lanzó un rayo reductor con la mano en la que sostenía la draconita. Los ojos de Tánatos se abrieron como platos al verlo venir. Ni siquiera su magia fue suficiente para detener un impacto diez veces más fuerte de lo normal. El ifrit salió despedido y se golpeó la espalda con su propio trono.
Tánatos sacudió la cabeza y se incorporó lentamente, resoplando, mientras trataba de recuperar la respiración. El cabello enmarañado le cubría su rostro furibundo, dispuesto a aplastar al niño Tomclyde igual que si se tratase del insecto más vulgar. Por eso, juntó sus dos muñecas por la cara interior y abrió las manos. Acto seguido, una amalgama de rayos salió disparada en dirección al muchacho.
El escudo protector de Elliot se expandió y frenó todos los rayos. Aquello encolerizó al ifrit aún más, si cabe. El duelo entre Elliot y Tánatos había comenzado.
Veinte minutos después, los miembros del Consejo de los Elementales estaban reunidos. Tanto los muchachos, como Gifu y Merak, se habían negado rotundamente a abandonar el despacho de Magnus Gardelegen en Bubbleville, pues era la vida de su amigo la que estaba en juego. Y aunque en el caso del fantasma no fuese su vida, porque ya estaba muerto, Úter también estaba en peligro.
—Está bien —aceptó finalmente Magnus Gardelegen como portavoz del Consejo, después de discutir unas palabras con Aureolus Pathfinder—. Lo que necesitamos en estos momentos es estar unidos. Además, no puede decirse que os falte experiencia… Por lo que acaba de contarnos Cloris Pleseck, todos habéis colaborado en la búsqueda de las Piedras Elementales.
—Así es —asintió Eric que, ante la ausencia de su amigo, se había erigido en el líder del grupo.
—No tenemos mucho margen de maniobra, Magnus —dijo Mathilda Flessinga reencauzando la conversación—. No podemos dejar que Elliot se enfrente a Tánatos… él solo. Bastante habéis hecho ya encontrando las Piedras…
—Estoy contigo, Mathilda —apuntó enérgicamente Aureolus Pathfinder—. Elliot estuvo a mi lado en los momentos más difíciles, y no pienso abandonarlo.
—Además, le prometí a Elliot que ayudaríamos a rescatar a sus padres de la fortaleza del ifrit. Pero apenas hemos tenido algo de tiempo… —dijo Cloris Pleseck, dejando aflorar cierta culpabilidad en sus palabras.
Pathfinder se retorció la barba.
—Magnus, tú tenías cierta idea de dónde podía encontrarse la fortaleza de Tánatos, ¿no es así?
El representante del Agua asintió.
—Según los informes de las ninfas, está en el océano Pacífico, no muy lejos de la localidad de Sea Shell. No obstante, una legión de sirenas impide el paso por la vía submarina… Por no hablar del kraken.
—¿El kraken? —preguntó Gifu desde el fondo del despacho—. ¿Tenemos que enfrentarnos a esa criatura otra vez?
La mirada de los demás dio a entender que se enfrentarían a una veintena de krakens si fuese necesario.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó Pleseck.
—No mucho —confirmó Flessinga, pellizcándose el labio inferior—. Teniendo en cuenta la velocidad que puede alcanzar una Flash-Supersonic, yo diría que no tenemos más de dos o tres horas antes de que Elliot alcance la zona peligrosa…
—Es un poco justo, pero debemos intentarlo —dictaminó Magnus Gardelegen.
Pinki batió las alas y se posó sobre el hombro de Eric. Por lo que había podido comprender, pasaban a la acción.
—¿Cuál es el plan a seguir? —preguntó Merak que permanecía quieto como una estatua junto a Gifu.
—No tenemos tiempo para seguir plan alguno —respondió Aureolus Pathfinder encogiéndose de hombros—. Tendremos que improvisar sobre la marcha.