UN rugido tremebundo despertó a Elliot igual que si hubiese recibido una sacudida eléctrica. Abrió los ojos esperando encontrarse un monstruo delante de sus narices, pero nada de eso sucedió. Aunque por encima de su cabeza se percibía un tenue resplandor, le rodeaba una tenue penumbra donde apenas era posible distinguir algo. Le dolía la base del cuello y tenía magulladuras en brazos y piernas, así como en buena parte del torso. La pared que había a sus espaldas era áspera y cálida al tacto y, apoyándose sobre un saliente, se incorporó.
Cuando lo hizo, recordó los instantes anteriores a su accidente y por su mente pasó aquella figura que se escondía a pocos metros de allí, en las profundidades de la caverna a la que había ido a parar.
—¡El dragón dorado! —exclamó Elliot para sus adentros. Un intenso nerviosismo invadió su interior. Lo había visto allí, tumbado, como si nada…
Con renovados ánimos, el muchacho trepó un par de metros y se encontró de nuevo en la galería que tan fugazmente había sobrevolado con anterioridad. Los dragones verdes habían desaparecido y tampoco había rastro alguno de sus amigos. A pesar de todo, caminó con sigilo, pues sabía que el dragón dorado no debía de encontrarse muy lejos de allí. Sudaba copiosamente debido a los vapores que emitía el volcán y el intenso borboteo de la lava disimulaba el arrastrar de sus pasos mientras se desplazaba. Sentía escalofríos cada vez que llegaba hasta sus oídos el eco de un alarido o un derrumbe de piedras pero, sin una alfombra para volar, poco o nada podía hacer por el momento.
Estaría a escasamente una treintena de metros del lugar cuando Elliot sintió que su corazón se paralizaba. Se frotó los ojos, pero nada cambió. Distinguió un montón de piedras removidas pero, para su decepción, no había señal alguna del dragón. Las dudas comenzaron a corroerle la mente. Por unos instantes, llegó a plantearse si lo que había visto mientras caía era precisamente el dragón dorado. Desde luego, le había parecido tan real…
—Tiene que haberse escondido en alguna parte —murmuró Elliot, aproximándose con cautela. Lo último que deseaba era verse sorprendido por un dragón dorado—. Estoy seguro de haberlo visto…
Si había un motivo por el que se habían adentrado en el interior del Kilimanjaro era precisamente ése: encontrar un dragón dorado y hacerse con la draconita. Elliot dio unos pasos más al frente y, aunque la zona estaba inusualmente tranquila, estaba preparado para ejecutar un hechizo defensivo si era necesario.
Un olor intenso y nauseabundo flotaba por aquel lugar. Esperaba encontrar algún rastro para cerciorarse de que lo que había visto hacía unos minutos era real, pero… ¿acaso habían sido unos minutos? ¿Y si había permanecido inconsciente más tiempo? Pensándolo bien, era imposible saberlo. Avanzó unos metros más. Lo único que podía afirmar con total certeza era que allí olía fatal. Cada vez peor. Y entonces la vio.
Elliot se quedó paralizado, contemplando aquel saliente de roca negra como la antracita. Al principio le había parecido el propio veteado de la piedra, pero al acercarse un poco más comprobó que aquella superficie era de una textura diferente. Parecía una parte más de la gruta y, sin embargo, se trataba de una abertura en la roca. No era otra cosa que una puerta. ¡Una puerta!
De pronto, recordó la advertencia del señor Humpow: «Todo se debió a una extraña fuerza que existe en el interior del volcán. Sí… Recuerdo aquella puerta tras la que traté de refugiarme cuando uno de los dragones me atacó», había dicho. De hecho, para ser exactos, había hablado de la existencia de algo maligno, algo que había cambiado su vida para siempre…
A Elliot se le erizó el cabello en la base de la nuca. ¿Y si le ocurría a él la misma desgracia que al guardián de la pirámide de Blazeditch? ¿Terminaría con las mismas deformidades que el pobre hombre? La duda le corroía en su interior cuando un nuevo recuerdo le sacudió las entrañas. Nada tenía que ver con el señor Humpow, sino con Weston Lamphard y su diario. Que el antepasado de Goryn había estado en el volcán africano era algo que había dejado muy claro en su diario personal. Encontrarse una puerta incrustada en la roca de una montaña no era algo novedoso para él. De hecho, pensándolo fríamente, existía un cierto paralelismo entre esta puerta y la que se había topado en el Manaslu. ¿Y si Lamphard creó un segundo refugio secreto con la intención de estar cerca de los dragones? O, mejor aún, ¿y si esperaba que esas criaturas, feroces donde las hubiese, protegiesen algo de un valor incalculable? ¿Habría considerado Weston Lamphard aquel lugar el refugio más seguro para la urna en la que fue creado Tánatos? Estaba seguro de que sólo lo averiguaría si traspasaba el umbral de aquella puerta…
Acercó sus dedos temblorosos a la superficie de piedra. En su mente seguían flotando las palabras del señor Humpow y tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejarla en blanco.
A diferencia de la puerta del Manaslu, allí no había cerradura alguna. Así pues, con la decisión tomada y el pulso un tanto acelerado, Elliot posó la palma de su mano sobre la fría puerta de piedra.
En el momento en el que Elliot salió despedido de la alfombra, Eloise se puso histérica y sus gritos resonaron por toda la galería.
—¡Socorro! —gritó desesperada, aferrando con todas sus fuerzas los flecos del vehículo—. ¡Los elementales del Agua no estamos hechos para volar! ¡No he pilotado un objeto de estos en toda mi vida!
La alfombra, que volaba vertiginosamente y sin control alguno dando bandazos, incrementó su velocidad incomprensiblemente. Era como si Eloise, en su desesperación, hubiese pisado el acelerador. El problema era que las alfombras mágicas no disponían de tales artilugios.
Pasó como un ciclón sobre las cabezas de Eric y Gifu, que se quedaron helados al ver a su amiga volando sola. ¿Qué había sido de Elliot? Pero no fueron los únicos sorprendidos. Hasta los dragones verdes parecieron preguntarse cómo podía existir una criatura tan ruidosa que alcanzase tal velocidad en el interior de la caverna. Atónitos, contemplaron cómo hacía una extraña pirueta y daba media vuelta en pleno vuelo.
No obstante, fue aquel dragón que se escondía entre las sombras quien debió de sentirse más incómodo con los exaltados gritos de la muchacha. Había conseguido despertarle de su plácida siesta y estaba resultando bastante molesto para sus delicados oídos. Cuando vio que aquel objeto desconocido volvía de nuevo, el dragón se alzó sobre sus poderosos cuartos traseros y, con un majestuoso porte, salió lentamente de su escondrijo provocando que un brillo dorado destellase en las profundidades de la galería.
Eloise no se percató, pero sí lo hizo Gifu. Inmediatamente llamó a Eric con un fuerte tirón de su túnica.
—¡El dragón dorado! —exclamó, dando una nueva sacudida a la manga del muchacho—. ¡Y va a por Eloise!
Eric torció el cuello y evaluó la situación. Puesto que la pareja de dragones verdes aún los acechaban, no le quedaban muchas más opciones que practicar un movimiento a la desesperada. Volvió a mirar de reojo y avisó a Gifu para que se sujetase bien. Acto seguido ejecutó una maniobra arriesgada, haciendo que la alfombra girase varias veces sobre sí misma en forma de espiral. En un abrir y cerrar de ojos, volaba en sentido contrario a los dragones del elemento Tierra.
—Por las barbas del Oráculo… si es que alguna vez tuvo, claro —dijo Gifu, tragando saliva y tratando de recomponerse del susto—. ¡Eso ha estado genial! ¿Puedes repetirlo otra vez?
Pero rápidamente dejó la diversión a un lado, al ver con sus propios ojos la estilizada silueta del dragón dorado. Su impresionante cuerpo, completamente forrado de escamas, parecía esculpido en oro de la máxima pureza. Aunque sus patas delanteras eran ligeramente más cortas que las traseras, sus garras no resultaban menos aterradoras. La cola era larga, robusta y estaba plagada de impresionantes espinas. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era su cabeza, coronada por sendos cuernos largos y afilados, y un tercero en el centro, más pequeño, pero igual de imponente. Aquellos ojos violáceos resaltaban sobre un hocico alargado y atestado de terribles colmillos. Tras el cuerpo central, como si de un tercer ojo se tratara, brillaba una hermosa piedra con forma de diamante y tan roja como un rubí: la draconita.
El dragón extendió elegantemente sus alas y, casi sin esfuerzo alguno, despegó sus patas de la roca volcánica. Eric no se lo pensó dos veces y siguió su estela. La reacción que esta decisión provocó en los dragones verdes resultó sorprendente, pero fue un alivio. No cabía la menor duda de que, con su sola presencia, aquel dragón imponía mucho respeto, y sus dominios debían de ser infranqueables para los demás dragones. Tal vez, aquel fuera el motivo de que los perseguidores de Eric y Gifu se batiesen en una retirada silenciosa.
—¡Más rápido! ¡Más rápido! —lo apremió Gifu, viendo que el dragón dorado cada vez estaba más lejos de ellos y más cerca de la muchacha.
—¡Hago todo lo que puedo, Gifu! —se excusó Eric, apartando los goterones de sudor que le caían por la frente—. No es fácil ir sorteando tantos obstáculos mientras se persigue a un dragón.
Lo que decía era cierto, al margen de que quería evitar a toda costa acercarse a la cola del dragón. Daba miedo sólo con mirarla. Además, no tenía tanta experiencia en vuelo como Coreen o Elliot, que habían estudiado la disciplina correspondiente en la escuela de Windbourgh.
—¡Por allí! —gritó Gifu, a quien parecía no importarle delatar su posición.
Eric vio cómo Eloise, poco a poco, se hacía con el control de la alfombra. No sabía cómo, pero había conseguido encauzarla por el túnel que conducía a la chimenea principal del Kibo. Raudo y veloz, siguió sus pasos el dragón dorado. La alfombra de Eric y Gifu hizo lo propio un par de segundos después.
Elliot sintió un ligero cosquilleo en su mano, seguido de un fugaz destello. Aparte de eso, no sucedió nada más extraordinario. No percibió dolor alguno en su cuerpo ni notó que le invadiese una fuerza maligna, tal y como había vaticinado el señor Humpow. Lo que sí notó fue que la puerta se movía. Al parecer, al tocarla, había desactivado el sello mágico que la protegía.
¿Y si el peligro acechaba en el interior? ¿Y si todo aquello de lo que le había hablado el señor Humpow estaba dentro? No importaba. Había tomado una decisión y sería consecuente con ella. Ahora sí, dio un fuerte empujón a la puerta y ésta se abrió muy lentamente.
A pocos metros de él se alzaba un pozo de oscuridad insondable. Por mucho que su vista se esforzase, no alcanzaba a ver más allá de unos centímetros. Sin embargo, le tranquilizó que no sucediese nada anormal. Su respiración agitada se acompasó al no verse atacado por una criatura maligna ni por un hechizo protector. ¿Acaso la entrada sólo era segura para alguien con poder sobre los cuatro elementos y sólo ese alguien tendría acceso a aquel lugar? ¿Sería ése el motivo de la desgracia del señor Humpow? Con un hábil movimiento de manos, el muchacho generó una bola de fuego y la estancia cobró forma ante sus ojos. Al instante, el resplandor le reveló un simple y vulgar escondrijo. Era pequeño y sin decoración alguna. Por su fría apariencia, no era más que una oquedad del propio volcán, que Lamphard había aprovechado para esconder un objeto tras una puerta mágica de seguridad.
Elliot ahogó un grito de sorpresa y sus ojos brillaron tanto o más que la preciosa urna de plata repujada que pendía del centro del habitáculo gracias a un sencillo hechizo de flotación. Giraba sobre sí misma a un ritmo lento y constante, reflejando intensamente los rayos de la bola de fuego que sostenía el muchacho en sus manos. ¡No podía creérselo! ¡Allí estaba la famosa urna en la que había sido creado el mayor enemigo de la historia de los elementales! ¡Tenía que ser ésa! Resultaba increíble cómo una cosa tan pequeña, que apenas alcanzaría los dos palmos de altura, había sido capaz de traer al mundo una criatura tan malvada.
Estaba a punto de recogerla cuando su pie derecho fue a golpear un segundo objeto que le había pasado desapercibido hasta aquel instante: en el suelo, a sus pies, descansaba un pequeño rollo de pergamino.
Elliot se agachó y lo tomó en sus manos. Con sumo cuidado, rasgó el lacre y extendió la misiva.
Jueves 27 de diciembre de 1798
Estimado amigo:
Puedo permitirme el lujo de llamarte «amigo», porque únicamente una persona dispuesta a combatir el peor de los males en el mundo y a plantar cara al más temible rival podría haber traspasado la puerta que da a este habitáculo. Si has llegado a este lugar y estás leyendo este mensaje, tres cosas se pueden deducir de ti con total certeza: eres un elemental, valeroso y poderoso. De otra forma, te hubiese sido imposible adentrarte en el interior del Kilimanjaro y encontrar este refugio que con tanto cuidado he ocultado al mundo y, muy especialmente, a Tánatos.
Puesto que estás aquí, no me cabe la menor duda de que, a estas alturas, ya sabrás quién es Tánatos y la historia que le acompaña. Fue el mayor error de mi vida y mi desgracia eterna. Creé un ifrit tremendamente poderoso cuya magia me superó en todos los aspectos. Precisamente por eso me fue imposible frenarlo y lo único que pude hacer fue poner a buen recaudo la urna en la que fue creado para que no cayese en sus manos.
Sí, amigo mío. Ese objeto que flota junto a ti es la urna en la que nació y debe convertirse en la prisión que lo encierre hasta el fin de los días. Soy consciente de que es algo que debería haber hecho yo, el único responsable de la existencia de este ifrit. Sin embargo, reconozco mi impotencia para llevar tal misión a cabo y, por eso, te pido ayuda a ti, amigo, para que subsanes mi despreciable error. Sé que no se trata de una misión fácil, pero si estás leyendo este texto es por algo…
Desconozco en qué día, mes o año estarás aquí. Una única cosa es segura: Tánatos aún está vivo en algún lugar del planeta porque sólo su urna puede encerrarlo eternamente. Por lo tanto, lo primero que debes hacer es dar con él, algo que no debe entrañar demasiada dificultad debido al caos que siembra allá por donde pasa.
En realidad, el mecanismo de la urna es muy sencillo. Simplemente hay que abrir la tapa y pronunciar la fórmula correspondiente en presencia del ifrit («Genio malvado, tu turno ha acabado hasta que vuelvas a ser llamado»). El problema es que ni Tánatos ni sus seguidores te pondrán las cosas fáciles, mucho menos cuando el ifrit vea la urna frente a él…
Ahora, no me queda más que desearte toda la suerte del mundo… pues la vas a necesitar.
Weston LamphardA Elliot se le había vuelto a acelerar el pulso. Conocía a la perfección la historia de Lamphard y cómo su ambición le había llevado a crear a Tánatos a finales del siglo XVIII. También sabía cómo el ifrit se había ido haciendo poderoso y había derrotado a su creador, transformándolo en un espejo en su propia casa.
Con aquella carta, Weston Lamphard le encomendaba una misión que coincidía exactamente con la que le había asignado el Oráculo. Elliot recordaba a la perfección las palabras de la bellísima mujer antes de desaparecer de la faz de la Tierra: «Busca aquello en lo que fue creado». Sin lugar a dudas, se refería a la urna de plata.
Elliot enrolló de nuevo el pergamino y se lo guardó en un bolsillo de su túnica. Acto seguido, contempló la resplandeciente urna y, sin más dilación, llevó sus manos a ella rompiendo el hechizo que durante más de doscientos años la había mantenido flotando en aquel lugar.
Inmediatamente después de que Pinki frenase el ataque del dragón albino, Coreen se vio obligado a convocar su escudo protector. Hasta tres dragones —uno albino y dos azules— acechaban la pequeña alfombra en la que volaba con Merak. El grito de «Scudetto!» proferido por el joven elemental del Aire, fue secundado por el rugido ensordecedor de un dragón verde que se unió al trío ya existente.
—Ay, ay, ay… —se desesperó Merak. Si bien es cierto que, como a todo gnomo que se preciase, le hubiese gustado morir bajo tierra, jamás había esperado hacerlo a manos de un puñado de dragones sanguinarios—. ¿Te has fijado en los colmillos que tiene el de la derecha?
—Lo siento, Merak, estoy buscando una forma de salir de aquí —contestó Coreen, mirando a un lado y a otro alternativamente.
Mientras Pinki mantenía a raya a uno de los dragones azules, el escudo protector frenó el ataque del otro dragón acuático. Lo agarró por la cola y lo zarandeó como una honda. Afortunadamente, intimidó a los otros dragones y les hizo ganar unos segundos preciosos. De pronto, Merak le gritó al oído:
—¡Los demás están vivos! ¡Mira allí! —anunció, señalando hacia abajo. La alfombra de Eloise acababa de salir no se sabía de dónde.
Coreen suspiró aliviado. Sin embargo, la tranquilidad apenas duró unas décimas de segundo. Inmediatamente reaccionó preguntándose qué habría sido de Elliot, que antes viajaba junto a la muchacha. Sin tiempo para responder a la pregunta, sus temores se hicieron realidad al ver aparecer un nuevo gigante alado de color dorado…
—¿Has visto… has visto eso? —preguntó Coreen, abriendo los ojos como platos. Ver al dragón dorado, la criatura legendaria de sus sueños, era más de lo que podía desear. ¡Para eso habían ido al Kilimanjaro!
—Con mirar a los que hay delante tengo bastante, gracias —respondió Merak, tragando saliva—. ¡Nos van a hacer trizas!
Justo entonces, de la oscuridad surgió una nueva alfombra. ¡Eric y Gifu también estaban a salvo! Era una persecución en toda regla. Los dos amigos hacían denodados esfuerzos por alcanzar al dragón dorado, que cada vez se encontraba más cerca de Eloise. La muchacha lo miraba por el rabillo del ojo y chillaba desesperada. Desde su elevada posición, Coreen y Merak los miraron con horror. Habían tomado dirección ascendente y… ¡se les echaban encima!
Al ver acercarse al dragón dorado, sus demás congéneres huyeron despavoridos a refugiarse en sus respectivos nichos. Coreen y Merak hicieron lo propio, apartándose a un lado. El multimorfo fue el único decidido a plantar cara a la soberbia criatura.
—¡Pinki, ven aquí! —lo llamó Coreen, haciendo un gesto con la mano tras esconderse detrás de un saliente de roca. El dragoncillo dudó un instante, pero finalmente le hizo caso y acudió a su llamada—. Buen chico… Es mejor reagruparnos. Si nos dividimos, no tendremos ninguna posibilidad.
La pobre Eloise, pese a que había aprendido a marchas forzadas el manejo de la Flash-Supersonic, ya no sabía qué hacer para librarse de su perseguidor. No tuvo mejor idea que acercarse al lugar en el que se encontraban Coreen y Merak. Aquel cambio brusco de dirección desconcertó por unos instantes al dragón dorado, que no tardó en recular para ir en busca de su presa. Sin embargo, esa circunstancia fue hábilmente aprovechada por Eric, que no sólo recuperó el terreno perdido sino que logró sobrepasarlo y colocarse por encima de la inmensa criatura.
Eric sobrevoló la zona en círculos como un águila al acecho. Se le acababa de ocurrir un plan. Sin lugar a dudas, era su primer contacto con dragones. No obstante, durante los últimos años había vivido suficientes aventuras junto a Elliot como para saber qué tenía que hacer en aquel preciso instante. Lo que menos le seducía era la idea de utilizar a sus amigos como cebo pero, dadas las circunstancias, tampoco tenían muchas más opciones.
—Gifu, ¿tienes polvitos mágicos? —preguntó el muchacho, dando una nueva vuelta.
—Rellené el saquito cuando estuvimos en Hiddenwood —asintió el duende, llevándose la mano al cinto—. ¿Pretendes…?
La mirada vivaracha del duende lo decía todo. Había comprendido a la perfección lo que quería hacer su amigo y lo cierto era que necesitaban al dragón vivo.
—Estupendo. Espero que sean suficientes…
El dragón dorado se abalanzó sobre el saliente que protegía a sus amigos y sus garras arrancaron de cuajo unas cuantas rocas, tal era su fortaleza. Estaban a poco más de tres metros y no había escapatoria posible. El bramido del dragón fue un canto de victoria y echó la cabeza atrás para regocijarse. Desde arriba, tanto Eric como Gifu percibieron un brillo sobrenatural en el cogote de la criatura.
—¿Sabes si esta especie escupe fuego? —inquirió Gifu—. Porque, por el gesto, me recuerda al del dragón rojo…
—Oh, oh… —susurró Eric, que se había quedado blanco—. ¡Agárrate y estate preparado!
El descenso fue vertiginoso. Tan fugaz, que el dragón dorado no tuvo tiempo de percatarse de nada. La alfombra en la que volaban Eric y Gifu pasó frente a él a la velocidad del rayo, asumiendo un riesgo enorme. El duende estuvo muy hábil, además de rápido, para rociar con los polvitos mágicos a la criatura. Pese a todo, hicieron falta tres pasadas más para que la magia duendil penetrase por las rendijas de la poderosa coraza que envolvía al dragón y éste cayese como el plomo, a punto de aplastar a los demás contra la pared.
—¡Habéis tardado demasiado! —protestó Merak, a quien había estado a punto de darle un infarto por el susto.
Coreen se quedó mirando el colosal ejemplar como si fuese lo más bello que había visto en toda su vida. En verdad era una criatura hermosa y elegante. Con respeto pero sin mayores temores, Coreen acercó su mano a la descomunal cabeza donde aún brillaba la draconita. Parecía palpitar, igual que un corazón al bombear sangre.
—¿Sufrirá? —preguntó Eloise que, pese a haber estado a punto de ser su almuerzo, no podía soportar la idea de hacerle daño.
—No lo creo, pues está dormido —apuntó Coreen, agachándose. Como no tenían un estilete ni ningún objeto punzante, no tuvo más remedio que emplear un hechizo congelador. De aquella forma, al arrancar la draconita, la herida sangraría mínimamente—. En cualquier caso, pasarán muchos años antes de que le vuelva a salir otra piedra…
—Si es que le vuelve a salir —añadió Eric, cruzándose de brazos.
—Has estado fantástico, amigo —reconoció Coreen, cuando terminó de extraer la piedra que crecía tras el cuerno central de la cabeza del dragón. Por cierto, ¿qué ha sido de Elliot?
—¡Tenemos que volver a por él! —exclamó Eloise—. Se cayó en aquella galería y podría haberse hecho daño, o estar en peligro…
—¡Ayuda, ayuda! —exclamó Pinki, que había vuelto a la forma de loro momentáneamente. Como era de esperar, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por su amo.
—Sea como sea, yo no me quedaría demasiado hablando en este lugar —advirtió Gifu—. No va a pasar mucho tiempo antes de que los demás dragones se den cuenta de que el dragón dorado ha quedado fuera de combate…
Merak se apresuró a asomarse al abismo que se abría a sus pies. Las palabras de Gifu le recordaron que aún estaban en peligro y que alguna de esas criaturas podía estar ascendiendo en aquel preciso instante. Sin embargo, lo que vieron sus ojos fue algo bien distinto. Por el momento, los dragones no habían reaparecido pero sí atisbaron un reflejo unos cuantos metros más abajo. Estaba lejos y era difícil distinguir de qué podía tratarse, pero aquel centelleo resaltaba con claridad en la penumbra que los rodeaba.
—¿Qué es eso? —preguntó entonces.
Los demás se asomaron y fue Eric quien primero lo identificó.
—¡Es Elliot! —exclamó, soltando una carcajada—. Está bien…
—Tiene algo en sus manos y nos está haciendo señales. ¿Habrá encontrado un tesoro? —inquirió Gifu.
Un nuevo corrimiento de rocas resonó en la chimenea del volcán.
—No sé si será un tesoro, pero no sería mala idea ir a buscarle cuanto antes —sugirió Coreen. El no era el único que había percibido el ruido. Daba la impresión de que los dragones empezaban a ponerse nerviosos de nuevo.
Fue el propio Coreen quien hizo el descenso sin más premura. Al fin y al cabo, era un elemental del Aire y el más experimentado en el manejo de las alfombras. Tardó poco más de dos minutos en bajar, recoger a Elliot y retornar al nicho en el que aguardaban los demás.
Tan pronto la alfombra se posó sobre los sedimentos volcánicos, Eloise se abalanzó sobre Elliot y se fundió en un fuerte abrazo con él. Por unos instantes había sentido el aliento de la muerte en el cogote y lo había visto todo tan negro que pensó que nunca más volvería a verlo. Era tal la tensión que acumulaba la muchacha, que no pudo evitar ponerse a llorar. El resto también se acercó hasta él para formar una pina, felices de volver a estar juntos de nuevo.
Fue una recepción tan efusiva que el muchacho estuvo a punto de dejar caer la urna que sostenía en sus manos. Entonces, repararon en ella.
—¿Acaso es…? —preguntó Eric, sus palabras perdiéndose en su garganta.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Gifu—. ¡La urna!
—¡Es preciosa! —apuntó Merak, aproximándose para mirarla de cerca—. Fijaos en la riqueza de los detalles…
Entonces Coreen extrajo la draconita del bolsillo de su túnica y dijo con una sonrisa de oreja a oreja:
—Nosotros también hemos cumplido.
—¡A eso lo llamo yo trabajar en equipo! —exclamó Elliot. La draconita sustituiría a la Piedra Elemental del Fuego, la última que les quedaba por encontrar.
—Es una pena que Úter no haya podido vivir esta aventura —comentó Gifu, con cierta malicia en su tono de voz—. ¡Ha sido la mar de emocionante!
Al oír las palabras del duende, Elliot frunció el entrecejo y se apartó ligeramente de Eloise.
—¿No ha venido aún Úter? Eso sí que es extraño… Conociéndole, no debería haber tardado más de…
—Oh, oh… —lo interrumpió Merak, que en esa ocasión miraba hacia arriba, en la dirección en la que debía encontrarse la salida—. Tenemos compañía…
Todos esperaban encontrarse uno o varios dragones en posición de ataque, pero al darse la vuelta se llevaron una sorpresa mayúscula. Lo cierto es que, a una veintena de metros sobre sus cabezas, volaban unas cuantas criaturas reptilianas en cuyas rojas escamas se reflejaba la lava incandescente que brotaba de alguna que otra grieta que se abría en las escarpadas paredes de roca. Sin embargo, su tamaño era mucho menor que el de los dragones del Fuego; eran aspiretes, criaturas que ya conocían a la perfección.
Inmediatamente, Elliot se preparó para disparar un rayo reductor tan pronto se pusiesen a tiro. Los acólitos de Tánatos descendieron unos pocos metros más, sin importarles la amenaza del muchacho. El calor reinante les encantaba y no parecían en absoluto nerviosos. Elliot hizo un movimiento con sus brazos, cuando las palabras de uno de los aspiretes le helaron la sangre.
—Yo que tú no lo haría, niño Tomclyde… Tenemos al fantasma en nuestro poder y podrías no volver a verlo jamás.
—¡Estás mintiendo! —le espetó Elliot. Su mirada daba a entender que no pensaba dejarse amedrentar fácilmente. Era imposible capturar a un fantasma—. Conozco muy bien las malas artes de Tánatos.
—¿Tan seguro estás de ello? —Con un sencillo gesto, hizo que uno de los suyos alzase un extraño cristal—. Por si no lo ves bien desde allí, es Traphax… Ya sabes que tiene la extraña cualidad de atrapar cualquier cosa en su interior… incluido un espectro.
Elliot tragó saliva. ¿Acaso era posible atrapar a un fantasma en un cristal de Traphax? Los espíritus eran inmateriales, no tenían forma… No obstante, la única realidad era que Úter había desaparecido. ¿Estaría diciendo la verdad?
—Sigo sin creerte.
—Si me crees o no, no es mi problema —constató con altivez el aspirete—. Me parece que mi señor desea algo que tú posees… ¡Entréganoslo!
—¡De ninguna manera! Jamás lo haré si no veo con mis propios ojos cómo Tánatos libera a mis padres de su inmunda fortaleza.
—Modera tu lenguaje y muestra respeto hacia nuestro señor, Tomclyde. Bien sabes que podría hacer que lanzasen ese cristal al fuego líquido y desaparecería para siempre…
Elliot entornó los ojos. Tánatos tenía prisioneros a sus padres en su fortaleza y, por lo visto, los aspiretes tenían a Úter. ¿Cómo podían estar saliendo tan mal las cosas? Ahora que habían encontrado las cuatro Piedras Elementales y la urna en la que fuera creado el ifrit, daba la impresión de que todo se torcía. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Sentía una rabia tremenda. Las Piedras eran fundamentales para crear una nueva Flor de la Armonía, mientras que la urna era vital para derrotar a Tánatos. Estaba claro que no podía negociar con ellos.
Tenía que llegar hasta el ifrit y enfrentarse a él en persona… Sí, eso mismo era lo que tenía que hacer, lo que le había encomendado el Oráculo instantes antes de desaparecer: presentarse ante Tánatos y acabar con él.
Elliot sintió que comenzaba a acelerársele el pulso. Sabía que Tánatos y los aspiretes tenían la sartén por el mango. ¿Qué podía hacer en su situación? ¿Sería capaz de arrebatarles el cristal de Traphax en un ataque por sorpresa? Pero ¿y si fracasaba y éste caía a la lava?
Nunca llegó a saber por qué lo hizo ni qué le impulsó a hacerlo. Sin embargo, el corazón de Elliot palpitaba con tal intensidad que una fuerza interior le llevó a montarse de un brinco sobre su Flash-Supersonic —incluso tuvo la sangre fría de ocultar la urna bajo un hechizo de ilusión— y despegó de inmediato. A pesar de que había numerosos aspiretes volando sobre sus cabezas, sus ojos se habían clavado en el que llevaba el cristal de Traphax.
Hacia él dirigió la alfombra lanzando un grito de guerra para liberar la tensión que acumulaba.
Tanto sus compañeros como los aspiretes se vieron sorprendidos por tan repentina decisión, mucho más aún cuando uno de los dragones respondió al grito de Elliot con un estruendoso rugido. Aquello les hizo espabilar y no tardaron en ponerse en marcha. El primero en reaccionar fue el aspirete al que se dirigía Elliot, que huyó despavorido al verlo venir. Batió sus alas con energía y se metió por el conducto que conducía al cráter del Kibo. La Flash-Supersonic hizo lo propio inmediatamente después.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Eric, montando sobre su alfombra a toda prisa—. ¡Elliot se ha vuelto loco!
—Me temo que no… —respondió Eloise, colocándose tras él. Gifu y Merak se situaron tras Coreen—. Sabe muy bien lo que quiere. Pretende enfrentarse él solo a Tánatos.
—No será tan estúpido —repuso Eric, negando con la cabeza.
—Es muy tenaz… —insistió Eloise—. Además, va montado sobre la alfombra más rápida de todas y, por si no te has dado cuenta, lleva todas las Piedras Elementales y la urna. ¡No necesita nada más!
Los aspiretes habían desaparecido por la grieta, tratando de dar alcance a Elliot. Eric, por su parte, se quedó blanco, paralizado. ¿Sería Elliot capaz? ¿Por qué prescindiría de su ayuda en esos momentos?
—¡Aprisa, Eric! —lo apremió Coreen—. ¡Los dragones están acercándose!
—Tenemos que avisar al Consejo de los Elementales cuanto antes. Ellos sabrán qué hacer… —dijo Eric.
Abandonaron el nicho justo cuando la cabeza de un dragón albino aparecía a su altura, dispuesto a darse un gran banquete. Atravesaron a gran velocidad lo que restaba de chimenea y los túneles siguientes que conducían a la cima del Kilimanjaro.
Pocos minutos después, volvían a ver la luz del día. En el horizonte pudieron apreciar dos puntos que se alejaban a gran velocidad, y un enjambre de aspiretes que los seguían a una buena distancia. Jamás lograrían darles alcance. Sólo les quedaba ampararse en la buena suerte y ponerse en contacto con el Consejo de los Elementales de inmediato.