EL golpe del aldabón resonó en toda la estancia y Tánatos alzó la cabeza. Se hallaba sentado sobre su trono con el mentón apoyado sobre su brazo izquierdo, meditando cómo proceder y qué medidas tomar cuando la llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos. No soportaba que le molestaran ni aunque él lo hubiese solicitado expresamente. El portón se abrió y dos aspiretes babeantes empujaron a sendos seres humanos al interior de la sala.
Tánatos los contempló igual que una cobra real escrutaría a un par de roedores atemorizados. Los señores Tomclyde avanzaron con paso vacilante por aquel suelo marmóreo. Hasta el momento, únicamente habían oído hablar de Tánatos, de su crueldad, de sus ambiciones, de su falta de escrúpulos… Sin embargo, afortunadamente para ellos, sus vidas jamás habían llegado a cruzarse.
Hasta aquel instante.
Un nuevo empujón de los aspiretes les hizo avanzar un par de metros más. Se los notaba demacrados y las ojeras les caían prácticamente hasta los prominentes pómulos. Saltaba a la vista que llevaban varios días sin dormir, preocupados por la situación que estaban viviendo y sin apenas comida que llevarse al vientre. No era la primera vez que sufrían un secuestro en el mundo elemental. Poco más de dos años atrás, ambos fueron apresados a bordo del Calixto III y pasaron varios meses retenidos en una mazmorra, en la ciudad de Bubbleville. No obstante, la idea de estar en manos de Tánatos hacía que este cautiverio fuese bastante peor.
El ifrit se puso en pie. Le gustaba aquella ubicación predominante en la sala desde la que podía observar a todo el mundo desde arriba.
—Bien, bien, bien… Otro Tomclyde más —dijo en un susurro escalofriante, escrutando al padre de Elliot de arriba abajo—. Esto se parece a una plaga… que empieza a cansarme. Tengo que reconocer que vuestro hijo Elliot me ha fastidiado bastante. Demasiado, para ser exactos. —Hizo una pausa y miró fijamente al matrimonio, que apenas tenía fuerzas para tenerse en pie—. Podéis consideraros extremadamente afortunados, porque vuestro hijo ha logrado amargarme una vez más y, indirectamente, ha salvado vuestras vidas… pero sólo por el momento. No obstante, no voy a negar que estoy muy enfadado y los Tomclyde me las vais a pagar. De eso podéis estar bien seguros.
Melissa sollozó y se abrazó a su marido.
—Oh, no llores querida. Aún no —se mofó Tánatos—. Te puedo asegurar que ya tendrás tiempo para ello… De hecho, sólo os he hecho venir para haceros saber qué es lo que le espera a vuestro hijo cuando caiga en mis manos. —Tánatos se rió con fuerza. Era una risa fría, carente de felicidad y de la que sólo emanaba maldad. Ponía los pelos de punta—. Lo primero que le haré es…
En ese preciso instante, un nuevo aspirete se adentró en la estancia después de llamar a la puerta. Los ojos inyectados en sangre de Tánatos se clavaron en el demonio alado. Deseaba hacerle pagar aquella nueva interrupción, pero se abstuvo de reaccionar en cuanto su súbdito abrió la boca.
—Uno de nuestros espías en la ciudad de Blazeditch nos informa que el chico va camino del Kilimanjaro —anunció con voz solemne y la cabeza gacha. El aspirete no se atrevía a mirar a los ojos a su señor.
—¿El Kilimanjaro? —repitió extrañado el ifrit. Se rascó la cabeza y de pronto, como si hubiese recordado algo, sus ojos se abrieron como platos—. ¡El Kilimanjaro! Según el diario de Weston Lamphard allí fue donde creó un refugio para dragones… Pero ¿qué pretende este mocoso yendo a ese lugar? ¿Acaso tiene intención de domar a los dragones y utilizarlos contra mi persona?
Tánatos rió a carcajadas.
—No exactamente… —le rebatió el aspirete, con voz temblorosa por tener que contradecir a su señor—. Al parecer, van en busca de una piedra: la draconita.
—¡¿QUÉ?! —bramó el ifrit, visiblemente horrorizado—. ¿Has dicho «una piedra»? ¡No me lo puedo creer! Creen que la draconita, la piedra de los dragones dorados, es una de las Piedras Elementales… —Tánatos entornó los ojos y dijo para sus adentros—: ¿Acaso es eso posible?
—Han partido desde la pirámide de Blazeditch hará cosa de media jornada… —anunció el demonio alado.
—¿Media jornada? ¿Nos llevan media jornada de diferencia? ¡Por qué no he sido avisado antes!
Los señores Tomclyde habían pasado a un segundo plano y Tánatos empezaba a temer seriamente por su hegemonía. Algo le decía que si Elliot Tomclyde se hacía con la draconita, el poder de los elementales se vería incrementado notoriamente y su supremacía en el mundo peligraría.
—Tenemos que impedir que se hagan con esa piedra como sea… ¡Haremos que ese volcán entre en erupción si es preciso!
Tánatos se pellizcó el labio. Se le acababa de ocurrir una idea que puso en práctica de inmediato. Con un pequeño conjuro, hizo aparecer de la nada un saco de esparto de reducidas dimensiones e hizo que el aspirete se acercase.
—Estaba pensando desplazarme en persona al Kilimanjaro con sus padres y acabar con todos los Tomclyde de una tacada. Sin embargo, me dan mala espina los dragones y algo podría salir mal… —sopesó el ifrit—. Como criaturas del Fuego que sois, los aspiretes no tendréis muchos problemas para cumplir con esta misión. Además, gracias a vuestra velocidad, podréis desplazaros hasta el Kilimanjaro en muy pocas horas… Por si fuera poco, te entrego este saco que contiene un cristal de Traphax en su interior. Tal vez os facilite la labor a la hora de haceros con la piedra y retenerla en su interior…
—Así lo haremos, señor —acató el aspirete, inclinando la cabeza.
—No admitiré un fracaso en esta ocasión —advirtió Tánatos seriamente, momentos antes de que el aspirete abandonara la estancia. Acto seguido, dirigió su mirada a los padres de Elliot—. En cuanto a vosotros, cuando Elliot venga hasta mi fortaleza para recuperar la draconita… ¡mi venganza se consumará y, entonces sí, será el fin de los Tomclyde!
Las tres alfombras no tardaron en tomar altura y dejar atrás la maravillosa escuela de Blazeditch. Pocos minutos después, se habían adentrado en el monótono paisaje del desierto Arábigo. Nada más salir, decidieron que seguirían la importante corriente del río Nilo hasta el lago Victoria. Desde allí hasta el Kilimanjaro, aún les quedarían otras dos o tres horas de vuelo.
Volaban muy juntos, haciendo una piña y ocultos bajo un hechizo de ilusión realizado por el fantasma. A lo largo del recorrido sobrevolarían numerosas urbes, así como carreteras y, aunque resultaba imposible que los elementales fuesen vistos por ojos humanos, no era el caso de las alfombras voladoras. ¡Podría cundir el pánico en las distintas poblaciones!
Una vez se tropezaron con el delta del río, no tardaron demasiado en llegar a Asuán. Fue Úter quién avistó la primera de las cataratas que componen ese tramo del Nilo, así como las dos presas impresionantes que allí había construidas. Casi sin darse cuenta, habían traspasado la frontera con Sudán y prosiguieron su vuelo siguiendo el cauce del Nilo Medio, siempre en dirección sur. Puesto que era materialmente imposible llegar a Jartum antes del anochecer, decidieron acampar pasada la quinta catarata prácticamente dejando atrás el desierto de Nubia. Buscaron un lugar apartado donde pasar la noche y reponer fuerzas, para retomar el camino tan pronto amaneciese al día siguiente.
Aunque Úter se encargó de la guardia nocturna, ninguno fue capaz de conciliar el sueño hasta pasadas unas cuantas horas. Una noche en el interior del continente africano era una experiencia difícil de explicar, y ellos no estaban acostumbrados.
Al alba, reanudaron el viaje entre sonoros bostezos, después de tomar un frugal desayuno. Al igual que el día anterior, Úter se preocupó de camuflar las alfombras para no llamar la atención. Salvando alguna que otra protesta de Gifu, el viaje hasta el lago Victoria se hizo sin mayores complicaciones. Decidieron acampar no muy lejos de las orillas del segundo lago de agua dulce más grande del mundo. Entre Elliot y Eric, se las apañaron con unos hechizos para acomodar una zona entre las ramas de los árboles. Aquella noche, se acostaron pensando en que el Kilimanjaro y los dragones les esperaban a muy pocas horas de recorrido.
Pero Elliot y sus amigos estaban tan cansados que el sueño los venció rápidamente, y se perdieron entre plácidos ronquidos a los pocos minutos. De hecho, tan profundos fueron sus sueños que Úter hubo de levantarlos muy de mañana al son de unos timbales imaginarios.
—¡A levantarse! —gritaba sin compasión—. Tenemos que ponernos en marcha. ¡El Kilimanjaro nos espera!
El hecho de oír la palabra «Kilimanjaro» de labios del fantasma, los puso en órbita en un tiempo récord. ¡Por fin había llegado el día en el que se encontrarían con el techo africano! No tardaron en descender de los árboles y montarse en las alfombras para surcar un bellísimo paisaje poblado de vegetación y animales. Quedaron fascinados al ver una manada de elefantes atravesando una amplia extensión de sabana. También avistaron cebras y antílopes, lo que motivó que Coreen preguntara si formarían parte de la dieta de los dragones. El comentario no fue del agrado de Eloise, pero sus protestas se vieron ahogadas por el grito de Merak.
—¡Aquello tiene que ser el Kilimanjaro! —exclamó, dando pequeños brincos sobre la alfombra. Sus cortos brazos señalaban un punto en el horizonte.
—¡Vaya! —soltó Eric, silbando de admiración—. ¡Es impresionante!
En verdad lo era. Aún les quedaba un buen trecho por recorrer pero, con el cielo despejado de aquel día, el Kilimanjaro se apreciaba en todo su esplendor desde tan larga distancia. Resultaba asombroso ver aquella estructura achaparrada en la parte superior, formada por tres cráteres cubiertos por nieves eternas. Y es que en la cima del Kilimanjaro se asienta un hermoso glaciar desde hace muchos años, algo que pareció sorprender a Gifu.
—¡Pero si estamos en África! ¿Cómo es que hay nieve? —clamó el duende, frunciendo el entrecejo—. Pensaba que con la que vimos en el Himalaya habíamos tenido suficiente…
—Gifu, la cumbre está a casi seis mil metros de altitud —replicó Úter, colocándose a su lado—. Sin duda, hará muchísimo frío allá arriba. Varios grados bajo cero, me atrevería a decir…
A medida que se fueron acercando al solitario coloso que brotaba del suelo tanzaniano, los miembros del grupo comenzaron a preguntarse cómo sería posible acceder al interior del volcán.
—La respuesta es bien sencilla… —apuntó Elliot, virando la alfombra ligeramente hacia la derecha—. Weston Lamphard era un hechicero del Aire y estaba acostumbrado a grandes alturas como las del Himalaya… Creo que, tratándose de un volcán, lo más probable es que buscase un acceso por uno de los cráteres superiores. Al menos, es lo que hubiese hecho yo…
—Puede que tengas razón, jovencito —dijo el fantasma, señalando lo que parecía un puñado de turistas caminando en fila india. Se apresuró a comprobar la consistencia del hechizo de ilusión que los envolvía—. Además, estoy seguro de que Lamphard buscaría un lugar de difícil acceso para que ningún ser humano pudiese adentrarse en un lugar tan peligroso… De todas formas, esto no me gusta nada. Hay demasiada gente merodeando por la zona…
Se toparon con más gente cuando iniciaron el ascenso bordeando las laderas del Kilimanjaro. Desde su posición, aquellas personas cargadas con enormes mochilas parecían pequeñas hormigas de colores. Pese a la protección mágica, decidieron encarar el volcán por una de las zonas con menor tránsito de visitantes.
La temperatura fue descendiendo a medida que ganaban metros de altura. Pese a sus túnicas, comenzaron a sentir frío y necesitaron echar mano de algún hechizo que les hizo entrar rápidamente en calor, algo que agradecieron especialmente las acartonadas plumas de Pinki. Por fortuna, no tuvieron que consumir muchos recursos mágicos, pues el cráter principal era de sobra visible. Aunque fue Eric quien gritó, hubiese sido difícil no verlo, pues debía medir aproximadamente dos kilómetros de anchura.
El hielo envolvía las inmediaciones del cráter central del Kibo, del que ascendía alguna que otra fumarola. ¿Acaso sería debido a la respiración de los dragones? Las alfombras revolotearon un par de veces sobre la oscura abertura que se abría camino en el interior de la montaña. Era imposible ver algo desde allí. No tenían más remedio que descender y adentrarse en las entrañas del Kilimanjaro. Justo en el momento en el que iniciaban el descenso, Úter avisó a Elliot.
—Bajad vosotros —les dijo para su sorpresa—. Yo voy a hacer una cosa antes.
—¿Cómo? ¿No vienes? —preguntó Gifu, atónito.
—Como he dicho, no me gusta que haya tantos seres humanos merodeando por aquí y es peligroso. Contra los dragones, mis ilusiones no van a ser efectivas y no os van a servir de mucho —reconoció el fantasma—. Sin embargo, sí pueden ayudar a ahuyentar a la gente de este lugar… No me gustaría ser uno de ellos si una manada de dragones enfurecidos decide salir por el cráter.
—En eso tienes razón, Úter —apostilló Elliot.
—Jovencito, ten cuidado ahí adentro —le recomendó su tatarabuelo, recuperando el tono paternalista—. Me uniré a vosotros tan pronto despeje la zona. ¡Buena suerte, amigos!
Elliot asintió y, completamente decidido, asió con fuerza los flecos de su alfombra e hizo un descenso en remolino para adentrarse en las insondables profundidades del Kilimanjaro.
A través de la vasija visionaria, Tánatos veía cómo pasaban fugazmente ante sus ojos pequeños retazos de la amplísima extensión de suelo africano. Tal y como había ordenado, los aspiretes estaban volando a la máxima velocidad que podían permitirles sus alas y no tardarían en llegar a su destino. Era fundamental hacerlo antes de que Elliot Tomclyde abandonara el interior del Kilimanjaro. El volcán tenía que convertirse en una ratonera para él.
Hacía ya unas horas que había recluido de nuevo a los señores Tomclyde en su celda, a la espera de nuevos acontecimientos. Si no se equivocaba mucho en sus cálculos, los aspiretes debían de encontrarse ya muy cerca de la gran montaña africana.
De pronto, las imágenes que le mostraba su preciada vasija se oscurecieron. Era como si se hubiese alzado la noche en poco menos de un segundo. El ifrit frunció el ceño y aguzó la vista, tratando de dilucidar algo entre lo poco que veía. No tardó en apreciar que el terreno que sobrevolaban los demonios alados era claramente ascendente. Incluso tuvo la impresión de ver humanos huyendo despavoridos de aquel lugar. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso amenazaba tormenta? ¿Sería algún método de protección creado por Weston Lamphard?
Sin embargo, lo comprendió todo en cuanto sus súbditos alcanzaron la parte más elevada del Kilimanjaro, denominada Uhuru Peak. Allí se encontraba el insufrible fantasma que acompañaba al niño Tomclyde a todas partes. Aquel espíritu que logró frenar la acometida de las momias en la ciudad de Blazeditch gracias a un sorprendente ejército de espectros. Sí, también le gustaría poder ajustar cuentas con él… Estaba de espaldas y, con los brazos alzados, generaba una espectacular tormenta eléctrica a su alrededor. Nubes negras como el carbón, destellantes relámpagos y violentos rayos caían sin causar destrozo alguno. Estaba claro que se trataba de una imponente ilusión. Pero ¿qué pretendía con ello? Si quería tener controlados a los dragones, estaba seguro de que había métodos más efectivos. ¿Estaría tratando de proteger al niño?
—Si pudiese estrujarte con mis propias manos… —murmuró el ifrit, mientras contemplaba las imágenes.
Los aspiretes se abrieron en abanico y una tímida sonrisa floreció en el rostro de Tánatos. Se estaban preparando para atacar. Centró su mirada en la vasija visionaria y observó detenidamente.
Mientras una nueva tanda de rayos sacudía la cima del Kilimanjaro, varias de las criaturas del Fuego rodearon al fantasma. Todo sucedió con una rapidez vertiginosa. Al verse rodeado tan repentinamente, Úter Slipherall se desplazó unos metros hacia atrás. Sin embargo, allí le aguardaba otro de los aspiretes. Era, precisamente, el que había recibido de manos de Tánatos el saco que contenía el cristal de Traphax.
En ese momento lo estaba sujetando con sus garras, con cuidado de no tocar sus aristas. Vio acercarse al fantasma. El cristal brilló con el resplandor de un nuevo relámpago y, amenazado por los aspiretes, el inseparable amigo del niño se acercó más aún al peligroso cristal.
Tánatos vibraba por la emoción; sus nudillos estaban blancos por la presión que ejercían sus manos sobre los bordes de piedra de la vasija. Pese a la oscuridad circundante, apreció con total claridad cómo el fantasma trataba de hacer un apresurado giro para huir y se encontraba de bruces con el cristal de Traphax.
Fue visto y no visto.
No importó que el trozo de cristal apenas alcanzase el tamaño de la palma de una mano. El fantasma era puro espíritu y, por lo tanto, la carencia de corporeidad motivó que quedase atrapado de inmediato en el interior del cristal de Traphax sin ocupar espacio alguno. La magia de Úter Slipherail se vaporizó y el cielo africano recuperó su color azul celeste habitual.
—¡Fantástico! —exclamó Tánatos, radiante de felicidad. Había entregado el cristal a aquel aspirete para que le ayudase a hacerse con la draconita, pero tenía que reconocer que había estado francamente ingenioso. ¡El fantasma estaba ahora en su poder! Con él y los padres de Elliot Tomclyde, la soga se ceñía cada vez más al cuello del chico. Además, aún había espacio para la draconita en el cristal…
En cuanto las alfombras mágicas traspasaron el umbral del Kibo, el ligero incremento de las temperaturas les reconfortó notablemente. Resguardados del frío externo y de los gélidos vientos que azotaban las cumbres del Kilimanjaro, los muchachos se abrieron camino por aquella chimenea natural. Las paredes de roca volcánica parecían estrecharse más y más a medida que descendían, y la ausencia de luz cada vez era más patente.
Fueron trescientos metros de angustioso descenso, hasta que el paso se quedó bloqueado. Los muchachos habían sido testigos de cómo se desencadenaba sobre sus cabezas una terrorífica tormenta de la que se habían librado por los pelos. Aunque lo peor debía de estar por llegar. Pese a la decisión con la que se habían aventurado al interior del volcán, sabían que grandes peligros acechaban en las profundidades. Desconocían qué clases de dragones habitarían allí y en qué cantidad los habría. Sin embargo, no eran el único motivo de preocupación. Recordaban la estancia de la que les había hablado el señor Humpow, escondida en lo más recóndito del volcán. Aquella que provocó un cambio radical en su aspecto físico y en su vida. Pero ¿y si se habían equivocado y la entrada no estaba allí?
Ralentizaron la velocidad de vuelo y entonces Coreen, que iba pegado a la pared de roca, fue quien primero vio la grieta.
—¡Vayamos por esta abertura! —señaló, guiando su alfombra hacia el estrecho conducto que se abría hacia el interior de la montaña. Los demás lo siguieron sin pensárselo dos veces, pues era preferible no quedarse a solas.
Se vieron obligados a encender unas bolas de fuego, pues en el túnel reinaba una oscuridad absoluta, y aminoraron la velocidad aún más. Su estructura curvada y en constante descenso era de lo más agobiante. El instinto les recomendaba precaución y, desde luego, no abrieron la boca a partir de aquel instante, ni siquiera Pinki.
Cinco minutos después, el espacio se abrió de nuevo ante ellos y se encontraron con una galería inmensa que apestaba a azufre. Sin duda, eran los efectos producidos por el gas metano que flotaba por allí.
Un extraño ruido les puso los pelos de punta.
—¿Habéis oído eso? —susurró Eric, mirando asustado a un lado y a otro.
Avanzaron unas decenas de metros y el tenue reflejo de la lava iluminó el ambiente. Al parecer, una de las chimeneas interiores del volcán iba a parar a aquel lugar. Probablemente eso explicase las blancas fumarolas que asomaban al exterior, a través del cráter del Kibo.
—Debe de ser el borboteo de la propia lava —dedujo Eloise, sin llegar a calmar los ánimos del muchacho.
Una especie de chasquido resonó entonces en el ambiente, poniéndoles en alerta de inmediato. Estaba claro que las burbujas de lava no provocaban semejante ruido. Más bien les había parecido un ligero desprendimiento de rocas. Podía tratarse de un movimiento natural, pero… ¿y si lo había provocado alguna criatura?
—Yo diría que se ha producido en aquella zona —señaló Merak, acostumbrado a identificar corrimientos de tierras en las galerías subterráneas.
—Debemos estar muy atentos —advirtió Elliot. No obstante, todos tenían los sentidos bien alertas, a la espera de encontrarse con el primer dragón.
Aún sobre las alfombras, los muchachos recorrieron más tramos sinuosos hasta alcanzar un inmenso espacio que se abría en el interior del volcán. Debía de ser una de las chimeneas principales de la montaña, pues el calor y el olor a azufre se intensificaban en aquella zona. Chorros de lava caían en forma de pequeñas cascadas desde algunas de las oquedades que se abrían en las superficies laterales. El brillo incandescente iluminaba el tenebroso lugar y dejaba a la vista numerosos espacios que se asentaban como repisas en las paredes de estructura irregular.
Eric acercó su alfombra hasta una de ellas y emitió un suspiro cuando se dio cuenta de lo que sus ojos estaban contemplando. Desperdigados por el suelo se apreciaban trocitos de un confeti de color arena, más grueso de lo habitual. A unos centímetros, había un pequeño cuenco medio volcado y descascarillado. Entornó su mirada y se percató de que no era un objeto de cerámica, no…
—¡Son los restos de un huevo de dragón! —exclamó, casi sin dar crédito a lo que veía.
Su voz resonó en forma de múltiples ecos a lo largo y ancho de la chimenea durante varios segundos y, entonces, se produjo un nuevo desprendimiento de rocas unos metros más abajo. Inmediatamente después nuevas piedras se quebraron al otro lado del precipicio. El interior del Kilimanjaro cobraba vida por segundos y, de pronto, un rugido ensordecedor les heló la sangre.
Algo se movió en la repisa que había a pocos metros del lugar en el que flotaba la alfombra sobre la que volaban Eric y Gifu. Los dos observaron atónitos cómo asomaba un hocico puntiagudo plagado de cuernos en su parte superior. Aquellos orificios nasales se habían dilatado al máximo, tratando de captar algún olor más agradable que los efluvios del volcán, mientras que los enormes colmillos que daban forma a esas mandíbulas aguardaban impacientes para hacerse con un jugoso trozo de carne fresca. Los párpados escamosos se abrieron de golpe y dejaron ver unos ojos reptilianos de color amarillo. Sin lugar a dudas, su olfato acababa de detectar algo interesante.
Con un nuevo rugido, la cacería dio comienzo.
Aquellos ojos se habían quedado clavados en Eric y Gifu, dejándolos hipnotizados. El muchacho únicamente reaccionó cuando comprobó que a aquella cabeza le seguía el cuerpo de un dragón de gigantescas proporciones. Escamas del tamaño de tejas protegían aquel corpachón igual que una coraza de hierro y su color rojo se veía acentuado por la lava que manaba de las paredes a su alrededor. Era un dragón rojo. Un dragón del Fuego. Un dragón de los que…
—¡Escupe fuego! —gritó Gifu, sujetándose el copete—. ¡Vamos, Eric! ¡Dale más velocidad o seremos pasto de las llamas!
Para evitar la potente llamarada lanzada a sus espaldas por el inmenso dragón rojo, la alfombra descendió en picado y se adentró aún más en las entrañas del volcán. Aquella rápida reacción de Eric les salvó la vida, sin duda, pero también despertó el interés de los demás dragones que habitaban en la colonia.
Tanto Elliot como Coreen observaron desde su privilegiada posición cómo el dragón acechaba a sus amigos, y cómo dragones de otras tonalidades emergían de las oquedades de las paredes. Elliot vio a un par de dragones verdes, de largas y retorcidas colas, cercando a Eric por ambos flancos. Claramente, su amigo estaba en peligro.
Una mirada entre Elliot y Coreen bastó para que acudiesen al rescate de sus amigos. Sin embargo, no habían avanzado ni veinte metros cuando un dragón albino surgió de la nada y embistió la alfombra en la que viajaban Coreen y Merak. La habilidad del joven elemental del Aire, que consiguió estabilizar el vehículo de inmediato, los salvó de caer al vacío y de una muerte segura.
—¡Por los pelos, amigo! —exclamó Elliot, guiñándole un ojo.
En ese preciso instante, Pinki se separó de su amo y, al grito de «¡Ayuda, ayuda!», hizo una de sus magistrales transformaciones en pleno vuelo. Estaba claro que allí, en el interior de un volcán, un loro iba a ser de poca utilidad. De ahora en adelante, trataría de ayudarles bajo la forma de un pequeño dragón.
Las tres alfombras mágicas habían quedado separadas y ninguno de los amigos podía ofrecerse cobertura alguna. Eric intentaba zafarse como buenamente podía del dragón rojo, mientras Elliot iba a rebufo de la pareja de dragones verdes. Coreen, por su parte, bastante tenía con mantener a flote su vehículo y salvar las embestidas del dragón albino. Mientras, nuevos dragones hicieron acto de presencia y sacudieron sus alas por si podían hacerse con uno de los trofeos. A todas luces, los dragones albinos y los rojos eran los verdaderamente peligrosos. Los primeros, tenían una técnica de vuelo excelente, eran muy rápidos y sus giros acrobáticos los hacían muy difíciles de alcanzar. Por su parte, los dragones rojos dominaban el fuego y el calor reinante no hacía sino favorecerles.
En cambio, los dragones azules no parecían peligrosos. Eran más bien escasos, de tamaño más reducido y vuelo torpón debido a sus menudas alas. En cuanto a los dragones verdes, no parecían expeler fuego. Sin embargo, eran los más grandes, circunstancia que aprovechaban para intimidar a sus víctimas. Sus espectaculares colmillos siempre estaban sedientos de sangre.
En pocos minutos, en el interior del Kilimanjaro volaban decenas de dragones. Rojos, albinos, verdes y azules, todos ellos tratando de dar caza a una de las tres alfombras que se habían colado en su guarida. Si había algún dragón dorado en aquel lugar, por el momento no había dado señales de vida. ¿Y si, después de todo, se habían extinguido? ¿Estarían poniendo sus vidas en peligro por nada?
Coreen no tenía ni tiempo para pensar en ello. Había estado a punto de estamparse con un dragón azul que se cruzó en su camino cuando Merak le gritó al oído.
—¡Que nos coge, que nos coge!
Efectivamente, el dragón albino soltaba dentelladas a diestro y siniestro, cada vez más próximas a los flecos de la alfombra. Merak contemplaba la escena lívido e impotente, al no poder hacer otra cosa que apretujarse contra la espalda del joven. Un descomunal alarido del dragón desencajó el rostro del gnomo, que a punto estuvo de caerse de la alfombra al recibir en su rostro el nauseabundo aliento de la criatura. Y cuando más cerca habían estado de una muerte fatal, el dragón blanco se dio la vuelta en un extraño giro.
Entonces Merak apreció su gruesa cola con total claridad. De la punta pendía un curioso apéndice que no había apreciado antes. Ciertamente era un cuerpo ajeno, algo que se había enganchado. El gnomo lo reconoció al instante: allí, aferrado a la cola con sus fuertes mandíbulas, estaba el valiente multimorfo. Había sido Pinki quien, al ver el peligro que se cernía sobre ellos, se había aferrado con sus garras a la cola del dragón albino y le había asestado un mordisco con sus dientes tan afilados como alfileres.
Las cosas no les iban tan bien a Eric y a Gifu. El sudor invadía la frente del muchacho, que estaba teniendo serios problemas para guiar la alfombra que el dragón rojo se había empecinado en chamuscar. Por si fuera poco, los dragones del elemento Tierra permanecían atentos a cualquier movimiento en falso para hacerse con sendas víctimas.
A medida que descendían, el calor se hacía más insoportable. En tan intensa persecución, Elliot perdió la noción del tiempo. Estaba tan concentrado en no perder el rastro de Eric y Gifu que, cuando se dio cuenta se encontraba surcando una galería que podía contar con más de veinte metros de altura. Sus amigos estaban contra las cuerdas y, casi con toda seguridad, un nuevo fogonazo del dragón supondría un final terrible para ellos. Por eso, cuando vio que la criatura alzaba la cabeza con siniestras intenciones, Elliot conjuró un rayo reductor.
El disparo fue certero y dio en el costado del dragón rojo. Sin embargo, apenas le hizo cosquillas por la coraza que lo mantenía a salvo de la propia lava. El muchacho lo volvió a intentar, aunque esta vez erró en la ejecución. Al tercer intento, hizo que la alfombra descendiera un par de metros y, gracias a aquella maniobra, ganó suficiente ángulo para que el nuevo rayo reductor impactara en el vientre anaranjado del dragón.
Sin duda, era uno de sus puntos débiles y el dolor debió de ser intensísimo, porque el dragón se frenó en seco y sacudió la cola como un látigo.
Elliot lo vio tarde.
El impacto de la cola contra la alfombra mágica fue brutal. Elliot salió despedido por los aires y una sucesión de imágenes invadió su mente mientras volaba. Vio cómo su alfombra se perdía en el horizonte, con Eloise montada sobre ella. Iba tan aterrada, que ni siquiera se había soltado con el impacto. Pudo ver a los dragones verdes, tomando posiciones a ambos lados de Eric y Gifu. También alcanzó a ver algo sorprendente con el rabillo del ojo. Semiescondido en uno de los rincones de la galería, tan quieto como una gárgola, descansaba una criatura de color dorado.
No tuvo tiempo para ver nada más, porque de pronto se vio sumido en la oscuridad de una pequeña sima. Aunque frenó su caída con un hechizo del Aire, no pudo evitar golpearse la cabeza y perder la consciencia.