CUANDO Elliot volvió en sí, dio un respingo y se incorporó bruscamente. Se notaba tremendamente cansado y le dolían todos los huesos y músculos de su cuerpo. ¿Qué extraño lugar era aquél? ¿Cómo había ido a parar hasta allí? Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la tenue penumbra que lo envolvía y observó con desconcierto la pequeña bola de fuego que descansaba sobre un candil en la mesa escritorio. Palpó con sus manos la textura de unas sábanas tan suaves como la seda y frunció el entrecejo. Aquello no tenía sentido alguno. En su mente se dibujaban variopintas imágenes, cada cual más esperpéntica. Sentía que todo ardía a su alrededor y que la Gran Secuoya estaba siendo atacada por una horda de demonios alados. De pronto, Sheila lo salvaba de una muerte segura a manos de un gigantesco troll de las cavernas. Y después estaba aquel aspirete, que sonreía maliciosamente al tiempo que le confesaba que sus padres ahora eran prisioneros del ifrit. Podía ver con toda claridad el medallón de los Tomclyde dibujado en su mente, prueba irrefutable de que las palabras del acólito de Tánatos habían sido ciertas pero… ¿había sido todo fruto de una pesadilla?
Poco a poco se fue recobrando y sus sentidos comenzaron a funcionar con normalidad. Su corazón latió con fuerza. Se llevó la mano al pecho para sentirlo mejor y sus dedos se encontraron con una cadena. Una cadena de la que pendía un medallón frío como el hielo.
Entonces gritó.
La puerta de la habitación se abrió de inmediato y Eric, Eloise y Coreen entraron en tromba para ver qué había sucedido. Úter no se molestó en cruzar por el marco de la puerta y atravesó directamente la pared más próxima, mientras que Pinki se posó sobre el hombro de su amo.
—¿Estás bien, Elliot? —preguntó Eloise.
Aunque el muchacho asintió torpemente, tenía la mirada perdida. Se fijó a duras penas en los rostros cansados de sus amigos.
—Nos llevamos un buen susto cuando te vimos tendido en el suelo entre las hojas de helecho. Cloris Pleseck dijo que necesitabas descansar y por eso hemos regresado a la escuela de Hiddenwood —informó Eric, arrimándose un poco más a la cama sobre la que yacía su amigo—. En serio, ¿cómo estás, compañero? ¡Llevas veinte horas seguidas durmiendo!
—Mis padres… Él tiene a mis padres —contestó Elliot, con una voz que parecía perderse en la nada.
—¿De qué estás hablando? —preguntó su amigo, torciendo el gesto—. ¿Qué pasa con tus padres?
Elliot abrió la mano que aún mantenía sobre su pecho y les mostró el medallón dorado.
—Lo llevaba encima uno de los aspiretes —reveló a duras penas Elliot. Sus palabras salían de su garganta a trompicones—. Eso sólo puede significar que él ha estado allí, en Quebec. Tengo que ir a buscarlos. Yo…
Úter, que hasta ese instante había permanecido en un segundo plano, se acercó a su tataranieto.
—No cabe la menor duda de que la situación se ha complicado —confirmó Úter, con el rostro contrariado—. Lo más positivo de todo es que únicamente nos queda hacernos con la Piedra Elemental del Fuego…
—Y con la urna —completó Merak a quien, al igual que a Gifu, apenas se veía entre la penumbra.
—Es cierto, y con la urna —asintió el fantasma—. Lamentablemente, y nada me gustaría más que poder decir lo contrario, aún no estamos en condiciones de enfrentarnos a Tánatos. Adentrarnos en la fortaleza del ifrit sería un suicidio. Desde luego, ha sido toda una suerte que la Piedra de la Tierra terminase en tus manos, jovencito. Eso nos va a dar un pequeño margen de maniobra. Elliot lo miró ceñudo.
—¿Insinúas que tengo que quedarme de brazos cruzados mientras mis padres están a expensas de ese ifrit? —protestó entornando los ojos—. ¡Son mis padres!
—Insinúo que es fundamental encontrar la Piedra del Fuego y la famosa urna antes de que lo haga él —replicó Úter de inmediato, sin perder la calma. Mark era su bisnieto y, sin duda, le tenía muchísimo aprecio, pero también era consciente de lo que se estaban jugando—. Si no, tanto tus padres como nosotros estaremos perdidos.
—Pero…
—¿Acaso no lo entiendes, Elliot? —insistió su tatarabuelo, mirándolo fijamente a los ojos. Los demás permanecían a un lado en silencio, observando atentamente la conversación—. Si Tánatos consigue antes que nosotros, bien la última Piedra Elemental, bien la urna, habrá ganado la partida. Con la Piedra del Fuego en su poder, será imposible generar una nueva Flor de la Armonía, mientras que la urna es vital para acabar con él. No olvides su naturaleza… Un ifrit es un genio maligno. Por lo tanto, esa urna en la que fue creado puede convertirse en una prisión eterna para él.
Elliot suspiró. Como en tantas otras ocasiones, se encontraba entre la espada y la pared. Abrió la boca para decir algo, pero un último comentario del fantasma terminó por convencerle.
—Además… —prosiguió Úter— piensa que si Tánatos se hace con cualquiera de los dos objetos… tus padres ya no le serán de utilidad. Ahora mismo los tiene como moneda de cambio… Siento ser así de duro, pero es la realidad. Precisamente por eso te he dicho que lo más positivo de todo es que tengamos la Piedra de la Tierra. De lo contrario…
Un silencio invadió la estancia. Todos sabían a qué se refería el fantasma y cuánta razón albergaban sus palabras.
—En ese caso será mejor que partamos cuanto antes rumbo a África —sentenció Elliot, sin poder evitar que una lágrima se escapara de sus ojos. Le dolía muchísimo no poder hacer nada por sus padres, pero lo que decía Úter tenía sentido. Debían ser más rápidos que el ifrit.
Justo en ese instante alguien llamó a la puerta tímidamente. Por la rendija que había abierta, asomó un rostro dulce enmarcado en una melena rubia. Los ojos azules de Sheila se posaron en Elliot en primer lugar pero, al ver a tanta gente reunida, se ruborizó.
—Yo… —murmuró—. Lo siento, no quería molestar.
Al principio nadie supo cómo reaccionar. Elliot desvió la mirada hacia Eloise y, como si tuviesen telepatía, no necesitó nada más para saber qué quería él.
—No te preocupes, Sheila —dijo la muchacha, haciendo un ademán para que pasase—. Nosotros ya nos íbamos…
Eric la miró estupefacto, pensando que había perdido un tornillo. Sin embargo, al verla abandonar la habitación, siguió sus pasos. Los demás no tardaron en imitarles, dejando a Sheila y a Elliot a solas.
Los dos jóvenes se quedaron mirándose sin decir nada durante unos segundos que parecieron una eternidad. Finalmente fue Elliot quien decidió romper el hielo.
—Muchas gracias por haberme salvado la vida… —dijo. En verdad, se le hacía francamente extraño pronunciar aquellas palabras cuando hacía escasamente dos años ella le había dejado a expensas de las momias de Tánatos—. Ha sido… ha sido muy noble por tu parte.
Sheila dirigió la mirada a la bola de fuego que iluminaba la estancia.
—Es lo menos que podía hacer, Elliot —reconoció la muchacha con voz temblorosa—. Sobre todo después de lo que te hice en Egipto…
Elliot sacudió la cabeza.
—Déjalo —le espetó el joven—. Eso ya pertenece al pasado…
—Lo sé. Y también sé que no puedo arreglar lo que hice —confesó Sheila, agachando la cabeza, avergonzada—. No te puedes ni imaginar lo mal que me sentí cuando te dejé solo en la pirámide subterránea. Cuando salí a la superficie, lloré amargamente. Sabía que te perdería. Sólo espero que me perdones por lo que hice…
—Cómo no voy a perdonarte con lo que has hecho hoy por mí —contestó de inmediato el joven elemental.
Ella lo miró, sonrió y se fundió en un abrazo con él.
—Gracias, Elliot.
—¿Cómo es que estás en Hiddenwood? —preguntó Elliot, cambiando el tema de la conversación.
—Como fui expulsada de Blazeditch, aún debo completar mi aprendizaje elemental… —confesó Sheila, echándose un mechón rubio hacia atrás con cierto desdén—. Apenas hay alumnos, pues la mayoría de los padres prefieren que sus hijos no salgan de casa. En mi caso, como mi padre sigue encerrado en Nucleum, no tengo adonde ir…
—¿Tu padre permanece en la prisión mágica?
—Sí… Además, al romperse la comunicación con los espejos, me ha sido imposible tener noticias suyas. Corren rumores de que los aspiretes han tornado el mando de Nucleum. Temo por mi padre…
—Lo comprendo… —dijo Elliot, a quien no le gustó nada aquella noticia. El enemigo seguía haciéndose más fuerte… No le cabía la menor duda de que los presos de Nucleum no dudarían ni un instante en unirse a las filas del caos—. No te preocupes, pronto habrá terminado todo. ¿Qué sabes de tu tía Adelaida, la de Blazeditch?
—Esa ciudad me trae muy malos recuerdos. Ciertamente, preferiría no volver a pisarla en toda mi vida —sentenció Sheila.
Elliot se pellizcó el labio. La capital del elemento Fuego tampoco le evocaba muy gratos recuerdos a él; al menos, no tan agradables como los de otras ciudades elementales. Allí había soportado las lecciones de la insufrible Iceheart y había visto cómo Deyan Drawoc resultaba elegido representante del Fuego en lugar de Aureolus Pathfinder… Sin embargo, era consciente de que en pocas horas debería volver a pisar los áridos terrenos del desierto Arábigo.
—Imagino que estarás llevando a cabo alguna importante misión —dedujo Sheila entonces—. Si puedo ser útil en algo…
—En realidad, lo que has hecho por mí ha sido suficiente ayuda, de verdad —contestó Elliot, rehusando el ofrecimiento de su amiga—. Probablemente partiremos en pocas horas. Aquí en Hiddenwood estarás a salvo. Al menos, mucho más que al lugar al que debemos dirigirnos.
—Insisto…
—No, Sheila —le cortó Elliot, tomando sus manos—. Lo siento, pero es mejor que te quedes.
Los golpes de Cloris Pleseck en la puerta no pudieron ser más oportunos.
—Hola, Sheila —saludó la directora al cruzar el umbral de la puerta—. Ahora que Elliot está despierto, si me permites unas palabras con él…
—Claro —aceptó ella. Dirigió una última mirada al muchacho y se despidió con una sonrisa—. Hasta pronto, Elliot.
Cuando Elliot vio marcharse a Sheila, sintió que esa pequeña espina que tenía clavada en el corazón desde hacía un tiempo se volatilizaba. El hecho de arreglar las cosas con ella le había quitado un buen peso de encima y le había renovado los ánimos.
Lo primero que hizo la directora fue interesarse por su recuperación y, por supuesto, echarle en cara su inconsciencia a la hora de utilizar su magia.
—Has estado muy cerca de fallecer, Elliot —le advirtió, calmando un poco el tono inicial de voz—. Si hubieras llegado a consumir todas tus energías, no te quepa duda de que no te encontrarías descansando en esa cama, sino criando malvas.
—Lo sé, directora Pleseck —admitió el joven—. Lo sé. Pero tenía que detener a aquel aspirete como fuese. No podía permitir que se llevara la Piedra Elemental de la Tierra.
—Eso me ha comentado Finías, así como que debéis ir de inmediato a Blazeditch para poner rumbo al Kilimanjaro… ¿Qué se supone que pretendes encontrar ahí?
—Esperemos que la última de las Piedras Elementales —confirmó Elliot con total naturalidad.
En realidad, iban en busca de la draconita. No tenía ni la más remota idea de dónde estaría la verdadera Piedra Elemental, pero la piedra del dragón dorado les valía perfectamente.
—Hasta el momento, tenemos tres y creemos que allí podría encontrarse la cuarta.
La representante del elemento Tierra frunció el entrecejo.
—¿En qué te basas para pensar que allí la encontraréis? —preguntó la mujer sin poder ocultar su curiosidad—. Más aún, ¿cómo os las habéis apañado para localizar las otras tres?
—En realidad, ha sido una conjunción de intuiciones, casualidades y buena suerte —reveló el muchacho.
—Tengo un amigo que dice que las casualidades no existen…
—Puede que su amigo tenga razón —acordó Elliot, recostándose ligeramente sobre la almohada—. De alguna manera, hemos seguido las directrices del pergamino que encontramos en la biblioteca secreta del Claustro Magno.
—¡La biblioteca! —exclamó Pleseck—. ¿Cómo es que has estado allí? ¡No dejas de sorprenderme, Elliot Tomclyde!
Entonces Elliot procedió a explicarle cómo después de rescatar a Merak de las minas de Odrik habían acudido al Claustro Magno y cómo Bonifacius Sandwip les había hablado de aquel lugar secreto.
—Este Bonifacius… —murmuró Cloris Pleseck, haciendo una mueca. En realidad, no se la veía molesta en absoluto.
El muchacho también le explicó cómo habían abierto el arca en la que descansaba el pergamino que contenía cierta información sobre las Piedras Elementales.
—No decía dónde se encontraban con exactitud, pero daba algunas pistas que hemos tratado de seguir —concluyó Elliot.
—Hum… Siempre me pregunté cómo se abriría esa arca. Ya veo… —asintió la mujer—. No hace falta que te diga que estás haciendo un trabajo excepcional, Elliot. Y tus amigos también.
—Es verdad —reconoció el chico—. Sin ellos, hubiese sido imposible. Hasta el momento, su ayuda ha sido fundamental para conseguir las tres Piedras Elementales. Tanto Eric como Eloise y Coreen han demostrado sobradamente su lealtad con el grupo y con el mundo elemental.
—Ciertamente —asintió la mujer—. Estos muchachos han sido muy valientes, enfrentándose a enemigos de los que muchos elementales adultos habrían huido nada más verlos. —Cloris Pleseck meneó la cabeza y prosiguió—. Elliot, no me cabe la menor duda de que estás hecho de una pasta diferente al resto. Desde el día en que te conocí supe que eras diferente, eras especial —confesó Cloris Pleseck, acercándose un poco más a la cama—. Sin duda, la Madre Naturaleza ha elegido sabiamente… La madurez que has demostrado no es propia de un chico de tu edad, la entereza con la que afrontas todos los problemas, tu decisión, tu valentía y tu fortaleza moral… Finías me acaba de comentar lo de tus padres y, aun así, te veo tan tranquilo. Lo siento de veras…
Elliot asintió.
—Por eso debemos partir cuanto antes al Kilimanjaro —reconoció el joven—. Tenemos que ser más rápidos que Tánatos. No hay tiempo que perder…
—Ahora comprendo por qué el Oráculo te encomendó a ti la misión y no llamó a nadie del Consejo de los Elementales… —le interrumpió Pleseck con solemnidad—. Sabía que, en cuanto cayese la Flor de la Armonía, íbamos a estar tremendamente ocupados. Mucha gente está sufriendo la maldad de Tánatos y apenas damos abasto para frenar el caos que va sembrando allá por donde pasa. —Hizo una triste pausa, recordando todo el mal y la destrucción de los que había sido testigo—. El Oráculo sabía lo que pasaría y necesitaba de alguien más, alguien como tú, para devolver el equilibrio al mundo.
Elliot no sabía qué decir, así que la mujer terminó diciendo:
—No te quepa la menor duda de que lograrás sacar adelante la misión —vaticinó entonces—. Ten por seguro que el Consejo de los Elementales haremos todo cuanto esté en nuestras manos para rescatar a tus padres de las garras del ifrit.
Un par de horas después, Cloris Pleseck acompañaba al grupo al patio-jardín. Mientras Elliot terminaba de recuperarse, Gifu había aprovechado para acercarse a su casa colgante para rellenar su saquito con polvos mágicos y los demás habían aguardado impacientemente comiendo algo en el comedor.
Era de noche y no había nadie allí, ni siquiera Sheila. Según les comentó la directora, a esas alturas, probablemente se habría reparado algún espejo más cercano al Kilimanjaro. No obstante, la pirámide de Blazeditch seguía siendo un lugar seguro, en el que difícilmente serían detectados por espías de Tánatos.
—No me queda más que desearos buena suerte. Lo digo de todo corazón.
—Muchas gracias por todo, directora Pleseck —dijo Elliot, dando un paso al frente para ser absorbido por el espejo.
El ambiente cargado de la gran pirámide de Blazeditch le sacudió el rostro de inmediato. Los ojos de Elliot se toparon con los gruesos muros de piedra atestados de aquella escritura jeroglífica que tanto había estudiado durante su tercer año de aprendizaje. También había alguna que otra figura de tamaño natural pintada en la pared, luciendo las clásicas túnicas rojas del elemento Fuego. Pese a su hieratismo habituadlas representaciones eran tan reales que parecían mirar fijamente a los recién llegados. Las voces de asombro de Gifu y Merak, que nunca habían estado en aquel majestuoso templo, llegaron hasta sus oídos. De pronto, alguien entró en la sala cojeando y protestando.
—¿Cuántas veces tengo que decir que no está permitido entrar aquí fuera del horario de las clases? El director Pathfinder ha dejado muy clara la importancia que tiene este espejo, así que no voy a tener más remedio que castigaros y mandaros a Refugio de Mascotas… —Sus palabras se pararon en seco al encontrarse de frente con el grupo—. ¡Elliot Tomclyde! ¡Eric Damboury! ¡Qué alegría veros de nuevo por aquí!
—¡Señor Humpow! —exclamaron los muchachos y corrieron a saludarle efusivamente. También Pinki batió sus alas con alegría y lo saludó con un par de estridentes gritos.
Uno de los pocos recuerdos agradables que conservaba Elliot de su paso por la escuela del Fuego era la amistad que le unía a su guardián. Pese a su joroba y su poco agraciada apariencia, siempre lograba con su trato cercano ganarse el respeto de la mayoría de los aprendices que pasaban por la escuela.
—Pero… ¿se puede saber qué estáis haciendo en Blazeditch? ¿Ha sucedido algo en Hiddenwood? —preguntó alarmado el señor Humpow, entornando los ojos.
—No, no es eso —contestó Elliot, que llevaba la voz cantante—. De hecho, no venimos para quedarnos…
—Es cierto, ¡el Kilimanjaro nos espera! —soltó Eric. Los demás le dirigieron miradas reprobatorias y el muchacho no tardó en comprender que había metido la pata hasta el fondo. Con tantos espías como tenía Tánatos repartidos por el mundo, uno ya no estaba seguro en ningún lugar. Ni siquiera en la escuela de Blazeditch, por mucho que dijese Cloris Pleseck.
—¿Has dicho el Kilimanjaro? —inquirió extrañado el guardián de la pirámide—. ¿Acaso pretendéis encontraros con alguna criatura… especial?
Un escalofrío recorrió la base de la espalda de Elliot. ¿A qué se acababa de referir el hombrecillo con «una criatura especial»? ¿Acaso sabía algo que ellos desconocían? Ciertamente, el señor Humpow era una persona de toda confianza y no tenían mucho que perder si le preguntaban.
—¿Cómo de especiales son las criaturas que habitan en el interior del volcán? —preguntó entonces Elliot.
—¡Aja! Si pretendéis adentraros en el interior del volcán es porque queréis encontraros con los dragones… No puede ser otro el motivo —dijo con cierto aire triunfalista el señor Humpow, enarcando sus pobladas cejas.
—¿Cómo sabe que allí hay dragones? —preguntó entonces Coreen, que se había quedado rezagado, junto al espejo.
—Yo… Ya sabéis que las paredes de este edificio saben muchas cosas y…
—Porque sé que reside en Blazeditch. Si no, pensaría que estuvo presente en la lección que nos dio Foothills sobre los dragones en la escuela de Windbourgh —aventuró el joven elemental del Aire, haciendo una mueca.
—¡Qué ocurrencias tienes, Puckett! —le espetó el guardián, aunque su rostro se iluminó más que una bola de fuego y no por el calor precisamente—. ¿En serio os hablaron sobre dragones?
Con gran habilidad, Úter intervino en la conversación y cambió el rumbo de ésta.
—Por lo que veo, tiene ciertas nociones sobre estas criaturas —dijo, sobrevolando la estancia hasta el lugar en el que se encontraba el guardián—. Antes de que nos marchemos, no nos vendrían mal algunos consejos.
—Oh, bueno… Yo… No creo que sea la persona más adecuada.
—No sea modesto, señor Humpow —le echó en cara Eric—. Seguro que sabe más cosas que Foothills.
El rostro del guardián de la pirámide volvió a teñirse de rojo escarlata, al tiempo que Coreen preguntaba:
—¿Usted cree que existen los dragones dorados?
De inmediato se produjo un cambio en el gesto del hombrecillo, como si se hubiese sentido ofendido.
—¡Pues claro que existen, muchacho! —bramó éste, haciendo que su voz retumbara en la estancia—. No abundan, pero esa especie aún sobrevive en nuestro planeta.
—En ese caso, la draconita también debe de existir… —musitó Merak, al que le entusiasmaba la posibilidad de contemplar una nueva Piedra Elemental.
—Ciertamente —asintió el señor Humpow. De pronto, arrugó la frente y entornó los ojos—. ¿No estaréis pensando…? ¿Acaso pretendéis ir a buscar…? ¡Por los cuatro elementos! ¿Cómo se os ha pasado por la cabeza? ¿Qué puede ser tan importante como para tener que adentraros en la misma boca del infierno?
—¿El destino del mundo elemental, tal vez? —respondió Elliot, torciendo el gesto—. De todas formas, señor Humpow, habla de ese lugar como si verdaderamente usted hubiese estado allí.
El hombrecillo miró a uno y otro lado, para cerciorarse de que nadie más lo oía, y emitió un suspiro.
—Da la casualidad de que sí estuve allí —reconoció en voz baja, entre suaves carraspeos.
—¿En serio? —preguntaron Eric, Coreen y Gifu a coro. Los ojos les hacían chiribitas.
El señor Humpow asintió.
—Fue hace ya casi veinte años y os puedo asegurar que no guardo muy gratos recuerdos de aquella experiencia —reconoció el guardián de la pirámide, meneando la cabeza—. Por aquel entonces yo era un elemental más, como cualquiera de vosotros, y un enamorado de las criaturas mágicas (especialmente las del elemento Fuego). Mi mayor ilusión, como cualquiera que disfruta de ellas, era poder toparme con un dragón vivo. Corrían rumores de que en el interior de aquel volcán existía una pequeña colonia, aunque nadie se atrevía a aproximarse más de la cuenta. Ya sabéis, los dragones imponen cierto respeto. No es el típico animal al que uno se acercaría para acariciarle el lomo. Pero yo me armé de valor y puse en marcha mi particular expedición.
—¿Encontró a los dragones? —preguntó Coreen, sin poder contenerse.
El hombrecillo asintió con vehemencia.
—Ciertamente, allí estaban —reconoció. Pero, la expresión de sus ojos cambió de manera radical. De pronto, mostraron pavor ante los recuerdos que inundaron su mente—. Pero allí había algo más…
—¿Algo más? —inquirió Elliot, extrañado—. ¿A qué se refiere?
—De verdad, os ruego encarecidamente que no vayáis. Se trata de un lugar extremadamente peligroso. Hay algo maligno allí abajo. Algo… que cambió mi vida para siempre.
Sin embargo, Elliot denegó con la cabeza.
—No se trata de un viaje de placer, señor Humpow. Necesitamos imperiosamente adentrarnos en el Kilimanjaro y hacernos con la draconita… si es que aún queda algún dragón dorado vivo.
—¿Por qué dice que aquella experiencia cambió su vida? ¿Qué tiene de maléfico el interior del volcán? ¿Acaso tuvo que enfrentarse a un dragón? —preguntó Úter, interesándose al máximo por el relato.
El guardián de la escuela debía de estar reviviendo aquello en su mente, pues se había quedado con la mirada perdida en una de las antorchas.
—No, no comprendéis nada y tampoco creo que hayáis prestado atención a todo lo que he dicho… —les echó en cara, impacientándose—. Mi vida era estupenda antes de adentrarme en las entrañas del Kilimanjaro. Sí, pude cumplir mi sueño de ver dragones, pero pagué un precio excesivo por ello. ¿Acaso pensáis que toda mi vida he tenido este aspecto tan espantoso? ¡De ninguna manera! El caso es que… mi aspecto físico era… era normal… hasta que entré en aquel horrendo lugar. Todo se debió a una extraña fuerza que existe en el interior del volcán. Sí… Recuerdo aquella puerta tras la que traté de refugiarme cuando uno de los dragones me atacó —murmuró, temblando con aquella evocación—. Debía de haber un conjuro que la protegía… No lo sé, lo desconozco.
—¿Una puerta? ¿En el interior del Kilimanjaro? —Las palabras de Úter no ocultaban su incredulidad.
—Sí, en sus profundidades… —indicó, retorciéndose las manos hasta dejar sus nudillos blancos—. Pero no recuerdo nada más. Sólo sé que cuando logré salir de aquel sitio me había transformado en lo que veis, un monstruo del que la gente se burla a sus espaldas sin cesar.
—¡Eso no es verdad! —protestó Elliot en voz alta—. Usted es nuestro amigo, señor Humpow.
—Gracias, Elliot. —Las lágrimas se le saltaban del rostro—. No me refería a vosotros, precisamente. No obstante, la gente tiene muy poco corazón cuando ve a alguien con malformaciones como la mía.
Transcurrió un minuto o dos hasta que el hombrecillo se calmó del todo. Desgraciadamente, no recordaba grandes detalles del interior del volcán. Sin embargo, sí les advirtió que tuviesen especial cuidado si lo que pretendían era arrebatar la draconita a un ejemplar dorado.
—Son los más fieros que existen —reconoció el guardián, tratando inútilmente de enderezar su joroba—. Saben de la codicia de los humanos y son conscientes de que en su frente portan un valiosísimo objeto. Podría decirse que duermen con un ojo abierto…
—¿Cómo conseguiremos arrebatarle la piedra? —preguntó Eloise, que no había participado mucho hasta el momento.
—Me temo que es una práctica imposible. La tienen pegada a la frente y os aseguro que se daría cuenta si alguien intenta arrancársela sin más —respondió él, en tono desalentador—. Ah, un último consejo… Huid como de la peste si encontráis la puerta de la que os he hablado.
—Pero ¿cómo es? —dijo Eric. La verdad, no le atraía mucho la idea de terminar como el pobre señor Humpow.
—Lo sabréis si en algún momento la tenéis delante…
Pocas aclaraciones más les hizo el guardián de la pirámide, que los dejó sumidos en cierta incertidumbre. Una puerta en el interior del Kilimanjaro… ¿Acaso sería una puerta como la que se escondía en el monte Manaslu, en la cordillera del Himalaya? Pero al menos ahora sabían que existían los dragones dorados. Al menos, así lo creía el señor Humpow.
Sin más demora, el señor Humpow los acompañó hasta la entrada principal de la pirámide. Cuando los portones de la colosal estructura se abrieron, el sol de mediodía entró a raudales y bañó el suelo de piedra. De inmediato, sus pies se asentaron sobre las cálidas arenas del desierto.
El señor Humpow meneó su cabeza cuando los muchachos extendieron las tres alfombras voladoras sobre la arena y se dispusieron a partir. Por mucha fortaleza que albergase Elliot en su interior, por muy potente que fuese su magia, por muy fieles y valientes que fuesen sus amigos… no tenían ni idea de qué les esperaba en las profundidades de aquel volcán.
En el preciso instante en el que las alfombras despegaban del suelo y el señor Humpow agitaba los brazos despidiendo al grupo, en el interior de la pirámide se produjo un movimiento prácticamente indetectable. Concretamente, tuvo lugar en la sala que albergaba el espejo, junto a esas paredes que habían escuchado una importante conversación en la que estaba en juego el futuro del mundo de los elementales. El ojo de una de las siluetas que había dibujadas en la pared parpadeó y, acto seguido, desapareció.