13.LOS ESPÍRITUS DE LOS ÁRBOLES

LOS terrenos sobre los que se asentaba el campamento de Schilchester estaban tan desangelados como Elliot había previsto. Gruesas capas de nieve se acumulaban de tal manera que apenas se podía vislumbrar el cartel que daba la bienvenida a los campistas. Una buena parte de los bungalows también había quedado sepultada.

Coreen apartó un buen montón de nieve con un hechizo de flotación y dejó el camino libre para acceder a una de las habitaciones. Elliot sintió cierta nostalgia al entrar y ver las camas perfectamente alineadas. Encendieron un par de bolas de fuego y prepararon una buena cena con algunos de los víveres que les había entregado Cloris Pleseck. Con los estómagos llenos y recostados sobre los camastros, resultaría mucho más fácil pensar y discutir qué debían hacer a continuación.

Pese a la sugerencia de Elliot, Úter se negó rotundamente a plantar cara a los trolls de las cavernas.

—Jovencito, no olvides nuestra misión —sentenció, viendo cómo los demás comían—. Aún debemos hacernos con dos de las Piedras Elementales y el tiempo corre en nuestra contra.

—Lo sé, pero no tenemos ni idea de dónde pueden hallarse. Ni siquiera Cloris Pleseck ha podido darnos alguna pista —se justificó Elliot.

—Venga, no te desanimes —dijo Eloise, que estaba sentada junto al muchacho—. Seguro que hay algún detalle que pasamos por alto.

Se quedaron pensativos un buen rato, mientras degustaban unos bizcochos un tanto endurecidos y unas lonchas de fiambre.

—Al margen de las Piedras… —musitó Merak a quien, como era obvio, el tema de la geología le interesaba muchísimo. Tragó un trozo de bizcocho y prosiguió—: Había que buscar otro objeto, ¿verdad?

—Efectivamente —constató Elliot, sacudiéndose unas migajas de la túnica que Pinki se apresuró a aprovechar—. Se trata de la urna en la que fue creado Tánatos. Pero, al igual que las Piedras, no tengo ni la más remota idea de dónde podría encontrarse. El año pasado registramos la mansión de los Lamphard de arriba abajo, pero allí no estaba.

—¿Crees que Weston Lamphard la hubiese guardado allí, sabiendo que algún día podrían encontrarle? —le preguntó Úter, sin ocultar su escepticismo—. No, mucho me temo que no… Weston cometería sus errores pero, aún así, era un hombre muy inteligente.

—Sin embargo, sí escondió allí la llave que abría su despacho secreto… —apuntó Gifu a continuación.

—Donde sólo encontramos su diario —completó Eric—. Y, por si lo habéis olvidado, aquel despacho llevaba años sin abrirse. Tal vez…

—Un momento —lo interrumpió Elliot alzando la mano—, Weston Lamphard hablaba en su diario de la urna. Decía algo así como que Tánatos un día registró su despacho de la escuela de Windbourgh, pero que no había buscado en el lugar correcto…

—¡Es verdad! —exclamó Coreen, dando una palmada—. Si mal no recuerdo, lo había ocultado detrás de la chimenea…

—Efectivamente —reconoció Elliot—. A raíz de aquel suceso, Lamphard decidió esconder la urna en otro lugar. Un sitio que, ahora lo sabemos, no era su despacho…

Las palabras del muchacho dieron paso a unos segundos de silencio, que fueron rápidamente rotos por Merak.

—¿Qué fue del diario? —inquirió el gnomo entonces—. Posiblemente podría aportarnos alguna pista. No sé, algún detalle, por pequeño que fuese…

—Se quedó en Quebec —reconoció Elliot, haciendo un mohín—. En cualquier caso, que yo recuerde, hablaba de cómo Weston Lamphard había creado el ifrit y cómo llegó a ser nombrado miembro del Consejo de los Elementales. A partir de ahí, explica algunas de sus intervenciones como representante del Fuego, como por ejemplo aquella reserva de dragones que creó. Después, habla de la infructuosa búsqueda de la Flor de la Armonía…

—Sí, el resto de la información se la sonsacamos a aquella gárgola tan horrible —completó Eric.

—Esperad, esperad… —dijo Coreen, pidiendo algo de calma a sus amigos. Algo le había llamado la atención y dirigió sus palabras a Elliot—. ¿Te acuerdas de aquella lección en la que Foothills nos habló de los dragones? Aquella en la que hablamos de los avistamientos de dragones en los últimos años, sus propiedades mágicas y demás…

—Sí —asintió el muchacho.

—Foothills nos contó que había visto un dragón en las inmediaciones del Kilimanjaro… —recordó Coreen, haciendo gala de una buena memoria—. ¿No era ése el lugar en el que Weston Lamphard creó la reserva de dragones?

—¿Insinúas que Lamphard podría haber escondido allí la urna? —preguntó Elliot, frunciendo el entrecejo. Por su expresión, la idea le parecía un tanto descabellada.

—En realidad, me estaba preguntando si el espécimen que ella vio no sería en realidad un dragón dorado… —reconoció Coreen.

Elliot sacudió la cabeza. Estaba a punto de decir algo cuando Merak brincó en la cama al tiempo que daba un grito de júbilo.

—¡Excelente, Coreen! —exclamó—. ¡Has tenido una idea brillante!

Todos lo miraron atónitos, incluido Pinki, que amenazaba con propinarle un buen picotazo si no dejaba de dar grititos.

—¿De qué estás hablando, Merak? —preguntó Úter entonces.

—¡De la draconita, por supuesto! —respondió, recuperando la compostura—. Según de la biblioteca secreta del Claustro Magno, la draconita sería un sustituto natural de la Piedra Elemental del Fuego. Si en verdad existe un dragón dorado en el Kilimanjaro, no sería necesario buscar la Piedra del Fuego. Simplemente, nos bastaría, con encontrar ese dragón para hacernos con su draconita. Con ella… ¡tendríamos el sustituto perfecto de la Piedra del elemento Fuego a nuestra disposición!

Eloise lo miró con horror.

—Merak, estamos hablando de un dragón. ¡Un dragón de verdad! Hablas como si fuese una tarea bien sencilla…

—Creo que Eloise tiene razón —apuntó el fantasma—. No va a ser nada fácil hacerse con la draconita.

—Más aún si tenemos en cuenta que debemos arrebatársela a un dragón… ¡vivo! —aclaró Coreen.

Elliot volvió la vista atrás y suspiró. Desde que conociera el mundo de los elementales, se había enfrentado a enemigos y criaturas de muy diversa índole. Había combatido fieramente con una hidra de siete cabezas, buceado cerca del tiburón soñoliento gigante e incluso había visto un kraken. También se habían cruzado en su camino momias, trentis, aspiretes… ¡y el mismísimo Tánatos! Sin embargo, nunca se había visto las caras con un dragón, una de las criaturas mágicas por excelencia.

—En ese caso, todo apunta a que nuestro próximo destino debería ser el Kilimanjaro —dedujo Elliot, encogiéndose de hombros.

Desde luego, no les quedaban muchas más opciones.

—Estoy de acuerdo —reconoció Úter—. De todas formas, Tanzania queda muy lejos de aquí. Debemos preparar el viaje y tomarnos un par de días de descanso. La aventura en el Everest ha sido agotadora.

Gifu lo miró sorprendido. ¿Cómo podía tener tanta cara el fantasma? ¡Si él no sabía lo que era cansarse!

Tánatos llevaba todo el día leyendo el diario de Weston Lamphard. Finalmente había enviado a los aspiretes a los bosques de Hiddenwood. Junto a los trolls de las cavernas, las criaturas aladas tenían órdenes de hacerse «con el corazón de la Gran Secuoya» o, lo que era lo mismo, con la Piedra Elemental de la Tierra. Aunque le hubiese gustado enfrentarse al impertinente espíritu y saldar las cuentas, él tenía que llevar a cabo una labor de suma importancia. Subió hasta la parte más alta de su fortaleza y allí se encerró para que nadie le molestara. Quería disfrutar del momento. Todo cuanto ansiaba descansaba en sus largas y blanquecinas manos: los recuerdos de Weston Lamphard. Sin embargo, la emoción que sentía cuando dio comienzo a su lectura se fue desvaneciendo a medida que fue pasando las páginas. Poco a poco fue comprobando que ya sabía todo cuanto decía su creador.

Cuando terminó con la primera lectura, no pudo contener su decepción y dio un grito que debió de desencadenar una tremenda tormenta en algún lugar de Europa. No obstante, decidió leerlo todas las veces que hiciese falta. Sin lugar a dudas, allí tenía que decir dónde estaba la urna. ¡Tenía que decir algo, aunque fuese en una clave oculta!

—¡Maldición! —exclamó el ifrit la enésima vez que lo leyó. Al principio, Lamphard había escondido la urna tras la chimenea de su despacho en la escuela de Windbourgh. Más adelante, la llevó al monte Manaslu, en la cordillera del Himalaya. Pero el último escondite no lo revelaba por ningún sitio—. ¡Sabandija asquerosa! ¿Dónde dejaste la urna?

Se sabía el párrafo de memoria: «Por otra parte, ya he encontrado un magnífico escondite para la urna. Prefiero mantenerla al margen de este lugar, no sea que el ifrit llegue a descubrirlo. Se trata de una zona de difícil acceso y muy bien resguardada. Desde luego, si la quiere recuperar, tendrá que sudar mucho», había dejado escrito Weston Lamphard.

Con los ojos más enrojecidos que nunca, Tánatos decidió despejar su mente. Ni siquiera se había molestado en visitar a los padres del chico que tanto le había incordiado. Tampoco le importaba demasiado. Le bastaba con saber que estaban encerrados en su prisión y que de allí no saldrían jamás.

Descendió por las tortuosas escaleras de caracol y se adentró en su ostentoso salón. Allí, a un lado, aguardaba la vasija visionaria. Tánatos se aproximó a ella a grandes zancadas y, de inmediato, se abalanzó sobre su superficie. Ahora, más que nunca, estaba ansioso por ver cómo marchaba la expedición a los bosques de Hiddenwood. Si no daba con su urna, sería fundamental hacerse con una de las Piedras Elementales. De hecho, si los aspiretes se hacían con el corazón de la Gran Secuoya, entonces podría prescindir tranquilamente de los padres del niño. Al fin y al cabo, los tenía en la recámara por si las cosas no marchaban del todo bien. Pasara lo que pasase, él tenía la sartén cogida por el mango.

Las nubes se disiparon y vio a los demonios alados sobrevolando grandes superficies boscosas. A vista de pájaro, parecían un enjambre de insectos rojos dispuestos a abalanzarse sobre la primera presa que se interpusiera en su camino. Y así lo harían. Tan pronto se encontrasen en las proximidades de la Gran Secuoya, debían desencadenar un ataque sin piedad. Ordenes similares tenían los trolls de las cavernas, cuyas toscas siluetas surgieron pocos segundos después en la límpida superficie de la vasija. Se les veía caminar con aire desgarbado y torpe, pero avanzando con rapidez merced a sus espectaculares trancos. A su paso, dejaban un terrible rastro de destrucción y muerte. Tánatos estaba cada vez más convencido de su victoria. Su desmedida fuerza, así como las armas mágicas que portaban, terminarían por derrotar al espíritu insolente que habitaba en el interior del árbol legendario.

Por eso, firmemente convencido, esbozó una sonrisa y sus pensamientos volvieron a perderse en el diario de Weston Lamphard.

Partirían a la mañana siguiente.

Habían decidido que lo mejor era regresar a la escuela de Hiddenwood, desde donde atravesarían el espejo para aparecer en el de Blazeditch. Desde allí hasta el Kilimanjaro, no tendrían más remedio que desplazarse en las alfombras voladoras. Deberían atravesar la línea imaginaria que delimitaba el Ecuador y, probablemente, hacer frente a elevadas temperaturas durante el día. No iba a ser nada agradable. Una vez estuviesen a los pies del Kilimanjaro, no tendrían más remedio que explorar la zona. Por el momento, era inútil hacer cualquier tipo de planificación, pues ninguno había estado allí con anterioridad.

Después de una frugal cena, atenuaron la luz de las bolas de fuego pero las dejaron encendidas para que siguiesen desprendiendo calor durante la noche. Acto seguido, se acostaron. Úter los levantaría poco antes del amanecer. Con esta tranquilidad, se arrebujaron en sus sábanas y se sumieron en el dulce mundo de los sueños.

—¡Aprisa! ¡Hay que levantarse!

La voz de Úter resonó en la cabeza de Elliot como si formara parte de uno de sus sueños. En ningún caso podía ser real, pues sólo debían de haber transcurrido dos o tres horas a lo sumo desde que se acostaran. Sin embargo, la insistente voz de su tatarabuelo volvió a sacudir su mente igual que un terremoto.

—¡Espabilad! —gritó de nuevo—. ¡Algo está sucediendo en las afueras del campamento!

El repentino sonido de una explosión a lo lejos zumbó en sus oídos. Entonces Elliot abrió los ojos de golpe. También lo hicieron los demás, sorprendidos por tan extraño ruido de fondo. Todos esperaban que alguien dijese algo, pero ninguno abrió la boca.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó finalmente Elliot, aguzando el oído al tiempo que se inclinaba ligeramente.

—Parecen explosiones… —respondió Merak, tan atónito como los demás.

—Empezaron hace unos diez minutos —informó Úter, flotando silenciosamente por encima de sus cabezas.

—¿Qué hora es? —preguntó entonces Gifu, tratando de otear a través de la ventana que tenía más a mano. Había tanta nieve acumulada sobre el bungalow que era imposible vislumbrar el exterior.

—Aún faltan unas cuantas horas para que amanezca… —le dijo el fantasma.

—¡Hiddenwood! —exclamó entonces Elliot, asustando a sus amigos—. Los trolls de las cavernas han debido de llegar a la ciudad y la están atacando. ¡Tiene que ser eso!

Pero el fantasma negó con la cabeza.

—Hiddenwood queda un poco lejos. Además, el ruido de las explosiones proviene justamente de aquel lado —señaló en dirección a la ventana por la que acababa de otear Gifu.

Intrigado, Elliot se acercó a la puerta del bungalow y la abrió con un suave tirón. Una bocanada de aire frío le sacudió el rostro en el preciso instante en que sus pies se posaban sobre la crujiente nieve recién caída. La noche era cerrada y el firmamento quedaba oculto tras las gruesas capas de nubarrones que se aglomeraban sobre el bosque. El muchacho entornó la mirada ligeramente y distinguió un fulgor anaranjado que se reflejaba en las nubes.

—¿Crees que se trata de un fuego? —preguntó Eric, que ya estaba a su lado. Eloise también contemplaba el cielo con estupor—. ¿Un incendio en estos bosques?

—Fuego sí… —murmuró Elliot, que se había quedado pensativo—. Pero te recuerdo que hemos oído unas explosiones. Eso significa que algo ha tenido que suceder. Desde luego, no tiene pinta de ser un incendio originado por causas naturales…

—Estoy de acuerdo contigo, Elliot —apuntó Coreen.

—No sé vosotros, pero yo voy a ir a echar un vistazo —indicó Elliot, abrigándose el cuello, con su túnica—. Si hay alguien en problemas, nuestro deber como elementales es ayudar.

Úter nada pudo decir ante aquella justificación y, puesto que todos se habían levantado con tanto alboroto, se adentraron en la espesura del bosque. Gifu aún no se había reabastecido de polvitos mágicos, por lo que tanto él como Merak se vieron obligados a subirse a las espaldas de sus amigos para no verse engullidos por la nieve que se acumulaba por toda la extensión boscosa. Avanzaron en silencio, dejando atrás multitud de árboles que parecían murmurar a su paso. No tardaron en percatarse de que las explosiones no habían sido meros hechos aislados, sino que persistían con más intensidad si cabe. De hecho, inmersos en la infinita maraña de troncos y ramas, hasta su posición llegaba un sonido aterrador.

—Es como si estuviesen luchando… —murmuró Eloise, tiritándole los labios de frío.

Sus palabras fueron las únicas que se pronunciaron en todo el trayecto. Los demás se quedaron absortos, a la escucha. Efectivamente, ésa era la impresión que les causaba. Unos centenares de metros más allá, en algún lugar que ellos aún no alcanzaban a ver, estaba teniendo lugar una cruenta batalla. El eco de chillidos desgarradores, ramas quebradas y nuevas explosiones podía oírse con mayor claridad a cada paso que daban. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quién podía estar peleando contra los trolls de las cavernas a esas horas de la noche? De pronto, como si de un fugaz recuerdo se tratase, Elliot tomó conciencia de hacia dónde se dirigían. Allí, un poco más adelante, se encontraban los dominios de la Gran Secuoya.

Dejaron atrás unos cuantos abetos más y el fulgor de las llamas les azotó el rostro. Desde su posición, fueron testigos de uno de los acontecimientos más escalofriantes que se habían vivido y se vivirían en la historia del mundo elemental. Sólo Úter Slipherall había sido testigo de algo que podría considerarse similar, apenas dos años atrás, cuando tuvo lugar la Batalla de los Muertos en las proximidades de Blazeditch.

A un centenar de metros se abría el claro. Elliot lo recordaba muy bien, pues allí tuvo lugar su primera aventura del mundo elemental. Aquella noche todo estaba de lo más tranquilo, tan silencioso que ponía los pelos de punta. De pronto un grito en medio de la oscuridad lo sobresaltó y entonces vio a Sheila, colgando de la rama de un árbol. También vio a aquellas criaturas danzando en el suelo, que más adelante resultaron ser trentis. Todo eso sucedió a escasos metros de la Gran Secuoya.

Ahora la situación era bien distinta. Una intensa llamarada iluminó el claro y Elliot distinguió varias figuras. Eran criaturas gigantescas, sumamente torpes a la hora de moverse, que bien podían haber sido confundidas con troncos de no ser porque iban pertrechadas con relucientes cotas de malla y armaduras plateadas. Tenían que ser los trolls de las cavernas, tal y como confirmó Gifu instantes después. Junto a ellos combatían otros seres que Elliot conocía muy bien, pues eran los más fieles seguidores de Tánatos. Precisamente, los aspiretes eran los que habían causado el fuego que había invadido el claro del bosque. Las llamas devoraban todo cuanto encontraban a su paso y los demonios las avivaban con sus vertiginosos vuelos. Se preguntó qué harían los esbirros de Tánatos y los trolls de las cavernas en aquella parte de las extensiones de Hiddenwood. Aquello era francamente extraño.

Pero había otras criaturas, las que estaban sufriendo el asedio, y que Elliot jamás había visto en toda su vida como elemental. Por su consistencia, le recordaban a los escudos protectores del elemento Tierra. No obstante, eran mucho más etéreos y sus tamaños diferían de unos a otros. Dedujo que tenían que ser los espíritus de los árboles, aquellos que formaban parte de su esencia, que vivían en su interior y que sólo salían a la luz en caso de extrema amenaza. Y aquella situación lo era a todas luces. No cabía ninguna duda de que eran valerosos hasta puntos extremos, pues luchaban con todas sus fuerzas, haciendo frente a los trolls de las cavernas y embistiéndoles en cuanto tenían la menor oportunidad. En cambio, no lo tenían tan fácil con los demonios alados. La velocidad a la que se movían los hacía prácticamente inalcanzables. Sin embargo, era el fuego lo que más temían, como le pasaría a cualquier planta. Cada vez que un aspirete hacía brotar una llamarada de su cola, conseguía amedrentar a los espíritus de los árboles. Muchos se habían congregado en el claro, tratando de defender la Gran Secuoya. Elliot la observó detenidamente, pero daba la impresión de que su espíritu aún no había hecho acto de presencia.

Fue con la siguiente agresión de los aspiretes cuando los muchachos decidieron entrar en acción. Tanto Gifu como Merak, que poco podían hacer ante enemigos de tal porte, decidieron quedarse a un lado. Pese a las reticencias del duende, Úter se apresuró a esconderlos tras un hechizo de ilusión. Por su parte, los cuatro jóvenes elementales activaron de inmediato sus escudos protectores. Antes de entrar en combate, Elliot llamó a Pinki.

—Es preciso que avises a Cloris Pleseck, ¿me entiendes? Ya sabes dónde encontrarla —le apremió—. Dile que el objetivo de los trolls de las cavernas no es la ciudad de Hiddenwood, sino la Gran Secuoya. Seguramente ella sabrá qué hacer para controlar esta situación.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —exclamó el loro. Su estridente chillido se perdió con el tremendo ruido de fondo.

—Y ahora, ¡defendamos a la Madre Naturaleza! —bramó Elliot, preparándose para entrar en acción—. Es preciso acabar en primer lugar con los aspiretes. El fuego no tardará en consumir buena parte del bosque y eso sería una tragedia. ¡Hay que evitar que dañen la Gran Secuoya!

Los cuatro amigos se adentraron en el claro. El ruido era ensordecedor y el suelo temblaba con cada paso que daban los trolls de las cavernas. De pronto, una montaña de carne estuvo a punto de venírseles encima. Afortunadamente para ellos, cayó a muy poquitos metros de distancia. El colosal espíritu de un abeto había pillado a un troll desprevenido y se abalanzó sobre él, desequilibrándole por completo. Con sendos actos reflejos, los escudos de Eric y Coreen los protegieron como si de un muro de contención se tratara, hasta que los chicos se pusieron a salvo. Acto seguido, Elliot lanzó su primera tanda de rayos reductores contra los aspiretes.

—Herbicuerdas! —exclamó Eric, logrando que uno de los trolls quedase atrapado por los tobillos con unas virulentas hojas de helecho.

—¡Los aspiretes! —le recordó Elliot, mirándolo de reojo—. ¡Los aspiretes son más peligrosos!

Eloise lo había captado a la primera y, como buena elemental del Agua, sacó lo mejor de sí. Sabía que su elemento podía causar mucho daño a los demonios alados y, por eso, no dudó en atacarlos. Por su parte, Coreen ejecutó el Bubblelap! y se subió en su burbuja aérea para sobrevolar la zona. Sus rayos reductores eran bastante más flojos y menos efectivos que los de Elliot pero, amparándose en la consistencia de su vehículo, podía lanzarlos más cerca de su objetivo.

Aun así, eran demasiados.

Los muchachos no tardaron en darse cuenta de que el enemigo los superaba en número, en movilidad y en fuerza. La contienda estaba durando demasiado, de momento no venían refuerzos y los escudos protectores los habían abandonado hacía un buen rato. Al calor reinante por la intensidad de las llamas que ardían a su alrededor, había que añadir el desgaste que les producía la ejecución de tantos hechizos seguidos. A un lado del claro, los chorros de agua de Eloise salían a ráfagas, aunque cada vez con menos intensidad. Coreen empezaba a tener serias dificultades para controlar su burbuja en pleno vuelo, mientras que Eric había logrado arrebatar una espada a uno de los trolls. Sin embargo, era casi tan grande como él y apenas si le quedaban fuerzas para blandirla.

Elliot se había quedado solo en aquella parte del claro. Se sentía desmoralizado e impotente, pues era consciente de que su magia iba a resultar insuficiente para lograr la victoria. Hacía un par de minutos que habían comenzado los primeros ataques de los aspiretes contra la Gran Secuoya y un escalofriante rugido los había dejado sin respiración por unos instantes. Al parecer, su espíritu se había despertado y comenzaba a reaccionar. Elliot se quedó boquiabierto al ver cómo del inmenso tronco del árbol legendario surgía un ente de grandiosas proporciones. Su altura parecía no tener límites y era mucho más voluminoso de lo que jamás se podría llegar a describir. Saltaban a la vista su excesiva rigidez, tal vez debida al paso de los años, y su translucidez, pese a que su piel poseía una textura semejante a la de la corteza de un árbol. Inmediatamente, la gran mayoría de los aspiretes que se aglomeraban en la zona se lanzaron a por él y el espíritu de la Gran Secuoya se enfrentó a ellos sin temor alguno.

El muchacho apenas tuvo tiempo de fijarse en más detalles pues, con el rabillo del ojo, atisbo cómo un demonio alado clavaba sus ojos en él, desafiándole con la mirada. Elliot no se dejó amedrentar y se preparó para defenderse. No disponía de fuerzas suficientes para generar un nuevo escudo protector, por lo que no le quedaba más remedio que conjurar algo rápido y certero.

El rayo fue visto y no visto. El aspirete no tuvo tiempo de hacer brotar una mínima llamarada de su cola y, sin embargo, al verse alcanzado comenzó a reírse. Elliot se quedó atónito ante tan inesperada reacción. En sus oídos resonaba aquella carcajada infernal, mientras el aspirete lo señalaba con su retorcida garra al tiempo que se transformaba en piedra poco a poco.

El muchacho percibió una sombra a sus espaldas. Entonces se dio cuenta. El aspirete no lo estaba señalando a él. Tampoco se reía de él, sino de aquello que tenía a sus espaldas.

El gruñido lo alertó más aún y tragó saliva. ¿Qué hacer? ¿Cuál era su situación? ¿Quién era o qué amenaza había tras él? Si se daba la vuelta bruscamente, podía ser peor… Alguien gritó «Herbicuerdas!» no muy lejos de allí y se desató un forcejeo a pocos metros de sus espaldas. Fue el momento que Elliot aprovechó para girarse y encontrarse con un troll de las cavernas que le sacaba unas cuantas cabezas de diferencia. Sacudía torpemente su maza tratando de evitar que los hierbajos se enredasen en sus tobillos.

—¡Huye, Elliot! —gritó una voz femenina desde la linde del claro. Su largo cabello rubio resaltaba sobre su túnica verde esmeralda.

—¡Sheila! —exclamó el muchacho, tratando de asimilar lo que sus ojos le mostraban. No podía creérselo. La muchacha que había conocido precisamente en aquel claro años atrás poco después de rescatarla de los trentis, la misma que le había traicionado en la pirámide subterránea del desierto dejándolo en manos de las momias, acababa de salvarle la vida. ¿Cómo había llegado ella hasta allí?

El mazazo que dio el troll contra el suelo lo devolvió a la cruda realidad. Pero, al mismo tiempo, el claro se llenó de gritos, de hechizos de ataque y de defensa procedentes de los lindes del bosque. Los refuerzos acababan de llegar. Entonces lo comprendió: ¡Pinki lo había conseguido!

Fue Cloris Pleseck la que ayudó a controlar definitivamente las embestidas de aquel troll, mientras Sheila colaboraba a su lado. Elliot se quedó embobado, mirando cómo lo dominaban con potentes hechizos defensivos. Le hubiese gustado ayudar, pero sus energías estaban al límite. Se sentía medio mareado y muy debilitado. Todo cuanto le rodeaba era confusión, fuego, dolor y destrucción. Se llevó las manos a la cabeza y la sacudió, tratando de despejarse mínimamente. Un rugido estrepitoso, tan potente como un centenar de truenos, estuvo a punto de reventarle los tímpanos. Desde su posición, Cloris Pleseck parecía gritar algo así como «¡la Gran Secuoya, la Gran Secuoya!».

Elliot tuvo el tiempo justo para ver cómo el majestuoso árbol ardía en llamas, su colosal espíritu se retorcía a su lado entre los aspiretes y uno de ellos, sin lugar a dudas el jefe, extraía una bola incandescente del interior del tronco. Elliot entornó los ojos ante aquel brillo antinatural que paulatinamente se fue haciendo más tenue. Volvió entonces la mirada al espíritu protector de la Gran Secuoya, que parecía haber menguado varios metros. Entonces, una pregunta le pasó por la cabeza: ¿era sólo el espíritu el que protegía al árbol legendario… o había también algo más? Y al volver a mirar el objeto que llevaba el aspirete, obtuvo la respuesta de inmediato. Se quedó helado.

—¡La Piedra del elemento Tierra! —exclamó. ¡No podía creerlo! Ése, y no otro, era el motivo de la ofensiva de los aspiretes y los trolls de las cavernas contra la Gran Secuoya. Pero… ¿cómo sabían que una de las Piedras Elementales se encontraba en su interior? La realidad le sacudió el rostro a Elliot como un bofetón. ¡Tánatos! ¡Había descubierto al fin que buscaban las Piedras y estaba tratando de adelantarse! Por eso había preparado un ataque tan coordinado…

Sin perder un instante, Elliot fue tras el aspirete que acababa de arrancar la Piedra del elemento Tierra de las entrañas de la Gran Secuoya. Tenía que recuperarla como fuese para que no llegara a manos de su mortal enemigo.

Estuvo tentado de lanzarle un rayo reductor, pero a tal distancia podía fallar y no estaba para desperdiciar energía precisamente.

—¡Eh, tú! ¡Se te está quemando la cola! —le espetó Elliot. Fue lo primero que se le pasó por la cabeza y, aunque un tanto absurdo, logró llamar la atención del demonio alado.

—¡Elliot Tomclyde! —exclamó la criatura con su funesta voz, no exenta de sorpresa.

—¡Esa Piedra no te pertenece! — gritó Elliot, desafiándolo con la mirada.

—¿Y quién va a venir a quitármela? ¿Un chiquillo como tú? —respondió con sorna el aspirete—. Mucho me temo que llegas tarde. Jamás serás capaz de arrebatármela. ¡Jamás!

Una ola de rabia invadió el interior del muchacho. Si el aspirete se llevaba la Piedra Elemental, sería imposible crear una nueva Flor de la Armonía. Eso supondría el fin del mundo elemental… y probablemente de los seres humanos también. Suspiró para sus adentros y tomó una decisión. Atacaría con todas sus fuerzas, aunque fuese lo último que hiciese.

Se disponía a ejecutar el rayo reductor cuando un pequeño dragón embistió al aspirete con una monumental llamarada.

Por enésima vez, el multimorfo acudía al rescate de su amo. Aunque el fuego no le hizo daño alguno al demonio alado, sí consiguió distraerle lo suficiente para que Elliot acertase con el rayo en una de sus piernas. El aspirete profirió un alarido, pero no soltó la Piedra. Más aún, contraatacó con una emisión de fuego que obligó a Elliot a esquivarla con un salto acrobático.

La pierna derecha de su enemigo había comenzado a petrificarse muy lentamente. Elliot comprendió que su magia había perdido eficacia debido al desgaste. Iba a necesitar una segunda oportunidad… y Pinki se la brindó. Cuando apareció la mascota, Elliot disparó de nuevo.

En esta ocasión, el aullido fue mucho mayor, pues el muchacho había hecho diana en la parte baja del vientre. Aquel aspirete estaba herido mortalmente pero, aun así, quiso tomarse su particular venganza. Al igual que había hecho su compañero unos minutos antes, sonrió, una sonrisa maliciosa, cargada de veneno.

—Puede que me hayas derrotado… —suspiró, perdiendo altura por el peso de sus zonas petrificadas—. Pero Él terminará ganando, Elliot Tomclyde. Primero acabará con tus padres, a los que ya tiene en su poder… —escupió, cerrando los ojos por el dolor—. Después, terminará contigo. El rostro de Elliot se quedó pálido como la cera.

—¡Mientes! —le espetó el muchacho, apretando los dientes y conteniendo la respiración—. ¡Lo que dices es una sarta de mentiras!

El aspirete meneó la cabeza. Le quedaban pocos instantes de vida pero, aún así, hizo acopio de todas sus fuerzas para extraer algo de su escamoso cuerpo.

—Me temo que es la verdad… —dijo, dejando caer un objeto dorado de sus garras. La Piedra seguía en sus garras endurecidas.

Fueron sus últimas palabras, antes de caer pesadamente contra el suelo. La masa petrificada se resquebrajó y Elliot se apresuró a recuperar la tercera de las Piedras Elementales. Su brillo verdoso resaltaba entre todos los restos que allí yacían. Era tan hermosa, o más, que las otras dos Piedras. Con delicadeza, la introdujo en uno de los bolsillos de su túnica y entonces lo vio. Fue como si el tiempo se detuviese y todo a su alrededor hubiese dejado de existir. No importaba que tanto la Gran Secuoya como su espíritu protector estuviesen agonizando, daba igual que los refuerzos hubiesen controlado la situación o que Sheila le acabara de salvar la vida. Todo ello era ir relevante.

Allí en el suelo, brillando al son de las llamas que devoraban los diversos rincones del claro, estaba el medallón dorado de los Tomclyde. Elliot se agachó, lo tomó con sus temblorosas manos y un único pensamiento ocupó su mente. Si aquel aspirete lo tenía, sólo podía significar una cosa: había dicho la verdad. ¡Tánatos había estado en su casa de Quebec y había secuestrado a sus padres!

Sus piernas temblaron. Alzó la cabeza al cielo y expulsó toda la rabia que albergaba en su interior gritando sin control. Sus palabras, del todo incoherentes, hablaban de venganza y amenazas. Pero eran palabras sin sentido, inundadas de ira e impotencia. Si hasta ese instante el tiempo había corrido en su contra, ahora mucho más. De pronto, sintió que sus fuerzas le abandonaban, pero a su lado aparecieron unos brazos que sostuvieron su caída.