12.AMENAZA SOBRE LA GRAN SECUOYA

LOS muchachos pusieron pies en polvorosa tan pronto les fue posible. Los túneles de hielo parecían temblar de miedo ante los rugidos enfurecidos del Yeti, que poco a poco iba reaccionando y percatándose de lo que le acababa de suceder. Ya habían comprobado en sus propias carnes cómo se las gastaba la criatura y no tenían ningunas ganas de volver a verse las caras. Pese a haberla dejado atrás, eran conscientes de que sólo unas cuantas zancadas de las suyas los separaban. Por eso, Pinki tomó la iniciativa de guiarlos por los estrechos conductos sin necesidad de que nadie le dijese nada.

Mudos, para no llamar la atención del Yeti, y con muchísimo cuidado para no caer de nuevo en una de sus trampas, desfilaron por los gélidos corredores al amparo de un par de bolas de fuego generadas por los muchachos. No tardaron demasiado en llegar a la boca de una gruta que daba salida al exterior del Everest.

—¡Es noche cerrada! —exclamó Gifu con sorpresa, recordando que cuando habían caído en la trampa aún estaba atardeciendo—. ¡Sí que hemos pasado tiempo en el interior de la montaña!

—Y hemos salido con vida de milagro… —completó Coreen, conteniendo un escalofrío.

Las temperaturas eran extremadamente bajas, pero no podían permitirse esperar a que amaneciese. No en aquellas condiciones. Si el Abominable Hombre de las Nieves seguía su rastro hasta allí, los atraparía y su venganza sería cruel y terrible. Sin duda, no les perdonaría que le hubiesen arrebatado su preciada gema mágica.

—¿Adonde iremos? —inquirió Eric, sus labios amoratados y tiritando, resguardándose cuanto podía de las fuertes corrientes de aire que los envolvían. A aquella altitud y de noche, el frío era glacial.

—No estáis en condiciones de viajar muy lejos —advirtió Úter, que veía el cansancio reflejado en los miembros del grupo. Por sus cualidades, no precisaba de descanso alguno; pero los demás sí.

—Pero quedarnos aquí sería un suicidio —comentó Coreen. Eloise y Eric se mostraron completamente de acuerdo.

—Ciertamente —asintió el fantasma—. Pienso que no sería una mala opción regresar a Windbourgh…

—Y, desde allí, partir a otro lugar desde el que podamos iniciar la búsqueda de una nueva Piedra Elemental —completó Elliot, animándose al instante.

—Correcto —asintió su tatarabuelo.

Eloise y Coreen también asintieron. Eric estaba tiritando tanto que no tenía fuerzas para mover su cabeza.

—En ese caso, deberemos orientarnos por las estrellas… —sugirió el joven elemental del Aire—. Será la forma más segura de llegar a Windbourgh.

—Me parece bien, Coreen —convino Elliot, frotándose las manos—. Además, estoy seguro de que este aire tan fresco nos despejará las ideas y nos ayudará a decidir nuestro próximo destino.

Sin más preámbulos, desplegaron las alfombras a sus pies y se montaron en ellas. Con gran alivio por su parte, no tardaron en perderse en la insondable oscuridad, dejando atrás la impresionante mole del Everest y la terrorífica criatura que tan mal trago les había hecho pasar.

En aquel preciso instante, en la fortaleza submarina de Tánatos, la tensión se palpaba en todos los rincones. Tras el gustazo de ver cómo Nucleum caía rendida a los pies de sus aspiretes, el ifrit había vuelto a dar rienda suelta a su cólera. Llevaba días rastreando sus dominios a través de la vasija visionaria y cada vez estaba más desesperado. No podía concebir que Elliot Tomclyde y sus amigos le llevasen ventaja. Semejante amenaza pendiendo sobre su cabeza hacía que se encontrase crispado y de muy mal humor.

Apenas abandonaba la estancia central de la fortaleza y estaba más esquelético y demacrado que nunca, pues llevaba varios días sin probar bocado. Sin embargo, después de toda la noche pegado a su enorme vasija, aquella mañana decidió darse una vuelta por sus dominios para aclarar su mente y dejar que sus ojos descansasen. Tarde o temprano daría con una solución, estaba seguro.

Recorrió los fríos habitáculos que se abrían a su paso. Caminaba taciturno, dándole vueltas y meditando en qué lugares podrían encontrarse bien las Piedras Elementales restantes, bien el niño Tomclyde. Se adentró por un pasillo oscuro que conducía a unas tortuosas escaleras de caracol. Descendió a las entrañas de la fortaleza, a un lugar húmedo y apartado que lindaba con las corrientes submarinas. Eran los aposentos de su amada sirena.

—Fioldaliza —la llamó, acercándose a la pequeña laguna interior que conectaba con el mar. Por alguna extraña razón, el agua no superaba un determinado límite de altura. Precisamente por eso, daba la impresión de ser una laguna en el interior de la fortaleza que se alzaba en mitad del océano.

Transcurrieron unos segundos y las aguas se abrieron ante él.

—Aquí me tienes, Tánatos —replicó la sirena, cuando su bello rostro perforó la cristalina superficie y unos ojos del color del lapislázuli se clavaron en él. Su belleza era tan deslumbrante que casi no hacía falta iluminar la estancia con bolas de fuego. Desde su posición, el ifrit alcanzó a ver los destellos amarillos y dorados que emitía la inmensa cola de pez que completaba su esbelto cuerpo. Su sola presencia solía calmar sus ánimos y devolverle la esperanza—. Traes muy mala cara. ¿Qué te atormenta? ¿Sucede algo en el mundo elemental? No le habrá ocurrido nada malo a nuestra hija, ¿verdad?

—No, Mariana está bien… Mis aspiretes consiguieron liberarla de Nucleum. Déjala que dé rienda suelta a su maldad ahora que puede…

—Bien sabes que no soportaría que nada malo le sucediese. ¡Jamás te lo perdonaría!

Tánatos se quedó pensativo, ausente, como si las últimas palabras de Fioldaliza no hubiesen causado efecto alguno en él. Por su mente se sucedían otros pensamientos mucho más importantes. Casi con toda seguridad, la Piedra que en su día fue extraída del lago Ness era la del Agua. Eso lo daba por supuesto. Precisamente por eso, por ser la gema acuática, Fioldaliza no podía serle de mucha utilidad para encontrar las demás.

—En realidad, sólo venía a hacerte una visita…

—Sé que te preocupa algo —insistió la sirena, adoptando un gesto de comprensión—. Hace muchos años que nos conocemos y, para serte sincera, tienes el mismo rostro desencajado que la primera vez que te vi… ¿Lo recuerdas?

Tánatos frunció el entrecejo. Claro que lo recordaba. Había pasado más de un siglo. Aquel encuentro tuvo lugar poco después de su incursión en los bosques de Hiddenwood, cuando ansiaba construirse una mansión faraónica con la madera de la Gran Secuoya. Y viviendo esos recuerdos, de pronto algo se le pasó por la cabeza. Una idea repentina, un tanto descabellada, que le devolvió el color a su rostro macilento.

—Eso es… —musitó, chasqueando la lengua y avivando los carboncillos de sus ojos—. ¡Ahí podría estar la clave!

—¿De qué clave hablas? —preguntó intrigada Fioldaliza, arrimándose al borde de la laguna—. Si necesitas ayuda…

—Ya lo has hecho, ya lo has hecho… —contestó el ifrit, aún dándole vueltas a su ocurrencia—. No sabes cuánto me acabas de ayudar.

Sin decir una palabra más, Tánatos se dio la vuelta y su túnica negra lo envolvió al vuelo. Abandonó los aposentos reservados para Fioldaliza y regresó a toda prisa al salón de la vasija visionaria. Unos minutos después, volvía a recitar el sortilegio que puso en funcionamiento el artefacto mágico y las primeras imágenes aparecieron tan pronto las volutas de humo se disiparon.

Un inmenso tronco, de aspecto fornido a la vez que áspero, ocupó gran parte del espacio visual. Poco a poco, la imagen fue cobrando perspectiva para dejar ver un frondoso amasijo de ramas que se prolongaban hasta el infinito. Se trataba de la Gran Secuoya, el majestuoso ejemplar que se encontraba en las inmediaciones de los bosques de Hiddenwood. El hecho de volver a verla con tanto detalle le provocó un escalofrío. Recordaba su encuentro con el sobrecogedor árbol… y con el poderoso espíritu que habitaba en su interior. Pero ahí hubo algo más. Una fuerza que jamás había llegado a comprender pero que, a la luz de los últimos acontecimientos, cobraba todo su sentido. Y comenzó a recordar.

Una suave brisa mecía las ramas de aquella impresionante obra de la Madre Naturaleza. Cuando Tánatos se topó con aquel árbol por vez primera, supo que de él extraería la materia prima para edificar su fortaleza. Una figura poderosa como él sólo podía valerse de madera de la mejor calidad para levantar y establecer sus aposentos. Y aquélla, sin duda, lo era. Más que nada, porque toda ella sería extraída de una única pieza.

Por eso, se dispuso a derribar la Gran Secuoya con un potente rayo reductor, tan refinado que haría un corte perfecto en la superficie. Pero en el preciso instante en el que el rayo impactó en la corteza de la Gran Secuoya, ésta devolvió la agresión con una contundente respuesta. Un resplandor cegador unido a una brutal onda expansiva como la de una bomba sacudió los alrededores, haciendo volar a Tánatos varios metros hacia atrás y dejándolo aturdido, además de muy debilitado. Sin lugar a dudas, su propia magia se había vuelto contra él.

Cuando se recuperó, percibió que un halo de luz verdosa envolvía la silueta de la Gran Secuoya. Probablemente sería algún tipo de escudo protector. Ciertamente, un escudo muy poderoso para haber sido capaz de frenar su magia. Por si fuera poco, el espíritu de la Gran Secuoya, inmenso donde los haya, salió de inmediato en su defensa.

—¿Qué pretendías, insignificante ser? —le espetó insolentemente el espíritu con su atronadora voz. Tánatos lo contempló igual que un ratón asustado, de espaldas, caído sobre unos helechos. Por primera vez en su vida, el ifrit supo qué significaba la palabra miedo; miedo a lo desconocido, miedo a lo que pudiese sucederle, pues se sentía indefenso—. Ni una aguja de la Gran Secuoya caerá por medios que no sean los naturales, mientras su corazón y yo permanezcamos en su interior.

Acto seguido, atacó al ifrit con una magia que él jamás había conocido.

Nunca lo supo con certeza, pero Tánatos se convenció de que su derrota aquel día, en aquellos bosques, se debió a la unión de varios factores. Por un lado, se había visto sorprendido por una magia potentísima y completamente desconocida. Por otro, tampoco contaba con la presencia de un espíritu en el interior del árbol. Y, quizá lo más sorprendente de todo, ese mismo espíritu le había hablado del corazón de la Gran Secuoya. Al principio lo pasó por alto, pero… ¿qué podía tener tanta fuerza como para derrotarle? ¿Y si el corazón de la Gran Secuoya era una de las Piedras Elementales? ¿La Piedra de la Tierra, quizá? Sin duda justificaría el brillo antinatural del árbol y que de él hubiese brotado una magia tan poderosa y desconocida, capaz de dejarle fuera de combate…

No tuvo más remedio que abandonar el lugar. Con el tiempo, por la zona se forjó la leyenda de sir Alfred de Darkshine y cómo, tras sobornar a los lugareños, trató de derribar la Gran Secuoya para construirse una gran mansión. Evidentemente, aquello no fueron más que patrañas que se inventaron los elementales para evitar que los turistas y la gente se acercasen al árbol y tratasen de talarlo.

Con un fuerte puñetazo sobre el reborde de piedra de la vasija, Tánatos volvió a la realidad. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que una de las Piedras Elementales se escondía en el interior de la Gran Secuoya. Debía ponerse manos a la obra y preparar una expedición a la zona. ¡Ja! Si estaba en lo cierto, muy pronto les daría una lección a los elementales y acabaría con sus absurdos planes de arrebatarle del poder.

Con alguna que otra dificultad, Coreen consiguió llevar a sus compañeros hasta la capital del elemento Aire. No era fácil orientarse en plena noche. Aun así, su conocimiento del firmamento fue fundamental para llegar hasta la ciudad flotante. Una vez la sobrevolaron, aterrizaron con sumo cuidado en las proximidades del castillo en el que se emplazaba la escuela.

—Con la Piedra del Aire en nuestro poder, no nos queda mucho por hacer en Windbourgh —reconoció Coreen, enrollando la alfombra sobre la que había volado.

—¿Y qué proponéis que hagamos ahora? —les preguntó Eloise.

Eric iba a decir algo cuando Elliot se le adelantó.

—Hum… Acabo de tener una idea… ¿Qué tal si por el momento nos establecemos en el campamento de Schilchester?

—¿Te refieres a aquel que está cerca de la Gran Secuoya? —preguntó Úter, arqueando las cejas—. No me parece mala idea —reconoció el fantasma, ahora de brazos cruzados y con gesto serio—. Al fin y al cabo, la gran mayoría de las localidades elementales no son seguras para nosotros.

—Además, se acerca el invierno y el campamento estará vacío —aventuró Elliot, a quien cada vez le atraía más la idea de regresar a Schilchester. Siempre había guardado muy buenos recuerdos de su experiencia allí—. Por lo tanto, no deberíamos encontrarnos ni con el señor Frostmoore ni con nadie más… Lejos de la civilización, relativamente alejados del mundo elemental… ¡Es perfecto!

Eric frunció el entrecejo.

—¿Te has parado a pensar en cómo llegaremos hasta el campamento? El espejo que daba al lago Saint Jean aún no habrá sido reparado y lo más cerca que tenemos es Hiddenwood…

—Que equivaldría a meternos en la boca del lobo —completó Merak, meneando su gruesa cabeza.

—¡Esto se pone de lo más emocionante! —exclamó Gifu, sin ocultar un rostro de excitación—. Por el camino podríamos dar una lección a los trentis y…

Úter clavó la mirada más seria y penetrante que pudo en el duende. No sólo le había molestado su tono de voz, más elevado de lo deseado, sino también que se tomara a la ligera las dificultades que estaban atravesando y los problemas que les acechaban.

—Es la mejor solución que tenemos… —insistió Elliot, escrutando los rostros de todos sus compañeros—. Al menos así lo veo yo.

—Será cuestión de aguardar a que sea de noche en Hiddenwood y abandonar la escuela sin ser vistos —contestó Úter, resignado.

Coreen advirtió que, antes de marcharse, pasaría por su casa y dejaría una nota para que sus padres no se preocupasen por él. «Al menos, no demasiado», terminó aclarando.

—No hay ningún problema —dijo Elliot, comprensivo ante la actitud de su amigo—. Te esperaremos dentro, para guarecernos del frío.

Por lo pronto, no fue nada complicado entrar en la escuela de Windbourgh. Puesto que el curso no había comenzado, no había aprendices merodeando por los pasillos y Foothills seguramente seguiría aguardando la llegada de sus amados grifos en una de las torres del castillo. Como a eso se unía que estaban en mitad de la noche, en un fin de semana, pudieron recorrer los solitarios pasillos en silencio, hasta llegar a la estancia en la que se encontraba el espejo.

Media hora después, cuando Coreen se unió de nuevo al grupo, se pusieron en marcha. El hechizo Sesamus permitió adentrarse en la amplia sala de piedra y atravesar la puerta mágica que les condujo a la maravillosa escuela del elemento Tierra. Volver a ser absorbidos por aquella sustancia gelatinosa fue una sensación gratificante. No obstante, ver el estado en el que se encontraba el patio-jardín les causó una sensación de inmensa tristeza. Antaño estaba perfectamente cuidado, repleto de bellos y relucientes espejos. Gifu se llevó las manos a la cabeza al toparse con un recinto asaltado por enredaderas y malas hierbas. Contemplar aquella imagen les recordó la importancia de su misión: el equilibrio debía volver al mundo elemental cuanto antes.

Por la luz que se colaba a través de las ventanas, debía de ser primera hora de la tarde. No era normal, entonces, aquel silencio que los envolvía.

—¿Dónde están los aprendices? ¿Aquí tampoco ha empezado el curso? —preguntó Eloise, un tanto intranquila—. Aunque sea sábado, no creo que Cloris Pleseck los deje salir a la ciudad. Tal y como está el mundo…

—No lo sé… —respondió Eric—. Pero no nos vendría mal encontrar algo que llevarnos a la boca. Llevamos muchas horas sin comer absolutamente nada y…

—¿Habéis oído eso? —interrumpió Merak señalando en la dirección en la que se encontraban las dos hojas de cristal que daban al recibidor.

Nadie parecía haber oído ruido alguno, y Eric insistió:

—Probablemente habrá sido mi estómago, que no para de rugir…

Y entonces sí que la oyeron todos.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz femenina, con cierto tono de indignación, al mismos tiempo que alguien empujaba las puertas de cristal—. Ningún alumno puede permanecer en la escuela pues… ¡Elliot Tomclyde! ¡Úter Slipherall! ¿Se puede saber qué hacéis aquí? ¿Acaso habéis encontrado ya las Piedras Elementales?

Cloris Pleseck se había quedado de una pieza al verlos. Cojeaba ostensiblemente, tenía el brazo en cabestrillo y una venda le cubría la frente. Aún estaba convaleciente por la batalla submarina que tuvo lugar en Lagoonoly. Sus ojos se clavaron especialmente en Elliot y tragó saliva. Sin embargo, fue Eloise quien no pudo contenerse.

—¿Cómo está mi madre? ¿Consiguieron mantener a salvo Lagoonoly? Por favor, dígame que sí… —dijo en tono suplicante.

La directora de la escuela de Hiddenwood miró a la muchacha y esbozó una tierna sonrisa.

—Puedes estar tranquila, Eloise —dijo—. Afortunadamente, Lagoonoly está a salvo y tu madre también. Magnus Gardelegen se encargó personalmente de ella y ya está totalmente restablecida.

Eloise hizo ademán de dar un abrazo a la mujer en señal de agradecimiento pero, al verla tan frágil, se contuvo.

—Aún no tenemos todas las Piedras Elementales, pero necesitamos refugiarnos en un lugar seguro —advirtió el fantasma, cambiando de tema.

—Pues no habéis elegido bien —replicó tajante la directora de la escuela—. Esta misma mañana hemos desalojado la escuela y el siguiente paso es abandonar la ciudad. Una comitiva de trolls de las cavernas se encuentra a poco menos de dos días de camino. Hiddenwood está en peligro y vosotros deberíais marcharos.

—¿Trolls de las cavernas? —repitió Úter sorprendido—. ¡Podrían arrasar la ciudad!

—Precisamente por eso he dado órdenes de abandonarla de inmediato —aclaró Cloris Pleseck frunciendo el entrecejo—. No tengo capacidad ni fuerzas suficientes para detener su avance.

—¿Y los demás miembros del Consejo de los Elementales? —insistió Úter.

La representante del elemento Tierra meneó la cabeza.

—Magnus y Mathilda se encuentran en China, tratando de calmar un tifón que amenaza con arrasar varias ciudades humanas —contestó la mujer haciendo una mueca de preocupación—. En cuanto a Aureolus, bastantes problemas le está causando el volcán Etna. Sin el equilibrio que otorga la Flor de la Armonía, es todo cuanto podemos hacer por el momento. ¿Y las Piedras? —preguntó inmediatamente después.

—Tenemos dos —reveló Elliot aunque, por precaución, prefirió no sacarlas a la luz—. Nos faltarían las de la Tierra y la del Fuego… Si pudiese ayudarnos con la primera…

—Lo lamento, Elliot. Por más que represento a este elemento, no tengo ni la más remota idea de dónde podría hallarse la Piedra en cuestión.

—A lo mejor sabe de alguna criatura mítica que pudiese estar protegiéndola —señaló Eric, que se encontraba justo detrás de Elliot.

—¿De qué tipo de criatura estaríamos hablando? —inquirió Cloris Pleseck, intrigada ante la sugerencia del mediano de los Damboury.

—Oh, de una muy grande —apuntó Gifu, para sorpresa de la mujer—. Cuanto más, mejor.

—¿Mayor que un troll de las cavernas? —dijo Pleseck, sin llegar a comprender muy bien a qué se referían—. Escuchad, como bien habéis estudiado, en el elemento Tierra encontraréis criaturas de muy diversas características. Las hay que viven en parajes áridos, montañosos o en los mismos bosques. De hecho, cualquier bosque está plagado de criaturas. Sin ir más lejos, los árboles lo son…

—Es cierto, Cloris —asintió Úter—. Sin embargo, creo que nos referimos a otro tipo de seres…

Elliot también asintió. Estaba claro que, por mucho empeño que pusiese, la mujer no iba a serles de gran ayuda. Era una lástima. Una vez más, volvían a estar en blanco, sin tener ni idea de por dónde buscar una nueva Piedra Elemental. No obstante, Elliot seguía pensando que el campamento de Schilchester era un buen lugar para protegerse. De nada sirvieron las nuevas protestas de Cloris Pleseck. Con más razón aún, Elliot deseaba permanecer en la zona. La llegada de los trolls de las cavernas amenazaba con destruir todo cuanto él había disfrutado desde que llegara al mágico mundo de los elementales: los magníficos bosques, la escuela, el Claustro Magno, la mansión de los Lamphard, su propia vivienda… Si había algo que estuviese en sus manos para evitarlo, lo haría.

Cloris Pleseck agachó la cabeza, abatida. Hiddenwood estaba a punto de sucumbir, ella se veía incapaz de ayudar a Elliot en su misión y, por si fuera poco, también le preocupaba la noticia que le había contado la señora Pobedy aquella misma mañana. Al parecer, no había recibido el mensaje de vuelta que le enviara a la señora Tomclyde. Pero no tenía sentido preocupar al muchacho por el momento. No, mientras no supiesen qué había pasado.

Poco después, el grupo desaparecía de su vista en sus veloces alfombras voladoras. Sin embargo, no eran los únicos ojos que los vieron adentrarse en el bosque. Desde una de las ventanas de la escuela, unos ojos azules los vieron también partir. Por lo visto, la escuela no había sido completamente desalojada.

Tánatos daba vueltas y vueltas a la estancia tenebrosa. Ahora todo era cuestión de plantar cara a la Gran Secuoya y no fracasar. Tenía plena confianza en sus poderes y, además, tenía sed de venganza. Ansiaba verse de nuevo las caras con ese insolente espíritu, doblegarlo a sus pies y hacerle pagar por lo que le hizo un siglo atrás. Su rencor no ofrecía límites.

Sin embargo, el ifrit no era tonto. Sabía que debía ser prudente y no debía dejarse llevar por impulsos. Por eso había contactado con el jefe de los trolls de las cavernas y había ordenado que marchara en dirección a la Gran Secuoya. Allí recibiría nuevas órdenes.

Estaba meditando el plan cuando alguien irrumpió en la sala sin llamar. Odiaba que le interrumpiesen y, mucho más, si era sin previo aviso.

—Señor —saludó un aspirete especialmente corpulento. Se le notaba henchido de orgullo—, lamento presentarme tan bruscamente, pero traigo muy buenas noticias…

La ira que envolvía a Tánatos se disipó y enarcó una ceja, demandando más información a su súbdito.

—¿De qué se trata?

—Hemos atrapado a los padres del niño Tomclyde —anunció el aspirete, sin poder apartar la vista de los ojos enrojecidos del ifrit—. Los tenemos aquí mismo…

La expresión del rostro de Tánatos cambió de inmediato. Había estado tan obcecado tratando de averiguar dónde se encontraban las Piedras Elementales, que no había prestado atención a los demás frentes. ¿Sería posible que tuviese tanta suerte? ¡Los padres del niño! Eso le ofrecía multitud de posibilidades, sin duda. Por lo pronto, podría obligarle a entregarle la Piedra del Agua si no quería que sus padres sufriesen las consecuencias…

—Y también hemos encontrado este diario —dijo de pronto la criatura del Fuego, entregándoselo a su señor—. Es muy antiguo y pertenece al mundo elemental. Pensamos que…

—¡El diario de Weston Lamphard! —exclamó Tánatos con una voz tan atronadora que asustó al propio aspirete. Los ojos se le salían de las órbitas—. ¿Dónde estaba?

—En… en la casa de los Tomclyde.

—¡No me lo puedo creer! —clamó Tánatos, que no cabía en sí de gozo. Lo abrió y lo hojeó ligeramente—. Tanto tiempo buscando información y al final lo he encontrado. ¡Ya sabía yo que, tarde o temprano, la suerte llegaría!

Para sorpresa del aspirete, el ifrit se mostró mucho más interesado por el libro que por los prisioneros. Casi de inmediato, despidió a la criatura alada para enfrascarse en el contenido del diario. No le cabía la menor duda de que si Weston Lamphard había escrito el lugar en el que había escondido la urna de plata, tenía que haber sido en su propio diario. Ya tendría tiempo de ver a los padres del niño. Al fin y al cabo, eran sus prisioneros…