11.LA GUARIDA DEL YETI

UN nuevo rugido les puso los pelos de punta.

—¡Hay que salir de aquí como sea! —siseó Eric, tratando de ahogar su voz para no llamar demasiado la atención. Pero su esfuerzo resultó inútil. Quienquiera que hubiese colocado aquella trampa se acercaba a grandes trancos para hacerse con su presa.

—Estamos atrapados en una jaula de hielo… —comentó Eloise, palpando los barrotes con desesperación—. ¿Y si empleásemos algún conjuro del elemento Fuego? ¡A lo mejor logramos derretir la estructura y conseguimos liberarnos!

—¡Es verdad! —exclamó Coreen, recuperando el optimismo—. Además, todos nosotros estudiamos en Blazeditch…

Tanto Merak como Gifu miraban a un taciturno Elliot, esperando una respuesta. Sin embargo, fue Eric quien habló.

—Sea lo que sea, hay que hacerlo rápido —apremió el muchacho que, como todos los demás, oía retumbar los pasos por las paredes de hielo que los rodeaban. Por la intensidad de los golpes, tenía que ser algo muy grande.

Elliot chasqueó los dedos y dijo de pronto:

—¿Qué tal si ponemos en práctica el hechizo Ignimanus?

—¡Qué buena idea! —exclamó Eloise—. Calentar nuestras manos al máximo para fundir los barrotes de hielo… El único problema es que, salvo en clase, nunca lo hemos practicado. Al menos yo…

—Ni yo —confesó Elliot, haciendo un mohín—, pero no veo un momento más adecuado que éste. ¿Alguno tiene una idea mejor?

Los barrotes eran demasiado gruesos como para romperlos con las propias manos, por lo que fundirlos no era una mala opción. Más aún cuando un nuevo gruñido sonó tan próximo que les revolvió las tripas.

—Ignimanus! —exclamaron los cuatro muchachos al unísono, aferrando simultáneamente sus manos en la parte superior e inferior de los cilindros para lograr un efecto mayor.

Un resplandor rojizo surgió de las palmas de sus manos, y el calor comenzó a hacer efecto sobre las barras que los retenían. Los chillidos de Gifu y Merak instándolos a que se dieran prisa se intensificaron cuando al final del túnel apareció una sombra gigantesca.

El hielo de los barrotes comenzó a sudar copiosamente y, pocos segundos después, se fracturó con unos golpes secos propinados por los propios muchachos.

—¡Vamos, vamos! —apremió Gifu, dando un brinco por el agujero que acababan de abrir.

Eloise y Coreen siguieron los pasos del duende. Elliot y Eric hicieron lo propio, dejándose caer sobre el frío suelo de roca y hielo. Merak no se lo pensó dos veces y se deslizó por el hueco, ayudado por los muchachos. Ya no estaba tan ágil como antaño y no se veía capaz de dar un salto de tales características. Tan pronto el gnomo puso sus pies en el suelo, echaron a correr.

Recorrieron a toda prisa un ancho túnel que sorteaba la férrea estructura interna de la montaña. Sólo les quedaba un lugar por el que escapar y hacia allí dirigieron sus pasos. Elliot echó un rápido vistazo a sus espaldas y lo que vio lo asustó de veras. Una monumental criatura de un blanco radiante se aproximaba a grandes trancos. Sus ojos, rojos como carbones incandescentes, parecían brillar en la oscuridad, pero lo que más le llamó la atención fue la pelambrera blanca y resplandeciente que cubría la totalidad de su cuerpo. Refulgía con intensidad, especialmente a la altura del pecho, como si tuviese como corazón una bola de fuego. El muchacho no tuvo tiempo de fijarse en más detalles. Sus grandes zancadas habían recortado mucho la diferencia y más les valía espabilar.

Mientras los demás corrían todo lo rápido que podían, preocupándose por encontrar una salida, a Merak aún le sobraba tiempo para deleitarse con la estructura que estaban atravesando. Los gritos y las fuertes pisadas parecían no afectarle lo más mínimo. Sencillamente, se sentía maravillado por aquellas paredes que alguien se había tomado la molestia de cincelar mucho tiempo atrás. Saltaba a la vista que aquellos conductos no eran naturales; alguien los había diseñado y, sin duda, le había llevado mucho trabajo.

De pronto, el corredor se ensanchó notablemente, transformándose en lo que parecía una gran sala. El techo se elevaba ligeramente sobre sus cabezas, pero lo que más les llamó la atención fueron aquellas estatuas de hielo que rodeaban el perímetro de la estancia. Elliot pensó en los bustos del Claustro Magno de Hiddenwood, pero aquellos parecían mucho más reales. Su diseño era mucho más auténtico.

El temblor del suelo le hizo salir de su ensimismamiento.

—Tenemos que detenerle… —sugirió Elliot, al que se le acababa de ocurrir una idea—. ¡Merak! ¡Gifu! Debéis cruzar la sala… Coreen, será mejor que los acompañes.

—Elliot, me gustaría ayudar… —pidió encarecidamente el muchacho, resistiéndose a seguir los pasos de sus dos compañeros.

—Lo sé, y te estoy pidiendo algo muy importante —dijo Elliot con voz insistente. En aquellas circunstancias, cada segundo era precioso—. Asegúrate de que no hay peligro al otro lado. ¡No hay tiempo que perder!

—Está bien —acató el elemental del Aire, poniéndose en marcha.

Elliot, Eloise y Eric se preparaban para desafiar a la monstruosa criatura que los acechaba. Estaban prestos a ejecutar sus escudos protectores cuando oyeron un grito desgarrador a sus espaldas que los dejó patidifusos.

Los jóvenes se volvieron de inmediato y sus ojos se clavaron en un inmenso boquete que se había abierto en el suelo. Bien fuese porque los pesados pasos del Yeti habían agrietado la superficie helada, bien por la presión ejercida sobre el suelo por los tres amigos, el hielo se había resquebrajado y se los había tragado.

—¡Merak! ¡Coreen! ¡Gifu! —gritaron los amigos, angustiados por el accidente—. ¿Estáis bien?

Se aproximaron cuanto pudieron al borde y Elliot se quedó lívido al ver a sus tres amigos a casi una decena de metros de profundidad, amparados por una débil bola de fuego que acababa de hacer aparecer Coreen.

—Tranquilos, todo está en orden —aseguró Merak, que no cesaba de mirar aquello que había bajo sus pies.

No era otra cosa que una trampa mortal. Docenas de pinchos de hielo se aglomeraban en el suelo, a la espera de que alguien se viese sorprendido por la fragilidad del hielo. Los asombrosos reflejos de Gifu, lanzando los polvos mágicos mientras caían, habían salvado sus vidas. Ni siquiera Coreen había tenido tiempo de practicar un hechizo de flotación…

Durante esos segundos de desconcierto, el Yeti se encontraba ya en la sala, a pocos metros de donde ellos estaban.

—Scudetto! —exclamó Elliot de inmediato, secundado por sus dos amigos—. ¡A un lado!

Mientras los escudos protectores se interponían entre el monstruo y los tres amigos, éstos miraron fijamente al enemigo que los acechaba. Su inteligencia, cavando aquellos túneles y preparando semejantes trampas en el interior del monte Everest, había quedado probada sobradamente. Sin embargo, no dejaba de sorprenderles su apariencia. Resultaba difícil imaginarse cómo una criatura tan monstruosa había podido llevar a cabo tan complejas tareas. Aquellos ojos rojos los escrutaban con ansia, como si estuviesen contemplando su próximo almuerzo. Su desproporcionada figura superaba los dos metros de altura y era sumamente velludo. La totalidad de su cuerpo estaba cubierto de un pelo blanco que brillaba gracias a… gracias a…

—¿Os habéis fijado en su pecho? —preguntó Eric.

—¡Sí! ¡Lleva colgada una alhaja mágica que pende de una cadena! —respondió Eloise, que no podía apartar la mirada del colgante.

—No es una joya mágica —negó Elliot, meneando su cabeza. También él se había quedado embobado mirando el pedrusco con forma de diamante—. Es…

—¡La Piedra Elemental del Aire! —sentenció Eric—. ¡La lleva colgada del cuello!

No obstante, la emoción se esfumó de un plumazo. Estaba claro que, si querían hacerse con la Piedra, deberían derrotar al Yeti.

Elliot asomó de nuevo la cabeza al pozo al que habían caído sus amigos, y Gifu gritó:

—¡Marchaos!

—¡De ninguna manera! —rechazó el muchacho.

—Nosotros estamos bien —insistió el duende desde las profundidades—. ¡Ya nos las apañaremos!

El Yeti no se interesó en ningún momento por las víctimas que habían ido a parar al interior de esa trampa. Era como si diese por sentado que de allí jamás podrían salir y prefería concentrarse en los tres individuos que lo desafiaban. Con el lote completo, tendría comida de sobra hasta fin de mes.

—Es verdad, Elliot —añadió Coreen tratando de hacerse oír—. Además, si os lleváis a esa bestia de ahí arriba, podremos salir sin grandes problemas… ¡Te recuerdo que soy un elemental del Aire!

Lo que acababa de decir el joven tenía sentido. Si el monstruo los seguía por los corredores, él podría practicar un hechizo de flotación con Gifu y Merak para sacarlos de allí. Ni siquiera precisaría de una escalera, pues un hechizo de levitación le bastaría para quedar en libertad.

Elliot provocó a la bestia con gritos, al tiempo que agitaba los brazos de arriba abajo. De inmediato, los tres chicos echaron a correr por el túnel que tenían más cercano. Tal y como esperaban, el Yeti los siguió, ignorando a las presas que ya daba por capturadas. Sus torpes pero pesados pasos hicieron retumbar la caverna una vez más.

Corrían por la resbaladiza superficie lo más rápido que sus pies se lo permitían, siempre amparados por sus escudos protectores. Elliot y Eric iban unos dos metros por delante, mientras que Eloise cerraba el trío. Exhaustos, doblaron un recodo para encontrarse en una nueva estancia.

Era de un tamaño ligeramente menor que la que acababan de dejar. Fue entonces cuando se percataron de que ni Úter ni Pinki estaban con ellos. Desde el momento en el que se vieron sepultados bajo la nieve, únicamente habían tenido tiempo para comprobar si estaban bien… y para huir. Sin embargo, en ningún momento habían echado en falta al fantasma ni al multimorfo, que debían de haberse quedado en la superficie. ¡Ni siquiera habían tenido tiempo para pensar en ellos!

Bordearon la sala con mucho cuidado y evitaron cruzarla por el centro para no toparse con desagradables sorpresas. Como la anterior, la estancia estaba plagada de estatuas de tamaño natural, cada cual más real en apariencia. Al pasar junto a ellas, Elliot apreció un denominador común: todas las figuras mostraban expresiones grotescas y de horror.

El Yeti los observaba con detenimiento, como esperando a que cayeran en un nuevo foso oculto.

—Vayamos por este pasillo que se abre aquí —sugirió Eric, al llegar a la primera abertura con la que se toparon—. La mirada de esa bestia me inquieta cada vez más y no tengo ganas de formar parte del menú de su cena.

—Yo tampoco… —reconoció Elliot.

Apenas había terminado de cruzar el muchacho, todo se torció y las cosas se complicaron sobremanera. De la nada, surgió una mampara de cristal que cerró el paso del túnel y dejó a Eloise en la estancia, sola ante el peligro. Había sido tal su mala suerte, que su propio escudo protector también había quedado atrapado junto a los dos chicos.

—¡Eioise! —gritaron los dos muchachos, sin dar crédito a lo que acababa de suceder. Fue la voz de Elliot la que resonó con mayor fuerza a sus espaldas.

Al otro lado, Eioise también golpeaba el muro que los separaba con impotencia. Pedía auxilio sacudida por la desesperación, pero nadie podía socorrerla. El Abominable Hombre de las Nieves había dado nuevas pruebas de su inteligencia. Había aguardado pacientemente al otro lado de la sala para activar el mecanismo que le cerraba el paso. Por si fuera poco, las caras de horror de sus dos amigos la avisaron del peligro que se cernía a sus espaldas y, temblando de miedo, se volvió.

Sólo dos metros la separaban del Yeti. Pese al brillo que brotaba de su pecho, podía apreciar que los ojos rojos de la criatura albina la escrutaban sin cesar, paralizándola de terror. Eioise podía sentir con total claridad los latidos de su corazón, palpitando ajetreadamente, y contempló con horror cómo la criatura abría sus fauces con la saliva chorreándole por las comisuras de los labios. Aquellos colmillos amenazaban con atacarla de un momento a otro, pero fue su fétido aliento lo que la sorprendió. La criatura exhaló un extraño vaho similar a una pegajosa niebla y Eioise sintió una extraña sensación. Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que su cuerpo se tornaba azulado, cubierto de escarcha, para convertirse en pocos segundos en una sorprendente estatua de hielo. La más hermosa de todas cuantas ocupaban la estancia.

—¡Noooooo! —clamó de pronto Elliot, en un grito que quedó ahogado tras la superficie cristalina. Desde allí había presenciado todo cuanto acababa de suceder—. ¡Eloise!

El efecto que tuvo el vaho sobre la muchacha afectó también a su escudo protector que, al mismo tiempo que ella, se cristalizaba.

Ni Elliot ni sus dos amigos habían podido hacer nada para ayudarla. Elliot profirió varios gritos desgarradores, de impotencia. Golpeaba el cristal sin importarle el daño que se hacía en los puños, con el único deseo de ahogar sus sentimientos tan dispares. Sentía rabia, ganas de venganza, dolor, frustración… Allí estaba la silueta congelada de su amiga, completamente inmovilizada mientras el Yeti se daba media vuelta y se perdía por el mismo túnel por el que habían entrado hacía pocos minutos.

—Eloise, Eloise… —musitaba entre sollozos Elliot, mientras Eric trataba de consolarlo como buenamente podía. No era fácil asimilar una pérdida así.

—Vamos, amigo —le decía, encendiendo una pequeña bola de fuego y apoyando sus manos sobre los hombros del desconsolado muchacho—. Tenemos que buscar una salida antes de que sea demasiado tarde. Hay que advertir a los demás antes de que el Yeti los alcance. ¡Su aliento es letal!

Aquellas palabras hicieron reaccionar al joven elemental, quien alzó la cabeza como un resorte y contempló a su amigo con los ojos enrojecidos. Si Coreen y los demás lograban salir del agujero, intentarían buscarlos. Y si lo hacían… ¡se encontrarían con el Yeti en el corredor! Tenían que apresurarse. El tiempo corría en su contra.

Estaba Elliot a medio incorporarse cuando un chillido familiar lo dejó estupefacto.

—¡Ayuda, ayuda!

Aunque algunas veces la aguda voz del loro podía causar verdaderos dolores de cabeza, en esta ocasión fue sinónimo de música celestial. No había una mascota más fiel y oportuna que aquel multimorfo.

—¡Pinki! —Los dos jóvenes recibieron al loro con los brazos abiertos y una pregunta afloró en su mente—: ¿Dónde se ha metido Úter?

El loro miró a un lado y a otro, dando a entender que no tenía ni idea.

—¿Por dónde has venido, Pinki? —preguntó Elliot, rascándole la base de la nuca—. Tienes que guiarnos por estos túneles. Necesitamos llegar al otro lado de este muro de cristal… ¡cuanto antes!

El pájaro clavó primero su mirada en el escudo protector de Eloise, congelado en un extraño escorzo. Acto seguido, se fijó en la gruesa mampara de hielo y batió sus alas hasta allí. Dio dos suaves picotazos, tratando de picar la superficie.

—Me parece que va a ser más rápido buscar otra salida, Pinki —le espetó Elliot, con cierto deje de reproche—. Es vital porque… ¿Qué estás haciendo?

Pinki había comenzado a agitarse de una manera un tanto extraña. Su plumaje esmeralda se sacudió igual que si estuviese siendo atacado por una legión de pulgas y su cabeza giró formando ángulos casi imposibles. Aunque parecía conservar sus alas, Elliot se alarmó cuando vio que las plumas desaparecían en detrimento de una piel escamosa y satinada de color cobrizo, reflejando el brillo que emitía la bola de fuego generada por Eric. Al girar de nuevo la cabeza, la luz reveló que no era precisamente el rostro del simpático macaco ni el del murciélago gigante que ya conocían. Ahora sus ojos semejaban a los de un reptil, y de su alargado hocico sobresalían grandes y afilados colmillos. ¡Pinki era la viva imagen de un pequeño dragón!

Aún asombrados por la nueva apariencia de la mascota, contemplaron cómo echaba la cabeza hacia atrás y expulsaba una prolongada bocanada de fuego contra la pieza de cristal. En cuestión de pocos segundos abrió un boquete lo suficientemente grande para que los dos muchachos pudiesen atravesarlo.

—¿Has visto eso? —preguntó Eric aún con la boca abierta, mientras Pinki recuperaba su aspecto habitual. ¡Puede transformarse en un dragón! ¡Este multimorfo no dejará de sorprenderme nunca!

Elliot apenas hizo caso a las palabras de Eric. No había podido contenerse y se había dirigido a la estatua de Eloise. La palpó con sus manos y comprobó que estaba fría, pero su textura era muy diferente a la del hielo. Aquella rugosidad le hizo preguntarse si aún podrían hacer algo por ella.

Con cierto alivio en su interior, Elliot se puso en marcha. Era preciso evitar que el Yeti causase algún daño a sus amigos. Al adentrarse en el conducto que se abría al otro lado de la estancia, un nuevo rugido sacudió sus entrañas y a Elliot se le puso la carne de gallina. Espoleados por el rugido, apretaron el paso y recorrieron el túnel a la carrera. Pinki los adelantó a velocidad supersónica y se perdió en la penumbra del túnel. De pronto, unas voces llamaron su atención.

—¡Atrás, atrás! —ordenaba con firmeza la inconfundible voz del fantasma. Así pues, había llegado a tiempo.

Tanto Elliot como Eric se llevaron una sorpresa mayúscula al llegar a la estancia donde habían dejado a Coreen, Gifu y Merak. La colosal figura del Yeti estaba acorralada por decenas de criaturas voladoras que sólo Úter podía haber hecho brotar de su imaginación. Las plumas multicolores y sus afilados picos acosaban constantemente al Abominable Hombre de las Nieves, volando en círculos a su alrededor. Instintivamente, el Yeti reaccionó exhalando su aliento tratando de petrificarlas. Al ver que aquel método no surtía el efecto deseado, pues no eran más que ilusiones, el monstruo albino comenzó a sacudir sus brazos tratando de quitárselas de encima.

Elliot sonrió al ver a su tatarabuelo, flotando a escasos centímetros del techo y dirigiendo la operación desde el otro lado de la estancia. Detrás de él permanecían sus tres amigos sanos y salvos que, afortunadamente, habían logrado escapar de la trampa mortal. Mientras contemplaba el dantesco espectáculo, el muchacho se quedó helado al ver a su mascota. Volaba entre las aves ilusorias creadas por Úter y asestaba algún que otro picotazo a la bestia. ¡Si el aliento del Yeti lo alcanzaba, quedaría congelado igual que le había sucedido a Eloise! Aun así, una idea descabellada acudió a su mente.

—¡Pinki! —lo llamó—. ¡Ven aquí, aprisa!

El loro torció el gesto pero, obedeció a su amo y fue a posarse sobre su hombro derecho.

—Mi pequeño amigo, aunque a veces hayas sido un poco desobediente, siempre has sido fiel ayudándome en todo, especialmente en los momentos más difíciles —le dijo, mirándole fijamente al tiempo que le acariciaba el cuello—. Te voy a pedir un favor muy grande, pero comprenderé si no quieres hacerlo, pues entraña mucho peligro. Debes…

El resto se lo dijo en un tierno susurro sin apenas mover los labios. Verdaderamente le dolía tener que pedirle algo así, pero no les quedaban muchas opciones, pues iban a precisar de toda la magia que se acumulase en sus venas para poder salir de aquel siniestro lugar. Pinki le devolvió una mirada profunda, cargada de sentimientos. Desde que vivía con Elliot, su calidad de vida había mejorado ostensiblemente; jamás lo habían vuelto a insultar ni a maltratar. Por primera vez en su vida, se había sentido verdaderamente querido. Sin lugar a dudas, haría cualquier cosa por su amo… aunque le fuese la vida en ello. Entonces, firmemente decidido, despegó del hombro del muchacho y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Ayuda, ayuda!

Tanto Elliot como Eric contemplaron cómo el multimorfo atravesó la barrera de aves ilusorias como una bala de cañón de color verde esmeralda. Después pasó junto al Yeti a una velocidad increíble y éste estuvo a punto de asestarle un golpe brutal con su antebrazo al sacudirse de encima un par de ilusiones. Afortunadamente, había desistido de atacar a los pájaros con su aliento porque no resultaba efectivo. Pero si en algún momento volvía a emplearlo… El multimorfo realizó una nueva pasada de reconocimiento, esta vez mucho más próxima que la anterior. El Abominable Hombre de las Nieves debió de notar algo —su aleteo o una ligera brisa al pasar a su lado—, y preparó sus dos manazas. A punto estuvo de atrapar a Pinki en una de esas batidas pero, por fortuna para él, sólo rozó las plumas de su cola con las encallecidas yemas de los dedos.

Unos segundos después, Pinki volvió a la carga. Batió sus alas con brío y preparó sus garras para arrebatarle el collar a la bestia, pero ésta lo estaba esperando. Cuando el loro se encontraba a unos dos metros de su objetivo, el Yeti abrió sus fauces dispuesto a expulsar una bocanada de su fatídico vaho. Elliot y Eric lo vieron venir y gritaron:

—¡Cuidado! ¡A un lado, Pinki!

Resultaría muy difícil explicar el giro acrobático que ejecutó el loro para esquivar la nube letal. Incluso, mediada la pirueta, hizo un pequeño ademán con sus garras tratando de alcanzar la cadena que pendía del cuello del Yeti, pero era una maniobra casi imposible y no dio buen resultado.

Para desazón de los muchachos, el factor sorpresa se había esfumado. Mientras los demás aguardaban expectantes a espaldas de Úter, el fantasma seguía generando pájaros con la misma facilidad con la que un mago sacaría conejos de su chistera. Al ver el peligro que estaba corriendo el multimorfo, modificó sus ilusiones, que pasaron a imitar la fisonomía de la mascota de Elliot. Por lo menos, eso lo protegería relativamente.

Entre tanto barullo de color esmeralda, Elliot tardó unos segundos en volver a identificar a Pinki. Lo hizo en el preciso instante en el que éste se disponía a llevar a cabo un nuevo ataque. El muchacho miró de reojo al Yeti y se alarmó al verlo. ¡Tenía la mirada clavada en el loro verdadero! Lo que iba a hacer Pinki era un suicidio. Tenía que actuar de inmediato, pero ¿cómo?

Pinki se lanzó en picado, adquiriendo más velocidad cuanto más avanzaba. El Yeti se disponía a abrir su enorme bocaza cuando Elliot dio dos pasos al frente. Estaba a punto de lanzar un rayo reductor cuando Pinki los sorprendió a todos con un maravilloso escorzo en pleno vuelo. Pero la sorpresa no quedó ahí, pues el multimorfo hizo una transformación asombrosamente rápida mientras hacía el espectacular giro. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser el simpático loro al que todos estaban acostumbrados a convertirse en el pequeño dragón que acababa de rescatarles hacía tan sólo unos minutos. Sin perder un instante, Pinki escupió una voraz llama de fuego anaranjada que aterrorizó al Abominable Hombre de las Nieves. Instintivamente, se protegió el rostro con las manos, momento que aprovechó Pinki para arrancarle la Piedra Elemental del cuello con sus poderosas garras y alejarse de allí batiendo sus alas.

—¡Bravo, Pinki! —exclamó Elliot, sin poder contener su alegría—. ¡Así se hace!

—¡Magnífico! —lo secundó Úter, desde el otro lado de la estancia.

El Yeti, con parte de su pelaje chamuscado y momentáneamente cegado, gritaba sin cesar y comenzó a moverse descontroladamente. Sin la magia de la Piedra Elemental y con todas aquellas ilusiones mareándolo sin cesar, quedó completamente desorientado. Inmediatamente, Coreen, Gifu, Merak y Úter se unieron a los dos muchachos, al tiempo que Pinki sobrevolaba sus cabezas adentrándose en el túnel que había a sus espaldas. La luz que brotaba de la Piedra que aún portaba el multimorfo les reveló el camino hasta la siguiente estancia en la cual se había quedado, sola y desangelada, la pobre Eloise.

Entonces el sufrimiento y el dolor volvieron a embargar a Elliot, quien se abrazó a la figura inerte de la muchacha. De fondo, aún podían oírse los gritos del derrotado Yeti, mientras Eric les explicaba a los demás en un suave susurro todo cuanto les había sucedido en aquella parte de la sala.

El plumaje verde volvió a envolver la silueta de la valiente mascota, que con delicadeza entregó el trofeo a su amo. Elliot tenía los ojos enrojecidos pero, aun así, fue capaz de esbozar una tenue sonrisa.

—Gracias, Pinki. No sabes cuánto te lo agradezco.

Sabía cuánto se había jugado el multimorfo y que, sin duda, debía ser más efusivo con él. Sin embargo, no pudo evitar volver a abrazar a Eloise. Y, entonces, se obró el milagro.

La Piedra del Aire reaccionó con un fulgor fuera de lo normal cuando contactó con la superficie congelada de la muchacha. Fue un brillo cegador que los dejó boquiabiertos y, antes de que recuperasen totalmente la visión, pudieron oír los gimoteos de Eloise, que había recuperado la movilidad y la consciencia.

Era libre de nuevo.

—¡Debe de ser la magia a la que hacía referencia el texto que encontramos en la biblioteca del Claustro Magno! —exclamó Merak.

—Ahora sí que no me cabe la menor duda de que ésta es la Piedra del Aire… —constató Úter, al ver que se obraba el milagro.

A muchos kilómetros de allí, en la otra punta del globo terráqueo, los señores Tomclyde estaban en el salón de su casa de Quebec.

El reloj de la entrada había señalado las ocho hacía un buen rato y ellos habían seguido hablando como si tal cosa. El tema de conversación últimamente era siempre el mismo: dónde estaría su hijo Elliot. Tanto si encendían el televisor como si leían la prensa, lo único que conseguían era aumentar su nerviosismo. Sólo informaban de grandes catástrofes y cataclismos ocurridos en multitud de países. Eran conscientes de que todos ellos estaban relacionados con el mundo mágico de los elementales y, muy especialmente, con uno de los peores enemigos: Tánatos. Ellos, mientras tanto, seguían sin tener noticias de su único hijo y esto los preocupaba.

—¿Crees que estará bien? —preguntó la señora Tomclyde, a quien apenas quedaban ya uñas que comer de lo nerviosa que estaba.

—Estoy seguro, cariño —la tranquilizó su marido, conservando su habitual temple aunque la procesión iba por dentro—. Elliot sabe cuidarse bien, y si no hemos tenido noticias suyas hasta el momento es porque las comunicaciones están complicadas en el mundo elemental…

—Lo sé, pero… —suspiró la mujer—. ¡No aguanto toda esta tensión! Me gustaría que nada de esto hubiese sucedido y que Elliot hubiese seguido yendo a una escuela normal, llevara una vida normal…

Mark Tomclyde estaba a punto de replicar cuando alguien golpeó la puerta de entrada. Frunció el entrecejo y le preguntó a su mujer:

—¿Esperas a alguien?

—No. Y menos a estas horas…

Se acercó sigilosamente a la puerta y echó un vistazo por la mirilla. Al ver un inmenso sombrero de copa, suspiró aliviado.

—Es el mensajero de los elementales. Al parecer trae noticias…

El señor Tomclyde abrió la puerta y saludó al recién llegado, mientras la mujer se acercaba corriendo a la entrada. Se habían visto ya en varias ocasiones en los últimos tiempos, pues la señora Tomclyde mantenía contacto con la señora Pobedy.

—Es una carta para la señora Tomclyde, de parte de la señora Pobedy —reveló con desdén el excéntrico hombrecillo—. Si no me equivoco, trae un obsequio en su interior.

—¿Hay alguna novedad más? Ya sabe… —preguntó el señor Tomclyde, que trataba de averiguar cómo iban las cosas por Hiddenwood.

—Ninguna —negó el mensajero—. La situación es tan inestable como siempre y los espías se multiplican en todos los rincones de la ciudad y en los caminos fronterizos. Ya no se está seguro en ninguna parte… —Hizo una pausa y después concluyó—: Si me permiten un consejo, ándense con cuidado. Seguro que hay espías hasta en esta ciudad.

La señora Tomclyde estaba rasgando el sobre cuando se despidieron.

—Lo tendremos en cuenta, amigo —respondió Mark Tomclyde—. Gracias por todo.

—¡Hasta la próxima!

Estaban a punto de sentarse de nuevo en el salón, cuando volvieron a llamar a la puerta.

—Ya voy yo, Melissa —dijo el señor Tomclyde, mientras su mujer leía la carta que tenía en sus manos—. Se habrá olvidado decirnos algo…

El padre de Elliot llevó la mano al pomo de la puerta y de pronto ésta se abrió de sopetón, golpeándole de lleno en la cara. El hombre cayó de espaldas, casi sin enterarse de lo que acababa de suceder.

Con la vista aún nublada y la cabeza abotargada, vio al mensajero del sombrero de copa amordazado y tres extraños seres encapuchados que lo acompañaban. Aquello no auguraba nada bueno.

—¿Qué sucede, Mark? —inquirió la señora Tomclyde desde la habitación de al lado, alarmada por el ruido.

Los encapuchados metieron al mensajero en el apartamento con un fuerte empellón, y cerraron la puerta tras de sí. Las capuchas apenas dejaban ver sus rostros, pero estaba claro que no eran humanos. Aquella protuberancia que salía de sus coronillas no era algo muy normal.

Con gran eficacia, amordazaron a los otros dos prisioneros y empezaron a registrar la vivienda.

—Vaya, vaya, vaya —susurró uno de los seres, cinco minutos después, saliendo de una de las habitaciones al fondo del pasillo—. Esto puede interesarle al amo… ¡Un diario elemental de doscientos años de antigüedad! Aquí pone que perteneció a un tal Weston Lamphard.

—Bien, nos lo llevaremos por si acaso.

Estuvieron revolviendo todo cuanto encontraron a su paso y, salvo la nueva varita mágica de la señora Tomclyde y el famoso medallón de la familia, no hallaron nada más de su interés. Por eso dieron por concluida la misión. En la calle ya era noche cerrada, por lo que era un buen momento para salir. Pese a sus reticencias, los tres prisioneros los acompañarían.

Un largo viaje les esperaba.