NO había sido muy difícil convencerle para que les guiase por las profundidades del lago Ness. Los esbirros de Tánatos podían llegar a ser tremendamente perseverantes y Merrill McPump, como otros muchos, había sido testigo de ello. Lo había sufrido en sus propias carnes.
Cuando aquella tarde abandonó El Cangrejo Ermitaño, el elemental del Agua tuvo una extraña sensación, y un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Como venía sucediendo en los últimos días, no había un alma por las callejuelas de Underness. No obstante, sintió que le estaban observando.
Caminó con paso inseguro durante la mayor parte del trayecto, mirando constantemente por encima de sus hombros por si le seguían. No veía a nadie, pero la sensación de que lo vigilaban estrechamente lo agobiaba más a cada paso que daba. De pronto, cuando giró el recodo para tomar el callejón en el que se encontraba su casa, se encontró de frente con una criatura espantosa. Jamás había visto nada igual en los reinos del Agua. Era una figura cubierta por una piel tersa y escamosa de un color rojizo; su mirada asesina y su dentadura afilada le hizo recordar a la de los pokis, pero este ser era mucho más grande y aterrador.
Instintivamente, se dio la vuelta con la clara intención do huir, pero no pudo dar un solo paso. A sus espaldas, se alzaba otra criatura cerrándole el paso con una sonrisa perversa. De inmediato, se unieron otros dos demonios más, que llegaron con un siniestro batir de alas. McPump se había quedado lívido. Tan sólo se había tomado una pinta de cerveza. No podían ser alucinaciones. ¡Estaba rodeado!
—¿Q-qué queréis de mí? —tartamudeó. Sudaba copiosa mente y la lengua se le pegaba al paladar, mientras sus manos temblaban de miedo.
—Debes acompañarnos —contestó una de las criaturas, con una voz espectral que le puso la piel de gallina.
En realidad así se sentía él, como una gallina con los minutos contados. No tenía más remedio que ceder, tal era la autoridad de aquella voz. ¡Si se negaba, lo ensartarían con aquellos cuernos afilados que sobresalían de sus cabezas!
Sin perder un instante, lo asieron con firmeza por los hombros con aquellas garras y despegaron. McPump jamás había volado y sintió un mareo repentino cuando sus pies abandonaron el suelo. Los segundos iniciales fueron desagradables, pero no los peores. Entonces vio pasar las casas y las farolas a gran velocidad bajo sus pies, la cabeza comenzó a darle vueltas y la tensión lo atenazó más y más. Ni siquiera los bruscos vaivenes ni el olor a salitre impidieron que se desmayara a los pocos minutos del despegue.
Se despertó cuando aquel fétido olor a huevos podridos invadió sus fosas nasales.
—¡Oh, fantástico! Nuestro joven amigo ya vuelve en sí.
McPump pestañeó varias veces. Estaba en un lugar bastante oscuro y alguien lo observaba detenidamente. No era una de esas criaturas espantosas que lo habían secuestrado, pero tampoco le inspiraba mucha confianza. Su nariz ganchuda le resultaba especialmente desagradable.
—¿Dónde estoy? —preguntó el elemental.
—Eso es lo de menos —respondió el hombre con voz sibilina—. Lo importante es adonde nos vas a llevar tú…
—¿Yo? No comprendo… —dijo McPump, aún tratando de recuperarse de la experiencia tan desagradable que acaba-lía de vivir.
—Tengo entendido que tú fuiste quien extrajo aquella piedra del lago Ness —dijo arrastrando las palabras.
—Sí, bueno… De eso hace ya mucho tiempo —reconoció Merrill McPump, incorporándose un poco.
—No importa, seguro que recuerdas el lugar exacto donde la encontraste, ¿verdad?
McPump sintió escalofríos al oír aquellas palabras. Lo cierto es que no sabía muy bien cómo fue a parar a la guarida de aquellas criaturas monstruosas. Un sudor frío le cayó por la frente al recordar la experiencia.
—Había monstruos… —advirtió, sin querer reconocer que no tenía ni idea de dónde se encontraba exactamente la caverna. ¿Qué pasaría si aquel hombre se daba cuenta?
—Eso es lo de menos. Tú llévame hasta ese lugar. De los monstruos ya me encargaré yo. —La fría voz de Tánatos concluyó en una sonora carcajada.
Horas más tarde y muy a su pesar, McPump se encontraba de nuevo en el lago Ness. Se adentró en sus oscuras y amenazadoras aguas en una burbuja, siempre acompañado por Tánatos y, afortunadamente, lejos de esos diablos voladores. Aunque resultara un tanto paradójico, el hecho de ir acompañado hizo que esta incursión le resultase menos aterradora. El elemental se sobresaltó con la aparición de los numerosos pokis que se adhirieron a su burbuja. Un único gesto de su acompañante bastó para que las pequeñas criaturas se desprendiesen, fulminadas. McPump sintió entonces una extraña sensación de seguridad e inseguridad al mismo tiempo. ¿Quién era ese ser que parecía tener tanto poder?
Poco después, Tánatos estuvo a punto de descargar un nuevo ataque sobre los monstruos del lago, pero el elemental se lo impidió.
—¡No! —exclamó, perdiendo el control de la burbuja por unos instantes. Tragó saliva al ver la mirada asesina que le dirigió Tánatos y, sudando copiosamente, volvió a decir—: Aún no… Ellos nos conducirán a la cueva.
Y una hora después, la burbuja fue a parar a un lugar oscuro y desangelado al que no llegaba el agua.
Al amparo de la tenue luz de la burbuja, Merrill McPump no tardó en reconocer aquel espacio abierto. Sin lugar a dudas, era la caverna donde había encontrado la misteriosa piedra años atrás, pero había una diferencia: al no estar ésta, permanecía sumida en una insondable oscuridad.
Aún desconocía la verdadera identidad de su acompañante, quien debía de ser un poderoso elemental del Fuego, pues hizo aparecer una bola incandescente cuando salieron de la burbuja protectora. McPump lo guió con paso vacilante por el terreno pedregoso hasta la pequeña gruta. Sus ojos volvieron a iluminarse al ver la magnificencia de aquellos cristales incrustados en las paredes, brillando al amparo de la luz que emitía la bola de Tánatos. Sin embargo, el ifrit parecía muy irritado.
—¡Esto no es ningún yacimiento! —bramó, con sus ojos inyectados en sangre—. ¡¿Dónde están las piedras mágicas?!
—No hay ninguna piedra más, señor… La que yo encontré en su día la tomé de aquel lugar —indicó, señalando una superficie que parecía ennegrecida.
Tánatos resoplaba, mientras repetía desesperadamente:
—Tiene que haber más piedras. Tiene que haber más…
—Disculpe, pero creo que no hay más. Sólo había una piedra… —reconoció McPump, sin poder ocultar el temblor en su voz. Tenía miedo—. Desde el día en el que me la robaron, a menudo me he preguntado a qué podían deberse sus peculiares propiedades mágicas y nunca he llegado a una conclusión. Como no sea una de esas Piedras Elementales de las que tanto se está hablando en los últimos días en los periódicos…
Entonces Tánatos lo miró ceñudo. Ni siquiera prestó atención al chapoteo que resonó no muy lejos de allí.
—¿Qué es eso de las Piedras Elementales? —inquirió intrigado.
¿A qué se había referido aquel joven con eso de las Piedras Elementales? ¿Acaso había en el mundo unas piedras con verdaderos poderes elementales? ¿Cuántos otros poderes más existían en el mundo elemental que se le escapaban a sus conocimientos? ¡Cómo odiaba aquella situación! El hecho de ser un ifrit, de haber vivido tan independiente durante tantos años, deseoso de acabar con todo cuanto estaba relacionado con el equilibrio elemental, le había obnubilado completamente. Siempre había considerado que su magia era muy superior a la de cualquier elemental o criatura pero ¿cuántas cosas había que desconocía? Nunca, en todos sus años de existencia había oído hablar de esas Piedras Elementales…
—Oh, según dicen, son las únicas Piedras en el mundo que poseen verdadero poder —contestó el elemental con total naturalidad—. Al parecer son cuatro, una por elemento, y por lo que se cuenta son vitales para la creación de una nueva Flor de la Armonía. Justo lo que necesitamos ahora, ¿verdad? Es una lástima que ya no tenga esa piedra en mi poder. Si en verdad fuera una de esas Piedras Elementales tan sólo habría que buscar las otras tres para… ¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra bien?
Tánatos se había quedado más pálido que nunca. Daba la impresión de que su corazón había dejado de bombear. En el instante en el que aquel insignificante elemental relacionó las Piedras Elementales con la Laptiterus Armoniattus, dejó de fluir sangre por sus venas —o lo que circulase por ellas—. Ahora lo comprendía todo… Nunca en su vida había sabido nada acerca de las Piedras Elementales porque hasta ese momento no había sido necesaria una nueva Laptiterus Armoniattus. Desde los tiempos en los que Weston Lamphard lo creara, únicamente había existido una flor. Pero ahora las circunstancias habían cambiado y… ¡eso explicaba el comportamiento del asqueroso niño Tomclyde! ¡Estaba buscando las Piedras para forjar una nueva Flor de la Armonía y arrebatarle el poder! Y lo peor de todo era que estaba seguro de que ya tenía una de esas Piedras…
Su sangre volvió a ponerse en movimiento con gran vigor. El sobresalto inicial se había transformado en una ira tremebunda. Podía ver cómo el elemental escocés movía sus temblorosos labios delante de él, pero era incapaz de oír nada. Sólo oía el latir de su corazón, golpeando con fuerza su pecho, calentando su sangre. Pronto alcanzaría el punto de ebullición.
—¿Qué se sabe de las otras Piedras? —preguntó Tánatos, tratando de calmar sus ánimos. Necesitaba información con carácter de urgencia—. ¿Cómo podemos localizarlas?
En realidad, el ifrit era consciente de que, como era imprescindible juntar las cuatro Piedras, únicamente le bastaría con hacerse con una de ellas para conseguir que Elliot no se saliese con la suya.
—Lo desconozco —reconoció McPump, para disgusto suyo. Pero no podía mentir. Las consecuencias podrían ser mucho peores—. Es muy poca la información que se sabe de ellas…
—Alguien las habrá visto alguna vez, digo yo…
—No, que se sepa —insistió McPump—. Si alguien hubiese encontrado una piedra mágica todo su entorno se habría enterado…
«Como me pasó a mí», pensó el elemental acto seguido. Un chapoteo mucho más próximo resonó en la caverna. Los monstruos del lago no debían de andar muy lejos. No sería mala idea abandonar el lugar cuanto antes.
Tánatos echó un vistazo a sus espaldas y dijo enseñando sus dientes en una falsa sonrisa:
—Ha sido un placer charlar contigo, McPump. Tengo muchas cosas que hacer y debo marcharme. No es fácil ejercer la labor de señor del Caos… Pero, no te preocupes, te dejo en buena compañía.
Tánatos señaló a las tres criaturas que había a sus espaldas cerrándoles el paso. Merrill McPump las vio arrastrarse por las piedras en dirección a la luz que brotaba de las manos del ifrit. ¡No tenía escapatoria! De pronto, igual que si hubiesen apagado una vela de un soplido, la bola de fuego que portaba su siniestro acompañante se esfumó.
—¡Espere! —gritó con desesperación—. ¡Enciéndala otra vez!
Tanteó a ciegas con los brazos, pero no encontró a nadie. ¿Cómo había logrado desvanecerse? ¿Acaso era un fantasma? ¡Los elementales no podían teletransportarse! Un momento… ¿Había dicho que era el señor del Caos? Pero eso era imposible… Era el título de Tánatos y…
—¡Oh, no! —exclamó el elemental cuando lo comprendió todo. Entonces, cayó de rodillas completamente abatido—. Y yo le he hablado de las Piedras Elementales…
Los gruñidos sonaban cada vez más próximos y Merrill McPump sintió que el pánico invadía sus venas.
Tánatos acarició con sus afilados y blanquecinos dedos las runas de la vasija visionaria. Dos días completos había tardado en llegar a su fortaleza en mitad del océano Pacífico. Aunque era un ifrit extremadamente poderoso, no podía trasladarse a otro lugar del mundo de una manera inmediata. Su energía no era ilimitada… aún.
Desde que se esfumara de la gruta que se escondía en alguna parte de las profundidades del lago Ness, sólo había ansiado encontrarse con su vasija y comenzar a rastrear por sus dominios. De momento, era el único medio que podía proporcionarle alguna pista para buscar alguna de esas Piedras Elementales de las que había hablado el joven escocés. La única cuestión era por dónde empezar. Se suponía que estaba buscando unas piedras mágicas pero ¿estarían en alguno de sus dominios? ¿Cómo eran esas dichosas Piedras? ¿No le resultaría más fácil arrebatársela al joven Tomclyde? ¿Dónde se encontraría el muchacho en aquel preciso instante?
Entonces ordenó a la vasija visionaria que buscase a Elliot Tomclyde. Una bruma cubrió la superficie del recipiente mientras rastreaba por todos los rincones a los que habían llegado sus huestes. Después de cinco minutos de infructuosa búsqueda, la parte superior de la vasija se quedó tan negra como la noche. No había ni rastro del niño.
De inmediato, comenzó a revisar sus dominios. En algún lugar se esconderían las Piedras pero… ¿dónde? Ante sus ojos pasaron imágenes de las arenas del desierto, la pirámide subterránea, las inmediaciones de su propia fortaleza, las quebradas donde habitaban los trolls de las cavernas, Hiddenwood y sus bosques, la Gran Secuoya, el Reino Trenti… ¡¿Dónde estarían?! Le llevaría días —tal vez semanas o incluso meses— encontrar alguna pista, pero tarde o temprano daría con ellas. Y si no, estaría atento por si aparecía Elliot Tomclyde o alguno de sus amigos. Sin embargo, decidió animarse un poco contemplando cómo transcurría el asalto a Nucleum…
Tal y como intuyó cuando planificó el ataque, había sido relativamente fácil para los aspiretes llegar hasta el Centro de la Tierra. Algo más de tres años atrás en el tiempo, cuando él permanecía prisionero en una de las celdas de máxima seguridad de la prisión mágica, los demonios alados habían acudido a rescatarle tras hacerse con la Flor de la Armonía en la Fiesta de Florecimiento. Al igual que en aquella ocasión, habían ido perforando bajo tierra desde la superficie hasta alcanzar su objetivo.
La lava que rodeaba la montaña sobre la que se alzaba la prisión blanca de Nucleum, borboteaba con más intensidad de la habitual. El caos se había adueñado del lugar y en el patio central del inmenso edificio tenía lugar una batalla campal. En el suelo, se veían restos negruzcos de lo que habían sido aspiretes antes de ser alcanzados por los hechizos elementales. Sin embargo, los demonios rojos seguían atacando con tenacidad y también causaban bajas entre los guardianes de la prisión.
Varios aspiretes se habían colado por los pasillos de la cárcel e iban liberando a cuantos prisioneros había encerrados. Antes de dejarlos en libertad, se les preguntaba si estaban dispuestos a servir al señor del Caos. La respuesta siempre era afirmativa; cualquier cosa era mejor que permanecer toda una vida encerrados entre aquellas paredes rodeadas de magma.
De pronto, Tánatos contempló una imagen curiosa en la vasija visionaria. Una mujer de rubios cabellos atravesó el patio a todo correr y, tras cruzar unas palabras con uno de los aspiretes, cambió radicalmente su aspecto físico. De ser una hermosa dama, se transformó en uno de esos horribles demonios alados.
Desde su privilegiada posición, el ifrit vio cómo la nereida batía las alas y se alejaba de allí, perforando el techo de la inmensa cavidad que se abría en el Centro de la Tierra y dejando atrás la contienda que tenía lugar entre sus huestes y el bando elemental.
—Esta es mi Mariana… —murmuró el ifrit, meneando la cabeza—. Valiente y testaruda como ella sola. Esas cualidades sólo las ha podido heredar de su madre…