EL grupo abandonó Lagoonoly no sin preocupación. Poco después de llegar a la alcaldía, oyeron algunas explosiones así como gritos de pánico de aquellos habitantes que no habían podido abandonar la ciudad. La gente estaba asustada, y no era para menos. Elliot sentía compasión por Eloise y al mismo tiempo estaba preocupado por lo que pudiera sucederles a los miembros del Consejo de los Elementales y al resto de la población elemental. Pero no había más remedio que salir de allí.
La cuestión era adonde.
Ése fue un problema que hubieron de resolver sobre la marcha. Si confiaban que la Piedra de la Luz era la del Agua, desplazarse a cualquier localidad asociada con el elemento acuático carecía de sentido. Hiddenwood tampoco era un lugar recomendable pues, a pesar de que Tánatos se encontraba en Lagoonoly en aquel preciso instante, disponía de numerosos espías apostados en las inmediaciones de la capital del elemento Tierra. En cuanto a Quebec… Estarían a salvo relativamente. Resultaba imposible esconder en la pequeña vivienda de los Tomclyde a todos sus amigos. Además, ¿qué pasaría si daba la casualidad de que alguien veía a un gnomo, a un duende o a un fantasma en una ciudad plagada de seres humanos? Precisamente fue Merak el que aportó la sugerencia definitiva.
—Podríamos ir a la cordillera del Himalaya —propuso, para sorpresa de la mayoría.
—¿Al Himalaya? —preguntó Gifu sin dar crédito a lo que oía—. ¿Y qué se nos ha perdido allí?
—Oh, perderse… nada —dijo el gnomo, encogiéndose de hombros—. Ha sido una simple ocurrencia. En el documento que leímos en la biblioteca del Claustro Magno hablaban de la posibilidad de que la Piedra del Aire hubiese estado protegida por el Yeti. Y éste, si no me equivoco, se encuentra en algún recóndito lugar del Himalaya… Es una posibilidad como otra cualquiera, pero…
—Visto así, no me parece una mala idea —admitió Úter, que se mostraba ansioso por salir de la ciudad cuanto antes—. Está claro que a algún lugar vamos a tener que ir.
—Además, Coreen seguro que estaría encantado de ayudarnos… —añadió Elliot, que inmediatamente había vislumbrado la posibilidad de reencontrarse con su amigo. Su tatarabuelo iba a protestar, pero el muchacho se le adelantó alzando un tanto más la voz—: Le prometí que si había algo en lo que nos pudiese ayudar, le avisaría. No me cabe la menor duda de que necesitaremos un guía para desplazarnos por el Himalaya. Coreen ya demostró que sabe desenvolverse a la perfección entre esas montañas y creo que es la persona idónea para ayudarnos a encontrar al famoso Yeti… si es que verdaderamente existe y él es el encargado de salvaguardar la Piedra.
Una nueva explosión resonó bastante más cerca, lo que dejó a un lado las discusiones. Sin más dilación, Elliot practicó el hechizo de apertura en el espejo de la alcaldía y lo atravesaron de inmediato. La escuela de Windbourgh los esperaba con los brazos abiertos.
La mayoría sufrieron la brusca variación en la altitud y tuvieron que pasar un buen rato recostados sobre las columnatas de piedra mientras se recuperaban.
Elliot oteó a su alrededor y sintió un cosquilleo en la base de la espalda. Le entristecía ver un panorama tan desolador. La escuela estaba en completo silencio. Pese a ser de día, no había aprendices correteando por los largos pasillos, ni maestros impartiendo lecciones en las inmensas aulas abovedadas. Ni siquiera las teas titilaban con la misma alegría que lo habían hecho cuando la escuela funcionaba. Al parecer, aquel año el curso no había dado comienzo.
El clima de inestabilidad que afectaba al mundo elemental había provocado que los padres prefirieran que sus hijos se quedasen en casa en lugar de ir a la escuela, donde podían correr peligro. Y los maestros… ¿qué había sido de ellos? Elliot supuso que también tendrían familias a las que proteger. Probablemente alguno se encontrase luchando…
Pinki hizo un rápido movimiento de cabeza y dirigió su mirada al enorme portalón que daba acceso a la estancia. También Úter —el más despierto de todos— debió de percibir algún sonido y se mantuvo alerta. Sin lugar a dudas, algo había llamado su atención.
Elliot aguzó el oído al máximo y, entonces sí, consiguió distinguir el golpeteo sordo de unas pisadas. Alguien se aproximaba por el corredor que se abría tras la puerta. Era un andar pausado, alicaído, lo que enervó especialmente al joven. Después de todo, la escuela no estaba tan abandonada como había pensado. Las plumas de Pinki se erizaron cuando el picaporte de bronce que sobresalía del portón de entrada emitió un chasquido.
Los engranajes chirriaron al desplazarse la gruesa hoja de madera y tras ésta surgió el rostro demacrado de una mujer. Sus ojos estaban más hundidos que de costumbre y las mandíbulas no parecían tan robustas como antaño. Daba la impresión de que su cautiverio hubiese terminado el día anterior, y no unos meses atrás. El cabello, eso sí, estaba tan desaliñado como siempre. El grito de la mujer al toparse con la figura de Úter resonó en la estancia con tal intensidad que a punto estuvo de dejarlos sordos. Como era de esperar, Pinki no lo pasó por alto y se unió al griterío, con numerosos improperios.
—¡Maestra Foothills! —exclamó Elliot al verla.
—¡Elliot Tomclyde! —replicó ella, tratando de recobrarse del susto inicial. Pese a estar acostumbrada a trabajar con grifos, gárgolas y arpías, no esperaba encontrarse con un fantasma al abrir la puerta—. Yo… Me había parecido oír un ruido y… ¿Qué diantre estáis haciendo aquí?
Úter Slipherall miró a uno y otro lado. Aún con la sorpresa en el cuerpo, preguntó:
—¿Eleanor Foothills? Por un instante habíamos pensado que no había nadie en la escuela…
—En realidad únicamente estoy yo… —confesó la maestra imprimiendo un halo de tristeza a sus palabras—. Cuido de las pocas criaturas mágicas que hay aquí y… En fin, estoy a la espera por si regresase algún grifo más. Pero, cada día que pasa, mis esperanzas se van desvaneciendo.
—¿Grifos? —inquirió Gifu, acercándose hasta donde estaba el fantasma—. ¿Qué les ha sucedido?
—Muchos cayeron en la refriega que tuvo lugar en aquellas cataratas, luchando contra aspiretes y trolls de las cavernas mientras trataban de evitar la caída de la Flor de la Armonía —recordó Foothills amargamente con la voz entrecortada—. Los que regresaron, marcharon hace un par de semanas en misiones de defensa de varias ciudades elementales del Aire por órdenes de Mathilda Flessinga. No ha regresado ninguno…
—Es posible que aún tarden en llegar —comentó Úter—. La situación no es precisamente fácil…
La luz de las antorchas apenas iluminaba y el rostro de la maestra pareció ensombrecerse.
—Lo sé y es lo que me preocupa de verdad. Sin mis grifos, sin posibilidad de comunicarme… —Daba lástima ver a una mujer tan aguerrida consumida por la pena y la tristeza—. Pero, decidme, ¿cómo es que estáis aquí, en Windbourgh? La directora Flessinga mencionó algo de una misión, aunque no reveló nada más…
—Sí, bueno… —dijo Gifu.
Una sola mirada de Úter bastó para que el duende cerrara la boca de inmediato. No obstante, Elliot frunció el entrecejo. Eleanor Foothills era la maestra de Seres Mágicos del Aire… Ella conocería mejor que nadie a las criaturas que habitaban en las montañas escarpadas del Himalaya. ¿Y si les ayudaba? Quién sabe si podría aportarles alguna información valiosa. Entonces, sintió el impulso de formular aquella pregunta.
—Maestra Foothills, ¿qué sabe usted del Yeti?
—¿El Yeti? —repitió ella con extrañeza, como si no hubiese oído correctamente—. ¿Te refieres a esa criatura que se cree vive en algún lugar desconocido del Himalaya? Oh, no me puedo creer que esa sea la misión a la que os enfrentáis. ¡Encontrar al Yeti!
La mujer meneó la cabeza sin ocultar sus recelos. No sabía si reír o llorar, pero sus ojos no mentían. Claramente venían a decir que estaban perdiendo el tiempo soberanamente.
—Es importante —insistió Elliot secundado por Eloise y Eric, que se habían unido a él. A Pinki no le había gustado el tono en el que la profesora había respondido a su amo, y la tenía enfilada con la mirada.
—El Yeti… —repitió con sorna la maestra, haciendo un mohín—. Todo el mundo sabe que es una criatura legendaria. Tan legendaria como los dragones dorados que se empeñaba en defender tu amigo Coreen el curso pasado —se apresuró a añadir—. Cuentan que habita en algún lugar de las zonas boscosas que hay entre el Tíbet y el Nepal, en plena cordillera del Himalaya. Hay muchos escépticos, entre los cuales me encuentro, que ponen en tela de juicio la existencia de esta criatura, pues existen mitos similares en Estados Unidos con Big Foot o con Chuchuna, que sería la versión rusa del Yeti, ubicado en las siempre gélidas tierras de Siberia.
Elliot frunció el entrecejo. ¿En verdad existían tantas versiones del Yeti?
—Además, mi escepticismo no es por mera incredulidad —prosiguió la maestra, que no apartaba la mirada de Pinki—. He acudido en numerosas ocasiones a las llamadas de los pueblos más humildes, donde afirmaban haber encontrado rastros del mítico Yeti o Abominable Hombre de las Nieves, como también se le conoce. Después de analizar los restos que me mostraban, llegaba a la conclusión de que no eran más que restos de las cabras o de algún otro animal de la zona. Su pelaje blancuzco siempre se ha asociado al Yeti, y ya ves… nadie lo ha llegado a ver.
El muchacho sacudió la cabeza. Lo que decía Foothills tenía sentido, pero… ¡el documento de la biblioteca del Claustro Magno hablaba del Yeti. ¡No podía ser una mera invención!
—Bueno, que nadie lo haya visto no implica que no exista —replicó Elliot, reacio a creer que no estuviesen en el buen camino.
La maestra se encogió de hombros, dándole la razón.
—Lo más que puedo hacer es decirte los lugares donde se han hallado restos de la criatura… Quién sabe, a lo mejor me equivoqué en el análisis de alguno de los pelajes… Pero lo dudo.
—Esa información sería de gran ayuda —dijo Úter, adelantándose a su tataranieto—. Al menos serviría como punto de partida.
—En ese caso, os diré que donde más restos he encontrado ha sido en el Everest y en el Lhotse. En el Annapurna, que queda a cierta distancia, también dicen haber encontrado unos cuantos restos… —resumió la maestra meneando sus manos, dando el tema por zanjado—. Os deseo mucha suerte. Y ahora, si me lo permitís, subiré a la torre principal del castillo por si regresa algún grifo que precise de mis cuidados…
La maestra Foothills dio media vuelta y desapareció por la puerta con el mismo paso sigiloso y acompasado con el que había recorrido los pasillos antes de hacer acto de presencia.
Los amigos se quedaron en silencio unos cuantos segundos, hasta que Gifu los espabiló dando una palmada.
—Habrá que ponerse en marcha, ¿no?
Elliot asintió.
—Ahora, más que nunca, creo que vamos a necesitar a Coreen Puckett para movernos por el Himalaya. ¡El Everest! Es la montaña más grande del planeta y, sin la ayuda de alguien de la zona, jamás encontraremos lo que buscamos…
Si bien es cierto que Gifu y Úter combatieron en las inmediaciones de la catarata escondida, ninguno de los presentes —salvando a Eric y a él mismo— conocía los inhóspitos terrenos del Himalaya. Verse envuelto entre semejantes colosos de roca, a bajísimas temperaturas y donde el hielo, el viento y la nieve reinaban a su antojo, no era plato de buen gusto. Sin Coreen Puckett les sería prácticamente imposible llevar la misión a buen puerto. Quién sabe si lograrían incluso sobrevivir a las embestidas del clima…
No se demoraron mucho en abandonar la escuela. Pronto se vieron caminando en un ambiente blanco y soleado, entre las esponjosas callejuelas de la ciudad flotante. Los pies de Elliot nunca se acostumbrarían a la textura esponjosa de una nube. Resultaba tan extraño… Las calles de Windbourgh estaban ligeramente más animadas que las de Lagoonoly, pero tampoco mucho más. Estaba claro que los elementales tenían el miedo metido en el cuerpo y sólo abandonaban sus hogares en caso de extrema necesidad.
Elliot y Eric se acercaron hasta la casa de los Puckett; los demás aguardaron en una placita a pocos metros de distancia. como dijo Merak, no era plan de aparecer en masa en una vivienda ajena.
Precisamente fue Coreen quien les abrió la puerta y dio un grito de alegría al verlos.
—¡Elliot! ¡Eric! ¡Vaya una sorpresa! —exclamó, invitándolos a pasar—. ¡Cuánto tiempo sin veros!
Recorrieron el pasillo de suelo mullido en dirección al salón. La casa seguía tan acogedora como siempre. Los dos amigos habían pasado unos días allí durante las anteriores Navidades, tiempo que aprovecharon para adentrarse en la cordillera del Himalaya e indagar sobre el secreto que encerraba la mansión de los Lamphard.
—Bueno, ¡contadme lo que sucedió exactamente en la ciudadela de las hadas de la armonía! —dijo de nuevo Coreen, sentándose en una pequeña butaca que había frente a la chimenea. Sus ojos chispeaban como dos carboncillos, prendidos por la ilusión.
¿Tanto tiempo había pasado sin ver a Coreen? La verdad es que sí… Después de abandonar el comedor de la escuela de Windbourgh casi sin tiempo para despedirse, Elliot acudió al Manaslu para tener unas últimas palabras con el Oráculo. Mientras tanto, el ejército de Tánatos se encargó de abrir la brecha fatal en las cataratas escondidas y el ifrit logró destruir la Laptiterus Armoniattus. Desde entonces, las comunicaciones se habían cortado en el mundo elemental y, hasta hacía bien poco, había sido imposible utilizar el servicio de correos de los elfos.
—¡Es fantástico! —exclamó Coreen, al que pronto invadió un sentimiento de tristeza—. Quiero decir, lo sería de no ser por la situación en la que nos encontramos ahora mismo. Es horrible… La verdad es que cada día estoy más nervioso y ávido de noticias. Mi padre se pasa el día trabajando y siempre dice que no hay grandes avances. La situación en las ciudades del Aire es más bien cruda…
—El panorama es igual de desalentador en el resto del mundo, no te creas —apuntó Eric.
—Desde luego… —confirmó Elliot, con un firme asentimiento—. Los trentis están del lado del Caos y controlan cualquier movimiento en Hiddenwood, y el mismo Tánatos está a punto de tomar Lagoonoly…
—¡Qué me estáis contando! ¡Lagoonoly!
—Efectivamente…
Durante los siguientes minutos, los dos amigos terminaron de poner a Coreen al corriente de todo cuanto habían vivido en las últimas fechas. El rescate de Merak de las minas de Odrik en Greenbush, la visita a la biblioteca del Claustro Magno, su periplo por Lagoonoly y cómo habían llegado a la conclusión de que la Piedra de la Luz tenía que ser la Piedra del Agua. El joven elemental del Aire no pudo ocultar su decepción por no haber participado en tales aventuras.
—No te preocupes —lo consoló Elliot, mirándolo fijamente—. Ahora te necesitamos más que nunca…
—¿En serio?
—¡No lo dudes! Pensamos que la Piedra del Aire podría encontrarse en algún lugar de la cordillera del Himalaya…
En un principio, la noticia pilló por sorpresa a Coreen. Pasados los primeros segundos, el muchacho se llevó la mano al mentón. ¿Acaso Elliot era consciente de cuántos kilómetros cuadrados abarcaba la cordillera? ¡Eso por no mencionar la impresionante altura de sus colosos y sus pendientes escarpadas!
Al ver el rostro de sorpresa de su amigo, Elliot se apresuró a aclarar:
—Concretamente, debemos seguir los pasos del Yeti que, según creemos, podría ser la criatura encargada de proteger la Piedra del Aire —comentó Elliot—. Según Foothills, el Everest y el Lhotse son las dos montañas donde sería más probable que encontrásemos su rastro… si es que verdaderamente existe, algo que ella ha puesto en duda.
—¡Claro que existe! —exclamó Coreen dando un brinco que los dejó estupefactos—. Foothills es una buena maestra, pero tiene tan poca fe como los humanos que no creen en la magia. Lo pudiste comprobar el año pasado, cuando dijo que los dragones dorados no existían. Si le comentase que mi abuelo encontró un rastro del Yeti hace ya muchos años, seguro que diría que son habladurías. ¡Y eso que tengo pruebas de ello!
—¿De verdad? —preguntó Eric, abriendo los ojos como platos. El corazón le había comenzado a palpitar con intensidad.
—¡Ya lo creo! —contestó Coreen—. Ahora veréis.
Acto seguido, desapareció por la puerta del salón y se perdió por el pasillo. Instantes después, apareció más sonriente que nunca. En sus manos portaba un pequeño cofre de madera.
Tanto Elliot como Eric se arracimaron en torno a él y esperaron ansiosos a que les mostrase lo que escondía aquel cofrecillo. Con los dedos temblorosos por la emoción, Coreen insertó la llave en una diminuta cerradura y abrió la tapa. Por un instante, a Elliot le pareció que el interior resplandecía ligeramente, aunque fue un efecto pasajero. Coreen introdujo su mano y extrajo una pelambrera tan blanca que parecían hilos de nieve resbalando entre sus temblorosos dedos.
—La mayoría de la gente que lo ha visto, ha dicho que no es más que parte del pelaje de una cabra… —dijo Coreen encogiéndose de hombros, como si no le importase lo más mínimo la opinión de los demás—. Si piensan eso, peor para ellos. No merece la pena demostrarles que se trata del verdadero rastro de una criatura mágica, es decir, del Yeti.
—¿Cómo puedes demostrar que es justo del Abominable Hombre de las Nieves y no de otra criatura? —preguntó Eric, que no había percibido ningún síntoma mágico en la pelusa.
—Os lo voy a mostrar.
Con paso decidido, cerró las contraventanas de madera y eliminó cualquier rastro de luz que pudiese penetrar en el salón. A medida que la oscuridad fue envolviendo a los amigos, un fulgor comenzó a emanar del cofre que contenía los restos del pelaje del supuesto Yeti. Tanto Elliot como Eric quedaron maravillados por el suceso.
—¡Brilla en la oscuridad! —exclamó Eric, fascinado—. ¡Igual que la Piedra de la Luz!
Elliot asintió. Precisamente él había pensado lo mismo.
—Exactamente igual —convino.
—¿Tú crees que puede tener alguna relación? —inquirió Eric—. No sé si me explico. Me refiero a…
—Sí, podría existir alguna relación —le interrumpió su amigo—. Si el Yeti ha estado protegiendo la Piedra del Aire durante tantos años, posiblemente haya quedado impregnado por la magia de la Piedra, ¿no creéis? No sé, es una teoría que se me acaba de ocurrir. Más que nada, porque brilla con autonomía propia, igual que la Piedra de la… del Agua.
—¿Os habéis convencido de que el Yeti existe? —preguntó Coreen, orgulloso de cuanto les acababa de mostrar.
—Sin duda —replicaron los dos muchachos al unísono, aunque fue Elliot quien concluyó con una pregunta que le corroía por dentro—: ¿Dónde encontró tu abuelo esa mata de pelo del Yeti?
El joven Puckett torció la cabeza y esbozó una sonrisa picarona.
—Pese a su incredulidad, Foothills no andaba muy descaminada cuando os dio sus recomendaciones —reconoció el muchacho, despertando el interés en Elliot—. Mi abuelo lo encontró mientras realizaba una expedición por el Everest…
—¡El Everest! —exclamó Elliot—. ¡Tiene sentido! ¿Qué lugar más apropiado para guardar la Piedra del Aire que en la montaña más alta del planeta? Allí estaría custodiada por una de las criaturas más misteriosas que pueden existir, el Abominable Hombre de las Nieves…
—Sólo nos falta encontrarla… —remató Eric.
Coreen hizo una mueca. Sin lugar a dudas, algo le preocupaba.
—Mi padre tiene tanto trabajo en la oficina que no se va a preocupar por mi ausencia —conjeturó, torciendo el gesto—. Sin embargo, no creo que a mi madre le haga mucha gracia que me vaya. El Everest es un monte muy traicionero, y el Yeti no es el único peligro que acecha en él.
—¿A qué te refieres? —se apresuró a indagar Eric. Lo que menos gracia podía hacerle era toparse con imprevistos desagradables.
—Oh, principalmente al mal tiempo. Nieve, viento, aludes… Juntos, yo diría que son más peligrosos que el propio Yeti.
—Pero contaremos con alfombras voladoras, ¿no? —dijo Eric, buscando una rápida solución para el problema.
—Sí, pero no nos serán de mucha utilidad si verdaderamente queremos seguir el rastro de la criatura. Para eso hace falta ir a pie.
—¿Para qué hace falta ir a pie? —preguntó una voz femenina a sus espaldas—. ¡Elliot! ¡Eric! ¡Qué alegría volver a veros por aquí!
A Elliot se le revolvieron las tripas al ver la silueta de la señora Puckett aparecer por la puerta del salón. Era una mujer de media estatura, con los cabellos morenos y el rostro enjuto. En realidad, le caía estupendamente, pero temía que pudiese poner trabas a que su hijo les acompañara… ¡Y sin él serían totalmente incapaces de encontrar el rastro del Yeti en la nieve!
—Ah, hola mamá —saludó Coreen, mientras sus amigos hacían lo propio—. Sólo estábamos viendo la posibilidad de hacer una pequeña excursión.
—Coreen, sabes bien que no debes salir. Hay demasiados peligros acechando —dijo la señora Puckett poniéndose seria—. Os digo lo mismo a vosotros, chicos. No deberíais haber venido a Windbourgh. ¿Y si os hubiese sucedido algo?
—No se preocupe, señora Puckett —se apresuró a contestar Elliot.
—Además, no pensábamos alejarnos… mucho.
El tono dubitativo en la voz de Coreen hizo que la señora Puckett preguntase con suspicacia:
—No estaréis pensando en volver al Manaslu, ¿verdad? Si es así, ya podéis ir dejando de planificar vuestra…
—No, mamá. No tenemos pensado volver a ese pico. Ya tuvimos bastantes problemas con aquel tornado. Es sólo que… —Coreen puso un tono más convincente y su actuación fue todo un éxito—. Pasamos tanto tiempo encerrados en casa que nos gustaría despejarnos un poco. Eso es todo.
La señora Puckett frunció el entrecejo. No le gustaba que los muchachos anduviesen a solas por ahí dada la situación del mundo elemental. No obstante, no podía negar que su hijo tuviese parte de razón. Además, eran tan jóvenes… Sin duda necesitaban desfogarse un poco.
—Está bien, está bien —cedió la mujer ante las miradas implorantes de los tres amigos—. Pero no os alejéis demasiado. ¡Y no regreséis más tarde del atardecer!
Estaba claro que no debían perder el tiempo y que tampoco era conveniente hablar de temas relacionados con la Piedra del Aire si la señora Puckett estaba cerca. Por eso, se despidieron y marcharon en dirección a la plaza donde les aguardaban Eloise, Úter y los demás. Gifu los recibió ceñudo, de brazos cruzados, esperando una justificación por haber tardado tanto. La expresión de su rostro cambió por completo al saber que partirían de inmediato.
—¿Cómo iremos hasta el Everest? —preguntó Eloise. La Flash-Supersonic no sería suficiente para todos ellos.
—Si no me equivoco, las alfombras que utilizamos el curso pasado todavía deberían estar en nuestro escondite secreto, ¿no es así? —dijo Elliot, dirigiéndose a Coreen con un guiño.
El joven elemental se refería a las alfombras que emplearon para sobrevolar la cordillera del Himalaya mientras buscaban el misterioso embarcadero que se escondía en el Manaslu.
—Yo no me las he llevado… —reconoció el joven.
—Entonces, ¡en marcha!
La comitiva recorrió las silenciosas calles de Windbourgh en dirección a la escuela. En las proximidades del castillo, enterradas en un pequeño promontorio de nubes, debían de encontrarse las dos alfombras que en su día Elliot y Coreen se llevaron del aula de Vuelo. Y allí estaban. Parecían un tanto acartonadas por la falta de uso, pero aún estaban en buenas condiciones.
—El Everest se encuentra a medio día de distancia de aquí —anunció Coreen, desplegando una de las alfombras.
—Pero eso significa… —dijo Eric.
—Significa que es imposible que regresemos antes del atardecer. Sí, lo sé —reconoció el muchacho, consciente del deseo de su madre y de que se preocuparía cuando viese que no regresaba—. Sé que esto que estamos haciendo es muy importante y no podemos quedarnos parados —sentenció, buscando aprobación especialmente en Úter.
No tardaron en acomodarse sobre los vehículos mágicos. Elliot desplegó la Flash-Supersonic y se sentó junto a Eloise y Pinki; Gifu acompañó a Coreen mientras que el gnomo hizo lo propio con Eric. Úter, por su parte, seguiría la estela de las tres alfombras.
—Aquel pico de allí es el monte Everest —señaló Coreen, horas después, haciéndose oír entre los silbidos del viento. A lo lejos podía apreciarse un coloso de roca espolvoreada con azúcar glasé—. La montaña más alta de la Tierra o «Madre del Universo», según su nombre tibetano…
—Desde aquí no parece tan grande… —comentó Gifu, mientras Úter meneaba la cabeza a sus espaldas.
Una hora más tarde, las tres alfombras y el fantasma se acercaron a las escarpadas pendientes del Everest. No se aproximaron a la cumbre porque, como les dijo Coreen, el lugar en el que su abuelo encontrara antaño el rastro ofrecía mejores condiciones como punto de partida. Por eso, después de rodear la montaña en dos ocasiones, desplazaron sus vehículos en la dirección que les indicó el joven guía.
Resultaría difícil calcularlo, pero debieron de posar las alfombras a poco más de cuatro mil metros de altura, algo así como la mitad de la altura con la que contaba el techo del planeta. Hacía frío y el viento se empeñaba en hacer el lugar más inhóspito aún. La nieve virgen los envolvía en un paraje escarpado lleno de riscos y pendientes difíciles de ascender. Sin embargo, donde habían aterrizado podían caminar con relativa facilidad. Gifu y Merak hubieron de emplear unos pocos polvos mágicos para caminar sobre la nieve y no a través de ésta, pero era algo a lo que ya estaban acostumbrados.
—Si no me equivoco, a medio kilómetro de aquí se esconde una gruta donde podremos pasar la noche —comentó Coreen, mientras enrollaba su alfombra y se la echaba a la espalda—. En ella estuvo mi abuelo…
—Pues podíamos haber ido directamente allí y habernos evitado tanto rodeo —protestó Gifu, tiritando y con los labios amoratados por el frío. Por muchas bufandas y guantes que se pusiese, el gélido viento que azotaba al Himalaya siempre encontraba alguna vía de traspasarlo.
—Podíamos haberlo hecho… —asintió Coreen—. No obstante, si os he traído a este lugar es porque mi abuelo encontró el rastro del Abominable Hombre de las Nieves precisamente en aquellos riscos de allí.
El dedo índice de su mano derecha señaló unos pedruscos semiocultos por el grueso manto de nieve. El tiempo que tardó el muchacho en devolver la mano al bolsillo de su túnica fue el que empleó Gifu en desplazarse hasta allí. Mientras los demás se acercaban con paso cansino, él comenzó a husmear por la zona. Pero no había huellas ni señales de vida alguna de una criatura de las nieves.
—¿Acaso esperabas encontrar un letrero que te indicase la dirección exacta donde se encuentra la mansión del Yeti? —inquirió entre risas Úter, tratando de mantener vivo el buen humor.
—Claro que no —respondió el duende de malos modos—. Pero, quién sabe, podría haber encontrado alguna huella… O más pelos…
Mientras Gifu y Úter discutían, los muchachos y Merak se aproximaron con cuidado al lugar exacto en el que el abuelo de Coreen recogió la pelambrera del Yeti. La zona no podía ser más peligrosa por lo escarpada que era y daba vértigo mirar hacia abajo. ¿Por qué se habría desplazado la criatura hasta aquella zona? ¿Estaría cazando?
—¿Y dices que la gruta donde pasaremos la noche queda en la otra dirección? —preguntó Eloise, mirando a uno y otro lado.
—Sí, ¿por qué lo preguntas? —contestó el joven guía.
—Porque está atardeciendo y no creo que sea conveniente caminar de noche por estos parajes.
—Oh, no te preocupes. No tardaremos mucho en llegar. No tiene un difícil acceso desde aquí…
Aún permanecieron un rato por la zona. Aunque todos sabían que había transcurrido muchísimo tiempo desde que el abuelo de Coreen pasase por allí, nada les hubiese gustado más que toparse con nuevas señales de vida del Yeti.
Las sombras se estaban haciendo notar cada vez más y decidieron encaminarse a la gruta. Caminaron en fila india, con Úter y Pinki sobrevolando sus cabezas. Como siempre, eran de mucha utilidad, pues les avisaban de cuantos impedimentos podían encontrarse por el camino.
Una ligera ventisca mezclada con aguanieve soplaba de manera constante. No alcanzaba la fuerza del tornado con el que los muchachos se toparon en el Manaslu, pero era bastante molesta. Además, dificultaba la visión. Quizá fuera por esto o porque desde donde se encontraban se divisaba a lo lejos la entrada de una gruta que no vieron la trampa que se escondía bajo la nieve.
Todo sucedió con una rapidez vertiginosa. Bajo sus pies surgió una jaula de hielo que los apresó al instante y los introdujo bajo la capa de nieve. Fue visto y no visto. Ni siquiera tuvieron tiempo de practicar conjuro alguno en su defensa, pues fue tal el estruendo que produjo la aparición de la jaula que el monte Everest protestó desencadenando una tremenda avalancha que lo cubrió todo sin compasión alguna. En cuestión de pocos segundos, el fantasma y el multimorfo se quedaron completamente solos. Donde hasta hacía unos instantes se encontraban sus amigos, ahora reposaba un nuevo y grueso manto de nieve. La avalancha había sepultado cualquier resto de la jaula.
—¡Elliot! —exclamó Úter, sin dar crédito a lo que acababa de suceder—. ¡Eric! ¡Merak! ¡Gifu! ¿Dónde estáis?
Pero la espesura de nieve hacía imposible cualquier tipo de comunicación. ¿De dónde habían salido esos barrotes de cristal? ¿Quién los había colocado ahí?
—Aguarda, Pinki —ordenó el fantasma—. No tardaré en volver.
Mientras el loro, desconcertado, batía sus alas con más brío que nunca para que no se congelasen. Por mucha nieve que se hubiese acumulado bajo sus pies, a algún lugar habría ido a parar la jaula y, con decisión, Úter Slipherall se zambulló en la nieve como si de una piscina se tratara.
La jaula se hundió y los muchachos se vieron envueltos por una insondable oscuridad. Gritaron por la angustia y el susto; parecía que estuviesen montados en una montaña rusa, pues caían a un abismo sin fin. Elliot sintió que su estómago quería huir por la boca cuando, de pronto, la jaula golpeó el suelo con gran estruendo.
—¿Estáis bien? —preguntó Merak, incorporándose y sacudiéndose la nieve que se acumulaba sobre sus hombros.
Poco a poco, todos fueron hablando y comprobando si tenían algún hueso roto o estaban heridos. Afortunadamente, pese a la aparatosa caída, todo parecía en orden.
—¿Dónde estamos? —inquirió Eric, tratando de discernir algo en aquella penumbra fantasmal.
Lo cierto era que se encontraban en un lugar bajo tierra al que llegaba algo de luz, pues no estaban sumidos en la más absoluta oscuridad. Aquel brillo no era natural, sin duda, pero se reflejaba sobre unas paredes que parecían de cristal. Hacía mucho frío y el vaho se escapaba por sus bocas cada vez que las abrían para decir dos palabras seguidas. Probablemente, habían ido a parar a una gruta de hielo. Ahora bien, ¿cómo era posible? ¿Quién había colocado aquella trampa en la superficie?
¿Habría sido el abuelo de Coreen, años atrás, tratando de atrapar al Yeti?
Casi de inmediato supieron que estaban equivocados: un rugido ensordecedor hizo que las paredes de hielo temblasen. Elliot ya conocía los gruñidos de las momias y esto había sido aterrador. Mucho más aterrador.