LOS rayos de colores atravesaban las embravecidas aguas a gran velocidad, iluminando el fondo del mar y reflejándose sobre la burbuja protectora de la ciudad como si se tratasen de fuegos artificiales. Desgraciadamente, aquellos rayos nada tenían que ver con una celebración ni con un festejo navideño, sino todo lo contrario. Hacía ya varios días que se libraba aquella cruenta batalla a las afueras de la localidad de Lagoonoly y, por el momento, no se atisbaba un fin inmediato.
Seis días atrás, se produjeron las primeras rencillas a escasas leguas de distancia de la ciudad. Los pocos mercaderes que se veían obligados a realizar desplazamientos submarinos para ganarse su sustento, fueron atacados y apresados por varios grupos de nereidas y sirenas que se apostaban a las afueras. Únicamente logró adentrarse en el perímetro de Lagoonoly uno de los comerciantes, que fue quien dio la señal de alarma. No eran sólo los asaltos, sino los extraños grupos que había avistado por el camino. Incluso le habían llegado rumores, aunque resultase increíble, de que un banco de tiburones blancos se aproximaba a gran velocidad.
Un par de días más tarde, se confirmaron los malos presagios y los tiburones asediaron las inmediaciones de Lagoonoly. Su violencia era tan desmedida que, desde aquel instante, fue imposible acceder a los campos de cultivo, así como promover cualquier tipo de mercadeo entre las localidades vecinas. Los enormes escualos atacaban a cualquier ser vivo que se cruzase en su camino aunque, sorprendentemente, parecían respetar a las nereidas y a las sirenas.
Los miembros del Consejo de los Elementales acudieron a Lagoonoly para intentar resolver la delicada situación que estaba atravesando una de las ciudades del elemento Agua de más entidad en el mundo mágico. Sin lugar a dudas, la presencia de los escualos en unas aguas tan frías suponía una importante ruptura del equilibrio. Sólo Tánatos podía estar detrás de una operación así, introduciendo unos terribles depredadores en un ámbito completamente desconocido para ellos. Como era de esperar, las víctimas quedaron indefensas ante los incesantes ataques, y las bajas fueron numerosas.
Las fuerzas se equilibraron un tanto con la llegada de los grandes elementales. No hubo más remedio que reclutar un pequeño ejército y salir a campo abierto, montados sobre los hipocampos más veloces que encontraron en los establos submarinos. Había que ser extremadamente valiente para llevar a cabo esta misión, pues los elementales se jugaban la vida ante los tiburones blancos.
Era impactante ver cómo los escudos protectores de los hechiceros se abalanzaban sobre los tiburones cada vez que éstos amenazaban a su protegido y bloqueaban aquellas afiladas mandíbulas con sus puños de acero. Inmersos en su propio elemento, provocaban que los depredadores se estampasen ante lo que sin duda eran auténticas paredes de agua. Por si fuera poco, aferraban las colas de los animales y les impedían avanzar en la dirección adecuada… para fortuna de los elementales.
Probablemente, Tánatos no hubiese esperado una defensa numantina en una ciudad elemental de esta categoría pero, al final, consiguió lo que andaba buscando, que no era otra cosa que ganar un poco de tiempo. Si hubiese deseado exterminarla, le habría bastado con convocar al kraken y dejar que rompiera con la burbuja que la recubría. No obstante, necesitaba tiempo para desplazarse hasta Lagoonoly y, por eso, se valió del banco de tiburones para sembrar el terror entre sus habitantes. Mientras tanto, sus acólitos se adentrarían en la ciudad y se harían con cuanta información pudiesen sobre esa extraña Piedra con propiedades mágicas…
—Magnus, ¿no notas las aguas…?, ¿cómo te diría yo?, ¿enrarecidas? —comentó Mathilda Flessinga, señalando el horizonte. No era fácil comunicarse bajo el agua y su voz llegaba un tanto distorsionada por culpa del casco que llevaba puesto a modo de escafandra.
—Ciertamente —asintió el miembro más anciano del Consejo—, no es un buen augurio…
—¿Crees que Tánatos anda cerca? —preguntó Cloris Pleseck, montando su hipocampo con gran maestría. Aunque no era lo mismo, no cabía la menor duda de que había practicado a menudo con los pegasos.
—Es lo más probable.
Al igual que Aureolus Pathfinder, Magnus Gardelegen se mostraba cauto, a la vez que atento. En la defensa de Lagoonoly habían caído unos cuantos hechiceros y el número de heridos era importante. El representante del Agua sacudió la cabeza con pesar. Aquellos instantes de falsa calma le ponían muy nervioso. Tánatos estaba tramando algo, pero desconocía el qué. ¿Por qué se había cebado con Lagoonoly? ¿Qué buscaba en aquella ciudad elemental? ¿Cabía alguna explicación para semejante ataque? Desde luego, tenía que haberla. Su veteranía le decía que no todo podía ser fruto del caos y la casualidad.
No muy lejos de allí, en la alcaldía de Lagoonoly, el único espejo que funcionaba en la ciudad estaba siendo atravesado por unos visitantes muy particulares. Elliot Tomclyde, Eric Damboury, Úter Slipherall, Gifu, Merak y Pinki fueron traspasando uno a uno la superficie gelatinosa. El grupo se quedó sorprendido al notar que cientos de conchas se quebraban al dar sus primeros pasos en la ciudad acuática. Todo parecía tan solitario y abandonado que producía escalofríos con tan sólo mirar a su alrededor.
—¿Hola? —preguntó Úter, adelantándose unos metros.
Ni el alcalde ni ninguna otra persona parecían estar trabajando allí en esos momentos. Las ventanas de los despachos estaban abiertas de par en par, había escritorios y cajones fuera de lugar y documentos tirados por todas partes. El edificio estaba sumido en una dejadez absoluta.
—¿Dónde se ha ido la gente? —preguntó Gifu, recogiendo una de las conchas que permanecían intactas.
—No tengo ni idea, pero mucho me temo que hemos llegado tarde… —respondió Merak, que se encontraba a su vera.
—¡De ninguna manera! —exclamó Elliot, que se negaba a creer que algo malo le hubiese podido suceder a Eloise—. Deben de estar… ¡Se habrán refugiado en alguna parte!
Descendieron en silencio a la planta baja del edificio para encontrarse un espectáculo tan desalentador como en la parte superior. Hacía varios días que nadie trabajaba allí.
—Vayamos afuera —sugirió Úter, sobrevolando el espacio que conducía a la doble hoja de cristal por la que se accedía al edificio.
Al asomar la cabeza al exterior, Elliot comprendió de inmediato que algo no funcionaba del todo bien. Recordó su experiencia en Bubbleville, el día que sufrió el ataque del kraken y ni siquiera aquello era comparable. De alguna manera, el terror se respiraba en el ambiente. Los juncos y las plantas acuáticas parecían temblar de miedo, inmersas en el ambiente enrarecido que los rodeaba. La luz no era natural y el silencio, total. Ningún sonido se atrevía a romper la tétrica paz que reinaba allí.
Los pasos colgantes se menearon ligeramente a su paso, mientras recorrían con cautela los espacios que había entre las casitas. Pinki sobrevoló sus cabezas unos segundos, pero regresó casi de inmediato al hombro de su amo. Él, más que nadie, sentía en sus plumas el terror que sacudía los pilares de Lagoonoly.
—Teniendo en cuenta todo lo que nos has contado sobre Odrik, supongo que el lugar más adecuado para empezar a indagar es el mercado de la ciudad… —apuntó Elliot, al tiempo que Merak asentía—. ¿Alguien tiene la menor idea de hacia dónde debemos dirigirnos?
Todos se quedaron callados por unos instantes. Eran unos extraños en una localidad de un elemento al que —salvando la particularidad de Elliot— ninguno pertenecía. Para sorpresa de todos, fue Eric quien tomó la palabra.
—Hace tres años pasé unos días en esta ciudad —reconoció el muchacho—. Fue el verano que tus padres desaparecieron del crucero, Elliot. Ya sabes…
Su amigo asintió.
—Estuvimos visitando los impresionantes acuarios que, si mal recuerdo, se encuentran a las afueras, en dirección norte.
—Bueno, algo es algo —dijo Úter—. Yo diría que el norte queda en aquella dirección. ¿Por casualidad no os pasaríais por el mercado? ¿No comprasteis algún souvenir?
—Sí, estuve en el mercado —contestó Eric. Desvió la mirada y dio un giro de ciento ochenta grados—. Pero está todo tan distinto… No comprendo cómo puede haber cambiado tanto en tres años. —Sacudió la cabeza y señaló con el dedo hacia un grupo de casitas—. Si dices que el norte queda en aquella dirección, el mercado debería encontrarse por allá.
—En ese caso, no perdamos más tiempo —apremió Gifu, retomando la marcha—. Este silencio me está poniendo de los nervios.
El aleteo de Pinki resonó de nuevo en el aire. Acababa de despegar, pero no se alejó demasiado del grupo. Ni siquiera tuvo tiempo de intentarlo. Elliot vio cómo hacía un escorzo en el aire y se lanzaba en picado hacia el suelo.
—¡Aspiretes! —gritó mientras caía—. ¡Aspiretes!
Úter captó de inmediato la alarma del multimorfo y exclamó en un sordo susurro:
—¡Pongámonos a cubierto! ¡Tras aquellos juncos! ¡Rápido!
Se introdujeron todos sin más demora en la espesura de Hincos y aguardaron en silencio. A Pinki no le hacía ninguna gracia estar apretujado entre tantas ramas y brotes pero, aun así, mantuvo el pico cerrado. Sabía que no era momento para bromas y que debía mantenerse callado para no causar problemas a su amo.
Desde aquel improvisado refugio, pudieron atisbar lo que sucedía a no mucha distancia de allí. Efectivamente, dos demonios alados batían sus alas incesantemente, sobrevolando una zona de la ciudad. Sus escamados cuerpos rojos se movían en círculos como dos buitres al acecho de carroña. Sin lugar a dudas, estaban acechando a algún pobre infeliz.
Elliot sintió que le hervía la sangre. La presencia de aspiretes en la zona evidenciada que Tánatos estaba detrás del asalto a Lagoonoly. En realidad, nunca lo había puesto en duda. Pero ver a aquellas criaturas de piel de reptil le producía náuseas. Podía imaginarse sus ojos, amarillos como la bilis, clavados en su víctima. La llama de fuego de su cola, el cuerno que sobresalía de su cabeza… Todo en ellos era repulsivo.
Y, de pronto, oyó aquel grito de auxilio.
Era una voz femenina. ¿Y si se trataba de Eloise? Sin pensarlo dos veces, Elliot salió de su escondite.
—¡Qué haces, insensato! —exclamó Eric a sus espaldas, tratando en vano de agarrarle por la túnica—. ¡Regresa!
Pero Elliot hizo caso omiso de las palabras de su amigo y se adentró en la maraña de pasos colgantes.
—¡Oh, es tan cabezota como su antepasado! —protestó Gifu, abriéndose paso entre las plantas.
A los pocos segundos, todo el grupo había abandonado el escondrijo y seguían tras la estela del muchacho. Úter se puso a su lado y lo miró con semblante serio, pero no dijo nada.
—No podemos quedarnos parados, sin hacer nada, mientras hay alguien en peligro —dijo Elliot con la respiración entrecortada—. No serán más de dos o tres aspiretes. ¡Podremos con ellos!
Cada vez estaban más cerca de los demonios alados, que habían crecido en número. Hasta cuatro criaturas del Fuego se habían echado encima de aquella chica. Un destello de luz resplandeció en el ambiente y Elliot comprendió que la víctima estaba en un tremendo aprieto. Si un destello similar dejó inconscientes a los invitados a la Fiesta de Florecimiento de la Flor de la Armonía, años atrás, no le cabía la menor duda de que la muchacha poco podría hacer ante tal ataque. Quizá por eso, Elliot aceleró el paso aún más. Les quedaban muy pocos segundos para poder actuar.
El impresionante fulgor rojo se avistó desde el exterior de la burbuja que cubría Lagoonoly. Fue Aureolus Pathfinder quien lo advirtió primero y avisó a su compañera.
—¿Has visto eso? —inquirió, sin ocultar el tono de preocupación en su voz—. Me parece que tenemos un serio problema…
—¿Por qué lo dices, Aureolus? —inquirió la mujer de la túnica blanca.
—Porque sólo un aspirete puede acumular tanta energía y descargarla de esa manera…
—¿Quieres decir que Tánatos ha colado aspiretes en el interior de la ciudad? —preguntó Mathilda Flessinga, acercando su caballito de mar hasta donde estaba el representante del Fuego—. ¿Con qué objeto? ¿Qué puede estar buscando?
—Lo desconozco, pero no puede tratarse de nada bueno. De eso estoy seguro…
Una nueva luz, de color blanco azulada, iluminó las profundidades del océano. Procedía del lugar al que se habían acercado Magnus Gardelegen y Cloris Pleseck con sus monturas submarinas, para contrarrestar una nueva oleada de ataques de tiburones blancos. Aquella luz sólo significaba una cosa: serios problemas.
Pathfinder y Flessinga espolearon sus hipocampos y se adentraron en las oscuras aguas, al amparo de la luz de la bola de fuego incandescente que portaba el hechicero. Hacía frío y las corrientes submarinas se estaban agitando cada vez más a su alrededor. ¿Por eso les habría llamado Magnus?
No tardaron en encontrarlo y se alarmaron al verlo. Sostenía en sus brazos a Cloris Pleseck, completamente inconsciente. A su lado, dos hermosas ninfas se afanaban en curarle alguna que otra herida. Aún mantenía la burbuja en la cabeza, pero sus brazos se bamboleaban al compás de las corrientes de agua sin control alguno. El pálido tono de su piel le confería un aspecto cadavérico.
—¡Por los cuatro elementos, Magnus! —exclamó Mathilda Flessinga al llegar—. ¿Está…?
—No está muerta —los tranquilizó con voz sosegada—. Pero es preciso sacarla de aquí de inmediato. Estos tiburones están creándonos serias dificultades y no puedo ayudar a toda esta gente con Cloris en este estado.
—No te preocupes, nos haremos cargo de ella —le aseguró Aureolus Pathfinder—. ¿Qué ha sucedido?
—La salvó su escudo protector… —comentó el representante del elemento Agua—. Tenía al tiburón sujeto por la cola, que, con una fugaz dentellada, acabó con las ramas que lo asían y embistió a Cloris. El golpe fue fortísimo y la afilada dentadura de la criatura le hizo algún que otro rasguño. Afortunadamente no pasó de ahí… Obviamente perdió la consciencia y no está en condiciones de combatir…
—¿Quieres que me quede yo? —se apresuró a ofrecerse el representante del Fuego.
—Te lo agradezco, Aureolus, pero la situación está bastante controlada dentro de lo que cabe —reconoció Magnus Gardelegen—. En cambio, me preocupa el cambio que se está produciendo en las aguas. Me da la impresión de que Tánatos no anda muy lejos de aquí…
—Eso mismo pensábamos Mathilda y yo. La presencia de aspiretes en Lagoonoly no presagia nada bueno…
—¿Aspiretes?
—Sí. ¿No has visto el resplandor que ha iluminado la ciudad hace escasamente un rato? —preguntó Pathfinder con extrañeza, al tiempo que Magnus Gardelegen negaba con la cabeza. Obviamente, su compañero había tenido otras preocupaciones en mente.
—Será mejor que llevéis a Cloris a un lugar seguro —recomendó el representante del Agua, y de pronto arrugó la frente—. Ahí vuelven los tiburones… ¡Preparad los bastones mágicos!
La treintena de elementales que sobre sus caballitos de mar se habían apostado junto a unos salientes de roca, alzaron los bastones mágicos dispuestos a lanzar una nueva ráfaga de protección.
—Que tengas suerte, compañero.
—Descuida, Aureolus. Intenta averiguar a qué se debe la presencia de los aspiretes en Lagoonoly…
—Lo haré, Magnus. Lo haré.
Sin demorarse más, entre Flessinga y él tomaron a Cloris Pleseck por los brazos y la montaron en el hipocampo que parecía más resistente. Asieron las riendas con determinación y espolearon a los caballitos de mar para alejarse cuanto antes del campo de batalla. Casi de inmediato, a sus espaldas sintieron las vibraciones y los reflejos de luz producidos por la magia que desprendían los bastones de los elementales, en su violento combate con los tiburones blancos.
Elliot activó su escudo protector: «Scudetto!» y echó a correr de nuevo. El puente colgante se bamboleó a su paso y los tablones de madera crujieron bajo sus pies. Sus amigos le seguían muy de cerca, dispuestos a plantar cara a los cuatro aspiretes que habían atacado a la muchacha. Desde aquella distancia se los veía con bastante claridad.
—¡Socorro!
El grito de auxilio le heló la sangre a Elliot. Lo había oído con total claridad y estaba seguro de haber reconocido la voz en esta ocasión. Era la de Eloise. ¡Estaba seguro de que era ella! No obstante, ¿cómo era posible que siguiera consciente después del implacable resplandor rojo? Espoleado por el aullido que vino a continuación, el muchacho no se lo pensó dos veces y descargó un rayo reductor sobre la criatura del fuego que tenía más a tiro.
Al sentir la agresión, los otros tres demonios se volvieron y adoptaron posturas defensivas.
—¡Cerrad los ojos! —exclamó Elliot de pronto, justo antes de que un nuevo resplandor rojo iluminase los alrededores.
El aviso del muchacho no pudo ser más oportuno y evitó que sus compañeros cayesen al suelo completamente cegados. Mientras el aspirete herido se retorcía de dolor en el suelo, los otros tres habían unido sus fuerzas para lanzar la nueva ofensiva. Inmediatamente después, desde su privilegiada posición, Úter se encargó de generar una buena dosis de confusión entre los demonios alados. Comenzó a dar rienda suelta a sus ilusiones y por todas partes empezaron a salir réplicas de los miembros del grupo. Ingentes cantidades de Elliots, Erics, Gifus y Meraks empezaron a corretear de un lado para otro, causando un gran desconcierto entre los seguidores de Tánatos. No obstante, fueron las copias de Pinki las que más sorprendieron a los aspiretes. Revolotearon sobre sus cabezas, profiriéndoles una gran variedad de improperios, lo que consiguió sacarles de sus casillas.
Indignados por tanto descaro, los demonios alados no soportaron que unas insignificantes criaturas parlantes los insultaran de tal manera y se lanzaron a por ellas. Dirigieron los afilados cuernos que sobresalían de sus cabezas a los maleducados loros pero, cuando llegaba el momento de asestarles el golpe de gracia, la ilusión se desvanecía igual que el humo. El hecho de verse impotentes los descentró aún más y, viendo que sus embestidas hacían desaparecer a sus enemigos, pusieron todo su empeño en acabar con los pájaros de color verde.
A pesar de la velocidad a la que surcaban el cielo, para Elliot y Eric fue relativamente fácil derribar a los tres enemigos. Hicieron falta unos cuantos rayos reductores para que los aspíreles cayesen como el plomo. Entretanto, Gifu se encargó de inmovilizar con sus polvos mágicos al aspirete que había sido herido en primer lugar, para neutralizarlo definitivamente. Los aspiretes restantes fueron a caer en medio de la laguna y no tuvieron un final muy agradable. Como criaturas del Fuego que eran, los alaridos dejaron patentes su incompatibilidad con el elemento Agua.
Cuando el último de los aspiretes se perdió en las profundidades del lago de Lagoonoly, Úter hizo que las ilusiones se desvanecieran y aquella parte de la ciudad recuperó la tranquilidad.
Elliot no lo dudó y se aproximó hasta el lugar en el que yacía Eloise. Tenía un pequeño corte en la mejilla, probablemente debido al golpe recibido por alguno de los aspiretes. El muchacho la incorporó con delicadeza, recostó su espalda sobre uno de los maderos que conformaban las vallas de protección y se afanó en curarle la herida.
—¿Elliot? —musitó ella. Su mirada perdida daba a entender que aún no se encontraba totalmente consciente—. ¡No deberías haber venido! Aquí estás en peligro…
—Tranquila, todo ha pasado —respondió el muchacho, buscando con la mirada a sus amigos. Al ver que se acercaban hasta su posición, añadió—: Ya no existe peligro alguno. Estás a salvo.
La muchacha hizo ademán de levantar sus brazos para abrazar al joven, pero aún le pesaban demasiado. Y la cabeza le seguía dando vueltas.
—¿Qué creéis que hacían esos aspiretes por aquí? —preguntó Gifu transcurrido un rato—. Me da en la nariz que no andaban de paso…
—Pienso igual que tú —apuntó Úter que, pese a haberlos derrotado, no estaba tranquilo del todo—. Estarían buscando algo…
Las palabras del fantasma hicieron que Eloise se moviese ligeramente. Poco a poco se iba recuperando.
—Seguro que está relacionado con la Piedra de la Luz… —apostó Eric—. Tánatos ha tenido que hacerlos venir a Lagoonoly por ese motivo.
Merak estaba a punto de decir algo cuando Eloise abrió la boca.
—Ahora que lo dices, hablaban de una piedra. Sí…
—¿De una piedra? —inquirió Úter, frunciendo el entrecejo—. ¿Puedes ser más explícita, jovencita?
Pasaron unos segundos antes de que la muchacha hablase de nuevo.
—Yo… Estaba en el mercado… Buscaba los ingredientes para la poción que debía prepararle a mi madre, cuando oí unas voces a lo lejos. —Hizo una pausa ante los expectantes ojos de los presentes—. Esos demonios estaban interrogando a alguien acerca de una piedra…
—¿Qué más dijeron de ella? ¿Qué más pudiste oír? —insistió Úter, apremiándola. Elliot le dirigió una mirada reprobatoria, pues no quería que atosigase a su amiga con tanta pregunta.
—En realidad no alcancé a oír mucho más… —confesó la muchacha—. Querían averiguar cómo había llegado la piedra a manos de ese hombre. Cuál era su procedencia…
—¿Y qué dijo éste?
—Habló de la localidad de Underness, que no queda muy lejos de aquí…
—¿Dijeron algo más? ¿Comentaron cómo era esa piedra? —interrogó el fantasma.
Eloise estaba negando con la cabeza, cuando emitió un suspiro de excitación. Acababa de recordar un pequeño detalle.
—Fue justo cuando se me cayó el tarro que contenía el polvo de ortigas… Ellos me oyeron y dijeron algo de un yacimiento…
—¿Un yacimiento? —repitieron todos, Elliot incluido.
—Sí… Mencionaron que si el amo se enteraba de que alguien más buscaba el yacimiento, lo pagarían. Supongo que se referirían a Tánatos…
Ninguno pareció comprender el alcance de estas palabras, hasta que Merak dio un gritito.
—¡Tánatos está buscando un yacimiento! ¡Claro! —exclamó, batiendo las palmas de sus diminutas manos por el nerviosismo—. ¡Piensa que puede encontrar muchas piedras como la de Elliot!
—¡Un yacimiento! —exclamó Eric horrorizado—. ¿Os imagináis qué podría pasar si Tánatos se hiciese con un cargamento de piedras de la luz? ¡Sería una catástrofe!
—Ciertamente sería algo preocupante —corroboró Úter, pero su mirada daba a entender que su mente estaba en otro sitio. Estaba pensando en otra cosa—. De todas formas, creo que esta noticia es positiva para todos, pues nos queda clara una cosa… Tánatos no debe de estar buscando las Piedras Elementales.
—¿Por qué dices eso? —inquirió Gifu, de brazos cruzados.
—Porque la existencia de un yacimiento es incompatible con la naturaleza de las Piedras Elementales. Sencillamente, son únicas —aclaró el fantasma con solemnidad—. Para bien o para mal, sólo existe una Piedra por elemento… hasta que se crea la nueva Flor de la Armonía. Al menos, eso dice el documento que encontramos en la biblioteca del Claustro Magno…
—Bien, es un punto a nuestro favor —apuntó Elliot. Pinki comenzó a animarse, contagiado por semejante clima de optimismo—. Eso nos da un poco de ventaja.
—En cualquier caso, y no es por ser aguafiestas… —intervino Merak escrutando el rostro de Elliot—, seguimos sin poder dilucidar si la Piedra de la Luz es la Piedra del Agua. El documento hablaba de monstruos protectores de las Piedras, pero…
Eloise se había quedado sumida en sus propios pensamientos mientras los amigos debatían. Aún no se había recobrado del todo, pero oír la palabra «monstruo» la hizo reaccionar al instante.
—¿A qué te refieres con eso de que las Piedras están protegidas por monstruos? —inquirió—. Siempre se ha dicho que en Underness hay uno…
—Explícate —demandó Úter con cierta premura. Y es que, como los demás, estaba ansioso por escuchar las palabras de la muchacha.
—En realidad no es en Underness donde se encuentra el famoso monstruo… —explicó Eloise tras aclararse la garganta—. En numerosas ocasiones he oído que un túnel submarino conecta la localidad de Underness con el lago Ness… La gente considera ese conducto un lugar tabú y temen acercarse porque siempre se ha dicho que en el lago habita un monstruo temible que acabaría con cuantos osasen adentrarse en MIS dominios…
Elliot entrecerró los párpados y musitó:
—El Monstruo del Lago Ness… ¡Claro! —exclamó de pronto, asustando hasta a Pinki—. ¡Podría ser perfectamente lo que estamos buscando! Escuchad… Todo apunta a que la Piedra de la Luz salió de algún lugar de Underness. ¿Y si alguien se atrevió a atravesar el túnel para desafiar al monstruo? ¿Y si consiguió arrebatarle la Piedra?
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Eric, visiblemente emocionado—. En ese caso la Piedra de la Luz tendría que ser… ¡La Piedra del Agua! ¡Todo encajaría!
Pese a que Merak meneaba la cabeza un tanto dubitativo, fue Úter quien aportó una dosis de cordura.
—No digo que no tengáis razón, pero esa teoría está cogido por los pelos… No me parecen pruebas suficientes para poder estar seguros…
—¿Tienes una idea mejor? —preguntó Elliot, con el entrecejo fruncido.
—Ciertamente, no. Pero…
—Lo que no se puede negar es que la Piedra de la Luz posee ciertas cualidades mágicas y que se parece al gráfico que vimos en Hiddenwood —apuntó Merak—. Si a todo eso se le suma que en las proximidades de Underness habita un monstruo…
—¿Tú que opinas, Gifu? —Elliot quería escuchar la opinión de todos sus amigos.
Las bolas de fuego que copaban las farolas de Lagoonoly temblaron mientras esperaban la respuesta del duende.
—Que me hubiese gustado enfrentarme a ese monstruo…
—Serás fanfarrón… —le echó en cara Úter—. ¡Si te daba pánico el tiburón soñoliento gigante!
Gifu se sonrojó y el resto del grupo rió entre carcajadas.
—En ese caso, supongo que podríamos dar por válida la teoría… —admitió Úter—. En cualquier caso, es evidente que nos vamos a enfrentar a este problema con cada una de las Piedras. Nunca tendremos la certeza de lo que son… hasta que se unan entre sí.
—Eso también es verdad… —asintió Merak.
De pronto, las aguas de la laguna comenzaron a borbotear y una extraña brisa les azotó los rostros. Era verdaderamente anómalo, pues en Lagoonoly —al igual que en las restantes ciudades submarinas— no había viento. Algo raro estaba sucediendo allí…
—Oh, oh… —musitó Gifu—. Tengo la impresión de que se avecinan problemas. ¿No creéis que deberíamos ir moviéndonos?
Si el duende, amante del riesgo y la aventura, hacía tal proposición no era para tomarla a la ligera. Los amigos alzaron la vista y vieron que sobre sus cabezas se estaba acumulando una importante masa de nubes. ¡Nubes en Lagoonoly!
—¡Tiene que ser obra de Tánatos! —voceó Úter, tratando de hacerse oír entre los silbidos del viento.
Estaban a punto de movilizarse, cuando a lo lejos aparecieron dos personas vestidas en sendas túnicas de color blanco y rojo escarlata. Una camilla improvisada con alguien recostado sobre ella flotaba frente a las dos siluetas. Transcurrieron unos segundos antes de que pudiesen reconocerse mutuamente.
—¡Úter Slipherall! ¡Elliot Tomclyde! —exclamó la voz firme y enérgica de Aureolus Pathfinder, mientras se les acercaba con paso decidido. Mathilda Flessinga se había quedado rezagada, cuidando de la persona que iba en la camilla—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo aquí? ¡Este lugar es muy peligroso! Hay aspiretes merodeando por la zona…
—Lo sabemos, Aureolus —contestó Úter con voz serena—. esstábamos a punto de marcharnos…
—Además, se supone que deberíais estar cumpliendo con la misión que os asignó el Oráculo… —gruñó Pathfinder—. ¿Habéis conseguido algo?
—Estamos en ello —contestó Úter, que no quería dar demasiadas explicaciones. No era ni el lugar ni el mejor momento.
—Hacedlo cuanto antes —ordenó el representante del Fuego—. Es muy posible que Tánatos esté cerca y…
Eloise suspiró. Miró al representante del Fuego con angustia y se llevó las manos a la boca.
—Tengo que volver a casa. Yo…
Pathfinder negó con la cabeza rotundamente.
—Muchacha, será mejor que abandones Lagoonoly de inmediato. Estás en buenas manos.
—Pero mi madre está enferma… —replicó Eloise, cada vez más agobiada. Las lágrimas se le saltaban de los ojos.
—No temas por ella. El Consejo de los Elementales velará por la seguridad de Lagoonoly. Te prometo que tu madre tendrá los cuidados necesarios y nada malo le va a suceder. —Hizo una pausa y se dirigió a Úter—. Ahora marchaos y no perdáis más tiempo.
El fantasma asintió y se puso en marcha. Puesto que no tenían muchas más opciones, deberían regresar por el mismo espejo por el que habían accedido a Lagoonoly. Elliot y los demás siguieron su estela en dirección a la alcaldía.