7.LA BIBLIOTECA DEL CLAUSTRO MAGNO

CINCO minutos después, la reducida comitiva se encontraba frente al tapiz del despacho de Cloris Pleseck. Habían accedido a la habitación mediante el encantamiento Sesamus, que se en cargó de practicar Eric, y estaban ansiosos por adentrarse en esa biblioteca de la que les acababa de hablar Bonifacius Sandwip. ¿Encontrarían allí las respuestas a sus preguntas? ¿Averiguarían suficiente información como para poder buscar las piedras Elementales? ¿Y si no daban con lo que buscaban? ¿Qué sucedería entonces? Por el momento, era mejor ser optimista y pensar en positivo…

Merak y Gifu desataron los cordeles que sujetaban el faldón del tapiz y de un tirón corrieron la tela a un lado. Tal y romo les había confirmado el busto parlante, allí se escondía una puerta. Era alta y estrecha, de madera de roble perfectamente conservada y con un curioso aldabón de bronce colgado a media altura.

Curiosamente, alguien había dejado la llave ensartada en la cerradura, por lo que no tuvieron más que girarla para poder abrirla. ¿Cómo podía Cloris Pleseck haber sido tan descuidada? ¿Acaso sospechaba que aparecerían por allí? Con un pequeño chasquido, el cerrojo se descorrió y la puerta chirrió al abrirse.

Elliot hizo aparecer una bola de fuego en su mano izquierda y dio un paso al frente. La potente luz anaranjada dejó entrever una estancia de lo más original. Bonifacius Sandwip se había referido a ella como una biblioteca, pero era mucho más que eso: por supuesto que había estantes y libros; tomos gruesos y delgados, altos y de reducidas dimensiones, encuadernados en piel o en otros materiales… No obstante, no eran la única fuente de información. A mano izquierda, perfectamente ordenadas, había pilas enteras de rollos de papiro, de pergamino e, incluso, de papel. Cada uno tenía un lazo y una etiqueta explicativa de la información que contenía. También había muebles con incontables cajones y mesas con montones de documentos amontonados. ¡Aquello era increíble!

Sin embargo, lo que más les llamó la atención fue el peculiar panel de agua sobre el que se reflejaban algunas imágenes. Elliot recordó que había visto algo similar tres años atrás, en su visita al Santuario del Calamar Gigante. Aquellas pantallas, similares a los televisores que fabricaban los humanos, podían transmitir imágenes con gran nitidez. Aunque resultase sorprendente, ¡la biblioteca del Claustro Magno contenía un archivo audiovisual!

No tardaron en ponerse manos a la obra. Imponía cierto respeto aquella sala abarrotada de documentos tan antiguos y tan bien ordenados, por lo que, antes de tocar cualquier cosa, observaron con mucha atención la disposición del material que se prestaban a analizar.

—Yo me decantaría por aquellos rollos de allí —apuntó Úter entonces, señalando los montones que habían visto nada más entrar—. La información que buscamos es muy antigua… Es cierto que hay libros del siglo XV, pero me inclino a pensar que los elementales de la época dejarían por escrito las cosas en rollos de pergamino. No sé, puede que me equivoque…

—Es una opción tan válida como cualquier otra, así que no perdemos nada por intentarlo —dijo Gifu, recuperado ya el optimismo.

Sin perder un instante, fueron tomando los rollos con gran delicadeza. Pese a que contaban con hechizos de protección contra las roturas, les daba la impresión de que se desintegrarían entre sus dedos en cualquier instante. A medida que fueron leyendo etiquetas, se encontraron con numerosas curiosidades. Había textos del siglo XVI, donde se explicaban detalladamente las propiedades de los bezoares; del siglo XVIII, que narraban las criaturas mágicas encontradas en una expedición a la India; o, incluso, del siglo XIX, explicando inverosímiles conjuros practicados por unas tribus elementales en África Occidental.

Mientras los muchachos, Gifu y Merak se entretenían con los enormes rulos, Úter se dedicó a buscar entre los volúmenes que se amontonaban en los distintos estantes. Iba leyendo con atención los lomos de los libros y los iba descartando por fechas y temáticas. Durante más de dos horas se topó con estudios de Alquimia, profecías basadas en el posicionamiento de los planetas, textos escritos en runas y lenguas desconocidas para él, libros de hechizos prohibidos… Le llamó especialmente la atención un ejemplar que hablaba de minerales poco comunes y sus propiedades, pero lo descartó, pues pertenecía a la segunda mitad del siglo XVIII. También le hizo gracia toparse con un volumen escrito por el mismo Weston Lamphard sobre dragones y su repoblación en el mundo. «Si se hubiese dedicado sólo a los reptiles gigantes y no a crear un ifrit… nos hubiese ido mejor a los elementales», pensó el fantasma antes de darse por vencido.

—No veo nada interesante por aquí —anunció, acercándose hasta donde estaban los demás.

—Llevamos analizados más de la mitad de los pergaminos y tampoco hemos encontrado algo que nos llame especialmente la atención —comentó Merak, restregándose las manos en sus menudos pantalones de franela—. Es posible que leyendo uno por uno cada documento diésemos con algo de interés, pero no es una opción viable.

—Desde luego que no —replicó Eric, que contemplaba al gnomo con una mirada de espanto.

Estaban a punto de comenzar con una nueva tanda de rollos cuando un grito de Pinki los sobresaltó. Se aproximaron cautos hasta su posición, preparados para defenderse ante cualquier ataque, cuando se encontraron al loro profiriendo toda clase de insultos a un cofre que tenía una barra dorada, a modo de asa, en la parte superior. A la mascota de Elliot se le habían quedado las plumas del cuello ligeramente encrespadas, y no del enfado precisamente.

—¡Pinki! —exclamó Elliot al verlo—. ¿Se puede saber qué haces?

Observaron con detenimiento el arca, en la que habían sido tallados los emblemas de los cuatro elementos en el frontal (un arbusto de reducidas dimensiones, una gota de agua, una llama de fuego y una pequeña nube) y, lo más extraño de lodo, no tenía una cerradura. No obstante, estaba cerrada a cal y canto.

—¿Y ese cofre? ¿Cómo es que no lo hemos visto antes? -preguntó Gifu, cuya curiosidad iba en aumento. No pudo evitar aproximarse un poco más y, sin pensarlo dos veces, llevó sus manos a la barra de oro con la clara intención de abrir el receptáculo para ver qué secretos escondía.

Apenas las yemas de sus dedos entraron en contacto con el asidero, pegó un bote y profirió un grito de dolor. Al instante, se le desencajó la cara y los pelos de su barba, así como los que asomaban bajo el copete, se le pusieron de punta. Era como si acabase de recibir una descarga de más de diez mil voltios. Entonces comprendieron por qué Pinki había gritado, ya que debía de haberle sucedido lo mismo. Al ver la desmedida reacción del duende, Úter no pudo evitar esbozar una ligera sonrisa. Se lo tenía merecido… por cotilla.

Entre tanto griterío, fue Merak el que resaltó un detalle de importancia:

—¿Os habéis fijado que el cofre tiene grabados los símbolos de los cuatro elementos? Es posible que tenga un conjuro de protección, por el que sea necesaria la presencia de un hechicero de cada elemento para poder abrirla. Es habitual proteger los cargamentos más importantes de los comerciantes así…

Elliot contempló ceñudo el arca y se acercó lentamente. Había alcanzado a oír los gritos de Pinki y visto la reacción del duende al tocarlo. Aun así, tuvo la osadía de llevar su mano hasta el asa… y nada ocurrió. No sintió dolor ni calambre de ningún tipo. Al contrario, le dio la impresión de que la tapa cedía.

—O que sea alguien que tiene capacidad sobre los cuatro elementos —completó Úter, señalando a Elliot con sus dedos transparentes—. ¡Bravo, jovencito!

Con cuidado de no tocar ninguna de las partes externas del cofre, los amigos se aproximaron hasta el lugar en el que se encontraba Elliot. Pinki prefirió mantener las distancias, pues aún tenía bastante reciente la descarga sufrida. Con un ligero impulso, Elliot terminó de levantar la tapa del cofre y dejó a la vista un puñado de rollos escrupulosamente ordenados.

—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Eric. Hubo de ser Elliot quien frenase su impulso de ir a coger uno de los rulos—. ¡Más de lo mismo! Pero éstos parecen mucho más antiguos que los que hemos estado estudiando… ¿Creéis que podría ser lo que buscamos?

—Desde luego, si los han puesto a buen recaudo será por algo… —dedujo Gifu, a quien aún le dolían sus dedos.

Elliot tomó el primero de los rollos y leyó en voz alta la etiqueta que pendía del lazo azul.

—Profecías del Oráculo en noches de luna llena. Hum… suena bastante interesante. ¿Creéis que habría vaticinado la destrucción de la Flor de la Armonía y la llegada de un período de tanta inestabilidad?

—Puede ser, pero no es lo que nos interesa en estos momentos —apuntó Úter, para desagrado del duende—. Echa un vistazo a los demás letreros, por si encontramos algo relacionado con las Piedras Elementales.

El contenido de la mayoría de los rollos resultaba tanto más interesante cuantos más iban extrayendo del cofre. De pronto, cuando comenzaban a perder las esperanzas de encontrar algo de utilidad, Elliot cogió un rollo que, pese a su buen estado de conservación, se notaba que era antiquísimo. Alzó la etiqueta al leerla, le brillaron los ojos.

—¡Lo hemos encontrado! —exclamó a viva voz—. ¡Lo hemos encontrado! ¡Éste habla de las Piedras Elementales!

Los amigos se arremolinaron en torno al muchacho quien, con un suave tirón, desprendió el lazo que apresaba el rollo de pergamino.

—Fijaos, data del año 1435 —comentó Úter, señalando una de las esquinas—. ¡El mismo año en el que fue creado el Consejo de los Elementales! Sin duda estamos en el buen camino…

Elliot leyó los párrafos introductorios, que estaban escritos en una letra tan clara como pomposa. En ellos se describía lo difícil que había resultado localizar las cuatro Piedras Elementales pues, hasta aquel instante, no se disponía de información al respecto y, por ello, el documento era único en su especie. Por lo tanto, era imprescindible mantenerlo a buen recaudo y lejos de la mirada de cualquier curioso.

A continuación, se hablaba de las Piedras Elementales en sí, qué eran y para qué servían. Como era de prever, en su búsqueda habían participado los cuatro elementales que, a la postre, terminaron constituyendo el primer Consejo de los Elementales. A saber: Jazmín Cerestes por el elemento Tierra, Keynaldo Stormy por el Aire, y los hermanos Pollux y Castor Barnard en calidad de representantes de los elementos Fuego y Agua respectivamente.

—«Las Piedras Elementales —leyó Elliot—, son cuatro y cada una está asociada a un elemento diferente. Podría decirse que son minerales pero, debido a las propiedades mágicas que poseen, deberían ser clasificadas en una familia diferente. En cuanto a su formación, aunque se desconocen sus verdaderos orígenes, todo apunta a que surgen de una manera muy diferente a la de los demás minerales existentes en nuestro planeta…»

—Mira, hay un dibujo —interrumpió Gifu, que en ese momento se fijó en una parte del pergamino que acababa de desplegar Elliot.

Lo que decía era verdad. Como si hubiese sido realizado con carboncillo, en el lado derecho del texto aparecía un bosquejo de lo que podía ser una piedra. Tenía una base relativamente plana y una forma muy particular, como si de una hoja de trébol se tratase. De hecho, el dibujo estaba coloreado con un tono verdoso que había ido perdiendo el color con el transcurso de los años.

—¡La Piedra del elemento Tierra! —gritó Merak, sin poder contener su emoción. Para él, que era todo un apasionado de la Geología y la Mineralogía, poder contemplar aquel documento era todo un lujo. Se sentía un privilegiado. Sin duda, era el primer gnomo de la historia que tenía acceso a una información clasificada de tanta relevancia—. La geometría de la piedra es casi perfecta; una obra maestra de la Madre Naturaleza… Fijaos en esas aristas y el corte en…

—Creo que acabas de dar la mejor definición posible de las Piedras Elementales —sentenció Úter, interrumpiendo las emocionadas palabras del gnomo—. Sencillamente, son una obra maestra de la Madre Naturaleza.

Elliot extendió un poco más el rollo de pergamino y prosiguió con la lectura.

—«No es nada fácil llegar a localizar una de las Piedras Elementales, pues nuestro planeta es inmenso y éstas pueden hallarse en los lugares más recónditos. No obstante, por si fuera poco, si alguien llegase a descubrir la localización exacta, no tendría fácil acceso hasta la Piedra en cuestión, pues las cuatro están protegidas por inmensas y peligrosas criaturas mágicas. Todo hace pensar que las futuras Piedras Elementales que aparezcan con el paso del tiempo, también estarán estrechamente vigiladas…»

—Bueno, nadie dijo que fuera a ser una tarea fácil, ¿no es verdad? —musitó Eric, quien ya se veía de nuevo enfrentándose a una hidra de siete cabezas, por no hablar del poderoso kraken.

—«Estrechamente vigiladas…» —repetía Gifu una y otra vez, abriendo más y más sus ojos almendrados—. Eso suena a aventura de las grandes. ¿Qué criaturas guardarán las Piedras Elementales en la actualidad? ¡No serán rival para nosotros! ¡Estoy ansioso por comenzar la búsqueda!

Viendo la emoción que los embargaba, Pinki decidió posarse sobre el hombro de su amo y participar del ambiente tan festivo.

—Lamento no compartir tu opinión —comentó Úter frunciendo el entrecejo. Una vez más hacía gala de su habitual sensatez—. No me cabe la menor duda de que los seres a los que deberemos hacer frente nos traerán serios problemas. Amigos míos, se han acabado las lecciones de aprendizaje y ahora habrá que enfrentarse a la vida real que, no lo olvidéis, siempre trae complicaciones.

—Ya estás tan pesimista como siempre —murmuró el duende, mirando hacia otro lado.

Merak, que hizo caso omiso de la enésima disputa entre Úter y Gifu, arrastró su mano hasta el pergamino para que Elliot lo extendiera en su totalidad. Sin duda, sentía fascinación por él y ansiaba comprobar si un poco más abajo había esbozos de las demás Piedras Elementales. Por supuesto, también quería leer la restante información que los miembros originarios del Consejo de los Elementales habían escrito en aquel documento.

—Vaya, no se aprecia muy bien la forma de la Piedra del elemento Agua —dijo el gnomo, sin ocultar su decepción. Sin duda, esperaba encontrar alguna similitud con la Piedra de la Luz—. Salvo ese tono azulado característico, la silueta no ha sido muy bien trazada que digamos. De todas formas, podría coincidir perfectamente con la Piedra de la Luz… Mirad, en los casos del Fuego y del Aire se ve mucho más claro. La forma en lanza de esa piedra de tono cobrizo y la blanca, que bien podría ser confundida con un diamante…

—Pero no dice dónde se encuentran exactamente —apuntó Eric que, al igual que Merak, no apartaba la vista del rollo.

—Bueno, pero sí indica a qué criaturas hicieron frente los elementales para hacerse con ellas —añadió Elliot, sin ocultar cierto optimismo en su voz—. Por ejemplo, hubieron de jugarse la vida ante el kraken para hacerse con la Piedra del Agua, se adentraron en el corazón del Amazonas para encontrar la Piedra de la Tierra… Hummm, esto sí que es curioso. La Piedra del Fuego estaba custodiada por un ave Fénix…

—¿Un Fénix? —inquirió Úter, haciendo una mueca—. Ya sé a qué te refieres… No tienen fama de ser peligrosos precisamente, aunque posiblemente sí lo fuese el lugar donde se escondía el objeto…

—¿Y qué me decís del Amazonas? —preguntó el duende, que en su fuero interno seguía dando rienda suelta a su imaginación—. No dice que hubiese criaturas peligrosas…

—Gifu, que no lo ponga en el texto no significa que no se topasen con ellas —apuntó sabiamente Merak.

—¿Creéis que las Piedras podrían encontrarse en el mismo lugar en el que fueron halladas por los primeros miembros del Consejo de los Elementales? —Eric contempló ansioso los rostros de sus compañeros, que parecían demandar más detalles—. Me refiero a si tendremos que adentrarnos en el Amazonas, encontrar un ave Fénix…

Un silencio invadió la estancia en cuanto Eric terminó de formular su comentario y los amigos permanecieron callados, pensativos. Finalmente, fue Úter quien lo rompió diciendo:

—No lo creo. Sencillamente porque, si son unos objetos tan importantes (que lo son) y la Madre Naturaleza es sabia (que lo es), las Piedras Elementales habrán surgido en lugares muy dispares y distintos de aquella vez. Sería, algo así, como un mecanismo de defensa…

—Lo que dices es lógico —asintió Merak, que seguía observando atentamente el documento—. Mirad, junto a la reseña sobre la Piedra del Fuego hay una anotación. Dice que esta Piedra bien podría sustituirse por una draconita.

—¿Draconita? —inquirió Gifu.

—¡Sí! —exclamó Elliot dando un buen susto al duende—. Recuerdo que Coreen Puckett me habló de ella el año pasado… Es una piedra que únicamente puede extraerse de un dragón dorado… vivo. Pero según nos dijo Foothills en la escuela de Windbourgh, los dragones dorados no son más que una leyenda…

—Otra leyenda… —suspiró Gifu, cruzándose de brazos y mostrando una expresión de decepción—. Entonces… ¡estamos como al principio! —protestó el duende, que ya se veía inmerso en un nuevo desafío y la cosa no parecía estar nada clara.

—Y en el texto que hay al lado del dibujo de la Piedra del Aire también dice que inicialmente fueron a buscarla al lugar donde habitaba el Yeti —prosiguió Merak, ajeno a los comentarios de sus amigos—. El Abominable Hombre de las Nieves que mora en algún lugar perdido del Himalaya podía haber sido el guardián de la Piedra aunque, según dice aquí, finalmente la Piedra fue encontrada en la cordillera andina…

—Creo que tenemos que hacer uso del sentido común —propuso Elliot entonces.

—Eso es verdad, pero también necesitamos un punto por el que empezar… —sugirió Eric—. Está todo tan confuso que, prácticamente, podríamos elegir una Piedra al azar e ir en su busca. Desgraciadamente, tenemos la misma información para una u otra. ¿Qué diferencias habría entre buscar la Piedra del Fuego y la de la Tierra? ¿O la del Aire y la del Agua?

Entonces Elliot dio un suspiro y se llevó la mano al bolsillo de la túnica.

—¿Os acordáis de lo que comentábamos sobre la Piedra de la Luz? —recordó el muchacho de pronto, tomándola en sus manos—. Imaginemos por un instante que es en verdad la Piedra del Agua… Sin duda, tiene propiedades mágicas. A raíz de todo lo que acabamos de leer… ¿Qué sabemos sobre su origen? ¿Dónde se encontró? ¿Había alguna criatura poderosa cercana a ella? ¿Cómo podemos averiguar eso? ¿Sabes tú algo, Merak?

El gnomo se rascó la cabeza y miró a Elliot con aire pensativo.

—Como bien sabéis, la Piedra de la Luz llegó a mis manos a través de Odrik. Conociéndole, no me cabe la menor duda de que emplearía malas artes para hacerse con ella… Pero, ahora que lo dices y, haciendo un poco de memoria, Odrik solía frecuentar muy a menudo el mercadillo de Lagoonoly… Siendo una localidad del elemento Agua, podría tener sentido que se hubiese hecho con la Piedra de la Luz bien allí o en sus proximidades…

—¿Lagoonoly? —preguntaron Elliot y Úter a coro. Obviamente, el mismo pensamiento había fluido por sus cabezas.

—Sí —contestó Merak—. Allí fue donde… Esperad un momento. ¿No estaréis pensando…?

Tanto Elliot como su tatarabuelo asintieron. De hecho, fue el muchacho quien comentó sus suposiciones en voz alta.

—¿A qué se debía el interés tan repentino de Odrik por la Piedra de la Luz? Tal y como comentamos en su día, seguro que esperaba sacar buen provecho de ella. Eso sí, pedía una cantidad de piedras preciosas inalcanzable para cualquier elemental normal y corriente. ¿Quién podría hacer frente, en principio, a un pago de semejante importancia?

—Tánatos —contestó Eric sin pensarlo dos veces.

—¿Y qué está sucediendo en Lagoonoly en este preciso instante? —prosiguió Elliot.

—Está siendo asaltada por las huestes de Tánatos —apuntó Eric de nuevo, dando respuesta a cuantas preguntas brotaban de la boca de su amigo—. ¡Por el Oráculo! Pero eso significaría que Tánatos está buscando la Piedra de la Luz… ¿Creerá que aún está por la zona?

—No lo creo —rechazó Merak, tras pensar la respuesta unos segundos—. No olvidéis que un grupo de trentis le sisó la Piedra a Elliot en las inmediaciones del lago Saint Jean. Si esos traviesos duendecillos se han pasado al lado del Caos, muy posiblemente habrán informado a Tánatos de que la Piedra no está en Lagoonoly. Por lo tanto, no creo que espere encontrarla por allí…

—En ese caso… ¿qué pretende con ese asalto? ¿Provocar miedo? ¿Desviar la atención? —inquirió Gifu.

Los amigos se miraban unos a otros tratando de llegar a una conclusión.

—La mente de Tánatos es tan imprevisible como el Caos que gobierna. En cualquier caso, es muy posible que desconozca la esencia de las Piedras Elementales, pues su naturaleza no es elemental. Él es un ifrit… —explicó Úter, tomando la palabra.

—Es decir, según tu modesta opinión —intervino Gifu, mirando ceñudo al fantasma—, Tánatos podría encontrarse en Lagoonoly por pura casualidad… No me lo trago. Tú que siempre has predicado que no infravaloremos al enemigo, ¿piensas que Tánatos es tonto de capirote? No, ese discurso no es propio de ti…

—¡Por supuesto que no tomo a Tánatos por tonto! —bramó Úter, cuyo transparente rostro se enrojeció ligeramente—. Te recuerdo que me enfrenté a él hace ya muchos años. Lo que digo es que me desconcierta su actitud… Podría haber averiguado la procedencia de la Piedra de la Luz pero, como bien dice Merak, seguro que sabe que ya no se encuentra allí…

—¿Y si piensa que alguien la ha creado? —preguntó de pronto Eric—. No sé, podría haber ido en busca de esa persona para que le forjase una piedra igual o más poderosa…

La sugerencia de su amigo revolvió las tripas a Elliot. La sola idea de que Tánatos merodease por Lagoonoly buscando a una persona que —apostaba lo que fuese— jamás encontraría lo ponía enfermo. Algo en su interior le decía que la Piedra de la Luz y la Piedra del Agua eran la misma, pero no tenía forma alguna de demostrarlo. Y, por otra parte, necesitaban ir a Lagoonoly y comprobar que Eloise se encontraba sana y salva.

—Vayamos a Lagoonoly —dictaminó entonces el muchacho.

—¿QUE? —exclamó Eric, haciendo que Pinki se despegase- del hombro de su amo por el susto—. ¡Se supone que allí está Tánatos!

—Te recuerdo que la segunda parte de la misión consiste precisamente en acabar con él… —añadió Elliot.

—Sí, pero… ¿no convendría tener un poco avanzada la misión antes de tratar de hacerle frente? —insistió Eric.

—Eric tiene razón. Además, si mal recuerdo, el Oráculo te recomendó que buscaras «aquello en lo que fue creado» — puntualizó Úter.

Elliot asintió. Sabía a qué se refería su tatarabuelo. ¡Tenían que buscar tantas cosas y era tan poca la información con la que contaban! Sin duda, era consciente del peligro que entrañaba aproximarse a Lagoonoly pero… ¿qué otra cosa podían hacer? Tal vez allí averiguasen algo sobre la Piedra de la Luz y, de paso, podría ver a Eloise. Le preocupaba no poder contactar ton ella.

—No tenemos por qué enfrentarnos a Tánatos —resolvió Elliot con rapidez—. Sencillamente, vamos con la intención de descubrir el verdadero origen de la Piedra de la Luz y saber si, en efecto, es la Piedra del Agua. Además, podemos aprovecharnos de la confusión reinante para pasar desapercibidos.

Nadie le rebatió en esta ocasión. No les cabía la menor duda de que desplazarse a Lagoonoly equivalía a meterse en la boca del lobo, pero no se les ocurría nada mejor que hacer. Decidido por consenso, marcharían de inmediato a la ciudad acuática. Elliot memorizó la poca información que venía en el pergamino referente a las Piedras Elementales y grabó en su mente los dibujos antes de devolver el rollo a su cofre de origen. Bajo ningún concepto lo llevarían consigo, pues no les pertenecía. Además, ¿qué sucedería si cayese en manos enemigas? ¡Sería una pista definitiva para Tánatos sobre la existencia de las Piedras Elementales y su función! El pergamino debía permanecer en la biblioteca del Claustro Magno, donde había estado desde siempre.

Lagoonoly era una de las más hermosas localidades del elemento Agua. Como Bubbleville, contaba con una inmensa burbuja enclavada en las profundidades del mar. Era, por lo tanto, otra de las muchas ciudades submarinas que los elementales habían levantado sobre los lechos oceánicos.

Aun así, Lagoonoly era especial.

Se asentaba sobre un inmenso lago submarino del que parecían emerger infinidad de casitas de madera, con sus tejados bien cuidados y sus pequeñas chimeneas de latón. No había ningún trazado de calles por lo que, para trasladarse de un lugar a otro, sus habitantes se desplazaban por unos pasos colgantes que se distribuían por toda la ciudad. Pasear por allí era una maravilla, pues la vegetación abundaba por los cuatro costados: juncos, cañas, nenúfares y lirios brotaban con fuerza de las profundidades del lago y decoraban un lugar paradisíaco.

Pero últimamente la ciudad había perdido buena parte de su hermosura y su encanto. Eso pensaba Eloise Fartet cuando, aquella mañana, abandonó su casa lo más silenciosamente que pudo.

Lagoonoly daba la impresión de ser una ciudad fantasma, pese a que era mediodía de un día laborable. Un escalofrío sacudió la espina dorsal de la muchacha al mirar a un lado y a otro. Tenía miedo. Ni un alma merodeaba por los puentes colgantes y el silencio era abrumador. Únicamente se podía percibir un zumbido constante y lejano que no cesaba de sonar ni siquiera por las noches. Aunque era la tónica general de los li I timos días, no llegaba a acostumbrarse.

No le hacía ninguna gracia tener que abandonar su casa en aquellas condiciones, pero no le quedaba más remedio. Aquellos días estaban resultando especialmente conflictivos, y romper el conjuro que protegía la vivienda entrañaba muchos riesgos. No obstante, era preciso que acudiese al mercado en busca de unas hierbas para preparar la poción que paliase los dolores que padecía su madre. Llevaban varios días encerradas en casa y los ingredientes para pociones, así como los víveres, se estaban agotando.

Las maderas de los puentes colgantes crujieron a su paso y .1 Eloise se le encogió el corazón. En un espacio tan falto de vida, aquellos ruidos se habrían oído desde las afueras de la ciudad. Ni siquiera le reconfortaba el hecho de saber que se encontraba a menos de cinco minutos del mercado. Aceleró el paso, al tiempo que trataba de ocultarse tras la espesura de los juncos que bordeaban los caminos.

Un ruido a lo lejos llamó su atención, y la muchacha ralentizó su caminar. Al parecer, el mercado no estaba tan desierto como aparentaba desde el exterior. Con cautela, se aproximó a una de las aberturas laterales. Lo primero que percibió fue aquel olor a podredumbre que instintivamente la obligó a taparse la nariz con las manos. Nada tenía que ver con el agradable olor a salitre que solían desprender las algas, cuando el mercado bullía de gente haciendo sus respectivas compras. Aquél era un mal síntoma que, sin lugar a dudas, la hizo mantenerse alerta.

Todo estaba bastante oscuro, aunque no tardó en comprobar que la gran mayoría de los puestos habían sido saqueados. Los malhechores no habían tenido contemplaciones a la hora de rasgar los toldos y destrozar las cortinillas que cerraban cada uno de los puntos de venta. Eloise comprendió enseguida que los malos olores procedían de aquellos productos que se estaban descomponiendo y eran devorados por larvas y gusanos. Al verlos, le vinieron a la mente las imágenes del mercado de Blazeditch cuando las momias sembraron el caos en el elemento Fuego dos años atrás.

Pegó su cuerpo a uno de los puestos y se desplazó de puntillas. Desde su posición percibía unos débiles farfulleos. Quienquiera que los emitiese, debía de encontrarse en la otra punta del mercado. Pese a todo, extremó su cautela de camino al herbolario. Afortunadamente, no se cruzó con nadie en los pocos metros que la separaban del puesto. Sin embargo, hasta sus oídos seguían llegando esos jadeos que más bien parecían forcejeos.

Al igual que había sucedido en los puestos adyacentes, el herbolario había sido asaltado. No obstante, había muchos tarros y frascos que aún permanecían intactos en las estanterías. Se conoce que los vándalos tenían sus preferencias a la hora de escocer a sus víctimas. Ciertamente, las ropas y los metales preciosos eran más valorados que un puñado de hierbas curativas. No obstante, en aquel instante las hierbas tenían un gran valor para ella.

Estaba tratando de abrir el frasco de manzanilla cuando un grito rasgó el silencio. A la muchacha se le heló la sangre y a punto estuvo de dejar caer el tarro al suelo.

—¡Yo no la tengo! —exclamó una voz, claramente angustiada.

—¡Idiota! —replicó otro, cuyo tono de voz le produjo un escalofrío a Eloise—. Ya sé que no la tienes. Quiero saber de dónde la sacaste…

—Me… me la trajeron. Yo no tuve nada que ver, de verdad. No me hagáis daño, por favor —suplicó el hombre.

—¿Dónde encontraste la Piedra? ¡Habla!

Se oyó un golpe sordo seguido de unos segundos de máxima tensión.

—No la encontré yo. ¡Es la verdad! Yo me limité a vendérsela a Odrik… Tenía que desprenderme de la Piedra cuanto antes.

—¿Por qué?

Mientras escuchaba todo con atención, Eloise iba haciéndose con cuantos ingredientes necesitaba para poder elaborar la poción curativa para su madre, al tiempo que se los guardaba en los bolsillos.

—No podía… No podía tenerla más tiempo aquí, en… en Lagoonoly…

—¿Por qué? —le demandaron con mayor insistencia.

—La gente estaba empezando a hacer preguntas —confesó con voz temblorosa.

—¿Quién te trajo la Piedra? ¿De dónde la había sacado?

—No lo sé…

Eloise percibió un nuevo golpe sordo y, a continuación, volvió a oírse aquella voz tan desagradable.

—Bien, si no vas a sernos de más utilidad…

—¡Por favor! ¡Por favor! No lo puedo decir con total seguridad, pero el que me trajo la piedra suele merodear por Underness…

—¿Underness? ¿Dónde queda eso?

—Es una pequeña localidad que linda con uno de los accesos al lago Ness. Dicen que en ese lago existe una bestia…

—Sí, ya sabemos lo de la bestia —le espetó otra voz—. Como nos hayas mentido, vendremos y…

En ese preciso instante, Eloise estaba tratando de cerrar el bote de polvo de ortigas. Quería abandonar aquel lugar cuanto antes. Estaba tan nerviosa que le sudaban las yemas de los dedos y la mala suerte quiso que el tarro se le escurriera de las manos. El vidrio se fracturó al golpear contra el suelo y el ruido que produjo se oyó en todo el recinto.

—¡Hay alguien más por aquí! —oyó Eloise cómo clamaba una voz a lo lejos—. ¡Si el amo se entera de que alguien más busca el yacimiento nos lo hará pagar!

—¡Silencio! —le espetó otro—. Creo que el ruido procedía de aquella parte…

No tenía ni idea de qué hablaban esas personas, pero Eloise sabía que tenía que abandonar aquel lugar cuanto antes si no quería verse envuelta en una situación peligrosa. A tenor de lo que acababa de oír, sus perseguidores no eran gente de buena calaña y, por eso, echó a correr sin perder un instante.