A pesar de la alegría que sentían por haber logrado rescatar a Merak de las garras del despiadado Odrik, todos se sentían tristes y abatidos; especialmente, Elliot y Eric. Si no hubiese sido por su insistencia, Silexus no los habría acompañado al interior de la mina y probablemente ahora estaría… Estaría… Además, Merak se encontraba tan débil que apenas tenía fuerzas para hablar o caminar. De hecho, les daba miedo incluso sujetarle del brazo, no fuesen a quebrar sus delicados huesos. En cualquier caso, no tuvieron más remedio que abandonar la taberna del antiguo profesor de Geología y Mineralogía. Después de todo el alboroto que habían formado en las minas de Odrik, no les convenía permanecer más tiempo del necesario en las inmediaciones de Greenbush. Por eso, tan pronto se hubieron abastecido con algunos de los víveres, se marcharon de aquel lugar por la puerta trasera tan sigilosamente como habían llegado.
Una vez más, se adentraron en la espesura de los bosques, alejados de los caminos principales para evitar ser vistos por personas o criaturas potencialmente peligrosas. Deambularon sin rumbo ni destino fijo, a la espera de que Merak recuperase fuerzas suficientes como para poder caminar por sí mismo. Afortunadamente para el grupo, los gnomos son criaturas de gran resistencia —de ahí se explicaba que su amigo hubiese aguantado un cautiverio tan prolongado— y Merak comenzó a dar sus primeros pasos al amanecer del tercer día.
Después de una larga jornada caminando, decidieron descansar y hacer noche a la intemperie, en un lugar resguardado del bosque. Se sirvieron unos generosos trozos de queso y unos mendrugos de pan, mientras asaban al fuego unas deliciosas manzanas. Después de echar un trago de agua, Merak emitió un débil carraspeo y comenzó a hablar.
—Nunca os estaré lo suficientemente agradecido. Sois… Sois…
—Un desastre —completó Gifu, moviendo el espetón en el que estaba insertada su manzana—. Teníamos que haber acudido en tu busca mucho antes, pero la crisis en el mundo elemental era suficientemente grave…
—Lo sé —asintió el gnomo—. Conseguí oír algo de información mientras estaba prisionero. Si no decían nada de Elliot, lo consideraba una buena noticia… Y está visto que tenía razón. Pero ¿qué sucedió exactamente? Según he oído, Tánatos ha acabado con la Flor de la Armonía…
—Efectivamente, la destruyó —apuntó Úter.
Durante más de media hora, le contaron a Merak cómo con gran esfuerzo habían ido descubriendo el secreto que albergaba la mansión de los Lamphard y la misteriosa relación que la unía con Tánatos. El gnomo se sorprendió especialmente al enterarse de la naturaleza del mayor enemigo de los elementales pues, aunque siempre se había sentido intrigado por su longevidad, nunca hubiese imaginado que se trataba de un ifrit.
Tampoco fue muy agradable volver a recordar el fallecimiento de Goryn quien, inconsciente del asombroso poderío de su rival, trató de plantarle cara momentos antes de la destrucción de la Laptiterus Armoniattus. Era algo que dolía tan sólo con pensarlo.
—Desde entonces, el caos se ha ido adueñando del mundo elemental —concluyó Gifu—. Los accidentes de la Naturaleza se desatan con gran virulencia en todo el mundo, plantas y árboles florecen a destiempo, en algún que otro desierto se ha pasado más de una semana lloviendo… Mientras, en las ciudades elementales también están sufriendo serias dificultades. Afortunadamente, me consta que poco a poco se van restableciendo los servicios de correos y arreglan algunos espejos. Aun así, persisten los problemas de abastecimiento…
El fuego crepitaba a su alrededor y todos se quedaron embobados, contemplándolo.
—Si Tánatos ya tiene lo que quería, entonces no debe de ser él quien está tras la Piedra… —musitó el gnomo, que también se había quedado pensativo.
—¿De qué estás hablando? —inquirió Elliot, cuyos oídos únicamente habían logrado captar la palabra «Piedra».
Entonces, Merak procedió a explicarles cómo en su intento de fuga había oído hablar a dos de los esbirros de Odrik.
—¿Intentaste huir? —preguntó Gifu, alzando la voz.
—Evidentemente. No tenía intención de quedarme allí de por vida… Pero me fue imposible escapar. De hecho, estuvieron a punto de tirarme al foso de los escorpiones… —Esta confesión hizo estremecer a sus amigos, sobre todo después de haber luchado contra semejantes criaturas—. En cualquier caso, antes de que me capturasen, oí hablar a aquellos dos sobre la Piedra de la Luz…
—¿La Piedra de la Luz?
Era Elliot quien había saltado, sorprendido. ¿Qué pintaba su Piedra en todo aquello? El gnomo asintió y siguió hablando.
—Sin lugar a dudas, ése fue el motivo de que Odrik me invitase a su mina hace unos meses —comentó—. Acudí hasta allí bajo el engaño de que me ofrecerían un buen cargamento de gemas de la mejor calidad… Sin embargo, el Chupasangre tenía otros planes para mí. Escuchad…
»Hace unos años me vendió la piedra que tú, Elliot, has dado en llamar la Piedra de la Luz. Tengo que reconocer que se trata de un mineral desconocido, que siempre me ha intrigado. Es cierto que está impregnado de un halo de misterio que nunca he sabido interpretar y cuya procedencia me ha sido imposible averiguar. No obstante, consideré que era un regalo apropiado para un buen amigo como tú.
—Agradezco tus palabras, Merak —contestó el aludido, echando un vistazo a la Piedra.
—Transcurrido un tiempo —prosiguió el gnomo—, me olvidé de la Piedra. Al fin y al cabo, te la había entregado a ti…
—Pero, por lo que cuentas —intervino Úter, pellizcándose el mentón—, alguien la ha devuelto a un primer plano…
—Sin duda —corroboró el gnomo—. Al menos, Odrik quiere recuperarla cueste lo que cueste.
—¿Y dices que Tánatos podría estar detrás? —inquirió Eric, después de darle un buen mordisco a su jugosa manzana asada.
—Era una posibilidad como otra cualquiera —dijo Merak, que aún seguía royendo el queso como un ratoncillo—. Desde luego, Odrik busca la Piedra de la Luz para lucrarse. No me cabe la menor duda de que habrá recibido una oferta cuantiosa por ella; de lo contrario, no la hubiese buscado con tanta insistencia. Ahora bien… ¿cuántas personas en el mundo elemental pueden pagar una suma astronómica por una piedra así?
—¿De qué suma astronómica estaríamos hablando? —preguntó Gifu. Sus ojos hacían chiribitas a la luz del fuego.
El gnomo se quedó pensativo unos segundos antes de contestar.
—Un millón de zafiros.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Úter. Gifu se había caído de espaldas y Pinki gritó por encima de sus cabezas—. Nadie en el mundo podría conseguir semejante cantidad. ¡Nadie!
—Por eso se me había ocurrido que podía haber sido Tánatos. Y eso que no creo que disponga de esa cantidad de gemas… Pero, con sus malas artes, no creo que le supusiese un gran esfuerzo conseguirlas —reconoció Merak, encogiéndose de hombros—. Pero si decís que ya ha destruido la Flor de la Armonía, no comprendo qué podría aportarle esta piedra…
—¿Y si es mágica? —sugirió de pronto Eric.
—Bueno, Eric, en realidad sabemos que es mágica porque emite luz en la oscuridad… —apuntó Merak.
—Pero me refiero a una magia mucho mayor —insistió el joven, dando rienda suelta a su imaginación. Ciertamente, la idea le había surgido con una espontaneidad asombrosa y, por eso, hizo una nueva sugerencia—. ¿Os imagináis que es una de las Piedras Elementales?
—Ahora sí que te has pasado, amigo —le espetó Gifu—. Vale que la Piedra sea mágica pero ¿crees que algo así se encuentra tan fácilmente?
Eric sintió que le hervía la sangre.
—Un momento —interrumpió Merak, alzando las cejas por la sorpresa—. ¿Qué pintan las Piedras Elementales en todo esto? No estaréis pensando…
Elliot se dio cuenta de que aún no le habían contado nada a su amigo acerca de la misión que le había encomendado el Oráculo momentos antes de desaparecer de la faz de la Tierra. Según la bellísima mujer, el motivo por el cual estaba dotado para todos y cada uno de los elementos no era otro que lograr juntar las cuatro Piedras Elementales… Eso y acabar con Tánatos.
Cuando Elliot terminó su breve relato, Merak se había quedado con la boca abierta y Gifu volvió a meter baza.
—Insisto en que es imposible hacerse con una de esas Piedras con tanta facilidad…
—¡No sabemos cómo se encontró! —exclamó Eric, poniéndose en pie—. Merak sólo nos ha dicho que se la compró a Odrik, pero desconocemos cómo llegó a manos de ese odioso mercader…
—Eso que dices es cierto… —apuntó Merak recobrando la compostura—. Ignoro los orígenes de la Piedra de la Luz. Por lo que a mí respecta, podría haber salido de cualquier parte del mundo. Quién sabe si sus orígenes se remontan unos años atrás… ¡o siglos!
—Además —prosiguió el muchacho, envalentonado—, ¿por qué no habría de serlo? ¿Acaso alguno de nosotros sabe cómo son las Piedras físicamente?
Los amigos se cruzaron miradas serias y un torrente de pensamientos y preguntas atravesaron la mente de Elliot. ¿Sería posible que la famosa Piedra de la Luz, que en tantas aventuras les había acompañado, fuese realmente una de las cuatro Piedras Elementales? Sin duda, Eric estaba en lo cierto: desconocían cómo eran en realidad. En el mundo había millones de guijarros distintos y, por lo poco que sabían, todos tenían las mismas posibilidades de ser una de las Piedras Elementales.
Aunque, pensándolo bien, esa afirmación no era del todo cierta. La Piedra de la Luz era mágica. ¿Cuántas piedras en el mundo eran capaces de emitir luz en la oscuridad? ¿Tendría alguna otra propiedad que ellos no supiesen? Pero, si era una de las Piedras Elementales… ¿cuál de ellas era? ¿La de la Tierra? ¿La del Aire?… ¿Agua?… ¿Fuego? La luz siempre había estado asociada con el elemento Fuego, sin duda. De todas formas, en las cuevas y cavernas donde habían estudiado con Silexus, no había luz. ¡En las entrañas de la Tierra también era necesaria la luz! Y ese tono azulado podría ser perfectamente un síntoma del Agua o, incluso, del Aire.
—Supongamos que Eric tiene razón —dijo Elliot, que empezaba a sentirse tan animado como su compañero. Por fin un poco de luz iluminaba su camino—. No podemos negar que existe una posibilidad, aunque sea mínima, de que la Piedra de la Luz sea una de las cuatro Piedras Elementales. ¿Cómo podríamos llegar a averiguar algo más sobre ellas?
—Es una tarea harto complicada —intervino Úter—. En realidad, nadie sabe dónde podrían encontrarse las Piedras Elementales. ¡No existe una mejor protección!
—Entonces, estamos hablando de nuevo de un mito…
—De ninguna manera, Elliot —corrigió el fantasma—. Que no sepamos dónde se encuentran las Piedras Elementales no significa que no existan. Si no, ¿de dónde te crees que sale la Flor de la Armonía?
—¿De una semilla, tal vez? —contestó el muchacho, aún a sabiendas de lo que le dijo el Oráculo acerca de la creación de la Flor…
—Llámalo así si quieres —concedió Úter, acercándose al tronco de un árbol. Daba la impresión de que, mientras hablaba, su mente estaba maquinando algo—. De hecho supongo que algo así se conseguirá cuando se unan las cuatro Piedras.
—¡Pero eso nadie lo ha visto! —insistió Elliot. La conversación se había convertido en un partido de tenis entre el chico y su tatarabuelo—. ¡No hay testigos!
—Evidentemente, no los hay… Ni siquiera yo he presenciado algo así. Pero sí que debió de haberlos tiempo atrás —dijo Úter, esbozando una amplia sonrisa—. ¡Ya lo creo que los debió de haber!
—¿A qué te refieres? —preguntó Gifu, intrigado.
—La pregunta correcta debería ser «¿A cuándo te refieres?» —le corrigió el fantasma y Gifu le devolvió una mueca de desprecio—. La respuesta es bien sencilla. ¿Alguna vez os habéis preguntado cuándo se creó la anterior Flor de la Armonía?
—¿Insinúas…? —preguntó Elliot.
—¡Debió de coincidir con la fundación del Consejo de los Elementales! —exclamó Úter, haciendo un chasquido con los dedos.
—Eso sucedió hace ya muchísimos años… —farfulló Merak—. Demasiados para poder encontrar un testigo en condiciones.
—Sí aún estuviese el Oráculo… —dijo Eric, añadiendo un poco más de leña a la hoguera—. Sin duda estaría al tanto de cómo son las Piedras Elementales y nos habría ayudado…
Se detuvo al ver cómo Elliot negaba con la cabeza.
—El Oráculo jamás llegó a ver las Piedras —apuntó Elliot, pellizcándose el labio inferior mientras Eric lo miraba ceñudo—. Me lo reveló ella misma momentos antes de desaparecer, y creo que comprendo por qué… La naturaleza del Oráculo está intrínsecamente relacionada con la existencia de la Flor de la Armonía, ¿no es así? —Las cabezas de sus amigos asintieron—. Lo que significa que la figura del Oráculo no apareció hasta que se formó la propia Flor… Como tiene que crearse con la unión de las Piedras Elementales, sería imposible que el Oráculo las hubiese visto antes… sencillamente porque no existía.
—Lo que dices tiene sentido —convino Úter, al tiempo que Eric se ponía en pie de un salto—. En cualquier caso, hoy por hoy, y desgraciadamente para nosotros, el Oráculo no nos puede ayudar. Lo que tenemos que hacer ahora que estamos juntos de nuevo, es buscar las Piedras Elementales.
—Me temo que sin más información estamos apañados.
—Yo no sería tan pesimista, Eric —dijo Úter. Su sonrisa delataba que, por lo menos, se le había ocurrido algo—. Yo votaría por ir a Hiddenwood…
—¿A Hiddenwood? —vociferó Gifu, poniendo los ojos como platos—. ¿Te has vuelto loco? Por si te falla la memoria, dejasteis al trenti en libertad y no me extrañaría que nos tuviesen preparado un comité de bienvenida a las puertas de la ciudad. ¿Se puede saber por qué quieres volver a Hiddenwood? ¿Acaso pretendes hablar con Cloris Pleseck?
—No con ella precisamente —confesó el fantasma—. No obstante, pienso que es importante ir al Claustro Magno.
—¿Y hablar con el busto de Bonifacius Sandwip? —inquirió Elliot.
—No exactamente, pero te vas acercando… Os recuerdo que su busto no es el único que existe…
Elliot chasqueó los dedos.
—¡Pretendes encontrar el busto de uno de los cuatro fundadores del Consejo de los Elementales! —exclamó el muchacho, sin poder contener la emoción que lo embargaba por dentro—. ¡Cualquiera de ellos podría facilitarnos información sobre las Piedras Elementales! ¡Qué gran idea has tenido!
Regresar a Hiddenwood entrañaba ciertos riesgos, pero la idea de Úter era brillante: visitarían el Claustro Magno donde tratarían de obtener la información necesaria para iniciar la búsqueda de las Piedras.
Satisfecho por haber tomado una decisión, Elliot se quedó dormido poco después de oír el aleteo de su mascota perdiéndose en la espesura del bosque.
Con la llegada de los primeros rayos de sol, la comitiva se desperezó dispuesta a partir cuanto antes. Se dieron cuenta de que estaban sedientos y de que los ropajes se les pegaban a la piel incómodamente. Hacía calor. Demasiado. El verano llegaba a su fin y no era normal una temperatura tan elevada en esa época del año. El poder de Tánatos, el caos que propiciaba en la Naturaleza, se dejaba sentir cada vez más.
Les esperaban varios días por delante de senderos sinuosos que se perdían entre los montones de helechos resecos y con trampas al acecho. No obstante, los problemas de verdad comenzaron a un día y medio de distancia de Hiddenwood. Hacía poco menos de una hora que habían hecho un alto en el camino para almorzar cuando llegó hasta sus oídos un ahogado grito de auxilio.
—¿Habéis oído eso? —dijo Gifu, parándose en seco.
—Sí… Es como si alguien estuviese pidiendo ayuda —corroboró Eric, mirando a uno y otro lado por si lograba identificar la procedencia de los chillidos.
Fue Pinki quien finalmente los condujo sobre la pista. Al amparo de unos nutridos arbustos, observaron sorprendidos la delicada situación. Quien profería esos desmedidos alaridos no era otra persona que la señora Pobedy, la dueña del famoso local El Jardín Interior. Iba en un carromato de reducidas dimensiones y estaba rodeada por media docena de trasgos. Aquellas criaturas desgarbadas y de uñas afiladas no eran rivales de mucha entidad si se los comparaba con los aspiretes o las hidras; no obstante, para un solo elemental, que además tuviese que proteger una carga, la situación podía ser bastante comprometida. Y aquella lo era.
Uno de los trasgos se encaramó a la parte trasera del carro y trepó ágilmente hasta colocarse a menos de un metro de la espalda de la señora Pobedy. Fue Úter quien vio primero el destello de la daga que portaba la criatura en sus manos y reaccionó brillantemente. Generó una serpiente ilusoria tan real que el trasgo se delató con el aullido que profirió. Soltó su arma y huyó despavorido del carro. Aquél fue el instante que aprovecharon los amigos para abandonar su escondrijo y plantar cara a los diablillos.
Durante los dos o tres minutos siguientes, la magia elemental invadió aquella parcela de bosque bajo la estupefacta mirada de la señora Pobedy. Herbicuerdas, rayos reductores, polvos duendiles, ilusiones… Se emplearon cuantos hechizos fueron necesarios para ahuyentar a las perversas criaturas, mientras que una de ellas quedó colgada de la rama de un abeto, a muchos metros de altura, merced a un hechizo de flotación magistralmente ejecutado por Elliot.
—¡Por los cuatro elementos! —exclamó la mujer, al borde de un ataque de nervios. Se abanicaba con las manos y abría los ojos sin dar crédito aún a lo que acababa de presenciar—. ¡Es un milagro! ¿De dónde habéis salido? Hay mucha gente que se pregunta dónde estás, Elliot…
—Hola, señora Pobedy —saludó sonriente el muchacho, recogiendo uno de los paquetes que se había caído del carruaje—. Digamos que… hemos estado un tanto ocupados.
—¿Está usted bien? —preguntó entonces Úter, con galantería.
—Oh, sí —suspiró la mujer—. Gracias a vosotros, sí. Cada día es más peligroso atravesar los bosques…
—¿Cómo es que lo hace sola? —insistió Úter—. ¿No debería estar en El Jardín Interior?
—Apenas hay gente dispuesta a trabajar en el local y me cuesta mucho regentarlo yo sola. De hecho, el mercado anda tan escaso de provisiones que no tengo más remedio que ir yo misma. Echo en falta la ayuda de tu madre, Elliot —dijo, dirigiéndose al muchacho—. Espero que por lo menos se encuentre bien…
—Están perfectamente, gracias —contestó el muchacho. En ese momento, un recuerdo le vino a la mente—. Ella también echa de menos sus días de trabajo en El Jardín Interior. Quizá no sería una mala idea que le enviara una nueva varita que incluyese sus últimas recetas…
—¡Es una gran idea! —exclamó la mujer—. Así no perderá la práctica para cuando regrese…
Acto seguido, se hizo un silencio que fue interrumpido por el gnomo.
—Vaya, parece que la situación está cada vez peor —apuntó Merak que, apoyado sobre la rueda del carro, parecía un pedrusco del camino.
—Sin duda. En Hiddenwood las cosas empeoran cada día que pasa… Y me atrevería a decir que cambian cada hora. —La señora Pobedy sacudió las riendas para despabilar al pequeño mulo que tiraba de su vehículo—. Voy de regreso a la capital. Si queréis, os llevo a algún lado. Es lo menos que puedo hacer por vosotros…
—De hecho, nos dirigíamos a Hiddenwood —contestó Elliot—. Estaremos encantados de ir con usted.
Apenas había terminado de hablar su amigo, Gifu se subió de un salto a la parte trasera del carromato. Merak tampoco tardó en acompañarle. Pese a estar bastante recuperado de su lastimoso cautiverio, aún se encontraba un poco débil. Viajar sentado el resto del trayecto le vendría estupendamente.
No tuvieron más remedio que hacer el recorrido hasta la capital por los caminos de tierra habituales, que eran los únicos por los que podía transitar sin problemas el carruaje. Mientras las ruedas traqueteaban con ritmo cansino, la señora Pobedy los puso al corriente de lo que había sucedido durante los últimos días en Hiddenwood y en otras localidades cercanas. Los pocos clientes que se hospedaban en El Jardín Interior le contaban cosas tan inverosímiles como que las flores se marchitaban a las pocas horas de brotar o que las enredaderas se estaban comiendo buena parte de sus viviendas, pues crecían desmesuradamente. Elliot y Úter, por su parte, le hablaron de lo que ocurrió en Greenbush y de cómo habían liberado a Merak de las minas de Odrik.
Cuando al atardecer del día siguiente se encontraban a las afueras de Hiddenwood, unos estridentes chillidos de Pinki los pusieron en alerta. Úter reaccionó de inmediato y fue a investigar qué sucedía.
—Hay trentis apostados a la entrada de la ciudad —les avisó tan pronto regresó—. No me cabe duda de que nuestro amiguito habrá dado la voz de alarma… En cualquier caso, tengo la solución: Elliot y Eric, tenéis que subir a la parte posterior del carro y quedaros bien acurrucados.
Cuando lo hicieron, notaron cómo el fantasma los ocultaba bajo una enorme ilusión.
—¿Es lo que creo que es? —preguntó Gifu, incapaz de ocultar su indignación—. Pero serás…
—Silencio, Gifu —ordenó Úter, mientras el duende seguía refunfuñando—. Es muy importante que permanezcáis sin abrir la boca…
—Pero…
—A callar —dijo Eric en esta ocasión.
Tirado por el mulo, el carromato avanzó torpemente por el camino hasta llegar donde se encontraban los trentis. Los cuatro duendecillos se acercaron a la parte posterior del carro y se alegraron al ver la carga que portaba. La ilusión practicada por Úter resultó todo un éxito, pues los trentis dejaron pasar a la señora Pobedy sin objeción alguna. Al parecer, el cargamento que llevaba había sido de su total agrado. Cuando se hubieron adentrado en la ciudad y llevaban callejeando un rato, el encantamiento se deshizo y Gifu dio un brinco para apearse del vehículo.
—¡Una montaña de estiércol! —protestó—. Seguro que lo has hecho aposta… No podías habernos escondido bajo un manto de flores, no. Tenía que ser un montón de caca de troll…
—Ciertamente, un manto de flores hubiese resultado sospechoso porque, como dijo la señora Pobedy, apenas tienen fuerzas para sobrevivir… En cambio, el estiércol les encanta a esas criaturas…
—Mira por dónde, eso no me extraña ni lo más mínimo —gruñó Gifu, cruzándose de brazos.
—Úter tiene toda la razón del mundo —corroboró la señora Pobedy—. La constitución de los trentis es en su mayoría vegetal. Por eso, el estiércol y otros abonos les aportan gran cantidad de nutrientes…
—De acuerdo, no necesito que me deis más detalles —rechazó Gifu, haciendo un ademán con las manos. Entornó la cabeza y le costó unos segundos ubicarse—. Caramba, qué cambiado está todo esto…
Y lo que decía era verdad. Resultaba increíble que, en las aproximadamente dos semanas que llevaban ausentes, la ciudad hubiese cambiado tanto. Las calles estaban desiertas y un incómodo silencio flotaba en el lugar. Tal y como les había contado la señora Pobedy, el ambiente era desalentador: las flores que había en los arriates de las casitas se habían marchito, los jardines amarilleaban y las malas hierbas aparecían por todas partes. Tan pronto hacía un calor asfixiante como caía una tormenta de granizo. Por mucho que se esforzasen los duendes, era imposible controlar aquel caos de la naturaleza. No tardaron en despedirse de la señora Pobedy, quien se marchó con su cargamento a El Jardín Interior, mientras ellos se dirigían al Claustro Magno. Apenas tenían que caminar cinco minutos. Aun así, lo hicieron con cautela, evitando cualquier encuentro innecesario.
Sortearon un buen número de plantas que crecían en las inmediaciones del Claustro Magno. Cuando llegaron a la entrada, la cúpula no brillaba con la misma intensidad de otras ocasiones y la puerta principal estaba cerrada a cal y canto. Una vez más, fue Úter quien atravesó las hojas sin contemplaciones.
Tras unos momentos de confusión en que los guardas lo confundieron con un espectro maligno del bando de Tánatos, las puertas se abrieron de par en par. Todo se aclaró cuando vieron que Elliot Tomclyde estaba a su lado. También reconocieron a los restantes miembros del grupo, pues no era la primera vez que aparecían por allí. Según les informaron, Cloris Pleseck no se encontraba presente. Llevaba más de cuatro días sin aparecer… Pero, como pertenecían al mismo bando, los guardias hicieron una excepción y los dejaron pasar.
Acto seguido, cerraron las puertas a sus espaldas y el grupo quedó sumido en una asfixiante penumbra. Aquel lugar, que siempre había brillado por su solemnidad y su exquisitez, mostraba un aspecto muy distinto a como lo recordaban. El polvo y el desorden se acumulaban por todas partes, confiriéndole un aspecto desalentador a la entrada. Daba la impresión de que el Claustro Magno estaba un tanto abandonado. El ruido de sus pisadas los acompañó por el corredor, hasta que llegaron al aula central.
Elliot recordó la primera vez que puso los pies allí. Fue precisamente junto a Goryn, quien le condujo ante el Consejo de los Elementales. En su primera toma de contacto con el mundo mágico, Elliot se enfrentaba a lo desconocido… y ahora también.
—¿Hola? —El eco de su voz vibró incluso en la cúpula cuando traspasaron la puerta.
—¡Reconozco esa voz! —La respuesta llegó casi de inmediato procedente de su izquierda. Aquel tono de voz ronco y brioso solamente podía proceder del busto de Bonifacius Sandwip—. ¡Elliot Tomclyde! ¡Y Finías!
—¡Me alegro de verte! —contestó Úter esbozando una sonrisa. Era una situación atípica donde dos viejos conocidos se reencontraban después de un tiempo, pero ninguno podía abrazarse. Uno, porque sólo era un busto; el otro, porque era un ente espiritual…
—¡Y yo a vosotros! —contestó, meneando la cabeza de piedra—. ¿Qué os trae por aquí? El mundo elemental vive una de las peores crisis de su historia… por no decir la peor. Cloris Pleseck tuvo que marcharse hace unos días. Al parecer, Lagoonoly está bajo asedio.
Elliot tardó unos segundos en asimilar lo que acababa de revelarles Sandwip, cuando pegó un grito.
—¡¿Qué?! ¡¿Ha dicho Lagoonoly?!
De pronto, el rostro del muchacho se vio agobiado por la presión. Le faltaba el aire. Lagoonoly… ¡Allí vivía Eloise! Las lastimosas palabras de Sandwip lo asfixiaron más aún.
—Sí, hijo mío. Eso he dicho…
—Tengo que ir allí, tengo que ir allí… —repitió Elliot, con la mirada perdida.
Gifu se echó las manos a la cabeza, pero fue Eric quien reaccionó primero y se acercó a su amigo. Sabía qué pasaba por su cabeza en aquel instante, pues él también conocía a Eloise Fartet. Por eso, posó sus manos sobre los hombros abatidos del muchacho y le dijo con voz sosegada:
—Elliot, te comprendo perfectamente, pero no temas. El Consejo de los Elementales no permitirá que ocurra ninguna desgracia en Lagoonoly.
—¡Destruyó localidades enteras en tiempos de Weston Lamphard! —le espetó Elliot—. ¿Acaso no lo recuerdas? Si hace doscientos años Tánatos redujo a escombros un par de ciudades elementales, ¿qué puede impedírselo ahora que ni siquiera nos protege la Flor de la Armonía?
Las palabras de Elliot dejaron sin argumentos a Eric. Su amigo tenía toda la razón. Tánatos era tan increíblemente poderoso que podría reventar la burbuja que protegía la ciudad de Lagoonoly. Para él, sería tan sencillo como pinchar un globo con un alfiler.
—Puede que tengas razón… Pero confía en Gardelegen, Pathfinder, Pleseck y Flessinga… Entre todos suman la fuerza de los cuatro elementos. Te recuerdo que, cuando Tánatos destruyó aquellas ciudades, únicamente se enfrentaba a él su creador, Weston Lamphard. Además, ellos ya fueron capaces de detenerle cuando regresamos con la Flor de la Armonía desde Nucleum, ¿lo recuerdas? —Eric hizo una pausa y miró a su amigo directamente a los ojos—. Elliot, tienes una misión que cumplir. Sólo tú puedes llevarla a cabo y el mundo elemental depende de ello. Nosotros dependemos de ello. Eloise depende de ello…
La respiración de Elliot se agitó un poco, frunció ligeramente el entrecejo y se fundió en un abrazo con su amigo. Pinki revoloteó por la cúpula, mientras los demás los miraban estupefactos.
—Escucha, Bonifacius —dijo Úter, retomando la conversación donde la habían dejado—, necesitamos tu ayuda.
—Cuenta con ella… Siempre y cuando no tenga que desplazarme —contestó el busto, haciendo un guiño.
—Necesitamos encontrar los bustos de los fundadores del Consejo de los Elementales.
Aunque lo dijo en un susurro, todo el mundo oyó cómo Gifu le preguntaba a Elliot por qué sólo hablaba aquel busto. El rostro marmóreo de Bonifacius Sandwip lo miró con expresión ceñuda.
—Soy su portavoz —aclaró éste con un carraspeo, al tiempo que las demás cabezas que rodeaban la sala asintieron con vehemencia. Acto seguido, volvió a dirigirse al fantasma—: Si te refieres a Reynaldo Stormy, Jazmín Cerestes y los gemelos Barnard, me temo que lo tienes un poco complicado. Trasladaron sus bustos hace muchísimos años, antes incluso de que yo me incorporase al Consejo de los Elementales… Pero, perdona mi curiosidad, ¿qué pretendías preguntarles?
—Cómo se produjo la formación de la Flor de la Armonía. Ya sabes…
—Hummm —murmuró el busto—, es muy probable que encontréis esa información en… —Miró a un lado y a otro de la estancia, para proseguir en un susurro—: en la biblioteca del Claustro Magno.
Sin alzar el tono de voz, para no ser oído por nadie más, Bonifacius Sandwip les instó a meterse en el despacho de Cloris Pleseck. Les reveló que tras el tapiz que colgaba de la pared que había detrás del escritorio de la representante del elemento Tierra, se escondía una pequeña puerta. Allí encontrarían la biblioteca…
—Si os digo esto es porque sé lo mucho que se juega el mundo elemental y que tú, Elliot Tomclyde, has de cumplir una misión…
Elliot no ocultó su cara de sorpresa.
—¿Cómo…?
—Muchacho, por aquí se oyen muchas cosas —reconoció Sandwip—. La mayoría de ellas muy interesantes, por cierto. Sé que el Oráculo te ha encomendado una misión… Ve y no pierdas más tiempo. Estoy convencido de que allí encontrarás esa información.
—Muchas gracias —fueron diciendo todos los presentes, antes de abandonar la estancia.
—¡Buena suerte, amigos!