COMO era de esperar, Gifu no tardó demasiado en regresar. A esas horas de la noche, los habitantes de Hiddenwood solían estar acostados y Buzón Express apenas recibía clientes. Afortunadamente, el envío pudo realizarse y la carta llegó a Eric sin mayores complicaciones, pues se plantó en la vivienda de los Tomclyde una hora antes del amanecer.
Elliot y Gifu dormían a pierna suelta, recostados sobre los sillones del salón. Fue precisamente Úter quien oyó la llamada a la puerta, poco después de que Pinki sacudiera ligeramente sus alas. Asomó la cabeza con delicadeza, atravesando uno de los muros laterales y saludó con cortesía al recién llegado.
—¡Joven Damboury!
Eric se llevó un buen sobresalto al ver aparecer al fantasma a su derecha.
—¡Úter! ¡Menudo susto me has dado! —reconoció el muchacho. Sus cabellos rubios quedaban semiocultos por la capucha de su capa de viaje—. Supongo que Elliot estará dentro, ¿verdad?
—Así es. Ahora mismo le aviso.
El reencuentro entre los dos muchachos fue especialmente efusivo. Dado que hacía un par de meses que no se veían, Elliot y Eric se fundieron en un tierno abrazo. Sin embargo, no se entretuvieron mucho con los saludos. Unos minutos más tarde, ultimaban los preparativos.
El único detalle que les quedaba por zanjar era la accidental liberación del trenti. Habían decidido que lo confirmarían en la habitación de Elliot, cerrando la puerta mediante una ilusión. Tan pronto el trenti tocase la puerta ilusoria, ésta se desvanecería. No obstante, el plan tenía alguna que otra pega: ¿qué pasaría si el duendecillo nunca llegaba a acercarse a la puerta? ¿Qué pensaría cuando comprobase que habían creado una ilusión cuando podían haberle encerrado bajo llave?
Finalmente, fue Eric quien dio con la solución definitiva: encerrarían al trenti en la habitación de Elliot y, accidentalmente, a uno de ellos se le caería la llave antes de abandonar el dormitorio. Sin duda, el prisionero dejaría transcurrir un tiempo prudencial antes de asomar las narices fuera de su celda. Para entonces, los amigos ya se encontrarían a las afueras de Hiddenwood.
—Insisto en que había mejores opciones que dejar en libertad a esa miserable criatura —repitió Gifu por enésima vez en cuanto se hallaron al amparo de los primeros árboles que crecían en las inmediaciones de Hiddenwood. Tal y como habían previsto, no se había tomado muy bien la liberación del trenti.
Para cuando asomaron los primeros rayos de sol, la reducida comitiva se encontraba ya a más de un kilómetro de la capital. Habían decidido apartarse de los caminos principales, para evitar cruzarse con los escasos transeúntes que se atrevían a adentrarse en el bosque.
No tardaron en verse rodeados de aquellos majestuosos árboles de hoja perenne de gruesos troncos y copas que se perdían en el infinito. Los helechos les llegaban a la cintura —Gifu casi tenía que apartarlos con la nariz— y algunos arbustos eran tan frondosos que les impedían el paso. Tanto Pinki como Úter, que podían moverse a sus anchas, se erigieron como los líderes del grupo. Mientras el fantasma iba detectando cuantas trampas trentis se escondían entre los arbustos, el multimorfo detectó un reducido campamento de trolls al anochecer de la tercera jornada, por lo que se vieron obligados a dar un pequeño rodeo.
La mayor adversidad con la que se toparon fue un inmenso cenagal, imposible de atravesar. Tuvieron que cruzar un territorio sembrado de plantas carnívoras, por lo que Elliot y Eric tuvieron que hacer trabajar a destajo sus escudos protectores.
A media tarde del séptimo día desde su partida, avistaron las casitas que conformaban la localidad de Greenbush. Aún hubieron de caminar dos horas más antes de alcanzar los mojones que delimitaban las lindes del pueblecito.
Úter se adelantó unos metros, camuflándose entre las sombras que paulatinamente iban creciendo.
—Esto me da mala espina —murmuró Gifu—. Parece un pueblo fantasma…
Úter se volvió y le dirigió una mirada reprobatoria.
La gran mayoría de las casas mostraban un aspecto descuidado. Tejas caídas y maderas sueltas por aquí y por allá, flores marchitas en los arriates, carteles a medio colgar, puertas desvencijadas, cristales rotos… No había una sola casa que no presentase signos de abandono. Incluso encontraron un telebaobab tumbado en el suelo; daba la impresión de haber sido arrancado de cuajo por un troll de las cavernas.
—¡Me ha parecido que algo se movía allí! —exclamó Eric de pronto, señalando hacia una de las casas mejor conservadas.
Gifu meneó la cabeza.
—Habrá sido algún reflejo… ¿Creéis que puede vivir alguien en este sitio todavía?
—No veo por qué no —respondió Elliot sin alzar mucho la voz—. Si han sufrido asaltos y demás, no creo que a los lugareños les haga mucha gracia ver forasteros por aquí…
Siguieron avanzando en silencio por la avenida principal de Greenbush. Sus pasos eran cautos; no cesaban de mirar a un lado y a otro, temerosos de encontrarse cualquier sorpresa desagradable. Estaba Eric a punto de avisarles sobre un nuevo movimiento a lo lejos cuando la puerta de una pequeña taberna se abrió bruscamente a sus espaldas.
—¡Elliot Tomclyde! ¡Seréis insensatos! —exclamó un individuo de largos y ralos cabellos cenicientos, tratando de ahogar la voz con un forzado susurro—. ¡Rápido! ¡Venid aquí!
Elliot se quedó helado al oír pronunciar su nombre de labios de un hombre al que no conocía de nada. No obstante, sintió curiosidad y no pudo evitar acercarse un par de pasos. Al verlo más de cerca, el muchacho sintió que no era la primera vez que se cruzaba con esa cara de ojos pardos y nariz rechoncha. Finalmente fue Eric quien lo reconoció.
—¡Maestro Silexus! —dijo, acercándose hasta él—. ¿Qué hace usted aquí?
Vithus Silexus, que fuera su maestro de Geología y Mineralogía en la escuela de Hiddenwood, les hizo señas para que se acercasen. No se lo pensaron dos veces y subieron los tres peldaños de piedra que conducían hasta la entrada. Acto seguido, Silexus cerró de un portazo y se apresuró a tapar las pocas ventanas que daban a la calle.
—¿Cómo se os ocurre venir a este lugar? —les espetó, cruzándose de brazos y mirándolos muy seriamente—. ¡Os buscan por todo el mundo elemental! Especialmente a ti, Elliot…
—Me lo puedo imaginar… —respondió el muchacho.
—Y, por si fuera poco, os venís a un pueblo dominado por ese canalla de Odrik…
Elliot orientó su mirada al suelo de madera carcomida y se llevó la mano a la nuca.
—Precisamente ése es el motivo de nuestra visita —confesó.
—¡¿Os habéis vuelto locos?! —vociferó Silexus, poniendo los ojos como platos—. ¿Sabes que han puesto precio a tu cabeza, Elliot? Muchos habitantes de Greenbush te entregarían a las fuerzas del Caos sin dudarlo ni un instante. Con los impuestos que cobra el Chupasangre, apenas si nos llega para vivir…
Úter inspeccionó la taberna. El polvo y las telarañas se acumulaban en los estantes y en alguna que otra esquina. La suciedad del espejo de la pared como de las jarras de latón de la barra evidenciaban la falta de clientes. Silexus leyó a la perfección la expresión de Úter y comentó:
—La gente no tiene dinero ni para una pinta de cerveza… Y no digamos para hacerse con minerales especiales, que era a lo que me dedicaba antes de montar esta cantina.
—Comprendo —dijo el fantasma, acercándose al anciano maestro—. Sabemos que la situación en el mundo elemental es bastante delicada. No obstante, es posible que puedas ayudarnos.
—Puedo daros comida y agua para que abandonéis este lugar de inmediato —dijo, haciendo ademán de ir a la despensa—. Si os pillan aquí…
—No vamos a marcharnos tan pronto —le interrumpió Gifu con brusquedad—. Antes debemos entrar en las minas de Odrik.
—¡QUÉ! —gritó Silexus, haciendo que los barriles de cerveza y los botellines de zumo Totalfruit temblasen—. Definitivamente, habéis perdido el norte.
—Es posible —reconoció Elliot—. En cualquier caso, creemos que nuestro amigo Merak podría estar prisionero en algún lugar de esas minas.
Vithus Silexus frunció el entrecejo.
—¡¿Has dicho Merak?! —preguntó. Elliot asintió de inmediato. El hecho de que a su antiguo maestro le sonase el nombre le animó—. Verás, hace cosa de dos meses, un grupo de mercenarios se acercó a tomar unas cervezas a esta humilde taberna. Por supuesto, se marcharon sin pagar… Pero eso ahora es lo de menos —rezongó, encogiéndose de hombros—. El caso es que oí mencionar ese nombre. Merak… Al parecer habían tenido un pequeño altercado en las minas y…
—¡Entonces está vivo! —exclamó Gifu, dando un brinco.
—Yo no cantaría victoria tan rápido, amigo —le dijo Silexus, calmando los ánimos de los amigos—. Como he dicho, esto sucedió hace dos meses.
—Al menos son las noticias más recientes que tenemos —replicó Gifu, que seguía empeñado en mantener bien vivo el optimismo—. ¡Y eso significa que hemos venido al lugar acertado!
—En eso tienes razón —confirmó Elliot, llevándose la mano al bolsillo de la túnica. Con un movimiento parsimonioso extrajo la Piedra de la Luz que, al contacto con la penumbra, comenzó a brillar débilmente—. ¿Ve esta piedra? Me la regaló el mismo Merak unos años atrás, en señal de nuestra amistad. Pienso que, mientras brille, el corazón del gnomo seguirá latiendo. Por eso, no pensamos abandonarle a su suerte. No mientras el resplandor de esta piedra siga vivo.
Silexus hizo ademán de llevar su mano a la piedra, pues atraía poderosamente su atención. De pronto, Elliot tuvo una idea.
—Maestro Silexus… Usted ha dedicado su vida a las rocas y a los minerales. Sin duda, por sus manos habrán pasado cientos… miles de piedras distintas. ¿Sabría decirme de qué tipo es ésta?
El anciano tomó la piedra azulada con sus manos y la analizó minuciosamente. Trató de calcular su peso y comprobó cómo, al llevarla a una zona oscura, brillaba con mayor intensidad, mientras que si se acercaba a la bola de fuego el resplandor perdía fuerza.
—No había visto nada igual en toda mi vida… —confesó, reacio a devolverle tan valiosa joya al muchacho—. Sin embargo, creo no equivocarme si te digo que el brillo de esta piedra no depende de vuestro amigo. Que es mágica, no me cabe ninguna duda, pero…
—Puede que no tenga nada que ver con Merak, pero no pensamos marcharnos sin él —dictaminó Elliot con cierta rudeza, recuperando la piedra y devolviéndola a su bolsillo.
Úter trató de rebajar un poco la tensión dando un nuevo enfoque a la conversación.
—¿A qué distancia estamos de las minas de Odrik? Me consta que no deberíamos andar muy lejos. Además, me extrañaría que un elemental tan instruido en las ciencias de la Geología como tú no haya estado allí nunca…
El antiguo profesor movió la cabeza nerviosamente.
—Tu fama y tu inteligencia te preceden, Úter Slipherall. —Silexus se había sentido halagado por el fantasma y le devolvió los piropos—. Tienes razón al intuir que he estado alguna vez en esas minas. Muchas, para ser sincero. De hecho, podría afirmar que debo de ser la única persona que las conoce prácticamente en su totalidad; como la palma de mi mano…
Los dos jóvenes sonrieron. La forma de hablar de Silexus les recordó aquellos días en la escuela de Hiddenwood, cuando su maestro explicaba sus lecciones y los enviaba a estudiar muestras de todo tipo de rocas y minerales.
—En ese caso, podrás decirnos cuál es la mejor manera de llegar hasta allí… pasando desapercibidos, a ser posible.
Silexus se aproximó a la barra, tomó un vaso de cristal mellado y se sirvió un líquido de un color cobrizo que bien podría haber sido coñac. Dio un sustancioso trago y sacudió la cabeza mientras la bebida bajaba por su garganta, reconfortándole notablemente.
—Las minas de Odrik recorren buena parte de las profundidades del valle sobre el que se asienta Greenbush —informó, no sin cierto pesar en su voz. La bola de fuego que iluminaba tenuemente la estancia reveló las arrugas que surcaban su rostro y Elliot se percató de cuánto había envejecido su maestro—. La entrada principal se encuentra a un kilómetro y medio de aquí, tomando un desvío antes de llegar al pueblo.
—En ese caso, no debería llevarnos más de un cuarto de hora llegar —calculó Úter—. ¿Podrías facilitarnos algún plano o algo por el estilo? Supongo que entrar en la mina será relativamente fácil, pero lo que se dice salir…
Transcurrieron unos segundos antes de que Silexus hablase de nuevo.
—Tengo un plano, pero está en el interior de mi cabeza —reconoció, cerrando los ojos. Tanto misterio unido a aquella forma de hablar, daban a entender que algo le corroía por dentro. Su conciencia no parecía demasiado tranquila.
—Bien, en ese caso, creo que no deberíamos molestarte más —apuntó Úter. Si Silexus no podía proveerlos de un plano en papel, no tenía sentido perder más el tiempo—. Creo que entre Pinki y yo nos las apañaremos para guiarnos en la oscuridad de los conductos de la mina. Te agradecemos toda la información que nos has dado y…
—Escuchad, hay otra entrada… —confesó el profesor de improviso, como si se hubiese sentido herido en su orgullo ante las palabras de Úter—. ¡Por los cuatro elementos! Debo de estar mal de la cabeza, debo de estar mal de la cabeza… —repitió, mirando al grupo—. Os ayudaré. Sin duda me habéis contagiado vuestra locura, pero os voy a ayudar. —Dio un nuevo trago al vaso y ultimó su contenido—. Si habéis sido capaces de plantar cara a Tánatos, ¿cómo no voy a ayudaros a entrar en esas minas que fueron mi segunda casa? Acompañadme.
Silexus guió al grupo a la parte trasera de la taberna, donde quedaba el almacén. Parecía que nadie hubiese entrado en años. Había unos barriles y unos cajones de madera apartados a un lado; sin duda, debían de ser las provisiones de Silexus. El resto acumulaba varios centímetros de mugre. Arrinconadas al fondo de la habitación, se distinguían unas barricas de vino especiado y Elliot se preguntó si, después de tanto tiempo, albergarían vinagre o algo tan letal como el peor de los venenos.
—Hace años me juré a mí mismo que no… volvería… a entrar —dijo Vithus Silexus, esforzándose por apartar con sus manos unos tablones. Poco a poco, los amigos vieron cómo lo que hacía unos instantes aparentaba ser una pared se fue transformando en la entrada de un túnel secreto—. Y aquí estoy, cuarenta años después, abriendo de nuevo la caja de Pandora.
Elliot y Eric le ayudaron a retirar los últimos listones hasta que el boquete quedó completamente despejado. Ante ellos se presentaba una insondable oscuridad. A buen seguro, aquel conducto llevaría a múltiples túneles y cavidades. Y en alguna de ellas, pensó Elliot, encontrarían a Merak.
—Vamos —ordenó Silexus. Con un hechizo convocador, atrajo la bola de fuego hasta su mano derecha y se adentró en la boca de la mina.
Durante un buen rato la comitiva avanzó en silencio, siguiendo el rastro de la bola de fuego. No se oía otro sonido que el de sus pasos al caminar o el de algún guijarro. En ocasiones, el aleteo de Pinki —ya transformado en murciélago— se confundía con el de otros quirópteros cuyas colonias debían asentarse en el interior de las galerías.
Elliot no pudo evitar comparar aquella experiencia con la que había vivido en la pirámide subterránea en Egipto, un par de años atrás. Ciertamente, las circunstancias eran bien distintas. En aquella ocasión, Sheila lo abandonó en un laberinto de túneles plagados de trampas, con las momias al acecho y donde resultaba imposible practicar cualquier hechizo. En cambio, en aquel instante, estaba recorriendo esos pasadizos tortuosos acompañado por sus amigos. Silexus los conducía con decisión, evitando aquellos túneles que podían entrañar algún peligro o que, sin duda, estaban vigilados por mercenarios fieles a Odrik.
Debían de encontrarse en una de las zonas más profundas de la mina, o al menos eso le pareció a Elliot. Habían llegado a una intersección de caminos cuando Silexus atenuó la luz de la bola de fuego y susurró:
—Silencio, alguien se aproxima.
Debían de ser dos mercenarios. A medida que el sonido de sus pasos se intensificó, Silexus redujo el brillo de su bola de fuego hasta apagarla por completo.
—Se dirigen hacia aquí —confirmó—. Úter, tú puedes ayudarme. Los demás, manteneos al margen en el desvío que se abre unos metros más a la derecha.
Más que a los muchachos, fue a Gifu a quien le molestó que le apartaran de un momento especialmente interesante. No obstante, hizo todo cuanto se le ordenó y se mantuvo a la espera.
Como era previsible, los mercenarios se llevaron un susto morrocotudo al ver aparecer a un espíritu de entre las rocas. Ni siquiera fue necesaria la intervención de Silexus, pues huyeron despavoridos.
—¡Vaya unos mercenarios de poca monta! Ya no son lo que eran —musitó Gifu, sin poder evitar un ligero deje de rencor en su voz—. Hoy en día huyen por cualquier cosa…
—Se parecen a ti, amigo —le espetó el fantasma con un guiño, recordándole al duende cómo había salido corriendo de su cabaña la primera vez que se encontraron.
Pero una nueva orden del maestro silenció su disputa al instante.
—Estas muescas son relativamente recientes —señaló mostrando uno de los bajos de la roca que había a mano izquierda—. Ya nos hemos cruzado con otros dos números y parecen ir decreciendo… Incluso me atrevería a decir que podrían haber sido realizados por un gnomo… Pero eso no es nada extraño, teniendo en cuenta que Odrik es uno de ellos y gran parte de los vigilantes de esta mina lo son.
—¡Merak! —gritó Gifu, haciendo que su voz resonase por toda la mina.
Su exclamación les heló la sangre. Había sido algo instintivo. Eran tales las ganas de encontrar a su amigo que no había podido evitar llamarlo por si respondía. Silexus y Úter lo fulminaron con la mirada y el duende pareció encogerse.
—Pero serás…
El reproche de Úter quedó ahogado por una débil voceci-11a procedente del túnel marcado con el número «uno». ¡Alguien había contestado a la llamada de Gifu! ¿Sería posible que hubiese sido Merak? Casi al mismo tiempo, se oyeron gritos y golpes procedentes de la misma dirección.
—¡Rápido! —apuntó Elliot, adentrándose en el conducto sin pensárselo dos veces.
—¡No debemos separarnos! —recordó Silexus, que se había quedado rezagado.
No tardó en armarse un gran alboroto en aquella zona de la mina. Como Merak había intentado escaparse y era un prisionero importante para Odrik, éste había incrementado la vigilancia. Por eso, a las puertas de la celda había apostados dos mercenarios con sendos bastones mágicos y un gnomo armado hasta los dientes, que reaccionaron de inmediato al ver a los invasores.
Fugaces rayos de colores iluminaron el túnel, mientras Elliot y Eric se ponían a cubierto. Como si se hubiesen comunicado telepáticamente, ambos reaccionaron conjurando sus escudos protectores. De inmediato, surgieron las dos figuras gemelas, asociadas al elemento Tierra. Sus múltiples brazos se movieron con la flexibilidad de las herbicuerdas y detuvieron una buena parte de los disparos de los mercenarios. Asimismo, los escudos hicieron de parapeto y los muchachos avanzaron unos cuantos metros bajo su amparo.
Silexus vociferaba a sus espaldas y les pedía que se dieran prisa. Entonces, uno de los mercenarios fue abatido por un rayo reductor magistralmente ejecutado por Eric, mientras Gifu y Úter se encargaban del gnomo enemigo. Las armas y su valentía le sirvieron de bien poco para enfrentarse al duende. Con un hábil movimiento de muñeca, extrajo un puñado de polvos de su saquito de cuero y espolvoreó con ellos al pequeño guerrillero, dejándolo al instante inmovilizado como una estatua. Los dos escudos protectores hicieron el resto, arrinconando al segundo de los mercenarios y dejando despejado el acceso a la puerta.
Se hizo la calma por unos breves instantes, y los muchachos resoplaron para recobrarse de su esfuerzo.
Como era de esperar, la puerta no se abrió sin más y Elliot hubo de practicar el hechizo de apertura que tan bien conocía para poder acceder.
—Sesamus! —exclamó enérgicamente. Acto seguido, el muchacho abrió la puerta con un buen empujón y un olor nauseabundo le abofeteó el rostro. Apenas distinguió la silueta de su amigo de lo consumido que estaba. No hubo tiempo para saludos ni abrazos. Merak parecía la viva imagen de un esqueleto andante y tuvo que ser ayudado por sus amigos para ponerse en pie. Mientras, Silexus los apremiaba desde el exterior de la celda, pues apenas les quedaba tiempo para salir de allí con vida.
El grupo abandonó el pequeño calabozo. Cruzaron la intersección y se metieron por el conducto que en su día Merak marcó con el número «dos». Corrían todo cuanto podían, llevando sus pulmones hasta la extenuación, pero el griterío de sus perseguidores se acrecentaba más y más.
Cuando se adentraron en el conducto número «tres», Silexus se dio la vuelta. Murmuró un conjuro y, de pronto, se oyó una espectacular detonación que hizo que hasta Elliot y Eric se detuviesen para ver qué había sucedido a sus espaldas. Al parecer, su antiguo profesor había provocado el desprendimiento de la intersección que acababan de cruzar.
—Eso nos dará un pequeño margen —dijo, visiblemente exhausto. Sin lugar a dudas, una explosión de tal magnitud debía de requerir un gran esfuerzo mágico y la edad de Silexus no le permitía grandes excesos.
Reanudaron la huida confiando en haber detenido a gran parte de los defensores de Odrik. Ellos controlaban el acceso principal de la mina, pero no contaban con la vía de escape que había abierto Silexus unas pocas horas atrás; una salida que daba al interior de una descuidada taberna de Greenbush y que, sin duda, llevaba muchos años sellada.
Confiados como estaban en el éxito de su fuga, se quedaron helados al ver a las enormes criaturas que salieron por una de las grietas laterales. Pese a su lamentable estado, fue Merak el primero que las atisbo. Apenas pudo emitir un gemido, señalando a aquellos escorpiones gigantes de los que estuvo a punto de ser pasto un tiempo atrás. Recordaba a la perfección los destellos de sus negros caparazones y esas tenazas que amenazaban con partir en dos su frágil cuerpo. Por si fuera poco, contaban con ese inmenso aguijón cargado de veneno, dispuesto a ensartarse en sus víctimas si se ponían a tiro.
Y el grupo se detuvo en seco.
Dos… Tres escorpiones les cerraban el camino y poco a poco el número se fue incrementando.
—¡Atrás, atrás! —exclamó Silexus—. ¡Por el conducto que os indica la mascota, Elliot!
Úter se quedó junto al maestro, mientras los demás pasaban uno a uno por la estrecha grieta.
—Silexus, te toca —dijo Úter. Pero el maestro se estaba remangando la túnica. Parecía dispuesto a combatir—. No merece la pena…
—Márchate, Úter.
—Pero…
—Te lo digo muy en serio —insistió, dando un paso al frente—. Esa grieta no es más que un conducto cuya salida se encuentra unos metros más allá, en este mismo túnel. Si no me quedo, los escorpiones darán media vuelta y perseguirán a todo el grupo. Y son demasiado rápidos, créeme —dijo, lanzando un potente rayo reductor contra una de las criaturas. El eco de su chillido retumbó por toda la galería—. Además, tengo una cuenta pendiente con estas bestias. Yo ya soy viejo y la Madre Naturaleza me concede una segunda oportunidad cuarenta años después. No todo el mundo puede contar en la vida con otra oportunidad para enmendar sus errores. Cuida de Elliot mejor de lo que yo lo hice con mi hermano pequeño.
Dicho esto, Silexus conjuró su escudo protector. No parecía tan robusto ni tan atlético como el de sus alumnos, pero aguantaría las primeras embestidas de los escorpiones gigantes. Acabaría con cuantos pudiese para vengar la muerte de su hermano en aquellas minas, muchos años atrás.
Lamentando no haberlo podido disuadir, Úter se esfumó por la grieta y siguió los pasos del resto del grupo.
Tal y como había confirmado Vithus Silexus, la estrecha abertura formaba una media luna que volvía a conectar con el túnel principal un centenar de metros más allá. Los muchachos corrieron todo cuanto sus pies y Merak se lo permitieron, guiados por los aleteos de Pinki y alumbrados por la potente Piedra de la Luz. Gifu los seguía muy de cerca y Úter cerraba las filas. Sintió una punzada en el corazón al percibir los jadeos del valiente anciano, que aún mantenía a raya a los escorpiones.
Unos minutos más tarde, se pudo oír la alarma en la mina. Era imposible que, a aquellas alturas, nadie se hubiese enterado de lo que había pasado. Gnomos y mercenarios acudieron a la llamada, facilitando el escape a los fugitivos.
Al cabo de un rato, exhaustos y sudorosos, los amigos cruzaron el extremo del túnel y aparecieron en la taberna del maestro Silexus. Fue en el momento de comenzar a tabicarla de nuevo cuando los muchachos se percataron de su ausencia. Elliot insistía en regresar a rescatarle, mientras que Úter se lo impedía con todas sus fuerzas. Ya era tarde y era imposible hacer nada por su antiguo profesor.
Con el alma encogida, fueron colocando los tablones de uno en uno. La magia no hizo que se sintieran mejor; al contrario. Cuando dieron por finalizada la tarea, sintieron que la oscuridad lo envolvía todo más aún. Fue como si Greenbush y los alrededores de la mina se hubiesen vestido de luto.
Si bien es cierto que el cielo de Greenbush se encapotó de tal manera que parecía haber sido pintado de negro, nada tuvo que ver con la suerte del maestro Silexus. Aquella salvaje alteración del equilibrio se había debido, ni más ni menos, que a la presencia de Tánatos en la zona. Harto de que Odrik no le diera noticias sobre la piedra mágica, había decidido hacerle una visita.
Muy poco trabajo le costó enterarse de lo que allí sucedía. Tan pronto se cruzó con uno de los gnomos que trabajaban en la mina, bastaron un par de preguntas bajo la amenazante mirada de sus ojos inyectados en sangre para que éste se lo contase con pelos y señales. Al parecer, Odrik había mantenido cautivo durante varios meses al gnomo al que había vendido la misteriosa Piedra. Durante todo ese tiempo, el prisionero se había negado a decirle dónde estaba la Piedra, y ahora se había dado a la fuga.
«Eso quiere decir que el gnomo puede saber dónde está la Piedra», pensó Tánatos. Lo que significaba dos cosas: o le había estado engañando todo el tiempo, o quería jugársela a sus espaldas. En cualquiera de los dos casos, Odrik debía morir por traidor.
El grito de ira que emitió Tánatos hizo temblar los cimientos de las minas. En cuanto el indefenso gnomo le reveló cómo llegar hasta el despacho de su jefe, éste cayó fulminado por la simple mirada del genio maligno y Tánatos se adentró en las oscuras galerías. Deambuló por las minas unos cuantos minutos, pero no le costó demasiado plantarse cara a cara con Odrik. El gnomo, que habitualmente tenía unas mejillas sonrosadas, se quedó pálido como la cera al verlo. Lo último que esperaba —y deseaba— era a Tánatos en sus minas. Aquello no podía significar nada bueno.
—Bien, bien… —dijo Tánatos con un sibilino tono de voz—. Volvemos a encontrarnos una vez más… Llevaba tanto tiempo sin tener noticias tuyas que, he de reconocerlo, te echaba de menos.
—Señor… Señor… —saludó Odrik, abandonando su inmenso escritorio y haciendo una ostentosa reverencia ante el ifrit—. Averiguar el paradero de la Piedra está resultando más complicado de lo esperado…
—Vaya, eso no es precisamente lo que esperaba oír… ¡Rata mentirosa! —bramó Tánatos, sin importarle el nuevo temblor que desencadenó en las minas.
—No, de verdad…
Tánatos escrutó al orondo gnomo con sus ojos iracundos. Sin duda, estaba aterrado, y el ifrit parecía querer desnudarlo sólo con la mirada.
—Sé que has tenido un prisionero durante muchos meses —comentó Tánatos, sin apartar la mirada del gnomo—. Ciertamente, tratabas de recuperar la piedra a mis espaldas para beneficiarte de ella, ¿verdad? Seguro que la deseabas para utilizarla en mi contra y así…
—No, no… De verdad que no, mi señor.
—¿No? —escupió Tánatos, cuya figura se alzaba sobre el gnomo como un gigante ante un ratón—. ¿Y cómo puedo tener confianza en alguien que me oculta semejante información? Si me hubieses avisado antes, ¡el prisionero no habría escapado vivo!
—Lo sé… No entiendo cómo ha podido suceder. De verdad que no volverá a ocurrir, señor.
—Oh, ya lo creo que no va a volver a ocurrir —confirmó el ifrit, meneando la cabeza. Sus ojos seguían clavados en el aterrado gnomo.
—Puedo… Puedo decirle dónde conseguí la Piedra.
—¿De veras? —inquirió Tánatos con escepticismo, cruzándose de brazos—. ¿Y de qué me habría de servir?
—Es posible… Es posible que… Seguramente allí podrían encontrarse muchas más como ésa —consiguió decir el Chupasangre.
Tánatos no pudo ocultar un ligero gesto de sorpresa. Por un instante, sus pupilas le habían delatado, aunque no abrió la boca a la espera de que Odrik soltase cuanto sabía.
—Lagoonoly —confesó de pronto. La palabra abandonó su boca con cierto alivio—. En el mercado de la ciudad submarina de Lagoonoly. Allí me la vendió clandestinamente un mercader. La debieron de encontrar en algún lugar perdido en tierras escocesas.
El ifrit sopesó la información que acababa de recibir. ¿Podría en Lagoonoly encontrar más piedras que brillaban en la oscuridad? Tendría que comprobarlo… En cuanto al gnomo al que le vendió la Piedra aquella sabandija, ya no le interesaba. Estaba claro que si lo había mantenido cautivo durante tanto tiempo era porque no sabía nada. No… Además, a él le interesaba la fuente… Quería saber exactamente de dónde procedía aquella piedra para poder hacerse con todo el yacimiento. Si había más piedras de ésas, tenían que ser suyas. ¡Sería una magnífica forma de incrementar su poder, ahora que la Flor de la Armonía no podía aportarle nada nuevo!
—Me gusta tu sugerencia, Odrik.
—Oh, gracias, señor. Gracias.
—En cualquier caso, lamento comunicarte que ya no me sirves para nada más —anunció Tánatos, dejando helado al gnomo que comenzó a temblar. Abrió la boca desmesuradamente y trastabilló al dar un paso hacia atrás—. No tienes nada más que ofrecerme y, además, me has hecho perder un tiempo precioso…
—Perdonadme… Perdonadme…
Las palabras y los gritos de clemencia de Odrik se perdieron en los túneles de su propia mina. Nadie más volvería a saber de aquel seboso gnomo.
Tánatos había dejado claro quién mandaba y nadie más osaría volver a desafiarle.
Nunca más.