4.EL INTRUSO

FUE todo un acierto que Úter llevara el peso de la conversación. Mediado el segundo plato, cuando estaban degustando un sabroso pavo al horno aderezado con especias y acompañado por unas sabrosas patatas guisadas, el fantasma soltó la noticia: volvía con Elliot a Hiddenwood, pues tenían un compromiso que cumplir con el mundo elemental. Lo hizo con todo el tacto que pudo, procurando mostrarse comprensivo al tiempo que firme en su decisión; pero, aun así, la señora Tomclyde estuvo a punto de atragantarse con uno de los huesecillos del asado al oír semejante disparate.

Elliot recordó con una sonrisa cómo su madre había puesto el grito en el cielo cuando Magnus Gardelegen y el pobre Goryn le anunciaron años atrás que su hijo debía iniciarse en el aprendizaje elemental. Si en aquella ocasión arrojó un florero de porcelana contra el representante del elemento Agua, en ésta poco faltó para que una pechuga de pavo atravesase la cabeza transparente de Úter. Por fortuna para él, Pinki la capturó al vuelo y, transformado en la figura de un gracioso macaco, dio buena cuenta de ella en un rincón del comedor. A su padre tampoco le faltaron ganas de protestar. Sin duda añoraba la naturaleza de la capital del elemento Tierra, todos esos árboles y plantas que veía a diario desde las ventanas de su acogedor hogar, el parterre perfectamente cuidado por Gifu, los aromas… Aun así, su responsabilidad como padre le decía que tanto su madre como él debían permanecer escondidos en Quebec por el momento.

Por mucho que les pesase, el caso de Elliot y el de su tatarabuelo Úter eran bien distintos al suyo. Para empezar, podían hacer magia, algo para lo que no estaban capacitados ellos. El fantasma era un excelente ilusionista y Elliot mismo tenía dotes para todos los elementos. Era precisamente esa diferencia la que no le había terminado de entrar en la cabeza a su madre.

Tal y como Elliot había previsto, fue la labia de Úter la que consiguió apaciguar el temperamento de su madre.

—Además, Melissa, si conseguimos hablar con la señora Pobedy, le pediremos que te envíe una nueva varita que incluya sus últimas novedades culinarias para que puedas llevarlas al horno —le dijo el fantasma, haciendo un guiño disimulado a su tataranieto. De todos era sabido lo mucho que disfrutaba la señora Tomclyde poniendo en práctica todo cuanto le había enseñado la dueña de El Jardín Interior.

—¿De verdad haríais eso por mí? —preguntó la mujer. La expresión de su rostro se había relajado notablemente.

—Ni lo dudes —replicó Úter al instante.

—Oh… Pero no quiero que corráis ningún peligro… —protestó, aunque el tono de voz era mucho más sumiso.

—Puedes estar tranquila de que cuidaré atentamente de Elliot y no dejaré que se meta en problemas —comentó el fantasma. Aunque el muchacho frunció el entrecejo, aquellas palabras terminaron de convencer a la señora Tomclyde.

Al ver que la madre de Elliot cedía, Pinki dio saltos de alegría y sus chillidos estuvieron a punto de reventarles los tímpanos. Pese a que Elliot amenazó con dejarlo en Quebec, la mascota prosiguió con su particular celebración mientras preparaba el escaso equipaje que se llevaría.

Con la emoción de volver a la acción, Elliot y Úter partieron poco antes del atardecer. Tras despedirse de los señores Tomclyde, subieron a la azotea y, amparados bajo un hechizo de ilusión, pusieron rumbo a la capital del elemento Tierra.

Una agradable brisa le azotó el rostro y el fresco aroma de los abetos devolvió a Elliot al presente. El muchacho, que llevaba en su regazo a su simpática mascota aún bajo la apariencia de un pequeño simio, contemplaba a sus pies la espesa capa de árboles como si fuese una mullida moqueta de verdes muy variados, sesgada por serpenteantes caminos y riachuelos de plata. Viajaban sobre la Flash-Supersonic, que brillaba como una estrella fugaz cada vez que los últimos rayos de sol se reflejaban en ella. Unos metros a sus espaldas iba Úter, quien tenía grandes dificultades para seguir los pasos de la alfombra mágica… y eso que estaba capacitada para alcanzar el doble de velocidad de la que viajaba.

Según lo previsto, aterrizaron en Hiddenwood bien entrada la noche, para no llamar la atención. Si los habitantes de la capital se enteraban de que Elliot Tomclyde había regresado a la ciudad, no tardarían en comentarlo entre los vecinos, y los espías de Tánatos, que andaban al acecho, lo sabrían casi al mismo tiempo.

Precisamente por eso optaron por refugiarse en la misma casa que habían abandonado hacía escasas semanas. Sin duda, en El Jardín Interior hubiesen estado bien atendidos y mejor alimentados por la señora Pobedy. Pero por aquel lugar transitaba demasiada gente al cabo del día y aquello avivaría rumores innecesarios. Toda discreción era poca.

Elliot dejó su hatillo a un lado y enrolló la alfombra mágica hasta casi convertirla en un fino bastón dorado. Pinki, ansioso por poder estirar las alas un poco, se transformó en un inmenso murciélago y el muchacho lo vio perderse en la creciente oscuridad de la noche. Al instante, orientó su cabeza a la puerta y susurró el hechizo de apertura correspondiente: «Sesamus!». Sin perder un instante, tanto el fantasma como él se adentraron en el recibidor y cerraron la puerta a sus espaldas.

La casa se encontraba en penumbra y en un inquietante silencio. Únicamente se apreciaban en el suelo los débiles cuarterones de plata que traspasaban las ventanas a medio abrir. Al amparo de esa escasa iluminación, Elliot dio los primeros pasos en dirección al salón. Al traspasar la jamba de la puerta, se llevó la primera sorpresa: una vez más, alguien se había «interesado» por los bienes de los Tomclyde. La biblioteca del fondo de la habitación había sido literalmente asaltada y los libros habían quedado desperdigados por todos lados. También habían registrado la mesa cuadrada que estaba frente a los dos sillones, como se podía apreciar por las hojas rasgadas de las revistas y periódicos antiguos que permanecían allí abandonados. Daba la impresión de que quienquiera que hubiese entrado en aquel lugar buscaba algo en concreto y que pudiera encontrarse en una biblioteca. Pero ¿qué clase de libro? Los periódicos eran viejos y no parecía que faltase ninguno de los volúmenes de cocina de su madre…

Con el disgusto en el cuerpo y sin encender luz ni bola de fuego alguna, los recién llegados hicieron una rápida inspección por la cocina y las demás habitaciones de la planta inferior de la casa. Como era de esperar, armarios y cajones habían sido abiertos y registrados escrupulosamente. Elliot y Úter se miraron y, sin palabras, se encaminaron a la escalera. Era preciso dar un repaso al resto de la casa antes de encender cualquier luz y poder hablar.

La madera de los peldaños crujió ligeramente bajo el peso de las pisadas del joven. Úter se adelantó y ascendió más rápido. Se dirigió al que fuera el dormitorio de los señores Tomclyde y atravesó la puerta sin contemplaciones, mientras Elliot se iba directamente a su dormitorio.

Fue en ese momento cuando a sus espaldas oyó un portazo seguido del grito de su tatarabuelo.

—¡Se escapa! ¡Se escapa! —exclamaba a viva voz—. ¡Rápido, no podemos dejar que se escape!

Elliot oyó un rápido correteo por las escaleras y reaccionó de inmediato. Se dio la vuelta y, tan pronto se encontró con los peldaños de frente se sentó sobre la barandilla de un brinco. Úter se quedó pasmado al ver con qué habilidad se deslizaba su tataranieto por la barandilla, al tiempo que el ladrón huía por la puerta principal.

Con un fuerte impulso, Elliot se abalanzó sobre la puerta y salió al exterior. Aunque era de noche, la luz de la luna iluminó la menuda silueta que trataba de cruzar desesperadamente el jardín de los Tomclyde. Elliot supo de inmediato que se trataba de un trenti. Torció el gesto y pronunció con voz queda:

—Herbicuerdas!

Inmediatamente, largas y flexibles ramas que brotaron del suelo truncaron la huida del travieso duendecillo. Con una velocidad de vértigo, se enroscaron en las débiles piernas de la criatura derribándolo sin compasión.

—¡Bravo! —exclamó Úter, que ya estaba pensando en cómo torturar a la presa con angustiosas ilusiones para sonsacarle información—. ¡Así reacciona un Tomclyde!

—Eh… Sí, pero será mejor que lo llevemos adentro antes de que llamemos más la atención de los vecinos —propuso Elliot, mirando desconfiado a un lado y a otro por si aparecía alguien.

Mediante un hechizo de levitación, el muchacho llevó al trenti hasta la puerta. Estuvo tentado de encerrarlo directamente en un armario y dejarlo prisionero, pero entendió que primero debía interrogarlo. Le revolvía las tripas saber que había entrado en su casa y que había estado husmeando en las habitaciones y en sus armarios. ¿Qué se suponía que hacía allí?

Corrieron las cortinas de toda la casa también y Elliot iluminó la estancia con una potente bola de fuego. Acto seguido, hizo que el trenti volara hasta el centro de la habitación y, como si se tratase de un gigantesco capullo de seda verde, decidió mantenerlo suspendido en el aire mientras durara el interrogatorio. Por su parte, Úter se devanaba los sesos tratando de dilucidar qué podría atemorizar más al duendecillo.

—Un dragón no estaría nada mal —farfullaba para sus adentros, mientras volaba de un lado a otro del recibidor—. Inmensas alas, grandes colmillos y echando fuego por la boca…

—Úter…

—Claro que nada intimidaría más que una hidra como aquella a la que nos enfrentamos hace unos meses. Sus siete cabezas y…

—Úter… —llamó Elliot por segunda vez con un deje de impaciencia en su voz—. Con un par de aspiretes será suficiente para amedrentarle, créeme.

—¿Aspiretes?

—Eso he dicho —insistió Elliot. Recordaba a la perfección cómo, tiempo atrás, sus amigos y él se presentaron en el Reino Trenti para destruir el cultivo de setas que había aumentado al ejército de momias de Tánatos. Los duendecillos mostraron auténtico pánico a los más allegados súbditos de Tánatos—. Dos serán más que suficientes.

—Si tú lo dices…

Unos segundos después, tatarabuelo y tataranieto estaban poniendo en marcha su plan. Mientras Úter aguardaba fuera del salón, Elliot empezaba el interrogatorio.

—¿Qué hacías en esta casa? —preguntó con firmeza sin apartar los ojos de la menuda criatura—. ¿Qué estabas buscando?

El trenti, que se debatía entre las pegajosas y retorcidas ramas, meneó la cabeza de un lado a otro. En realidad, no era fácil distinguir las herbicuerdas de un cuerpo vegetal de ramas y raíces de diversa índole. Tal y como el muchacho esperaba, no parecía dispuesto a abrir su bocaza, entre otras cosas porque si, como se temían, el Reino Trenti se había rendido a los poderes del Caos, la amenaza de Tánatos se estaría dejando sentir cada vez más.

—Te lo voy a repetir una vez más… ¿Quién te ha enviado a esta casa? ¿Con qué objeto? —Era tarde y Elliot no estaba dispuesto a soportar mucho tiempo aquel silencio, por lo que unos segundos después dijo—: Muy bien, tú te lo has buscado.

Elliot se apartó del campo de visión del trenti quien, de pronto, vio irrumpir a dos aspiretes en la habitación. Sus escamas rojizas y el afilado cuerno que salía de sus cabezas brillaron al amparo de la bola de fuego, al tiempo que aquellos ojos asesinos se clavaron de inmediato en la atemorizada figura del trenti. El histérico chillido de ratón asustado fue rápidamente amortiguado por una de las herbicuerdas, que hizo las veces de mordaza.

—Cuantos más esfuerzos hagas por escapar, más te van a estrujar esas cuerdas —advirtió Elliot mientras el duendecillo sentía cómo las ramas se ceñían sobre su vientre como si de un corsé se tratara. El muchacho hizo una pausa antes de volver a hablar—. Como puedes comprobar, no todos los aspiretes sirven a Tánatos. De hecho, estos dos que ves no tendrían inconveniente alguno en acabar contigo si yo se lo pidiese… Así que, si no quieres que te deje en sus manos, ya estás diciéndome qué hacías en nuestra casa.

Las dos criaturas del Fuego se acercaron amenazadoramente hasta su víctima y ésta gimió hasta casi desmayarse. No podía gritar porque la mordaza se lo impedía, pero sus ojos eran un claro reflejo de lo mal que lo estaba pasando. Sin duda, habían acertado con los aspiretes…

—Muy bien, tú lo has querido —dictaminó Elliot, que simuló dar una orden a los dos demonios alados.

El trenti se retorció y sacudió la cabeza negativamente. Sus ojos amenazaban con salirse de sus cuencas y el muchacho creyó ver un par de lágrimas resinosas de la angustia que lo envolvía.

—¿Vas a hablar?

Desesperado, el duendecillo asintió.

—Has tomado una sabia decisión. Aguardad un momento fuera —les pidió a los ilusorios demonios del Fuego, haciendo un ademán con la mano derecha. Inmediatamente después, hizo que la mordaza se retirase de la boca del trenti—. Empieza a hablar.

—So-solo estaba… vi-vigilando.

—¿Y qué vigilabas?

—Te-tengo órdenes.

—Eso ya me lo puedo imaginar —escupió Elliot, cruzándose de brazos—. Dudo mucho que te divierta entrar en una casa ajena a…

Y entonces lo recordó. ¿Habría venido en busca de la Piedra de la Luz? Dos veranos atrás, cuando estaba de acampada con los Damboury a orillas del lago Saint Jean, los trentis se la llevaron durante la noche. No tuvieron reparo alguno en adentrarse en su tienda y cogerla sin más. ¿Y si era eso lo que había estado buscando el duende en su casa? ¿Buscaba la Piedra?

—Debía avisar si alguien entraba en la casa —confesó el trenti, atemorizado—. Por favor, no dejes que esos aspiretes me hagan daño…

—¿Y era necesario poner patas arriba el salón? ¿Qué me dices de todos esos libros y periódicos destrozados? —le echó en cara el joven, frunciendo el entrecejo—. Has registrado todos los armarios y cajones. ¡Vas a pagar por los destrozos que has causado!

—No tengo nada que ver con eso —reconoció el duende de forma un tanto arrogante, ahora que los aspiretes habían desaparecido de su vista.

—¡Mientes! —bramó Elliot, cada vez más convencido de que los trentis andaban de nuevo tras la Piedra—. ¿Quieres vértelas con los aspiretes?

—No… No… Es la verdad —respondió temeroso el prisionero—. Todo estaba así cuando llegué.

Elliot estaba confuso y enfadado. Consideraba a los trentis una raza sucia y rastrera. No obstante, por alguna extraña razón, las palabras del duendecillo parecían convincentes. No percibió atisbo de mentira alguno en aquellos ojos. Entonces, si él no había sido, ¿quién? ¿Habría encontrado lo que buscaba? ¿De qué se trataría?

—¿Quién te ha enviado? —inquirió Elliot, dando un giro brusco a sus pensamientos.

El trenti emitió un suspiro y respondió en tono pesaroso.

—El rey Haduk…

—Que, a su vez, está a las órdenes de Tánatos. Maldita sabandija… ¡Os habéis vendido a él! —concluyó Elliot.

El hecho de saber que el ifrit había empezado a buscarle no alteró su ánimo. Sabía que tarde o temprano volverían a verse las caras. Lo que más le preocupaba en esos momentos era quién había entrado en su casa y por qué.

Úter, que había llegado a las mismas conclusiones que el muchacho, dio por concluido el interrogatorio haciendo acto de presencia.

—¡Un fantasma! —gritó el trenti, con más terror que cuando vio a los falsos aspiretes—. ¡Socorro! ¿Qué me vais a hacer?

No pudo decir nada más, porque la mordaza se encargó de taparle la boca de nuevo.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Elliot en un susurro, ladeando la cabeza—. Si vamos a buscar a Merak, no podemos dejarlo aquí atado sin más. Y tampoco podemos llevárnoslo con nosotros…

—Ciertamente —asintió Úter, un tanto dubitativo—. Déjame que lo piense mientras llamo a Gifu. Un poco de aire fresco no me vendrá mal…

—Pero si tú no sientes el aire…

Las palabras de Elliot se perdieron en la nada, pues el fantasma había desaparecido silenciosamente tras la pared del salón. Ni siquiera se había molestado en atravesar la puerta.

El muchacho se dio la vuelta y se quedó mirando al trenti, pensativo. ¿Qué iban a hacer con él? Sin duda, representaba un problema. Por lo pronto, mientras encontraban una solución, lo primero que tendría que hacer era bajarlo al suelo. Entonces, al dirigir su mirada hacia el recibidor, sus ojos se iluminaron. Acababa de encontrar la solución.

Allí había un armario. Como hacía las veces de ropero y trastero, tenía bastante profundidad. Elliot no perdió un solo segundo y se apresuró a abrirlo. Tal y como se temía, aún había unas cuantas cajas en su interior. Decidió que las cambiaría de lugar mientras aguardaba la llegada de Úter y Gifu, y practicaría un conjuro de insonorización y aislamiento, de manera que el trenti no pudiese escuchar sus conversaciones.

Media hora después, alguien aporreó con gran ímpetu la puerta de la entrada. El muchacho estaba terminando de in-sonorizar el armario y, como se encontraba en su interior, a punto estuvo de no oírlo. El golpeteo resonó de nuevo y, tan pronto terminó el conjuro, Elliot llevó una mano al picaporte.

—¡Gifu!

—Pedazo de ectoplasma desconsiderado… —musitaba indignado, mirando completamente abstraído hacia el lado derecho—. Mira que dejarme plantado en la puerta. Claro, como él entra donde le da la gana traspasando los muros…

—¿Decías? —inquirió Elliot, que alzó una ceja al ver a su amigo hablando solo.

Como por arte de magia, el rostro del duende cambió. Sus ojos alegres chispearon sobre aquella nariz respingona y esbozó una sonrisa de felicidad.

—¡Elliot! ¡Qué alegría verte!

El joven contempló ceñudo a su amigo.

—Te noto distinto —dijo, escrutando su faz en busca del cambio que tanto lo desconcertaba—. ¡Ya lo sé! ¡Te ha salido barba!

—Vaya una novedad… —contestó Gifu, llevándose la mano al mentón.

—¡Barba de verdad! —insistió Elliot, invitando a su amigo a pasar al recibidor—. Antes era una pelusilla… Por cierto, ¿dónde se ha metido Úter?

El duende emitió un gruñido y se quitó la capa de viaje que llevaba atada al cuello. Elliot estaba cerrando la puerta cuando un murciélago gigante se coló por el reducido espacio que quedaba. Pinki había regresado.

—A saber por dónde ha entrado —dio como respuesta, aunque rápidamente cambió el tema de conversación—. ¿Dónde está el chivato ése? Ya me han comentado que estaba en la casa aguardando tu llegada para traicionarte y entregarte a Tánatos.

—Aún está en el salón, aunque ya he habilitado una zona para que no se nos escape —comentó Elliot, abriendo las puertas del armario de la entrada.

—No tenías que haberte tomado la molestia —le echó en cara el duende—. Podíamos haberle atado una piedra a los pies y haberle tirado al lago Saint Jean, a ver si aún siguen siendo inmunes al agua…

—No seas bruto, Gifu.

—Quién sabe, a lo mejor flota y todo. Total, el noventa por ciento de su cuerpo es madera y musgo, ¿no?

Elliot sacudió la mano ante las disparatadas proposiciones de su amigo y regresó al salón. Allí estaba Pinki, en su habitual forma de loro, volando amenazadoramente sobre el trenti. El cuerpo de Úter apareció de nuevo en la habitación y las herbicuerdas, previsoras, amordazaron al duendecillo de los bosques antes de que éste volviese a gritar como un loco.

A Úter no le pareció mala idea mantener cautivo al trenti hasta que tomasen una decisión definitiva. Además, como tenían unas cuantas cosas de las que hablar, lo arrastraron de mala manera al armario y, antes de dejarlo en uno de los rincones, le quitaron las cuerdas que lo apresaban.

—En tu carta decías que tenías noticias de Merak —apuntó Elliot tan pronto las puertas del armario estuvieron cerradas a cal y canto—. Cuéntanos todo lo que sepas, por favor.

—En realidad, no sé mucho más… —confesó Gifu, acercándose a la chimenea del salón—. Parece ser que la mina de Odrik se encuentra a cuatro o cinco días de camino de aquí, aunque al paso de un gnomo el viaje podría alargarse hasta una semana. Quién sabe si más tiempo aún…

—¿Has podido averiguar algo de ese tal Odrik? —inquirió Úter, interesándose por el tema.

—Tiene fama, y no muy buena precisamente —asintió el duende con vehemencia, haciendo una mueca de desagrado con su lengua—. Para que os hagáis una idea, se le conoce como Chupasangre.

—¿Chupasangre? —repitieron los dos a coro.

—Imaginaos por qué —dijo Gifu. Por sus palabras, cualquiera hubiese podido interpretar que les estaba hablando de un vampiro, cuando en realidad no era más que un vulgar gnomo. El duende siguió hablando—: En El Jardín Interior, donde ha provocado más de un altercado, tiene un par de facturas sin pagar de su última visita. Los elfos de Buzón Express tampoco me han hablado muy bien de él, aunque donde se lleva la palma es en el mercado de Hiddenwood. En general, la gente lo define como un gnomo tremendamente ambicioso y dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que quiere… hasta matar.

—Hombre, yo creo que exageras un poco… —le interrumpió Elliot, incapaz de creer que una criatura del tamaño de un gnomo fuese capaz de matar a alguien.

—En absoluto. Hace unos ocho años estuvo a punto de ir a Nucleum por una acusación de homicidio.

—Pero fue absuelto —aventuró el muchacho, que no pasó por alto el tono con el que había sido pronunciado el «estuvo a punto».

—Por falta de pruebas —asintió Gifu con solemnidad— Aunque la mayoría hubiese apostado su mano derecha a que las hizo desaparecer aportando un saco cargado hasta los topes de piedras preciosas.

Úter sobrevoló la mesita que había frente a la chimenea mientras resumía:

—Así que tenemos a un gnomo, apodado el Chupasangre, cuya desmedida ambición puede llevarle a matar si así lo requieren las circunstancias. Merak lleva desaparecido muchos meses por lo que perfectamente podría estar…

—¡No sigas! —le espetó Elliot con el rostro desencajado—. Puede que haya pasado mucho tiempo, pero para mí seguirá con vida hasta que se demuestre lo contrario.

—¡Así se habla, compañero! —le secundó Gifu dando un brinco—. Lo que está claro es que no podemos perder un segundo más… ¿Cuándo creéis que podremos salir? Yo tengo un mapa de viaje aquí mismo… —dijo, señalando la butaca que había a un lado.

Por poder, podían iniciar el viaje de inmediato. No obstante algo atormentaba la cabeza del muchacho.

—No me gustaría no contar con Eric… —comentó Elliot, pellizcándose el labio—. ¿Crees que podremos hacer uso de Buzón Express?

—El servicio de correos va restableciéndose —aclaró el duende, aunque se encogió de hombros—. Desde luego hay bastantes destinos a los que podrías escribir ya mismo…

—¿Fernforest? —quiso saber Elliot, bajo la atenta mirada de su tatarabuelo.

—No lo sé… Sería mejor preguntarlo en la oficina de correos. Ellos podrán informarnos mejor.

—¿Qué me dices de los espejos? —insistió Elliot, que no cesaba de buscar opciones para conseguir que su amigo llegase a tiempo—. ¿Disponemos de alguno en Hiddenwood al que pudiese desplazarse Eric?

—Sin duda, el del Claustro Magno —reconoció el duende. Antes de que sus dos amigos protestasen, añadió—: De todas formas, si no me equivoco hoy mismo han terminado de reparar el de la escuela.

—En ese caso, creo que será mejor que nos pongamos en marcha —sentenció Elliot—. Prepararé una pequeña carta y se la enviaré a Eric. Si todo va como es debido, podríamos estar mañana al amanecer.

—¿Y si no? —preguntó Gifu. —Confiemos en que todo saldrá bien. Fue una súplica más que otra cosa. Jamás se lo perdonarían si a Merak le había sucedido algo. Jamás. Ni siquiera serviría como excusa haber estado muy ocupados tratando de evitar que Tánatos destruyese la Flor de la Armonía. El gnomo no merecía un final tan triste. Averiguarían qué había sido de él y lo encontrarían. Pero, antes que nada, era preciso escribir a Eric.

En su dormitorio, Elliot aún conservaba algún rollo de pergamino y tinta. No se extendió demasiado; simplemente quería explicarle a su amigo las nuevas pistas que habían averiguado sobre el posible paradero de Merak y su intención de partir en su busca al amanecer del día siguiente. Asimismo, le avisó que podía hacer uso del espejo de la escuela de Hiddenwood y que, en caso de poder escaparse de Fernforest, se verían en su casa, al alba.

Cuando terminó de escribir la carta, Elliot la enrolló y la selló con un poco de lacre. Acto seguido se encaminó a la puerta principal, dispuesto a llevarla a Buzón Express.

—¿Adonde crees que vas, jovencito? —inquirió Úter.

—¡No puedes salir! —le espetó el duende—. En la oficina de correos te conocen. Será mejor que vaya yo.

—Pero…

—Déjalo, Elliot —intervino su tatarabuelo—. Gifu tiene razón. Mientras tanto, tú y yo decidiremos qué hacemos con el trenti. No podemos dejarlo encerrado en ese armario eternamente…

—No olvides la solución del lago Saint Jean —recordó Gifu a Elliot, al tiempo que tomaba el rollo de pergamino de manos del muchacho.

Inmediatamente después se perdió en el jardín de los Tomclyde.

—¿Qué ha querido decir con eso?

Elliot sonrió e hizo un ademán con la mano. Al menos era de agradecer el buen humor de Gifu. Siempre solía mantener la calma.

—Nada, nada —contestó Elliot, reconduciendo la atención hacia un tema más interesante—. Entonces, ¿que sugieres que hagamos con el trenti?

—Verás… —dijo dubitativo—. Está claro que ni podemos abandonarlo a su suerte en el armario, ni podemos cargar con él.

—¿Y si le dejamos comida? —sugirió Elliot, aun a sabiendas de que era inviable porque ni siquiera sabían cuándo volverían…

—Me temo que tenemos que soltarlo —apuntó el fantasma, cruzado de brazos—. Te puedo asegurar que no me gusta en absoluto, pero no podemos hacer otra cosa.

Elliot lo miró fijamente. Sabía que tenía razón.

—Sabes qué significa eso, ¿verdad? —preguntó el fantasma.

Elliot asintió.

—El rey Haduk sabrá que he estado en Hiddenwood.

—En efecto. Probablemente, redoblarán la vigilancia, con lo que será muy difícil que puedas volver a esta casa en mucho tiempo…

Elliot sopesó aquellas palabras y dijo:

—Lo sé. Pero ¿verdad que Merak no está en Hiddenwood?

—No, no lo creo —reconoció el fantasma, meneando la cabeza.

—En ese caso, creo que debemos liberar al trenti —concluyó Elliot, a sabiendas de que a Gifu no le haría ninguna gracia cuando se enterase.

—Pero lo haremos de una manera sutil —apuntó Úter, guiñando un ojo—. Dejarlo en libertad sin más resultaría demasiado sospechoso. Pensaría que andamos tramando algo. Tenemos que simular un accidente o, incluso, que parezca habilidad suya…

—Me parece bien.

Mientras aguardaban la llegada del duende, Elliot y Úter siguieron debatiendo junto a la chimenea.