EL cielo estaba completamente cubierto. La nubosidad había ido creciendo en intensidad a lo largo de la mañana y las finas capas de algodón se habían ido aglomerando de tal manera que ya no dejaban pasar ni un ápice de luz solar. Ahora, las nubes estaban tan apretujadas entre sí que parecían querer estrangularse. El gris se había oscurecido tanto que poco a poco se había transformado en un negro tenebroso capaz de poner los pelos de punta hasta al más valiente. De hecho, aunque era mediodía, nadie se hubiera extrañado si el reloj hubiese marcado la medianoche. Una noche negra, sin luna y sin estrellas, se cernía sobre aquella vasta extensión del océano Pacífico.
Era un lugar perdido en el mundo, apartado de los vastos dominios de la civilización humana y muy alejado también de cualquier localidad elemental. Únicamente podía encontrarse agua; agua que había perdido su habitual tonalidad marina, tiñéndose del mismo negro que flotaba en el ambiente; agua que estaba en un sorprendente estado de calma. No había olas, ni tampoco corría un soplo de aire. Era una situación verdaderamente anómala, poco natural.
Sin embargo, todo cambió en cuestión de décimas de segundo.
Un espectacular rayo surgió de la impenetrable capa de nubes e hizo de la noche el día. Fue a estrellarse contra la inmensidad del océano que, sacudido por tan enorme voltaje, despertó al instante. El viento también acudió a la llamada del rayo y lo hizo sin un origen definido. Fuertes corrientes de aire procedentes del norte, del sur, del este y del oeste confluyeron como cuatro colosos de la Naturaleza en el punto donde había descendido el escalofriante destello de luz. En ese corto lapso de tiempo, el mar había embravecido y los vientos lo animaban más a cada instante que pasaba.
Los elementos Aire y Agua habían sido despertados por el Fuego, mientras que el elemento Tierra estaba a punto de hacer acto de presencia. Las fuerzas elementales confluían entre sí.
Cientos… miles de relámpagos iluminaron de pronto el océano, en el preciso instante en el que asomaba un pico de roca procedente de las profundidades del mar. El estruendo de los truenos resonó con más fuerza aún y, poco a poco, comenzaron a emerger nuevas prominencias de lo que parecía la cima de una montaña submarina. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba anclada al fondo del mar. Probablemente toda la vida. Y ahora crecía y crecía, como si hubiese sido alimentada por la energía desbocada de los elementos que la rodeaban.
Transcurrieron las horas y el inmenso coloso de roca siguió ascendiendo sin parar. Era como si tuviese intención de aguijonear con su cima la amenazante capa de nubes que se cernía sobre ella. Nuevos relámpagos iluminaron las escabrosas formas de la montaña creciente. Incontables agujas de roca crecieron del mismo corazón de la montaña y se fueron retorciendo paulatinamente a su alrededor, protegiendo la estructura como si fuesen las espinas de una zarza. La infinidad de moluscos y plantas marinas que había adheridas por toda la superficie de roca, conferían a la estructura un aspecto más siniestro de lo que ya era de por sí.
Una escasa distancia debía de separar la cumbre de la montaña del amasijo de nubes cuando un nuevo rayo impactó en la cima con total precisión. La explosión debió de oírse en varios kilómetros a la redonda pero, como era de esperar, nadie acudió a ver qué lo había motivado. Por fortuna para ellos, no había barcos ni aviones transitando por una zona que, cada vez, parecía más peligrosa.
Cuando se disipaba la polvareda provocada por el impacto del rayo, una erupción espectacular brotó del interior de la montaña. Enormes piedras, magma y ceniza saltaron por los aires, como si de fuegos de artificio se trataran, culminando una esperpéntica obra de la naturaleza. Pero ¿en verdad era capaz la Madre Naturaleza de crear algo tan antinatural? ¿Acaso no habría otro tipo de fuerza interponiéndose? Lo cierto era que para aquella creación habían intervenido los cuatro elementos en su conjunto. Sin embargo, lo habían hecho de una manera que afectaba al equilibrio natural.
Gigantescas olas golpeaban con fuerza las faldas de la montaña recientemente aparecida, como si protestasen por la invasión de su territorio. El viento, con sus silbidos huracanados, tampoco parecía muy contento con esta nueva presencia. Ni siquiera las nubes se marcharon del siniestro lugar, dejándolo sumido en una oscuridad permanente que se veía interrumpida esporádicamente por los latigazos de la tormenta eléctrica.
La carcajada brotó del interior de la siniestra montaña como si estuviese maldita. Amplificadas por el colosal tamaño del accidente natural, las risas se escaparon por las pocas grietas que conducían a las entrañas de la roca. Y no era de extrañar, porque alguien habitaba en el interior de esa montaña tenebrosa.
Era la fortaleza del dueño y señor del Caos.
Era la fortaleza de Tánatos.
Entre dos nudos de aquellos escabrosos lazos de roca espinados, se hallaba la entrada principal de la fortaleza. Contemplada a cierta distancia, parecía las fauces abiertas de un dragón. Otros hubiesen considerado que esos gigantescos colmillos bien podrían haber pertenecido a una hidra. En cualquier caso, resultaba lo suficientemente aterradora como para que nadie quisiera acercarse para comprobarlo.
La fortaleza acababa de surgir de las profundidades del océano como un colosal bloque que iba cobrando forma a medida que se elevaba. No obstante, su interior aún estaba en formación. Galerías y estancias se iban creando igual que si un inmenso gusano fuese horadando las entrañas de la montaña. Este proceso tan laborioso llevaría días —incluso semanas— hasta que la fortaleza de Tánatos alcanzase el aspecto deseado.
Pero sí que había una estancia que existía desde el mismo instante en que la montaña hizo acto de aparición entre las olas del océano. Se trataba del corazón, del alma de aquella fortaleza. Un lugar que pronto pasaría a ser el más temido en el mundo entero. Se trataba de un amplísimo habitáculo de forma ovalada. Daba la impresión de flotar sobre el magma que acumulaba el volcán en sus profundidades, pues todo el perímetro permanecía rodeado por dos metros de borboteante lava. El suelo era de mármol negro, perfectamente pulido y, a buen seguro, hechizado para poder soportar las elevadas temperaturas que se acumulaban bajo su superficie. Aquel fuego líquido iluminaba las paredes de roca, decoradas con extrañas y grotescas figuras que pondrían la carne de gallina a cualquier visitante. Sin embargo, no era la única iluminación de la estancia. Del altísimo techo, que parecía llegar a la cima del monte, pendía una escalofriante lámpara de araña de color blanquecino, confeccionada con unos palitos alargados y de grosor medio. Los había de todos los tamaños e, incluso, curvados. Aguzando la vista un poco, podía comprobarse que eran ¡huesos! ¡Mejor no imaginarse a quién podían haber pertenecido!
Al fondo, del lado opuesto al que se encontraba la entrada, se levantaba una ligera prominencia sobre el suelo reluciente. Anclado en ésta, había un trono de oro con incontables piedras preciosas engastadas, sobre el que se encontraba sentado Tánatos en aquel instante. Desde allí, dirigía la creación de su nuevo hogar y, raro en él, mostraba una amplia sonrisa.
Disfrutaba del momento. Habían sido muchísimos años —más de dos siglos enteros— los que había tardado en conseguir su gran objetivo. Desde que fuera creado por su maestro allá por el año 1796, se había marcado un gran reto. No importaba que Weston Lamphard le hubiese ordenado incordiar a Longina Fogolina, pues lo que él ansiaba era conseguir su propia libertad. Lo logró con relativa facilidad acabando, incluso, con aquel que le había traído al mundo. No obstante, pese al increíble poder con el que había sido dotado —por sus venas corría la magia de los cuatro elementos—, no había sido hasta mediados de aquel año cuando había logrado destruir la Flor de la Armonía. Y aquello había sido su gran liberación. Por fin había ganado la guerra y el caos no tardaría en extender sus redes por el mundo.
Desde su trono, sonreía con gran regocijo a la criatura que acababa de acceder a la estancia. Era de alto porte y su cuerpo estaba recubierto de mojadas escamas rojizas. De su cabeza sobresalía un único cuerno y de la punta de su rabo prendía una voraz llama de fuego. Se trataba de uno de los más fieles súbditos de Tánatos, el jefe de los aspiretes.
—Me parece muy acertado el plan de asalto que propones. Además, seguro que Mariana se alegra de veros por Nucleum… —dijo Tánatos con voz escalofriantemente melosa—. Ésta va a ser nuestra gran oportunidad para fortalecernos aún más. Vuestra rapidez será clave para llegar hasta allí antes de que los elementales tengan tiempo de reaccionar. Confío en que sabrás sacar adelante la misión sin grandes complicaciones.
—Así lo espero, mi señor —asintió el aspirete, sin apartar sus ojos amarillos del rostro del ifrit.
Tánatos se frotó las manos con fruición y finalmente entrelazó sus largos dedos blancos.
—Cuando caiga Nucleum, conseguiremos que un importante número de adeptos se una a nuestras filas —sentenció Tánatos—. Al fin y al cabo, no van a tener una mejor opción. Mientras los miembros del Consejo de los Elementales los mantendrían cautivos en el Centro de la Tierra, conmigo gozarán de libertad, así como de una manera digna de vivir. Serían estúpidos si no aceptasen la oferta.
—Sin lugar a dudas, pero ¿y si hubiese alguien lo suficientemente estúpido como para…
La pregunta del aspirete fue interrumpida tajantemente por la voz de Tánatos.
—Acabas con él —dijo, sin dar opción a réplica alguna. La impasibilidad de su rostro daba miedo—. Si no están conmigo, están contra mí.
—Bien —contestó la criatura del Fuego, esgrimiendo una siniestra sonrisa que sacó a relucir sus afilados dientes. Las instrucciones no podían ser más claras—. Me haré cargo personalmente.
—Así me gusta —dijo Tánatos, cerrando los ojos y echando el cuello hacia atrás—. Quiero que Nucleum sea nuestro. La única vía de entrada y salida a la prisión mágica para los elementales es a través de un espejo. Al caer la Laptiterus Armoniattus también se produjo la destrucción de los espejos, por lo que los hechiceros no pueden salir de allí. Qué ironía, ¿no crees? Se han quedado prisioneros en su propia cárcel…
—Sin poder recibir refuerzos, están a nuestra entera disposición —confirmó el aspirete.
—Efectivamente. Y una vez Nucleum esté en nuestro poder, lo convertiremos en un segundo baluarte que quedará a tu cargo, como es lógico. Al fin y al cabo, a los elementales ya no les va a hacer falta una prisión. ¡Soy yo quien manda ahora en el mundo elemental!
El eco de aquellas palabras resonó en la estancia mientras el aspirete la abandonaba. No duró mucho el silencio pues, pocos minutos más tarde, alguien cruzó la puerta de acceso con pasos temerosos.
—¿Y bien? Espero que traigas buenas noticias —dijo Tánatos elevando el tono de su voz al ver entrar a aquel hombrecillo de pequeña estatura, ojos rasgados y una coleta sujeta en una larga trenza. Lo que más gracia le hacía al genio maléfico era que aquel elemental era tan asustadizo como un ratón.
El recién llegado no tardó en llevarse el dorso de su mano a la frente y se secó el sudor que le caía. Allí hacía un calor de mil demonios pero, probablemente, aquel sudor se debiera a su particular nerviosismo. Era consciente de que su vida estaba en juego.
—La vasija visionaria está lista, señor —anunció, haciendo grandes esfuerzos para superar la sequedad de su garganta—. No tiene más que convocarla para instalarla a su gusto en esta sala.
—En ese caso, veamos.
Tánatos se puso en pie, alzó los brazos y entonó un monótono cántico. El hombre que se encontraba a sus pies, a escasos metros de su magnífico trono, pareció encogerse del pánico que sentía. Estaba convencido de que, si algo fallaba, lo pasaría mal. Muy mal.
Por un instante, la lava emitió más burbujas de las habituales y el suelo sufrió una inquietante sacudida. Hasta la lámpara fabricada con un osario completo tembló ligeramente al ver aparecer la estructura circular. Tenía la forma de una enorme copa esculpida en granito con el fondo bañado en oro y sus gruesos bordes presentaban multitud de runas grabadas en oro y en platino, tal y como había pedido el ifrit. Sólo su propietario, Tánatos, estaba capacitado para leerlas y comprenderlas. Mediría poco menos de un metro de altura y su superficie era cristalina merced al contenido que albergaba en su interior. Aquel líquido reflejaba todo cuanto le rodeaba como si de un espejo se tratase, a la espera de que alguien lo pusiera en funcionamiento.
—Bien, bien, bien… —pronunció Tánatos mientras con sus afilados dedos acariciaba el rugoso borde de piedra—. Por lo pronto, es exactamente tal y como me la imaginaba. Debo felicitarte por ello.
Sin embargo, por alguna razón, aquellas palabras no calmaron los nervios del hombre. Al contrario, comenzó a sentirse más intranquilo, pues llegaba la hora de la verdad. Si la vasija no funcionaba, de nada valdría su maravilloso aspecto externo. De eso estaba bien seguro.
—G-gracias, señor —respondió, tragando la espesa saliva que se le acumulaba en la lengua.
El ifrit lo ignoró por completo. No le importaba haber arrancado de su mujer y sus hijos a aquel humilde escultor para que trabajase para él. Era el mejor en su trabajo, y si osaba traicionarle sencillamente acabaría con su vida. Al fin y al cabo, no dejaba de ser un insignificante elemental cuyos conocimientos, eso sí, debían valerle para diseñar la vasija visionaria que le permitiría disipar las nieblas del presente allá donde alcanzase el poderío de sus súbditos. Podría presenciar la llegada de los aspiretes a Nucleum o la demoledora autoridad de los trolls de las cavernas en sus nuevos predios, por poner algún ejemplo. Una vez tuviese el control del mundo entero, aquella vasija tendría la capacidad de mostrarle cualquier parte del mundo a su antojo. Por eso, Tánatos únicamente tenía ojos para su presente.
Y esos ojos, rojos y sanguinarios, miraron con ambición el interior de la vasija visionaria mientras sus labios, pálidos como la cera, leían las runas que la pondrían en funcionamiento. Inmediatamente surgió una ligera capa de humo al tiempo que el líquido emitía un brillo dorado. Tánatos sacó a relucir lo que podía ser una sonrisa cuando se formaron las primeras imágenes ante él.
Fue entonces cuando el orfebre respiró. Le era imposible dilucidar qué le estaba mostrando la vasija a Tánatos, pero aquel gesto de concentración era un signo inequívoco de que el trabajo había dado sus frutos. Esperaba que el señor del Caos cumpliera su palabra y le permitiese regresar a casa junto a su familia. No confiaba en cobrar una sola piedra preciosa por su labor, pero no le importaba. Ansiaba abandonar aquel lugar cuanto antes.
Ajeno a los pensamientos del hombrecillo, Tánatos mantenía sus ojos clavados en la vasija. Sintió un ligero cosquilleo en la boca del estómago al ver aparecer las primeras imágenes. Estuvo a punto de protestar cuando comprobó que eran excesivamente confusas a la vez que oscuras, pero todo cambió.
Rápidamente distinguió el exterior de su recién estrenada fortaleza. Era arisca y tremendamente siniestra. Él mismo se había encargado de que no tuviera luz. A través de la vasija, recorrió uno de los acantilados más abruptos que la configuraban hasta verse zambullido en el agua. Las imágenes se llenaron de burbujitas centelleantes, mientras seguía las faldas de la montaña que parecían descender a un abismo sin fin.
Una figura femenina atravesó de una manera fugaz la superficie cristalina. Y luego otra. Y otra. La imagen se centró en una de esas majestuosas colas de pez, al tiempo que se desplazaba por las inmediaciones submarinas de su propia fortaleza. Al ver a las sirenas, no pudo evitar pensar en Fioldaliza. Sin duda, la fortaleza dispondría de unos aposentos dignos para ella. Siempre había sentido fascinación por ella y, ahora que estaba en la cúspide, no podía olvidarse de ella.
A un lado y a otro, como aparecidas por arte de magia, visualizó unas pequeñas edificaciones incrustadas en la misma base de roca que se camuflaban entre los ondeantes brotes de algas. Las nereidas que se unieran meses atrás a su bando habían hecho un buen trabajo y ya parecían trabajar codo con codo con las sirenas. Su presencia en la zona así lo confirmaba.
Visto lo visto, a Tánatos no le cabía la menor duda de que nadie en su sano juicio se atrevería a adentrarse en los dominios de su fortaleza. Mucho menos, cuando los proscritos lograsen liberar al kraken e hiciesen de la zona su hábitat natural. Por lo pronto, la presencia de las sirenas haría que cualquier navegante que merodease por aquellas aguas terminara desorientado; y su embarcación, encallada en los riscos más cercanos. Sencillamente, desaparecería para siempre. Sonrió al imaginarse un cementerio de barcos hundidos en un futuro no muy lejano. Se convertiría en una colección muy atractiva.
—Has cumplido con tu cometido, orfebre —reconoció el ifrit, apartando la mirada de los terrenos submarinos que le mostraba la vasija. El hombrecillo sintió escalofríos al sentirse observado por tan aterradora presencia—. Ahora debo cumplir yo mi parte del trato… ¿Qué es lo que deseas?
—Re-regresar a mi hogar, señor —contestó con voz temblorosa. Ni siquiera se atrevía a levantar la mirada del suelo.
—¿Nada más? —replicó Tánatos, soltando una desagradable carcajada como si aquel elemental fuese tan insignificante como estúpido—. ¿Estás seguro de que no deseas ostentar algún tipo de poder? ¿Riquezas, acaso? Puedo darte lo que quieras. Simplemente tienes que pedirlo…
—Con eso… Con eso me conformo —respondió humildemente. No se atrevía a tirar de la cuerda y tensarla de tal manera que pudiese romperse—. Deseo volver a ver a mi familia… cuanto antes.
—Si tan claro lo tienes… ¡Tus deseos, son órdenes! —exclamó Tánatos haciendo un chasquido con sus dedos.
Al instante, la figura del orfebre se desvaneció de la estancia, igual que si lo hubiesen desintegrado. El ifrit acababa de enviarle a su pueblecito. Pero había olvidado comentarle que un tifón acababa de asolar la zona sin piedad. Eran tantos los problemas que se agolpaban en su cabeza, que un descuido lo podía tener cualquiera. ¡Qué lastima! Sacudió su cenicienta melena y sonrió para sus adentros.
La vasija visionaria había quedado ubicada en un lugar preferencial en la amplísima estancia. A la derecha del suntuoso trono de Tánatos, el continente de piedra se veía con claridad, pero sin eclipsar, ni mucho menos, la presencia del señor del Caos. No obstante, a él le era imposible apartar su vista de ella. No podía ocultar su ansiedad por volver a ponerla en marcha y contemplar cómo aumentaba en su dominio.
El mundo submarino había comenzado a movilizarse. Sabía a ciencia cierta que el Reino Trenti estaba bajo su control, gracias a los dos pactos alcanzados con Haduk durante los dos años anteriores. Toda información que llegase procedente de la capital del elemento Tierra sería de la máxima utilidad. Para ello, eran necesarios los espías… Otra de las comunidades que estaban bajo sus órdenes era la de los trolls de las cavernas. En realidad, Tánatos les había prometido libertad e independencia. ¡Pobres infelices! Tenían un cociente intelectual tan limitado que podía hacer con ellos lo que quisiera. Simplemente, había que ser medianamente hábil para manejarlos a su antojo. Además, sus poderosos músculos seguirían siendo útiles en las próximas batallas. Pensándolo bien, no sería mala idea proteger la entrada de la fortaleza con un par de ellos. Sí… Su fortaleza sería inexpugnable y nada ni nadie podría acabar con sus dominios jamás.
Volvió a mirar en dirección a la vasija de piedra. Lo único que echaba en falta era que pudiese decirle dónde se encontraba una persona en particular en un instante determinado. Una vez conseguida la destrucción de la Laptiterus Armoniattus, deseaba lograr su libertad. Por encima de todo, ansiaba conseguir la libertad de verdad. No obstante, no podía negar que también tenía unas insaciables ganas de vengarse de todos los que se habían interpuesto en su camino hacia la gloria. Sin embargo, aquello era demasiado pedir para la magia elemental de la vasija.
En cualquier caso, no tendría excesivos problemas para localizar a los miembros del Consejo de los Elementales. Si no estaban reunidos en el Claustro Magno de Hiddenwood, probablemente estarían en sus grandes y lujosos despachos de las escuelas. De todas formas, guardaba especial rencor a Aureolus Pathfinder. Y a Magnus Gardelegen también.
Pero, sin lugar a dudas, el lugar honorífico lo ocupaba el joven Tomclyde. No podía negar que sentía un odio especial a cualquier miembro de la familia Tomclyde desde que, un centenar de años atrás, Finías Tomclyde lo traicionara de una manera vil y rastrera. Aquel acto dio con sus huesos en la prisión mágica durante un montón de años que le parecieron una eternidad. A su particular inquina a ese apellido, se unía el hecho de que Elliot le había fastidiado especialmente. Había cruzado la raya del incordio o ligera molestia, para desafiarle directamente. Lo hizo años atrás cuando, al lograr escapar de Nucleum, le arrebató la Laptiterus Armoniattus delante de sus propias narices, impidiéndole asestar un golpe fatal a los elementales. También logró desbaratar sus planes en Egipto. Aquella vez estuvo a punto de atraparlo, pero la escurridiza sabandija se zafó de las momias con una buena dosis de suerte. Sin embargo, esta vez no se le escaparía… Y su amigo el fantasma tampoco se libraría de un buen escarmiento. Ya buscaría la manera de amargarle la existencia a ese espectro.
De pronto, como si de una revelación se tratase, se acordó de algo. Había estado tan ocupado levantando su fortaleza y pensado en un sinfín de maneras de hacer sufrir al mocoso Tomclyde que se había olvidado de Odrik. Sí… Ese gnomo mentiroso llevaba tiempo sin dar señales de vida. No sería una mala idea hacerle una visita. Seguro que se llevaba una buena sorpresa.