1.EL MONSTRUO DEL LAGO NESS

DE todas las ciudades del elemento Agua, probablemente la villa de Underness sea la más entrañable y original. Esta humilde localidad fue edificada en tiempos inmemoriales aprovechando la inmensa oquedad de una gruta submarina ubicada en la desembocadura del río Ness, en las Scottish Highlands (también conocidas como Tierras Altas Escocesas). Con gran esfuerzo y haciendo uso de los más potentes encantamientos, los elementales ganaron este terreno al mar del Norte levantando una espectacular mampara de cristal mágico que los mantendría aislados de sus heladoras aguas, así como de las criaturas que allí moraban.

Sobre aquel consistente suelo de roca se fueron asentando las casas con la piedra obtenida de las mismas entrañas de la tierra. Aprovecharon las algas resecas que quedaron tras desalojar el agua de la caverna para cubrir los tejados, y las conchas como elementos decorativos. De igual manera se levantaron las tabernas, el mercado, la botica, Buzón Express… hasta que quedó una villa acogedora que sólo tenía un punto negro: el túnel en la parte más profunda de la caverna que conectaba con las aguas negras del lago Ness. Nadie se atrevía a traspasar esa protección mágica porque, según se rumoreaba, conducía a los dominios de un terrorífico monstruo.

Precisamente en aquel instante se estaba hablando de ese túnel tan misterioso en la taberna El Cangrejo Ermitaño, que debía su nombre a la original estructura en forma de concha de caracol del edificio. Merrill McPump y tres amigos suyos estaban sentados a una de las mesas que había en el interior. El fuerte sabor a malta de sus pintas de cerveza parecía haberlos animado sobremanera.

—Lo siento, Merrill —dijo uno de sus amigos tras dar un buen sorbo a su jarra, repantingado sobre las patas traseras de su silla—. Perdiste la apuesta y ahora te toca afrontar la prenda.

—Pero ¡aquel hipocampo no sabía ni dónde estaba el norte! —exclamó Merrill, un tanto agobiado por la situación—. Seguro que lo hicisteis adrede. Conociéndote a ti, Liam…

—¿En serio nos verías capaces de eso? —le reprochó Liam, que estaba sentado a su vera, haciendo un guiño a sus compañeros. Una pequeña cicatriz en el mentón hacía su rostro aún más desagradable.

—No pongas excusas, Merrill. Has perdido y no se hable más. Ya sabes lo que tienes que hacer.

—Pero el túnel del monstruo es peligroso… —protestó, ahogando un gemido. El joven estaba empezando a sudar y retorcía sus manos con desesperación—. ¿No puedo hacer otra cosa a cambio?

Sus tres amigos menearon la cabeza entre maliciosas sonrisas. Ciertamente Merrill no tenía posibilidad alguna de escaparse. Lo sabía y, por eso, suspiró con pesar.

—¿Estáis seguros de que el tesoro existe? —preguntó entonces el joven McPump, ahogando su mirada en la jarra de cerveza.

—Eso dice la leyenda —fue la respuesta del único de los amigos que no había abierto la boca hasta el momento. Sus largos cabellos morenos le conferían un aspecto un tanto desaliñado—. En las profundidades de la guarida donde reside el monstruo se encuentra un maravilloso tesoro cuyo brillo ilumina el fondo del lago. Es lo que siempre se ha dicho…

—Pero si nadie lo ha visto…

—Los rumores están ahí y, por eso, los cazatesoros se han aventurado a buscarlo. También es cierto que en la mayoría de los casos, una vez se adentraron en el lago, nunca más se supo de ellos, pero eso es lo de menos… —fue la réplica de Liam, antes de de que Merrill terminara su frase.

—Exacto. Tú deberás demostrar su existencia y para ello tienes que traernos una muestra…

Merrill escrutó uno por uno los rostros de sus amigos y negó con la cabeza. Ultimó de un trago lo que quedaba de su cerveza y se puso en pie con decisión.

—Está bien —dijo armándose de valor al tiempo que se sacudía su túnica azul. Alzó la cabeza y los miró seriamente uno a uno—. Si es lo que queréis, iré en busca de ese maldito tesoro.

Fueron sus últimas palabras antes de cruzar la puerta de la taberna, dejando atrás las carcajadas de sus amigos… si es que podían ser considerados como tales. A Merrill jamás se le hubiese ocurrido imponer una prenda que pudiese poner en peligro la vida de un compañero y, mucho menos, de un amigo. Con orgullo y valentía, Merrill McPump irguió la cabeza y atravesó el local en dirección a la puerta de salida, desde la que pondría rumbo al túnel que conducía al tenebroso lago Ness. Nada más cruzar la puerta, el joven se desinfló y comenzó a caminar completamente desanimado. Durante todo el trayecto anduvo taciturno y encorvado, esperando que el suelo que pisaba le aportase alguna solución a sus problemas. No quiso prestar atención a las casitas que cruzaba, ni a los coloridos corales que alegraban el ambiente. No quería pensar ni por un instante que aquélla podía ser la última vez que sus ojos contemplasen unas imágenes tan bellas.

Dobló un par de recodos y se adentró en un sinuoso callejón mucho más oscuro que las calles colindantes. Aquellos signos de soledad y abandono evidenciaban que se acercaba al túnel. Merrill se estremeció sólo con pensarlo.

Le costó más de la cuenta dar esos últimos pasos. Cuando llegó a la pequeña mampara de seguridad que cerraba el paso al túnel de agua, la oscuridad lo envolvía de tal manera que ni siquiera pudo apreciar su pelirroja cabellera reflejada sobre el cristal. Tampoco aparecía su rostro temeroso de ojos azules y nariz respingona, poblado de pecas y con barba de dos días.

—Ha llegado la hora de la verdad. Adiós, mundo cruel —dijo para sus adentros y una vez sus manos entraron en contacto con la superficie cristalina pronunció—: Bubblelap!

De sus manos temblorosas comenzó a surgir una burbuja que rápidamente se fusionó con la pantalla de cristal. Cuando Merrill consideró que tenía el tamaño apropiado, se introdujo en ella. Un escalofrío sacudió su cuerpo entonces y meneó la cabeza. Pese a sus temores, el elemental confió en que el vehículo submarino fuese suficientemente resistente en el caso de que el Monstruo del Lago Ness decidiese hincarle el diente.

Con un suave meneo, la pompa se desprendió del cristal y se adentró en el conducto. El agua estaba tan oscura que daba la impresión de haber sido mezclada con tinta de calamar. A medida que avanzaba, ayudados por el débil resplandor que emitía la burbuja, los ojos de Merrill fueron adaptándose al entorno hostil que lo envolvía. En realidad, aquella hostilidad era más bien psicológica, pues no había criaturas extrañas por allí. Tan sólo se trataba de un conducto inundado de agua, donde la luz y la vida no se abrían camino. Sin duda alguna, él debía de ser la única criatura viva que transitaba por ese lugar.

No tardó en perder la noción del espacio y del tiempo. La ausencia de referencias le hacía imposible calcular la distancia que había recorrido y, preocupado como estaba por la posible presencia del monstruo, le era indiferente si llevaba una o dos horas inmerso en la burbuja. Sencillamente, quería cumplir aquella misión cuanto antes y salir de allí sin perder un solo segundo.

De pronto, una sacudida alertó sus sentidos.

El elemental movió la cabeza de un lado a otro. La oscuridad parecía haberse disipado ligerísimamente; al menos ésa fue la impresión que le causó al dejar atrás unas rocas iluminadas fantasmalmente con el paso de la burbuja. Aguzó un poco la vista, tratando de adivinar algo en el horizonte, pero el agua aún era demasiado opaca como para permitir una buena visibilidad.

—Juraría que he abandonado el túnel —musitó, acercando su nariz a la superficie de la pompa—. Al menos, no queda lastro alguno…

De pronto algo impactó contra la burbuja. Merrill dirigió su mirada al lugar donde había percibido el golpe y dio un alarido que le hizo perder el control del vehículo durante unos segundos. Una criatura horripilante de color grisáceo estaba adherida a la parte externa de su pompa gracias a las membranas que unían los dedos de sus manos y pies.

—¡Pokis! —exclamó, al reconocer el tipo de criatura que lo amenazaba.

Aquellos ojos saltones y lechosos parecían desnudarle con la mirada, mientras una hilera de afilados dientes trataba de abrir un boquete en la superficie transparente. Si lo lograba, el agua entraría a borbotones y él quedaría a expensas de las voraces criaturas. Eso, por no hablar del terrible monstruo que habitaba en el lago… ¡Estaba acabado!

Un nuevo poki quedó pegado a la burbuja con sus peculiares ventosas. Y otro. Y otro…

—¡Por los cuatro elementos! —exclamó Merrill, cada vez más angustiado. No soportaba el ruido que hacían tantos dientes arañando la pared exterior de su vehículo, igual que las uñas lo harían sobre una superficie de pizarra—. ¡Basta ya!

La concentración de Merrill McPump se disipó con rapidez y la burbuja en la que viajaba comenzó a perder estabilidad de forma alarmante. Además, el peso añadido de los pokis que se iban pegando hizo que el descenso fuese más pronunciado aún.

El joven sabía muy bien cómo se las gastaban aquellos seres tan pequeños y endiablados. Obviamente, eran criaturas del Agua que, por lo general, habitaban en lugares inhóspitos y desangelados. No le extrañaba que fuera así, pues su desmedida agresividad era suficiente para ahuyentar a cualquier ser vivo. Pese a sus grandes ojos, sabía que la vista no era su fuerte. En sus días como aprendiz en la escuela de Bubbleville, le habían enseñado que tenían una gran capacidad para detectar el movimiento bajo el agua y que eran muy rápidos de movimientos. Gracias a las membranas que poseían entre los dedos, podían nadar a gran velocidad. ¡Y qué decir de esos dientes! Cuando atrapaban una presa, jamás se decidían a soltarla.

La burbuja golpeó contra el lecho del lago y rodó unos metros hasta detenerse. Fue entonces cuando Merrill reaccionó. Cada vez había más pokis abrazados al vehículo y le resultaba imposible no prestarles atención. Era tal la ansiedad que corría por sus venas, que había olvidado que estaría a salvo mientras se mantuviese en su interior, pues la estructura de la burbuja era irrompible. Fue al sentir el impacto con el limo del fondo cuando recordó la particularidad del hechizo Bubblelap: el vehículo era irrompible.

Más animado, recuperó la concentración e hizo que la pompa flotase de nuevo. No obstante, había tal cantidad de pokis acumulados en el exterior que le impedían ver cualquier cosa que no fuesen unos ojos saltones o una panza escamosa. Decidió que imprimiría un poco de velocidad al vehículo para ver si así se desprendían algunas criaturas pero, desgraciadamente, no tuvo tiempo de poner su idea en práctica.

Fue tal el golpazo que recibió, que perdió el sentido de la orientación al instante. Sintió que la burbuja se desplazaba a gran velocidad por el fondo del lago, pero sin control alguno. Por supuesto, cualquier rastro de los pokis se perdió merced al impacto que acababa de recibir. Merrill se preguntaba qué había podido suceder cuando un nuevo porrazo lo mandó al suelo sin contemplaciones.

Si no había tenido bastante con el susto que se había llevado al encontrarse el primer poki aferrado a su burbuja, la criatura que se le venía encima superaba cualquier emoción. Lo primero que le impresionó fue su descomunal tamaño, que parecía crecer por segundos. A primera vista, podía alcanzar los cinco metros de longitud, aunque seguro que se quedaba corto. Tenía un cuerpo ancho, cuatro grandes aletas a modo de extremidades y una cola de reducidas dimensiones. En comparación con su tamaño, la cabeza era más bien pequeña. Pese a todo, prefería no pararse a pensar en cómo sería la boca de un animal de semejante tamaño.

—¡El Monstruo del Lago Ness! —bramó, no exento de pavor—. Por el Oráculo… ¡estoy perdido!

Merrill no pudo ocultar el terror de su rostro al ver que la criatura se inclinaba ligeramente y meneaba su cola para volver a golpear con todas sus fuerzas la burbuja. El nuevo impacto estuvo a punto de hacer que el estómago de Merrill se le saliese por la boca. Sintió cómo su cabeza le daba mil vueltas al tiempo que la pompa dejaba atrás a la criatura, cuando sus ojos se toparon con su hermano gemelo. ¡Había dos criaturas de ésas! ¡Dos monstruos en lugar de uno!

Y lo que era peor de todo… ¡lo vapuleaban de un lado a otro como si fuera un juguete!

Al ver venir un nuevo coletazo, Merrill gritó con todas sus fuerzas. De poco o nada le sirvió, porque volvió a ser pataleado igual que un balón de playa. Sin embargo, unos segundos después se oyó un chillido ultrasónico que le puso los pelos como escarpias. ¿Qué había sido eso? ¿Acaso esas dos criaturas no eran los únicos monstruos que habitaban en el lago Ness? ¿Podía existir algo peor?

El joven comenzó a sudar. Temblaba del miedo. Aun así, hizo acopio de toda la concentración de la que fue capaz y evitó el nuevo coletazo que se le venía encima. Con gran esfuerzo había conseguido hacerse con el control de la burbuja y, en el último instante, desvió su trayectoria de la cola de la criatura. Inmediatamente después, trató de infundirle la mayor velocidad posible al ver que las dos bestias se lanzaban a por él.

—¡Vamos! ¡Vamos! —se alentó.

Apenas tenía tiempo para fijarse en las aguas que surcaba. La oscuridad reinaba a su alrededor y la luz que emitía la burbuja apenas si lograba dibujar borrosas siluetas a su paso. Navegaba prácticamente a ciegas con el único deseo de dejar atrás a sus insistentes perseguidores. En aquel instante, el tesoro del lago le importaba un comino. Sólo quería salir de allí, con vida a ser posible. Miraba esporádicamente a sus espaldas y se desesperaba al comprobar que no lograba distanciarse de los dos monstruos.

Y entonces vio la luz.

Pese a la opacidad de las aguas, se podía percibir aquel destello de luz que procedía de la vertiente derecha. Con su resplandor dibujaba a duras penas la entrada a una caverna submarina y el interés le volvió súbitamente. Lo tenía tan cerca… ¿Se escondería allí el famoso tesoro de la leyenda? ¿Era aquella la luz de la que tan a menudo hablaban los habitantes de Underness en El Cangrejo Ermitaño? ¿Acaso tendrían razón Liam y los demás en sus suposiciones?

Comenzaron a surgirle tantas preguntas en su mente que estuvo a punto de estamparse con la masa de carne que venía de frente.

—¡Oh, no! ¡Otro más no! —suspiró.

Huyendo como buenamente podía de los dos cuellilargos que le perseguían, apenas tuvo reflejos suficientes para no chocar contra la gigantesca panza de la que debía de ser la madre de ambas criaturas. Como mínimo, mediría dos o tres metros más que sus cachorros. Ciertamente abrumaba sólo con su presencia.

Por fortuna para él, gracias a su habilidad como navegante, logró esquivar al terrorífico monstruo. Suspiró aliviado y la burbuja volvió a quedar envuelta por las oscuras aguas. Se sentía afortunado por haber superado el peligro y volvió a concentrarse en la luz que surgía del fondo del lago, cuando de pronto la burbuja se frenó en seco. Merrill estuvo a punto de desmayarse del susto.

Pensaba que había dejado atrás el peligro. Pero aquello no había sido más que una ilusión. La realidad fue que, al pasar rozando las aletas de la madre de los cuellilargos, ésta se había vuelto, proyectando el larguísimo cuello en su dirección. Sus mandíbulas capturaron la burbuja con la fuerza de dos tenazas y el elemental, al ver la magnitud de los dientes que lo apresaban, sintió que sus fuerzas se desvanecían y su vista se volvió borrosa. Al principio no llegó a perder totalmente la consciencia, pero se desplomó como si sus piernas se hubiesen transformado en gelatina.

¿Sería capaz el monstruo de engullir sin más la burbuja, sin preocuparse de lo que había en su interior? ¿La llevaría a la guarida y trataría de despedazarla allí? ¿La utilizaría para alimentar a sus crías, como sucedía con otros muchos animales? ¿Qué sería de él? Ya nada le importaba. Jamás lograría salir del lago Ness con vida ni volvería a ver las hermosas callejuelas de Underness. De alguna manera, sabía que su vida había llegado a su fin.

Entonces sí se desmayó.

Cuando Merrill McPump abrió los ojos de nuevo, unos destellos de luz le hicieron parpadear. Aún se encontraba bajo la protección del hechizo Bubblelap, pero no era la iluminación de la burbuja la que le deslumbraba. Venía del exterior o, mejor dicho, del interior de la gruta en la que había ido a parar,

—¿Dónde estoy? —se preguntó el elemental, volviendo a tres parpadear por la incredulidad.

Se enderezó ligeramente y se percató de que la burbuja no se encontraba sumergida, sino a escasos metros de un extraño remanso

de agua. Aunque tenía los ojos llorosos, podía distinguir con claridad los afilados picos de roca y el suelo pedregoso que descansaba bajo sus pies. La orilla se hallaba a un par de metros a sus espaldas. Pero lo que más le llamó la atención fue esa fantasmagórica luz que se filtraba por la única oquedad que tenía a su alcance, allí, entre las rocas de la caverna.

Se levantó, no sin cierto temor por si los monstruos aún andaban cerca y se abalanzaban sobre él. Después de lo que acababa de vivir, tanta tranquilidad no podía significar nada bueno. Por cierto, ¿cuánto tiempo había permanecido sin sentido en aquel lugar? Daba igual. Por el momento había salvado el pellejo y lo que necesitaba era salir cuanto antes de allí.

Estaba a punto de tirarse al agua sin más y buscar el conducto que le permitiese retornar a Underness cuando recordó por qué se encontraba en semejante situación: la búsqueda del supuesto tesoro que se escondía en las profundidades del lago Ness. Al instante se fijó de nuevo en ese extraño brillo azulado que asomaba por la boca de aquella gruta. ¿Y si daba la casualidad de que estaba allí detrás? Por echar un vistazo no iba a perder nada… ¿o sí?

Desprenderse de la burbuja no fue una decisión fácil. Si necesitase huir a toda prisa, ¿le daría tiempo de crear una nueva? Al final, amparado por esa enervante tranquilidad y por el hecho de que llevaba un buen puñado de horas encerrado en aquella pompa, decidió deshacer el claustrofóbico hechizo. Verse despojado de la protección de la burbuja le dio una sensación de falsa libertad. Su sentido del olfato no tardó en percibir un olor acre, rancio. Sin lugar a dudas, aquel aire no había sido renovado desde hacía mucho tiempo.

«Una razón más para abandonar este lugar de inmediato…», suspiró para sus adentros, poniéndose en pie.

Sintió un escalofrío al dar el primer paso. Las piedras que había bajo sus pies chillaron en señal de protesta y el ruido se transmitió por toda la caverna a gran velocidad. Afortunadamente debió de pasar inadvertido para los monstruos, pues nada extraño sucedió y la calma persistió a su alrededor. Quizá por eso, los sucesivos pasos los dio con más confianza, aproximándose siempre con cautela a la grieta de la que provenía la luz.

Pegó su cuerpo a la pared de roca, a escasos centímetros de la gruta. Cualquier precaución le parecía poca. Aún cabía la posibilidad de que alguno de los monstruos estuviese dentro protegiendo el codiciado tesoro. Respiró hondo. Aunque estaba asustado, le picaba la curiosidad. Por eso, con mucho tiento, fue asomando la cabeza poco a poco. No le cabía la menor duda de que había algo que brillaba a pocos metros de distancia. ¿Qué podía emitir tanta luz en una gruta prácticamente inalcanzable para los elementales? ¿Acaso sería algún tipo de criatura?

No tardó en averiguarlo y lo que vio lo dejó poco menos que estupefacto. Suspiró aliviado, pues ninguno de los monstruos aguardaba en su interior con los colmillos afilados dispuesto a atacarle si osaba adentrarse allí. Tampoco se encontró con una criatura luminiscente que iluminara la estancia. No. Lo que contemplaron sus ojos resultaba difícilmente descriptible.

Ante él se abría una cavidad de reducidas dimensiones y escasa profundidad. A ojo de buen cubero, no alcanzaría los tres metros y medio de altura en su punto más elevado. Unas hermosas formas cristalinas de color violáceo vestían la totalidad de las paredes. ¡Era amatista! Y en el centro de la cueva, sobre una curiosa repisa formada con el mismo mineral del que estaba recubierta la estancia, yacía una hermosa piedra que emitía un potente brillo azulado. Por unos instantes, Merrill McPump llegó a confundirla con un huevo. ¿Acaso sería un huevo del Monstruo del Lago Ness? ¿Lo habría puesto la madre de esas enormes criaturas que lo habían zarandeado con anterioridad?

No tardó en desechar tal idea. En primer lugar, porque probablemente estaría hablando de un mamífero y, además, le parecía demasiado pequeño. Por otra parte, nunca había oído hablar de huevos luminiscentes. Claro que, bien pensado, las piedras que brillaban con luz propia tampoco eran frecuentes en el mundo elemental y, mucho menos, en las inmediaciones de Underness. No obstante, aquel objeto llamaba poderosamente su atención. No pudo evitar aproximarse hasta él y llevar su mano temblorosa hasta la fría superficie cristalina.

Justo cuando sus dedos se disponían a aferrar la misteriosa piedra, un estruendoso rugido hizo vibrar las entrañas de la cueva y heló la sangre del elemental. ¡Lo habían descubierto! Desconocía si sería la madre o una de sus dos crías, pero se había quedado igualmente aterrado. Uno de los monstruos del lago Ness acababa de percatarse de que su prisionero se había dado a la fuga.

Instintivamente, Merrill agarró la piedra y estuvo a punto de llevársela al bolsillo interior de su túnica. Se arrepintió en el último instante, al comprender que se quedaría sumido en una completa oscuridad. Tenía que salir de allí cuanto antes y no lo podría hacer si quedaba totalmente cegado. Al amparo de la luz emitida por la piedra, debía alcanzar la orilla y generar una nueva burbuja que le permitiese sumergirse en las oscuras y siniestras aguas del lago Ness.

Sus planes se fueron al traste tan pronto asomó la cabeza por la boca de la gruta. El gigantesco monstruo acababa de alcanzar la orilla y torpemente trataba de apartar su corpachón del agua. Quedaba claro que la criatura no se sentía cómoda fuera de su elemento y que tener aletas en lugar de patas mermaba notablemente su capacidad locomotriz en la superficie pedregosa. Aún así, el monstruo se las apañaba para avanzar y lo hacía mucho más rápido de lo que le convenía al joven elemental.

McPump se había quedado paralizado, con el rostro desencajado, contemplando cómo la bestia hacía denodados esfuerzos por salir del agua. Unos metros más allá, las aguas se removieron. Las crías acudían a la llamada de la madre.

«Serénate, Merrill, serénate», se dijo para sus adentros, respirando hondo un par de veces y tratando de oxigenar su cerebro.

El elemental asomó de nuevo la cabeza. Las crías acababan de llegar a la orilla, mientras su madre avanzaba torpemente hacia donde se encontraba la burbuja. Pegaba la cabeza al suelo, como si tratase de buscar algún tipo de rastro que la condujese hasta su víctima. Merrill se alegró al comprobar que su paso era aún más torpe una vez fuera del agua y que, fuera a donde fuese, sus crías la seguían a pies juntillas.

Sonrió, ligeramente aliviado. Sabía lo que tenía que hacer.

En cuanto los dos pequeños monstruos posaron su panza sobre las piedras y comenzaron a desplazarse sobre sus aletas, Merrill salió de su escondite a la carrera. Disponía de muy poco tiempo.

En apenas cuatro zancadas, alcanzó la orilla ante el rostro de sorpresa de la ciclópea criatura, que se vio deslumbrada por el potente efecto de la piedra. Ciertamente, no esperaba que su prisionero surgiese de la nada a tanta velocidad. Esos segundos que tardó en reaccionar fueron los que empleó el elemental en llevar sus manos al agua y generar la pompa que debía sacarle de allí cuanto antes. Con sus labios sujetando la piedra, Merrill vio cómo la pompa comenzaba a crecer de inmediato. Le ponía de los nervios oír el crujir de los guijarros a sus espaldas, pero no tenía tiempo para mirar. El ruido sonaba ligeramente distante y el hechizo Bubblelap casi había alcanzado el tamaño deseado.

Fueron unas décimas de segundo las que salvaron al joven. Dio por bueno el tamaño de su burbuja y, justo en el momento en el que daba el paso hacia su interior, el Monstruo del Lago Ness lanzó una dentellada fatal que rebotó sobre la mampara protectora.

En esta ocasión, Merrill McPump no tuvo tiempo para desmayarse. Estaba tan desesperado por abandonar aquel inhóspito lugar y regresar a Underness, que se lanzó al agua de un brinco. Sintió verdadero alivio al verse sumergido entre tanta burbujita iluminada por el brillo del vehículo. Percibió la zambullida de sus perseguidores a sus espaldas, no derrochó más tiempo e imprimió el máximo de velocidad que le fue posible.

La burbuja se perdió en las inescrutables aguas negras y, pese a los esfuerzos de los monstruos por darle caza, no volverían a saber nunca más de la valiosa piedra que hasta entonces habían guardado celosamente en la gruta revestida de amatista.

El regreso a Underness fue un poco más complicado de lo esperado. Habían sido tantas las experiencias vividas en el viaje de ida, que al abandonar el refugio del Monstruo del Lago Ness se sintió completamente desorientado. Envuelto en tanta oscuridad, la luz que emitía el hechizo Bubblelap al desplazarse no le fue de mucha utilidad. Al contrario, atrajo la atención del enorme monstruo y sus crías de tal manera que más bien le dificultó su huida. En más de una ocasión hubo de zafarse de sus embestidas.

Aunque resulte paradójico, la aparición en escena de los pokis fue su salvación. Gracias a ellos, McPump intuyó que se acercaba al túnel que conducía al corazón de su hogar. Por si fuera poco, los pequeños seres se abalanzaron con valentía sobre sus perseguidores, dificultándoles el paso y la visibilidad hasta que al final los perdió de vista. A partir de ahí, tardó algo más de un cuarto de hora en alcanzar la mampara protectora que daba al conducto tan temido por los habitantes de la villa elemental.

Ya en tierra firme y tras desprenderse de la burbuja, Merrill McPump se arrodilló y besó el suelo, dando gracias por haber vuelto sano y salvo al lugar que lo viera nacer. Además, llevaba consigo una piedra tan insólita que haría que a sus amigos les corroyese la envidia. Se lo tenían bien merecido.

Silbando con alegría y al amparo de la luz que emitía su maravilloso trofeo, caminó por el túnel dispuesto a regodearse ante sus amigos en El Cangrejo Ermitaño. A decir verdad, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido «desde que abandonó la taberna totalmente compungido. ¿Un par de horas? ¿Muchas horas? ¿Y si había pasado más de un día? Teniendo en cuenta que había quedado inconsciente, era imposible saberlo con exactitud.

Cuando la inmensidad de la cueva que albergaba la villa de Underness se abrió ante sí, el joven dedujo que era de noche. Así lo delataban la iluminación de los farolitos de callejuelas y viviendas. Además, el sol artificial de la ciudad no iluminaba la gruta.

—Después de todo, he debido de pasar al menos veinticuatro horas en el lago Ness… ¡a solas! —murmuró el joven, haciendo sus cuentas. Se sentía todo un héroe.

Se decía pronto. Un día completo alejado de todo cuanto amaba y conocía. Había vivido una aventura inolvidable, enfrentándose a criaturas de una talla tan descomunal como el tiburón soñoliento gigante o, por qué no, el kraken. Al fin y al cabo, ¿quién sabía qué tamaño tenían los monstruos del lago Ness?

Cuando McPump hizo acto de presencia en El Cangrejo ermitaño, sus amigos lo contemplaron boquiabiertos al verlo aparecer por la puerta de la tasca. No esperaban encontrárselo tan pronto y lo primero que pensaron fue que se había acobardado. Sin embargo, cambiaron radicalmente de opinión al ver que en su mano derecha sostenía orgulloso una pieza del preciado tesoro del monstruo. En realidad, se trataba de la única pieza, como les confirmó el joven héroe. Caminó con paso decidido hasta su mesa y, tras pedir algo para beber, comenzó a narrar su particular aventura. A sus amigos se les puso la carne de gallina al oír la espeluznante historia y cómo Merrill había salido al paso de tan peligrosas criaturas. Qué más daba si exageraba un poquitín, pensó, pues no había testigos de su proeza y, desde luego, nadie se iba a molestar en comprobarlo. Después de su relato, nadie se atrevería…

La hazaña de Merrill McPump no tardó en llegar a oídos de los habitantes de Underness y las localidades submarinas más próximas —Cliffbourgh y Lagoonoly especialmente—. Si bien es cierto que entre las lugareñas el joven aventurero fue considerado un valiente héroe, en otras personas se despertaron ciertos sentimientos de codicia y envidia al contemplar la pieza que aquel joven había logrado sustraer de la gruta del monstruo. Los chismorreos y cuchicheos se sucedieron a sus espaldas allá por donde Merrill pasó. De hecho, fue tal el ansia que despertó en algunos vecinos poseer una piedra mágica que brillara con luz propia, que un buen día le fue arrebatada mientras dormía.

Merrill jamás volvió a saber de ella.

A pesar de todo, aquella piedra no resultó un buen botín para el ladrón. Quienquiera que la hubiese robado, tampoco sabía muy bien qué hacer con ella. Todos los habitantes de Underness sabían de su existencia y rápidamente podía ser identificado como el que la había sisado. Lo que sí es cierto es que, de la noche a la mañana, la gente perdió el interés por Merrill McPump. El joven había pasado a un segundo plano y la envidia recayó sobre aquel que había sido capaz de sustraerle la piedra. Precisamente por eso, porque era un bien tan llamativo como codiciado, no podía venderse así como así, y el ladrón no tuvo más remedio que soltarla a un precio ridículo en el mercado vecino de Lagoonoly, en uno de esos trapícheos que se realizan tras una cortina de felpa lejos de las miradas de los curiosos.

Y allí permaneció la piedra hasta que un buen día pasó por aquel mercado un comerciante ambicioso. Aquel gnomo sin escrúpulos, Odrik el Chupasangre, se hizo con la piedra por una cantidad irrisoria. Lo cierto es que, en parte, la tomó como cobro de una deuda pendiente.

Y se la llevó muy, muy lejos de allí.