EL golpeteo de las ruedas de la dresina. El murmullo del motor. Una ciudad gris emerge de la niebla.
San Petersburgo.
Tierra del agua fría.
Y de la tierra fría.
Tierra fría.
Tierra fría.
—¿Insiste usted en afirmar que estuvo en la central nuclear de Leningrado?
La cegadora luz se le metía en los ojos. Le habían pegado una lámina transparente encima de éstos. Iván apartaba la cabeza, pero no podía escapar de la luz.
—Sí.
—¿Y afirma usted que la vida en la superficie es posible? —siguió diciendo la misma voz.
La luz era un tormento. Iván empezó a agitarse. Las cadenas no le dejaban ningún margen de movimiento. No, nada de cadenas. Cinta adhesiva.
Una vez más, se esforzó por moverse, pero no le sirvió de nada. La cinta adhesiva no se puede estirar.
«La cinta adhesiva es un gran invento, ¿verdad que sí?»
—No. Yo no he dicho eso.
—Pero, ¿en la central nuclear viven seres humanos?
Fyodor Bakhmetyev: «Es y será siempre hijo mío.»
—Sí.
Unos días más tarde, Iván respondió a la pregunta «¿Estuvo usted en la central nuclear de Leningrado?» con un «no» y lo dejaron libre.
Por primera vez, le dieron incluso papeles, ropa y cartuchos.
Iván estaba de pie en el andén y no sabía qué tenía que hacer. Oyó ruido de máquinas. La gente iba atareada de un lado a otro. Olía a hojalata calentada. Entonces lo vio claro: se encontraba en la Technoloshka.
—¿Vanya? —dijo alguien a sus espaldas—. ¿Cómo está usted?
Iván se volvió. Era el profesor Vodyanik. En persona.
El profesor le permitió que se quedara en su casa y le dio de comer.
—Y ahora cuéntemelo todo —dijo.
Iván se encogió de hombros, y a continuación se lo contó todo. Los hechos tal como eran. Quién. Dónde. Qué. Por qué.
—Así son los tiempos que corren —comentó el profesor, pensativo, tras haber oído la historia de la muerte de Krassin—. Nosotros mismos elegimos quiénes somos. Sólo en el metro es posible que alguien que abandonó los estudios se presente como profesor, doctor, o incluso corifeo de la ciencia. Y que los demás se lo crean.
—¿De quién habla usted, profesor? —preguntó Iván, extrañado—. ¿Qué quiere decir?
—Sólo aquí, en el metro, es posible que un fracasado, un hombre a quien echaron de la Escuela de la Marina durante su primer año, por borracho y por mal estudiante, capitanee un submarino. Con competencia, hay que reconocérselo. Y que luego muera en su puesto como un verdadero oficial de navío. El metro es un buen lugar para fracasados. Para héroes fracasados.
Iván reflexionó.
—Quizá tenga usted razón, profesor. Quizá.
El digger contempló a Vodyanik. Mientras ellos emprendían el viaje a la central nuclear de Leningrado, el profesor había envejecido a ojos vista. Los mechones blancos se habían vuelto muy visibles en su barba tupida y negra. Tenía las sienes canosas. La cara, enflaquecida y flácida.
—¿Va a regresar usted a la Vaska?—preguntó Iván.
—Eh… no —respondió el profesor con cara de culpable—. Me han ofrecido un puesto en este lugar. Aquí, en la Technoloshka. ¿Sabe usted, Vanya? Yo… siempre había soñado con esto.
—Lo entiendo —contestó Iván.
—No le olvidaré jamás… —dijo Vodyanik con voz entrecortada, y luego enmudeció.
Se le humedecieron los ojos. Unas pocas lágrimas le relucieron en la barba.
—Sí. —Iván le dio la mano—. Que le vaya a usted bien, profesor. Quizá volvamos a vernos algún día.
El Muro del Recuerdo estaba hecho de placas de metal sobre las que se habían escrito los nombres de los muertos y los caídos.
En el suelo, al pie del muro, había vasos y jarras con aguardiente malo. Las habían cubierto con galletas duras. Ardían unas pocas velas. Emitían una luz cálida y desprendían un olor a parafina caliente.
—Se va a casar —dijo Sonis.
Iván mantenía una cierta distancia, como si no se conocieran. Mientras estuviese allí, en el territorio de la Alianza, prefería pasar inadvertido.
Sonis no había cambiado en nada desde la última vez que se habían visto. Era igual de bajito, descarado y parlanchín. Siempre había sido duro por dentro. Si no, no habría logrado hacerse digger.
Como telón de fondo, el ajetreo de la Nevski prospekt. Iván sintió un temblor en las mejillas. La noticia no era inesperada.
—¿Qué más tendría que saber?
Sonis se encogió de hombros. Sus ojos astutos miraban bajo su mata de cabello pelirrojo y rizado. Ojos de tirador de precisión.
—La Mayakovskaya se encuentra todavía bajo el control de la Alianza, la Ploshchad Vosstaniya se va a independizar dentro de poco. Si hasta se rumorea que Ahmed va a recuperar el trono. Pero como monarca constitucional. ¿Te sorprende? A mí no. Si me lo preguntas a mí, no…
—¿Y qué otras noticias hay? —le interrumpió Iván.
—Ahora la Vassileostrovskaya tiene electricidad. Y sin restricciones. Qué historia más curiosa. Dicen que lo han conseguido gracias al nuevo comandante. No estoy seguro.
—¿Y quién es ése? —preguntó Iván—. ¿El nuevo comandante?
—Tu viejo amigo Sasonov. Se lo sabe montar bien, ¿verdad que sí?
Iván le lanzó una mirada interrogadora a Sonis.
—No pareces muy entusiasta.
—Sasonov no me ha gustado nunca —confesó Sonis—. No sé por qué. La verdad es que no lo aguanto.
Iván señaló al muro con un movimiento de cabeza.
—¿Y él?
—Hace mucho tiempo que le da todo igual —respondió Sonis, y se marchó.
Crujido de tela.
En cuanto el digger se hubo marchado, Iván levantó los ojos. Del muro colgaba un pequeño cartel blanco en el que estaba escrito: «Alexander Shakilov.» «Hasta siempre, amigo mío.»
Iván dio una vuelta por la estación.
—¿Quieres ver una de dibujos animados? —preguntó un hombrecillo con voz débil.
—¿Una qué? —en un primer momento, Iván no lo entendió.
—Una de dibujos animados. Una nueva. Sólo para los buenos clientes. Polvo violeta. No es muy barata. Pero merece la pena. La hicieron en la Vaska. Va a ser el mejor viaje de tu vida, de verdad.
De la Vaska. Iván se quedó de piedra. Los puños se le cerraron solos.
Polvo violeta. Se ha acabado en esto.
—¿Dónde has dicho? —preguntó al hombre, y lo agarró por el cuello de la camisa.
Vio el miedo en sus ojos y lo soltó.
«¡Iván! ¡No!»
Lo apartaron del camello entre tres. Luego le dieron una paliza. Iván sintió que se le partían las costillas del costado derecho. Lo metieron en una habitación y lo arrojaron sobre un camastro. Estiró el cuerpo y se volvió hacia la pared.
«Estoy muerto», pensó Iván.
El skinhead agarra el aparato con la mano y mira la pantalla.
—Tom Waits —lee en voz alta el Überführer—. Es verdad, había un cantante que se llamaba así.
—Blues —dice Kosolapy. El reproductor de CD es suyo.
—Sí, blues.
El Überführer y Kosolapy asienten a la vez.
«Yo ya sabía que se llevarían bien —piensa Iván, ensimismado—. Qué lástima que no llegaran a conocerse.»
Kosolapy toma la cajita blanca y aprieta un botón. Empieza la música. La familiar voz rasgada canta sobre un sábado por la noche y sobre la luz cálida en la terraza de un café. Y sobre una guapa camarera, el único motivo por el que ha merecido la pena quedarse en el deplorable local. Adiós. Es hora de ir a coger el autobús.
—Vivir en San Petersburgo y no escuchar blues era como vivir en Tula y no comer pan de jengibre. O… —Kosolapy se lo piensa—. Como vivir en Tula y no tener un samovar.[33]
—Exacto. O como para una mujer vivir en Ivanovo y no ser virgen.[34] Has empezado tú con las comparaciones… lo que corresponde en cada caso…
—O como vivir en Tula y no guardar un Kalashnikov en el armario.
—¡El pan de jengibre es una comida de maricas! —dijo el Überführer.
—¡Y el Kalashnikov es un arma para machos que no lo son! —Kosolapy reflexiona y chasquea los dedos—. ¿Quién es el presidente? ¡Putin, por supuesto!
—Y qué más da —responde el Überführer, con la frente arrugada—. A ése ya no hay gallo que le cante en San Petersburgo.
—Tíos, que me ponéis nervioso —dice Iván—. Dejadme dormir de una vez.
Le da puñetazos a la almohada y hunde la cara en ella. De pronto, un escalofrío gélido recorre su cuerpo. ¿Y si ahora me despierto y me encuentro con que no están? Pero Iván se obstina en quedarse echado. La almohada es áspera al tacto y huele a sudor viejo.
—¿Qué le ocurre a ése? —pregunta el Überführer.
—Ah, ese tío ha sido siempre así —Kosolapy bosteza de buena gana—. Pasa de él. ¿Has escuchado la canción?
—Sí, es genial —dice la voz del Überführer.
—Mira. Escucha la siguiente…
«Qué fanático, joder», piensa Iván, y no puede evitar una sonrisa. Ahora la almohada está mojada. Huele a humedad y a holgura.
—¿Podrías proporcionarme un arma? —preguntó Iván.
Sonis sonrió.
—Lógico. ¿Qué querrías?
En el centro de mantenimiento reinaba siempre esa penumbra húmeda en la que se abría paso la luz amarilla de la lámpara de carburo. El trapo blanco colgaba todavía del palo de bandera oxidado. Sin embargo, algo había cambiado. Iván había cambiado.
Al oír sus pasos, el tío Yevpat apartó los ojos del libro. Sus gafas relucieron.
—¿Has vuelto? —preguntó con voz lapidaria, como si Iván hubiera salido tan sólo unos minutos a pasear.
El tío Yevpat tenía las mejillas chupadas y la frente arrugada. Parecía viejísimo.
—Sí. Hola, tío Yevpat. ¿Cómo estás?
Iván se sentó.
—He oído lo de Tanya —dijo Yevpat—. ¿Piensas que alguien te ha traicionado?
—Nadie ha traicionado a nadie —respondió Iván—. Simplemente, he tardado demasiado en regresar.
«Nadie ha traicionado a nadie», pensaba Tanya.
«La cosa fue así. Los hombres se marcharon.
»El conejillo de Indias gimotea cuando tiene hambre. O cuando quiere que le presten atención. Los hombres son criaturas primitivas. Por eso tienen brazos fuertes. Brazos de hombre. Es asombroso.»
Tanya sintió deseos de quedarse sentada y divertirse con la paradoja: que los hombres —basta con mirar a uno cualquiera— tengan brazos de hombre. Era como si se hallaran ante sus ojos: brazos fuertes, cubiertos de vello oscuro. No son lisos y suaves, sino que parecen hechos con acero en bruto. Las venas les sobresalen de la muñeca. Iván había tenido unos brazos como ésos.
«Tan sólo cuando te toma en sus brazos te das cuenta de lo fuerte que es. Increíblemente fuerte. Será que el material es distinto. Una mujer no es mucho más pequeña, pero a duras penas puede soñar con tener una fuerza como ésa…
»Sobre todo cuando la necesita con urgencia.»
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Tanya. Sasonov acababa de marcharse.
Iván había tenido dos amigos, sus mejores amigos. El primero de ellos estaba tullido y el segundo se había vuelto un ladrón.
Pasha había estado enamorado de ella desde el principio. Tanya lo había notado. Pero no le había dado importancia. Se había guardado todos los pensamientos que tuviera al respecto en un almacén, en un trastero olvidado en el que nadie entraba. Pasha había estado enamorado de ella, pero nada más. Había sido amigo de Iván, cuando Iván aún vivía. Cuando Iván era de Tanya.
Y no un héroe, asesino y psicópata semilegendario.
Volvió la cabeza y contempló la reja de la puerta.
Al cabo de poco rato, se oiría el ruido de los cerrojos y el chirrido de las bisagras sin engrasar. Pasha entraría. Acompañado por el rumor de las ruedas. Summ, summ, summ.
Cuando regresó después de los acontecimientos de la Vosstaniya, a duras penas lo había reconocido. Pasha se había transformado. Se había vuelto introvertido, odioso y malvado. Se comportaba con grosería, y a veces era evidente que quería herirla. Como si hubiera sido culpa suya que Iván ya no viviera y que Pasha sí siguiera con vida, pero ya no pudiera caminar. Ese día lo habían herido y desde entonces se movía en silla de ruedas. Y se castigaba a sí mismo (¡y la castigaba a ella!) por no haber estado aquel día junto a Iván.
Tanya había querido recobrar la amistad. Charlar de manera normal. Sentarse juntos, sin más. Pero ya no le funcionaba. Una y otra vez, Pasha le soltaba groserías, y una y otra vez se peleaban. Tanya suspiró.
—¿Qué se le ha perdido aquí a ese… a ese tío? —Sasonov no llamaba nunca a Pasha por su nombre.
Tanya se encogía de hombros. No podía prohibirle que viniera. Sobre todo en un momento como ése, inmediatamente antes de la boda.
De hecho, no sabía cómo podía librarse de Sasonov, por lo menos durante algún tiempo. Sasonov la atemorizaba.
Porque en los ojos grises y gélidos de Sasonov, Tanya había visto a una bestia hambrienta.
Bolitas de plástico relucientes danzaban dentro de la bola de cristal. Lentos y graciosos, descendían los copos de nieve. Se posaban sobre el claro nevado, sobre los minúsculos abetos y sobre el techo de la casita también nevado.
Sasonov agitó la bola una vez más y dentro de ésta volvió a nevar. Habría tenido que ser el regalo de bodas de Iván para su novia. Pero no lo sería.
«Porque yo me puse entre ambos», pensó Sasonov.
«Fue muy sencillo.
»Me he adueñado de su cuadrilla de diggers.
»De su vida y su estación.
»Le he arrebatado, incluso, esta ridícula bola de cristal.
»Y ahora me voy a quedar con su mujer.
»¿Qué te parece, Iván?
»Todo lo que en otro tiempo fue tuyo ha pasado a ser mío.
»O lo será, tarde o temprano.»
Por supuesto que había tenido que contar siempre con la posibilidad de que algún día Iván no regresara. No se sabe nunca lo que puede suceder con un digger. La ciudad vacía, allí en lo alto, había sido su amada. Aunque pueda parecer absurdo, Tanya había llegado a sentir celos de las calles heladas a lo largo del río, de los pretiles de piedra y los leones de granito que tan sólo había visto en ilustraciones. La superficie había sido siempre la rival de Tanya. Una rival que era mayor y más inteligente que ella. Que no tenía ninguna necesidad de pretender a Iván, ni de atraerle. De una manera u otra, Iván regresaba siempre con ella.
«Iván, Iván…»
No volvería jamás, ni se apoyaría en las jaulas donde los conejillos de Indias correteaban y gimoteaban. No volvería a preguntarle a Boris: «Eh, comilón, ¿todavía no te has ido al otro barrio?»
El comilón tenía la vida solucionada.
Tanya contempló la caja de plástico blanco donde estaba escrito: «Grill de cuarzo.» Boris resollaba y hozaba entre las virutas. Al anunciarse el bloqueo, había estado a punto de terminar en la sartén, pero Tanya lo había impedido.
Había luchado por el derecho de Boris a ser el último.
«Me lo habéis quitado todo. Dejadme a Boris, por lo menos.»
Tanya anduvo entre las hileras de cajas. Llevaba en la mano una olla que había preparado con restos de la comida que consumían los humanos: setas, tallos de plantas, algas y demás. Un caldo humeante. Durante la época del bloqueo, la vida se había vuelto mucho más difícil.
Iván había muerto.
Se había marchado al otro barrio.
En cierta manera, Tanya se había acostumbrado ya a la idea. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, Tanya era de hierro. Dura como el acero.
El Señor de los Túneles había callado obstinadamente en las tinieblas y había tenido a punto su árbol de tubos con la corona herrumbrosa. A punto para un nuevo sacrificio.
Y las cintas de colores habían crujido al viento.
«No va a regresar. Jamás.»
Pero luego había sabido que Iván aún vivía. Que había querido matar a alguien en la Nevski, por el motivo que fuera. Que era un asesino y un loco, y que no lo habían proclamado asesino y loco por respeto para con los caídos. Que había regresado a la vida y que lo habían castigado con toda severidad por sus crímenes.
Estupendo, ¿no?
Tanya tenía la extraña sensación de que le habría bastado con volverse y lo habría visto en el pasillo, inclinado sobre las jaulas, con su sonrisa burlona en el rostro.
Labios agrietados. Brazos fuertes.
E irradiaría paz. Tanya se iba a volver de un momento a otro y lo vería.
«¿Por qué no has venido?», se preguntaba Tanya para sus adentros.
«¿Qué es lo que te lo ha impedido?
»¿Es que ya no me quieres?
»¿Acaso tu amada, allí arriba, en su desierto de piedras muertas y azotadas por el viento, no tiene nada mejor que hacer que llevarte una vez más consigo?
»Una Reina de las Nieves.[35] Eso es lo que es.
»La tierra húmeda a orillas del Neva.
»Una perra fría y celosa.»
Sasonov tenía la bola en la mano. La luz de la lámpara jugueteaba en su interior. Las huellas grasientas de sus dedos se quedaban marcadas en el cristal.
¿Qué podía haber visto Iván-Tontován en aquel juguete?
Sasonov levantó bruscamente el brazo con el que lo sostenía y lo arrojó contra un rincón. ¡Clac! Se rompió en mil pedazos. Las bolitas plateadas quedaron flotando en un pequeño charco.
«Lo mismo le sucederá a ella. A tu Tanya, Iván.»
Sasonov se puso en pie. Había llegado la hora de cambiarse. La ceremonia estaba a punto de empezar. Memov, el viejo cabrón, llegaría pronto. Sasonov sonrió con malicia. No quería que se le escapara.
—¿Quién es mi padre? —pregunta Iván—. No lo he preguntado nunca, pero…
Yevpat levanta los ojos.
—Entonces, ¿nunca te lo ha dicho nadie? Es el general Memov.
«Vas a matar a tu propio padre.» Láquesis.
Iván asiente, dando a entender que lo comprende. El estallido emocional que habría sido de esperar no se produce. Tan sólo siente un vacío interior.
—Después de que tu madre se marchara contigo, Memov te buscó —cuenta Yevpat—. Pero no te encontró, porque tu madre no quería. La ayudé. Yo era vuestro guardaespaldas, pero tú siempre me has llamado tío.
—Sí, eso fue antes. Pero ¿y ahora? —pregunta Iván—. ¿Cómo es que estás siempre conmigo?
—Podría muy bien ser que, en realidad, no estuviera. —El tío Yevpat contempla a Iván—. Podría muy bien ser que no sea yo quien habla contigo, sino tu tumor cerebral. O tal vez un viejo hematoma. Te dieron un golpe cuando eras niño, ¿te acuerdas? Por si te interesa, te diré que el coágulo de sangre que se te quedó alojado en el cerebro no se ha disuelto… te ha torturado a menudo.
—¿Qué es lo que tengo que hacer? —pregunta Iván.
—¿Te acuerdas de que en su momento viniste a verme y me preguntaste si tenías que casarte?
—Sí. Y tú me respondiste: «Cásate.»
—Exacto. —El tío Yevpat contempla a Iván con melancolía—. ¿Y si te hubiera dicho que no te casaras? ¿Qué habrías hecho entonces?
—Me habría casado igualmente.
—¿Cómo es eso? —Yevpat reacciona con estupefacción—. ¿Acaso te he dado alguna vez un mal consejo?
—No, todos han sido buenos —responde Iván.
—Pues entonces, ¿por qué no habrías seguido ése?
Iván cierra los ojos y los vuelve a abrir.
—Porque ésa es una decisión que quiero tomar yo solo. Me corresponde a mí.
El tío Yevpat lo mira severamente a los ojos.
—¿Y estás dispuesto a cargar con las consecuencias de tu decisión?
—Sí —responde Iván, tras un breve momento de duda.
—¿Con todas las consecuencias, sin peros y excusas?
Se hace una pausa. Una larga pausa.
—Sí.
—Ya eres adulto. —El tío Yevpat sonríe—. Has aprendido muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Ahora eres un hombre. Un soldado. Le prometí a tu madre que me ocuparía de ti, pero me morí. Quizá no fuera la mejor opción… regresar de esta manera. Seguramente no. Pero he estado contigo durante todos estos años. Te he acompañado en el paso de la niñez a la adolescencia. He asistido a tu cólera y tus lágrimas, tus victorias y tus derrotas. Has comprendido lo que significa la libertad. Probablemente, ésa es la última lección que te he impartido. La has hecho tuya.
—La responsabilidad por la vida de otro… ¿eso es la libertad?
Iván mira a los ojos a su tío.
—Desde luego —responde Yevpat—. La libertad no consiste en elegir entre un Kalashnikov y una escopeta. La libertad no consiste tampoco en decidir si llevarás el fusil con la mano izquierda o con la derecha. Todo eso son nimiedades que no merecen que se les preste ninguna atención. La verdadera libertad se manifiesta cuando apuntas contra un hombre y decides si morirá o vivirá.
El tío Yevpat reflexiona.
—A veces, la libertad no es más que el derecho a pegarse un tiro en la cabeza.
Iván salió del túnel y se encaramó al andén de la Vassileostrovskaya. Anduvo junto a las mesas dispuestas para la celebración. Dejó atrás caras alegres que, una tras otra, se volvían de piedra nada más verle. Se propagaba un silencio de muerte.
—Iván —susurraba alguien a sus espaldas—. Merkulov ha regresado.
Los invitados empezaban a murmurar. Y enmudecieron de pronto cuando Iván empuñó la escopeta que había llevado al hombro…
El digger miró a su alrededor. El novio y la novia estaban sentados en el centro, como correspondía. A la derecha de la novia se encontraba Pasha. A la izquierda, Katya. Eran los testigos.
El general Memov era el huésped de honor. Miraba con rabia y concentración.
Tanya estaba sentada a la mesa, pálida como un cadáver. Sasonov parecía una estatua blanca vestida con un traje negro.
Sasonov se puso en pie. Abrió la boca, como si hubiese querido decir algo.
Iván apuntó con la escopeta y tensó el gatillo. Los guardaespaldas de Memov estaban a punto de arrojarse sobre él, pero el general los detuvo con un gesto.
—¿A qué viene esto?
—Acuso a ese hombre de graves crímenes —dijo Iván en voz alta, para que todo el mucho lo oyera.
—¿De qué le acusas? —Memov se levantó de su lugar.
—Del robo del grupo electrógeno y de dos asesinatos —respondió Iván—. ¿Basta con eso?
—¿A quién crees que ha matado?
—A Efiminyuk. Y, por lo que yo sé, también a Orlov.
Memov palideció y se volvió poco a poco.
De repente, Sasonov se subió a la mesa y caminó sobre el mantel blanco en dirección a Iván. Los platos y vasos crujieron y se rompieron bajo sus pies. Ya enfrente de Iván, volvió a saltar al suelo. Se había puesto su abrigo beige incluso para la boda. Y llevaba el revólver en la pistolera.
Se hizo una pausa.
—¿Sabes lo que me ha faltado al no tenerte a ti? —preguntó Sasonov.
Iván tenía los ojos puestos en su mano. Aún no se había movido, pero en cualquier momento trataría de agarrar el revólver. No podía permitir que ese momento le pasara por alto.
—No —respondió.
—Me ha faltado la paz de espíritu. ¿Piensas que habría sido capaz de matarte?
—¿Ah, no? —Iván enarcó las cejas.
Los dos cañones de la escopeta apuntaban al pecho del que había sido su amigo.
—También lo había pensado yo. No, Iván… —Sasonov calló.
«A qué esperas —pensaba Iván—. Desenfunda de una vez el maldito revólver.»
—Tenías razón con eso que dijiste sobre mi conciencia… —prosiguió Sasonov.
—Ah, ¿de verdad?
«¡¿Cuándo va a desenfundar ese maldito?!»
—No me crees. —Sasonov negó pausadamente con la cabeza—. No importa. Ahora poco importa que me creas o no. Tenía que decírtelo. Lo siento.
Iván callaba. Vio por el rabillo del ojo a Pasha y Tanya sentados a la mesa. Pero ya le daba todo igual.
—Yo habría querido… me entiendes… —Sasonov contemplaba a Iván con una extraña mirada interrogadora—. Que todo nos hubiera ido bien.
«La libertad no consiste en elegir entre un Kalashnikov y una escopeta.»
—¿Quieres que nos enfrentemos en un duelo limpio? —dijo Iván, bajando el arma.
—Sí. —La inimitable sonrisa maligna de Sasonov apareció de pronto en su rostro. Era una sonrisa como el propio Sasonov: segura de sí misma y tranquila—. Un duelo limpio.
—¿En la Primorskaya?
—De acuerdo. —Sasonov se manoseó el abrigo, se puso bien la pistolera y enderezó la espalda—. Allí, donde destrocé el maldito grupo electrógeno. Sería una faena limpia. Podrías incluso repetir tu célebre Batooon…
En ese instante, la mano de Sasonov salió disparada.
Iván levantó la escopeta y disparó sin apuntar. Pum. El retroceso le martilleó el hombro. Sasonov se fue hacia atrás y tropezó contra la mesa. Se oía el entrechoque de vajillas. La gente gritaba. ¡Pum! El disparo del segundo cañón. Sangre. Como a cámara lenta, Sasonov se cayó de espaldas sombre la mesa. Tenía los ojos como desorbitados, atónitos. El rostro, bien proporcionado. Sin mácula. Y perplejo en extremo.
Sasonov escupió sangre.
—¿Qué ha sido eso? —Se puso a toser—. Estoy… daos prisa…
Una mancha roja tomaba forma rápidamente sobre el abrigo beige.
Iván bajó la escopeta. Los cañones humeaban. Echó una mirada a la silenciosa multitud de los reunidos y se acercó al muerto que en otro tiempo había sido amigo suyo.
—Vadim… —dijo Iván, y cerró los ojos del cadáver.
Después de la pelea con el camello de la Sennaya y del sueño con Kosolapy y el Überführer, se había pasado varias horas echado sin moverse, con los ojos vueltos hacia la pared. Así había pasado la noche.
Al llegar la mañana, se puso en pie, se lavó, se afeitó, e incluso se lavó la ropa. Mientras la ropa se secaba, trazó planes para lo que iba a hacer a continuación. Al cabo de unas pocas horas, se vistió con la camisa de marinero, los pantalones y la chaqueta. La ropa aún estaba húmeda, pero el digger se sentía preparado y no quería esperar más.
Pagó por la pernocta (tres cartuchos) y pidió desayuno. El caldo no sabía a nada, pero se lo comió hasta la última cucharada. Luego echó a caminar por el andén. Iván buscaba a unas personas muy concretas. O más bien, a unas personas muy especiales.
El nudo de estaciones Sadovaya-Sennaya-Spasskaya era un revoltijo de diferentes lenguas y nacionalidades. La Babilonia del metro.
Encontró a un joven gitano y le hizo un gesto para que se le acercara. Le puso un cartucho en la mano. A cambio, quería que el joven lo llevara con el jefe de los gitanos.
—¿Y por qué piensas que vamos a ayudarte? —preguntó este último, después de escuchar a Iván.
—Porque los ángeles os lo ruegan. —El barón se sobresaltó—. Mario Lanza —añadió Iván.
El jefe de los gitanos le lanzó una mirada interrogadora y se manoseó la barba.
—Dígale usted que Iván Gorelov estuvo aquí. Él ya entenderá.
Al cabo de pocas horas, Iván se encontraba ya en la Nevski prospekt. El digger se había puesto unas abigarradas vestiduras de gitano que dificultaban que alguien lo reconociera. Una vez allí habló con Sonis, se enteró de la boda que se preparaba y de la muerte de Shakilov.
Iván dejó que pasara un momento y luego se metió por un conducto que desembocaba en el túnel de enlace entre la Nevski y la Gostinka. Mientras unos jóvenes gitanos montaban guardia frente a la madriguera, Iván recorrió el largo pasadizo de hormigón hasta llegar a una puerta de metal gris.
«¿Unas instalaciones secretas, dice usted? Sí, podrían llamarse así.»
No había cambiado nada desde la última vez. Incluso las piedras que Iván había arrojado seguían en el mismo lugar. El ojo redondo y negro de la ametralladora instalada en el techo le observaba. Iván suspiró. Había llegado el momento decisivo. Como si de un milagro se tratara, el digger aún conservaba la tarjeta de plástico. Una especie de sexto sentido le había dicho que la escondiera durante el camino que llevaba de la Baltiskaya hacia el centro, antes de que los hombres de la Technoloshka lo detuviesen e interrogaran.
Por el motivo que fuera, había tenido esa idea.
En cierto sentido, Iván comprendía a los gasóleos. Astrólogo había muerto y su disparatada teoría sobre la central nuclear de Leningrado no interesaba a nadie. ¿Por qué iba a interesarles? Tenían corriente eléctrica.
La Technoloshka no quería cambios.
Bien pensado, nadie quiere cambios.
¿Y ahora qué? Iván hizo acopio de valor y se dirigió a la puerta metálica. El cañón de la ametralladora se puso en movimiento… Iván sostuvo la tarjeta de plástico sobre la cabeza, como un escudo. No tenía ni la más mínima idea de cómo podían funcionar los sistemas de defensa de un lugar como aquél.
¿Un cañón de microondas, dice usted?
Iván se preguntaba en qué momento habría disparado, en qué momento habría transformado al curtido digger. Enigma en un anciano ciego y excéntrico. ¿A tres pasos de la puerta? ¿O a dos?
Iván se acercó un poco más y se detuvo enfrente de la puerta. La pintura roja estaba cubierta por una capa de polvo. El cartel «Prohibida la entrada al personal no autoriz» a duras penas se podía leer. Iván sintió un hormigueo en el cogote. La «ametralladora» observaba al digger desde arriba. Iván aguardó. No ocurrió nada.
Contempló la puerta más de cerca. Tenía el corazón tan acelerado que debía de oírse desde la superficie. Daba igual. Un momento…
Al mirar mejor, se fijó en un pequeño círculo metálico que apenas si se diferenciaba de la puerta. Iván dudó brevemente y luego sostuvo la tarjeta de plástico frente al círculo.
Bumm, bumm, bumm. Su corazón.
Durante el inacabable instante antes de que sonara una señal al fondo y se encendiera un diodo verde en la puerta, todos los acontecimientos anteriores desfilaron por la mente de Iván: la guerra, el robo del grupo electrógeno, el asalto a la Mayak, la traición, el asesinato, el arduo retorno, la central nuclear, el ataque de las bestias.
Se le aparecieron rostros. El Überführer con su cara cubierta de marcas y sus ojos azules de depravado. Misha, que había llegado a convertirse en digger. Mandela, que no quiso seguir llevando la máscara antigás en la superficie. Astrólogo. Shakilov. El Canoso. Lali. Mario. Todos ellos…
«Tanya —pensó Iván—. Ahora todo ha terminado. Me van a matar.»
Y, de pronto, se encendió la lucecita verde.
Plop. La señal. Clac. La puerta se abrió poco a poco.
Iván le cerró los ojos al muerto y se incorporó. Recorrió con la mirada a los invitados de la fiesta. Silencio de muerte. Tanya se había puesto en pie de un salto. Tenía el rostro blanco como la tiza.
El general le miraba, consternado.
—Eres un hombre asombroso. ¿Por qué no podías estar con los míos, Iván? —Negó con la cabeza—. Pero ahora es demasiado tarde. Por desgracia. —Se volvió hacia su gente—. ¡Apresadlo!
Los guardaespaldas vestidos de negro apuntaron a Iván con sus fusiles y se le acercaron por ambos lados. «Esto tiene mala pinta», pensó el digger, y bajó la escopeta. No le quedaba tiempo para cargarla.
—Sabías muy bien que aparecer por aquí era un suicidio —dijo el general—. ¿O no?
—Pues claro que lo sabía —respondió Iván.
—Entonces, ¿por qué has regresado?
«A veces, la libertad no es más que el derecho a pegarse un tiro en la cabeza.»
—Siento haber huido antes. Hay que castigar la maldad, general. Ésa es mi opinión.
Iván se puso firme. Los admiralzes se encontraban a unos pocos pasos de él. Al de la gruesa verruga en la cara ya lo conocía de la Vosstaniya. Iván sonrió. Qué agradable reencuentro.
—¡Suelta el arma, idiota! —ordenó bruscamente el verrugoso.
Éste sostenía un Kalashnikov con ambas manos.
—¿Tiene que ser así? —preguntó Iván.
Vio por el rabillo del ojo que Pasha se ponía en marcha con la silla de ruedas. Summ, summ, summ.
—¡Te he dicho que la sueltes!
Iván se encogió de hombros. Si no le quedaba otro remedio… Abrió la mano derecha. La culata giró hacia abajo y golpeó el suelo de granito. Abrió la mano izquierda. Clonc. La escopeta estaba en el suelo. Lástima. Era buena.
Los admiralzes lo cercaron.
—Mis caramelos favoritos se llaman —dijo Iván, y levantó la cabeza—, ¿lo has oído alguna vez, tarado? Batooon…
—¡No! —gritó el general—. No…
Selenzev se agachó y entró en la galería. Sus hombros rozaban la agrietada pared de hormigón. A la luz de la linterna se veía un largo pasillo que… sí, bueno, ¿adónde debía de llevar? Selenzev no lo sabía, y la incertidumbre lo corroía por dentro. Por el momento, tan sólo conocía la ruta que seguía durante su ronda de control y un par de ramificaciones.
Hacía poco tiempo que lo habían trasladado desde los servicios de mantenimiento de la Instalación 30 al Servicio de Vigilancia del GUSP. A las unidades subterráneas. Le costaba mucho adaptarse a su nuevo destino. Aunque los exámenes psicotécnicos hubieran indicado una alta capacidad de aguante y buen autocontrol, no soportaba el laberinto de hormigón. El frío que irradiaba de las paredes y la luz eléctrica, filtrada, insípida, le asfixiaban. Y, en general, el aire de allí abajo no se merecía su nombre. Era una mezcla de gases que contenía oxígeno, pero no aire de verdad.
Selenzev prosiguió con la ronda. Al descubrir en una de las paredes la inscripción «Enigma es un hombre bueno TM», negó con la cabeza. El humor de los habitantes del metro era una porquería. Selenzev no lo consideraba humor, sino un retroceso a formas de relación más antiguas. Como si un mono que en realidad fuera una persona que ha vuelto a ser mono se sentara frente a un televisor averiado y jugara con el mando a distancia.
Bajo tierra todo era distinto.
Bajo tierra, Selenzev no podía dormir. Mientras estaba de servicio, tenía que pugnar en todo momento contra una fatiga insoportable y a duras penas lograba mantener los ojos abiertos. Pero se le pasaba de pronto nada más acercarse a su cama. Entonces empezaba la tortura de las largas horas de insomnio. Y esas horas no tenían fin.
Bajo tierra… Selenzev suspiró. Lo interesante era que el búnker principal se encontraba a una profundidad aún mayor, mientras que él se veía obligado a realizar su servicio en el nivel superior, junto al resto del metro. Abajo había jardines, invernaderos, e incluso un paseo. Y también edificios de viviendas de varios pisos, piscinas y gimnasios para su jefe y para otras figuras de alto nivel. Allí había todo lo que pudiera desear el corazón. Y también había servido bien allí. Los jefes se daban la gran vida y hombres como Selenzev los servían.
Selenzev era un servidor nato.
No tardaría en regresar a la central y, una vez allí, ocuparía su puesto entre los monitores. Selenzev sentía un extraño placer al ver como los salvajes «de fuera» ponían límites a su propia existencia. Las escenas que se veían en pantalla ponían de manifiesto la descarada diferencia entre la vida que llevaban ellos, los pocos elegidos, y la de fuera, donde los salvajes poblaban un espacio reducidísimo y se mataban por un trozo de carne de rata o por un cartucho.
—Nosotros somos los eloi —había dicho una vez el jefe—. Y ellos, los morlocks. Bestias subterráneas. Caníbales.
Selenzev oyó la señal de advertencia —se había activado porque se producían movimientos en la zona de acceso— y echó a andar a paso rápido.
Tenía que interrumpir la ronda y regresar a la central. Ése era su trabajo. Por lo menos, hasta que su jefe se decidiera a promocionarle, o quizás a degradarle.
Una vez allí, Selenzev se detuvo, como si le hubiera golpeado un rayo. Se encontró cara a cara con uno de los salvajes.
Sucio, agresivo y peligroso.
El salvaje apuntaba a Selenzev con una escopeta de dos cañones. Por lo demás, Selenzev no tenía ninguna duda de que el intruso habría podido hacerle pedazos con las manos desnudas.
—¿Cómo se pone en marcha el suministro eléctrico de la Vassileostrovskaya? —preguntó el salvaje con voz ronca—. Habla.
—¿Cómo ha llegado usted hasta aquí? —preguntó a su vez Selenzev.
—Eso no tiene ninguna importancia. Vamos, tú irás delante. ¿Dónde tenéis los pupitres de control para el suministro eléctrico?
«Qué salvaje más culto», pensó el sorprendido Selenzev. No le quedó otra opción que llevarlo hasta la central. El intruso examinó los monitores con gran curiosidad, y luego el plano del metro en el que estaban dibujadas todas las estaciones y todos los búnkeres.
—Esto parece la sala de control de una central nuclear —dijo el salvaje.
Faltó poco para que a Selenzev le llegara la mandíbula al suelo. La cultura del salvaje era notable. Pero el propio salvaje no le dejaba tiempo para asombrarse.
—¿La Vassileostrovskaya?
Sin decir palabra, Selenzev le señaló un interruptor de mando basculante con la inscripción «Vas».
—Conéctala.
—No lo entiende usted. Esto es la alimentación eléctrica de la caja de distribución…
—Eso ya lo arreglaremos —replicó el salvaje—. Conéctala.
Clic. Se encendió una lucecita verde.
—¿Ya está? —preguntó el huésped no invitado.
—Sí.
—Y ahora ándate con cuidado —dijo el salvaje, sonriendo, y en un tono de voz que le dio escalofríos al guardia—. Como esta lucecita se apague, volveré. —Miró de arriba abajo a Selenzev—. Y os mataré a todos a balazos.
Cuando el intruso se fue, Selenzev se quedó sentado durante largo rato frente al pupitre de controles y contempló la serie de diodos luminosos que representaban a cada una de las líneas y estaciones del metro. Luchó consigo mismo.
Poco a poco alargó la mano para quitar la corriente… si no lo hacía, el jefe le abriría en canal.
Pero entonces recordó la mirada del salvaje. «No, mejor que no.» Volvió a levantar la mano y vio la lucecita verde al lado del interruptor «Vas». Selenzev volvió a caerse sin fuerzas sobre la silla.
Dejémoslo encendido durante un rato. Será mejor así…
No vaya a ser que el salvaje vuelva y nos mate a todos a balazos.
—¡No! —gritó Memov, y dio un paso adelante.
Iván vio el rostro consternado del general.
«Los admiralzes son ocho —pensó—. Puedo darme por muerto. Pero antes vamos a fastidiarles un poco más.»
Entonces, metió la punta del pie bajo la culata del arma que aún se encontraba en el suelo. Un empujón hacia arriba. Como a cámara lenta, el arma saltó por los aires. Increíble sorpresa en el rostro del verrugoso. El digger agarró la escopeta con ambas manos y la sujetó con fuerza. Una buena arma de fuego. Justo lo que necesitaba.
Un golpe rápido a la izquierda. ¡Ya está! Iván le destrozó media cara con la culata al verrugoso. Éste retrocedió tambaleándose y se desplomó.
Iván golpeó al otro lado con la escopeta. Zac. Crac. El doble cañón le abrió el cráneo al otro admiralze. Brotó sangre. El hombre cayó al suelo.
«Me he cargado a dos. Me quedan seis.»
Iván se agachó para esquivar los disparos.
El principal problema de Iván había sido llegar a la Vassileostrovskaya desde la Gostiny dvor. Aun cuando se hubiera levantado el bloqueo que separaba a ambas estaciones, el digger no habría podido pasar por los puestos de control que había en el túnel.
El precio por el levantamiento del bloqueo fueron la dimisión de Postyshev y el nombramiento de un nuevo comandante. Sasonov se presentó en el momento oportuno, por supuesto. Apareció en la estación como un redentor, con paz y alumbrado bajo el brazo.
El nuevo comandante iba a necesitar una esposa.
«¿Por qué había aceptado Tanya?», se preguntaba Iván.
«Por eso.»
Se colocó la máscara antigás y respiró varias veces. Aceptable.
Iván subió a la superficie desde el túnel de la cinta transportadora que llegaba hasta la isla Vasilyevski por debajo del Neva. Una vez allí, tuvo que caminar hasta el conducto de ventilación de la Primorskaya. Estaba mucho más lejos que la Vassileostrovskaya, pero sería una entrada mucho más segura. Si es que un paseo por la ciudad muerta podía ser seguro en algún caso.
Iván se abrió paso por el acceso en ruinas, logró salir afuera y estudió la situación.
La estación de las noches blancas había terminado. Era una noche de verano ordinaria. Bestias aladas surcaban el cielo oscuro sobre la iglesia luterana.
«Está claro, se han hecho un nido por aquí», pensó Iván.
Un chillido. Tan estridente y horrible que se le puso carne de gallina al digger.
Iván se agachó para que no lo vieran.
Al cabo de poco rato, la luz sería insoportable.
El búnker abandonado de la Primorskaya. Iván lo había reconocido en seguida, aun cuando llevara mucho tiempo sin ir allí. El agua le llegaba hasta las rodillas. El cono de luz que proyectaba la linterna se deslizaba sobre paredes marrones. El color verde insano colgaba hasta el suelo en jirones empapados. El aire era pesado, desagradable. Chof, chof. Allí no se caminaba, se chapoteaba.
Iván apuntaba de un lado a otro con la escopeta. Con una mano sujetaba los cañones del arma.
Después de pasar por un vestíbulo «limpio» y por una sala de descanso, se detuvo frente a la puerta. La abrió con el pie y entró. El círculo de luz de la linterna danzaba sobre las aguas turbias y verdosas.
Iván se detuvo.
En un primer momento, el digger se quedó sin respiración. Luego se mareó… como si hubiera sufrido una sobredosis de oxígeno.
Qué sarcasmo. Como si ante sus ojos tuviera lugar algo monstruoso que tan sólo podía contemplar sin hacer nada.
El grupo electrógeno de la Vassileostrovskaya, el mismo que se suponía que habían robado los moscovitas, estaba dentro del agua. Roto y cubierto de herrumbre.
«Y matamos a seres humanos por esto», pensó Iván.
Todo aquello le parecía un sueño.
Iván se arrodilló y agarró la escopeta por los cañones. Tendría que abrirla y meterle cartuchos…
Vio por el rabillo del ojo que un admiralze empuñaba el Kalashnikov.
Tenía que mover la palanca. Ras.
Una ráfaga pasó por encima de la cabeza de Iván.
Abrir los cañones.
El extremo posterior de las vainas relucía. Iván logró sacar con tres dedos la primera de las vainas humeantes. Gimoteó de dolor. Luego sacó la segunda.
Y, de pronto, la luz fue insoportable.
Por un momento, Iván se sintió como si de nuevo estuviera mirando por la ventana de la central nuclear. A la luz del día. «Un día nublado», había dicho Fyodor. Seguro que lo sabía bien. Pero Iván se había sentido como si se sumergiera en un mar de luz cegadora e implacable.
Al cabo de un instante, Iván sintió un golpe violento en el hombro. Se cayó. «Mierda.» Chocó de espaldas contra el suelo, pero no soltó la escopeta.
Y entonces sintió el dolor.
Sólo entonces se dio cuenta de que le habían disparado. ¿Cómo era posible?
Esta historia no se va a terminar jamás.
El poder es un monstruo con mil tentáculos transparentes y un manojo de nervios rosados en lugar de cerebro.
¿Qué motivos tenemos para luchar y morir por unos ideales?
Memov se inclinó sobre el digger.
—No te muevas, Iván. Vamos a buscar a un médico.
Alguien le quitó el arma de la mano al digger. Iván estaba echado en el suelo y notaba cómo la vida se le escapaba del cuerpo. Como de una petaca agujereada. Oyó los gritos de Tanya en la lejanía.
—¡Dejadme! ¡Dejadme pasar!
Hubo murmullos de cólera. Pero, por lo visto, el general logró evitar que se produjera un tumulto.
«Un tirano viejo, pero fuerte. No le llego ni a la suela de los zapatos.»
—Tenemos que darte las gracias a ti por la luz, ¿verdad? —preguntó Memov, y miró a su alrededor—. Ahora ya es un poco tarde para decírtelo, por supuesto, pero ha sido impresionante. Siempre he creído en ti.
—Eres un hijo de la gran puta, general —dijo Iván—. Eres peor que un hijo de la gran puta. Eres un político.
El rostro del general se ensombreció.
«¿Qué pasa, que no te gusta lo que te digo?»
—Te vamos a poner una venda ahora mismo —insistió Memov—. Lo lamento, Iván. Yo tenía la esperanza de que me comprendieras. Cuando luchábamos en el mismo bando, había tenido incluso la esperanza de que fueras tú quien continuara mi obra. De que fueses tú quien uniera a los seres humanos. Los forjadores de imperios necesitan un digno sucesor, ¿me entiendes?
—¿Un imperio? ¿Es con eso con lo que sueñas, general?
—Sí. Una humanidad unida. La fuerza agavillada de su ira. ¡Maldita sea, que alguien le ponga una venda!
No llegaron a ponerle la venda. De pronto, en el silencio que se había adueñado de la estación se oyó el poderoso estrépito de una ametralladora. Y se interrumpió con la misma brusquedad. Una persona gritó. Y luego otra. El general se puso en pie.
—Qué es esto… —se quedó a media frase.
Silencio.
De repente, todo enmudeció de tal manera que Iván alcanzó a oír el crujido del filamento de las bombillas. Una intensa luz brillaba en el andén. La gente estaba de pie, o sentada, y no sabían lo que podía significar ese ruido. Y esos gritos.
Iván llegó a la conclusión de que alguien había dejado fuera de combate a los centinelas de la entrada.
El digger hizo un esfuerzo y se puso de costado. Un manto oscuro le cubrió los ojos y estuvo a punto de perder el conocimiento. Cuando por fin recobró la visión, no dio crédito a sus ojos.
El «pasajero» se les acercaba desde el otro extremo de la estación. El blokadnik.
La gigantesca figura gris caminaba poco a poco por el andén de la Vassileostrovskaya.
Gritos. El estrépito de una mesa que se había caído.
Por el camino, el «pasajero» pasó frente a un admiralze. El hombre le apuntó con el fusil…
«Más te valdría largarte», pensó Iván.
Se oyó la ráfaga.
De pronto, la bestia se volvió, agarró al admiralze, lo elevó en el aire y lo aplastó. El monstruo lo dejó como a una muñeca de trapo estrujada.
La sangre se derramó en cascada sobre el suelo de granito. Como el zumo de una exprimidora.
Entonces la bestia lo soltó y el hombre cayó al suelo. Sin prestarle más atención, el «pasajero» pasó por encima del cadáver destrozado y siguió avanzando hacia la multitud. Sin prisas, cojeando ligeramente.
Iván se maravilló una vez más de la cabeza del monstruo, desproporcionadamente pequeña para una criatura de tres metros. Un círculo plano con dos agujeros a modo de ojos. No más grande que la cara de un niño. Y sin boca. Eso quería decir…
Debía de comer por algún lado, ¿no?
Memov se puso en pie y miró a su alrededor.
—Poned a salvo a los niños —gritó el general—. ¡Rápido! Y los hombres, conmigo.
Pánico. Hombres y mujeres que tropezaban unos con otros. Griterío.
De pronto, Oleg Kulagin se inclinó sobre Iván.
—Vanya… oye… ¿qué tenemos que hacer?
—Iván —dijo entonces Memov—. Ahora no es momento para discutir quién de nosotros es el mejor.
—Haced lo que el general os diga —respondió el digger, y se tendió de espaldas. No le quedaban ya fuerzas.
Kulagin tuvo un instante de reflexión y luego asintió.
Un velo rojizo le cubrió los ojos. «Maldita sea.» Alguien agarró a Iván por las axilas. El digger vio, sorprendido, cómo sus botas rebotaban contra el suelo mientras le arrastraban por el andén. Dejó un rastro de sangre sobre el granito.
Finalmente lo sentaron en el suelo y le apoyaron la espalda en una mesa que se había caído de lado.
—Preparémonos para la defensa —ordenó Memov.
Abrieron los pasillos en el extremo sur de la Vassileostrovskaya para sacar a las mujeres y a los niños de la zona de peligro. Se oyeron gritos y gemidos desde allí. Prisas.
Los luchadores, con sus mejores ropas, bien peinados y afeitados, improvisaron una barricada y tomaron posiciones detrás de ésta.
«Ya está bien así —pensó Iván—. Conviene asearse antes de ir al combate.»
Tan sólo unos pocos contaban con armas de fuego. Los demás se armaron con lo que tuvieran a mano: patas de silla, bastones… incluso hubo alguno que cerró los puños.
Los habitantes de la Vassileostrovskaya y los admiralzes aguardaron hombro con hombro.
«Esto es lo que une a los seres humanos —pensó Iván—. No la muerte. Sino el odio.
»¿Quizá la xenofobia no es tan mala?»
El general se encontraba en un extremo de la formación.
—¡Preparaos! —ordenó. Hablaba con voz ronca y entrecortada, pero, al mismo tiempo, irradiaba la calma del líder experimentado. Desenfundó la pistola y apuntó al blokadnik—. No disparéis hasta que os lo ordene.
El «pasajero» se acercaba poco a poco. Casi parecía que flotara sobre el andén, tan ligeros eran sus andares.
Los agujeros negros que tenía por ojos miraban a los seres humanos.
—¡Fuego! —ordenó el general.
Los fusiles de asalto, las escopetas y las pistolas crepitaron. Brillaron los fogonazos.
«Con tan pocas armas no lo van a conseguir», pensaba el angustiado Iván. La mayoría se encontraban en la armería, al otro extremo del andén. El general había ordenado guardarlas allí para prevenir posibles motines, y así, sin saberlo, le había puesto las cosas fáciles al blokadnik. Memov se dio cuenta en ese mismo momento. Trató de salvar lo que aún se pudiera salvar. Pero estaba claro que era demasiado tarde.
Nuevos fogonazos. La bestia se estremeció.
Al cabo de un instante, el blokadnik se arrojó sobre las posiciones de los defensores. Arrojaba a los luchadores de un lado para otro como soldados de juguete. Sus largos brazos se movían a tal velocidad que se veían difuminados. Los gritos de dolor y los disparos resonaban por todo el andén. Iván se dio cuenta de que el rostro redondo del «pasajero» se volvía amenazadoramente hacia él.
—Hola, Iván.
Ahora sí que estoy acabado, pensó el digger, e hizo intentos desesperados por escapar.
—De puta madre. ¡Ahora no hagas ninguna idiotez! —gritó alguien.
¡Summ, summ, summ!
Era Pasha, que se había dado impulso y se había arrojado contra las piernas del «pasajero». Brum. Crac.
El rostro gris en el que terminaba su grueso cuello se transformó en una mueca grotesca. La sorprendida bestia miró al inoportuno hombrecillo en silla de ruedas que se había arrojado contra él.
Summ, summ, summ.
Pasha retrocedió con la silla y tomó impulso de nuevo. Brum. Crac.
El blokadnik se había hartado. Levantó su larga zarpa y le asestó un golpe. Pasha salió disparado cual proyectil sobre el andén. La silla de ruedas volteó varias veces.
—No —masculló Iván.
El digger, ya sin fuerzas, logró darle la vuelta a su cuerpo y apoyarse sobre el costado derecho.
«Levántate —se ordenaba a sí mismo—. Tienes que hacerlo.»
Pasha se había caído de la silla de ruedas, había logrado girar sobre su propia barriga y se arrastraba hacia el blokadnik con los brazos. Iván vio su frente bañada en sudor, atravesada por surcos desafiantes. Pasha arrastraba las piernas cual flácidas serpientes de goma.
Pero ¿qué quería hacer el muy lerdo? Por todos los diablos, ¿qué creía que podría hacer contra aquella monstruosa máquina de luchar?
Los seres humanos somos tan tercos…
Una vez más, la bestia levantó sus huesudas zarpas. Cayó cual guillotina sobre su indefensa presa. Aplastó literalmente a Pasha. El fuego de los ojos de éste se apagó y su cabeza se estrelló contra el suelo.
«¿A ti qué te parece? ¿Le va a gustar?»
«No te enfades conmigo, pero es que a veces haces preguntas idiotas. ¡Es un regalo genial!»
Un impotente furor se adueñó de Iván.
—¿Dónde se ha quedado mi arma?
De pronto, el general apareció al lado del digger. Las lámparas del techo iluminaron su angulosa silueta.
La bestia se detuvo, indecisa.
La fría mirada de sus agujeros negros se volvió, primero hacia Iván y después hacia Memov. Y luego, de nuevo, hacia Iván. Y a continuación repitió el mismo recorrido. Como si no lograra decidirse por uno de los dos.
Iván cayó en la cuenta de que el «pasajero» perdía algo. Los disparos habían abierto un gran número de orificios en su piel lisa y gris, y por éstos manaba un líquido negro y oleoso. ¿Sangre? Una de las piernas se le había torcido notablemente, como si alguien le hubiera arrojado un objeto de gran peso.
«Te enfrentas a skins, ¿lo entiendes?»
La bestia giró la cabeza. Su poderoso cuerpo se hizo visible de perfil. Poco a poco, el líquido negro se derramaba sobre el suelo de granito.
»Sí lo parece —pensó Iván—. Sí, parece como si yo no fuese el único que está a punto de morir.»
—¿A qué esperas? —le preguntó Memov a la bestia.
El general se plantó entre Iván y el «pasajero». Empuñó la pistola y disparó contra la cara redonda de bebé.
—Puede que yo sea un hijo de la gran puta, Iván —dijo el general en voz baja, sin volverse—. Pero no me llames político. Si tengo que elegir entre una bestia y un ser humano, lucharé siempre por el ser humano.
Un disparo. Un fogonazo.
El rostro de la bestia se contrajo.
—No —dijo Iván con voz apagada.
Al instante, el general sufrió un golpe abrumador. Memov salió volando hasta el techo y volvió a caer al suelo. Se quedó inmóvil. Un bulto amorfo de carne con los huesos destrozados.
«Vas a matar a tu propio padre.»
El blokadnik se había vuelto hacia Iván.
De pronto brillaron nuevos fogonazos. Pum. Pum. Pum.
Al lado de los ojos de la bestia aparecieron nuevos puntos negros.
Iván se volvió. Tanya estaba a su lado, con su traje de boda blanco, manchado de sangre. Empuñaba con ambas manos el revólver de Sasonov.
La boca de la Python vomitaba humo.
Poco a poco, como un árbol abatido, el blokadnik se tambaleó y cayó al suelo. Iván se dio cuenta de que el andén vibraba bajo sus pies. El fin. La moribunda bestia gris alargó sus zarpas hacia Iván… y se quedó inerte.
Dentro de los agujeros redondeados y profundos como abismos que tenía por ojos, el digger vislumbró un nuevo ecosistema. Un plan B de la naturaleza, en el que no había cabida para el ser humano.
«Somos como dinosaurios», pensó Iván.
Triceratops, brontosaurios, iguanodones. Humanos.
—Marchaos todos al infierno —le dijo Iván al blokadnik—. Os vamos a pegar un tiro a todos. Si es necesario, os estrangularemos con las manos desnudas. ¡No sabéis a quién habéis atacado! Os enfrentáis a seres humanos, ¡¿lo entendéis?!
El blokadnik le miró.
En ese instante, Iván abrió los ojos.
Mi «punto de encaje».
El viejo Enigma tenía razón. Hay metas más altas. No se trata tan sólo de un destino individual, sino de la salvación de la humanidad.
También el general tenía razón. Hay que detener a los Vegetarianos.
Aun cuando fueran seres humanos.
El ser humano no es humano por su naturaleza física, sino por otra cosa. El hijo del viejo guardián del reactor era más humano que Sasonov, o incluso que aquel Vegetariano.
Iván apretó los dientes y gimoteó.
Lo he perdido todo. La bestia no me perseguía a mí, sino a Memov. Cuando los otros —quizá los Vegetarianos— se dieron cuenta de que el general era peligroso, enviaron al blokadnik contra él. Y el blokadnik me confundió con él, porque somos parientes cercanos. No tengo ni idea de lo que nos une. ¿El olor? ¿La sangre? ¿Las frecuencias cerebrales? En cualquier caso, la bestia me perseguía a mí, aun cuando buscara la pista de Memov. Un error. Primero me siguió por el metro. Por eso sentía ese peso enorme en el cogote. Y luego hasta la central nuclear, y después durante el viaje de regreso.
He terminado por guiarle hasta Memov.
Ahora ya no me queda ninguna esperanza. Me he equivocado en todo y lo he hecho todo mal. Soy un fracasado. He guiado a la bestia hasta mi propio padre. He colaborado con los Vegetarianos. Habrá guerra.
El general aún no había muerto.
«Mi padre. Rápido —pensó Iván—. Tengo que decirle algo… lo más importante, por lo menos.»
El digger empleó ambos brazos para arrastrarse hasta su padre. Sus uñas rechinaban contra el granito.
—¡General!
Memov se volvió. Con sus últimas fuerzas, miró a Iván.
—Iván… tengo un… elefante… —los ojos de Memov se apagaron.
Iván sollozó débilmente.
—Soy tu hijo. ¡Me oyes, viejo tirano! Soy tu puto hijo. Tienes un heredero.
Habría querido decírselo. Pero ya era demasiado tarde. En sus ojos se reflejaba el techo manchado por la humedad que cubría la Vassileostrovskaya.
Iván, sin fuerzas, se tumbó de espaldas en el suelo. Todo había terminado.
«Un héroe fracasado. Eso es lo que eres, Iván. Un grandioso héroe, maldita sea…»
—Iván, no te puedes morir…
«No importa, todavía me quedan cartuchos —pensó Iván—. Aún no me he muerto… pero siento tanto frío en las piernas… sólo querría descansar un poco, y luego me volveré a levantar.»
—¡Iván!
Alguien le sacudió. Iván contrajo el rostro sin abrir los ojos.
«¡Qué sucede ahora! Es que no me van a dejar ni cinco minutos en paz.»
—¡Iván, grandísimo hijo de puta! —era la voz de Tanya—. ¡¿Dónde te habías metido, inútil, gilipollas?! ¡Como ahora te me mueras, te resucito a hostias! ¡¿Me has oído?!
«El vestido blanco —pensaba Iván—. ¿Dónde he visto ese vestido blanco? Ah, sí, aquella noche que me fui a la guerra. Por supuesto.»
De nuevo, Iván sintió que su brazo la rodeaba por el talle. Nuevamente recorrió el patrón del tejido con los dedos. Y, una vez más, notó la frialdad de las manos de Tanya.
—¡¿Me has oído?!
Iván abrió los ojos y le vio el rostro. Por fin.
—Hola, Tanya. —El dolor era como un velo rojo que le cubría las pupilas. Pero logró sonreír a través del velo. El andén que se encontraba debajo de su cuerpo empezó a dar vueltas. Y estaba bien que fuera así—. He vuelto a casa.