19-El retorno

LA negra silueta se cierne intranquila en el aire. Está calando sobre el río. Iván no se había fiado nunca del Neva. Tan sólo hay que ver cómo pasa por debajo de los puentes. Forma remolinos encrespados en los pilares y transcurre en silencio —como mucho, un débil sollozo— por las orillas de la isla Vasilyevski. El peligro acecha en sus aguas negras.

Tal vez el río ya fuera peligroso en tiempos muy anteriores a la Catástrofe.

Iván sigue con los ojos el vuelo de la silueta negra. Un chillido penetrante sobresalta al digger y se le clava en la médula espinal. Herrumbroso, agudo. E inacabable.

La bestia voladora desciende.

Y se agarra a un mástil.

El Aurora está escorado hacia estribor. Unos brotes blancuzcos penden de sus bordas grises y oxidadas, y llegan hasta el agua. Una criatura siniestra habita en el barco. Iván no está seguro, pero tiene motivos para sospecharlo.

Una mancha negra en la chimenea del Aurora. La bestia ha defecado allí arriba.

De pronto, las finas y blancas lianas se ponen en movimiento y… la trampa se cierra. Cual relámpago, los tentáculos blancos agarran a la bestia negra. Ésta chilla. Iván se estremece. El grito le llega hasta la médula ósea.

La bestia no puede liberarse.

Por mucho que la bestia forcejee, las lianas blancuzcas la arrastran hasta el interior de la chimenea. Y el animal desaparece.

Iván sigue oyendo sus gritos durante un tiempo. Se siente como si alguien le seccionara los nervios con una sierra oxidada. Luego retorna el silencio.

Fin.

Una apacible noche petersburguesa.

Iván despertó al darse cuenta de que la dresina perdía velocidad. Los intervalos que marcaban las ruedas con su golpeteo se hacían más largos. Oía el mismo sonido metálico y enervante, pero ya no tan brusco. Ya no un b-bamm, sino más bien un ba-bam.

Y la dresina ya no pegaba unas sacudidas tan fuertes.

El digger abrió los ojos. Por los visores de la máscara vio pasar un suelo húmedo, de color marrón oscuro. De vez en cuando se encontraban superficies de hierba, tan lisas y compactas que parecía que las hubieran modelado con arcilla. La hierba tenía tonos de marrón oxidado, desoladores, y se inclinaba de mala gana al viento. Aunque en realidad parecía que fuese la hierba lo que ponía el aire en movimiento, y no al revés.

Durante un rato, Iván miró al vacío sin pensar. Aquí y allá se reconocían en la vía férrea las trazas de la civilización desaparecida. Postes eléctricos caídos y herrumbrosos. Cables abandonados. Un tractor medio hundido en el fango. Aún se distinguían restos de pintura azul en su carrocería. En un paso a nivel, la caseta de madera del guardagujas. Ladeada, como si un gigante la hubiera golpeado con el pie.

Una barrera que se había venido abajo. Enfrente de ésta, un par de coches. Uno blanco que ya se había deteriorado mucho, y otro azul marino que se veía casi intacto. Una limusina grande con faros rectangulares. El óxido devoraba discretamente el metal, desde dentro, como la imagen que toma forma al revelarse un negativo. Una vez había visto cómo se hacía en un laboratorio de la Vassileostrovskaya: el papel vacío de color azul marino está en la pileta… y le van saliendo manchas que poco a poco se extienden y adoptan contornos.

Iván se apartó de la ventana. ¿Iban más lentos o no?

No tenía ningunas ganas de moverse. Habría preferido que el viaje no terminara nunca.

¿Qué hemos hecho con la tierra?

Por todas partes devastación.

Desolación.

En el silencio circundante, el golpeteo ensordecedor de las ruedas de la dresina. Ba-bam, ba-bam, ba-bam.

—Jefe, más adelante hay un tren. —La voz de Kuznetsov—. ¿Jefe?

Iván suspiró. La piel se le había quedado pegajosa bajo la máscara. Tenía el rostro sudado. Los bordes de los visores se le habían empañado. Un regusto amargo y repugnante se le había adherido a la lengua. El regusto de las pesadillas. Debía de ser la hora de cambiar el filtro.

—¿Qué clase de tren?

Iván se incorporó. Después de la breve cabezada se sentía hecho polvo.

—¿Qué? —Kuznetsov no le había entendido.

—¡¿Qué clase de tren, joder?!

La dresina avanzaba con lentitud. El monótono murmullo del motor se había transformado en un petardeo intermitente. El viejo vehículo expulsaba una gran cantidad de gases por el tubo de escape.

El Überführer, que se encontraba en primera línea dentro del vehículo, se había levantado y decía palabrotas en voz baja. Iván vio la espalda de su traje aislante. De repente, el skinhead se volvió. Iván se sobresaltó. En un primer momento tuvo como la sensación de que una cara de simio hecha de goma le miraba.

El susto se le pasó en seguida. Sólo continuaron los violentos latidos de su corazón.

—Es la última parada —gritó el Überführer, que volvía a ser él mismo—. Vamos a salir, dignos miembros de la casta intelectual. El viaje en tren blindado toca a su fin.

Iván se puso en pie, estiró el cuello y miró hacia delante.

«Mierda.»

Un tren viejo y herrumbroso reposaba sobre la vía y le cerraba el paso a la dresina. Pero lo peor de todo era que en la vía de al lado se encontraba el tren que iba en dirección contraria. «No habrían podido dejarlos en un lugar más inoportuno —pensó Iván—. Oh, no.»

Dos corazones solitarios se habían encontrado allí.

Al mostrarles la dresina, Fyodor les había explicado que, en caso de necesidad, podían sacarla de la vía y cargar con ella. Iván había asentido sin preocuparse por ello. Una pequeñez. ¿Qué podían representar trescientos kilos para cinco hombres adultos?

Según se vio entonces, muchísimo. Sobre todo si había que cargar con el vehículo hasta quince vagones más allá por un terreno cubierto de balasto. Por no hablar de lo que pesaban los bártulos que llevaban dentro.

Los diggers renunciaron a encender las linternas. A la clara luz del crepúsculo (¡las noches blancas, ja!) veían lo suficiente. Ahí fuera la luz era incluso mejor que en el metro, sólo que no estaba enfocada, sino que resultaba más difusa, como si proviniera de todas partes y de ninguna a la vez.

—¿Y no podríamos dejarla aquí y seguir a pie? —propuso el Überführer—. Como mucho debe de haber…

—¿Por la zona de Avtovo? ¿Es que te has vuelto loco, Über? —se sorprendió Iván.

—Mierda, es verdad. —De acuerdo con su costumbre, el skinhead quiso rascarse el cogote, y volvió a apartar la mano al topar con la goma—. Tienes razón. No lo había pensado.

De acuerdo con los rumores, las criaturas más extrañas ponían en práctica sus aberraciones en la estación Avtovo. Por fuera eran semejantes a los seres humanos, pero por dentro no. Y dejaban a su paso cadáveres resecos. Iván no sentía ningún deseo de ir a comprobar en persona si lo que se contaba era verdad. Mejor encontrarse con los ya familiares perros pavlovianos, o incluso con algún soldado hambriento. O con pterodáctilos… lo que fuera.

«Mejor malo conocido que peor por conocer, ¿no?»

Y además, aunque hubieran logrado pasar por Avtovo sin sufrir ningún daño… ¿qué habrían encontrado entonces? ¿Los débiles mentales de la Kirovski Savod y los paranoicos de la Narvskaya? Fantástica combinación. Tan sólo les habría faltado el legendario piloto, el romántico asesino con chaqueta de aviador…

«No, gracias.» Más les valdría cargar con la dresina. Aunque tuvieran que caminar poco a poco.

—¡Arriba!

Levantaron la dresina de las vías y la llevaron en volandas. Al cabo de poco tiempo, Iván empezó a tener la sensación de que se le desprenderían los brazos. Y de que se quedarían absurdamente agarrados al marco de la dresina. Como el brazo de la muñeca en la Nevski-Prospekt.

Caminar sobre el balasto era especialmente fatigoso, porque las piedras sueltas cedían bajo sus botas.

—Una pausa para fumar —gritó el Überführer con voz gemebunda—. ¡Soltemos un momento el trasto este!

Dejaron la dresina en el suelo y descansaron.

Iván se puso en cuclillas y torció la cabeza hacia un lado.

Después del estrépito con el que la dresina se había posado en el suelo y el crujido de las botas, el repentino silencio tenía como un embrujo. Iván creía oír incluso la suave caricia del aire sobre la hierba. ¿O era la hierba la que agitaba el aire? ¡Quién sabe!

«Qué relativo es todo en este mundo sin seres humanos.

»Como si con ellos se hubiese perdido un punto de referencia.

»Si hubiéramos tenido la posibilidad, habríamos vuelto a casa con el submarino. Vestidos para la fiesta, directamente hacia la Vassileostrovskaya. Habríamos desembarcado a orillas del Neva y hubiéramos hecho a pie el resto del camino. Krassin, Krassin. Dios mío…»

Estaban sentados junto al vagón con el número doce. Casi todas las ventanas seguían intactas. La suciedad de los cristales no les permitía ver el interior.

El Überführer se puso en pie y se acercó al vagón. «¿Qué va a mirar?», se preguntó Iván, sin prestarle mucha atención. Pero olvidó en seguida al skinhead y volvió a escuchar el silencio.

Vio con el rabillo del ojo que el Überführer se colgaba del hombro la escopeta de doble cañón (era su arma de reserva; la ametralladora RPD se había quedado dentro de la dresina), se agarraba con la mano al marco de la ventana, apoyaba el pie sobre una rueda herrumbrosa y se daba impulso hacia arriba.

«Lávame», escribió con el dedo sobre la ventana sucia.

Luego saltó al suelo, dio unos pasos hacia atrás y contempló su obra.

Y entonces ocurrió algo. Iván se dio cuenta en seguida. Como si el propio aire hubiera cobrado densidad. Como si una enigmática sombra negra se cerniera sobre el pequeño pelotón de diggers. Por fuera no había cambiado nada. Era el mismo lugar. El mismo tren de pasajeros a su lado. Las mismas barras de agarre y escaleras oxidadas. La misma hierba marrón que crecía entre las traviesas. Pero algo había cambiado. Y, desde luego, no para mejor. Iván se dio cuenta, de repente, de que llevaba ya mucho rato con la presión en el cogote, como si no se hubiera atado bien las correas de la máscara antigás.

Se había acostumbrado a esa presión hasta el punto de haber dejado de percibirla.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Iván después de que el skinhead regresara.

—¿Qué nos queda, aparte de humor negro? —preguntó el Überführer—. ¿No lo entiendes, muchacho? En la desgracia, el ser humano se refugia en el humor negro.

—Yo no lo entiendo —dijo Mandela.

—¿Qué? —El skinhead se volvió.

—Que no lo entiendo —repitió el negro. Con la máscara antigás tenía el mismo aspecto que los demás—. ¿Por qué todo es como es? ¿Por qué tiene que ser así? ¿Qué hemos hecho para merecerlo? ¿Y qué hicieron ellos? —De repente, se puso en pie y señaló el tren muerto con la mano embutida en el guante—. ¿Qué hicieron para merecerse eso? No hacían más que volver a casa. ¿Es que le hicieron algo a alguien? ¿Molestaban a alguien? ¿Por qué, maldita sea, por qué tenemos que sufrir tanta mierda en este mundo? ¿Y por qué siempre tienen que pagar los platos rotos los que viajan en los asientos más baratos? ¿Por qué he tenido que sobrevivir a todos estos niños muertos? ¿Acaso por voluntad propia? Qué puta mierda, ¿por qué fui a parar al metro? ¿Acaso lo había pedido? ¿Lo pedí yo?

Mandela se volvió hacia el Überführer. Éste retrocedió sin darse cuenta.

—¿Qué quieres?

—¿Yo? Nada. ¿Has mirado dentro de ese vagón?

—¿Yo?

De pronto, el negro levantó el puño.

—¡No! —gritó Iván.

El Überführer se incorporó de un salto y trató de pararle el brazo a Mandela. Entonces gimió y se desplomó en el suelo. Mandela le había golpeado con la rodilla. El negro retrocedió varios pasos y, en el acto, se aprestó de nuevo para el combate.

«¿Será una pose de Sambo? —se preguntó Iván—. ¿Lo habrá estudiado igual que Astrólogo?»

Entonces fue él quien saltó. Mandela le agarró la mano en pleno vuelo y lo esquivó con destreza. Iván sintió un golpe en la cabeza, salió disparado por los aires y sus reflejos le hicieron llegar rodando al suelo. «¡Maldito!» Trató de ponerse en pie. La tierra y el vagón de color verde oxidado se desdibujaban ante su mirada. El digger se volvió.

Mandela contemplaba a su oponente a través de la inexpresiva máscara.

Entonces soltó la correa y se echó para atrás la capucha.

Agarró la máscara…

«¡No!», pensó Iván.

… y se la arrancó de la cara, como si se hubiera despojado de su propia piel.

Al sacarse la máscara de goma gris, quedó al descubierto su fisonomía oscura y sudorosa. Nariz ancha, pupilas negras, el blanco de los ojos que relucía en la oscuridad.

Mandela respiró hondo. Las fosas nasales se le hincharon.

El Überführer se puso en pie, se levantó la máscara antigás, escupió sangre y se la volvió a poner. Irguió la espalda.

El Canoso y Kuznetsov miraban todo lo que sucedía con la perplejidad en el rostro.

—No te lo esperabas de un negro, ¿eh? —preguntó Mandela—. Si supieras con qué facilidad respiro ahora, Über. Esto es majestuoso. Simplemente majestuoso.

—Idiota. —El Überführer dio un paso hacia él—. Ponte la máscara. Por favor.

—Algo tiene que cambiar en este mundo —dijo Mandela—. Porque tal como es ahora, esto no es vida. Sólo es un ir vegetando.

—Sí, ¿y qué? —replicó el Überführer—. ¿Piensas que va a mejorar algo porque tú te llenes el cuerpo de mierda radiactiva? Te estás suicidando, tío. Y no me parece un suicidio muy heroico. Ponte a chillar, a ver si así me das pena.

—Desde luego —respondió Mandela—. Por petición de nuestros queridos televidentes…

—Yura —dijo Iván en voz baja.

Había visto adónde había ido a parar la máscara antigás del negro y había tratado de moverse poco a poco en esa dirección, sin que los demás se dieran cuenta. Le resultaba difícil caminar. Sentía un zumbido en la cabeza. El puñetazo que le había arreado Mandela había sido muy violento.

—¿Qué te pasa, Iván? —Desde donde le miraba el digger, Mandela estaba medio de costado—. ¿No te sientes bien? Me sabe mal haberte pegado. Déjame en paz. ¿Te ha quedado claro?

Iván se quedó quieto y levantó ambos brazos en un gesto conciliador. Como se le ocurra sacar el arma…

—Está bien, Yura.

—Mandela —gritó el Überführer, y se le acercó poco a poco.

El negro levantó de pronto el arma. Clac. Le había quitado el seguro. El Überführer se quedó inmóvil.

Iván maldecía para sus adentros. La situación se estaba poniendo seria. Jodidamente seria.

—Ni se os ocurra tratar de detenerme —advirtió Mandela—. Por favor. Sois amigos míos. No querría tener que dispararos. —Los recorrió con su mirada desafiante—. Pero si es necesario, lo haré.

—¡Negro de mierda, te vas a morir! —gritó de pronto el skinhead—. ¡Hazme el favor de volver a ponerte la máscara! ¡Si no quieres que te arree ahora mismo!

Una breve ráfaga al aire quebró el silencio.

«Qué puta mierda, sólo nos faltaba esto —pensó Iván—. Lo que tendríamos que hacer es marcharnos de aquí cuanto antes.»

Los dolores que el digger sentía en el cogote no auguraban nada bueno.

—¡Mandela, sin ti no podremos cargar con la dresina! —gritó Kuznetsov.

¡Ese muchacho es listo!

El negro sonrió.

—Un buen argumento —respondió—. Pero, por desgracia, llega demasiado tarde. Adiós, amigos. Nos veremos en la próxima vida. O tal vez no volvamos a vernos jamás. Otra cosa. No me sigáis. No os serviría de nada.

Mandela se alejó poco a poco con el arma en ristre.

—¿Por qué? —preguntó Iván para ganar tiempo.

—¿Que por qué lo hago? —Mandela se detuvo y negó con la cabeza—. Cuando íbamos de viaje hacia la central nuclear, aún pensaba que allí encontraríamos algo que nos diera alguna esperanza. A todos nosotros. A la humanidad. Lo que fuera. ¡No lo sé, algo! Pero nos encontramos con que allí vivía tan sólo un viejo inútil que utiliza un reactor nuclear para calentarse el té. ¿No os parece que es una metáfora apropiada para toda la humanidad? Los seres humanos siempre hemos hecho lo mismo. No tenemos por qué disimularlo.

—¿Y su hijo? —replicó el Canoso en voz baja.

Mandela se sorprendió. Luego negó violentamente con la cabeza, como si quisiera librarse de pensamientos incómodos.

—Su hijo… ése sí que es una esperanza. —Sonrió—. Pero no para nosotros, no para la humanidad.

—Pues entonces, ¿para quién?

—Para criaturas semejantes a él. ¿Lo entendéis?

Iván se puso en pie.

—Otro ecosistema —dijo—. Pertenece a otro ecosistema.

—Exactamente —confirmó Mandela. El viento desgreñaba sus recios cabellos negros—. Es un parásito. No nos dimos cuenta en seguida de que el presunto hijo es un parásito. Pero de eso se trata. Con el tiempo, todos nosotros vamos a transformarnos en anfitriones de semejantes criaturas. Yo no quiero vivirlo. De ningún modo.

Silencio. El murmullo del viento.

—Pero… —Iván habría querido responderle algo, pero Mandela no le dejó hablar.

—¿De verdad os habéis creído que el viejo busca cadáveres para darles un entierro digno? —El negro enseñó los dientes. Una media luna blanca sobre fondo negro—. Y un cuerno. Son para alimentar a su maravilloso hijo. Y para tranquilizarse la conciencia planta cruces en las tumbas vacías.

—Todo eso son disparates —respondió el Überführer, pero no lo dijo con mucha convicción.

—Adiós —se despidió Mandela.

Iván parpadeó. El negro levantó la mano y les hizo un gesto. Luego se volvió y se echó a caminar junto a los vagones. Iván le vio pasar al lado de la locomotora diésel. El gigante herrumbroso, de color entre rojizo y azulado, estaba inmóvil sobre la vía y parecía perplejo, como si el desarrollo de los acontecimientos lo hubiera sorprendido. Probablemente era la primera vez que se encontraba con seres humanos desde hacía veinte años. Pero no había cambiado nada. Los seres humanos se peleaban. Como siempre.

—Qué idiota —dijo el desconcertado Überführer.

Iván se volvió bruscamente hacia él, levantó el brazo y… zas.

El skinhead se cayó sobre el balasto. Totalmente perplejo, levantó los ojos hacia Iván.

—¿Te has vuelto loco?

Iván se agachó sobre él y le apretó el pecho con el puño cerrado.

—Eres un fascista de mierda y encima inepto, ¿lo has entendido? ¡Y ahora ponte en pie! Tenemos que continuar.

—¡Uno, dos… aaarriba! —ordenó Iván.

Las aristas del marco se les clavaban en los dedos. La dresina era todavía más pesada que antes. Por supuesto, ya que eran uno menos para levantarla.

En la lejanía retumbó, de pronto, un grito estremecedor. Luego un disparo. Gritos de dolor. Pataleo.

Una ráfaga. Otra.

¡Mandela!

—¡Soltad! —ordenó Iván. La dresina cayó estrepitosamente sobre el balasto. Los dedos estaban entumecidos y dolían—. ¡Deprisa!

Iván sacó el fusil de la dresina y corrió tras el Überführer.

Cuando llegaron a la altura de la locomotora diésel, todo había terminado ya. Los cadáveres de dos bestias, destrozados por las balas, yacían sobre el balasto. Una carnicería. De los agujeros que se habían abierto en su pellejo cubierto de vello rezumaba un líquido oscuro. No se parecía en nada a la sangre. Más bien parecía barro. Las patas de una de las bestias aún se agitaban.

Hocicos cortos, casi redondos. Unas fauces como si alguien les hubiera abierto la cabeza como una bolsa con cremallera. Cientos de dientes pequeños y marrones.

El negro estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la locomotora. La pintura roja estaba carcomida por la herrumbre y se desprendía. La sangre de Mandela, al mancharla, parecía negra. Sostenía el fusil con una mano y con la otra se apretaba el vientre. La sangre le brotaba a borbotones entre los dedos.

El hombre y la locomotora.

La cúspide de la creación y su obra. Incluso el monstruo de hierro oxidado era más próximo al ser humano que las criaturas que yacían a los pies de Mandela.

En cuando el skinhead e Iván llegaron corriendo, Mandela levantó la mirada. Estaba sonriente.

Su respiración era superficial. Borboteaba y siseaba.

—No… no he llegado muy lejos, ¿eh?

—Aguanta, hermano —dijo el Überführer para alentarle—. Vamos a vendarte.

Mandela levantó la cabeza con gran esfuerzo y miró al skinhead. Con el blanco de los ojos. Las pupilas se le habían encogido por el dolor.

—¿Hermano?

—Hermano —confirmó el Überführer.

—Soy negro. ¿Lo has olvidado?

Mandela trató de inclinarse hacia delante. El skinhead lo obligó a recostarse de nuevo.

—¿Negro? ¡Ah, sí! —El Überführer hizo un gesto como para negarle toda importancia al hecho. Sacó vendas de gasa y un tubo de goma—. No, no eres negro.

—¿Ah, no? —respondió el sorprendido Mandela—. ¿Qué soy entonces?

—Un tío muy moreno… y yo qué sé, joder. En cualquier caso, eres una persona como las demás. No se te puede comparar con los Vegetarianos.

—Ah, ya. —Mandela sonrió sin apenas fuerzas. Su rostro se había quedado pálido como el de un cadáver—. Oye, Über, eres un tío muy raro. Tú mismo… —dijo, tragando saliva entre espasmos—, tú mismo no sabes lo que quieres…

La luz se extinguió de sus ojos. Poco a poco su cabeza vino a reposar sobre el pecho.

El Überführer arrojó la venda a un lado y gritó una palabrota.

Iván se acercó a la bestia medio muerta y le apuntó a la cabeza con el fusil. Un grumo de carne convulso. Sus ojos parecían decirle: «¿Qué se os ha perdido aquí? Éste es nuestro reino.»

Iván tiró del gatillo. Un fogonazo iluminó la oscuridad. Se oyó el estruendo del disparo. Como el traqueteo de las ruedas de los vagones cuando pasan por el cruce entre dos vías.

Iván levantó los ojos.

—Vamos —le dijo al Überführer—. Tenemos que marcharnos de aquí.

El demonio gris observa mientras los cuatro hombres se alejan. Van montados en una máquina peculiar que hace un ruido de mil diablos y se mece de un lado para otro. Habría podido darles caza con suma facilidad si hubiese querido. Pero ahora no. Después de la lucha contra el hombre árbol se siente débil.

El demonio gris se yergue sobre sus piernas largas y flacas. Se tambalea.

Es el momento para un poderoso grito de llamada.

Media hora más tarde, los diggers dejaron atrás la estación Universitetskaya. El traqueteo metálico de las ruedas era su constante compañía. Babam, ba-bam, ba-bam. La dresina pasaba junto a poblaciones y andenes desiertos. Junto a casas que se habían venido abajo y desaparecían bajo una vegetación entre marrón y verde. Junto a fábricas abandonadas y terrenos llenos de coches cubiertos de herrumbre.

Destrucción por todas partes.

Una vez y otra aparecían siluetas aladas en el cielo que clareaba. Debía de faltar, como mucho, un par de horas para el alba. Cada vez que las bestias gritaban en lo alto, los diggers sentían un escalofrío en la espalda.

En cierta ocasión, una de las «aves» caló sobre ellos. Sobre la dresina. Los diggers reaccionaron a tiempo, bajaron por el terraplén y se pusieron a cubierto. El Überführer se tendió de espaldas y apuntó al cielo con el cañón de la ametralladora.

Salieron bien parados. El feo lagarto volador, o lo que fuera aquella criatura, pasó a unos cincuenta metros de altura por encima de ellos, aleteó un par de veces con fuerza y luego volvió a elevarse poco a poco. Volaba con la elegancia de un ladrillo, pero volaba.

Poco más tarde, por fin se hizo de día. Iván reflexionaba. Si no lograban llegar a la estación Baltiskaya, tendrían que buscar refugio en algún lugar. Las estaciones Avtovo, Kirovski Savod y Narvskaya eran tabú para ellos. Y la línea férrea terminaba en la estación del Báltico.

Atravesaron un bosque que se había transformado en marisma. Los troncos de los árboles sobresalían de un marjal que gorgoteaba y burbujeaba. En un determinado lugar, el balasto de la vía estaba tan socavado que los rieles se habían salido de su lugar y se habían movido la mitad de un palmo. La dresina pasó a todo vapor por la difícil vía. Se movía tan bruscamente hacia uno y otro lado que tuvieron la sensación de que en cualquier momento se saldrían de la vía y se hundirían en las aguas pantanosas.

En cuanto hubieron atravesado el bosque, el viaje se volvió más tranquilo. Volvieron a encontrar casas a mano derecha. En esta ocasión se trataba de un barrio de aspecto urbano, con edificios de entre cinco y siete pisos. Bloques de hormigón altos y grises, casi sin ventanas.

Iván se tranquilizó al contemplar las estampas familiares de la ciudad, aun cuando pudiera parecer extraño. Por allí corrían toda suerte de bestias. Más que en el bosque.

Ba-bam, ba-bam. Aparte de eso, un silencio de muerte.

Una y otra vez oyeron en la lejanía los ladridos de los perros pavlovianos. Una y otra vez, sombras grises atravesaban en silencio las vías frente a la dresina. En varias ocasiones vieron también animales más grandes. Algún monstruo que caminaba sosegadamente a cierta distancia. Se oían crujidos y chasquidos. Como si la bestia pisoteara matorrales, edificios antiguos, ruinas y vegetación joven sin preocuparse por los daños que causaba.

—Mira.

El Überführer le pasó los prismáticos a Iván, el cual los sostuvo a la altura de los visores de la máscara. Al principio lo vio todo doble. Entonces ajustó los prismáticos y reguló su precisión. Bueno. Estupendo…

Allí, a lo lejos, unas extrañas criaturas caminaban por una gran masa de agua (¿un lago?). Hay que decir que los prismáticos de la Marina, con sus veinte aumentos, acercaban mucho el paisaje. Las bestias se erguían sobre unas patas largas y desgarbadas, y tenían rodillas que, como las de los humanos, se doblaban hacia delante. En las cuatro patas. Eran grotescas en extremo, como una parodia de dos humanos que caminaran uno detrás del otro. En medio del estanque se encontraba un edificio redondo, de color amarillento, con una cúpula.

—¿Qué es eso?

—Peterhof —respondió el Überführer, haciendo un gesto de desagrado.

El Canoso asintió:

—En otro tiempo hubo allí un maravilloso parque. Sobre todo en otoño tenía un encanto especial. Ahora se ha transformado en una reserva para esos monstruos.

—¿Y eso de ahí? —Iván les indicó con la cabeza una amplia franja de vegetación que se encontraba a la izquierda de la vía férrea.

En un primer momento había pensado que sería uno de tantos bosques muertos. Pero entonces se fijó en que las ramas de los gigantescos árboles estaban trenzadas con lianas, y los árboles atados entre sí como con cuerdas. Se quedó con la idea de que se trataba de un organismo único y unitario. E Iván tenía la sensación de que el organismo les observaba atentamente.

«Ah, qué disparate —pensó—. Pero, con todo, no se me ocurriría entrar en ese bosque.»

—Qué verduras más raras —dijo el Überführer.

Ba-bam, ba-bam, ba-bam. Murmullo de motor.

«La muerte absurda de Yura Mandela… pero ¿por qué absurda?»

Iván sintió de nuevo el grumo de mercurio en el cogote y se agitó. La presión volvió a ceder. Como si, por causalidad, hubiese interceptado una mala mirada. Y como si el alguien a quien se debía esa mirada estuviera muy atento a no delatarse.

—Ya casi hemos llegado —dijo el Überführer.

Se les pusieron a la vista los bloques de edificios de la ciudad.

La vía férrea pasó entre naves industriales y edificios de viviendas. Todos ellos estaban deteriorados y desiertos. Por sorprendente que pueda parecer, las gigantescas fábricas parecían más vivas que las viviendas. Una imagen grotesca.

Al otro lado del muro de hormigón que protegía el recinto de una fábrica, Iván descubrió unas formas grises y redondeadas. Parecían nidos de avispas como los que había visto en libros infantiles. Pero eran mucho más grandes. Tendrían cinco o seis metros de altura. «A las avispas no hay que irritarlas —pensó Iván, y apartó la mirada—. De acuerdo con el lema: si yo no las miro, no se van a fijar en mí.»

Poco más tarde, la dresina avanzaba entre los bloques de viviendas. A derecha e izquierda había barreras de hormigón torcidas, en las que frecuentemente se veían boquetes.

Kuznetsov fue el primero en verlos.

—¡Allí! ¡Allí! —gritó, señalando a la derecha.

Iván se volvió. Tres, no, cuatro perros pavlovianos habían salido de un edificio de viviendas alejado, de cinco pisos, y corrían hacia ellos. Todos ellos al mismo paso, como si los hubieran sintonizado con una misma longitud de onda.

La dresina sufrió una sacudida y crujió. El motor zumbó. Con todo el ruido que hacían, era sorprendente que hasta ese momento no hubieran llamado la atención de ninguna bestia. Pero la dresina iba bastante rápido. Las posibilidades de dejar atrás a los perros no eran pocas.

Iván le dio una palmada en el hombro al Canoso:

—¿No podríamos acelerar?

El viejo skinhead asintió y tiró de la palanca del gas. El motor aulló y la dresina se aceleró. Un crujido metálico en el engranaje. El Canoso había puesto otra marcha. El rechinar de las ruedas sobre las vías herrumbrosas se volvió tan fuerte que era insoportable. Iván apretaba los dientes. Los perros —ya eran más de diez— se fueron quedando atrás.

«Los hemos dejado atrás —pensó Iván con alivio—. No nos queda mucho para llegar a la Baltiskaya. Quizá tan sólo un bloque de viviendas.»

—¡Alto! ¡Parad! —gritó de pronto el Überführer—. ¡Frenad!

El Canoso tiró de la palanca. Las almohadillas de freno rechinaron con sonido lastimero y arrojaron chispas.

El frenado de la dresina había sido tan brusco que Iván había estado a punto de salir volando como en una película. En el último instante logró agarrarse a una barra.

—¿Qué ocurre? —gritó.

El Überführer estiró el cuello, empleó la mano como visera y miró al frente. Amanecía. Les quedaba poco tiempo para que la luz los cegara.

El skinhead silbó entre dientes.

También Iván se había puesto en pie y contemplaba la desagradable sorpresa.

Una ola de color entre púrpura y gris se abatía sobre la dresina. Una ola de cuerpos. Las bestias avanzaban en un orden casi militar, aunque fueran todas distintas en tamaño y actitud. Perros pavlovianos, alfiles grises, así como esos animales nuevos a los que las fauces les llegaban hasta el cogote. En el extremo derecho incluso caminaba torpemente un gran soldado hambriento.

«Bueno, en realidad no son tantos —pensó Iván—. Pero es extraño que nos ataquen todos a la vez. Como si alguien se lo hubiera ordenado. Normalmente esos tipos de bestias no se soportan. Mierda. ¿Cómo es posible algo así? Por suerte, no viene con ellos ningún conductor. Y tampoco ningún cocineror. Si no, la situación habría estado muy jodida.

Kuznetsov se volvió hacia Iván en busca de ayuda. Hasta su máscara antigás parecía aterrorizada.

—¿Qué vamos a hacer, jefe?

Iván calibró la situación. Tenían que apañárselas de algún modo para llegar hasta las casas. Una vez allí, podrían levantar una barricada.

—Ahora sí que lo tenemos crudo, queridos míos —dijo el Überführer, pensativo. Apoyó el cañón de la ametralladora sobre el bípode, abrió el cierre, colocó cuidadosamente el cinturón y volvió a cerrarlo—. Siempre me había sentido identificado con Schwarzenegger.

Tiró de la palanca de cierre y volvió a soltarla. Rach. Clac.

Estaba a punto.

—¿Con quién? —preguntó Iván.

—En otro tiempo hubo un famoso héroe de acción. Ya de niño lo seguía con entusiasmo y quería parecerme a él. Pásame otro cinturón —ordenó al Canoso. Éste asintió.

El Überführer se plantó en el suelo, abrió las piernas, se apoyó sobre las puntas de las botas y se inclinó sobre la ametralladora.

—Bueno, pues vamos a empezar —dijo, como de pasada.

Iván le hizo un gesto a Kuznetsov para que se le acercara. Ellos dos se encargarían de los perros que vinieran por detrás.

—¿Estás a punto? —preguntó Iván.

No veía lo que pasaba a sus espaldas.

«El Überführer y el Canoso lo van a conseguir —pensaba—. Tienen que conseguirlo. ¿Y si no? Entonces, nuestra expedición habría terminado. Y Krassin y Astrólogo habrían muerto por nada.

»¡Jamás en la vida! Aún no hemos mordido el polvo.»

Iván hincó la rodilla en el suelo y empuñó el Kalashnikov. Kuznetsov, a su lado, se preparó para disparar.

La espera fue un tormento.

Y entonces tuvieron mucha suerte. Iván apuntó al perro pavloviano que se les había acercado más.

—¡Fuego! —ordenó.

A sus espaldas se oían las ráfagas de la Degtyaryov.

Los diggers rechazaron con éxito el primer asalto.

Iván se volvió. A su derecha había una casa de cinco pisos.

—¡Para allí, corriendo! —ordenó—. Antes de que regresen.

Kuznetsov corría en cabeza. Se acercaba ya al edificio. Le faltaban tan sólo unos pocos pasos…

De repente, una sombra apareció a la entrada de la casa y se arrojó sobre el joven miliciano. Kuznetsov blandió en alto su fusil.

Ra-ta-ta-ta. Los disparos perforaron el cielo de San Petersburgo. Kuznetsov cayó al suelo. Poco a poco… como en un sueño.

Entonces, Iván vio que Kuznetsov estaba tumbado de espaldas. Sobre él había una bestia flaca y negra, que no se decidía entre ser un perro o una rata.

El Überführer disparó una ráfaga a la altura de la cadera. La bestia se estremeció y se apartó de su víctima. Un chillido estridente. A causa del retroceso, el skinhead se cayó de culo y gritó una palabrota.

El Canoso vino corriendo, apuntó, y con un único disparo acabó con la bestia. El chillido se interrumpió en seco.

Iván y el Canoso agarraron a Kuznetsov por los sobacos y lo llevaron hasta la entrada de la casa. Iván les hizo un gesto con la cabeza para indicarles que subieran. Cuanto más arriba, mejor. Mientras arrastraban a Kuznetsov escaleras arriba, las botas de éste golpeaban los escalones. Al mismo tiempo, las levantaba violentamente, sin coordinación. Resultaba casi cómico.

Al llegar al segundo piso, Iván vio una puerta de madera y le dio una patada. La arrancó de su quicio. Metieron a Kuznetsov en el apartamento y lo dejaron en la cocina, con la espalda apoyada contra la pared. Al apartarse de él, Iván se dio cuenta de que llevaba el guante manchado de sangre.

Misha.

Iván se inclinó sobre él y le sacó la máscara antigás. Ya daba igual.

—Animal de mierda —tartamudeaba el consternado Kuznetsov.

Tenía un corte profundo en la cabeza desde el que le manaba la sangre sobre el rostro sudoroso. Agarró el fusil y lo atrajo torpemente hacia sí.

—No importa. Voy a… a quedarme un rato aquí sentado, jefe. ¿De acuerdo?

Iván arrojó la máscara antigás a un rincón y se agachó.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

Kuznetsov trató de sonreír. Le habían quedado los labios pálidos. Tenía el rostro blanco.

—No muy bien, jefe. Esa bestia… me ha pillado. ¿Cómo ha podido suceder? He sido demasiado lento. Pero soy un digger. Soy un di… —Trató de respirar y se quedó a la mitad. Como si lo hubieran desconectado.

La cabeza se le quedó colgando sobre el pecho.

Murió con el fusil en el brazo.

—Eres un digger, Misha. Un digger de verdad.

Iván se puso en pie. Había llegado el momento de ir a por las bestias. «No, alto.» Iván se inclinó una vez más, agarró el fusil que se había quedado en el brazo sin vida de Kuznetsov y le sacó el cargador que llevaba en el chaleco.

Kuznetsov no reaccionó de ninguna manera. Sus ojos grises se habían quedado sin luz y no miraban a Iván.

El digger tomó una granada, le quitó la anilla y la preparó bajo el brazo de Kuznetsov. La tercera regla: no abandonar el cadáver de un camarada caído para que las bestias se lo coman.

«Lo siento, Misha, pero no puedo hacer nada más por ti.»

Después de instalar la ametralladora en la repisa de la ventana, el Überführer contemplaba su último cinturón de cartuchos con rostro pensativo.

—Apenas nos queda munición. En una vida anterior lo llamaban crisis financiera.

Iván cambió el cargador. No sabía a qué se refería exactamente el skinhead con lo de crisis financiera, pero, en cualquier caso, les quedaban muy pocos cartuchos. El ruido que se oía fuera de la casa era cada vez más fuerte: gruñidos, aullidos, gimoteos y pisotones.

¿Cuántas bestias debía de haber?

—Nuestra única esperanza es que se les acaben los monstruos —dijo el Überführer, y abrió fuego.

A base de carreras breves entre posiciones resguardadas lograron dejar atrás la mitad de un bloque de viviendas. Estaban casi en la estación del Báltico cuando de pronto apareció un corredor y derribó al Canoso contra el suelo. Antes de que pudieran acribillarlo, hundió las garras en el muslo del skinhead. O las púas. Iván no había logrado ver bien qué era lo que el monstruo tenía en las zarpas.

¡Maldita sea! Tuvieron que refugiarse de nuevo en un apartamento. Una vez más, el aullido de las bestias frente a la casa. No podrían escapar de allí con el herido. El viejo skinhead lo sabía igual de bien que sus camaradas.

El Canoso apartó al Überführer y se puso en pie. Tenía el pantalón empapado en sangre.

—¡Dima! —protestó el Überführer.

—¡Lárgate! ¿Dónde tengo el arma?

—Aquí. —Iván le puso en la mano al Canoso la gastada Saiga.

—Yo les detendré, no os preocupéis —dijo el viejo skinhead, y sonrió—. Desde la niñez he soñado con poder decirlo algún día: que les vaya bien, mis señores mosqueteros. Espero que volvamos a encontrarnos en circunstancias más felices.

—¡Dima! —El Überführer se levantó de un salto. Se volvió hacia Iván en busca de ayuda—. ¡Y tú, di algo!

—Déjalo —dijo el Canoso, sosegado—. Über, no me estropees el discurso de despedida. ¡D’Artagnan… cartuchos!

Sin decir palabra, Iván le pasó un par de cargadores sujetos con cinta aislante.

—Una granada.

Iván le dio una.

—Cuchillo, gafas —dijo el Canoso para terminar el pedido—. Y ahora, marchaos.

El viejo skinhead se volvió. Con toda su tranquilidad, depositó el arma y la munición en el marco de la ventana.

«Qué cosas —pensó Iván, mientras contemplaba la espalda de aquel hombre malherido—. Sea o no sea un fascista, no se puede decir que le falte valor.»

—Yo los detendré, no temáis.

Dos casas más allá, Iván y el Überführer vieron claro que no podrían librarse de las bestias.

Se oyó un disparo en la oscuridad. Se detuvieron un instante e intercambiaron miradas. Los visores redondos de la GP-4 barata relucieron a la luz del alba.

Iván lo dio a entender con gestos: «Adelante.» Y: «Oídos atentos.»

El Überführer asintió.

Atravesaron un patio a la carrera. Oyeron a sus espaldas el colérico aullido de las bestias. Se detuvieron unos instantes para recobrar el aliento. El skinhead buscó dentro de su bolsa.

—¡El muy cerdo! — exclamó de pronto.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—El hijo de puta del tendero, que me coló una granada sin detonador. —Le enseñó a Iván la granada de mango RKG-2 y el tubito del detonador cubierto de plomo.

—Pues qué mierda —corroboró Iván—. Bueno, ¿qué pasa? ¿Es que queremos echar raíces aquí?

Corrieron hasta la siguiente entrada y se atrincheraron en un apartamento de la planta baja. El Überführer se quitó la máscara de la cabeza. El rostro sudoroso le brillaba.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Iván.

—Tengo calor —respondió el skinhead—. Y, por lo demás, muchacho… no me quedan ya ganas de ir por ahí con una máscara antigás. Mandela… Yura tenía razón. Este mundo tiene que cambiar.

Iván arrugó la frente.

Había llegado el momento de filosofar sobre el destino de la humanidad. Cuando ya no les quedaban cartuchos.

Las bestias les perseguían con frustrante obstinación. Y en algunas ocasiones, Iván creyó ver la figura del «pasajero» en la lejanía. ¿O tan sólo se lo había imaginado?

«No.» Iván negó con la cabeza. No se lo había imaginado.

«Y si no estoy equivocado —pensó el digger—, entonces nuestro “pasajero” no es otro que el legendario blokadnik. Pero no voy a poder contárselo a nadie.»

—¿Vas a venir a mi boda?

El Überführer se apartó de la ventana y miró a Iván.

—¿Me invitas?

—Sí.

—¿A un fascista de mierda y encima inepto?

Iván sonrió.

—No, Andrey. A un camarada y… digger. Bueno, ¿qué? ¿Vas a venir?

El Überführer inclinó su cabeza rapada, que había vuelto a cubrirse de pelos grises y duros, y contempló a Iván con sus ojos azules y taimados.

—¿Y si voy de verdad? —El Überführer tiró de la palanca de tensión. ¡Clac! La palanca retrocedió. Ya estaba—. ¿No lo lamentarías?

—Por supuesto que lo lamentaría, pero, de todas maneras, espero que vayas —contestó Iván.

El digger abrió el cierre del Kalashnikov. Ya no quedaban cartuchos dentro. Siempre lo mismo. Agarró el cargador de repuesto y lo vació en la mano: tan sólo le quedaban dos cartuchos. Los metió en el cargador. Entonces se volvió hacia el Überführer.

—¿Qué? ¿Cantamos?

—¿Y por qué vamos a cantar?

El Überführer apoyó el fusil ametrallador en el marco de la ventana. Los cartuchos se habían acabado. Afuera, tras la pared de la casa, Iván oía el correteo de las bestias descontroladas y los resonantes pasos pesados, de pesadilla, del blokadnik.

—Porque sí. —Iván sonrió. Se sacó una granada del bolsillo de la chaqueta y la colocó a su derecha. El cuchillo, a su izquierda—. Lo he visto en una película. Dos amigos se quedan sin cartuchos y uno le dice al otro: «Si cantamos una canción, el enemigo se asustará. Y se marchará.»

El Überführer suspiró. Empuñó la escopeta de doble cañón y cargó el último cartucho. Los gatillos hicieron un clic.

—¿Piensas que el enemigo se enterará y se asustará de verdad? —preguntó el skinhead—. Yo también he visto la película.

—En realidad, no. Pero podríamos intentarlo.

Silencio.

—Cantemos, camaradas de batallas… por la gloria de Leningrado —cantó el Überführer en voz baja. Más que cantar, casi hablaba.

—La fama de la ciudad heroica… —cantó Iván al unísono.

—… llega al mundo entero.

—Nuestros padres lucharon por ella, sonaron los cañones…

—A la de tres —susurró Iván.

El Überführer asintió brevemente y siguió cantando.

—Y siempre desafía a todo enemigo…

Iván se asomó a la ventana y arrojó la última granada en medio de la jauría de monstruos.

—… nuestra eterna Leningrado.

¡Pum!

El Überführer se volvió hacia Iván. Éste asintió: «¡Vámonos!»

—¡La ciudad santa, que viva! ¡La ciudad eterna, que viva!

Con el estribillo en los labios, salieron por la puerta del edificio. Iván disparó sus últimos cartuchos a la cabeza de un corredor. La bestia se tambaleó. Iván se arrojó sobre ella y la golpeó con la culata del Kalashnikov. Una y otra vez. Brotó una sangre extraña, más parecida al agua.

Un estampido a espaldas del digger. El último disparo de la escopeta de doble cañón. Palabrotas muy vulgares del Überführer y golpes sordos de un objeto duro que se estrellaba contra carne blanda.

Iván se volvió. El Überführer arrojó lejos la escopeta de doble cañón, que se le había doblado, e hizo un gesto con la cabeza.

Se marcharon corriendo.

Las ruinosas murallas de la ciudad santa contemplaron con satisfacción a los descendientes de los antiguos héroes.

—Márchate ahora —dijo el Überführer, y se sacó la granada del cinturón.

Un monstruoso perro pastor se había plantado frente al skinhead. Tenía los ojos turbios, como cubiertos por un velo de niebla. Gruñía.

—¿Y tú? —preguntó Iván.

En su Kalashnikov tampoco quedaban cartuchos.

—Yo me preocupo por mis circunstancias y tú por las tuyas. Márchate con tu prometida. Vete de una vez. Yo te seguiré. —El Überführer se despidió de él con la mano que tenía libre—. Mucha suerte.

El perro pastor le enseñó los dientes y saltó. El Überführer levantó el brazo.

Zac. Un gañido.

El skinhead agarró la granada de mango cual lanzador de béisbol y golpeó al perro echado en el suelo hasta que éste enmudeció. Quedó cubierto de sangre y al fin lo dejó tranquilo.

El Überführer respiró hondo. Allí arriba se respiraba con tanta facilidad… era simplemente fantástico.

—¡El ser humano es la cúspide de la evolución! —gritó—. ¿Es que no lo sabíais, bestias malditas por Dios? Desde el Amur hasta las orillas del Danubio, desde la taiga hasta el Cáucaso, el hombre camina con alegría por nuestra tierra… —El red skin caminaba a grandes zancadas, en libertad— … y la vida fue gozo y bienestar.[32]

De pronto, oyó pasos a sus espaldas y olió un aliento fétido que brotaba de unos pulmones monstruosos.

El Überführer se detuvo e inclinó la cabeza con recelo.

«Pero la vida siempre nos da sorpresas. Tan buen punto nos felicitamos por estar en lo más alto de la pirámide alimentaria, aparece otro que lo ve de otra manera.»

El Überführer se volvió. Marchó hacia la bestia con la granada de mango ensangrentada en la mano.

Ahora sí que va a ser divertido.

—¡Animal de mierda! —clamó—. No tienes ni idea de con quién te enfrentas. ¿Qué te pasa, engendro? ¿Estás cagado? Te enfrentas a skins, ¿lo entiendes?

El monstruo gris soltó el aliento poco a poco. Y volvió lentamente la cabeza.

—Si hasta me das pena —dijo el Überführer—. De verdad.