18-Laes

SOMOS de Kronstadt —dijo el Überführer.

Iván negó con la cabeza. Una vez más, un chiste incomprensible.

—Bienvenidos —respondió el viejo. No llevaba ninguna máscara antigás especial, tan sólo una máscara de respiración sencilla, de color blanco, abierta por un lado, sujeta únicamente con una correa—. Hace mucho que os esperaba.

Iván enarcó las cejas.

—¿A nosotros? —Miró a su alrededor. Mandela, el Überführer, Kuznetsov, el Canoso, el propio Iván. ¿Y bien? ¿A quién había podido esperar?—. Bueno, pues, si así es, ya estamos aquí.

El viejo asintió. Los hizo entrar en el edificio y los guió hasta una sala con un revestimiento metálico brillante. Antes de abrir la siguiente puerta, Iván presintió lo que se ocultaría al otro lado. Y no se engañaba. Una gigantesca sala de duchas. Más grande que cualquier otra que Iván hubiera visto en su vida. Las voces de los diggers resonaban en los azulejos de color amarillo pálido con revoque gris. Un eco húmedo y sonoro.

El viejo les enseñó a abrir el agua. Salía caliente de los herrumbrosos brazos de ducha. Casi quemaba. Iván se puso bajo la ducha con la máscara antigás. El repiqueteo del agua sobre la cabeza, los hombros y la espalda era ensordecedor. El líquido caía en cascada sobre los visores.

Los diggers se limpiaron el polvo radiactivo que les había quedado adherido a la ropa, un proceso llamado «descontaminación». Iván se acordaba de la última vez que le había llevado sus cosas a Katya en el centro de salud de la Vassileostrovskaya. Había sucedido mil años antes. Como mínimo.

Pasaron al vestuario por una sala que hacía las veces de esclusa. Los trajes de goma empapados crujieron mientras se los quitaban. En el vestuario había taquillas de hojalata barnizadas en color verde y gris. Una de ellas estaba abierta. En su interior había una toalla vieja.

—Podéis quitaros las máscaras antigás —dijo el viejo—. Esto está esterilizado.

En cuanto se hubieron cambiado, Iván se volvió hacia el viejo.

—Me llamo Fyodor Bakhmetyev y soy, si les parece bien decirlo así, el encargado de este reactor. —En el rostro del viejo apareció una sonrisa que parecía totalmente franca, pero que, sin embargo, resultaba algo forzada, como si los músculos de su cara se hubiesen olvidado de cómo hacerla.

Antes de la Catástrofe, Fyodor Bakhmetyev trabajaba de ingeniero jefe en la central nuclear y había sido responsable del abastecimiento y funcionamiento del reactor principal. En el día de la Catástrofe, había querido regresar al vestíbulo por el reactor principal, porque se había olvidado la llave. («Ironías del destino», decía el viejo.) Mientras estaba allí, se activaron los sistemas de cierre automático de puertas y se quedó atrapado.

—Habría podido sucederle lo mismo a cualquiera —contaba el viejo—. Simplemente tuve suerte. Bueno…

En el momento en que las puertas se cerraron automáticamente, había pensado que iba a morir. Luego resultó que aquello había sido su salvación.

—Preferiría no contar en detalle cómo me han ido las cosas —dijo Fyodor—. Es una historia larga y no muy entretenida. Lo importante es que sobreviví. Y que regresé al trabajo. A mi trabajo, je, je. Todavía trabajo. Un reactor como éste es una máquina bastante sensible. Pero si se le cuida como es debido, funciona como si estuviera nuevo. Gracias al reactor tengo electricidad, agua caliente, calefacción, luz, música, cine…

—Se ha montado usted una buena estufa —comentó, impresionado, el Überführer.

—Antes aún llegaban personas a la central nuclear —explicó Fyodor—. Pero no vivían durante mucho tiempo. Ya se lo pueden imaginar. Se habían irradiado hasta tal punto que era mejor no acercarse a ellos. Una vez vino una mujer embarazada… —El viejo se secó la frente. El recuerdo le afectaba físicamente—. Se llamaba Marina. La enterré detrás de la central nuclear. A ella y a su niño. —Enmudeció durante unos instantes—. Disculpen.

Silencio. ¿Qué se podía decir? Todas las historias son distintas y, al mismo tiempo, todas, en cierto modo, se parecen. La Catástrofe no había perdonado a nadie.

—Lo más asombroso, por supuesto, es que la central nuclear no quedara destruida —siguió diciendo Fyodor—. A veces ni yo mismo me lo creo.

Iván asintió. Vodyanik había dicho algo semejante.

—He oído que Sosnovy Bor era uno de los objetivos prioritarios en caso de guerra nuclear.

El viejo suspiró.

—A veces pienso que no hubo ninguna guerra atómica. Y si la hubo, entonces los científicos se equivocaron terriblemente acerca de sus consecuencias. ¿O piensa usted que habían contado con consecuencias como éstas? —Recorrió con el brazo el paisaje muerto que se divisaba desde la ventana, en el que tan sólo se erguían unos pocos árboles muertos.

—Hemos oído rumor de agua —dijo Iván—. ¿Ese sonido provenía de la central nuclear? ¿La canalización sigue intacta?

—No. —Fyodor negó con la cabeza—. Son las bombas de agua del reactor. La central nuclear se enfría con agua y después de emplearla la devuelve al golfo de Finlandia. Así contribuimos a la contaminación radiactiva. De todos modos, es muy poca cosa en comparación con la radiactividad ya presente.

—Dicho con otras palabras… —Iván vaciló—. ¿Quiere decirnos usted que el reactor aún funciona?

Fyodor miró a Iván y a su cuadrilla de diggers con cara de no haberlo entendido.

—Pues claro que funciona. Por eso han venido ustedes, ¿no?

—¿Sabe usted?, una central nuclear es un sistema cerrado que se autorregula. Si todo el personal abandona de pronto la central nuclear, no ocurre nada. Todos los sistemas siguen funcionando de manera automática, por lo menos en teoría. Una única carga de combustible sirve para varios años de funcionamiento. Se dio el caso de que el Bloque 3, mi bloque, llevaba un largo tiempo desactivado con objeto de repararlo y modernizarlo, y tan sólo inmediatamente antes de la Catástrofe lo proveyeron con material para el núcleo. Si su funcionamiento fuera normal, esto es, si funcionara al ciento por ciento de su rendimiento, habría durado cinco años. Si se reduce, como he hecho yo, el período de actividad se alarga en consonancia.

—¿Y por qué no activa usted los reactores de los demás bloques? —preguntó Iván—. ¿O es que también están activados?

Fyodor sonrió.

—No. Ya no funcionan.

—¿Por qué?

—Los he desconectado. Si no, quizá se les habría fundido el núcleo. Ése es el problema del funcionamiento automático. El reactor consume el agua de la refrigeración y el núcleo empieza a fundirse. El accidente base de diseño. Por eso los paré. No me fue nada fácil. Tengo buena intuición con los reactores, igual que un conductor puede tenerla con su coche, pero, al fin y al cabo, se trataba de reactores con los que no estaba familiarizado. Digamos que es como si se cambia de marca de coche. El cuarto bloque estaba desactivado porque habían de repararlo, así que tan sólo tuve que parar dos. El Bloque 1 y el Bloque 2. En el Bloque 2, la cosa fue relativamente rápida y no tuve problemas. Con el Bloque 1 tuve dificultades. Como un coche que circula sobre hielo. Pero ese ejemplo no les debe de decir nada.

—A mí sí —respondió el Überführer.

Parecía, literalmente, que el skinhead hubiera despertado. Iván casi se había olvidado de su presencia, porque en aquel día había estado muy silencioso.

—Ya entiende usted a qué me refiero. Hubo momentos en los que estuve a punto de provocar un desastre. Faltó poco para que esto fuera un segundo Chernóbil.

—Pero si el mundo entero ya… —El Überführer se calló a media frase y se rascó el cogote.

—En efecto.

—¿Puedo contar un chiste? —preguntó el Überführer con una sonrisa malévola, y empezó a contarlo sin esperar a que le dieran permiso, haciendo dos voces distintas para los dos personajes—: Oye, tú, el chukcha, ¿adónde vas? A Chernóbil. Tú te has vuelto loco, ¿no? Allí está todo radiactivo. Y dice el chukcha: en Moscú tenemos veinte roentgen por hora, en San Petersburgo diez roentgen por hora y en Chernóbil cinco roentgen por hora. ¡Voy a ir con toda mi familia a tomar el sol!

El skinhead les fue mirando de uno en uno y aguardó a que reaccionaran. Todo el mundo se quedó callado.

—No tiene mucha gracia —dijo por fin Kuznetsov.

Iván asintió. Aunque puede suceder que los buenos contadores de chistes hagan reír con un chiste malo.

De pronto, Mandela se puso a reír a carcajadas.

—¡Ja, ja! ¡Es que me parto! Van allí para ponerse morenos… ¡Ja, ja, ja! —Se golpeó los muslos con las manos y se retorció de risa—. No puedo resistirlo. ¡Ja, ja, ja!

El Überführer observaba en silencio la extraña reacción del negro. El rostro del skinhead parecía cincelado en piedra, las aletas de la nariz tenían el color del bronce, como el del caballo del Caballero de Bronce.

—Escucha, Mandela —le dijo por fin el Überführer—. ¿Podría ser que fueras racista?

—¿Yo? —La risa se le cortó de pronto al negro.

—Parece que este tío tenga algo contra los chukchi. —Los ojos del Überführer se entrecerraron hasta convertirse en estrechas hendeduras—. Que no se te ocurra decir nada contra los chukchi si no quieres que te parta la cara, ¿lo has entendido?

—¿Y en qué son mejores que los negros? —preguntó Mandela, enfadado.

—En que aquí no hay.

—Así, ¿pensabais en el sistema central de alumbrado? —preguntó el viejo.

—Sí, pensamos que es la central nuclear de Leningrado la que abastece al metro —respondió Mandela.

—Puede ser —corroboró Fyodor—. Tal vez la abastezca mediante cables eléctricos subterráneos. Antes de la Catástrofe se hicieron instalaciones de ese tipo para un caso de emergencia. Es posible que no seamos los únicos que estamos conectados a esos cables de reserva. En jerga técnica eso se llama «redundancia múltiple». No me sorprendería que el metro siguiera teniendo electricidad cuando se agoten las reservas de la central nuclear. En todo caso, yo no lo voy a saber. La central nuclear aún estará en activo cuando me muera. —El viejo calló por unos instantes y contempló a los diggers—. Venid, os enseñaré el sitio donde vais a dormir.

Iván asintió con gratitud. Los acontecimientos del día se les habían venido encima como el derrumbe de un túnel. Además, después de pasar la mitad de una noche con máscara antigás, el cuerpo queda fatal. Los diggers a duras penas se sostenían sobre las piernas.

Iván siguió al viejo por un corredor y, durante el camino, le pasaron por la cabeza todas las imágenes imaginables.

La central nuclear.

Es increíble.

Es verdad que todavía existe. Y que funciona.

El viejo los llevó por un laberinto de corredores. Iván no salía de su estupefacción. Las lámparas del techo daban luz diurna. Las paredes conservaban el revestimiento (¿eran placas de madera?) y estaban cubiertas de carteles en los que se leían cosas tan extrañas como: «Queridos trabajadores: ¡Acordaos siempre de los peligros de la radiactividad! El destino de la generación venidera se encuentra en vuestras manos.» Fyodor le explicó que los textos eran irónicos. Los trabajadores de la central nuclear de Leningrado los habían colgado para una fiesta que pensaban celebrar.

En los pasillos había incluso sofás y plantas muertas en enormes macetas. La penumbra ocultaba la huella de los años pasados.

«Qué lástima que Astrólogo no haya podido verlo —pensó Iván—. Y también el profesor Vodyanik.

»¿Voy a lograr dormirme sin contar con que una capa de tierra de varios metros me protege de las bestias y de la radiactividad? Tendré que acostumbrarme.

»Sin embargo… lo más probable es que me quede dormido nada más sentir una almohada bajo la cabeza. Porque estoy rendido.»

—¿Y qué es esto?

Iván miró a su alrededor. Un vestíbulo muy grande, iluminado con luces muy fuertes. Paredes blancas, desnudas, que reflejaban el brillo cegador de una docena de lámparas de luz diurna. Un suelo liso. En medio del vestíbulo había una superficie circular que constaba de centenares de recuadros de colores. Faltaban unos pocos recuadros. En su lugar había agujeros.

Bajo el techo había escalerillas de hierro y sólidos raíles. En un rincón se encontraba el alargado cilindro de una potente grúa, cuyo armazón gris llegaba hasta el techo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Iván.

—En el vestíbulo del reactor —contestó Fyodor—. El reactor se encuentra prácticamente debajo de nuestros pies. Esa superficie circular con los cuadrados de colores es el lugar desde el que se introduce el combustible nuclear en el reactor.

—Ya… ¿y por qué hemos venido hasta aquí?

—Porque éste es el lugar más seguro. Yo duermo aquí.

—¿Qué? ¿Justo encima del reactor? —preguntó el Überführer, desconcertado.

El viejo sonrió con satisfacción.

—¿Cómo que «justo encima»? Allí, en el rincón.

Iván se volvió. Efectivamente. Detrás de un anaquel de hierro en el que había todo tipo de aparatos y piezas se asomaba una frazada a rayas. El viejo era muy duro, de eso no cabía ninguna duda.

—Parece un disparate —explicó Fyodor. Yo jamás habría soñado en dormir en el vestíbulo de un reactor nuclear para protegerme de la radiactividad que proviene de fuera. Pero, de verdad, esto es lo más seguro. Bajo nosotros se encuentra un blindaje de varios metros de grosor. Lo llamamos Yelena. Y encima de la cabeza tenemos un techo de hormigón que, por lo menos en teoría, tendría que aguantar el impacto de un avión a reacción.

—Es fabuloso —dijo el Überführer, contemplando el techo del vestíbulo, admirado.

—Es el lugar más seguro en toda la central nuclear. Háganme el favor de creer en la palabra de un viejo.

—No tienes ni idea sobre blues —criticaba el Überführer—. Dime la verdad: ¿Sabrías distinguir entre el blues de Chicago y el de Texas?

—Ah, déjame en paz —respondió Mandela. Ofendido, recogió su colchoneta y se marchó a dormir en el rincón opuesto.

Ostensiblemente.

Si hubiera habido una puerta, la habría cerrado de golpe.

—¿Tienes que meterte continuamente con él, Über? —preguntó Iván—. Es un tío legal.

—Desde luego —reconoció el skinhead. Dejó caer la cabeza sobre la almohada y juntó ambas manos bajo la nuca—. ¿Crees que no me he dado cuenta? Es que me divierto puteándole, ¿no lo entiendes? Y además, piensa una cosa: soy skinhead, ¿verdad que sí?

Iván contempló el cráneo recién rapado del Überführer y se sonrió.

—Oye, a decir verdad…

—No me vengas con gilipolleces —respondió el Überführer en tono amable—. Yo soy skin y él es negro. Es un clásico ejemplo de conflicto de imagen.

—¿Eh? Pues no lo entiendo. —Iván arrugó la frente—. ¿De qué me hablas?

—Es muy sencillo. Yo soy cabeza rapada. ¿Qué hace un cabeza rapada cuando ve a un negro? Pues eso mismo. Le parte la cara. Es lógico, ¿verdad que sí? Lógico. Y si un skinhead con cabeza rapada está al lado del negro y no le parte la cara, ¿qué significa eso? Pues que está cagado. Que no tiene huevos. Así funciona la cosa, you understand?Y si un negro como él no se da cuenta de que trata con un racista en potencia y tampoco trata de partirle su cara de ario, ¿en qué situación se pone entonces? En esa misma. Así que no te metas en nuestros problemas, Iván. Mandela y yo ya nos las apañamos solos. Es una cuestión de dominancia.

—¿No habías hablado de imagen? —preguntó Iván.

—Ah, cállate —el Überführer le ordenó silencio con un gesto—. ¿Ahora voy a tener que explicarte por qué le provoco sin cesar?

—Soy todo oídos.

—No porque sea negro, sino porque es débil, ¿lo entiendes? Porque es débil. No se defiende. El día que me pegue un puñetazo lo voy a dejar en paz. Pero entretanto, lo siento, pero no se lo ha ganado. Así es la cosa, tío.

—Ajá —dijo Iván.

Era evidente que con el Überführer se había perdido un gran pedagogo. ¿Quién habría pensado que pudiera tener una vena didáctica?

El skinhead se desperezó y abrió de tal manera la boca al bostezar que se habría podido temer por el anclaje de su mandíbula inferior.

—Vamos a dormir, ¿vale? —murmuró.

Iván asintió, se echó y se cubrió con la frazada hasta la cabeza. ¿Cómo iba a poder dormir en aquella sala gigantesca? Todo se salía de lo ordinario. El espacio abierto, el techo alto. Y un suelo de plomo, o de lo que fuera.

Pero, con todo, habían alcanzado su objetivo.

Iván se encontraba mal y no conseguía dormir. Se acordó de algo que Vodyanik le había contado acerca de Pedro el Grande, el fundador de San Petersburgo. No podía dormir en salas de techo alto, por lo que siempre tenía que tender un paño sobre su cama para que le sirviera de segundo techo. Si no lo hacía así, tenía miedo de las cucarachas.

Iván bostezó. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio una cucaracha? No recordaba qué aspecto tenían.

Cerró los ojos. Pasó un buen rato así. Y luego otro.

«¡Maldita sea, esto no puede ser! Estás muerto de cansancio y no consigues dormirte.»

Se puso en pie. Todos los demás dormían. Kuznetsov respiraba de manera desacompasada, a golpes. Probablemente tenía pesadillas.

Iván encontró una lona enrollada en el suelo. Habría sido un buen techo intermedio. Tan sigilosamente como pudo para no despertar a los demás, desenrolló la lona, colocó uno de sus extremos sobre el anaquel y lo sujetó con una pesada pieza, que le recordaba el volante de inercia de un motor diésel, pero con agujeros por fuera. Luego tendió la lona sobre los durmientes y colocó el otro extremo sobre un armazón. Listo. Iván dio varios pasos hacia atrás y contempló su obra. No estaba mal.

En silencio, cual digger que anduviera por las calles de San Petersburgo, regresó a su cama plegable y se echó. La frazada aún estaba caliente. A dormir. Nada más que dormir.

—¿Jefe? —gritó alguien.

—¿Misha? —Iván abrió los ojos—. ¿Qué sucede?

Los ojos de Kuznetsov brillaron en la oscuridad. Estaba apoyado sobre el codo y miraba a Iván.

—He estado pensando… es estupendo que hayamos logrado llegar a la central nuclear, ¿verdad que sí, jefe?

En ese instante, el dicho de Enigma se le pasó por la cabeza a Iván. El camino más directo no es siempre el más corto.

—Pues claro que sí, Misha. Buenas noches y dulces sueños.

—Qué agradable volver a ver rostros humanos. —Fyodor carraspeó—. Perdón. Vivo aquí como un ermitaño. Sabe usted, en los tiempos anteriores a la Catástrofe hubo un oficio que siempre me había fascinado: el de guardafaro. El guardafaro se pasaba el año entero en lo alto de una torre, en una isla pequeña, escuchando el rumor de las olas, y les indicaba el camino a los barcos. Un oficio genial. Bueno, yo no he pasado de guardarreactornuclear. Eso no es tan romántico, pero no me quejo. Sólo que de vez en cuando siento la necesidad de intercambiar unas palabras con alguien. Además, tengo que preguntarle algo… —vaciló y se manoseó los labios, como si dudara en plantear la pregunta—. ¿Le dice a usted algo el nombre de Enigma?

Iván estuvo a punto de atragantarse con su té.

—¿De qué le conoce usted?

—Ajá. —El rostro del viejo se iluminó—. Entonces es que no me he vuelto loco. ¿Cómo le va?

—Bien. Aparte de que esté ciego.

—Eso ya lo sabía —respondió Fyodor.

—¿Sabe usted quién es?

—Por supuesto. Hemos tenido largas conversaciones por teléfono. Conversaciones casuales, por así decirlo. Me habló de su lesión. La culpa la tuvo un cañón de microondas.

Iván dejó la taza sobre la mesa. Entonces, ¿Enigma no se había inventado la conversación? Qué grata novedad.

—Entonces, ¿no es ciego de nacimiento?

—No. Pero eso ya lo sabe usted, ¿verdad que sí?

Iván asintió.

—Sí. En otro tiempo había sido digger.

—¿Qué dice que había sido?

—Bueno, sí, un hombre como nosotros. —Iván señaló a sus compañeros, que estaban sentados frente al televisor. La luz azulada de la pantalla recortaba sus siluetas en la oscuridad: Kuznetsov, el Canoso, Mandela, el Überführer—. Una especie de explorador. Sólo que mayor y más curtido que nosotros.

Fyodor asintió. Las arrugas de su frente se alisaron.

—Ajá. Ya entiendo. Según parece, un explorador curtido también puede sufrir una desgracia. Me ha contado que le ocurrió cuando quería investigar unas instalaciones secretas. ¿O un laboratorio? Ya no lo sé. En cualquier caso, le ocurrió esa… eh… esa desgracia.

Iván hizo una mueca.

—Desgracia es una palabra demasiado suave.

Una de las siluetas recortadas en azul se puso en pie y se acercó a la mesa donde estaban Iván y el viejo.

Cuando estuvo cerca, se vio que la silueta era de Mandela. Llevaba una taza con platillo en la mano.

—¿Podría tomarme un poquito de té? —preguntó educadamente—. Si es que no les causo ningún problema.

—Por supuesto, cómo no.

El viejo sonrió y le sirvió té de la tetera al negro. Se elevó un vaho oloroso. Iván contuvo el aliento por un instante. Era el aroma del té de verdad. No se podía comparar con el brebaje que se tomaba en el metro.

—Muchísimas gracias, señor —dijo Mandela.

El negro apuntó una reverencia y luego volvió al televisor.

—¿Qué es un cañón de microondas? —preguntó Iván.

De pronto, Mandela se puso con la espalda tiesa. Iván lo vio por el rabillo del ojo.

—¿Sabe usted lo que es un horno microondas? —preguntó el viejo—. ¿Como un horno pequeño para calentar la comida?

—Esto… no.

—Normalmente tienen este tamaño. —Fyodor le indicó con las manos el tamaño de un microondas—. Se emplean para calentar la comida… Digámoslo así: proyecta ondas que hacen vibrar las moléculas de agua y ésta se pone a hervir.

Iván trató de imaginarse cómo podía funcionar aquello y negó con la cabeza.

—¿Y qué problema tuvo Enigma con eso?

—Trató de abrir una puerta que tenía un seguro automático. Por suerte, se dio cuenta a tiempo de que el mecanismo se había activado y logró salvarse. Pero, de todos modos, un pequeño chorro de microondas lo alcanzó, y con eso fue suficiente.

—¿Cómo que fue suficiente?

—Bueno, digámoslo de manera simple: le hirvió los ojos.

«Ah ya —pensó Iván—. ¿No le habría afectado también el cerebro? Eso habría explicado su extraño comportamiento.»

—¿Y dónde estaba ese… esto… el cañón?

Fyodor se encogió de hombros.

—En algún lugar cercano a la estación Nevski prospekt. ¿O sería la Gostiny dvor? En cualquier caso, se encontraba por allí. Unas instalaciones secretas. Yo ya no sé más.

Iván se acordaba de su última salida con Shakilov. Había sido en la cercanía de aquella estación. El cañón en el techo que apuntaba a las piedras… y que no hizo nada. ¿Un arma automática?

También podía ser que no.

¿Podía ser que Iván se hubiera encontrado a un paso de arder en vida?

Mandela seguía allí, como si hubiera echado raíces, como si hubiese olvidado a qué había venido.

—¿Qué estáis viendo? —preguntó Iván.

En ese momento se oían en el televisor retazos de canciones y gritos teatrales:

—No os preocupéis, yo les contengo.

—Defiéndanse ustedes, señores míos.

—¡Canallas!

Y otros semejantes.

Mandela se encogió de hombros.

—La película se titula Los tres mosqueteros. Son unas aventuras muy entretenidas, aunque a veces sea difícil entenderlas.

El viejo sonrió con satisfacción.

—A mí me gusta la película Dos soldados —dijo Iván, y se volvió hacia Fyodor—. ¿No la tendrá usted por casualidad?

—Aquí hay alguien más —dijo el Canoso.

Iván se pasó la lengua por los labios secos y agrietados. Se creyó al instante lo que le decía el viejo skinhead.

—¿Qué quieres decir?

—El viejo no vive solo. Me apostaría la cabeza.

—¿Puede ser que tenga una mujer y nos la haya escondido? —aventuró Iván—. Yo, en su lugar, también lo haría. Con la pinta de cutres que tenemos…

El escéptico Canoso negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. Tal vez se trate de una mujer, quizá no. Pero nos oculta a alguien.

—¿De verdad que vive usted solo? —Iván perforó los ojos del viejo con la mirada—. Pensamos que aquí hay alguien más. ¿Cómo es que no podemos verlo? ¿O verla?

Fyodor no respondió en seguida. Iván le vio jugar con sus dedos enflaquecidos. La piel de sus manos estaba arrugada y cubierta de venas nudosas. En la parte de dentro tenía unos callos extraños.

—Aquí no hay nadie más —dijo Fyodor por fin—. Discúlpenme, querría estar solo.

Después de decir estas palabras, se marchó. Iván lo siguió con la mirada. ¿Qué podía haberle provocado esos callos? El digger se miró las manos. Estaba claro.

El mango de una pala.

A la siguiente oportunidad, Iván le habló al viejo sobre sus manos callosas. Éste, en un primer momento, no le respondió, pero al cabo de un rato exhortó al digger a prepararse para una excursión al aire libre.

«Esto se pone interesante», pensó Iván.

Frente al edificio de la central nuclear había un campo llano.

—En otro tiempo, esto había sido un césped —explicó Fyodor con la voz sorda que salía de la máscara antigás.

—¿Y ahora? —preguntó Iván, aunque ya se imaginara la respuesta.

Cruces a medio enterrar, hechas con tubos, se asomaban desde dentro de la tierra. Varias docenas. Las había con nombres. Las había, incluso, con epitafios.

—Ahora es un cementerio —respondió Fyodor.

Una bruma densa se había posado sobre la central nuclear. Las gigantescas chimeneas parecían las piernas de un monstruo que hubiera quedado oculto por el tupido velo.

Iván se acercó a uno de los sepulcros, se agachó y leyó:

—Marina K., nacida en 1993.

Sobre el pequeño túmulo había ramas de una planta de color marrón, con hojas en forma de bisturí y flores pequeñas y blancas. Iván había oído hablar de la tradición de adornar las tumbas con flores, pero era la primera vez que veía algo semejante.

«¿Quién sería esa mujer? —se preguntaba—. ¿Quizá la mujer del anciano? Quienquiera que haya sido, ahora ya me da igual.»

—Regresemos —dijo el viejo.

Iván asintió. Antes de que regresaran, se detuvieron brevemente para despedirse de los muertos.

«Un minuto de silencio por la memoria de los caídos. Ahora.» Iván bajó la cabeza.

—Los encuentro por todas partes y los entierro aquí —dijo Fyodor—. Para que tengan una sepultura digna. ¿Lo entiende usted, Iván?

—Sí. Le entiendo.

—Petersburgo es una ciudad angélica —dijo Fyodor.

—¿Una ciudad de ángeles?

El viejo sonrió con satisfacción.

—Más bien una ciudad inglesa.[31]

Se echó para atrás y se puso a leer. En voz baja, como ensimismado, y con pausas donde correspondía.

Bella y sombría como un babuino que se pasea con pipa inglesa y

paraguas inglés,

con manta escocesa y bufanda gruesa al cuello.

Habla en ruso con todo el mundo: preciso, pulcro, meditado,

de vieja estirpe leningradense. Y también sabe otras lenguas.

Extraña, entre todos, indiferente, abre luego los amplios puentes,

se adorna con obenques y chanclos, panecillos y sumideros.

Hoy no ha traído la trompeta y se ha olvidado el saxofón en casa.

Orgullosa. Orgullosa. Toca el saxofón.

—Unas patillas al estilo de Pushkin le habrían sentado bien a ese babuino —dijo la voz del Überführer.

Iván no se había enterado de que acababa de entrar en la biblioteca y se volvió hacia él. El skinhead recién rapado se apoyaba en el respaldo de una silla con sus manos nervudas. El tatuaje de la hoz y el martillo se asomaba por la manga de su camiseta. El fulgor de la llama danzarina jugaba con los rasgos angulosos de su rostro de mejillas chupadas. El rostro del Überführer era hermoso y fantasmagórico como una puesta de sol en el mundo posnuclear.

Fyodor miró con sorpresa al skinhead.

—Cierto —corroboró—. Tiene usted buen olfato para la poesía, comandante…

—Andrey —dijo el Überführer.

Había llegado el momento de ir al grano. Al fin y al cabo, no era por gusto por lo que habían emprendido aquella misión suicida en dirección a la central nuclear de Leningrado.

—Mi estación patria se enfrenta a una catástrofe —explicó Iván—. La han sellado desde fuera y la han privado de suministro eléctrico. Hemos venido aquí para que las luces de la Vassileostrovskaya vuelvan a encenderse. ¿Puede usted ayudarnos?

Fyodor enarcó sus pobladas cejas y miró a Iván con rostro pensativo.

—¿Cree usted en serio que yo podría suministrarle energía eléctrica a su estación? —preguntó—. ¿Desde aquí?

Pues sí. Eso era lo que había esperado el digger.

—¿No es posible?

—No, por desgracia, no. Enigma no debió de contárselo todo. —Fyodor parecía asombrado—. Es imposible conectar el suministro eléctrico desde aquí, Iván. La central nuclear de Leningrado es tan sólo una fuente de energía, no un interruptor. Como la pila de una linterna de bolsillo. Se lo diré con mayor exactitud: yo podría desconectar la electricidad, pero no conectarla.

Esas frases fueron como un puñetazo en la mandíbula.

Aún peor. Un absoluto desastre.

—El distribuidor de corriente… el interruptor, si podemos decirlo así… se encuentra en… bueno, ¿dónde le parece a usted que puede encontrarse?

Iván le daba vueltas al asunto. ¿Podía ser que les quedara alguna esperanza?

—¿En el metro? —aventuró con voz apagada.

—Exacto.

—Pues entonces ya podemos recoger las cosas —concluyó el digger—. Tenemos que volver a casa. Aquí no se nos ha perdido nada.

—¿Por qué se rinden ahora? —Fyodor negaba con la cabeza—. Ya entonces, cuando hablé por teléfono con Enigma, pensé en ello. Y estudié los documentos. Sí existe una posibilidad.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Iván sin grandes esperanzas.

Habían perdido ya mucho tiempo sin lograr nada. ¡Tenían que regresar a la Vassileostrovskaya! Memov había tenido razón. Iván sonrió con amargura. La historia no se escribía en las centrales nucleares. Y tampoco se escribe con absurdas misiones suicidas. Sino en los túneles del metro.

—¿Me escucha usted?

—Sí, por supuesto.

—En principio, bastaría con que conmutara usted el interruptor, Iván.

Durante unos segundos, Iván miró fijamente a los ojos de Fyodor. ¿Aquello era un chiste?

—¿Cómo tengo que entender lo que acaba de decirme?

—El suministro de emergencia del metro no se instaló de un día para otro. En el subsuelo de San Petersburgo había cierto número de instalaciones secretas desde mucho antes de la Catástrofe. Por ejemplo, instalaciones militares y búnkeres del Gobierno. Por supuesto que todo ese sistema se instaló en previsión de un posible desastre.

—¿Y adónde quiere ir a parar con todo eso?

—A que la corriente se tiene que poder activar desde el mismo sitio desde donde se consume.

—¿Cómo dice?

—Desde el propio metro. Mire. Le he hablado a usted de mi… eh… de mi hobby.

—¿Se refiere usted a sus actividades como sepulturero?

—Exacto. En primer lugar, enterré a los que habían muerto en la propia central nuclear. Y ahora escúcheme bien, Iván: pocos días antes de la Catástrofe, una comisión se presentó en la central. Eran funcionarios de alto rango: miembros de los servicios secretos, militares, gentes del Ministerio de Protección Civil. Estoy seguro de que lo que les interesaba era el suministro de corriente eléctrica a las instalaciones subterráneas. Querían hacer un control. Vino con ellos un tío interesante, que no tenía ningún título en concreto. Le llamaban simplemente «inspector». Al enterrarlo, me di cuenta de que llevaba esto encima.

Fyodor le puso un librito rojo en la mano al digger. Se trataba de una credencial militar. Iván vio un rostro severo en la foto. Uniforme del Ejército. Gorra con visera.

—Makarov, Vyacheslav Igorevich, GUSP —leyó Iván, y levantó la mirada—.¿Unidad subterránea?

—Sí. Si lo he entendido bien, se encargaban de la vigilancia de instalaciones secretas en el subsuelo. Y el hombre llevaba esto encima.

Fyodor le entregó una tarjetita de plástico a Iván. Era sencilla, de color gris oscuro, sin inscripciones. En su esquina brillaba un chip de plata, y al lado de éste había una hilera de cifras negras. ¿Para qué lo quería?

—¿Qué es esto?

Fyodor puso cara de estar a punto de decirle algo importante.

—Seguramente se trataba de su tarjeta de entrada en una instalación secreta —dijo—. Y debía de ser la misma donde Enigma se esforzó en vano por entrar.

—¿Un puesto de mando en el metro?

—Eso creo, sí.

Iván le dio vueltas a la tarjeta en uno y otro sentido. Era ligera. Muy ligera. ¿La supervivencia de una estación entera podía pesar tan poco?

Iván abrió la puerta y salió al pasillo.

«¿Esto era el alba? —pensó el digger—. Joder.»

Fyodor había dicho que haría mal tiempo, y era por eso por lo que Iván se había animado a salir. Pero la luz que entraba por la ventana era insoportable a pesar de las gafas de sol y se clavaba como un cuchillo en los ojos de Iván. Éste parpadeó. Sentía un ardor bajo los párpados. Casi ciego, anduvo a tientas hasta la ventana e inclinó el rostro contra la pared oscura. Las gafas de plástico crujieron. El digger se quedó inmóvil durante un rato. Las lágrimas le bajaron por las mejillas.

Iván se metió los dedos bajo las gafas y presionó contra los globos oculares, como si hubiera querido asegurarse de que todavía estuvieran allí. Abrió los párpados con precaución.

Luz.

Parpadeó. Las pestañas se le habían quedado pegadas.

Finalmente, Iván logró volver a ver algo. Un pasillo que seguía la pared exterior del edificio del reactor. Cada tantos metros, una ventana. A la derecha, un sofá cubierto de polvo, y un cuadro en la pared… algo de color verde. Al lado del sofá, un arbusto muerto dentro de una gran maceta de plástico. La deslumbrante luz del sol producía un extraño efecto de blanco y negro. En el aire flotaban relucientes motas de polvo. La luz inundaba la sala hasta el techo. Transmitía una sensación de densidad, como si fuera posible tocarla, y tragársela como si hubiera sido agua. Una fantástica sensación.

Pero no podía quedarse allí durante mucho tiempo. Iván corrió hacia la puerta, la abrió violentamente y la cerró a sus espaldas. La penumbra era una bendición.

«Viene a serlo», pensó Iván.

Poco a poco, la deslumbrante silueta de la ventana se borraba tras sus párpados.

De repente, el digger oyó pasos. Se acercaban. Iván se escondió detrás de la puerta y espió desde allí. Una sombra pasó sigilosamente, a gran velocidad, por un pasillo lateral. ¿Fyodor? ¿Por qué se andaba con tantas prisas?

Iván lo siguió. El pasillo lateral se encontraba en el interior del edificio. Ya no tenía que temer la deslumbrante luz del sol. Al doblar la esquina, lo vio. Una espalda oscura, encorvada. Fyodor iba a toda prisa y parecía que llevara algo.

Pero ¿qué?

Iván miró a su alrededor. Luego dio un paso hacia adelante y se agachó.

Un paquetito de vendas había quedado en el suelo. Todavía sin abrir. Iván lo recogió, lo miró y sonrió.

Vaya, vaya. El Canoso tenía razón. El viejo escondía a alguien. Y era evidente que ese alguien estaba herido.

Iván estaba frente a la puerta de madera contrachapada de color amarillo. Al otro lado se oían dos voces.

El viejo no estaba solo. Y era obvio que la otra persona no se encontraba especialmente bien. Estaba claro que Fyodor no le había llevado las vendas para jugar.

Iván se acercó y arrimó el oído a la puerta. La segunda voz era más profunda y más débil. Y sonaba muy rara. El propio Iván no habría sabido decir en qué. En cualquier caso, la segunda persona hablaba con voz tan rápida e indistinta que Iván no comprendía ni una palabra. El tono era más bien quejumbroso, a veces lloroso, como si la persona sufriera.

Iván llegó a la conclusión de que el desconocido también había salido fuera y había tropezado con una bestia. Pero ¿qué motivo podía tener el viejo para esconderlo de los diggers?

No tardaría en saberse.

Iván abrió la puerta, entró y… se quedó como helado.

La visión dejó estupefacto al digger.

«¡Por fin nos encontramos, maldita sea!»

Iván empuñó el fusil en el mismo instante. El corazón le martilleaba. Frente a él se encontraba una criatura espantosa de casi tres metros de altura. Tenía un rostro humano envuelto en ramas enmarañadas, piernas largas que parecían raíces y unos brazos largos e igualmente enramados. Una mezcla de humano y planta. La criatura se tambaleaba y se apoyaba primero en una pierna y después en la otra como si llevara zancos. Un brazo —el más largo— y la cadera estaban vendados. El grueso vendaje rezumaba sangre. Sangre rojiverde.

El monstruo abrió los ojos. Miraron a Iván. Gris y sin expresión.

—Yo… yo ah… —Sus labios se movieron. La voz de la criatura era profunda y no sonaba humana en absoluto.

Iván respiró hondo y apoyó el dedo en el gatillo.

Fyodor, veloz como el rayo, se interpuso en la línea de tiro y abrió ambos brazos. La gigantesca y torpe criatura, mitad humana y mitad planta, se quedó tras sus espaldas.

—¡Viejo, apártate, joder! —gritó Iván.

—No —respondió Fyodor.

—Sal de ahí, idiota. ¡Si no, te va a devorar!

—Se llama Laes.

—¿Qué? —Iván no daba crédito a sus oídos—. Pero si no es… no es humano.

Fyodor callaba. Sus ojos de anciano desafiaban a Iván.

—Me da igual lo que sea —respondió por fin—. Es y será siempre mi hijo.

¿Qué había dicho el viejo? ¿Su hijo?

—¿Y quién es la madre?

—¿Es que no se acuerda usted de su sepulcro? —preguntó el viejo—. Marina. Ella fue su madre. Murió poco después del parto. Cuando el niño se puso a llorar, ya casi no veía. Desde el principio fue… raro. Una mezcla de humano y planta. Algo terrible. Los bebés nunca son especialmente bonitos después del parto, pero lo de éste fue excesivo. Al verlo, quise matarle. Llegué a agarrar un escalpelo. Pero entonces Marina lo oyó llorar, levantó la cabeza y preguntó: «¿Qué es?» «Niño», le respondí. «¿Y? ¿Está sano?» —Fyodor guardó unos instantes de silencio. La barbilla le temblaba—. Preguntó si el niño estaba sano, y yo allí, con el cuchillo en la mano, dispuesto a matar al pequeño monstruo. Marina me preguntó una vez más: «¿Está sano?» Se la veía tan preocupada… «Sí, es un niño rebosante de salud», le dije. «No te preocupes, crecerá y se volverá fuerte.» Entonces, Marina se puso a llorar… de alegría. Imagíneselo. La radiación la había dejado ciega, se le había caído el pelo y las úlceras le habían devorado todo el cuerpo. Pero lloró de alegría. No pude matar al niño. Se recostó y dijo: «Dámelo.» «Estás débil», le respondí. Pero me insistió: «Dámelo. Es mi hijo. ¡Por favor! Mi hijo.» Y así fue como se lo acerqué al pecho. «Estás muy hambriento», dijo ella. Y no volvió a hablar. En un primer momento no me di cuenta de que había muerto.

Los ojos del viejo se llenaron de lágrimas.

Iván bajó el fusil.

—Creo que tendríamos que sentarnos en torno a una mesa y aclarar algunas cosas —dijo.

El demonio gris está de pie bajo la lluvia y contempla la central nuclear de Leningrado.

Las gotas de lluvia golpean su piel lisa y gris, y se juntan en las profundas resquebrajaduras que le ha hecho el hombre árbol. Si una de estas cavidades se llena, el agua sobrepasa la tensión superficial y resbala desde los lisos hombros del gigante.

Las manchas azuladas de los golpes son casi negras. Como el líquido que circula por su cuerpo. Una parte de ese líquido mana de una profunda herida en la espalda del demonio y se filtra en la tierra.

El demonio gris recibe ondas de radio.

Contempla el edificio. Aquí y allá se producen descargas eléctricas.

Se oye el rumor del viento y las corrientes cósmicas de ondas de radio aúllan.

Lo más interesante de todo es el edificio.

Allí se encuentra la persona a la que persigue. Pero, en estos últimos tiempos, el demonio ha tenido sus dudas. Su víctima tiene una configuración cerebral muy característica.

En este instante, el demonio lo ve frente a sí. Una red ramificada de color rojiamarillo que se transforma en médula espinal. Está allí. El demonio vuelve lentamente la cabeza.

Esa configuración no coincide al ciento por ciento.

Como si ése al que persigue fuera a la vez el verdadero y el falso.

O incluso dos personas en una. ¿Existe algo semejante?

El demonio gris mira.

Un fino velo de lluvia enturbia la visión del edificio y estorba la recepción de las señales. Por ello, el demonio no puede saber bien dónde se encuentran los seres humanos. En ese edificio hay muchos emisores de interferencias que ensucian el éter con radiaciones extrañas. Y además…

El demonio levanta la cabeza.

En su interior se encuentra un enorme corazón rojo. Alberga un vigor descomunal. Si el demonio fuera capaz de tener sentimientos, experimentaría respeto. Pero se limita a quedarse de pie y mirar.

El corazón rojo está en ebullición y arde.

Las heridas le duelen.

El hombre árbol ha demostrado ser peligroso. El demonio está atónito. El hombre árbol le ha plantado cara. Es más, ha sido un digno rival. Las heridas duelen, pero el demonio no las percibe como dolor, sino, más bien, como una desagradable molestia. La recepción de señales ha quedado mermada.

Pero eso va a pasar.

El demonio gris retiene el aire. Bajo su piel gris, que empieza a temblar como consecuencia del frío y de la pérdida de sangre, borbotean los pulmones. Tiene que respirar hondo para recobrar fuerzas.

Mejor que no vuelva a encontrarse con el hombre árbol.

El demonio gris está inmóvil. Tiene tiempo. Puede esperar a que los hombres abandonen el terreno de caza del hombre árbol.

Y estará preparado para entonces. Más pronto o más tarde.

«El general dijo que los Vegetarianos no eran seres humanos. Yo no me lo creí. Y ahora me encuentro con esta criatura mezclada a la que el anciano llama hijo. Da que pensar. ¿Y si resulta que el general tiene razón y los Vegetarianos dejaron de ser humanos desde hace tiempo? Ahora sé muy bien lo que pueden ser.»

Todos los miembros de la expedición se habían reunido en la sala de conferencias.

Fyodor también estaba presente con su hijo. Las luces del techo estaban encendidas y las alargadas siluetas de todos ellos se reflejaban sobre el barniz de la mesa.

«Negociaciones de paz, maldita sea.» Los diggers miraban al hombre árbol de reojo, con recelo, y tenían las armas a punto. El Überführer se había traído incluso la ametralladora.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Iván, haciendo un gesto con la cabeza para señalar las heridas del hombre árbol.

—Me ha contado que se encontró con un depredador que no conocía —dijo Fyodor, y negó con la cabeza—. Era gris y muy grande.

Iván y el Überführer intercambiaron miradas. Estaba claro: el «pasajero» había vuelto.

—Vosotros sabéis quién era, o lo que era, ¿verdad que sí? —preguntó Fyodor. Miró primero a Iván, después al Überführer, y luego volvió a mirar a Iván. En sus ojos enrojecidos había lágrimas—. ¡Decídmelo de una vez!

Iván suspiró y respondió:

—Por desgracia, nosotros tampoco sabemos qué clase de criatura puede ser. Lo llamamos «pasajero». Vino con nosotros, montado encima del submarino. Para ser más preciso, nosotros viajábamos dentro del submarino y él en cubierta. Cuando llegamos, desapareció de repente. Pero vimos sus huellas en la playa.

Silencio.

—Vosotros habéis traído hasta aquí a esa bestia —dijo Fyodor en voz baja, cargada de reproche—. Y así ha sido como ha herido a mi hijo. ¡Mi hijo!

—¡Pues vaya hijo! —replicó brutalmente el Überführer. El skinhead estaba dispuesto a acribillar al presunto hijo con la ametralladora—. Esa criatura nos va a sobrevivir a todos nosotros. Ya lo veréis.

—Laes —dijo el viejo, indignado—. No es «una criatura», sino Laes. Tenedlo en cuenta. Se llama Laes.

Se volvió y se acercó al herido. El hombre árbol emitía gimoteos sordos y lastimeros. Iván se asustó. El viejo puso la mano sobre el pecho del monstruo para apaciguarlo.

—Calma… calma.

—Laes. Ese nombre podría haber salido de una leyenda griega —dijo Fyodor, perdido en sus pensamientos—. Es un nombre para un dios joven y hermoso.

A espaldas del viejo, el Überführer se puso el dedo en la sien para dar a entender que estaba loco. Iván lo amenazó con el puño sin que nadie más se diera cuenta.

—¿También eres xenófobo con él? —dijo Mandela, en tono de burla, cuando abandonaron la sala de conferencias.

—Vaya palabras has aprendido… —respondió el Überführer—. Eres idiota, Mandela. Yo me compadezco de ese viejo. Es un hombre de buen corazón. ¿Qué ha hecho para merecerse eso?

—Una criatura extraña —meditaba Iván—. Y, sin embargo, es su hijo. Pienso que aquí sobramos.

—Es la hora de las despedidas —dijo el anciano con labios trémulos.

Iván miró sus manos arrugadas. Estaban temblando.

—Sí. Nos vamos a marchar hoy por la noche. —Iván reflexionó—. Aunque no sabemos cómo vamos a regresar a San Petersburgo.

«A casa», habría querido añadir, pero no lo dijo. Con el tiempo nos volvemos supersticiosos. ¿Verdad que sí, Iván?

—Yo puedo ayudaros —dijo Fyodor.

Una dresina portátil. Las brigadas de reparación de antaño habían manejado esos vehículos. Podían sacarlos fácilmente de las vías y colocarlos en otras.

No era una mala solución. Su único inconveniente es que no brindaba ningún tipo de protección contra las bestias.

Pero, al fin y al cabo, no tenían ninguna otra opción.

Cargaron sus cosas.

«Leningradense hasta la médula, esta ciudad», recitaba Fyodor, distraído, mientras los diggers se subían a la dresina—. Gracias por vuestra visita. Venid otro día. Laes y yo nos alegraríamos mucho.

«Suaves caían las gotas de lluvia», cavilaba Iván, ya en el verso siguiente.

Fyodor Bakhmetyev se quedó en la vía. Aun cuando la dresina motorizada llevaba ya un rato en marcha, Iván tardó en apartar los ojos de la figura del viejo. Su cuerpo flaco estaba inmóvil bajo la llovizna. Encorvado y solo. Cuando ya lo veían muy pequeñito, en la lejanía, una figura grande, descomunal, se acercó a él. Salió del bosque, o de entre los contenedores. O de la nada. Se inclinó sobre él como si quisiera decirle algo.

Poco antes de que ambos se desvanecieran del campo visual, Iván vio todavía que el viejo levantaba la mano y se la ponía sobre el hombro a la gigantesca figura. ¿O tan sólo se lo había imaginado?