17-El pasajero

ESTAMOS a punto de dejar atrás la presa de San Petersburgo —dijo Krassin, mirando brevemente por el periscopio.

—¿Y?

—Nos encontramos frente al mar abierto. A la derecha se encuentra Kronstadt.

Iván asintió. Si recordaba bien el bosquejo del profesor, todo marchaba de acuerdo con el plan. Y marchaba bien. No había motivos para quejarse…

Parecía que la noche transcurriese bajo una buena estrella. Con un trabajo de precisión milimétrica, habían logrado pasar entre el muelle y una gabarra podrida. El casco de acero, pese a toda su dureza, había crujido de manera lamentable en un par de ocasiones, cuando el submarino había rozado obstáculos. Krassin estaba literalmente pegado al periscopio. Gritaba sus órdenes entre maldiciones:

—Un poco más a estribor, un poco más a babor… más a babor, maldito seas… ¡a media potencia!

Iván se había quedado en la escotilla del centro de mando para transmitir las órdenes al Überführer y al Canoso. Los dos skinheads se habían hecho responsables del motor diésel. Había habido un momento en el que habían hecho que se calara, y el submarino había cabeceado inerme en el Neva. Iván había llegado a pensar que el motor no volvería a activarse. Pero era evidente que aquel día los poderes de lo alto estaban de su parte. Quizá también el mismísimo Señor de los Túneles. De todos modos, no tardaron en lograr que el motor arrancara de nuevo.

Entretanto, varios de los aparatos del submarino habían cobrado nueva vida. El periscopio, por fin, había empezado a moverse, y en el centro de mando se iluminaron varios instrumentos de medición y luces LED. Una lámpara indecisa en la sala de los acumuladores, que a veces se encendía y a veces se apagaba, arrojaba una luz parpadeante al centro de mando. Se reflejaba en el agua negra que les llegaba hasta el tobillo en todo el submarino. Krassin tenía la esperanza de conseguir que las bombas eléctricas se activasen y vaciaran de agua el interior de la embarcación.

Pero, aun cuando no lo hiciesen, Iván pensaba que existían cosas mucho peores que un poco de agua dentro del submarino. «Si el viaje continúa igual de bien, vamos a llegar dentro de tres horas a la central nuclear de Leningrado.»

Bum. Bum. Golpes sordos contra el casco.

«Mierda.» En ese momento sí que tuvo motivos para quejarse.

—Iván. —La cabeza del Überführer apareció por la escotilla de la sala de los acumuladores—. Hay algún bicho que nos patalea arriba. Justo encima de nosotros. Y también encima del motor diésel, ya me entiendes. ¿Quizá tendría que ir alguien a echar una ojeada? ¿A ti qué te parece?

Ajá. Iván asintió.

Un polizón. Vamos a verlo con más detalle.

Aunque con precauciones, Iván miró desde la torreta del submarino, cuya puerta había entreabierto. No se veían pterodáctilos. Se habían marchado al vuelo cuando el submarino salía de la bahía del Neva. A modo de recuerdo, habían dejado varias manchas de excremento sobre el casco. «Bichos de mierda.»

Empuñó el fusil y escuchó. No se oía nada. Tan sólo el sonido del desplazamiento y el suave rumor del motor diésel quebraban el silencio. Abrió la puerta con el pie. Chirrrrrido. Iván salió a cubierta y apoyó una rodilla en el suelo. Miró hacia la izquierda, hacia la derecha…

Sintió un leve mareo. Se encontraban en mar abierto. El fulgor pálido y nebuloso de la noche blanca brillaba sobre la inmensa superficie de las aguas. El submarino que se hallaba a sus pies vibraba y se balanceaba suavemente entre las olas. Las blancas espumas se derramaban sobre el casco, se deslizaban por éste y desaparecían tras la popa. A mano izquierda se prolongaba la oscura línea de la costa.

A la derecha… Iván sintió de pronto, una vez más, la presión en el cogote. Pero ¡qué era! Se giró hacia la popa y se quedó helado. Entonces sí encontró motivos para quejarse.

Saludos desde lo más profundo de la bahía del Neva.

Iván cerró el ojo izquierdo y movió poco a poco el cañón del fusil. Una mancha gris, de contornos difusos, apareció de pronto en la mira. Era algo más clara que la oscuridad que los rodeaba. ¡¿Qué era eso, por mil diablos?! Iván vació los pulmones lentamente. La mancha era cada vez más grande.

«Animales de mierda. Toda mi vida he tenido miedo de encontrarme con una criatura que pudiese matarme sin haber tenido tiempo de reconocer qué era. Y ahora está ahí. La veo en la medida en que esta penumbra me permite verla. Pero no tengo ni las más mínimas ganas de morir.»

Iván apoyó el dedo en el gatillo. Habría bastado con una ligera presión… el casco del submarino vibraba bajo sus pies. Las olas chapaleaban suavemente. Y allí, la mancha gris. En ese momento se extendía hacia arriba, como si fuese un hombre y se pusiera en pie.

«Un hombre. Quizás. Pero un hombre dibujado por un niño. Sin prestar atención al tamaño y a las proporciones. Aun cuando el hombre más alto del metro hubiera estado sobre la popa, desde esta distancia habría parecido tan sólo la mitad de alto que ése.»

La criatura gris se irguió. Iván se tambaleó. La mira del arma recorrió la mancha gris. Hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados. La criatura se irguió y se dio la vuelta… eso era, al menos, lo que parecía.

—A todo lo que nos resulta desacostumbrado, extraño e incomprensible le atribuimos de manera inconsciente características antropomórficas —había dicho Vodyanik. Aunque lo hubiera dicho en otro contexto.

—¿Y qué significa eso? —le había preguntado entonces Iván.

—Nos imaginamos que lo que tenemos enfrente es un ser humano. Y luego se descubre que la criatura, o cosa, no tenía nada en común con un humano. Es absurdo atribuir intenciones, deseos y miedos humanos tan sólo por la apariencia exterior. Especialmente… —al llegar a este punto, el profesor hizo una pausa efectista— cuando esa apariencia exterior es mera imaginación.

El hombre gris volvió el rostro hacia Iván. Si no era un rostro… ¿qué era eso que tenía sobre el cuello? Era redondo y, en comparación con el resto de su cuerpo, pequeño. Brillaba en la oscuridad. Dos ojos… dos agujeros redondos. Podía ser todas las cosas imaginables, quizás un trasero, pero la criatura gris lo empleaba para mirar a Iván. Y le veía. Iván se estremeció. La mirada, por sí misma, no era en absoluto siniestra. Había allí una persona gigantesca que le miraba. A Iván le flaquearon las rodillas. Como si, de pronto, toda la sangre se le hubiera ido del cuerpo.

El «pasajero» no se movía. No decía nada. Tan sólo se mecía hacia uno y otro lado, con el movimiento del submarino.

«Nos hacemos ilusiones de haberlo visto todo. Pero llegará el momento en el que veremos algo más. Y entonces nos daremos cuenta de que nuestra comprensión del mundo pende de un hilo de seda. Y de que el soplo de viento más suave basta para romper ese hilo.»

Iván murió mil muertes.

Entonces se dio la vuelta y volvió a meterse en la torreta. Una vez allí, se dejó caer en el suelo y se recostó contra la pared herrumbrosa. El frío se le apoderó de la espalda y la nuca. Iván trató de controlar de alguna manera el ataque de pánico. Su entendimiento, su personalidad entera se elevó en ese instante por encima de su cuerpo. Iván se vio a sí mismo desde un lado, como si fuera otro. ¿Quién era ese tío ridículo y exhausto con ojeras? Entonces el «superiván» levantó la cabeza y sintió a través de la pared de acero de la torreta que el «pasajero» tenía la mirada clavada en él. Estaba de pie sobre la popa del submarino, se balanceaba ligeramente hacia uno y otro lado y tenía la mirada clavada en él.

De pronto, Iván volvió a sentir su propio cuerpo.

Se hizo una pausa. El frío en la nuca, la vibración del casco del submarino, el leve murmullo del motor diésel. El rumor de las aguas que se expulsaban a través de un imbornal.

Iván hizo acopio de fuerzas, se puso en pie y cerró la puerta. ¡Zas! Entonces empujó la palanca de cierre, que se desplazó entre chirridos y esfuerzos.

Iván respiró hondo, se apartó de la puerta y empuñó el fusil. Tanteó con el pie la tapa redonda y abovedada de la compuerta. Era el camino de huida hasta el vientre protector del submarino.

La sensación de encontrarse al lado de sí mismo había pasado.

Iván se estremeció. Tenía la espalda empapada hasta los huesos.

Abrió la compuerta con manos temblorosas, fue hasta abajo y volvió a cerrarla. Por poco no la dejó caer. Aguardó todavía unos pocos segundos en la escalerilla y escuchó.

Nada.

El «pasajero» se mantenía en un extraordinario silencio.

¿Seguiría así?

El casco del submarino surcaba las olas.

Iván saltó desde la escalerilla y se metió hasta las rodillas en el agua. ¡Maldición!

Estaba claro que el nivel del agua había subido. ¿Acaso el submarino se hundía?

—¡¿Qué mierda es ésta?! —gritó Iván.

Trató de hacerse oír pese al estruendo del motor diésel. Rum-rumrum. Los motores funcionaban a todo gas. Iván oyó unos ruidos preocupantes. Gracias a la sensibilidad de su oído, se dio cuenta en seguida de que el motor no iba del todo bien.

Krassin no reaccionaba.

El oficial de navío estaba agarrado al periscopio y lo hacía girar. Iván maldijo en silencio. Las bombas adosadas al generador hacían todo lo que podían, pero estaba claro que entraba más agua de la que llegaban a expulsar. Iván miró a su alrededor. El casco del submarino no era grueso. La proa pesaba cada vez más. No faltaba mucho para que la hélice sobresaliera del agua. Y cuando eso ocurriera… adiós muy buenas.

—¡¿Alguien podría decirme qué ocurre?! —gritó Iván.

El oficial de navío se volvió hacia él.

—Nos vamos a pique —dijo en tono lapidario. Iván tragó saliva. Krassin sonreía con la cara pálida—. Bueno, o quizá no. Nosotros no somos unos vulgares marineros de agua dulce, sino la tripulación de un submarino.

El S-189 avanzaba a toda velocidad. El casco vibraba. Los cristales de los ojos de buey tintineaban. El cabeceo sobre las olas se volvía cada vez más violento.

—¿Qué tenemos que hacer?

—¡A babor! —ordenó Krassin—. Rumbo dos-uno-dos.

—¡A la orden!

Kuznetsov manejaba el timón con maestría, como si en toda su vida no se hubiera dedicado a otra cosa. La aguja del medidor vibraba y subía por la escala de metal.

—Guío el submarino en dirección perpendicular a la de las olas —explicó Krassin—. En un ángulo de ochenta grados respecto a la orilla. El S-189 no está preparado para un oleaje tan fuerte. Si navegáramos en dirección paralela a la de las olas, podríamos zozobrar.

—¿De veras?

Krassin asintió.

Iván agarró el periscopio y se acercó a sus visores. La goma vieja estaba dura y cortante como esquirlas de metal. Se le clavaba en la frente, en las mejillas y en la nariz.

Miró por el visor empañado y divisó el largo trecho de costa cubierto por la niebla. De ésta sobresalían aquí y allá las copas de los árboles cual pequeñas islas. A mano derecha se reconocía el contorno difuminado de edificios, que cual espectros se erguían entre las brumas. ¿Un engaño de los sentidos?

Iván veía muchas cosas, pero no la que quería ver.

—No se divisa ningún muelle —Iván apartó los ojos del periscopio—. ¿Cómo podremos bajar a tierra?

—Sí, es un problema —De pronto, Krassin sonrió—. «Es el fin de la tristeza, de finales y principios. Navegamos hacia el muelle. ¡Adiós a los torpedos!» Visotsky, Salvad nuestras almas. Una de mis canciones favoritas. De hecho, no hay ningún sitio donde podamos atracar. Así que nos vamos a arrojar a la orilla como una ballena cansada de vivir. Yo no veo otra posibilidad. Tenemos que llegar a tierra antes de que el submarino se inunde.

Iván callaba. Kuznetsov estaba pálido como la muerte detrás del timón. Pero mantenía la compostura con valentía. Las esferas de los instrumentos relucían en las aguas verdosas que casi le llegaban hasta las caderas. Se veía subir el agua, literalmente. Y estaba jodidamente fría. «Mierda.»

Kuznetsov mantenía la calma. «El muchacho se hace mayor», pensó Iván, y se volvió.

Pese al zumbido ensordecedor, Iván oía las palabrotas del Überführer en la sala de motores. Aunque tan sólo retazos de palabras: «¡…por culo!»

Y luego volvió a pensar en el «pasajero». «Que se lo lleve el diablo.»

—Tenemos que prepararnos para salir. Todo el mundo a la escalerilla. ¡Sala de motores! —Krassin había agarrado el micrófono—. ¿Me oís? Poned la máquina a la máxima potencia y luego venid aquí.

El casco del submarino vibró. El fragor que producían los embates del oleaje se volvió como más sordo.

—Preparaos para subir —repitió Krassin—. Bueno, ¿a qué esperáis? ¡Adelante, marineros!

El oficial de navío apartó a Kuznetsov y ocupó su lugar al timón.

—¡Y tú vendrás detrás de nosotros! —gritó Iván.

Krassin asintió sin volverse.

Uno tras otro, subieron por la escalerilla. Iván se agarraba a los escalones y apuntaba hacia arriba con la linterna. Miró sin reparo el trasero del Überführer, embutido en los pantalones de goma del traje aislante. Manchas de porquería blancuzca sobre fondo gris.

«Qué vida ésta —pensó Iván de mal humor—, en la que siempre tienes la sensación de que en cualquier momento te vas a marchar al otro barrio.»

—Poneos las máscaras antigás —ordenó el digger—. Estamos a punto de salir al mundo.

—¡Cuando yo lo ordene! —gritó Krassin desde abajo—. ¡Tres! ¡Dos!

Iván respiró hondo y comprobó que la pistola estuviera bien. Siempre conviene supervisarlo todo. El arma se hallaba en perfectas condiciones. Kuznetsov trepó después del Überführer. Luego Mandela. Y al final el Canoso. Iván aún tenía los pies en el suelo y estaba cubierto de agua sucia y oleosa hasta las rodillas.

Olía a humedad, hollín de motor diésel y aguas podridas.

—¡Uno! ¡Cero! ¡Allá vamos! —ordenó Krassin.

Un crujido. Luego un estruendo, como si alguien hubiera echado por tierra un objeto pesado. En un primer momento, la luz cegó a Iván, pero sólo tuvo que detenerse un instante, y luego siguió subiendo. Una luz desacostumbrada se le metió en los ojos. La herrumbre húmeda se le desmenuzaba bajo los guantes y la pintura desconchada se desprendía.

Cuando Iván se agarraba ya al borde de la escotilla, los demás le sujetaron por las muñecas y tiraron de él.

La luz caía sobre remaches herrumbrosos. Se encontraban en la torreta y tan sólo les quedaba salir al puente abierto. Algún objeto metálico arañó la torreta… un golpe. Otro golpe. Como si una palanqueta golpeara contra la pared.

Abajo, Krassin se puso a cantar:

¡Salvad nuestras almas!

La falta de aire nos hace delirar.

Su voz resonaba en el vientre del submarino, como si no hubiera sido uno solo quien cantaba, sino muchos. Como si todos los marineros muertos del S-189 participaran en el cántico de su oficial al mando en el presente.

¡Salvad nuestras almas!

¡Venid a toda velocidad!

¡Escuchadnos desde tierra!

Nuestro SOS es más débil,

cada vez más débil,

y el miedo nos desgarra el alma.

Salieron de la torreta con las armas en ristre.

Iván respiró con alivio. El «pasajero» nocturno de la popa había desaparecido. Como si nunca hubiera estado allí.

Entonces miró hacia el otro lado.

Toda la parte anterior del casco estaba sucia de heces. La espuma salpicaba la proa. El submarino avanzaba por el agua a toda velocidad.

Iván levantó los ojos hacia el horizonte. La negra lengua de tierra se aproximaba en la oscuridad. Se reconocían tan sólo unos pocos árboles calcinados. Algo más a la derecha se erguía el edificio de la central nuclear. Las fantasmagóricas siluetas de las chimeneas emergían de entre la niebla.

—¡Vamos a tocar tierra ahora mismo! —gritó el Überführer—. ¡Agarraos fuerte!

Iván regresó a la torreta, subió por la herrumbrosa escalerilla y se preparó para un violento desembarco.

Un fuerte impacto sacudió el submarino. Iván salió disparado hacia delante a causa de la fuerza centrífuga y tuvo que hacer grandes esfuerzos para agarrarse a la baranda. ¡Crac! La baranda se rompió. «Mierda.» Al instante, Iván salió volando sobre el casco gris y herrumbroso, el casco aerodinámico del S-189. Una poderosa ola de agua y arena se rompió sobre el casco del submarino. Crujido. Las piedras golpeaban la torreta.

Iván volaba por los aires. Poco a poco logró girar la cabeza y vio cómo se acercaba la orilla. Al tiempo que la proa del S-189 se clavaba en tierra, la popa salió del agua como si hubiese querido hacer una voltereta, permaneció en equilibrio por unos instantes y luego, como a cámara lenta, volvió a descender. Plof. Se levantaron aguas espumosas.

Iván seguía en el aire y empezaba a perder altura. La superficie del mar, grisácea, moteada de algas negras, se encontraba cada vez más cerca de su rostro…

¡Pum! En un primer instante, el agua le pareció tan dura como el asfalto, luego cambió de repente a estado líquido y engulló a Iván. «Tengo que cerrar los ojos», se dijo durante la fracción de segundo que le restaba. Cerró los ojos.

Y los volvió a abrir.

Iván se hallaba debajo del agua. Sentía una presión monstruosa que parecía que fuese a reventarle el pecho. El aire se le escapó de los pulmones con tanta violencia que le pareció que iba a arrancarle la cabeza. Iván trató de orientarse. El fondo debía de encontrarse dos metros más abajo. Arena gris, pedruscos dispersos. Unos ojos castaños. A través del agua turbia, alguien contemplaba a Iván.

Entumecimiento.

En los oídos resonaba un borboteo. Iván miró adelante, a través de las masas de agua ondulantes que se precipitaban contra la orilla y arrastraban las piedras.

El S-189 aún se balanceaba más atrás y provocaba olas suaves que Iván sentía en la espalda. El submarino pintado de verde y gris había encallado. Chorros de burbujas de aire escapaban de su casco dañado y subían hacia la superficie. El agua entraba en el submarino y expulsaba el aire de su interior. En algún lugar, en el centro de mando, brillaban todavía unas pocas luces en los tableros, y un viejo sonar enviaba a la nada su onda sonora. Bum. Los últimos estertores del casco del submarino en su agonía.

El oficial de navío Krassin estaba metido en el agua hasta las caderas, silencioso, con las manos en los bolsillos de su abrigo negro. Con total serenidad, vio cómo las aguas espumosas entraban por la escotilla y el espejo de las aguas se elevaba cada vez más dentro del submarino. Puf. Otra de las linternas explotó, saltaron chispas. Krassin miraba y callaba. Se había quedado a bordo del submarino que se hundía. Era lo que se esperaba del último oficial de navío de la flota del Báltico. Somos los marinos de Kronstadt. Glup, glup, glup.

Las manos en los bolsillos del abrigo. La gorra negra sobre la cabeza.

Krassin sonreía.

Un ser humano… como pensado para el cubo de la limpieza y el escobillón.

No sabía ya cuándo había empezado a beber. Al terminar la escuela o al empezar a navegar. Daba igual. En cualquier caso, la bebida era la única ocupación en la que había tenido cierto éxito.

A veces habría querido entregarse a la compasión de uno mismo. Sentarse junto a su cama plegable en el bloque de viviendas de la Technoloshka, mecerse de un lado para otro y lloriquear en silencio.

Una emoción muy especial.

El teniente Krassin levantó la cabeza y contempló su barco.

En el centro de mando aún ardían algunas luces de control. Arriba, en la torreta, se oía el roce del metal. Abajo susurraba el agua que entraba por la proa. De acuerdo con todas las normas de seguridad naval, habría tenido que sellarlo.

Krassin estaba bañado en espuma blanca. El agua le llegaba ya hasta las caderas.

Pero, ¿qué importancia tenía eso?

En pocos minutos se acabaría todo.

Krassin no llevaba puesta ninguna máscara antigás y respiraba con facilidad. Aunque el aire estuviera impregnado del hedor del agua oleosa.

Pero, para el marino, era un olor exquisito. El olor de la libertad y del mar. Todavía mejor que el aroma del coñac en la petaca.

Agarró el timón con las manos. El frío metal le resultaba áspero al tacto. El motor diésel murmuraba a espaldas de Krassin. Qué extraño que todavía funcionara. Habría tenido que inundarse mucho antes.

Krassin aguardó. El coñac de la petaca se quedó donde estaba.

¿Qué es lo que hace quien lo ha perdido todo? ¿Arrojarse al agua? Eso lo hacen los hombres débiles. Y también los fuertes. Los que son como tú, los que no son ni débiles ni fuertes, sino mediocres, empiezan a beber.

Sí, había empezado durante los últimos años de escuela. En esa época, la cuadrilla se reunía en el décimo o undécimo piso de un bloque de hormigón. Se sentaban en las escaleras. Los escalones estaban sucios de manchas de ceniza que dejaban las colillas y las paredes sin revestimiento estaban cubiertas de caricaturas y de frases idiotas. Allí bebían, se reían y charlaban. Mejor dicho, los demás charlaban. Desde muy al principio, él se había limitado a beber. No le parecía necesario pasar el tiempo con charlas cuando sólo habían ido hasta allí para engullir vodka, que le bajaba por el paladar como si fuera aceite.

Al cabo de un tiempo se le había ocurrido que se emborrachaba más a menudo en solitario que en sociedad… de manera silenciosa y sistemática.

Los amigos se le habían vuelto superfluos.

Por aquel entonces bebía hasta perder el conocimiento. A veces directamente en el local. Cuando no le alcanzaba, se abastecía y se lo bebía en casa, en el tramo de escaleras que subía desde su rellano.

En varias ocasiones, los vecinos de arriba habían tenido que acompañarle hasta la puerta. Otras veces no habían hecho más que bajar hasta su piso para llamar a sus padres.

Krassin asentía para sí.

Los alcohólicos no conocemos ninguna vergüenza. Y ya no tenemos conciencia. No tenemos nada.

Lo único que nos interesa es la bebida alcohólica que nos bajará por la garganta. Cuando el primer trago llega al estómago, es como una explosión. El mundo se abre y se vuelve gigantesco. Eso es lo único para lo que vivimos. Tan sólo para ese momento de felicidad inefable e inconmensurable que oculta todo lo demás con su sombra. Haríamos lo que fuera por ese momento de felicidad.

La sed y el mar. Sus dos pasiones.

Cierto, otros habían intentado liberarle de la bebida. Pero lo único que habría podido sanarle era el mar. No pudo ser.

El Krassin de los tiempos de su juventud se pone en pie y se prepara. Se viste con un mono de trabajo con las rodillas desgastadas y un jersey sucio. Se peina el cabello con los dedos. Luego se mira en un trozo de espejo.

Cabellos oscuros. Ojos oscuros.

Se sienta en el suelo. Aún le falta mucho para agotar las reservas de compasión de sí mismo. El olor a creosota de los túneles se le mete en la nariz. Y el olor a metal caliente. Va a sentir lástima de sí mismo durante un rato más, luego se pondrá en pie y barrerá las galerías que están al lado del taller del cerrajero…

Hace mucho tiempo estuvieron a punto de confiarle un navío de guerra.

Ahora no le confían a gusto ni siquiera la escoba.

Recordaba con nitidez el día en que le dieron la noticia de que lo habían aceptado. En la Academia de la Marina. La especialidad de Navegación. Había ganado una plaza para la que se habían presentado cuarenta candidatos. Sería timonel. O incluso oficial de navío.

En ese tiempo se había pasado medio año sin beber. Lo había dejado del todo y se había concentrado en los estudios. Matemáticas e inglés, física y deportes, docentes y libros. En marzo, al empezar la preselección, había sido uno de los mejores, y él lo sabía. Sentía un ardiente deseo por alcanzar la aceptación en la academia.

Los docentes espoleaban su inquebrantable voluntad.

«La jodiste tú solito», le dice Krassin al joven que se le aparece en el espejo. Luego se pone en pie y guarda ese mismo trozo de espejo en el armario de metal. Dentro de éste guarda libros de texto y léxicos de Navegación, y todo lo que ha logrado reunir durante los veinte años que han pasado desde la Catástrofe.

Los libros son baratos. Porque nadie se interesa por ellos, salvo un vagabundo borracho que deambula por los túneles.

Dentro del armario cuelga también el abrigo negro de la Marina con los galones de teniente.

No tiene derecho a ponérselo. Pero lo guarda en el armario, envuelto en el misterio y las tinieblas, y aguarda a que llegue su hora. No se ha separado de él ni siquiera durante sus peores tiempos de borracheras.

El Krassin más joven no sabe muy bien por qué guarda el abrigo.

El Krassin que estaba de pie en el submarino, con las manos en los bolsillos y la gorra negra en la cabeza, lo sabía mucho mejor.

Para que veinte años después de la Catástrofe, un oficial de la Marina que no había olvidado su oficio pudiera ponérselo y adentrarse en el mar con un submarino museo herrumbroso.

Había tenido su función.

Las luces de control de los tableros aún brillaban. El agua le llegaba a Krassin hasta el ombligo. La petaca llena de coñac aún estaba en el bolsillo interior.

Un coñac especial. Para una ocasión especial.

Puf. Esta vez era una lámpara de la sala de acumuladores que había reventado.

Krassin sonrió.

Cuando le hablaron de la cuadrilla de diggers enloquecidos que querían llegar hasta la central nuclear de San Petersburgo, se dio cuenta en seguida de que era su oportunidad.

Y no la había dejado escapar.

Así había partido para su primera y única misión en alta mar. ¿Quién más habría podido decir lo mismo después de la Catástrofe?

Al encontrarse con la gigantesca figura gris en el centro de mando inundado, Krassin no hizo otra cosa que sonreír. ¿Me voy a asustar ahora? ¡Qué va! Cuando estaba borracho, vi cosas en comparación con las cuales este monstruo gris es como un animal doméstico.

Una especie de gatito de barco.

El gigante gris le miraba sin decir nada. Su menudo rostro de niño se plegaba en arrugas.

Krassin asintió: «Tienes razón, ha llegado la hora.»

Sacó la petaca que llevaba en el bolsillo interior y desenroscó limpiamente el tapón. Arrimó el cuello de la petaca a la nariz y sorbió su aroma.

«Pues bueno…»

No hacía falta un profeta para anunciar que aquéllos iban a ser el último barco y el último coñac de su vida.

Krassin sonrió y dejó la petaca. Sus labios rozaron el cuello metálico del recipiente. Todo su cuerpo se regocijó con alegre expectación…

Se hizo una pausa.

Krassin volvió a alejar la petaca de su rostro, la contempló en perspectiva, echó una mirada a la figura gris y luego le dio la vuelta al recipiente. El costoso líquido marrón se derramó en el caldo negro y espumoso, y se disolvió en éste.

—¡No! —gritaba su cuerpo.

O incluso:

—¡¡¡NO!!! ¡Cualquier cosa menos esto!

Krassin abrió la mano y soltó la petaca. Cayó al agua. Chof.

Se acabó.

Se puso firmes y saludó a la manera militar.

—Camarada jefe de expedición. Reportando: el submarino S-189 ha llegado a su objetivo. Oficial de navío, teniente Krassin.

Entonces, cuando una poderosa zarpa le desgarró el pecho, pensó: «He vencido.»

Iván miró al frente.

Alguien le observaba. Si se comparaba el tamaño de ese alguien con el del S-189, entonces… Iván calló. Ese mismo a quien el digger contemplaba parecía no tener ningún interés por él. Tenía un punto de inhumanidad. Iván le veía tan sólo los ojos. Ese alguien era más grande que el submarino. Iván no lograba abarcarlo con su entendimiento y, por ello, se contentó con aguardar. El aire que le quedaba en los pulmones se abrasó hasta transformarse en un jugo corrosivo y amargo. Iván se tambaleó.

Y se miraron el uno al otro. Entonces, de repente, aquel alguien se movió, se volvió lentamente… unos tentáculos pasaron en silencio por su imagen… y se alejó poco a poco hasta desaparecer en la lejanía.

Sólo entonces, mientras le seguía con la mirada, Iván fue víctima de un terror que se había demorado.

Agua gélida. Iván notó que alguien le agarraba y tiraba de él. Pero él sólo quería que lo dejaran en paz. Para poder respirar. Dormir un poco… El agua azotaba los visores de su máscara antigás. Sus piernas resbalaron sobre una superficie elástica y, al mismo tiempo, blanda. Arrastre. Arena. Choque. Piedra.

Frío.

El frío te muerde las rodillas. Lo único que quieres es cerrar los ojos y dormir. Los pies… témpanos de hielo.

En el cielo gris se aglomeraban nubes blancas de tormenta. Iván estaba tumbado de espaldas, con los brazos tendidos en el suelo. Las gotas se le adherían al visor.

A través de las gotas contempló el turbulento cielo veraniego. «Ahora mismo me elevaría por los aires y volaría hasta las nubes —pensó—. O hasta cualquier otro sitio, pero no al encuentro del monstruo que estaba en las aguas.»

La cabeza del Überführer apareció en su campo de visión. Con la máscara antigás. Vio su propia imagen reflejada en el visor del otro.

—Qué suerte que te hubieras puesto la máscara aislante —dijo el Überführer—. Si no, habrías muerto ahogado. Pero eso que tienes ahí funciona también en el agua. Como el equipo de salvamento del submarino: botellas de oxígeno, bolsa de respiración, todo estaba allí.

Iván se puso en pie. Una vez más escupió de su cerebro la terrorífica estampa del monstruo. El parloteo del Überführer le ayudó a liberarse del horror.

—¿Qué magnitud tiene la dosis radiactiva en este lugar? —preguntó, tan sólo por decir algo.

—La normal. —El Überführer le detuvo con un gesto—. Vuelve a sentarte. Cinco roentgen por hora.

—Y un cuerno. —Iván se acordó de algo—. ¿Cómo está Krassin?

El Überführer bajó la vista.

—Krassin ya no está con nosotros. En paz descanse, etcétera.

Iván se volvió hacia el mar. Se tambaleó, dio dos pasos y se detuvo. No pudo ir más allá.

Como aquella otra vez, en la cueva, con el fusil ametrallador.

No quería.

Las olas se deshacían sobre la arena gris y retrocedían hechas espuma. Dejaban manojos de algas a modo de recuerdo. Las aguas negras y sin vida se extendían hasta el horizonte, donde se difuminaban en un velo gris de bruma. Iván volvió la cabeza. Un poco más allá, sobre la arena, vio la silueta del submarino a medio sumergir. Adiós, S-189. Adiós, teniente Krassin…

El mar arrojaba sus olas grises sobre la playa sin fatigarse.

Iván las contempló durante un rato y luego se volvió hacia los demás.

—¿No os habéis dado cuenta de algo? —Le temblaba la mejilla—. Quiero decir… de algo no habitual. Allí, en el agua.

El Überführer miró a Iván en silencio.

—Bueno, ¿qué pasa? —insistió el digger—. ¿Es que se os ha comido la lengua el gato?

—Allí… no quería decir nada. Cuando he salido para recoger tus cosas… esto… allí, en la orilla…

—¡Dilo de una vez!

—Había huellas —dijo el Überführer.

—Te lo voy a explicar —intervino el Canoso—. Nos habías hablado de un «pasajero». ¿Te acuerdas? Que había estado con nosotros desde el principio. Nosotros pensamos que no nos abandonó.

—Ajá —respondió Iván. Sólo le faltaba eso—. Entonces pensáis que…

—Pensamos que ese «pasajero» considera que tiene billete de ida y de vuelta.

—El fuego de acampada es un regalo de los dioses. —El Überführer se calentaba las manos con la llama de la lámpara de carburo—. Qué lástima que no todo el mundo lo entienda.

Iván se acordó de la estación Chornaya Rechka y de los gitanos… del fuego en torno al que se habían reunido los barbudos de rostro sombrío.

—Y qué más da.

La llama amarilla de la lámpara de carburo alumbraba el sótano en el que se habían refugiado Iván y los suyos. Allí se estaba tan bien que habrían querido quedarse más tiempo. ¿Y por qué no? ¿Acaso tenían que pasarse la vida entera en el metro?

Bueno, por desgracia, los seres humanos no sobrevivían en la superficie. Por lo menos, no durante mucho tiempo.

Gracias a aquel sótano habían podido sacarse las máscaras antigás y recobrar el aliento.

—¿Sabes lo que vengo pensando desde hace mucho tiempo? —le dijo el Überführer a Iván—. No pareces un peterburgués genuino.

—¿De verdad? —El digger enarcó las cejas con asombro—. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Te falta esa típica melancolía intelectual propia de los europeos. Esa melancolía letárgica que no lleva a ninguna parte. Los ingleses lo llaman spleen. Nosotros lo llamamos «dolor del mundo».

Iván contempló al esforzado skinhead.

—Y, sin embargo, soy un genuino leningradense. Si no me equivoco, tú no provienes de Petersburgo. Y tampoco de Moscú.

—Es cierto. —El Überführer sonrió con satisfacción—. Vine desde la provincia más alejada. Desde Yakutsk. Imagínate. Si antes de la Catástrofe ya era el culo del mundo, ahora se encuentra en otro sistema solar. A un montón de años luz de aquí. En esos tiempos estaba allí la república de Sacha. Ahora debe de ser la república de la Luna.

Iván se rascó el oído.

—¿Y cómo viniste a parar aquí?

—Elemental, querido Watson.

—¿Qué?

—Olvídese usted de lo que le he dicho, señor. Fui a Moscú para celebrar la despedida de soltero… por así decirlo. Mi mujer ya llevaba siete meses de embarazo. Pero cómo vas a celebrar algo en Yakutsk. Por eso me tomé tres semanas libres y me desmadré. Amigos, fiestas, mujeres… para disfrutar de la libertad por última vez. Khorovod[30] con orquesta y ese tipo de cosas. Y cuando las vacaciones estaban a punto de terminar, un amigo me dijo: «Vente conmigo, vámonos un par de días a San Petersburgo». —El Überführer calló por unos instantes—. Y eso fue lo que hicimos. Bueno. Y de allí ya no pude moverme.

Silencio. Mandela acercó las manos a la lámpara de carburo. Durante un buen rato, se miró los dedos entre los que relucía la luz suave entre rosada y marrón.

—¿Quieres decir… —el negro miró al skinhead— que cuando eso ocurrió tenías mujer e hijo en Yakutsk?

—Una mujer embarazada —precisó el Überführer, irritado—. El niño habría tenido que venir al mundo al cabo de tres meses.

—¿Iba a ser niño o niña? —preguntó Iván, y la voz se le atragantó. ¿Qué importaba, en realidad?

—Niña —respondió el skinhead.

Iván no había visto nunca de esa manera al Überführer. Le vio por primera vez con más de cuarenta años. Ah, qué diablos, ¿cuarenta? Como si hubiera tenido noventa.

—¿Piensas que pueden haber sobrevivido?

El skinhead volvió la cabeza y arrojó una mirada fría y apagada a Kuznetsov.

—No sé, tío, ¿tú qué piensas?

Kuznetsov calló como un perro apaleado. Se dedicó a jugar con una vieja brújula de metal, una pieza que se había expuesto en el submarino museo.

—No lo sé —dijo por fin el Überführer—. En Yakutsk no había metro. Y el frío podía llegar a menos cincuenta. Y lo más probable es que ahora sea más intenso todavía.

—Es posible que no arrojasen bombas atómicas allí —observó Mandela—. En cualquier caso, sería extraño que lo hubiesen hecho. ¿Qué podía haber allí que tuviera importancia estratégica? Aparte de diamantes. Cabe la posibilidad de que sigan con vida.

—Déjale —interrumpió Iván, y agarró al negro por el hombro.

—¡No pasa nada! —replicó el Überführer—. No soy el único a quien le ha ocurrido algo semejante. Todos los que nos encontramos en el metro hemos pasado por la misma mierda. ¡Qué fiesta me monté, maldita sea! Si me hubiera quedado en Yakutsk, ahora estaría con ellos. Quizá bajo tierra, pero con ellos. ¿No piensas lo mismo, oh, luchador contra el apartheid mundial?

Se equiparon para ponerse en marcha y volvieron a protegerse con las máscaras antigás. No tardarían en tener que cambiarles los filtros. Iván cargó con la mochila, se aseguró de que no hubiese quedado nada suelto y se ajustó las correas. Ya podían marcharse. De pronto, cuando agarraba el fusil de asalto, Kuznetsov le abordó.

El joven miliciano acercó mucho su máscara a la del digger. Quizá para que Iván le oyera bien. O tal vez para que nadie más les escuchara.

—¿Qué se necesita para ser un buen digger?—preguntó. Así pues, lo que había querido era que nadie les oyera—. Ya sé que es una pregunta estúpida, jefe, pero…

Iván reflexionó y contempló a Kuznetsov. Estaba claro que Misha se había propuesto incorporarse a su cuadrilla. El muchacho lo decía en serio. Pero a Iván no le interesaba un segundo Sasonov…

Al pensar en su antiguo amigo, sintió un nuevo acceso de cólera.

«Basta.»

Debía tranquilizarse. Al fin y al cabo, el muchacho no tenía ninguna culpa.

El problema era tan sólo de Iván.

—¿Qué es lo que se necesita para ser un buen digger?—respondió Iván—. Te lo voy a decir. Un buen digger tiene que atenerse a tres normas. Primera, el digger es valeroso, pero no temerario. Segunda, el verdadero digger cumple siempre su palabra. Tercera, el digger no abandonará jamás el cadáver de un camarada muerto para que lo devoren las bestias.

—Los diggers no abandonan nunca a sus camaradas —dijo Kuznetsov. Los ojos del joven miliciano brillaron, incluso, a través de los visores de la máscara antigás.

—Exacto.

—Pero… ¿cómo se soluciona el último caso que has mencionado?

—Así. —Iván sacó una granada de mano e hizo un gesto como si fuera a tirar de la anilla y mover la palanca—. Y entonces le pones la granada bajo la axila al muerto, de manera que la palanca quede bien sujeta. —Iván se colocó la granada bajo el brazo—. Una bonita sorpresa para la bestia. Nada más tocar al muerto, le salta la mandíbula por los aires. ¿Te ha quedado claro?

Kuznetsov asintió con entusiasmo. «Ah, qué novato.»

Iván contempló a sus hombres.

—Adelante. Vayamos con Dios.

Si uno pasa la noche caliente, tendrá frío por la mañana.

La llovizna les resbalaba por los hombros y golpeaba con suavidad la goma de la máscara de gas. Los visores empezaban a empañarse. Iván miró a su alrededor. La cuadrilla le seguía. El bosque muerto —quizás el legendario bosque de pinos que había dado su nombre a la ciudad— había quedado atrás. No tardarían en llegar al recinto de la central nuclear.

Tras el velo gris de las brumas, Iván reconoció los contornos de los imponentes edificios. Gigantescas chimeneas se erguían en lo alto y desaparecían entre la niebla. Encontraron un primer cartel de advertencia, colgado de un poste que el viento había torcido: «Prohibido el paso. Zona vigilada.» La pintura desconchada se deshacía en jirones sobre el metal oxidado.

Tuvieron que pasar en varias ocasiones sobre los restos de alambre de espino que habían quedado por el suelo, como para hacerles tropezar. De vez en cuando encontraban vegetación. Parecía hierba ordinaria, pero Iván prefirió evitar las islas de verdor.

En la lejanía, unos arbustos se agitaban al viento.

—Podría muy bien ser que la vida en el subsuelo nos arrebatara la capacidad de distinguir los colores —había dicho Vodyanik antes de que se pusieran en marcha—. Como les ocurrió en otro tiempo a los lobos, porque cazan sobre todo por la noche y a la hora del crepúsculo. Ahora mismo, un porcentaje de los niños que nacen en el metro no distinguen los colores. Quizás ese fenómeno esté relacionado también con la elevada radiación, pero no me parece probable. Nos transformamos. Nos adaptamos. Cada nueva generación se distingue de la anterior. Así, los recién nacidos arrastran una carga mayor de radiación, pero parece que también desarrollan una especie de inmunidad contra ésta. La naturaleza sale adelante, incluso cuando se trata de criaturas tan ingratas como los seres humanos. En cualquier caso, yo no creo que lo que ocurre en la superficie pueda considerarse tan sólo una consecuencia de la evolución del ser humano. Podría muy bien ser que se hubiera activado un dispositivo para la restauración de todo el sistema. Pero también podría ser, y sería mucho peor, que la naturaleza haya activado un plan B, que se haya puesto a edificar un ecosistema que se basa en otros principios. Y, en tal caso, la humanidad no tendría ninguna esperanza. Sería una lástima.

Iván pasó una pequeña zanja llena de agua encharcada. Por un instante, su silueta apareció en el espejo turbio, quebrado por las gotas de lluvia.

Al cabo de media hora de aguacero, llegaron al recinto de la central nuclear. Allí se erguían postes herrumbrosos cual mudos centinelas, torcidos en parte, en los límites del terreno que en otro tiempo se había hallado bajo vigilancia. La caseta de un punto de control que el viento había ladeado aguantaba en solitario la lluvia. Detrás de una barrera de la que se había desprendido la pintura, y cuyo extremo tocaba el suelo, se encontraba una vía asfaltada en estado de conservación relativamente bueno.

El siguiente edificio de la central nuclear parecía intacto. Como si la Catástrofe no hubiese tenido lugar. Aunque, ¿qué podían hacer los elementos exteriores contra el revestimiento de hormigón de una central nuclear? Tan sólo faltaban las personas. Pero ¿qué más?

Iván pasó por encima de la barrera y se detuvo para esperar a los demás. Era un terreno llano y acotado. A lo largo del camino había, en línea recta, hileras de arbustos deshojados y muertos.

Llegó el Überführer. Las gotas de lluvia se estrellaban contra su traje aislante y contra el morro de goma de su máscara antigás. Sus visores redondos se volvieron hacia Iván, y dio unos golpecitos con los dedos en la caja del filtro. Iván asintió y miró el reloj. En efecto. Había llegado el momento.

Les hizo un gesto a los demás.

—Hay que cambiar los filtros. —La voz hueca que salía de su máscara antigás tenía un timbre especialmente sordo por culpa del aire húmedo.

De pronto, el monótono repiqueteo de la lluvia se rompió por culpa de un grito lejano y preñado de angustia.

Iván se estremeció.

Por el motivo que fuera, pensó de inmediato en el gigante gris que se había erguido sobre la popa del submarino.

«Ay. No podía ser.»

—Todos atrás —indicó Iván con gestos—. Seguidme. ¡A paso ligero!

Ruido de botas sobre el asfalto húmedo y agrietado. A su izquierda se hallaba uno de los bloques de los que constaba la central nuclear. La niebla escondía su extremo superior y daba la impresión de que llegaba hasta al cielo. O, por lo menos, a la misma altura que el rascacielos Okhta. Tardaron tanto en dejar atrás el poderoso edificio que llegaron a tener la sensación de que no se movían de verdad.

De pronto, la lluvia cesó. Como si alguien hubiera cerrado un grifo.

Quietud.

Una vez más, un grito de la lejanía.

Entonces, el eco del grito se oyó por todo el recinto, como si hubiera provenido de las paredes grises de la central nuclear. A causa de la densa bruma, Iván no logró descubrir de dónde venía en realidad. Con todo, parecía aconsejable dejar para más tarde el cambio de filtro, y no sólo eso.

—¡Cuidado! —indicó con un movimiento de mano—. Todos detrás de mí.

Iván empuñó el fusil y le dio a entender al Überführer: «Adelante, yo te cubro.» Desde ese momento tendrían que avanzar en orden de combate. No iba a ser un paseo.

El Überführer asintió dos veces con la cabeza y se echó a correr. Una breve carrera. Luego se apoyó con una rodilla sobre el suelo y dio la señal con la mano: «El siguiente.» Kuznetsov corrió hacia él.

La opresiva sensación en el cogote no remitía. Sólo entonces, Iván se dio cuenta de que la había sentido durante todo el tiempo. Ya desde el momento en el que habían salido a mar abierto con el herrumbroso submarino. Pero en ese momento lo había atribuido a las circunstancias. Los perros pavlovianos. Su primer viaje en submarino. Etcétera.

Sin embargo, era evidente que le amenazaba un peligro mucho más serio. La percepción era inequívoca y habría sido una negligencia no prestarle atención.

«En el trato con los hombres, no podemos fiarnos siempre de nuestro olfato. Por desgracia. Pero en una expedición como ésta…»

Kuznetsov seguía al Überführer. Corría de una manera poco acompasada, pero ligera y vigorosa.

«Podría ser que al final sí llegara a digger —pensaba Iván—. Está claro que no tiene un gran talento. Pero no carece de cualidades. Así, por ejemplo, su perseverancia.»

La mochila de Kuznetsov se movía de un lado a otro, como si hubiese querido derribar a su portador. El joven miliciano llegó a la meta, se detuvo y se apoyó en el suelo sobre una rodilla. Empuñó el arma y escudriñó el entorno. Primero a la izquierda, luego a la derecha.

«Bien hecho —pensó Iván—. El siguiente…»

En ese instante, la brújula se cayó de la mochila de Kuznetsov. Iván vio al instante («maldita rapidez de reacción») cómo la brújula de metal se caía al suelo. Bunga. Clinnnc. La esfera se quebró.

Y no sólo la esfera. También el silencio que los rodeaba.

«Maldita sea», pensó Iván.

Vio por el rabillo del ojo una sombra que se movía y se volvió. La observó por la mira del arma. No era nada. Tan sólo niebla gris.

¿Se había movido algo? Sí, se había movido algo. Algo grande. Entre los bloques de edificios.

«Y ese arbusto de ahí no me gusta. No me gusta nada. ¿No será que estoy paranoico? La presión en el cogote se me vuelve insoportable. Pues bueno. Tendrás que decidirte.»

Iván se puso en pie de un salto. Con enérgicos gestos, ordenó: «¡Adelante! ¡Marcha ligera!»

El Überführer asintió y echó a correr. Misha miró a su alrededor en busca de ayuda. Incluso su máscara antigás ponía cara de culpable. «¡Adelante!», le indicó Iván con un gesto.

Finalmente, Kuznetsov volvió en sus cabales, se puso en pie de un salto y siguió al skinhead. Mandela fue detrás de ellos. Iván esperó al Canoso y luego corrió a su lado.

Nuevamente vio una sombra con el rabillo del ojo y volvió la cabeza. La endemoniada máscara antigás le restringía el campo de visión.

Por un instante le pareció que una forma gigantesca caminaba por la niebla. Lenta, casi vacilante. Como en un sueño.

Y siguió corriendo. Sus resuellos pasaban por el filtro.

Al llegar a la esquina del edificio, el Überführer se detuvo y miró a su alrededor. ¿Adónde tenían que ir a continuación? Iván cerró brevemente los ojos y trató de recordar el plano de la central nuclear. Ah, sí. Por allí se iba a las viviendas. Por allá, al centro sanitario. Y más allá, al tercer RBMK.

«Tendrás que ir al Bloque 3», le había dicho Enigma.

Tan sólo le quedaba la esperanza de que el viejo digger no le hubiese aconsejado ningún disparate.

—Por allí. —Iván señaló con el brazo en aquella dirección.

Siguieron corriendo. La presión que sentía en el cogote se aflojó durante unos segundos, pero volvió al cabo de un instante, más fuerte que antes. Por mil diablos, ¿qué era?

Los talones de sus botas martilleaban el asfalto. Faltaba poco para el alba. Maldición.

—¡Más rápido!

Finalmente, Iván vio la entrada al Bloque 3. Un edificio gigantesco y gris, en cuya fachada saltaba a la vista el símbolo del átomo. A la derecha de la entrada había una piscina de piedra de la que sobresalían bloques de granito cual muelas rotas. No parecía un lugar muy acogedor.

Puertas de metal. Con las cristaleras intactas. Notable. Tan sólo en algunos casos había láminas de madera contrachapada en vez de cristales. Una chimenea alta, pintada con franjas oblicuas de color rojo y gris. Su extremo superior se perdía entre la niebla.

Respirar por la máscara antigás se había transformado en un tormento. Los visores estaban empañados. Iván veía por el cristal turbio el suelo trémulo, la piscina y su pretil de granito. Se habría podido pensar que la maldita piscina era una sonrisa maliciosa a la que le faltaban dientes. Una bruma espesa se cernía sobre los edificios grises.

A lo lejos brillaban las siluetas difuminadas de gigantescas tuberías, como patas cortas de una bestia monstruosa. Por culpa de la niebla se podía llevar uno la impresión de que un elefante gris estaba de pie sobre la central nuclear, y de que su cabeza y tronco quedaban ocultos por las nubes bajas.

—¡Más rápido!

La presión en el cogote se volvió insoportable. Como si alguien le hubiera metido allí el dedo para empujar a Iván hacia delante. Iván tenía que escapar del desconocido que le seguía como una sombra por entre el húmedo velo de niebla. ¿O, por el contrario, ir en busca de quien les esperara en el Bloque 3 de la central nuclear?

Iván oyó un pesado caminar a sus espaldas. De pronto, el Canoso empezó a mirar a su alrededor con recelo, como si hubiera notado algo.

No era de extrañar. Iván aceleró todavía más. Quienquiera que los persiguiese se encontraba ya muy cerca. ¿Sería el gigante gris?

Sus botas martillearon sobre los escalones.

Iván tiró de la puerta. ¡Estaba cerrada! «Mierda.» Se arrojó sobre la siguiente. El Überführer le propinó una patada. La puerta de aluminio tembló, pero no se movió de su sitio. Sí se oyó el crujido de la luna de cristal agrietada.

El Canoso se arrodilló y empuñó la Saiga. Su pretensión de Kalashnikov.

El Überführer golpeó nuevamente con el pie. ¡Pum!

¡Tenía que haber alguna manera de entrar, maldita sea!

Iván rompió la luna de cristal con el arma y metió la mano dentro. Buscó un picaporte, pero no lo encontró. ¿Dónde podía estar el maldito? Sus dedos encontraron un objeto redondo y frío conectado a otro objeto redondo y frío. Iván se dio cuenta de que era una cadena.

De pronto, Kuznetsov se arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta.

—Socorro —gritó, pero a través de la máscara de gas se oyó únicamente un sordo «so-orro, so-orro».

¿Qué se proponía?

El Überführer se volvió. Señaló a espaldas de Iván, y luego a sus propios ojos: «Objetivo en la mira.» Iván asintió.

Ya basta. Suficientes carreras para un solo día. Iván empuñó el arma y la puso en disparo único. Observó con gran tensión todo cuanto le rodeaba. Una sombra pasó por la lejanía y desapareció.

«¡Dónde estás, hijo de puta, deja que te veamos!»

De pronto se oyó el roce de una cadena y la puerta se abrió. Iván se dio la vuelta por puro reflejo. Una emboscada, maldición…

—¡Entrad! —gritó alguien desde dentro—. ¡Venga! ¡Entrad de una vez!