SABE usted, la vieja locomotora de vapor ha entrado en la leyenda —explicó Vodyanik—. Pero, por otra parte, también es una realidad.
—¿De qué habla usted, profesor? —preguntó Iván—. ¿De un tren fantasma puramente mítico que no viene de ninguna parte ni va a ninguna otra? ¿En el que todavía hay luz y gente sentada? Todo eso ya lo he oído.
El profesor arrugó la frente.
—No, ésa es otra leyenda. No es de extrañar que el metro se hunda en leyendas. Los mitos de la Grecia antigua, Editorial Sovyetskaya Literatura, 1969, editado por Sokolovich…
Iván hizo un gesto de desesperación. A veces, el saber brotaba de Vodyanik como de una manguera con un escape. ¿Sovyetskaya Literatura? ¿1969?
—Profesor —dijo—, por favor, vaya al grano.
—Por supuesto. Voy a empezar con un excurso histórico…
«Mierda.» Iván se rindió. El profesor era sencillamente incorregible.
—La Unión Soviética se preparó seriamente para una guerra nuclear —así empezó la perorata de Vodyanik—. Y, más en general, para una guerra de cualquier tipo. Una de las consecuencias habituales de la guerra es la interrupción del suministro eléctrico. La onda electromagnética que resulta de una explosión nuclear avería los aparatos eléctricos. También existen armas especiales para provocar la interrupción del suministro eléctrico en territorio enemigo, como las llamadas bombas de grafito.
—¡Profesor!
—Sí, sí, vale. Por si se daba esa situación, se acordó tener una locomotora de vapor a punto en todas y cada una de las cocheras del sistema de ferrocarriles. Una locomotora de vapor de verdad, alimentada con carbón. Imagináoslo: hay una guerra atómica. El suministro eléctrico deja de funcionar. No llega combustible para los motores. Pero nosotros tomamos madera o carbón y agua almacenada, y nos ponemos en marcha con una locomotora de los tiempos de la segunda guerra mundial. En Europa, todo se hunde cuando algo no funciona. Nosotros, en cambio, nos las sabemos componer. Lo mismo sucede con los tanques T-34 que se encuentran en casi todas las ciudades al lado de algún museo de la guerra. Dejan de emplearse y simplemente se mantienen en buen estado, pero aún podrían funcionar. Los viejos vehículos subieron por sus propias fuerzas a las rampas donde ahora se exponen. Les vaciaron los depósitos de combustible, y los motores y piezas se han conservado con aceite. He leído en diversas ocasiones que, años después, cuando había que restaurar los monumentos, bajaban de la rampa impulsados por sus propios motores. ¿Os lo podéis imaginar? Aparte de eso, he oído que una vez hubo unos idiotas que trataron de robar un T-34. Según parece, le llenaron el motor de combustible y lograron recorrer doscientos metros hasta que el motor se estropeó. ¡Doscientos metros! Sin que ningún profesional se encargara del mantenimiento. Simplemente se puso en marcha y partió. Cincuenta años después de que se construyera el monumento.
—Estupendo —dijo Iván, y se preguntó si podía ser una buena opción ir con un tanque. Una idea novelesca—. ¿Y qué pasa con la estación del Báltico?[27]
—Allí tendría que haber una locomotora de vapor —respondió el profesor—. Y es perfectamente posible que esté en buen estado. En época soviética, los vehículos se conservaban bien. Seguro que no escatimaron aceite.
Astrólogo regresó. Meciéndose de puntillas, contempló el cuchitril abarrotado con todo tipo de trastos. El Überführer y el Canoso estaban sentados en torno a una minúscula mesilla. Ambos skinheads ponían a punto sus armas. El Überführer, entre maldiciones, le cortaba el seguro a su escopeta doble Ishevsker. Si la cosa se ponía fea, no podría contar con que después de cada recarga dispusiera de los segundos necesarios para quitarle el seguro.
Entretanto, el profesor había montado un dosímetro con las piezas de varios otros que se habían averiado.
Olía a metal soldado, aceite para armamento y limaduras de hierro.
—Veo que estáis todos muy ocupados —dijo Astrólogo con su voz como de salmodia—. Hay novedades.
Iván se sonrió.
—¿Nos han dado luz verde?
—No sólo eso. También nos van a equipar. Y hemos llegado a un acuerdo con el comandante de la Baltiskaya. Nos ha asegurado que podremos salir de allí para ir hasta la estación de ferrocarril y que cuando regresemos, nos dejarán entrar. Esto último tiene también su importancia. Ésta era la buena noticia.
El Überführer se puso en pie y se secó las manos con un trapo. Iván se le anticipó:
—¿Y la mala? —preguntó.
Astrólogo suspiró.
—No quieren que me marche de aquí. Pero os acompañaré de todos modos.
—¿Has estado ya en la superficie? —preguntó Iván.
—Ése es el problema. No he estado nunca. Pero estoy preparado. Tengo títulos de máster en Aikido y en Sambo.[28] Si me lleváis con vosotros, no os vais a arrepentir.
Sin duda alguna, habría sido muy interesante ver cómo se las componía un astrofísico contra un blokadnik. Iván no había reunido nunca a su alrededor un pelotón de diggers tan extraño.
—No podemos aceptarlo —dijo—. Los de la Technoloshka nos arrancarán la cabeza si no sobrevives a la expedición. Sería mejor que…
Astrólogo reaccionó con una sonrisa tan desafiante que Iván se quedó a media frase.
—¿Qué?
—Tengo algo que ofreceros que no vais a poder rechazar.
El Überführer se añadió a la conversación y dijo:
—Hablas como si fueras don Vito Corleone.
Iván los miró primero a uno y después al otro.
—Pero ¿de qué habláis?
Astrólogo revolvió lo que llevaba dentro de la bolsa dándose aires de misterio y sacó algo con gesto triunfal.
—¡Ale hop!
Iván estaba consternado. Era inconcebible. Maldito chantajista.
—Bueno, está bien. Me has convencido. Pero con una condición: vas a hacer, sin excusa, todo lo que yo te diga. Y sin llevarme la contraria. ¿Estamos de acuerdo?
—Vale —dijo Astrólogo.
Este último tenía en la mano una cámara infrarroja en buen estado.
Se sentaron una vez más en el aula donde habían empezado a planear la expedición. Pero en esta ocasión no fue Astrólogo quien se quedó junto a la pizarra, sino Iván.
—Todavía un par de comentarios a propósito de las criaturas que nos podríamos encontrar en la superficie —dijo el digger—. En primer lugar, los perros pavlovianos. No me cabe ninguna duda de que todos vosotros habéis oído hablar de ellos. Se les encuentra a menudo. Son peligrosos, sobre todo cuando van en manada. Y cuando están en período de celo.
»En segundo lugar, el conductor. No aparece a menudo. Lo mejor es salir de su camino. No siente un gran interés por los seres humanos, pero más vale evitar un encuentro.
»En tercer lugar, el soldado hambriento. Normalmente se le encuentra en instalaciones militares, como antiguos cuarteles, campamentos y otras edificaciones del Ejército. En casos excepcionales, también aparece en otros lugares. No se ha visto nunca a ninguno en iglesias ni en teatros, no tengo ni idea del porqué. En caso de enfrentamiento directo, es muy peligroso. Pero, por lo general, es posible esquivarlo. Si se conoce el terreno, es posible hacer el «búho», esto es, observar la zona desde un punto ventajoso y luego echarle un cebo, como, por ejemplo, viejas latas de conservas. Se pueden llevar latas caducadas. Está claro que ése no tiene ningún miedo a envenenarse con comida en mal estado. Lo que más le atrae son los cigarrillos. Si se arroja ciegamente sobre el cebo, entonces se dispone de, por lo menos, media hora. Casi nunca se encuentran soldados hambrientos fuera de las instalaciones militares.
—¿Y blokadniks?—preguntó Astrólogo.
La pregunta provocó cierta agitación en el aula. Se oyeron murmullos.
Iván reflexionó. En otro tiempo había acribillado a preguntas a Kosolapy para saber más acerca de esos monstruos.
«Hola, Iván.» Una voz que pone la carne de gallina.
—Los blokadniks son una pesadilla para los diggers —respondió Iván. El murmullo enmudeció—. Nadie los ha visto jamás. Y quien los ha visto no ha podido contarnos nada. Porque no ha regresado. Así es la cosa. ¿Queda alguna pregunta?
Astrólogo enarcó tan sólo una ceja.
—Pero, ¿existen o no?
—Puede ser —Iván se encogió de hombros—. Al parecer, antes de la Catástrofe pasaron varios milenios bajo tierra. En estratos profundos. Puede ser que despertaran con la Catástrofe y salieran. Según parece, también en cierta ocasión se vio a un blokadnik en el metro. Pero no disponemos de información fiable. Ya sabéis cómo va eso: he oído que alguien ha oído que un conocido suyo conoce a alguien que explica que… etcétera. En cualquier caso, mejor que no nos rompamos la cabeza con los blokadniks. No pienso que vayan a ser nuestro principal problema. Por lo menos, eso es lo que espero.
«Hola, Iván.» Esa voz rechinante que llega hasta los tuétanos.
Iván agarró un trapo y borró cuidadosamente los nombres que había escrito en la pizarra.
«Hace mucho que te espero.»
«Lárgate, tío de mierda —pensó Iván—. Eres una pesadilla. ¿Ha quedado claro?»
Al día siguiente, Iván y sus compañeros llegaron a la Baltiskaya. La estación los recibió con mucho ajetreo. Antes de la Catástrofe, la administración de la policía metropolitana se encontraba allí. En el andén había un gran número de personas vestidas con viejos uniformes grises.
«Una estación entera repleta de aristócratas —pensó Iván, sorprendido—. Qué cosas.»
A la entrada de las oficinas de la administración, Astrólogo enseñó las cartas de recomendación que les había firmado el rector de la Technoloshka. Los garantes del orden asintieron con respeto al leer frases como «rogamos apoyo para nuestra delegación». Se demostraba así que era muy útil figurar como enviados de una estación poderosa y tenida en gran estima. Toparon con las primeras complicaciones al entrar.
El guardia, con evidente desagrado, le dio un golpecito en el pecho a Mandela.
—¿Y éste dónde se piensa que va? No puede entrar.
El negro se sorprendió tanto que retrocedió.
Iván estaba a punto de intervenir, pero Astrólogo se interpuso:
—¡Nada de violencia!
Con un hábil movimiento de hombro, Astrólogo se despojó de la bolsa que llevaba. Ésta cayó ruidosamente al suelo. El joven científico lanzó una mirada desafiante a los ojos del guardia. El hombre se quedó confuso y se echó ligeramente hacia atrás.
—Podéis pasar —dijo, y apartó la mirada con miedo servil.
Iván, impresionado, miró a Astrólogo. Bien hecho. No le había temblado ni una pestaña. Y eso que decían que ya no quedan científicos que sean a la vez hombres hechos y derechos. Como Platón, que había sido campeón en el pugilato y parece ser que cuando no filosofaba se dedicaba a zurrar a sus congéneres. Al menos, eso era lo que le había explicado Vodyanik.
La «delegación» de la Technoloshka se alojó en una agradable vivienda con dormitorio y una habitación separada para el equipo. Los huéspedes pudieron acceder a la cantina de los oficiales locales.
—¿Cuándo vamos a salir a la superficie? —preguntó Astrólogo.
Los ojos de Iván se entrecerraron hasta transformarse en finas líneas.
—Mañana.
Estaban sentados en los bancos de madera de más cercanos a la esclusa.
—Poneos las máscaras antigás —ordenó Iván. Ahora sí que iba en serio.
Astrólogo miró a su alrededor, asombrado, y se quitó las gafas. Las sostuvo con la mano sin acabar de decidirse. Era evidente que no sabía qué hacer con ellas.
—Póntelas sobre la máscara antigás —recomendó el Überführer, y enseñó los dientes con una sonrisa maliciosa—. Si no, no vas a ver nada cuando estemos fuera.
—Muy gracioso. —Astrólogo miró dentro de la bolsa y rebuscó por los bolsillos interiores—. ¿Dónde lo he dejado? ¡Ah! —Se le iluminó el rostro—. Sí, está aquí.
Sacó de la bolsa un estuche de plástico verde, plegó las gafas, las metió delicadamente dentro del estuche y lo cerró.
—Deprisa —dijo Iván—. El tiempo apremia.
—Un momento. One minute. Una minuta, per favore.
Torpe y nerviosamente, Astrólogo se ajustó las correas de la máscara. Iván le miraba negando con la cabeza.
«Ay —pensó—. Tendría que saber hacerlo con los ojos cerrados.»
Astrólogo llevaba una máscara antigás a la moda, con un visor panorámico de plástico… y junturas de color verde brillante. Vestido de esa manera, sería visible a doscientos metros de distancia.
«Esto no puede ser», pensó Iván. Se puso en pie, se acercó a Astrólogo y lo contempló por unos instantes.
—Dame el rotulador —dijo por fin—. Te lo ruego.
—¿Para qué? —preguntó el asombrado astrólogo.
—Dámelo. No me lo voy a comer.
Astrólogo sacó su legendario rotulador de un bolsillo que tenía en la rodilla. Iván lo tomó con la mano y le quitó el capuchón. Negro. Así tenía que ser. Perfecto. ¿Dejaría traza también sobre el plástico?
Iván agarró con la mano izquierda la máscara de Astrólogo. Éste se sobresaltó.
—Tranquilo —ordenó Iván.
El digger empezó a pintar de negro los bordes verdes de las junturas.
—Picasso en el momento cumbre de su carrera —comentó el Überführer, a propósito de los esfuerzos de Iván.
Tan pronto como hubo terminado, Iván supervisó su obra. No había quedado ni un solo punto de color verde brillante. Todo negro.
—Así está mejor.
Iván le devolvió el rotulador al abatido Astrólogo, regresó a su lugar y se colocó su propia máscara, una IP-2M aislante con válvula para beber. Le quedaba muy pegada al rostro. Iván respiró hondo varias veces. La bolsa de respiración se vaciaba y volvía a hincharse. El cartucho de regeneración funcionaba. Todo en orden.
—¿Todos a punto?
Iván embutió ambas manos en los guantes de plástico, que dejaban libre tan sólo el dedo índice para permitir apretar el gatillo. Equipamiento militar. En la Technoloshka no les faltaba.
—Casi estoy —respondió el Überführer, y arrancó una tira de cinta adhesiva.
—Ayudaos el uno al otro —ordenó Iván. Al pasar por la máscara, su voz se oía sorda y un tanto lejana.
Finalmente tuvieron que cubrir las costuras de la ropa. La cinta adhesiva les bastó en todos los casos.
—Ya está —dijo Iván, una vez hubieron terminado con el proceso de embalaje.
El digger recorrió con la mirada a sus acompañantes. Cada uno superaba a su manera el momento de tensión. Kuznetsov, que se había empeñado en ir, tenía la cara pálida y trataba de ocultar su nerviosismo. Los dedos le temblaban y el pie derecho golpeaba con insistencia el suelo. Lo normal. Por lo menos para una primera vez. Incluso la décima vez habría sido normal. Astrólogo mostraba una notable calma. El Überführer enseñaba los dientes y se carcajeaba. Pero eso lo hacía siempre. El Canoso parecía indiferente, casi como un poco letárgico. Vodyanik, como siempre, trataba de difundir sus saberes entre el vulgo, pero en ese momento nadie le escuchaba. Mandela no paraba de levantarse y de volverse a sentar, como si tuviera muelles en las piernas.
Iván respiró hondo. Cerró los ojos. Contó hasta cinco. Y volvió a abrirlos.
—¡Vamos!
Entraron en la esclusa —una cámara oscura, pequeña, vacía— y, a continuación, los hombres de la Baltiskaya cerraron la puerta a sus espaldas. Iván oyó cómo el cerrojo se activaba y los mecanismos de la puerta hermética se ponían en movimiento. La luz de las linternas les iluminó el rostro y se reflejó en los visores de las máscaras antigás. Iván se puso en cuclillas y se colocó el fusil sobre las rodillas. Tendrían que esperar entre cinco y diez minutos hasta que la puerta interior hubiera quedado herméticamente cerrada. Luego otros diez minutos, durante los cuales se emplearían los conductos de aire para incrementar la presión en la esclusa. Sólo entonces podrían abrir la puerta del exterior.
«¡Vaya! ¿Y qué iba a pasar luego?»
Astrólogo se había puesto a tirar de la palanca de la puerta exterior.
—¡Alto! —ordenó Iván. Se levantó, avanzó dos pasos y le puso la mano en el hombro al científico—. Aquí no se hace nada si yo no lo ordeno, ¿Está claro? En eso estábamos de acuerdo, ¿o no?
Astrólogo se volvió. Parpadeó, porque la linterna de Iván lo había cegado. Con cara de no entender nada, echó una mirada furtiva por el visor de la máscara antigás.
«Bueno. Esto no va a ser fácil —pensó Iván—. Los miembros de este pelotón no están coordinados. A saber los problemas que pueden darme estos muchachos por el camino.
—La puerta aún no está bien cerrada —explicó Iván, señalando la puerta interior.
—¡Ah, ya! —Astrólogo lo había entendido por fin—. Lo siento.
—Haced tan sólo lo que yo os ordene —dijo Iván, y con ello no hacía más que volver sobre la prédica que ya les había repetido cien veces mientras preparaban la expedición—. Vamos a esperar un poco más.
Los diez minutos siguientes se les hicieron más largos que los dos días anteriores.
«¿Por qué hago todo esto? —se preguntó entonces Iván—. ¿Por qué me tomo tantas molestias?»
Miró el reloj. Las agujas eran de color verde fosforescente. Había llegado el momento.
—Abre —ordenó al Canoso.
Éste asintió.
Iván notó que el corazón se le aceleraba y que le subía la concentración de adrenalina en la sangre. Los objetos que se encontraban a su alrededor se volvieron más voluminosos, los contornos de éstos se hicieron más precisos.
«Vamos allá.»
Rechinando amenazadoramente, la puerta exterior se abrió.
El edificio gris y macizo de la estación se erguía ante ellos como un monstruo a punto de saltar. Por lo general, Iván evitaba los edificios grandes, con mucho espacio vacío en su interior. Por un lado, tenían la ventaja de ofrecer mucho espacio para las maniobras de grupo, pero, por el otro, era habitual que en tales edificios se encontraran nidos. Y los pajaritos que se agazapaban en su interior no solían comer mijo.
«Es Ación del Báltico», leyó Iván sobre la entrada. La T se había caído.
Subieron por la escalera en orden de combate: cada uno de ellos cubría a otro. Se reunieron en el último tramo de escaleras.
Silencio impenetrable, como de goma.
«Vamos a entrar —indicó Iván por medio de gestos—. Id con los ojos bien abiertos.»
El vestíbulo de la estación era gigantesco. Iván miró a su alrededor con recelo. A la derecha se encontraban las hileras de puestos de venta. La pared que se hallaba enfrente de éstos había estado acristalada casi en su totalidad.
En esos momentos parecía más bien un portal dimensional. La puerta que conducía a la eternidad del ferrocarril. Los puntales de acero que lo enrejaban estaban cubiertos de finas lianas.
Detrás de dicha pared se encontraban los andenes. Iván vio un tren de color verde, cubierto de herrumbre, parado sobre una de las vías.
El cielo turbio engendraba tan sólo sombras desvaídas. Sin embargo, el digger, por puro reflejo, se puso sobre las líneas oscuras que los puntales de acero arrojaban sobre el suelo.
—Mira. —Alguien le dio un golpecito en el hombro.
Iván se volvió. En el puesto de información había una familia de esqueletos. Papá, mamá y dos niños. Esqueletos desnudos con jirones de ropa adheridos. Al lado de los muertos se encontraba el equipaje. Alguien había abierto las maletas. Su contenido estaba desparramado por el suelo: ropa amarillenta, cubierta de polvo y fosilizada. La familia se iba de vacaciones. O a visitar a la abuela. O vete a saber qué.
«¡Adelante!»
Los diggers atravesaron la sala de espera y anduvieron por etapas sobre las vías.
—A la derecha —indicó Iván a los demás.
Allí, un poco más adelante por las vías, se habían encontrado las cocheras.
Trenes herrumbrosos. Llevaban tanto tiempo abandonados que se habían olvidado de lo que era un ser humano. Gigantescos animales de hierro que habían reunido allí sus pesados cuerpos para morir juntos. Pero no todos habían fenecido…
La locomotora era exactamente como la había descrito el profesor.
—¡Qué maravilla! —exclamó Iván—. ¿Profesor?
—Ah, no. Esto no nos sirve para nada —respondió Vodyanik, al tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Cómo es eso, profesor? Ahí tenemos la locomotora de la que usted nos había hablado, ¡mire!
Un monstruo negro y gigantesco. Aquí y allá se veía la pintura que se había desprendido y las manchas de herrumbre, pero, en conjunto, tenía mejor aspecto que sus hermanas más modernas. Iván estaba entusiasmado. Una máquina indestructible.
—Las vías… —dijo Vodyanik.
—¿Qué pasa con las vías? —respondió Iván. No entendía adónde quería llegar el profesor—. Está puesta encima de una vía, ¿lo ve usted?
—Sí, pero esa vía está obstruida. —En la voz de Vodyanik se reconocía una profunda frustración—. ¿Ve usted el tren que se halla frente a la locomotora? Esa hilera de vagones es inacabable.
Iván calibró la situación. No tenían manera de volcar los vagones que bloqueaban la vía.
—¿No podríamos sacarlos con la propia locomotora?
—La locomotora no tiene suficiente capacidad —explicó Vodyanik—. En los tiempos de esa joya negra, los trenes eran mucho más cortos. Ese convoy debe de tener por lo menos dieciséis vagones. Y no disponemos de una locomotora de maniobras capaz de arrastrarlos hacia una vía secundaria. Yo tenía la esperanza de que… —Suspiró hasta lo más hondo e hizo un gesto de desesperación—. Puede usted olvidarse de Sosnovy Bor, Iván.
El profesor estaba totalmente abatido. Y tenía todos los motivos para estarlo.
Iván sintió un temblor en la mejilla.
En ese mismo momento volvió a oír el ruido, el sordo rechinar de un metal que se hallaba bajo una gran presión. Iván tenía sus motivos para que no le gustaran tales edificios.
—¡Todos atrás! —ordenó Iván—. ¡Rápido! Fuera de aquí.
Demasiado tarde.
Astrólogo empuñó el fusil que llevaba al hombro y apuntó.
El ruido de los disparos levantó ecos en el vacío de la estación.
La bestia saltó desde uno de los puntales de acero hasta el suelo. Iván hizo un gesto en dirección a la salida.
—¡Retirada!
Entonces echó a correr él mismo, con el arma a punto para disparar.
La maldita bestia se movía a la velocidad del rayo.
El fuego de dos fusiles a la vez la alejó… durante un rato. El animal trepó por la pared de la estación, se agarró con fuerza a uno de los puntales y desapareció.
«Ese bicho de mierda es rematadamente ágil», pensó Iván. No había podido verlo bien ni una sola vez.
Regresaron al vestíbulo de entrada de la Baltiskaya. Iván dejó pasar primero a los demás. Astrólogo iba el último y llegó corriendo.
—¡Date prisa!
El científico se detuvo frente a Iván. Tras el visor de plástico de su máscara antigás sonreía un rostro satisfecho.
—¿Has visto cómo le he dado a la bestia?
—Sí, ya lo he visto —respondió Iván—. Ahora en marcha, tenemos que pasar al vestíbulo.
El digger se adelantó y abrió la puerta. Se detuvo un momento al oír un ruido extraño. Se dio la vuelta una vez más.
—Astrólogo —gritó Iván—. Oye, Astrólogo, ahora no es momento para bromas estúpidas.
El científico había desaparecido.
Un estuche para gafas, de color amarillo, había quedado abandonado sobre el asfalto cubierto de grietas.
La puerta crujió. Iván no se volvió en ningún momento. Se echó sobre la cama plegable y clavó la mirada en un agujero que había en la pared. Se puso a arrancar migajas de hormigón con la uña.
Pasos. En seguida se oirían los graznidos burlones del Überführer. O la voz frágil de Kuznetsov.
No le cabía duda de que no sería el profesor, ya que éste arrastraba los pies al caminar. Hacía un ruido que podía delatar al grupo entero…
—Disculpe —dijo una voz profunda a sus espaldas.
No era el Überführer y tampoco Kuznetsov. Iván se volvió. Se encontró con un hombre grande, de hombros anchos, envuelto en un abrigo negro de la Marina. Tenía el cabello casi blanco y era evidente que le faltaba melanina. Mandíbulas poderosas, ojos oscuros y brillantes. Había algo en la apariencia del huésped que le resultó extraño a Iván. ¿Quizás una cierta flaccidez? La nariz enrojecida. ¿El señor marinero tenía afición por la botella? Por la que le asomaba del bolsillo de la pechera, por ejemplo…
«El abrigo negro del Ejército. Es por eso por lo que no le he echado de inmediato —pensó Iván—. Kmiziz llevaba uno parecido. ¿Cómo se llama ese sentimiento? ¿Nostalgia?»
La única persona decente en toda la Admiralteyskaya, y está…
Muerto.
—¿Es usted Iván? —preguntó el marino—. Me llamo Ilya Petrovich Krassin. Querría hacerle una oferta.
«¿Piensa que volveré a las tareas de digger?Desde luego que no.»
—Ya no me dedico a esas cosas —dijo Iván—. Está usted perdiendo el tiempo. Si quiere, le diré a usted «hasta la próxima». Hoy es mi día de buena educación.
Krassin parecía sorprendido.
—Pero si usted es digger.
—Sí, ¿y qué? —El día de buena educación de Iván había terminado.
—Dígame usted, ¿ha estado ya en la calle del Teniente Schmidt, a orillas del río? —preguntó Krassin, que, por el motivo que fuese, no se alteraba en absoluto.
—Por supuesto. —Iván se encogió de hombros—. He recorrido la isla Vasilyevski casi entera. Pero ¿qué importa eso? Como le decía, no tengo ninguna intención de volver a ejercer de digger.
Iván volvió a echarse.
—¿Entonces ha estado allí? —Krassin asintió—. Excelente. ¿Y la embarcación todavía se encuentra en el mismo lugar? ¿A orillas del río?
Iván titubeó y se sentó sobre el lecho. «Maldito sea… en realidad…»
—¿De qué embarcación me habla?
Krassin sonrió, y su sonrisa tenía un sorprendente encanto.
—De un submarino.
Un segmento de túnel tras otro, el metro hincaba sus garras en el cenagoso subsuelo de San Petersburgo, en el que habían luchado ya los granaderos de Pedro el Grande.
Una ciudad en la que el tiempo desaparece.
—Y ahora, por favor, explíqueme cómo vamos a poder llegar a la central nuclear de Leningrado en submarino —dijo Iván.
—Es muy sencillo —respondió Krassin—. Hay que zarpar de Gavan, en el golfo de Finlandia, y navegar sin alejarse de la orilla. Hasta Sosnovy Bor. Son unos noventa kilómetros. Un poco más que con el tren. La central nuclear se encuentra en la costa. Se refrigera con el agua del golfo de Finlandia. Los generadores también funcionan con esa agua.
Iván asintió. Lo cierto era que la idea parecía muy razonable.
Vodyanik se manoseaba su barba negra entreverada con mechones canosos y tiraba de ella como si quisiera arrancársela.
—Voy a repetirlo de principio a fin —dijo el profesor—. Tenemos que ir de la Technoloshka hasta la Promenade des Anglais y luego, por el puente, hasta la calle del Teniente Schmidt. Una vez allí habrá que encontrar ese viejo submarino. Y espero de verdad que logremos ponerlo en marcha. Porque si no… bueno… tendríamos que pensar en otra manera de llegar a la central nuclear de Leningrado. ¿Quieres algo más de mí, Iván? ¿Puedo ir a prepararme para la salida?
—No se enfade, profesor —respondió Iván—, pero esta vez tendrá que quedarse usted aquí. Es que su cuerpo no lo soportaría, ¿comprende usted? Vamos a tener que ser muy rápidos al caminar y también al disparar. La velocidad tendrá una importancia vital.
El profesor montó en cólera.
—Ajá, así que en tan sólo un par de días me he transformado en una persona distinta —dijo con voz ponzoñosa—. Anteayer sí valía para una expedición y hoy ya no. ¿Cómo es eso?
Era la primera vez que Iván veía tan furioso al profesor. Llegó a sentirse algo culpable. Pero no podía tener en cuenta vanidades heridas.
—Bueno, se lo voy a explicar. Usted no ha cambiado en nada. Es usted el mismo hombre con sobrepeso, de unos cincuenta años, más acostumbrado al esfuerzo intelectual que al físico. Pero las circunstancias han cambiado sustancialmente. Una cosa es caminar trescientos metros hasta una locomotora de vapor. Otra muy distinta es recorrer tres kilómetros por una ciudad abarrotada de bestias sin dejar de disparar. Y téngalo usted en cuenta, profesor, todo eso hay que hacerlo con traje aislante integral. Tiene que reconocerme usted que no se trata de lo mismo.
El profesor se quedó cual perro apaleado y enmudeció.
«Hay que quitárselo de la cabeza —pensó Iván—. No debo ceder.»
—Pero, Iván… —empezó a decirle Vodyanik por fin.
—No hay discusión posible.
El profesor se quedó cabizbajo. Salió de la habitación. Arrastraba los pies todavía más que antes. Iván miró mientras se marchaba y se sintió miserable. Como si hubiera humillado a un niño pequeño.
—Voy a ir con vosotros —dijo Mandela, que había seguido toda la escena con cara triste.
Iván negó con la cabeza. En esta ocasión no pensaba llevar voluntarios. Basta de jueguecitos.
—No me vengas con disparates. Ya tengo bastante con tener que cargar con Astrólogo sobre mi conciencia.
—Voy a ir —repitió Mandela con tozudez. En sus ojos ardía un fulgor blanco como el de un cable de volframio—. Y punto.
En cuanto el negro se hubo marchado, el Überführer dijo:
—El muchacho ese será negro, pero tiene carácter.
Iván tenía que emprender una expedición con un grupo de personas que no habían trabajado jamás en equipo ni tenían ni la más remota idea de las labores de un digger.
El rostro de Kuznetsov estaba radiante. Al menos los diggers amateurs no carecían de entusiasmo.
—Pensad siempre en lo más importante. —Iván les fue mirando de uno en uno, cargó el fusil y le echó el seguro—. No podéis deteneros en ningún momento. Bajo ningún concepto. ¿Os lo habéis grabado ya en el cerebro? Tenemos que disparar ráfagas breves y mantenernos siempre en movimiento. Si nos paramos, nos van a acorralar y nos devorarán. ¿Está claro? ¿Überführer?
El vigoroso skinhead asintió con una expresión en el rostro que parecía decir: «Pues claro, parece que me tomes por tonto.» Incluso con la máscara antigás, era la viva estampa de un ario. Su ametralladora ligera (una RPD con una caja de cartuchos) reposaba sobre su rodilla. El Canoso iba armado con una escopeta de carga manual Saiga, Misha llevaba un AK-103 con cargadores de plástico y Mandela, una escopeta de dos cañones. Así, aunque se encontraran en la más difícil de las situaciones, al menos podrían disparar desde muchas distancias diferentes.
—¿Mandela? —preguntó Iván—. No te pares en ningún momento, ¿te ha quedado claro?
—Sí, me ha quedado claro.
—¿Misha?
—Sí, ya lo he entendido.
—¿Krassin?
El marino asintió. Se había puesto el abrigo de la Marina sobre el traje aislante. «Qué más da —pensó Iván—, quien más quien menos tiene sus rarezas.»
—¿Canoso? ¿Über? —Iván les hizo un gesto con la cabeza a cada uno de los dos skinheads—. Antes de salir, quiero que hablemos un momento.
Iván contempló a sus hombres. Los dos primeros eran unos rapados, el tercero un tarugo, el cuarto negro como el betún y el quinto un borracho.
«Vaya cuadrilla —pensó Iván—. Pero luego, cuando nos hayamos puesto la máscara antigás en la cabeza, nos pareceremos como un huevo a otro huevo. Eso es lo que une a los seres humanos después de la Catástrofe: la máscara antigás y el traje aislante.»
Los únicos miembros de la expedición que tenían experiencia en salir a la superficie eran el propio Iván y los dos skins. No le cabía ninguna duda de que no se iban a aburrir.
—En marcha. Poneos las máscaras antigás.
Una sensación como de encontrarse bajo el agua. Se oía un borboteo en los oídos. Aspiración, espiración. Aspiración, espiración.
—Buena suerte —dijo Vodyanik. Su voz sonaba tan lejana como si se hubiera oído en otra habitación.
—Sí, la vamos a necesitar. —Iván se puso en pie y respiró hondo—. ¡Batooonchiki!
Petersburgo, mi dolor.
La catedral de Isaac, medio destruida. Las columnas de granito aguantaron incluso la onda expansiva, pero luego quedaron cubiertas de lianas de un color azul grisáceo. Iván se colocó la cámara infrarroja delante de la cara. Las lianas brillaban. A través del aparato se veían de color azul con un fulgor verdoso. Y cuando Iván volvía el rostro, dejaban tras de sí un rastro débil y difuminado…
«Será mejor que no vayamos hacia allí.»
Iván jugueteaba desde hacía tiempo con la idea de entrar por lo menos una vez en la catedral. Los mayores le habían hablado con entusiasmo de lo bonito que era su interior. Pero hasta ese momento no se le había presentado la ocasión.
—¡Vanya!
Iván se dio la vuelta y olvidó ajustarse los visores de la cámara infrarroja. En un primer momento tuvo la impresión de que presenciaba una explosión nuclear. En el campo visual del aparato apareció un hombre de Armagedón que refulgía en el espectro amarillo-rojo-verde. Iván levantó el aparato hasta la frente. Tenía que acostumbrarse a estar pendiente del regulador de luminosidad del detector de infrarrojos. Le ardían las pupilas.
En vez del hombre de Armagedón, Iván vio entonces al Überführer.
—¿Qué ocurre?
—Creo que alguien nos sigue. ¿No notas la misma sensación?
Habían tenido suerte con el clima y con la época del año. En San Petersburgo era la época de las célebres noches blancas, suponiendo que el calendario del profesor fuese correcto, lo cual era probable, porque el calendario de Astrólogo apenas si difería de aquél.
—La mejor época para salir hasta la madrugada y fotografiarse en los puentes —había dicho el profesor.
Estuvieron de acuerdo en salir hasta la madrugada. Sus ojos, acostumbrados a la luz artificial del metro, no aguantaban la del día más allá de unos pocos minutos. En cambio, la luz crepuscular era ideal para los diggers. Iluminaba lo suficiente y no cegaba.
La cámara infrarroja era un invento genial. Registraba diferencias de temperatura corporal de hasta una décima de grado. Habrían podido detectar a un ser humano por muy bien que se escondiera. Lo mismo valía para las bestias, contando, naturalmente, con que fueran de sangre caliente.
Ni la niebla, ni el humo, ni la falta de luz interfieren en las funciones de una cámara infrarroja. Con una maravilla como ésa habrían podido incluso circular sin linterna por los túneles del metro. No habrían podido hacerlo con un aparato de visión nocturna, porque este último necesita aunque sea una mínima presencia de luz. Pero la cámara infrarroja les resultaba especialmente útil a los diggers cuando se hallaban al aire libre, en la ciudad. Unos ojos acostumbrados a poca luz no podían divisar animales a un kilómetro de distancia. En cambio, la cámara infrarroja lo hacía sin ningún tipo de problemas.
A propósito de las bestias.
Iván giró la cabeza y miró por el visor. En efecto.
—¿Qué hay allí? —preguntó el Überführer, que tenía ya muy claro que habría problemas.
—Perros pavlovianos —respondió Iván—. Como se fijen en nosotros, estamos perdidos. Ahora no os mováis ni digáis ni pío. Si no, nos van a devorar con piel y cabello incluidos. No quiero oír ni el chasquido de un rifle ni el roce de un par de huevos. —Eso era lo que había dicho siempre Kosolapy en situaciones semejantes—. Esas bestias reaccionan sobre todo al oír ruido.
La espera fue una verdadera prueba de nervios.
La gigantesca jauría de perros pasó cual masa amarilla, roja y verde sobre el puente del Palacio, se separó en pequeños y abigarrados grupos y se esparció por toda la calle que bordeaba la orilla del río.
Era el submarino con la inscripción S-189 en la torreta. El casco que en otro tiempo había sido de color gris claro se había oscurecido con el tiempo y había quedado cubierto de herrumbre. Hacía muchos años, habían sacado el submarino del agua y lo habían llevado a una zona portuaria donde se guardaban embarcaciones fuera de uso, lo habían reparado, lo habían llevado a orillas de la calle del Teniente Schmidt y lo habían transformado en museo.
—¿Y qué vamos a hacer con un submarino museo? —le había preguntado Iván a Krassin durante su primera conversación.
—No te preocupes: el interior de la embarcación, esto es, el motor diésel, los instrumentos y todo lo demás se ha conservado bien. Tenemos perspectivas realistas de que estén intactos. Quizá sea la única embarcación capaz de navegar en todo San Petersburgo.
«Capaz de navegar… —Iván negaba con la cabeza—. Habría que verlo.»
Acercó la cámara infrarroja a los ojos y miró. Le resultaba algo fatigoso ir con el artefacto delante de la cara, pero también le divertía mucho más emplearlo para localizar a sus objetivos y situarlos luego en el visor de la máscara.
La masa de perros pavlovianos brillaba con fulgores amarillos, rojos y verdes. Había abandonado el puente del Palacio y se desplegaba por los alrededores del Hermitage. ¿Cuántos perros debía de haber? Costaba decirlo. En el visor de la cámara infrarroja se fundían en un único organismo, semejante a una medusa de tentáculos largos y finos. Los primeros avanzados de aquella biomasa errante habían llegado ya al puente de Troitski.
—¡Adelante! —ordenó Iván—. ¡Rápido!
Echaron a correr. Se oyó el rumor de sus botas sobre la acera. Pisaron charcos. Un eco húmedo rebotó desde las casas vacías. Los diggers corrían por la Promenade des Anglais.
Si no se hubieran girado en ese mismo instante para huir por el puente y hubieran seguido en línea recta, habrían pasado poco más tarde junto a tres barcos fantasmas. El primero de éstos era un cúter pesquero negro y medio hundido, sin un solo ángulo recto. El segundo era una embarcación experimental —Iván había visto sus inscripciones la última vez— que más bien parecía una lancha torpedera de la Marina. Y el tercero, un barco en miniatura amarillo y azul con grúas oxidadas. Iván no recordaba ya cómo se llamaba. ¿Toni o Tom? Daba igual. Ese día iban a otro sitio.
¡Tenían que pasar por el puente tan pronto como les fuera posible!
Cuando Iván estaba a punto de doblar la esquina, resbaló sobre un escalón húmedo y se cayó.
«¡Mierda! Con la cámara infrarroja tampoco se ve bien.»
En el último momento logró sostenerse con las manos en el suelo… se golpeó las palmas contra las baldosas de granito de la calle. ¡Clonc! La cámara infrarroja se golpeó contra el pretil y cayó al suelo. Las correas podridas que la habían sujetado se rompieron.
Iván se puso en pie con dificultad. A su alrededor todo se veía de color gris. «Estupendo, ¡maldita sea!» El Überführer estaba ya junto a él y le cubría. El resto de diggers llegaron jadeantes y se detuvieron.
—¿Todo bien, tío? —preguntó el Überführer.
—Sí.
Iván se agachó y recogió el aparato. Los visores se le habían movido. Lo sostuvo frente al visor de la máscara antigás. No tenía imagen. «Mierda.» Lo dejó sobre el pretil.
La cámara infrarroja había dejado de funcionar. Iván suspiró. No le quedaba otra opción que recurrir de nuevo a los métodos tradicionales.
Pasaron por el puente sin más incidencias y doblaron por la calle del Teniente Schmidt. Junto a la orilla cabeceaba una gabarra herrumbrosa. El cartel que llevaba en la borda decía… Iván aguzó la mirada… «Kossino». Detrás de esta gabarra se encontraba una segunda, si bien lo único que sobresalía de las negras aguas del Neva era una parte de la popa.
En la última ocasión, Iván había visto el submarino un poco más allá. Orientado hacia el mar. Dentro del agua y aparentemente intacto. Aún se acordaba.
El agua del Neva chapaleaba pacíficamente en la oscuridad tupida y gris. Iván se asomó al pretil de granito y contempló el muelle. En las hendeduras entre los bloques de granito que se habían salido de su lugar no se veía ni una brizna de hierba.
El agua se estrellaba perezosamente sobre la piedra. El espejo negro del Neva, teñido de odio desde su interior. Llevaba su agua hasta el mar bajo los puentes y entre los muertos paseos de las orillas.
Una llamada en voz baja, penetrante, llegaba desde el golfo de Finlandia. Esa llamada les helaba la sangre en las venas. Iván se estremeció. El grito de una gaviota. Pero en un tiempo en el que ya no había gaviotas, sino tan sólo una especie de cocodrilo volador. Una visión escalofriante.
Iván levantó los ojos al cielo. Una vez más, un grito trepidó en lo alto y se le clavó en el epigastrio.
El sonido fue casi peor que la visión.
El digger, tenso, miró a su alrededor. ¿Debía encender la linterna? Habría sido como invitar a la bestia a que se arrojara sobre él. A un menú de cinco platos con postre. El mismo efecto lograrían con el más leve sonido, pensó Iván, y echó una mirada a Krassin. Pero sin linterna no se ve gran cosa en la oscuridad, sobre todo con una niebla tan densa.
Sigamos adelante. Iván les dio a entender por señas: «A la izquierda y luego hacia abajo.»
Los diggers siguieron el pretil, giraron hacia la escalera y bajaron hasta el empapado camino que bordeaba la orilla. Estaban ya casi a la misma altura del muelle. En la penumbra gris y húmeda, Iván reconoció los restos de los rótulos blancos que en otro tiempo habían estado allí. El pavimento verde que en otro tiempo daba entrada a la terminal de pasajeros había quedado casi de color negro.
Las ventanas de la terminal estaban reventadas.
—¡Mira! —exclamó el Überführer con una voz extrañamente quebrada.
Iván se volvió, miró hacia donde le señalaba el brazo extendido del skinhead y se estremeció de puro asombro. Aunque en todo momento hubiese sabido lo que iba a ver.
Fue una sensación peculiar.
La piel del submarino iba de un extremo al otro del muelle. Estaba cubierto de manchas grisáceas y de retazos de herrumbre. La barracuda de acero estaba en ángulo recto con la orilla. La proa estaba algo hundida.
—Un pequeño problema en el equilibrio de la embarcación —explicó Krassin—. En cuanto los tanques de lastre de las popas se hayan llenado, volverá a ponerse bien. En cualquier caso, todos los tanques de lastre del S-189 se soldaron tras la última reparación…
Llegados a ese punto, Iván dejó de escuchar.
La torreta con la identificación. La inscripción relucía a la pálida luz crepuscular de San Petersburgo. S-18… La última cifra era ilegible. El casco del submarino estaba cubierto de grandes manchas blancas. Excrementos de pterosaurio.
—Un museo flotante —dijo el Überführer, sin hablarle propiamente a nadie. Luego volvió la cabeza hacia Krassin—. Qué, muchacho, ¿vamos allá?
Se hizo una pausa.
Mientras Krassin sopesaba la situación, Iván contempló el submarino. Era estupendo que se encontraran en la época de las noches blancas. No les hacía falta encender la linterna.
—¡Teniente! —le gritó a Krassin, que se había quedado inmóvil y miraba boquiabierto el submarino. Su cabeza grande, con la máscara antigás de color marrón, sobresalía del cuello del abrigo negro de la Marina—. Es la hora.
Krassin se despertó de pronto.
—Sí, por supuesto. —Con un complicado movimiento que ponía en evidencia su poca destreza en el manejo de las armas, se colgó del hombro la Simonov SKS—. Vamos allá.
Llegaron hasta el borde del muelle. Las aguas del Neva se derramaban pesadamente entre el muro de piedra y el casco de la embarcación. Su frío chapaleo le recordó a Iván la última salida de Kosolapy. Como si fueran las imágenes de un telediario, Iván creyó presenciar con sus propios ojos la absurda escena de su muerte. Las aguas negras y agitadas. Los escalones de piedra. Kosolapy que salía sonriendo del agua…
Entonces, de repente, aquella sombra. Una línea roja y una negra. Kosolapy se caía. Como si su sonrisa se hubiera vuelto de plomo y tirara de él hacia abajo. Clac. Y, por fin, el digger muerto sobre el granito frío y húmedo. Había sido en un día de otoño.
—Adelante —ordenó Iván—. Y no os separéis.
Una locura.
Un submarino museo que todavía puede navegar. «Pero, por lo demás, ¿se encuentra usted bien, señor teniente?»
«Y si no lo conseguimos con embarcaciones modernas, ¿por qué no probamos otra cosa?»
Iván apoyó en el hombro la culata del fusil y cerró el ojo izquierdo. Observó el submarino por la mira. Excelente.
Iván descendió a las entrañas del submarino. La luz de la linterna danzó sobre mamparos, grifos y tubos. En algunas paredes había fotos enmarcadas: soldados de la Marina que posaban frente al submarino, el submarino en funcionamiento, encuentros en el puerto. Rostros radiantes de alegría, gorras blancas con visera, vestidos negros de marino.
Iván andaba a tientas. Pisaba un fango oleoso que le llegaba hasta los tobillos. Tras dos décadas se había quedado espeso. Cuando volvió la cabeza hacia la pared, la luz de la linterna reveló rostros sonrientes que hasta entonces habían estado envueltos por la penumbra. Pertenecían a personas que habían muerto hacía muchos años. En ese momento miraban a Iván.
El submarino se encontraba en buenas condiciones. Se notaba que lo habían pintado y arreglado poco antes de la Catástrofe. Todo estaba en su sitio. Como era de esperar en un submarino museo.
—Según parece, su propietario había sido oficial en un submarino.
Iván se sobresaltó.
—¿Quién ha hablado?
Entonces apareció Krassin, que iluminó su propio rostro desde abajo. Brrr. Una mueca tosca y escalofriante.
—Estaba en la sala de motores —dijo.
—¿Y?
—Puedo tranquilizarle a usted —respondió Krassin. Sonrió, y se agarró con la mano la parte del abrigo donde llevaba la botella de coñac escondida en el bolsillo interior—. ¿Le apetece un trago?
—No, gracias. ¿Qué pasa con el motor diésel?
—Se halla en buen estado.
Iván respiró con alivio. Habían tenido suerte.
—Y en muy buen estado —siguió diciéndole Krassin—. Podría suceder incluso que quedara combustible en el tanque. En cambio, los acumuladores no tienen tan buena pinta. Está claro que al cabo de tanto tiempo se habrán descargado. Por ello, los motores eléctricos no nos van a servir para nada.
—¿Y cuál es el problema? —Iván apuntó con la linterna hacia la izquierda para no tener que ver el rostro fantasmal de Krassin—. Es el motor diésel lo que nos va a impulsar, ¿no?
—Sí, buena idea… pero vamos a necesitar algún medio para arrancarlo.
Iván alumbró con la linterna a lo largo del mamparo y luego más arriba. Se llevó tal susto que faltó muy poco para que la linterna se le cayera de la mano. En un primer momento, se llevó la impresión de haber visto un fantasma. Un hombre de aspecto siniestro, con los cabellos grises y un gorro negro sobre la cabeza. Iván maldijo en voz baja. ¿Quizás era el espíritu de un marinero de Kronstadt?
Había un retrato colgado de la pared. En el marco se leía: «El oficial al mando del S-189, capitán de fragata Gavrilin D. Sh.»
—¿Qué vamos a hacer ahora?—preguntó Krassin.
Iván se volvió hacia el marino.
—¿Cómo podemos arrancar el motor diésel?
Krassin se encogió de hombros. Por ese gesto, Iván lo habría asesinado con placer. ¿Qué quería decir con eso? ¿Que no lo sabía? Entonces, ¿para qué habían ido?
—A decir verdad, tan sólo conozco la teoría —dijo Krassin—. Al fin y al cabo, soy oficial de navegación, no ingeniero naval. Además, después de veinte años sin ejercer… uno no se acuerda de todo. Pero, en principio, se contemplan dos maneras de arrancar un motor diésel: con aire a presión o con un motor de arranque provisto de electricidad.
De repente, se oyó un alboroto fuera y, luego, un golpe violento encima de la embarcación. El estrépito resonó a lo largo de todo el costado, como si alguien le hubiese dejado caer encima un pesado objeto de hierro y luego lo arrastrara sobre el casco. El submarino se balanceaba.
—¡Alarma! —gritó alguien desde arriba.
Iván se dio la vuelta y subió corriendo. El charco que se había formado bajo la escalerilla relucía.
Kuznetsov bajó alocadamente por la escalerilla y chapoteó al meter los pies en la mancha de luz. Sus ojos se habían llenado de un terror ciego.
—¡Allí… allí arriba!
—Entiendo —dijo Iván—. ¡Todos abajo y cerrad las escotillas!
Bum. Clonc. Silencio. Y luego, una vez más, clonc.
—¿Lo ha oído usted? —preguntó Kuznetsov—. Son esas aves. Esos malditos pterodáctilos. Tres ejemplares. Se han posado arriba como si esto fuera su nido. ¿Qué vamos a hacer ahora, jefe?
Iván miró a su alrededor. Los morros de goma de sus amigos, los visores de las máscaras antigás. Por todas partes, aparatos cuya función desconocía. El fulgor de la linterna erraba por el vientre del submarino y arrojaba sus reflejos a la papilla negra que recubría el suelo.
—Trabajar —sentenció Iván.
Una vez dentro del submarino, Iván autorizó a sus hombres a sacarse las máscaras antigás. Les habrían molestado mucho mientras trabajaban. Durante la Catástrofe, y después de ésta, el submarino había estado sellado. Por ello, no tenían que temer una contaminación con polvo radiactivo. En consonancia con ello, el dosímetro de Iván indicaba valores aceptables.
Esperaban un golpe de genio del único marino que se encontraba entre ellos. Éste no paraba de darle vueltas a la situación. Al fin, se dio un golpe con la mano en la frente.
—¡Pues claro! Tenemos que intentarlo con el volante de inercia. En las instrucciones de mantenimiento decía que es posible que active el motor diésel por error. Y si puede hacerlo por error, también lo hará a propósito. Tan sólo tengo miedo de que no funcione por estar frío.
Por fin. En cualquier caso, era un rayo de esperanza.
—Si no hay ninguna otra posibilidad… —Esta vez fue Iván quien se encogió de hombros—. Vamos a calentarlo. ¿Podríamos hacerlo con una lámpara de carburo?
Calentaron el motor con la llama de acetileno: las conducciones de aceite y de combustible, los cilindros.
—Intentémoslo. —Krassin levantó la mano—. ¡Uno, dos, ya!
Iván le dio al volante de inercia con todas sus fuerzas. «Venga, muévete.» Fue difícil, pero lo hizo girar. En un primer momento, hubo que bombear el aceite pastoso para sacarlo de las venas y las arterias del motor. Las partes móviles tenían que estar bien engrasadas. Krassin contaba con que también debía de quedar aceite en los cilindros. Así sería, por lo menos, si los cuidados de conservación del motor habían durado mucho tiempo. Si sólo se los habían aplicado durante el invierno, todo sería más fácil.
El motor diésel chirrió y pegó una sacudida. Impulsado por el volante de inercia, el cigüeñal se desplazó y, a su vez, puso en movimiento los pistones. Una y otra vez, éstos presionaron los grumos de aceite de los cilindros. Otra vez. Y otra. No se encendía. Iván le dio la vuelta al volante de inercia. «¡Enciéndete de una vez!»
La lucha con el motor diésel fue ardua y sumamente fatigosa. Una y otra vez, Iván sintió el asalto del frustrante pensamiento de que todos sus esfuerzos habían sido en vano.
El agua del sistema de refrigeración se había consumido hacía tiempo para expulsar los restos del aceite. Un problema más serio era el combustible que había quedado en los depósitos, porque se había formado en éstos un poso de considerable grosor que impedía el filtrado del combustible. La idea salvadora fue de Kuznetsov, e Iván se llevó una grata sorpresa al oír de sus labios la sencilla solución: el combustible más ligero se encontraba arriba, mientras que la porquería se había depositado en el fondo. Así pues, sólo tenían que conseguir una manguera de goma y meterla por la parte superior del depósito. Conectarían la manguera con la conducción de carburante y bombearían con una bomba de mano. Lo mismo harían con el aceite. A saber si sería aprovechable… En cualquier caso, no tenían ninguna otra opción.
El motor diésel chirriaba.
«Mierda. Otra vez», pensó Iván.
«¡Ponte en marcha de una vez!»
La frente de Kuznetsov estaba sucia de aceite y se le cubrió de sudor, y el sudor se le metió en los ojos. Todos los que trabajaban con el motor diésel estaban cada vez más pringados de aceite.
Otra vez.
No se encendía…
—Cuando yo os lo ordene —dijo Krassin. El antiguo oficial de navegación parecía haberse transformado. Lo que tenían delante, en vez de un borracho, era un experimentado oficial de navegación.
—Muy bien, cuando nos dé la orden —respondió Iván.
Krassin se llenó de aire los pulmones y lo expulsó poco a poco. La tensión hacía que le centellearan los ojos.
«Venga, viejo lobo de mar, sálvanos.»
—¡Ya! —gritó Krassin, dando la señal.
Iván hizo girar el volante de inercia. Kuznetsov hizo girar el volante de inercia. El motor dio una sacudida, chirrió y de repente… ¡se encendió! El monstruo se agitó como si fuera presa de espasmos. Se sucedieron varias sacudidas irregulares… faltó poco para que a Iván se le detuviera el corazón… a duras penas se atrevía a respirar. «¡Venga, pequeño, ponte en marcha!»
Rum-rum-rum-rummm.
¡Un maravilloso sonido! Iván respiró hondo.
Había funcionado.
Iván sintió en las piernas la vibración del casco y a duras penas pudo concebir su propia suerte. Lo habían conseguido. Tras veinte años de sueño profundo, el submarino se ponía en marcha para su último viaje. «Qué mierda que los tanques de lastre estuvieran soldados y la mitad de los instrumentos no funcionara.»
Krassin miró al digger y sonrió.
—Aguardamos sus órdenes, camarada comandante —dijo Iván.
—El teniente Krassin se pone al mando —respondió el marino—. Todos los hombres a sus puestos. Levad el ancla. Desplegad las velas. A todo trapo.
—¡A todo trapo! —confirmó el Überführer.
—Alguien tendrá que ir arriba… —Krassin volvió a pensarlo—. Ay, eso va a ser un problema. Cuando el submarino sale a la superficie, normalmente se orienta uno desde el puente abierto. Aún no sé cómo vamos a salir del delta del río.
—¿No hay ninguna otra posibilidad? —preguntó Iván.
—Sí hay una —dijo Krassin después de pensarlo—. Pero va a ser como un número de circo. Bueno, qué más da. En el país de los ciegos, el tuerto es rey.
—¿Qué quiere decir?
Krassin señaló con el dedo a un tubo de metal marcado con líneas grises y amarillas.
—Vamos a hacer como si nos hubiéramos sumergido y nos guiaremos con el periscopio. El problema es que no podremos orientarlo, porque el sistema hidráulico aún no funciona.
—Pues vaya. —Iván puso cara de escepticismo—. ¿Y podremos ver algo?
—No tengo ni idea —respondió sinceramente Krassin, y se acercó al periscopio—. Vamos a averiguarlo.
Algún objeto agudo arañó el casco del submarino. ¿Una garra? Iván se frotó la barbilla. La motivación para subir al puente había bajado a cero.
—¿Correremos el riesgo?
—Los acumuladores están descargados. No tenemos electricidad. El periscopio no se puede orientar manualmente. Afuera es de noche. Aunque, de todos modos, es una noche blanca. Pero ¿qué podemos perder? —Krassin reflexionó—. En el peor de los casos, embarrancaremos, o nos estrellaremos contra una gabarra que se haya ido a pique. En la guerra sucede lo mismo. Adelante. Eh, muchacho. —Le puso la mano en el hombro a Kuznetsov—. Tú irás al timón.
Iván miró al marino y se sonrió. Cuando actuaba así, le gustaba.
A propósito…
Iván buscó por los armarios empotrados y encontró por fin lo que buscaba. La puerta del armario no se abría. Forzó el cerrojo. Crac. La frágil madera se astilló sin dificultad alguna. Sacó algo del armario y volvió con Krassin.
—Toma. —Le entregó una gorra negra al marino. A juzgar por el cartelito del armario, había pertenecido al primero de los comandantes del S-189. El propio Krassin debía de haber tenido una igual.
Krassin se pasó un rato contemplando la gorra y dándole vueltas. Luego la alisó con delicadeza y se la puso. La escarapela relumbraba.
El oficial de navío respondió al saludo de Iván.
—Camarada jefe de expedición —dijo con brío. De pura emoción, su voz sonaba más ronca—. Informo: el submarino S-189, el Argo… —sonrió con satisfacción— ha iniciado su viaje. Aguardo sus instrucciones. —Saludó al estilo militar, con la mano derecha—. Teniente Krassin, al mando de la embarcación.
Sin ni siquiera pensarlo, se pusieron todos firmes. Kuznetsov estaba espléndido, como un novio.
Se hizo una pausa solemne.
—Vamos rumbo a Sosnovy Bor —dijo Iván.