15-La Technoloshka

EN la última orilla.

Las olas arrastraban espuma sobre la arena y volvían a retirarse con un leve murmullo. Una detrás de otra. Había una máscara antigás con tubo de respiración medio hundida en la arena. Al acercarse a ella, se veía el borde de un capuchón echado sobre la máscara. Goma marrón. Visores redondos. Detrás de éstos… todo de color negro.

En los oculares se reflejaban la orilla abandonada y el cielo grisáceo y nublado que a duras penas permitía distinguir entre la noche y el día. El cielo radiactivo después de una guerra nuclear. Las olas iban y venían. La máscara seguía allí. Un símbolo de esperanza. El hombre había tratado de sobrevivir.

Había llegado a la orilla envuelto en su chaqueta protectora de goma. Se había puesto el capuchón sobre la máscara antigás y lo había sujetado con la correa.

Había quedado expuesto al pacífico embate de las olas. A su alrededor se reían los días y los años. La máscara antigás muerta lo veía todo y callaba. Tarde o temprano, la muerte se adueña de todos nosotros.

Fyodor no quería saber cómo había muerto el hombre. Sacó una pala corta que llevaba en la mochila y se arrodilló al lado del muerto. Una ola pasó por su lado y le trajo un soplo de aire fresco. El chillido de una gaviota, sonoro y estridente. No, no era una gaviota. Eran los nuevos señores del mundo.

Fyodor colocó la pala al lado del muerto. A continuación, hundió en la arena sus guantes de goma de dos dedos, junto a la máscara antigás medio enterrada, más o menos a la altura de los oídos. «Arriba, muchacho.» La arena densa y húmeda se puso blanca cuando el agua se retiraba.

—Hola, soldado —dijo Fyodor.

Su voz se hizo oír entre el rumor y el chapoteo de las olas, como si viniera de otro mundo. Y, en lo fundamental, así era.

Allí los seres humanos ya no tenían nada que decir.

Y tampoco importaba. El viejo levantó los ojos y contempló el mar. Un espejo grisáceo y encrespado. Una neblina rosada en el horizonte. Fyodor negó con la cabeza y parpadeó. La máscara de respiración que llevaba era tan normal para él como para otras personas podían serlo las gafas. La llevaba siempre puesta. Menos cuando estaba en casa, por supuesto. Cuando estaba dentro.

El sol se elevó poco a poco. Una brisa suave acarició los cabellos del viejo. En otro tiempo, poco después de la guerra, un viento como ése habría significado la muerte, porque arrastraba polvo radiactivo y una dosis suficiente de roentgen por hora. Pero, en ese momento, tan sólo transportaba la frescura del nuevo mundo.

Nada tiene fin. El sol se elevaba con indolencia por encima del horizonte. Como un hongo nuclear a cámara lenta. Las puestas de sol ya no tenían nada especial. En ese tiempo, poco después de la guerra, habían sido inconcebiblemente bellas. Como consecuencia de las grandes cantidades de hollín y polvo que las explosiones nucleares habían arrojado a la atmósfera.

El viejo negó con la cabeza y miró. Los ojos le dolían ya, pero aguantó la mirada. Mientras el sol bañaba de sangre el horizonte y se lavaba las manos en agua de mar, Fyodor bajó el rostro. La siguiente ola avanzaba. Sus manos se hundieron hasta la mitad en la arena. Apretó cada vez con mayor fuerza. La arena se compactó y sorbió de nuevo el agua. Fyodor dobló los dedos y encontró algo duro, de consistencia semejante a la goma. Por fin. Respiró hondo y empezó a tirar.

No lo consiguió. La máscara antigás se desplazó, como mucho, un centímetro. No podía más. Tendría que excavar.

«¿Quién fuiste? —se preguntó el viejo—. ¿Qué tengo que escribir sobre tu tumba?»

Fyodor tenía la esperanza de encontrar papeles bajo la ropa protectora del muerto. Quizás una carta. Una carta habría sido ideal.

Pero la posibilidad de encontrarla era pequeña. Durante los últimos años anteriores a la Catástrofe no se habían escrito muchas cartas. Al menos, no sobre papel. Él mismo no lo había hecho.

Cuando uno no sabe que va a morir, le basta con un correo electrónico. «Voy en seguida. F.» La máscara del viejo ocultaba una amarga sonrisa. Si hubiese podido, habría llorado. Los remordimientos de conciencia son el más severo de los castigos. Si hubiese podido, habría escrito alguna otra cosa. Un sentimiento idiota. ¿Qué habría cambiado si hubiese escrito: «Te quiero mucho. Dale un beso de mi parte a Andryushka»? ¿Qué habría cambiado si ella lo hubiese leído antes de que las bombas cayeran sobre la ciudad?

Ironías del destino: había sobrevivido porque se había quedado encerrado en el reactor nuclear. ¿Quién se lo habría imaginado?

El viejo hundió la pala en la tierra. La siguiente ola avanzó.

«Déjate de pensamientos idiotas y entrégate a tu trabajo», se dijo Fyodor, hundiendo la pala en la arena.

«Si hubiese podido ver su cara cuando recibió mi mensaje. O…»

Fyodor se detuvo.

Probablemente, un «te quiero mucho» no habría logrado más que aterrorizarla. Por lo general, las mujeres son más sensibles que los hombres.

Fyodor creía ver aún a su mujer, la veía en la cocina con el delantal de colores, veía entristecerse su semblante, veía una sombra que cubría su rostro. La sombra de un hongo nuclear.

El viejo se estremeció.

«No, no, había hecho bien. “Voy en seguida. F.” había sido lo apropiado en ese momento. Hacerlo todo igual que siempre. Tenía la esperanza de que no se hubiese dado cuenta de que todo estaba a punto de terminar.»

Todo había terminado. Ella y su hijo habían muerto y él desenterraba cadáveres.

Hundió la pala entera en la arena, extrajo un terrón bañado en agua y lo arrojó a un lado. El agua goteaba de la pala. La hundió de nuevo en la arena.

Una ocupación estúpida. Hundía la pala en la arena y la sacaba como si fuera un autómata. Incluso el mantenimiento del reactor se había transformado en mera rutina. Las olas limpiaban la arena que había extraído. El agua llenó la zanja que había abierto en torno a la cabeza con la máscara antigás y borró las afiladas huellas de la pala. La máscara antigás observaba los afanes del viejo con sus visores redondos.

«Ahora mismo, muchacho. Ten paciencia tan sólo un instante.»

El portador de la máscara de gas tuvo toda la paciencia necesaria. En los visores no se reflejaba nada. «Buen muchacho.» Una vez más, la pala se clavó en la arena. El sonido que producía le recordaba a la señal de correo electrónico entrante. ¿O de correo electrónico borrado? El viejo no se acordaba ya. En cualquier caso, tenía que ver con los correos electrónicos.

Si hubiese podido, habría escrito sobre papel.

Y ella me habría escrito a mí.

Fyodor cerró los ojos y creyó ver el frigorífico en la cocina. Era un frigorífico viejo. Ella siempre había querido uno nuevo, pero Fyodor se había negado. A lo largo de toda su vida había sentido aversión por las innovaciones. A veces, de noche, la nevera daba sacudidas y alborotaba como un avión al aterrizar. Pero ni siquiera eso le molestaba. El viejo creía ver el frigorífico. En su puerta había todo tipo de notas sujetas con imanes de recuerdo: Rodas, Creta… y un ciruelo sonriente. Como si hubieran estado en la tierra de los ciruelos sonrientes.

También habían colgado allí un dibujo de niño. Pero prefería no acordarse.

Mientras el viejo sacaba paladas de tierra, la arena se tiñó primero de rosa y luego de rojo.

¿Por qué estaba tan reseca la vegetación? ¿Quizás el agujero en la capa de ozono se había extendido hasta abarcar toda la tierra? Cada vez que Fyodor levantaba la cabeza y sacaba otra palada de arena, sus ojos se volvían hacia un bosque muerto. Troncos negros, ramas nudosas y muertas. Una parte de los árboles se había caído ya, pero no se pudrían. Qué raro.

«Bah, qué iba a ser raro. Era muy normal.»

«Si yo fuera biólogo, escribiría una tesis doctoral entera sobre esto —pensó el viejo—. Todo un montón de tesis doctorales.»

Una palada tras otra, Fyodor desenterró al muerto.

¿Qué podía ser lo que había movido a aquel hombre a venir a la orilla? ¿Quería maravillarse por última vez ante la salida del sol? «Y un cuerno, la salida del sol, después de una guerra nuclear.» Durante un mes, o quizá más, no se había visto el sol. Había irrumpido una gélida frialdad, y el viento procedente del mar había soplado tan fuerte que había desarraigado los árboles. Se habían producido auténticos huracanes.

«Pero en vez del invierno atómico, vete a saber qué diablos tenemos ahora.

»Los que hemos sobrevivido, por supuesto.»

Entretanto, la orilla entera había quedado bañada por una luz roja como la sangre. El viejo se detuvo para reposar. Le dolía la espalda, como si le hubieran clavado un tubo de hierro en la zona lumbar. «Da igual.»

Auténticos huracanes. Y luego aquel frío.

Aunque fuese verano. Por aquel entonces había salido del edificio del reactor para ver cómo estaba todo por fuera. Por fortuna, el aislamiento del centro de control había sido tan sólo provisional. Si no, no habría podido salir jamás.

Después de dispararse la alarma, las áreas sensibles del reactor se habían sellado de manera automática. En todo momento se había contado con la posibilidad de que le hubiese ocurrido algo al personal de mantenimiento y de que el núcleo del reactor se hubiera fundido al dejar de circular el agua del sistema de refrigeración. Por ello se activó el cierre automático. El sistema automático de protección le había encerrado en la zona de control, en la misma nave del reactor. El mundo al revés: el mecanismo de protección que tenía como objetivo impedir que la radiactividad saliera al mundo exterior había impedido que fuese el mundo exterior el que irradiara al reactor.

El viejo terminó su trabajo. El hombre de la máscara antigás, con su traje de protección de color gris, yacía frente a él, desenterrado. Tenía los pies metidos en unas chanclas. Los brazos estaban extendidos. Los visores miraban sin expresión. Llevaba veinte años muerto.

Fyodor hundió la pala en la arena y tiró del abrigo del muerto. «¡Arriba! Vamos, muchacho. Buscaremos un sitio bonito para ti.»

—Mi plan es el siguiente —empezó a decir Iván—. Tengo que subir a la superficie y llegar de algún modo a la central nuclear de Leningrado. Y luego volver desde allí. —Hizo una pausa—. Tengo que estar seguro de regresar. ¿Puedes ayudarme?

Mandela le miró de soslayo.

—¿Puedo hablar con toda franqueza?

—Sí.

—Estáis como una cabra.

«Puedes darte por muerto. Lo que ahora experimentas es la muerte de las células de tu cerebro.»

—Puede ser —respondió Iván—. Pero no me has contestado a la pregunta.

Mandela estaba tan nervioso que no lograba quedarse quieto.

—Bueno, si eso os ha de servir para algo… yo tengo un amigo aquí en la Technoloshka —explicó Mandela—. ¿Te acuerdas de que te había hablado de él?

—Sí. ¿Qué pasa con él?

—Es astrónomo. Mejor dicho, astrofísico.

—¿Y cómo se llama tu astrofísico?

—Astrólogo.

El Überführer miró al negro con recelo.

—Oye, tío, tú nos tomas por gilipollas, ¿no?

La doble estación Technoloshka constaba de la Technologicheski institut 1 y la Technologicheski institut 2. Había un trajín como de hormiguero. O como de nido de ratas después de arrojarle una bomba incendiaria. La estación humeaba, siseaba y lanzaba chispas. Uno se quedaba sin oído y sin vista. Pero no parecía que las ratas trataran de salir al espacio abierto. Al fin y al cabo, eran científicos. El hedor a plomada y a metal caliente llegaba de un extremo al otro de la estación.

La Technoloshka ocupaba una posición especial dentro del metro. Originalmente se habían instalado allí los estudiantes y profesores del Instituto Tecnológico que se encontraba al lado de la estación y que le daba su nombre (un dato interesante: la gran mayoría eran químicos). Pero con el paso del tiempo también llegaron personas de otras estaciones: todo tipo de zumbados de la tecnología, y casi todo el mundo que estuviera interesado en la ciencia y en el estudio. Por supuesto, el punto fuerte de la Technoloshka era la técnica. Allí se producían baterías, acumuladores, productos químicos relacionados con la alimentación y muchas otras cosas cuyo nombre se había olvidado desde hacía tiempo en el resto de las estaciones.

Pero la misión más importante de la Technoloshka, con diferencia, consistía en el mantenimiento de las instalaciones técnicas del metro deterioradas por el paso del tiempo. Siempre que fallaban los sistemas de drenaje, alumbrado y ventilación, se solicitaban los servicios de los especialistas que vivían en esa estación. En el metro se les conocía con el apodo de «gasóleos».

Por lo demás, los habitantes de la Technoloshka se sentían llamados a preservar para la humanidad un nivel intelectual medio que resultara aceptable. Un propósito digno de todo encomio, porque en los años posteriores a la Catástrofe se había producido una rápida decadencia.

Iván tenía las explicaciones de Vodyanik en la cabeza mientras contemplaba todo el lugar. Las informaciones previas que le había dado el profesor eran útiles, sin duda, pero no le haría ningún daño formarse una imagen propia. La estación, por sí misma, era notable. Mármol gris, columnas de planta cuadrada, iluminación discreta. Aun cuando todas las lámparas funcionaran sin excepción, la luz era mucho más agradable que, por ejemplo, la de la Mayakovskaya.

Mandela se adelantó. Por una escalera llegaron a un pasillo estrecho con las paredes cubiertas de azulejos brillantes. Conducía hasta la estación Technologicheski institut 1. Después de atravesarla, bajaron por una escalera con columnas de mármol amarillo hasta la llamada «sala redonda» que se encontraba abajo. Iván levantó la cabeza y silbó entre dientes. Era la primera vez que se encontraba allí. En un primer momento tuvo la impresión de que al otro lado de la cúpula de cristal se hallaba la superficie. Como si el cristal de colores los separara de la ciudad irradiada. Pero, por supuesto, no podía ser. Desde allí hasta la superficie debía de haber cincuenta metros. Sin embargo, el efecto producía una gran impresión. Y una cierta angustia. Iván bajó la cabeza y se estremeció.

Mandela aguardaba abajo, en la salida que conducía al ala derecha del andén. En el ala izquierda, a juzgar por el estrépito, estaban en funcionamiento varias máquinas. Olía a aceite de máquina y a sudor. Los operarios tenían la ropa de trabajo manchada de aceite. Se afanaban a ir de un lado para otro como si pensaran que iban a vivir para siempre.

En el ala derecha se agolpaba la élite intelectual del metro. Iván no había visto nunca tantas gafas a la vez. Era como si aquellas personas se hubieran especializado en saquear tiendas de óptica.

La gente de las gafas escuchaba una conferencia. Por lo que llegó a entender Iván, el conferenciante hablaba de la segunda derivación de una constante. O de la derivación de la segunda constante…

—El congreso científico «Noches blancas» —explicó el negro—. Espérame ahí, vuelvo en seguida.

Mandela desapareció entre la multitud de intelectuales.

El presidente de la mesa, un hombrecillo calvo con una chaqueta de traje raída de color verde, se subió la tribuna. Miró a su alrededor con aire pensativo y luego se puso a hablar con voz pausada y solemne, y algo nasal.

—A continuación oiremos una conferencia a cargo del muy honorable señor decano Khvostikov y del profesor Meyberg, con el título «Perspectivas para el empleo de los llamados lagartos primigenios en la explotación de parcelas de tierra rehabilitadas». Posteriormente, el candidato en ciencias técnicas Alexey Alexeyevich Yegorov nos leerá extractos de su artículo «El último legado de la naturaleza: especificidades funcionales en el empleo del octavo par de patas». Y luego…

Iván no tardó en dejar de escuchar.

—¿Qué son los lagartos primigenios? —preguntó en voz baja a Vodyanik.

El profesor resopló con desprecio.

—Un completo disparate. He oído hablar de esa teoría. Según dicen, cierto material genético conservado en capas de tierra antiguas salió a la luz como consecuencia de la Catástrofe y actuó como medio de reparación de emergencia del sistema. Así pues, lo que vemos en las calles de San Petersburgo respondería a la configuración original de un computador llamado Tierra. Como una especie de era de los dinosaurios. En la biblioteca de la Vaska tenemos un libro infantil sobre los reptiles de la prehistoria. Los triceratops, brontosaurios, iguanodones y como se llamen los demás. ¿Te acuerdas?

Iván asintió.

—Pues esto va en esa dirección. De hecho, no podemos excluir que en la naturaleza exista algo así como cajas negras. Por si se diera el caso de la caída de un meteorito, por ejemplo. ¿Qué sabemos nosotros acerca de los mecanismos de emergencia de la naturaleza? Nada. Sin embargo, esas cajas negras nos plantearían un problema… —El profesor respiró hondo—. Si de verdad existen, tendríamos que contar con una entidad adicional que no respondería al principio de la navaja de Ockham y que habría que excluir de la ecuación.

—¿Qué clase de entidad?

El profesor se hurgó la barba distraídamente y permaneció en silencio.

—¿Profesor?

—¿Sí? —Vodyanik titubeó, como si en ese mismo instante alguien lo hubiera despertado.

—¿Cuál es esa criatura que aparecería en escena y que, de acuerdo con su opinión, no debería existir?

—Dios —dijo Vodyanik.

—Ah, magnífico —exclamó el Überführer, y negó con la cabeza que una vez más se le empezaba a cubrir de pelo—. ¡A ésos les parece que hasta Dios es superfluo!

—Ahórreme usted sus comentarios, joven —respondió el profesor, ofendido.

Iván se volvió. El negro estaba a su lado junto con uno de los gasóleos.

El amigo de Mandela era un hombre alto. Estaba de pie, algo encorvado, y contemplaba a los recién llegados con franco interés. Tenía el cabello negro y llevaba gafas.

—Os presento a Astrólogo —dijo el negro—. Astrólogo, éstos son…

Iván asintió brevemente con la cabeza.

—… los locos de los que te había hablado —concluyó Mandela.

Las gafas de Astrólogo brillaron. El joven científico le dio la mano a Iván y señaló a la tribuna con un movimiento de cabeza.

—Es el doctor Reisman. Merece la pena escucharle.

Reisman era un hombre pequeño, con mucho cabello, que llevaba puesto un suéter de lana bajo el chaleco. Subió a la tribuna, colocó los papeles sobre ésta, se puso bien sus gruesas gafas y esperó a que la multitud dejase de murmurar. Luego empezó a hablar con voz inesperadamente fuerte, sin mirar para nada lo que traía escrito.

—El célebre físico Stephen Hawking fue una reconocida autoridad en el ámbito de la cosmología en los tiempos en los que aún tenía sentido ocuparse de esas cuestiones. En cierta ocasión, Stephen Hawking dijo: «Tengo una visión optimista del futuro.» Debió de ser unos dos años antes de la Catástrofe. Hawking tenía dos hijos y una hija. Él mismo estaba tullido y podía mover tan sólo un dedo de la mano derecha. Por medio de ese dedo dictaba sus libros y legó a la posteridad esa misma afirmación acerca del futuro. Yo lo llamo tener visión de futuro.

»En comparación con la vida que tuvo que llevar, la propia guerra atómica parece un mal menor. Pero ¿quién sabe?, tal vez la afirmación del profesor Hawking no fuese irónica. Tal vez se lo creyera de verdad. ¿Qué podemos saber sobre un espíritu que está encerrado en un cuerpo muerto, un cuerpo que ni siquiera le permite lanzar un SOS? ¿Quién fue el asistente que interpretó los signos de su dedo casi muerto? ¿Podemos confiar en él? Puede ser que éste se equivocara o que, deliberadamente, manipulase los signos del maestro. Quizá tan sólo fuera gandul, o estuviera cansado. Yo no lo sé. Pero hay algo que sí sé con certeza: en esa época, antes de la Catástrofe, el profesor Hawking tenía su propio metro personal.

»¿Se preguntarán, quizá, por qué les hablo del profesor Hawking? Verán, es muy sencillo. Querría mostrarles, mediante este ejemplo, que la tierra, la tierra de antes, era el cuerpo de la humanidad. Y que podemos dar ese cuerpo por muerto. Lo que vemos fuera del metro, arriba, en la superficie, no nos da ninguna indicación de que ese cuerpo pueda recuperar la salud. Muy al contrario, nos da a entender que los gusanos realizan de manera infatigable su labor. No va a pasar mucho tiempo hasta que los últimos restos orgánicos que quedan ahí arriba sean devorados. Y entonces entra en juego el cerebro. Es decir, nosotros. En definitiva, el ser humano se considera una criatura dotada de razón… or not?

»Los gusanos se multiplican. Se han multiplicado ya. ¿Qué harán cuando sólo les quede el metro?

»Escarbar para extraer de su cáscara a los restos de la humanidad y devorarlos. Lógico.

»Yo contemplo con optimismo el futuro, igual que el bienaventurado profesor Hawking.

»Un futuro en el que ya no vamos a existir.

El doctor Reisman hizo una pausa dramática y fue mirando a sus oyentes.

—Muchas gracias por su atención. Si tuvieran alguna pregunta… por favor…

Silencio. Los oyentes estaban como paralizados.

—Creo que no hay ninguna pregunta —dijo el presidente de la mesa—. Pasemos a la siguiente conferencia.

El doctor Reisman asintió brevemente y abandonó la tribuna. Le llovieron gritos de enfado, incluso amenazas. Pero el hombrecillo de suéter roñoso y gafas gruesas no se desconcertó en lo más mínimo por las vulgaridades y regresó a su sitio con cara de indiferencia.

—Un hombre singular —reconoció Astrólogo—. Dice simplemente lo que piensa. Aquí hay mucha gente a quien no le gusta. Corren rumores de que quieren excluirlo de los círculos científicos, e incluso expulsarlo de la estación. Idiotas. Se mire por donde se mire, todos son idiotas.

—No es un hombre optimista —dijo Iván.

—Y qué más da. Ahora bien, pienso que nuestros asuntos internos no deben de interesaros mucho. —Astrólogo miró a Iván y a sus compañeros—. Yura me ha contado brevemente a qué habéis venido. Seguidme. Hay algo de lo que tenemos que hablar.

Astrólogo los llevó a una habitación con paredes de madera contrachapada muy desgastadas. Se notaba que se empleaba como aula de manera habitual. El mobiliario consistía en varias hileras de sillas, una pizarra y un escritorio grande. Las sillas eran de madera y se encontraban en un estado deplorable, y también el escritorio habría quedado mejor en un vertedero de basura. Tan sólo la pizarra era blanca y estaba reluciente como si fuese nueva.

«¿Qué deben de utilizar para escribir en ella? —se preguntaba Iván—. Esa superficie no está pensada para escribir con tiza, ¿verdad?»

Entonces volvió a escuchar.

Astrólogo tenía una voz especial. A veces sonaba profunda y, entonces, al cabo de un instante, muy aguda, como en un equipo de música averiado.

—Llegaron allí, pero era demasiado tarde —explicaba él—. La puerta hermética se había cerrado de manera automática. En cualquier caso, no llegaron a tiempo.

—¿Y qué hicieron entonces? —preguntó Iván.

Astrólogo volvió la cabeza. Estaba sentado en uno de los bordes del escritorio. Como un maestro distraído que se aparta de la materia y les cuenta a los niños una historia sacada de su propia vida.

—Los militares estaban locos —respondió—. Un comandante fue con su tanque hasta el vestíbulo de la superficie. No tengo ni idea de cómo lo hizo. Y a continuación disparó contra la puerta automática.

—¿Y consiguió algo?

—Casi. El agujero era más o menos así. —Astrólogo indicó el tamaño con las manos—. El proyectil perforó la puerta y luego explotó. El comandante no fue muy inteligente. En vez de emplear proyectiles perforadores, habría tenido que servirse de granadas. Así, estuvo a punto de matar a toda la gente que había en la estación sin ayudar en nada a los suyos.

Iván se imaginó el estruendoso avance del tanque por el vestíbulo, su asalto contra las escaleras automáticas, el emplazamiento del obús en dirección a la base y el disparo hacia abajo.

—¿Y dónde dices que ocurrió todo eso? —preguntó el digger.

—En la Ladosshkaya —respondió Astrólogo, poniéndose bien las gafas.

—¡Todo eso no son más que disparates! —exclamó el profesor Vodyanik—. Lo que nos has contado no puede ser cierto.

—¿Y por qué no? —replicó Astrólogo.

—¿Cuál es el ángulo máximo de inclinación del cañón de un tanque T-90? ¿Lo sabéis? Yo sí lo sé.

Pues claro, detalles como ése formaban parte de la formación básica del profesor.

—El ángulo máximo de inclinación hacia abajo es de quince grados respecto de la horizontal —siguió diciendo Vodyanik—. ¿Y qué se colige de ese dato? Que el conductor del tanque no pudo apuntar contra la puerta.

—Bueno, estupendo —intervino Iván—. Así pues, hemos solucionado la cuestión del tanque. ¿Podríamos centrarnos en nuestro tema? Me refiero a la central nuclear de Leningrado.

—Umm —murmuró Astrólogo—. Por supuesto.

Se puso en pie, se acercó a la pizarra y sacó un grueso rotulador negro del bolsillo de la camisa.

«Ajá. Eso es lo que emplean para escribir», pensó Iván.

«PETERSBURGO - LAES»,[26] escribió Astrólogo con letras grandes y movimientos ágiles. Trazó sendos círculos en torno a ambas palabras y los unió con un guión.

—Primera posibilidad: ir a pie —dijo.

El Überführer carraspeó.

—Descartado —dijo Iván, al tiempo que se manoseaba la frente—. La máxima distancia que puede recorrer una expedición por la superficie es de un kilómetro. Tan sólo unos pocos diggers son capaces de correr ese riesgo. Pero ir a pie hasta Sosnovy Bor… lo siento, pero no estoy tan loco.

Astrólogo asintió.

—Lo entiendo. La alternativa… —Se detuvo a media frase y miró a Iván—. ¿Piensas de verdad que aún funciona? Me refiero a la central nuclear de Leningrado.

—¿Y qué piensas tú? —preguntó Iván a su vez, y miró a los ojos al científico.

Éste suspiró.

—A mí me gustaría creerlo, pero…

—¿Pero qué?

—Tengo mis dudas. Seguro que has visto un montón de manojos de cables podridos y echados a perder. Si contemplamos la situación de manera realista, es improbable que haya quedado algo intacto. Después de tanto tiempo. Todo tipo de instalación técnica exige un trabajo continuado de mantenimiento porque, si no, se estropea y se oxida. Mira cómo está el metro. Hay cables eléctricos por todas partes, pero los cables se pudrieron hace tiempo. En caso de necesidad, podríamos repararlos, pero después de tanto tiempo…

—Sin embargo, yo no excluiría la posibilidad de que haya quedado algo —insistió Iván—. Bueno… en ese caso, tendríamos que buscar alternativas. No hay muchas posibilidades. ¿Volar?

Silencio. Vodyanik callaba.

«Probablemente todavía piensa en los lagartos primigenios», supuso Iván.

—¿Por qué no vamos en coche? —propuso Kuznetsov—. Por lo que habéis contado, tan sólo son ochenta kilómetros.

—Ajá —dijo Astrólogo, poniéndose bien las gafas—. De acuerdo, encuéntranos un coche que circule bien. ¿Qué harás entonces?

Kuznetsov se alegraba de que lo hubieran incluido en una conversación seria.

—Me siento al volante y lo pongo en marcha.

—Pues vaya. No conseguirías poner en marcha el motor. Las baterías de los coches aguantan, como mucho, un mes y medio. ¿Podríamos arrancarlo con una manivela? Eso sólo se puede hacer con los más antiguos. Pero, de acuerdo, imaginemos que logras arrancar el motor. ¿De dónde vamos a sacar la gasolina?

—Eh… ¿la gasolina?

Kuznetsov se rascó la cabeza. Se notó que no lo había pensado.

—De acuerdo con los estándares del ejército, la gasolina puede conservarse durante cinco años —dijo de pronto el Überführer—. Luego el número de octanos se reduce y se forma un sedimento. Parece que lo habías olvidado.

—Al final queda espesa —añadió el profesor Vodyanik—. Habría que filtrar incluso el carburante almacenado en tanques cerrados, o destilarlo, para que volviera a ser utilizable. Los restos de gasolina que quedan en el depósito de un coche acaban por adquirir una consistencia gelatinosa. Por ello son tan insustituibles los grupos electrógenos del ejército soviético. ¿Y dónde los encuentras hoy de buena calidad? Esos aparatos aguantan una eternidad y se pueden reparar con los medios más primitivos. ¡En cambio, trata de poner en funcionamiento generadores japoneses averiados! Por ejemplo, los generadores de Honda. Los nuestros son estupendos: les echas quince litros de gasolina y tienes trece horas de electricidad para el alumbrado. Qué maravilla, ¿verdad? —Vodyanik sonrió con malicia y se mesó la barba—. El problema es tan sólo que hay que echarles gasolina de la buena.

Hacía mucho tiempo que Iván no veía tan alegre al Überführer. Su rostro entero estaba radiante.

—¡Mira a quién me he encontrado aquí, Vanya!

Iván se volvió. Era un hombre mayor que le resultaba familiar. Sólo que tenía las mejillas extrañamente chupadas. Esto… Si se le hubiera rapado y alimentado algo mejor, habría sido…

—¿El Canoso?

El viejo skinhead sonrió.

—Exacto.

—No hemos solucionado el problema principal —dijo Iván, mirando a su gente—. ¿Cómo vamos a llegar a Sosnovy Bor? ¿Astrólogo?

El científico negó con la cabeza.

—Por ahora no tengo nada claro cómo podemos hacerlo. Voy a pensar en ello.

—Yo sí tengo una idea —intervino el profesor Vodyanik.