QUIEN se ría se va a llevar una colleja —advirtió Iván, mirando con severidad a sus compañeros de armas. El Überführer, Misha e incluso el profesor tuvieron que esforzarse mucho para reprimir una sonrisa maliciosa—. ¿Creéis en serio que puede existir alguien tan idiota como para tragarse esto?
—¿Por qué no? —respondieron los demás.
—Sí, sí. Lo que sea con tal de que os divirtáis —masculló Iván.
—¿Será que la blusa te aprieta? —le preguntó, compasivo, el Überführer.
Una mirada asesina apareció entre las pestañas teñidas de Iván. El párpado superior estaba maquillado con sombra azul, las mejillas con un carmín decente, y las aristas de su rostro de digger estaban cubiertas por una capa de polvos de un dedo de grosor. Una comerciante con la que se habían encontrado en el túnel había ayudado con el maquillaje y la elección del vestido.
Iván se sentía como un zombel que se hubiera maquillado su cara mugrienta con una mezcla de herrumbre y de grasa de rata para pasar inadvertido en la Nevski prospekt.
El fastidiado digger se manoseaba la blusa, en un intento de que los falsos pechos, por lo menos, estuviesen a idéntica altura. El Überführer se echó a reír a carcajadas. Los desesperados esfuerzos de Iván por ponerse los «senos» en su sitio eran simplemente demasiado cómicos.
«Que se ría —pensó Iván—. Qué idea más disparatada: disfrazarme de mujer. Ahora parezco uno de esos castrados de la Pionerskaya. Si hasta el mayor de los idiotas vería a primera vista que no soy una mujer.
—¡No, me viene perfecta! —respondió el malhumorado Iván—. Vámonos de una vez. Si me quedo mucho rato por aquí, me van a tomar por una puta.
El grupo, guiado por la «puta», se puso en marcha.
—Y esfuércese por no arrugar la frente —le dijo el profesor desde atrás.
Iván estaba furioso.
La estación Nevski prospekt se había transformado. No en extremo, pero sí lo suficiente como para que Iván sufriera un deje de nostalgia. En primer lugar, todas las huellas de la pasada guerra se habían borrado: el hospital de campaña, con su olor a sangre y pus, había desaparecido. No se veían ya soldados que durmieran en el suelo, e incluso se habían desmontado las cocinas militares, cuyo hedor a grasa quemada había llegado a sentirse por toda la estación. En medio del andén, en el paso hacia la Gostinka, había una gigantesca bandera de la Alianza con el puño cerrado sobre un fondo de color verde grisáceo. Todo de acuerdo con la divisa del general: en la unidad reside la fuerza. Y quien no colabore, al paredón. Así de sencillo.
Iván tuvo que salir bruscamente de sus pensamientos. Alguien le había pellizcado en el culo. Ya pasaba de castaño a oscuro. Se volvió con el serio propósito de hacerle saltar varios dientes con el codo al desaprensivo malhechor. Pero, en el último momento, se detuvo. A sus espaldas se encontraba el Überführer, con una expresión en el rostro que le advertía de que le siguiera la corriente. Iván miró con precaución a derecha e izquierda.
Mierda.
Una patrulla de admiralzes marchaba junto a los puestos de venta, al otro lado. Dos soldados y un sargento en uniforme gris. Y más atrás… Iván parpadeó con incredulidad. Entonces se volvió y se disimuló el rostro con el pañuelo que llevaba en la cabeza.
El corazón empezó a palpitarle con tal fuerza que se le oyó desde el otro extremo de la estación.
Detrás de la patrulla iba un hombre de estatura media, con el cabello ralo y un cuello demasiado flaco que emergía de una chaqueta que le venía grande. El jefe de los servicios secretos de la Admiralteyskaya.
Orlov en persona.
Qué casualidad.
Obedeciendo una señal del Überführer, siguieron adelante a paso lento. Vodyanik y Kuznetsov se mantenían a la izquierda de Iván para impedir que lo vieran desde el otro lado. A la derecha se encontraban los puestos que vendían abalorios y cosméticos. Para Iván eran como artefactos de un sistema solar lejano.
De pronto, Orlov se detuvo, le gritó algo a su gente, se volvió hacia la izquierda y se acercó a los puestos de cosméticos. Iván se quedó helado. ¿Qué podía hacer? No le parecía nada aconsejable arrojarse en sus brazos. Orlov era un profesional. Sin duda, reconocería a Iván en cuanto lo tuviera cerca.
Orlov se detuvo junto a los puestos de venta y examinó las mercancías expuestas. Se notaba que los pasadores le interesaban en especial. ¿Para qué los querría? ¿Quizá tendría una amada en aquel lugar?
Baratijas para mujeres.
Iván no entendía nada en esa materia. A menudo había recuperado material de ese tipo en la superficie, pero allí arriba era sencillo. Sólo había que meterlo rápido en el saco y poner pies en polvorosa antes de que un monstruo se lo comiera.
Orlov caminaba poco a poco hacia Iván, como si hubiera presentido su mirada. El digger superó su propia repugnancia y se acercó al expositor. El mercader, un viejo calvo con grandes ojeras y frente arrugada, le sonrió con simpatía. Abrió la boca para animar a comprar a la «clienta» con sus frases prefabricadas, pero… de repente, se calló. Iván leyó su propia sentencia de muerte en los ojos del hombre. Había sabido desde un primer momento que la mascarada iba a fracasar. Entonces, el Überführer se puso a su lado. Con un movimiento de cabeza, breve y tenso, le dio a entender a Iván que la patrulla todavía estaba cerca. Hay días en los que todo sale mal. ¿Por qué tenían que interesarse esos tíos precisamente por una mujer alta como un soldado?
Iván miró al mercader. Éste abrió varias veces la boca y bizqueó. Iván pensó fríamente en lo que iba a suceder a continuación.
El tío llama a la patrulla, nosotros nos resistimos y, a continuación, podemos dar por enterrados nuestros planes. Y de una manera u otra se encargarán de que no vuelva a salir de esta estación.
Iván apartó el pañuelo con el que se cubría el rostro y le lanzó una mirada hipnótica al comerciante.
«Como digas una sola palabra —le advirtió sin decir ni una palabra—, te hundo el cráneo en tu bonito expositor. ¿Qué? ¿Vas a correr el riesgo?»
«¿Qué había dicho Kosolapy acerca de la telepatía? Ahora vamos a ver si funciona.»
El comerciante se quedó helado.
Iván tendió la mano y agarró el primer artículo que encontró.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó con voz débil.
Los soldados de la patrulla, que en ese momento se encontraban a la izquierda de Iván, se rieron de algo. El profesor Vodyanik se colocó a su lado para escudarlo. Orlov se encontraba todavía en el puesto de al lado y discutía con el vendedor. Entonces, Misha Kuznetsov también se interpuso entre ambos.
«Estupendo —pensó Iván—. Ahora esto tiene más pinta de atraco que de misión secreta.»
De pronto, los soldados de la patrulla enmudecieron.
Uno de ellos, un muchacho muy alto, se acercó al puesto donde se hallaba Iván. Este último vio de reojo el cabello pelirrojo que asomaba por debajo de su gorra de visera. Se le acercaba paso a paso.
—¿Cuánto cuesta? —insistía Iván entre dientes.
El comerciante estaba con la boca abierta, como paralizado.
—No me mate —tartamudeó—. Le voy a dar todo lo que quiera.
Sólo faltaba eso. El Überführer se separó del grupo y se apartó a un lado para tener bajo control al resto de los soldados.
—¿Qué me estás diciendo, idiota? —susurró Iván—. ¿Cuánto vale la maldita cosa esta? No quiero nada más de ti.
En ese momento, el soldado, sin cortarse en lo más mínimo, apartó de su camino al profesor y se puso al lado de Iván. El profesor protestó sin convicción, pero no le sirvió de nada. El soldado miró de arriba abajo a Iván. Debía de sacarle una cabeza al digger y llevaba un «Bastardo» colgado del hombro.
«Estupendo —pensó Iván en un momento de sarcasmo—, esto es precisamente lo que necesito.»
Iván sacó un puñado de cartuchos de la bolsa de cuero, los arrojó sobre la mesa de la tienda, metió dentro de la misma bolsa lo que acababa de comprar y se volvió para marcharse. Tal vez lo consiguiera.
—¡Espere un momento, señorita!
Mierda.
El soldado miró primero al comerciante y luego a Iván, y se detuvo con franco interés en los pechos artificiales de éste.
—¿Adónde va usted con tanta prisa?
«¿Adónde voy a ir? Lo más lejos posible —pensó Iván, afligido—. Maldita sea, este tío debe de pesar treinta kilos más que yo. No me va a resultar nada fácil pararle los pies a este gorila. Como mucho, con un codazo bien dirigido al plexo solar.»
El soldado se volvió de pronto hacia el comerciante.
—Eh, abuelo, ¿es que te dedicas a desvalijar a la gente o qué? ¡Eso no se hace, ja, ja! Devuélvele el cambio a la señorita si no quieres que te retire la licencia, ¿vale? ¡Pero, señorita, no se marche usted tan rápido!
Iván se quedó inmóvil. «Maldita sea, que tío más insistente.»
El soldado se le acercó y le miró fijamente. Iván se acordó de que no tenía que arrugar la frente. A duras penas se atrevía a respirar.
—Aún no le han dado todo el cambio —dijo el soldado, y sonrió con displicencia—. Y tú, abuelo, sé bueno y dale de una vez los cartuchos.
Iván tendió la mano con sentimientos encontrados. Dos cartuchos de Makarov se posaron en su mano. El cambio. El comerciante ponía una cara muy larga.
—Pero… —tartamudeaba.
—¡Cierra la boca, abuelo! —le increpó el soldado.
El comerciante enmudeció y la cara se le puso todavía más larga.
—¿Todo bien? —dijo el soldado con una sonrisa dulce como el azúcar y, con todo el descaro, le guiñó un ojo a Iván.
«Este tío no ve tres en un burro —pensó Iván—. Necesita con urgencia unas gafas, pero no debe de poder pagárselas. Parece que se oriente tan sólo por el tamaño de los objetos. Y, por lo que a él respecta, tengo una silueta normal de mujer. Al final resulta que sí que hemos encontrado un idiota que ha mordido el anzuelo.»
—Gracias —dijo Iván, y se volvió.
Al alejarse, sintió los ojos del soldado fijos en su trasero.
Había tenido suerte.
Iván vio por el rabillo del ojo que Orlov también pagaba y se marchaba a toda prisa.
No fue hasta más tarde cuando Iván echó una ojeada a lo que acababa de comprar y que le había costado tantos nervios. Era un lápiz de labios de color rojo vivo en un estuche de metal noble.
—Es precioso —dijo Nastya, la mujer de Shakilov, al recibir el regalo—. ¡Mil gracias! Déjame que te dé un beso.
Iván, satisfecho por la lisonja, le acercó la mejilla. A diferencia del gigantesco Shakilov, Nastya medía una cabeza menos que Iván. Una delicada muchacha morena. Saltaba a la vista la suavidad de sus labios.
Nastya acarició con el dorso de la mano la mejilla maquillada del digger.
—De verdad, Vanya, estás tan mono…
Iván tosió ligeramente. El Überführer empezaba a reírse entre dientes. Se sentía el olor de la comida.
Shakilov vivía con su mujer y con su hijo de un año y medio en una de las innumerables chabolas de madera contrachapada que había al inicio del andén de la Nevski prospekt. El pequeño Vitalik gateaba por el suelo y jugaba con un pececito de goma de colores. Se lo metía en la boca, lo llenaba de babas y luego lo arrojaba al suelo para que «nadara». Todo esto lo hacía con una cara muy seria.
—¿Dónde está Sasha? —preguntó Iván.
—Ha ido a solucionar algo. Pero no tardará en regresar. ¿No vas a cambiarte?
Iván se miró. Blusa amarilla, falda gris, medias de rombos violetas. Y, encima, las pinturas de guerra. La encarnación de todos los terrores del enemigo. Sólo con ver a Iván vestido de esa guisa, Memov se caería muerto al suelo.
—¿Te parece necesario? —preguntó Iván.
Shakilov miró a Iván de arriba abajo y puso una cara como si hubiera visto al hombre de Neanderthal con traje y corbata.
—No puedo creérmelo —dijo, y era verdad.
—Yo tampoco me lo creo —replicó Iván, y una sonrisa maligna apareció en su rostro.
—¡Estás vivo!
Al instante, Shakilov abrazó a Iván con sus robustos brazos y lo levantó por el aire.
—Me vas a aplastar, Sasha —logró decir Iván, aunque apenas pudiese respirar—. Déjame otra vez en el suelo, so monstruo.
Cuando volvió a estar en el suelo, Iván escudriñó con la mirada al digger de la Nevski prospekt. Shakilov era fuerte como un oso, pero se le veía pálido y enflaquecido. Había pasado un mes desde el día en que le habían herido, pero aún estaba demacrado.
—¿Qué tal la herida?
—Todo bien —respondió Shakilov, e hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia, pero Iván se dio cuenta en seguida de que era tan sólo una media verdad.
Se sentaron para tomar el té.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Iván.
Las novedades no eran para alegrarse, pero tampoco tremendamente malas. Al terminar la guerra, la Alianza se había anexionado las estaciones Mayakovskaya y Ploshchad Vosstaniya, como era de esperar. Desde hacía poco tiempo corría el rumor de que Memov quería nombrar al zar Ahmed encargado de la administración de la Ploshchad Vosstaniya. Una marioneta dócil que permitiría guardar las apariencias de cara a los moscovitas.
Postyshev seguía de comandante en la Vasileostrovskaya. Durante algunas horas del día, la estación recibía energía eléctrica de la Admiralteyskaya. Se había tendido un cable de alta tensión con ese objetivo. La administración periódica de fluido eléctrico era un medio de eficacia probada para tener sometidos a los habitantes de la Vasileostrovskaya.
—¿Has sabido algo de mis muchachos? —preguntó el Überführer—. ¿Dónde se han metido?
Shakilov miró con sorpresa al skinhead.
—¿No estás al corriente de nada?
—¿Cómo quieres que lo esté?
—Ya. Es una historia terrible. Esto… bueno… —Shakilov no sabía cómo contárselo al skinhead—. Después de las masacres de la Vosstaniya, Memov se enfureció contra el Consejo de Paz, ya lo sabes, contra esos charlatanes que se pasean con trajes caros. El Consejo de Paz le acusaba de violación del derecho internacional y todo eso. Así que hubo que arrojarles algún hueso para que tuvieran la boca cerrada. Y eso fue lo que hizo Memov. Declaró que tan sólo se habían producido acciones aisladas, debidas a criminales de guerra. Por supuesto, había que entregar a cierto número de culpables al Consejo de Paz.
Shakilov no dijo nada más.
El Überführer se derrumbó.
—¿Y tuvo que ir precisamente a por mis muchachos? —preguntó en voz baja.
—Sí —confirmó Shakilov—. Los skinheads llaman la atención. Se les juzgó por crímenes de guerra. Asesinato, saqueo, violación. Ya sabes lo que significa eso. Sus cadáveres se pasaron tres días colgados en el túnel, de acuerdo con las leyes de la Nevski prospekt y de la Gostinka. Por lo que he oído, uno de ellos logró escapar. Todavía lo están buscando.
—¿Quién? —Se había esfumado toda vitalidad de los ojos del Überführer.
—Uno que tenía más años. No recuerdo cómo se llamaba.
—El Canoso —dijo el Überführer.
—Sí, exacto. Así era como se llamaba a sí mismo. —Shakilov miró a los ojos al skinhead—. Lo siento, amigo mío.
El Überführer se puso en pie.
—¡Über! ¡Espera! —gritó Iván.
Pero el skinhead le apartó con un gesto y salió afuera. Shakilov puso cara de culpabilidad.
«En la Antigüedad se decapitaba a los mensajeros que traían malas noticias», pensó Iván. En ese instante hizo la pregunta que le había corroído por dentro desde el primer momento.
—¿Sabes algo de Tanya?
—Está de luto.
—Entiendo.
Callaron. En principio, ya se lo habían dicho todo. Había llegado el momento de actuar.
—Ah… a propósito… —Shakilov se rascó el cogote—. Últimamente me he encontrado con Ramil. El moscovita. ¿Lo recuerdas? El guardaespaldas de Ahmed. Imagínate, se pasea por la Nevski como si fuera el amo. Me entran ganas de partirle la cara por la mitad.
—¡Sasha! —gritó Nastya, que acababa de regresar con los platos.
—Bueno, pues no le estaría mal —añadió Shakilov, pero Nastya había vuelto a salir.
—¿Y por qué no lo has hecho? —preguntó Iván, mirando a su amigo.
Shakilov había cambiado mucho. Aunque no se viese a primera vista, había cambiado.
—¡Vanya! —exclamó nuevamente Nastya.
—No sé muy bien por qué —respondió Shakilov, pensativo—. No te puedes imaginar lo prudentes que nos volvimos después de… esto…
—¿Después de mi muerte? ¿Era eso lo que querías decir? —Iván enarcó las cejas—. Lo entiendo.
—¡Sasha, Vitalik se ha puesto a lloriquear y yo no puedo estar en todos los sitios a la vez! —gritó Nastya.
En cuanto Shakilov hubo salido para ir a cuidar de su hijo, la mujer apareció por la puerta y le lanzó una mirada agresiva a Iván.
—Vanya, ¿podemos hablar un momento?
Iván salió y la siguió por la estrecha calle que quedaba entre las chabolas. Olía a lavadero. Una joven con una tina repleta de ropa recién lavada logró pasar por su lado.
—¿Ha sucedido algo, Nastya?
La mujer le dirigió una mirada muy seria. Iván se dio cuenta en seguida de que se avecinaba una bronca.
—Vanya, tú me caes muy bien. Pero, por favor, no metas a Sasha en esto. La última vez estuvieron a punto de matarlo. Por tu culpa —añadió con insolencia típicamente femenina.
Iván reflexionó unos instantes y asintió.
—Está bien, Nastya. Lo entiendo.
El digger volvió a entrar en la chabola y encogió el cuerpo para sentarse de nuevo a la mesa. Shakilov se había puesto a su hijo sobre las rodillas y ambos jugaban al «caballito hop hop». Iván le guiñó el ojo al enano. Shakilov sonrió con satisfacción. El pequeño Vitalik, por el contrario, parecía muy serio. Enarcó sus finas cejas. Habríase dicho que sabía mejor que los demás de qué iba el asunto.
—Vamos a hacer lo siguiente —dijo Iván—. Tú, Sasha, te vas a quedar en un segundo término. Serás nuestra garantía en el caso de que algo nos salga mal.
—Pero ¿cómo puede ser? —protestó Shakilov—. Yo…
—¡No me lleves la contraria! —respondió Iván, y le hizo callar con un gesto—. Dime, más bien, cómo es posible que Orlov vaya a comprar en los puestos de cosmética que tenéis aquí. No he dejado de preguntarme para qué lo necesitaba. ¿Para qué quiere un pasador? No está casado y tampoco tiene niños. ¿Tendrá una amiga?
Shakilov se volvió hacia su mujer.
—¿Nastya?
La mujer del digger resopló con desprecio.
—Por supuesto, tiene una querida en la Gostinka. Eso se sabe en toda la Alianza. Y está siempre cubriéndola con regalos. Las tiendas de moda de la Nevski están ya medio vacías.
Iván se puso a pensar.
—¿Y esa querida también viene a visitarle?
Shakilov miró a Iván con curiosidad.
—¿Qué estás maquinando esta vez, Vanya?
—Te estaba esperando… —Orlov abrió la puerta y se quedó aterrorizado.
«¿Qué se le había perdido ahí a aquel cardo?»
—Hola, cariño —gorjeó la muchacha con voz lánguida, y parpadeó con sus negras pestañas.
«¡¿Verdad que me suenan esos ojos?! ¡Maldita sea! Pero si es…»
Orlov retrocedió torpemente por la habitación. En el cajón de arriba del escritorio tenía guardada una pistola: una hermosa Beretta italiana. Pero fue demasiado lento. La «mujer» lo agarró, forcejeó con él y lo derribó. El jefe de los servicios secretos se cayó de costado y gimoteó de dolor. Logró ponerse boca abajo, pero cuando trataba de incorporarse, el otro lo sujetó por las piernas. De nada le valieron sus esfuerzos por agarrarse a la pata de una silla. Lo único que consiguió fue derribar el mueble.
«¡Tengo que gritar!», pensó Orlov, pero en ese mismo momento, el otro le metió un trapo sucio en la boca. Al mismo tiempo que su grito se transformaba en resoplido, unas rodillas se le clavaron con fuerza en la espalda.
—Así, pórtate bien —dijo una voz de hombre—. Y ahora dame las manitas.
Se oyó el crujido de la cinta adhesiva.
Orlov, en su impotencia, se entregó sin resistir.
«Soy un maldito idiota —pensaba—. Cómo he podido permitir que me engañaran de ese modo. Las malditas mujeres siempre tienen la culpa de todo. ¿Y cómo es posible que el tal Iván siga con vida, por mil demonios?»
Poco más tarde, Orlov estaba sentado en el suelo, atado y amordazado, con la espalda contra la pared, y no le quedó otro remedio que mirar en silencio mientras la «mujer» se transformaba en hombre. Iván arrojó las ropas femeninas a un rincón y volvió a ponerse el uniforme del Ejército. Luego sacó un pañuelo de bolsillo y se quitó todo el maquillaje. A continuación puso cara de gran héroe y masculló palabrotas.
«Es el fin —pensó Orlov—. Ahora sí que estoy acabado.»
Después de cambiarse, Iván fue al teléfono y descolgó el auricular. Tuvo un momento de vacilación. En cuanto hubiese hecho la llamada, no tendría marcha atrás.
Marcó los números: 03. El profesor le dijo que en otro tiempo, ése había sido el número del médico de urgencias.
«No nos vendrían mal unos cuantos médicos», pensó Iván.
Acercó el auricular al oído. Señal de espera.
Iván aguardó.
Al fin, alguien respondió al otro extremo de la línea.
—Dígame —respondió una voz lejana.
Iván miró al Überführer, y luego a Vodyanik y a Misha.
—La última vez que hablamos, no terminamos la conversación, general.
Sobre la mesa había toda una manada de elefantes de porcelana, empezando por un menudo ejemplar no más grande que un dedal, hasta un poderoso macho con colmillos largos y curvos, trompa poderosa y mirada inteligente. La cabeza del macho estaba coronada por una caperuza violeta, adornada con borlas de oro. Memov contempló la figura. La mirada del macho irradiaba la calma imperturbable del elefante.
La mayor parte de la colección procedía de regalos que le habían hecho a Memov, y unas pocas piezas le habían llegado de manos de los diggers. La debilidad del general por los elefantes de porcelana era legendaria entre sus subordinados.
«Ya está bien así —pensó Memov—. Tan pronto como haya alcanzado mi objetivo, todo el metro hablará de mis elefantes. Pero aún no ha llegado el momento. Hay que ganarse la fama con sudor.»
Sazonov se acercó a la mesa, tomó una de las figuras y la hizo girar en una y otra dirección.
Memov hervía de indignación.
—¿Qué dice Postyshev? —preguntó.
El comandante de la Vasileostrovskaya se quejaba como siempre. No parecía que hubiese aprendido nada después de quedarse sin el grupo electrógeno.
—Es un idiota viejo y pertinaz —dijo Sazonov—. No quiere darse cuenta de que su tiempo ya ha pasado. La Vaska ya no es independiente. Postyshev ruega que se incremente el suministro eléctrico: doce horas en vez de seis. Dice que si no, se le van a morir los plantíos. —El nuevo comandante de los diggers de la Vasileostrovskaya sonrió con satisfacción—. Vaya cenutrio.
—¿Disculpa? —El general no estaba seguro de haberlo entendido.
—Quiero decir que Postyshev trata de ganar tiempo —se corrigió Sazonov.
—¿Y tú qué me propones?
Una sonrisa fría como el hielo apareció en el rostro de Sazonov.
—Pienso que necesitamos un nuevo comandante.
Memov le miró con severidad.
—¿Estás seguro de ti mismo? Cuando hubieron terminado, Sazonov volvió a dejar el elefante sobre la mesa y se marchó.
Memov respiró con alivio.
«Es un tío peligroso el tal Sazonov —pensó—. Si esto continúa, tendré que pensar una solución para él. Es una verdadera lástima que sea él, y no Merkulov, quien esté de mi parte. Ahora tengo que tratar con un asesino que ha traicionado a su mejor amigo y su estación.
»Pero, por ahora, necesito a Sazonov. Me resulta útil.»
Memov regresó a la mesa y volvió a colocar la figura en su lugar.
«Quizá sea infantil enfadarse por algo así —pensó—. No es más que un elefante de porcelana. Pero, en cualquier caso, es mi elefante. Y tiene que estar en el sitio que yo le he asignado.»
Hacía seis años que Memov trabajaba en la construcción de su imperio.
Al pasar de los cincuenta, uno se hace consciente del poco tiempo que le queda. En el entorno no hay más que enemigos y subordinados. Los enemigos son el problema menor. Se les puede hacer frente cara a cara. Pero el trato con los subordinados exige la vigilancia y la agresividad de un guepardo, capaz de matar a un antílope en once segundos. Esos depredadores existieron antes de la Catástrofe. Eran los más rápidos del mundo. ¿Quién se acuerda ya de ellos?
Memov negó con la cabeza y colocó bien un elefante que tenía los flancos adornados con arabescos de color azul. Luego contempló de nuevo a su elefante favorito, el macho grande.
«Tiene un sucesor que heredará su imperio elefantino. A eso se debe su paz de espíritu. Pero ¿qué va a ser de mí? El más grande de los imperios no vale nada para quien no puede legárselo a nadie. Sólo con pensar lo que va a ocurrir dentro de poco… si los informes de los servicios secretos son fidedignos, nos queda ya poco tiempo.»
El general suspiró y regresó a su escritorio. Montañas de documentos se acumulaban sobre éste.
«Necesito un sucesor, un heredero. ¿Qué pasará si me ocurre algo? Todo esto por lo que he luchado a lo largo de los años se irá al arroyo. Y todo habrá terminado. Para siempre.»
El teléfono sonó. ¿Quién podía ser? Memov miró en la pantalla del teléfono. Se había encendido «Nevsk». La Nevski prospekt. Entonces, era Orlov.
Aún perdido en sus pensamientos, Memov descolgó el auricular y lo arrimó al oído.
—Dígame.
Al oír la voz de su interlocutor, el general se estremeció como si lo hubiese golpeado un rayo. La voz pertenecía a alguien a quien creía muerto desde hacía tiempo.
—La última vez que hablamos, no terminamos la conversación, general —dijo la voz profunda, suave, algo ronca.
Memov, muy agitado, le hizo un gesto a su asistente para que se le acercara.
—Iván —dijo el general—, quizá vayas a sorprenderte, pero me alegro de oír tu voz.
—¿Ah, sí? —respondió el digger con sarcasmo—. Es que no ocurre muy a menudo que nos llamen desde el otro mundo, ¿verdad, general?
El asistente acudió a la carrera, irguió la barbilla, a punto para servir, y miró a Memov como le habría mirado un perro. «¿Quién cría a estos tontarras lameculos?», pensó el general, atacado de los nervios, e hizo un gesto para darle a entender al asistente que lo había llamado para que tomase nota de algo.
—Sí, claro —respondió Memov—. ¿Tienes a Orlov contigo?
—Sí. Pero ahora no puede ponerse al teléfono. Tendrá que disculparle, general.
—¿Está vivo todavía?
Eso era importante. Si Iván había matado al jefe del servicio secreto, habría que entender que no pensaba negociar. Si Orlov seguía con vida, quizá quedara una posibilidad de llegar a un acuerdo.
La respuesta se hizo esperar y el tiempo de espera fue un tormento.
—Está vivito y coleando. ¿Por quién me toma usted, general? ¿Piensa que soy como usted? —Se hizo una pausa—. ¿O como Sazonov?
El rostro de Memov se ensombreció. La saeta envenenada del digger había alcanzado su objetivo.
La decisión de liquidar a Iván había sido un error. Y no terminar el trabajo había sido un error todavía más grande. «Alguien tendrá que responder por ello. Y ya sé quién va a ser.»
Por fin, el inútil del asistente acudió con un papel y un rotulador. Memov le indicó que le aguantara el papel, sacó el tapón del rotulador con los dientes y se puso a escribir. «M…». El color verde se había secado y el rotulador resbaló sobre el papel sin dejar marca. El colérico Memov arrojó el rotulador a un rincón. El asistente se estremeció de terror. «Qué idiota.» El general le señaló el escritorio. ¡El lápiz, pero ahora mismo!
—No te tomo por nadie, aparte de ti mismo —respondió Memov en tono de superioridad—. ¿Qué piensas hacer?
El asistente le trajo el lápiz. «Por fin. Voy a echar a esta tortuga. O le haré limpiar retretes durante todo el día.»
Memov escribió:
«Merkulov está en la Nevski. Tiene a Orlov en su poder. Sellad la estación y aguardad mis órdenes. Secreto.»
Luego le puso el papel en la mano al asistente, le señaló la puerta y le amenazó de paso con el puño para que se pusiera en marcha. El asistente palideció y echó a correr.
—Te escucho, Iván —dijo Memov, al tiempo que veía desaparecer por la puerta las espaldas del asistente.
—Muy bien —respondió el digger—. Deben de haber enviado gente a la Nevski. Pero tenemos unos diez minutos de tiempo hasta que lleguen, y mientras tanto podemos charlar con toda tranquilidad.
«Con toda su frialdad —pensó Memov mientras le rechinaban los dientes—. ¿Por qué no estás en mi bando, Iván? ¿Por qué? Juntos podríamos mover montañas.»
Después de salir del despacho del general, Sazonov se quedó fuera, de pie junto a la pared. Se sacó un portaplumas del bolsillo interior de su abrigo, lo abrió y tomó un cigarrillo que él mismo había liado. Era el antepenúltimo. Pronto tendría que acudir de nuevo a Farid, aunque luego no le gustara.
Se llevó el cigarrillo a los labios con manos temblorosas. Se sacudió los bolsillos hasta encontrar por fin el mechero. Un mechero que alguien había hecho con la vaina de un cartucho. Sazonov sonrió.
«Este mechero te había pertenecido a ti, Iván. Todo lo que en otro tiempo te perteneció a ti me pertenece ahora a mí. O me pertenecerá… más pronto o más tarde.»
La ruedecita crujió. Una vez. Dos.
Saltaron chispas. Al fin se encendió la llama.
Sazonov encendió el cigarrillo con avidez. Lo hizo con tanta precipitación que se quemó los dedos y estuvo a punto de doblarlo. Estaba con los nervios de punta. Tenía que recobrar el control sobre sí mismo.
Cuando el humo cálido y azulado entró por fin en sus pulmones, se encendió también en su cabeza el rojo ardiente de una flor que florece. Sazonov retuvo el humo dentro del pecho. La flor que tenía en la cabeza abrió sus pétalos carnosos. La tensión disminuyó y una agradable ligereza se difundió por todo su cuerpo. Entonces, Sazonov tuvo la sensación de que todo volvía a estar bien. Como si antes hubiera sido tan sólo media persona y la otra mitad hubiese vuelto a su lugar con la primera calada al cigarrillo.
Paz interior.
Sazonov volvió a guardarse el cortaplumas en el abrigo. Tendría que encargarle a Farid que le proveyera de hierba de los Vegetarianos. No cabía ninguna duda que los Vegetarianos no eran tontos.
Los pensamientos de Sazonov se habían clarificado y se habían liberado de la anterior tensión. Antes, al conversar con Memov, había tenido la sensación de que una niebla espesa se le metía en la cabeza y le enturbiaba los sentidos. Antes había dicho absolutas estupideces y había atraído hacia sí la mirada de estupefacción del general. Ahora, después del cigarrillo, volvía a tener la cabeza clara.
Una buena oportunidad para reflexionar y para tomar decisiones.
Todavía tengo que pensar en algo para Postyshev, pero eso no va a ser difícil. Y luego, Tanya. Una sonrisa diabólica apareció en los labios de Sazonov. No es que me interese especialmente como mujer. Pero es que era la novia de Iván. Y eso, por supuesto, lo cambia todo. Todo lo que en otro tiempo perteneciera a Tontován tiene que ser mío.
Sazonov respiró hondo una vez más y dejó que el humo se le escapara lentamente de los pulmones. La nubecilla azulada adoptaba formas grotescas y se elevaba hacia las alturas.
Por supuesto que es una insensatez presentarse en el despacho del general con hierba en el bolsillo. Pero el día había sido difícil. No va a pasar nada. Tiró la colilla y la pisó con el talón.
Dejo indicios. Bueno, ¿y qué? A la mierda.
Sazonov se disponía a marcharse, pero entonces el asistente de Memov salió del despacho del general y tropezó con él.
—¡Déjeme pasar!
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el digger.
El asistente trató de pasar por su lado, pero Sazonov se interponía en su camino. El asistente era todavía joven y novato. El jovenzuelo no tenía ninguna oportunidad contra el curtido digger.
—Tengo que… pasar.
—Yo podría ayudarte —respondió Sazonov, y respondió cual corredor[25] que ha encontrado el rastro de un cachorro pavloviano.
Sazonov tenía un sexto sentido para las debilidades humanas, y éste rara vez le engañaba. Por ello, se avino a correr un riesgo considerable. Se daba cuenta de que había ocurrido algo importante. Quizá pudiera descubrir de qué se trataba. Pero si se equivocaba, tendría problemas muy serios. El general no le iba a perdonar así como así la intromisión.
El asistente trataba una y otra vez de escapar de Sazonov, pero éste le cerraba el paso como un muro en movimiento.
—¡Es un asunto urgente!
—Eso ya lo he entendido —le dijo Sazonov en tono apaciguador; sus ojos centelleaban en la penumbra—. ¿Qué es lo que te ha encargado el general?
El asistente miró a su alrededor, desesperado, pero no encontró ninguna salida.
—Tengo que entregar una nota.
—¿Qué clase de nota?
—¡Déjeme usted pasar! No puedo…
—Pero si la has perdido —dijo Sazonov—. Mira, tontito, no tienes nada en la mano.
El asistente se quedó pensativo y abrió la mano izquierda.
El momento de la verdad.
Tenía la nota en la mano. Un movimiento veloz como el rayo. Al cabo de un momento, el asistente volvió a cerrar la mano. Tan rápido como pudo. Pero ya no tenía nada en ella.
Sazonov se acercó la nota al rostro con gesto triunfal y la leyó con mirada ansiosa. Una vez, dos, y luego, simplemente, dejó caer la nota al suelo.
La hoja de papel descendió lentamente. El asistente la agarró y se marchó corriendo, casi llorando. Se había dejado engañar.
«Tengo que actuar con rapidez», pensó Sazonov.
Al cabo de un minuto, había trazado ya un plan. Se detuvo unos instantes y lo repasó mentalmente. Tenía que salirle bien.
Su sexto sentido tampoco lo había engañado en esta ocasión. Había merecido la pena correr el riesgo. Sazonov anduvo a pasos agigantados en dirección al lugar de los hechos.
Iván estaba vivo.
Y se encontraba en la Nevski.
Tralará. Batooonchiki.
Sazonov atravesó a toda prisa el andén y saltó a las vías. Los diggers habían instalado su cuartel general provisional en un cuchitril que se encontraba debajo de la plataforma. Abrió la puerta de una patada y le llegó a las narices el hedor de matarratas barato y cuerpos sin lavar. Apartó la cara con asco. Luego entró y pisó un bulto amorfo que yacía bajo una frazada sucia y apestaba a alcohol.
—Tío, que te den por… —murmuró el bulto, y luego se dio la vuelta. La cara sin afeitar de Gladyshev se asomó de debajo de la frazada—. ¿Qué quieres?
Sazonov sonrió.
—¡Basta de dormir, Igor! ¡Tenemos algo que hacer!
El Überführer señaló el reloj grande y blanco con cifras negras.
—Diez minutos —dijo tan sólo con los labios, sin voz.
Iván asintió, se llevó el auricular al otro oído y lo sostuvo con el hombro. Luego escribió sobre una nota: «M. se pone nervioso», y se la enseñó al skinhead.
—Bueno, general, ¿qué le parece si charlamos un rato?
—¿Qué es lo que quieres, Iván?
—Me debe usted una respuesta precisa. Si no tiene usted inconveniente, general, me gustaría oírla ahora mismo.
—Pregúntame lo que quieras. Te responderé con sumo agrado.
«Está ganando tiempo —pensó Iván—. Pero ya habíamos contado con ello.»
—Querría saber qué necesidad había de hacer eso. El robo. El asesinato. La guerra.
El general se tomó su tiempo para responder.
—Si tan sólo supiera cómo puedo convencerte, Iván… —respondió por fin—. No importa lo que te responda, no te lo vas a creer. Pero has de saber algo: tan sólo he hecho lo que juzgaba necesario. Lo que queda de la humanidad es demasiado poco como para que podamos permitirnos estas divisiones en grupitos egoístas. Sí, tienes razón, mis métodos son radicales. Para mí, el robo, el asesinato y la guerra han sido medios para un fin. Pero no puedo permitir que nadie, ni los moscovitas, ni la Vasileostrovskaya, ni ningún otro, vayan por su cuenta mientras todos los demás luchamos por nuestro futuro. Tenemos que estar unidos, ¿lo entiendes?
—La unidad hace la fuerza, ¿verdad, general? —dijo Iván con sorna—. ¿O puede ser que usted, mientras tanto, haya hallado un nuevo eslogan que yo todavía no conozca?
Memov suspiró.
—Tú no entiendes lo que sucede aquí. Nos hallamos al borde de una gran guerra.
Iván sonrió.
—Si usted lo dice…
—Tanto si te lo crees como si no. Es un hecho. ¿Qué sabes tú sobre el Imperio de los Vegetarianos?
Al instante, las imágenes del pasado se sucedieron en la cabeza de Iván. La barba rala que se asomaba a la garganta del médico. Y su lenta y miserable caída al suelo.
Iván parpadeó y se volvió para que los demás no pudiesen verle el rostro.
—Sé más que suficiente.
—¡Qué coño vas a saber tú! Yo dispongo de información fiable. Los Vegetarianos se disponen a conquistar territorio extranjero en la red de metro. Necesitan más espacio vital. Y no sólo eso…
—¿Ahora resulta que se ha convertido usted en líder de un movimiento de liberación, general? Muy interesante, sí, señor.
—Cierra la boca y escúchame. Estoy a punto de confiarte lo que muy pocos saben. En el metro rige una distribución de esferas de influencia. Los Vegetarianos no son seres humanos. Aunque tengan el mismo aspecto que nosotros. Por ello, no se trata de un combate por la independencia, sino por la supervivencia de la humanidad. No nos queda mucho tiempo. Quizás un año. Quizás un par de meses. Tal vez menos. No lo sé. Luego, esto se va a transformar en un infierno. Nos van a encerrar en corrales y nos transformarán en abono. ¿Eso es lo que quieres?
Iván callaba. El general parecía sincero, y sin embargo…
—He de contradecirle a usted en una cuestión decisiva, general. He tenido el dudoso placer de ver de cerca a los Vegetarianos y puedo asegurarle que se trata de seres humanos. Sin duda alguna, su comportamiento es extraño: tan sólo comen plantas y emplean los cadáveres de los prisioneros como abono. Pero los seres humanos no son incapaces de tener ese tipo de conductas. Me bastaría con recordarle los acontecimientos de la Vosstaniya. ¿Sabe usted a qué me refiero?
Memov suspiró profundamente.
—No me crees. Pero es que hemos diseccionado cadáveres de Vegetarianos. Si vienes, te enseñaré lo que encontramos dentro. Entonces comprenderás de qué te hablo. Créeme, Iván, no son seres humanos. No sé cómo empezaría todo esto, pero ahora se parecen más a las plantas que a…
—¿Adónde quiere ir a parar usted, general? —le interrumpió Iván—. ¿Quiere decirme que el fin justifica los medios?
Se hizo una pausa.
—Así es —confirmó Memov—. Si el fin merece la pena, justifica los medios. En este caso, lo que está en juego es la supervivencia de la humanidad.
El Überführer movía la mano, nervioso, para darle prisa a Iván. El digger asintió con la cabeza.
—Tenemos que poner fin a esta conversación, general. Es hora de que lo deje.
—¡Espera! —gritó Memov—. ¡Aún no he terminado! Sé que consideras que estoy en deuda contigo. ¡Pero no mates a Orlov! Te lo ruego, escúchame y…
Iván colgó. El Überführer le guiñó el ojo con confianza, se colgó el fusil del hombro y salió por la puerta.
Iván contempló al atado jefe del servicio secreto de la Admiralteyskaya.
Levantó la pistola y tensó el gatillo con el pulgar.
Una vez más se inflamó el recuerdo: el ensordecedor estruendo de los disparos. Los cuerpos convulsos que caían lentamente al suelo.
«¿Qué es lo que ha dicho el general?
»”Se parecen más a las plantas que a…” ¿A qué? ¿A los seres humanos?»
Iván apuntó a la sien de Orlov.
«Hay que castigar la maldad. ¿Verdad que sí?»
Un disparo.
Sazonov y Gladyshev intercambiaron miradas. Luego se acercaron con precaución, por lados distintos, a la puerta de entrada del despacho de Orlov.
«Hay que mantener en todo momento el contacto con el compañero», había predicado siempre Iván. Sazonov se sonrió al acordarse. Él y Gladyshev se complementaban como un equipo perfecto. Por lo menos hasta el momento.
La puerta estaba abierta. Sazonov echó una ojeada al interior.
Un gemido sordo. Un algo aprisionado en cinta adhesiva rodaba por el suelo.
Sazonov entró con el revólver a punto.
Vio el rostro de Orlov, que se había quedado blanco, y sus ojos, que miraban de un lado para otro sin ton ni son. El suelo estaba cubierto de sangre. Sazonov volvió a meter el revólver dentro de la funda. Se agachó y le quitó la cinta adhesiva de la boca al jefe del servicio secreto. Orlov escupió la mordaza y se puso a gritar. El digger tuvo la sensación de que, de un momento a otro, se le caerían los oídos.
—¡Ahhh! —bramaba Orlov—. ¡La rodilla!
¿Por qué no lo había matado Iván? Sazonov agarró la pistola de Orlov, que se había quedado sobre la mesa.
«Qué misterio. ¿Por qué lo había dejado con vida? ¿Qué habría hecho yo en su lugar? Por supuesto, habría acabado con él.»
Sazonov sonrió.
Desde el punto de vista de Iván, habría sido lógico. Pero daba igual. La cosa se podía corregir.
Orlov bramó de nuevo.
Sazonov tensó el gatillo de la Beretta.
Luego se agachó y volvió a taparle la boca a Orlov. Bueno, el silencio era relativo: los sordos gemidos del jefe del servicio secreto aún se oían bajo la cinta adhesiva. En su rostro desfigurado por el miedo, los ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.
Sazonov levantó la pistola y retrocedió un breve trecho. No quería que se le manchara el abrigo. Apuntó y tiró del gatillo.
Pum. La sangre brotó de la calva de Orlov.
Sazonov se sentó en una silla y arrojó la pistola sobre la mesa.
—Pero cómo ha podido chillar de ese modo —dijo—. Parecía una tía.
Salieron del despacho de Orlov, que se encontraba al final del andén. Sobre la puerta estaba escrito «W2-PIIA». En otro tiempo, ésas habían sido las habitaciones donde las empleadas de la limpieza guardaban sus utensilios. Eso era lo que le habían contado a Iván. En ese momento se empleaban para los despachos de gente de mayor importancia. Cómo cambian los tiempos.
Iván miró a su alrededor.
El mármol brillante. El techo alto. Sin lugar a dudas, la Nevski prospekt se encontraba entre las estaciones favoritas de Iván. Pero había llegado el momento de marcharse de allí.
Las palabras de Memov no habían dejado indiferente al digger. ¿Y si el general había dicho la verdad y los Vegetarianos se disponían a empezar una guerra? En ese caso, se avecinaba un desastre total.
Se abrieron paso entre el bullicio que imperaba en el andén. Esta vez sin disfrazar. Había pasado el tiempo de esconderse.
De pronto, Iván se dio cuenta de que el Überführer se había quedado atrás. Se volvió. El skinhead se había detenido en un sitio y contemplaba el pasillo que conducía a la Gostinka. Iván forzó la vista, pero no le pareció ver ninguna cara conocida.
—¿Über? —le gritó.
El skinhead no reaccionaba. Su rostro era como de piedra.
—¡Über!
Al fin, se volvió, pero lentamente, como si se le hubiera oxidado el cuello. Sus ojos azules se veían gélidos como vaho de hielo seco. Rebosaban odio. Al verlo, Iván se asustó.
—¿Qué ocurre?
El rostro del skinhead se relajó, e incluso afloró una sonrisa a sus labios. Empuñó el fusil que había llevado al hombro y se lo entregó a Iván.
—Ve tú primero —dijo el Überführer.
Iván le miró sin entender nada. Tenían previsto ir juntos por el túnel que llevaba hasta la Sennaya. El profesor y Kuznetsov estaban ya en camino. ¿Qué, o a quién había visto el Überführer?
—¡Márchate de una vez! —repitió el skinhead—. Ya te daré alcance luego.
El Überführer dio un salto con sus elásticas rodillas y aterrizó sobre el hormigón. Se puso de nuevo en pie.
—Hola, Ramil. ¿Todavía me conoces?
El guardaespaldas del zar Ahmed levantó los ojos. Y sonrió. Claro que aún conocía al skinhead. Acto seguido, apartó a un lado a Ahmetsyanov. Éste trató de protestar, pero Ramil se lo sacudió de encima. No era el momento.
Se plantó con ganas de pelea enfrente del skinhead.
—Ése no tiene ninguna culpa —dijo Ramil.
—Exacto. Es una cuestión que va a quedar entre nosotros dos —confirmó el Überführer.
El skinhead dejó colgar ambos brazos y flexionó el puño con el que sujetaba el cuchillo. Ejercicios de relajación. Estaba desnudo de cintura para arriba. Su cuerpo cubierto de moretones y cicatrices tenía un aire marcial. En el antebrazo destacaban la hoz y el martillo. Una máquina de guerra soviética en todo su esplendor.
Ahmed II dio unos pocos pasos con la intención de apartarse, pero entonces se detuvo. Su chaqueta de cuero negro relucía en la oscuridad. Sus ojos también brillaban.
No sabía muy bien lo que tenía que hacer.
—¡Márchate! —ordenó Ramil sin volverse hacia su jefe.
Ahmed se largó. El guardaespaldas se quitó la chaqueta y la colgó de una punta de acero que sobresalía de la pared. A continuación se arremangó con delicadeza y dejó al descubierto unos antebrazos cubiertos de vello. Finalmente, sacó el cuchillo.
—¿Has terminado? —preguntó el Überführer, que, entretanto, jugaba con su propia arma blanca.
Ramil asintió.
—Hijo de la gran puta —decía el Überführer para provocarle—. No tienes ni la más mínima idea de con quién te has metido. Te enfrentas a skins, ¿lo entiendes?
—¿Cuál es el túnel por el que tengo que ir? —preguntaba Gladyshev con voz ronca y entrecortada. Carraspeó y escupió un grumo de mucosidad. El digger parecía hecho polvo como un zombel—. Mierda. ¿El derecho o el izquierdo?
Sazonov miró hacia uno y otro lado.
—El izquierdo —respondió.
—¿De verdad?
—Sí, el izquierdo —repitió Sazonov mecánicamente, aunque se hubiera dado cuenta del deje irónico en la voz de Gladyshev—. ¿Por qué me haces una pregunta tan estúpida? ¿Es que no te parece bien?
—Me parece inmejorable. ¿Por qué?
«¿Pero quién se había creído que era ése?» Sazonov sacó pecho. Las insubordinaciones de ese tipo se tenían que cortar de raíz.
—Ten cuidado con lo que dices —advirtió—. Si no quieres que te dé en los morros.
Silencio.
—¡¿Igor?!
—Sí, sí —respondió Gladyshev con voz pausada. En aquel momento, su rostro hinchado y cubierto de arrugas aparentaba una asombrosa tranquilidad—. Ya sé que eres el comandante, pero no me hinches las pelotas, ¿vale? ¿Tú te piensas que no sé el motivo por el que Vanya ha regresado de entre los muertos? ¡Ha regresado por ti!
—¿Y por ti no?
—Sí, también por mí, naturalmente —reconoció el viejo digger, con una sonrisa en los labios que dejó al descubierto los muñones podridos de sus dientes—. Porque tengo sangre en las manos. Mucha sangre. Pero fuiste tú quien lo mató a él. ¿Pensabas que yo no lo sabía? Le ibas detrás como una mujerzuela. Siempre dispuesto a lamerle el culo. Y luego, cuando se había decidido a casarse, vas y te lo cargas. Y ahora metes mano en sus cosas como si fueras una mujerzuela. Y eso es lo que eres: una mujerzuela. Pero ahora ha regresado, ¿te das cuenta? Bueno, ¿cómo te ha sentado esto? ¿Ya te has cagado en los calzoncillos?
Sazonov no daba crédito a sus oídos.
—Igor, ¿estás borracho? ¿Por qué me hablas de ese modo?
—Porque me da la gana.
Sazonov agarró al viejo digger por el cuello de su chaqueta manchada y lo atrajo hacia sí.
—¡Soy tu comandante!, ¿lo entiendes?
Gladyshev le enseñó los dientes.
—Lo que eres es un mierdas. Yo he tenido dos comandantes: Kosolapy e Iván. No habrá un tercero.
—¿Y yo?
Sazonov estaba tan consternado que le faltaba poco para olvidarse incluso de su propia ira. ¿Cómo podía atreverse a tanto aquel inepto?
—¿Y tú? Tú eres el diablo, Vadim —dijo Gladyshev con toda seriedad—. Un Satán. Aparta las manos si no quieres que te rompa los dedos uno a uno.
Gladyshev se soltó, se volvió y se marchó por el túnel. Por la izquierda, como se le había ordenado. El nuevo comandante de los diggers se creció.
—¡Quédate quieto, Igor, o si no te pego un tiro!
Gladyshev se detuvo y se volvió.
—¡Ven tú a chuparme la polla! —gritó el otro. Se marchó sin prestarle atención.
De pronto, Sazonov tenía la Python en la mano. La había sacado con tanta rapidez que él mismo se sorprendió. Sintió la familiar frialdad del metal.
Levantó el brazo poco a poco y apuntó. Tenía en la mira el cuerpo agachado del viejo digger.
«Dispara de una vez —se decía Sazonov a sí mismo—. Si no, Gladyshev dejará atrás la zona iluminada. ¿Y qué ocurrirá entonces?»
El comandante volvió a apuntar y puso el dedo en el gatillo. Aquel revólver estaba hecho para él.
«¡Venga, dispara de una vez!»
Al cabo de un instante, la espalda de Gladyshev desapareció en la oscuridad.
Sazonov bajó el revólver y sonrió.
«No, el primero tiene que ser Iván. Ya me ocuparé luego de Gladyshev.»
—¿Para qué necesitas mi cuchillo, Ramil? Venga, dímelo, amiguito, ¿para qué?
El Überführer hacía poses frente al guardaespaldas. La hoja del cuchillo centelleaba, a veces en la mano izquierda y a veces en la derecha, a veces se lanzaba al frente, a veces desaparecía bajo la muñeca.
Ramil aguardó y no se movió. En su rostro se pintaba la calma.
—Aún puedo comprender que me arrancaras las uñas, pero ¿por qué me robaste el cuchillo?
Ramil permanecía en silencio, sin inmutarse.
Los movimientos del Überführer parecían casi una danza, y uno de ellos, uno muy ágil, se transformó en el primer asalto. Blandía un modesto cuchillo vikingo fabricado en China, de acero gris, con una canaladura en el dorso de la hoja. Ramil reaccionó en el último instante. Las hojas se cruzaron y volvieron a separarse.
El Überführer retrocedió de un salto y se puso en cuclillas. El metal centelleó. Parpadeó.
Ramil lo contemplaba como si hubiera sido un ídolo de piedra.
Un menudo corte rojo relucía sobre la ceja izquierda del Überführer. Brotó sangre, una gota se desprendió y le resbaló por la ceja. El skinhead se llevó la mano a la frente y palpó el corte. Sorprendido, se miró los dedos ensangrentados. Luego volvió la mirada hacia el guardaespaldas.
Ramil se encogió de hombros.
—No está nada mal —dijo el Überführer a modo de reconocimiento.
Con un rápido movimiento se embadurnó de sangre la frente. En esos momentos parecía un piel roja con pinturas de guerra.
Agarró el cuchillo con la izquierda y se abalanzó. Ramil se le puso de cara. Las hojas se cruzaron una vez más. Entonces, el guardaespaldas presionó hacia delante y acuchilló. El Überführer retrocedió y se apartó de un salto. Se detuvo por momentos. Tenía un pequeño rasguño en el hombro izquierdo.
Se había formado una muchedumbre en torno a los dos gallos de pelea y se oían murmullos de placer morboso. Era cuestión de tiempo el que apareciese una patrulla.
De pronto, el Überführer se echó a reír.
—Ahmed debe de tener mi cuchillo, ¿verdad que sí? Me lo robaste para él, ¿no? ¿Qué tal tu vida de niñera, Ramil?
El rostro del guardaespaldas se ensombreció. Se le notaba el pálpito en las mejillas.
—Nada de eso te incumbe —respondió con voz biliosa.
Era la primera vez que hablaba desde el inicio del duelo, y el Überführer se dio cuenta en seguida de que su provocación había dado en el blanco.
«Ahora tengo que acabar con él —pensó—, antes de que me reduzca a carne picada.»
—¿Cada cuándo le cambias los pañales a Ahmed, eh?
El guardaespaldas resoplaba de rabia.
—Y tú también le procuras las mujeres, ¿eh? —siguió burlándose el skinhead—. Ya veo que lo haces todo por él, Ramil. Y me arrancaste las uñas para darle a él una alegría, ¿verdad que sí? ¿O para tu propio placer? Venga, dímelo, no me dejes así.
—Te voy a matar —amenazó Ramil—. Tu juego ha terminado.
Una vez más, los dos rivales se arrojaron el uno contra el otro. Los brazos se entrecruzaron, los cuchillos entrechocaron. De súbito, Ramil cayó de rodillas. Las piernas no sostenían ya su poderoso cuerpo. Trató de levantarse y entonces se desplomó de espaldas al suelo.
El skinhead se incorporó. El cuchillo que sostenía con la mano estaba empapado de sangre.
—Y también vas a morir por él, ¿verdad que sí, Ramil? —le dijo al moribundo, y a continuación se volvió y saltó a las vías. El duelo había terminado. Era el momento de marcharse.
Un disparo.
El skinhead se detuvo e irguió la cabeza. El disparo venía del sitio de donde habían dejado a Orlov. La muchedumbre del andén murmuraba.
Y, una vez más, al túnel. La historia se repetía.
«Iván —pensaba Sazonov—. Iván, Diván, Tontován. Eres tú, por fin.»
Levantó la Python y apuntó.
«Habría sido mucho más divertido enfrentarse en un duelo. Pero como se trata de nuestro viejo amigo Iván, lo mejor será no correr riesgos. Pero… ¿por qué no?»
Sazonov sonrió, bajó el revólver y lo metió en la funda que le colgaba del cinturón.
«Por Tontován merece la pena correr el riesgo.»
Agarró la linterna con la mano derecha, tendió el brazo para sostenerla lejos del cuerpo e inició la persecución. Si Iván dispara contra la luz, se va a llevar una desagradable sorpresa. Yo disparo más rápido que él.
«Si yo supiera dónde se oculta Sazonov. Ese tío dispara más rápido que yo. Qué insoportable juego al gato y al ratón.»
Iván negó con la cabeza e iluminó la pared con la linterna.
En el círculo de luz se hicieron visibles las junturas del túnel y los oxidados soportes de los cables. No había nadie. Hacía tiempo que los habitantes del metro se habían llevado todo material aprovechable que hubiera podido quedar en el túnel. Los cables siempre servían para algo y las propias ratas estaban numeradas. Pero incluso en ese túnel saqueado que unía la Nevski prospekt y la Sennaya Ploshchad desaparecían de vez en cuando seres humanos.
«No caerá esa breva», pensó Iván con una sonrisa en los labios. Se colgó del hombro el «Bastardo» que le había dado Shakilov y se echó a andar a paso de marcha relajado.
Habían pasado dos minutos desde que el pelotón de admiralzes había llegado a la Nevski prospekt. No tardarían en perseguirlos por el túnel.
«Pero antes habremos llegado a la Sennaya —pensaba Iván—. Dios lo quiera.»
Apagó la linterna y miró hacia atrás para ver si alguien los perseguía.
Parpadeó.
Una luz ardía en la oscuridad. O bien un transeúnte solitario que iba pacíficamente al mercado, o bien…
Iván empuñó el fusil que llevaba al hombro.
O bien era Sazonov.
La luz de más adelante se extinguió.
«Vaya, vaya, Tontován.
»¿Ahora te cagas de miedo?
»No vas a disparar contra la luz.»
Sazonov sonrió.
«Porque no sabes quién viene detrás de ti. Y disparar contra un no beligerante no es tu estilo.»
Sazonov aceleró el paso.
«Recuerdo muy bien cómo te comportaste cuando me incorporé a la unidad de Kosolapy. No eras como los demás. Me tomaste en serio. No te burlabas de mí. No me tratabas como a un pobre imbécil. En esa época yo era un aficionado que no tenía nada en la cabeza.
»Me respetaste como persona.
»Quizá sea ése el motivo por el que te odio.
»Me he impuesto a todos. Gladyshev, el mismo que me puteaba sin misericordia, ahora tiene que portarse bien. Esta a mis órdenes, no a las tuyas, Iván. El pequeño motín de antes no significa nada. Gladyshev es débil. Tarde o temprano regresará y me pedirá perdón.
»Todo lo que en otro tiempo te perteneció me pertenece ahora a mí. O como mínimo me pertenecerá. No odiamos a los que están por encima de nosotros y nos miran con desdén, sino a los que están por encima de nosotros y nos tratan como a iguales.
»Ésa es la naturaleza del ser humano.»
Sazonov desenfundó el revólver. La luz volvió a encenderse más adelante, dentro del túnel, y se alejó. Sazonov echó a correr tras ella.
La luz que brillaba en la lejanía había empezado a pegar brincos. Era evidente que la persona que sostenía la linterna había echado a correr.
«¿Tan grande es tu anhelo de acabar conmigo, Vadim?»
Iván se plantó con las piernas bien firmes en el suelo y empuñó el fusil. La mancha de luz subía y bajaba sin cesar. El perseguidor venía corriendo.
Iván arrimó la mejilla al tacto fresco y suave de la culata del fusil.
—Mis caramelos favoritos —dijo con voz mecánica, apoyando el dedo en el gatillo.
«Ay, Vadim, Vadim.»
—Batooonchiki —susurró Iván, y tiró del gatillo.
El fusil pegó una sacudida y los fogonazos rasgaron la oscuridad. «Uno, dos, tres», contó Iván, y soltó el gatillo.
La linterna en cuya dirección había disparado cayó al suelo, se alejó rodando y se quedó quieta, de manera que su luz apuntaba a la pared del túnel.
Iván dio un paso hacia la izquierda, dobló la rodilla y apuntó de nuevo.
Tinieblas.
El hombro le dolía y ante sus ojos danzaban manchas azules.
La linterna se encontraba todavía en el mismo lugar.
¿Le había dado? ¿O no?
Un gemido.
Sazonov corría a paso ligero, relajado. Antes de entrar en el túnel se había fumado el último cigarrillo de liar. La flor roja como el fuego había florecido de nuevo dentro de su cabeza. Estaba tranquilo.
Tenía el brazo izquierdo tendido hacia un lado y sujetaba con él la linterna. El brazo derecho con el que sostenía el revólver colgaba junto al costado.
«Venga, Tontován, tienes que caer en mi pequeña trampa. Cuanto más sencillo, mejor, ¿verdad que sí?
»Dispara. Yo te responderé. A la velocidad del rayo.»
Sazonov corría. El túnel vacío multiplicaba por mil el eco de sus pasos. Como si todo un pelotón de Sazonovs hubiera perseguido a Iván, el digger consagrado a la muerte.
«¿Qué me había dicho Gladyshev? Eres un diablo.
»Exacto.»
Un disparo.
Sazonov se agachó.
Estaba claro que Iván había perdido los nervios. Anda, anda, anda. ¿Qué les ha pasado a tus célebres Batonchiki?
A la luz de los fogonazos, Sazonov vio a un hombre que tendía el brazo hacia él.
Levantó el revólver al instante y disparó.
Dos veces.
Pum, pum.
El hombre se desplomó en el suelo.
Iván encendió la linterna que llevaba sujeta al inicio del cañón del fusil y se inclinó sobre el cuerpo sin vida. Por seguridad, mantuvo el dedo sobre el gatillo.
«Donde apunta la luz, apunta también la bala. Es muy sencillo.»
Casi como si empleara una mira láser.
El hombre estaba tendido de costado. El brazo izquierdo le había quedado dislocado debajo del cuerpo. Ropa negra. A su lado, un Kalashnikov. Iván alumbró la cara del hombre.
Maldita sea.
No era Sazonov.
El hombre se movió y gimoteó.
—Hola, Igor —dijo Iván—. ¿Cómo estás?
Lo he matado. Claro que lo he matado.
Sazonov se agachó sobre el cadáver y le iluminó la cara.
«¡Mierda!»
El hombre que estaba tendido sobre las vías oxidadas le resultaba totalmente extraño. El cabello rubio se asomaba bajo su gorra. Tenía los ojos muy abiertos. Una escopeta de cañones recortados y disparo único había quedado tirada a su lado.
Sazonov arrugó la frente.
«Así pues, ¿acabo de cargarme a un inofensivo transeúnte? La cosa tiene su gracia.»
Sazonov se puso en pie e iluminó a su alrededor con la linterna. Entonces se asustó de tal modo que estuvo a punto de caerse. Se oyeron disparos en la lejanía.
Sazonov dijo una palabrota. Se había metido por el túnel que no tocaba.
Un error tras otro.
Así pues, un asesinato sin justificación alguna acababa de añadirse a la lista de crímenes de Merkulov.
Había llegado el momento de dar la vuelta e ir a informar al general.
—Vanya… —Los labios de Gladyshev se movieron y lograron dar forma a una sonrisa—. Jefe. Yo…
—Tranquilo —susurró Iván—. No digas nada.
—Se ha equivocado…
—¿Qué? —Iván se inclinó sobre Gladyshev—. ¿Qué es lo que dices?
—Se ha equivocado de túnel —dijo Gladyshev, y enseñó los restos de sus dientes—. ¿Me voy a ir al infierno?
Iván negó con la cabeza. No. Gladyshev era un asesino y un fanático. Pero incluso para los asesinos y fanáticos puede brillar un destello de esperanza.
—Bien —dijo el viejo digger. Su cuerpo se quedó inerte.
La vida se extinguió de su rostro chato y arrugado.
Iván se puso en pie y miró a su alrededor. En la lejanía se divisaban las luces de varias linternas. Las patrullas de la Alianza no tardarían en llegar.
Había llegado el momento de ponerse en camino hacia la Sennaya.
—Ha escapado —dijo Memov. Se pasó el dedo por los labios, resecos y agrietados. Los nervios—. Ese cabrón. Le ha pegado un tiro a Orlov y ha escapado. ¿Dónde puede esconderse? ¿En la Sadovaya-Sennaya?
—Seguramente.
Sazonov se acercó de nuevo a la mesa con el elefante. Memov le habría abofeteado con placer.
—Tenemos que averiguar cuáles son sus intenciones.
—Yo pienso que tratará de llegar a la Vaska.
Memov asintió.
—Si consigue ir hasta allí, tendremos que enfrentarnos a una pequeña guerra civil. Los habitantes de la Vasileostrovskaya están sedientos de independencia. Un héroe que regresara de entre los muertos sería suficiente para ponerlos en pie.
—Es cierto —corroboró Sazonov.
El digger tomó uno de los elefantes y lo meneó estúpidamente.
«Qué idiota», pensó el irritado general.
Sazonov fingió no haber visto su mirada de cólera. El elefante no dejó de menearse.
—¡Deja ese juguete y escúchame! —ladró Memov.
Sazonov le respondió con un irónico saludo militar y volvió a dejar el elefante sobre la mesa.
Memov fue al trote hasta el otro extremo del despacho y se detuvo junto al corcho que anteriormente había visto Iván: el plano del metro, la Alianza, el Imperio de los Vegetarianos, chinchetas de colores. Y un futuro sombrío.
«Yo le he contado la verdad —pensó el general—. Pero Iván no me ha creído. Y para cuando me crea ya será demasiado tarde. La guerra no espera.»
—Cerraremos todas las estaciones de la Alianza y pondremos precio a la cabeza de Iván. Si le imputamos crímenes de guerra, incluso los gilipollas del Consejo de Paz colaborarán en su captura. Ese truco ya nos ha funcionado antes. Lo importante es que Iván no llegue a la Vasileostrovskaya. He ordenado que se refuerce la vigilancia de la estación.
—No nos bastará con las patrullas —dijo Sazonov.
—¿Qué quieres decir con eso?
Sazonov negó con la cabeza, sonriente.
«¿De qué puede alegrarse? —se preguntó Memov con fastidio—. Cuatro cadáveres en un día, entre ellos el de un civil inocente. Y ése se alegra.»
—Podría llegar a la Vaska por otro camino. He trabajado con él. No lo olvide, general, Iván es un digger con muchos recursos.
Memov juntó las manos detrás de la espalda y meció el cuerpo. Finalmente, levantó la cabeza y le echó una severa mirada a Sazonov.
—¿Qué me propones?
Una sonrisa triunfal apareció en el rostro de Sazonov.
—¡Venga, venga, no os paréis! ¡Dadle con fuerza! —gritaba el capitán para espolear a los soldados.
El largo mango de la manivela subía y bajaba ruidosamente. La gigantesca puerta cuadrada de acero empezó a moverse en toda su majestad y, poco a poco, milímetro a milímetro, se fue cerrando.
—¡Esto tiene que ir más rápido, Fenchenko! —gritó el capitán a uno de los soldados—. Imagínate que corriéramos peligro de inundación. ¿Piensas que el agua esperaría? ¡Venga, por favor, daos más prisa! ¡Abajo, arriba, abajo, arriba! Entiendes lo que te quiero decir, ¿no? ¡Te entrenas cada noche!
Los soldados se rieron. La puerta de acero que había de cerrar herméticamente el túnel se desplazaba con movimiento lento e inexorable.
—¿Qué es esto, muchacho? ¿Qué sucede?
Una comerciante que llevaba una carga de telas a la Vasileostrovskaya acompañada por su hombre se acercó irritada al capitán.
—No se puede pasar —explicó el «muchacho», que había pasado ya de los cuarenta—. Hágame el favor de regresar a la Admiralteyskaya, señorita. Este túnel se va a cerrar. Hay peligro de inundación, ¿entiende?
El capitán se volvió de nuevo hacia los soldados que le daban a la manivela. El resquicio que quedaba entre la puerta y la pared se cerró.
—Vamos a matar de hambre a los habitantes de la Vaska —le dijo a un sargento. Y cuando tuvo claro lo que eso significaba, añadió, meditabundo—: Nuestros jefes están locos de verdad. ¿Y qué culpa tienen los niños?
La noticia del cierre de la Vasileostrovskaya llegó al día siguiente a oídos de Iván. En ese momento, los conjurados se encontraban en la Sennaya, en una habitación para forasteros que habían alquilado. Su albergue provisional no era barato, pero sí seguro.
El nudo de estaciones Sadovaya-Sennaya-Spasskaya no extraditaba delincuentes a la Alianza. A cambio de cierta cantidad de dinero, les permitieron incluso una llamada.
—Dígame.
—¿Qué significa todo esto, general? —preguntó Iván.
—Te había rogado que no mataras a Orlov —respondió Memov. Su voz sonaba fatigada—. ¿Por qué lo has hecho?
—¿Qué?
Iván tuvo un momento de vacilación. Así que los tiros iban por ahí.
—Habrías podido ahorrarte esta llamada, Iván. Ahora eres un asesino y un terrorista. Y nosotros no negociamos con asesinos y terroristas. A decir verdad… —El general hizo una pausa para reflexionar— estoy muy decepcionado contigo, Iván.
—Si no recibe provisiones desde el exterior, la Vasileostrovskaya podría aguantar durante un mes —explicaba el profesor—. Los alimentos almacenados les alcanzarían entre un mes y un mes y medio, eso es lo que se considera habitual. Tienen en despensa cierto número de conservas por si se produce una inundación en el túnel. El carburo y el alcohol seco para las lámparas y para cocinar también les bastarían durante un tiempo. De todas maneras, sería difícil calcular en qué medida emplearon ya esas provisiones durante el conflicto con la Vosstaniya. ¿Y qué más? Tienen agua potable almacenada en grandes cisternas. El problema principal va a ser el suministro eléctrico. Sin luz eléctrica, las plantas se les van a morir. En consecuencia, padecerían escasez de alimentos, anemia, escorbuto. En cualquier caso, se trataría de una situación extremadamente crítica.
—Pues sí —dijo el Überführer. Suspiró y se rascó el cogote.
Misha miraba al vacío sin saber qué decir.
«Tanya —pensó Iván—. Tanya. Lo he hecho todo mal.»
—¡Mierda!
Iván cerró los puños y empezó a caminar nerviosamente de un extremo al otro de la habitación. Los demás, por pura precaución, se apartaron de su camino. Al cabo de un rato, de pronto, el digger se detuvo y dio un puñetazo con todas sus fuerzas sobre la mesa. Los demás se sobresaltaron.
Iván sentía escozor en los nudillos. El dolor era fuerte, pero tuvo un efecto catártico. Como un jarro de agua fría. La cabeza se le despejó de pronto.
—¿Qué te pasa, Iván?
—Nada, nada —murmuró, y se sentó sobre la cama—. Todo va bien.
«De nada me servirá lamentarme —pensó—. ¡Mejor será que se me ocurra algo!»
Se echó y volvió la cabeza hacia la pared.
«Piensa, Iván. ¡Piensa! La Vasileostrovskaya necesita luz.
»¿Pero de dónde vamos a sacar la corriente eléctrica?
»¿De dónde, maldita sea una vez más, de dónde voy a sacar la corriente eléctrica?»
A fin de ahorrarse cartuchos, Iván y sus compañeros se trasladaron a un hostal barato de la Sadovaya. Allí no había habitaciones de verdad, sino tan sólo camas separadas con cortinas de colores. Por sorprendente que pueda parecer, de vez en cuando las lavaban.
Iván se echó sobre su cama plegable y estudió el tejido de las cortinas. Una hebra tras otra. Una hora tras otra. Se levantaba tan sólo para hacer sus necesidades y beber agua. No comía casi nada. Sus amigos trataban de hacerle salir de su apatía, pero siempre se estrellaban contra un muro de silencio.
«El destino tiene previsto otro camino para ti» (Láquesis).
«Si cambiaras de opinión, y estoy seguro de que más pronto o más tarde vas a cambiar…» (Enigma).
Pasó un día entero. Y otro.
Al tercer día, Iván se presentó recién afeitado y bien vestido para desayunar. El Überführer y Misha le miraron estupefactos. Incluso el profesor se atragantó con el té.
—¿Se le ha ocurrido a usted alguna buena idea, Vanya? —preguntó Vodyanik en cuanto hubo logrado aclararse la garganta.
Iván asintió.
Nuestras posibilidades son mínimas. Quizá tiendan a cero. Pero son las que tenemos.
—Ante todo, tengo hambre —dijo Iván, sirviéndose sopa en el plato—. A propósito, profesor, ¿qué sabe usted sobre centrales nucleares?