13-La bruja

LA corrosión había abierto una grieta en la superficie de la tubería y dividía en dos las escamas de herrumbre que se desprendían de ésta.

«Siempre lo mismo. Todo lo que existe alcanza en algún momento los límites de su aguante. Aunque seas de acero, en algún momento se hará evidente el punto débil en el que pueden emplearse las fuerzas de la destrucción.»

«Pura física.»

Iván apartó el rayo de luz con el que había iluminado el tubo roto y se volvió. Vodyanik se encontraba detrás de él y parpadeó al sentir la luz de la linterna en los ojos. La corpulenta figura del profesor se veía decaída. El sobretodo azul colgaba de su cuerpo como de una percha, y la tela se le abombaba en las rodillas hasta formar gruesas rodilleras. La hirsuta barba del profesor estaba tan sucia que el manojo de pelo se le había pegado en una única masa de tacto aterciopelado. Se le habían formado en la frente surcos profundos como cañadas. La piel ya no era clara, sino grisácea como hormigón desmenuzado. Tenía gruesas bolsas bajo los ojos.

—Ya casi hemos llegado —dijo Iván para animarle.

Vodyanik asintió con apatía. El último trecho le había puesto de mal humor. No era nada sencillo caminar al ritmo de un digger. Incluso las personas entrenadas podían tener problemas. Por no hablar de un científico que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado y que prácticamente no había salido nunca de su estación. El profesor había estado en la Vasileostrovskaya durante todo el tiempo en el que Iván había vivido allí.

«¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuándo llegué a la estación? ¿Hace seis años? ¿O siete? Da igual. Siempre me van a considerar forastero.»

Iván escupió.

«Si Kosolapy no me hubiese aceptado en su unidad, yo no me habría instalado nunca en la Vasileostrovskaya.

»¿Quién quiere tener a su lado a un digger?

»Los diggers están siempre con un pie en la tumba. Son tan sólo criaturas medio humanas que no pertenecen del todo al mundo de los vivos. Y ahora, por fin, he llegado al reino de los muertos. Y todo gracias a Sazonov y a Memov.

»¿Qué es lo que he hecho mal? ¿Por qué no vigilé a Sazonov?»

Iván caminaba en la oscuridad, inmerso en sus pensamientos. A la luz de la linterna se hacían visibles las junturas de los túneles, las vías herrumbrosas y los cables colgados, de los que se desprendía la mugre de varias décadas.

«¿Cómo es posible que no me diese cuenta de su traición?

»Me equivoqué. También entonces, cuando me imaginé que Sazonov debía de haber encontrado una amiguita en la Gostinka. Sí, una amiguita.»

Iván negó con la cabeza.

«Fue a informar. Pero ¿a quién? Probablemente a Orlov, ese puerco calvo de voz chillona. ¿Quizá tendría que empezar por matar a Orlov?»

Se acercaron a la estación Chornaya Rechka, la misma donde Iván, acompañado de Violator, se había encontrado con los gitanos. Ahora tenía claro qué eran los «ángeles» de los que había hablado su jefe.

«Esos ángeles son una gente estrambótica —pensó Iván—. Aun sin contar con que les falta un par de accesorios masculinos. El mero hecho de que hayan indultado al hijo de Saddam no es normal. ¿Qué habría hecho yo? Yo, en su lugar, habría castrado al hijo de Saddam. Como mínimo. Vengarse de las ofensas… eso es lo que hacen los hombres. O, mejor dicho, los seres humanos.»

Detrás del profesor venían el Überführer, Misha y Mandela. Tenían la intención de separarse en la Nevski prospekt. El negro tenía que regresar a la Tekhnoloshka, el Überführer iría en busca de sus skinheads. Y por lo que respecta a Kuznetsov y al profesor, Iván no quería implicarlos en su venganza.

De pronto, Iván lo vio todo negro. Una vez más, el dolor le martilleaba la cabeza, como si alguien se la hubiera llenado de plomo líquido. Tropezó, soltó la linterna y se sujetó su propia cabeza con ambas manos. ¡Maldita sea!

Sentía el coágulo de plomo palpitante.

—¿Qué te sucede, Iván?

Los demás acudieron en su ayuda.

Iván apartó a Misha de un empujón y se apoyó en la pared. Su mano se agarró a la húmeda mugre.

El dolor se suavizó en cierta medida, pero aún lo veía todo doble.

Ya le había ocurrido en otra ocasión.

Iván se incorporó con gran esfuerzo.

—Alguien nos persigue. Es gigantesco… y aterrador.

La oscuridad era asfixiante.

Caminamos hacia la Gran Nada.

—¡Más rápido! —Iván no sabía por qué les daba prisas a sus compañeros. El coágulo de plomo volvía a palpitarle en el cogote—. ¡Venga, tíos! ¡Daos prisa!

Hay alguien muy cerca de nosotros. Siento su presencia.

Iván se agazapó, cerró los ojos por un instante y se volvió a levantar.

—¡Más rápido!

Echaron a correr.

Percibo su presencia. Nos persigue. Ahora… mismo…

—¡En dirección a las once! —gritó Iván.

El skinhead se dio la vuelta con el fusil a punto. Silencio. Movimiento. Una voz aguda.

—Gigantesco y aterrador… no veas —dijo con sorna el Überführer.

Una rata grande y gris se dejó ver a la luz de la linterna. El animal se agazapó sobre una de las traviesas y miró con desprecio a los seres humanos.

Era como si llevaran toda una eternidad en el camino, pero parecía que el túnel no tuviese fin.

—Os lo puedo explicar de manera más sencilla. —El profesor mecía la cabeza y se tiraba de la barba—. Las ratas son un buen ejemplo. Se me acaba de ocurrir porque hemos visto una.

—¿Qué tienen ellas que ver con todo esto? —Iván, que iba delante, se echó el casco hacia atrás y se secó el sudor de la frente. En un túnel desconocido había que andarse siempre con ojo. Volvió a colocarse bien el casco y siguió adelante. Con movimientos regulares de cabeza iba iluminando el túnel en todas las direcciones.

—Las ratas no se mueren nunca de viejas —explicó Vodyanik—. ¿Se lo imagina usted, Iván? Una rata que vive por toda la eternidad. Una idea disparatada, pero, en teoría, perfectamente posible. Casi se siente angustia al pensar en la capacidad de supervivencia con que la naturaleza ha dotado a ese roedor.

—Pero las ratas no viven para siempre —replicó el Überführer.

—No, claro que no.

—Mueren tarde o temprano.

—Sí, claro, ¿pero sabe usted de qué?

Iván suspiró. El profesor le atacaba los nervios con sus extraordinarios conocimientos sobre todas las cosas que había en el mundo. Pero, consciente de su deber, preguntó:

—¿De qué?

—De cáncer.

Iván suspiró.

—¿De verdad? ¿De cáncer?

—Así es. Todas las ratas mueren tarde o temprano como consecuencia de procesos cancerosos. Si no, vivirían por siempre y se reproducirían sin límites como la plaga del saltamontes. Y entonces se devorarían entre ellas hasta que tan sólo quedara una única y gigantesca rata que hubiese devorado a todas las demás.

Iván se imaginó a la obesa y monstruosa rata instalada sobre un planeta en el que no quedaría nada más, y que con sus diminutos ojillos contemplaría el vacío del Todo. Llevaría un collar de calaveras de rata colgado del cuello.

—¿Un ecosistema distinto? —preguntó Iván.

—Yo más bien preferiría hablar de un plan B de la naturaleza.

Poco a poco, Vodyanik se quedaba sin aliento. A causa de su considerable masa corporal, una caminata a paso normal le fatigaba en seguida. Iván dio la señal de descanso.

—¡Uf! Gracias, Vanya. —El profesor se sentó sobre las vías y respiró hondo—. Un hecho interesante es que, en mis tiempos, la radioterapia era uno de los medios más efectivos para el tratamiento del cáncer.

Iván reflexionó.

—Eso significaría que las ratas, al corretear por las zonas radiactivas de la superficie, se libran automáticamente de sus cánceres.

—Eso mismo es lo que yo quería decir. En principio, nada les impediría vivir eternamente. En general, tenemos muy poca idea de las soluciones que la naturaleza ha concebido para los casos de emergencia. Así, por ejemplo, las ratas son un plan B ideal para un caso de catástrofe nuclear. O de colisión contra un meteorito. Pensemos, por ejemplo, en la explosión de Tunguska. Lo mismo valdría para las tremendas explosiones volcánicas que podrían transformar la Tierra en un planeta sumido en las tinieblas que avanzaría por la frialdad del Universo. Los parajes irradiados son un entrono ideal para las ratas. En ellos viven durante más tiempo, no mueren de cáncer con la misma frecuencia y se expanden sobre la Tierra. ¡Maravillosos animales!

Iván miró de reojo al profesor. La expresión de su rostro hacía pensar que lo decía totalmente en serio.

—Puedo imaginarme muy bien que el incremento en el número de enfermedades cancerosas previo a la Catástrofe estuvo relacionado con la superpoblación. La naturaleza tenía que poner coto de algún modo al crecimiento de la población humana. El cáncer no es más que un medio que emplea la naturaleza para el control de poblaciones. Y al producirse transformaciones catastróficas, ese mecanismo de control se desactiva.

—Who wants to live forever —cantó el Überführer—. Ratas inmortales con faldas escocesas pelean con espadas. ¡Hombres de las Highlands… sólo uno puede triunfar!

El profesor sonrió satisfecho.

—Es curioso, pero últimamente ese principio se aplica con precisión. Sólo uno puede seguir con vida.

Algún tiempo más tarde llegaron, por fin, a la Chornaya Rechka. Iván se quedó con la boca abierta al contemplar por primera vez el andén. La estación estaba irreconocible. La última vez había estado oscura y abandonada, salvo por unos pocos gitanos que se habían reunido en torno a una hoguera solitaria. Pero ahora…

Iván lanzó un silbido. ¡No podía ser!

—¿Vosotros veis lo mismo que yo? —preguntó el Überführer, que era evidente que también había estado antes en la estación—. ¿O es que esto es un sueño?

—No, todo esto es cierto —dijo Iván—. A menos que nos hayamos muerto y nos encontremos en el paraíso.

En la estación que antes había estado desierta ardía un mar de luces, y las cúspides de gigantescas tiendas llegaban casi hasta el techo. El circo había regresado.

Como era de esperar, también en este caso el profesor hizo gala de su saber. Según explicó, el circo en la actualidad ya no era igual al circo anterior a la Catástrofe. Más concretamente, en el metro había renacido una forma más primitiva de circo que habría sido más adecuado llamar «feria». Una fiesta que iba de sitio en sitio y que ofrecía entretenimientos de lo más variado: números clásicos de circo, competiciones deportivas, adivinos, números de magia, atracciones, juegos de apuestas (lo que en otros tiempos se habría llamado «casino»), poesía, música, canto, danza y teatro. Y, por supuesto, también amor de pago.

—Un bufé de las artes —dijo el profesor con ironía, pero Iván no le entendió.

Daba igual. El circo es y seguirá siendo siempre el circo.

Después de los acróbatas, aparecieron los forzudos.

Y después de los forzudos, los payasos.

Luego cortaron en dos a una mujer con una sierra. Después se exhibieron otros trucos de magia. Salieron chicas medio desnudas a bailar.

En resumen, había algo para cada público.

Cuando Iván regresaba del baño, empezó el siguiente número.

Iván se metió entre las primeras filas. Los espectadores estaban sentados, con las piernas dobladas o cruzadas sobre el andén. Los había que se habían traído una colchoneta. «Comodones», pensó Iván con envidia, y se acordó con nostalgia de su propia colchoneta, que había dejado en la Ploshchad Vosstaniya. Habría preferido estar entre los comodones en vez de tener el culo frío de tanto sentarse sobre el granito desnudo.

—Y ahora está a punto de aparecer… —El presentador hizo una pausa dramática—. ¡Todos vosotros la conocéis y la amáis… nuestra maravillosa Isubra![23]

El público estalló en aplausos. También Iván aplaudió, aunque no tuviese ni idea de lo que se trataba. ¿Quizás una maga? Le encantaban los juegos de magia.

—¡Isubra, hurra! —gritaban algunas voces entre la multitud.

Al aparecer la mencionada, a Iván se le salieron los ojos de las órbitas. Por el nombre, había esperado… eh… una artista más madura.

Una muchacha que parecía estar en edad escolar salió a escena e hizo una torpe reverencia. Parecía tímida, por no decir insegura. Iván recordó lo que le había dicho Eleonora, la joven que caminaba sobre la esfera: los pocos artistas buenos tienen mucho sentido del ridículo.

«Pues vamos a ver lo que hace esta pequeña Isubra», pensó Iván.

—En primer lugar, querría… darles la bienvenida. Es muy bonito que todos ustedes estén aquí. Hoy les voy a recitar poemas. Todos los que pueda. Poemas buenos, y quizá también otros no tan buenos. Si desean ustedes oír alguno en concreto…

—¡Mamá está en la ducha y la llave se ha quedado sobre la mesa! —gritó uno de los espectadores.

La muchacha levantó los ojos y sonrió.

—Pero… pero es que esto no es el final. ¿O es que ya están hartos de mí? Ése es un poema que se recita en el momento de la despedida. Empecemos mejor con otra cosa.

—¡El de la tortuga!

La muchacha asintió y sus pálidas mejillas enrojecieron.

—¿El de la tortuga? Pues muy bien.

Iván encontró muy simpática a la muchacha. Su timidez tenía un punto cautivador.

«No te precipites —se dijo a sí mismo—. No sería la primera vez que te equivocas con alguien.

»¡Maldito seas, Sazonov!»

—Bien, pues entonces voy a comenzar. —La muchacha respiró hondo. Todo el mundo calló. Iván se quedó con la impresión de que incluso la respiración de los espectadores se había sincronizado—. El poema se titula: «El mundo, creado por…»[24] No sé por quién. O, simplemente, «La tortuga».

Su voz débil, en un primer momento algo nerviosa, cobró firmeza en el curso de la recitación.

Este cuento es sencillo, igual que la vida es banal.

Una ballena azul nada en el resplandeciente mar.

Sobre la ballena, una gigantesca tortuga.

Sobre su caparazón, la Tierra, y sobre ésta, una montaña picuda.

Me siento en la cima y al calor del sol me dejo mecer,

te sujeto en mis brazos y no te dejo caer.

Iván escuchaba. Los sencillos versos de Isubra lo cautivaron desde el principio. Le parecían cargados de significado, apropiados y verdaderos. Como si hubiera encontrado a una persona a la que había buscado en vano durante media vida.

Pero la ballena se sumerge y todo se hunde en el mar.

La tortuga se marcha, no hay razón para quedarse más.

La Tierra resbala del caparazón y se hunde.

La montaña cae con la Tierra y sucumbe.

Tan sólo cuando presientas la muerte entenderás la vida.

La hierba se marchita, pero vuelve a crecer con alegría.

Y de las arenas de primavera crecen brotes verdes.

Pero si a mí me falla la mano, serás tú quien pierdes.

Así nada la ballena, la tortuga dormita sin inmutarse.

Pero tú sueñas con una ballena gigante.

Con la Tierra y la montaña donde centellea el sol.

Con las arenas de primavera y las gotas sobre la hierba de brillo

cegador.

Con el mar transparente y su salobre resplandor.

No sueñas conmigo. Hay cosas más importantes.

En cuanto la muchacha hubo terminado, se hizo un largo silencio, e Iván se dio cuenta de que los rostros de los espectadores se habían transformado.

A continuación, aplaudieron.

Después de Isubra salieron los acróbatas. Iván empezaba a aburrirse. ¿Dónde se habían quedado los demás?

Miró a su alrededor. En un primer momento pensó que se había equivocado, pero una segunda mirada confirmó su primera impresión.

Estaba sentada en la segunda fila, o, mejor dicho, un poco más atrás. Su mano, grácil, sostenía una pipa larga. Tenía la boquilla entre los labios. El abigarrado atuendo de gitana no le sentaba bien. En todo caso, ya no era la muchacha que caminaba sobre la esfera, tal como la había conocido Iván.

El digger le dio un toque en el hombro al espectador que se sentaba a su lado.

—¿Quién es ésa? —preguntó con un susurro, señalando a la mujer con el dedo.

El hombre de al lado le echó una breve mirada, pero parecía que no tuviese muchas ganas de proporcionar información. Iván le estimuló con un buen tirón en el hombro.

—Una bruja —tuvo que explicarle el otro—. Déjala, te hará daño.

Entonces, se había transformado en otra. En una bruja.

Iván se puso en pie y se le acercó por entre las hileras de espectadores sentados. No prestó atención a las malas miradas de éstos. En ese instante había algo que irradiaba de él y que hacía que la gente le dejara pasar sin rechistar.

La mujer llevaba un chal largo y marrón enrollado en torno a la cabeza, como un turbante. Pero no bastaba para ocultar su rostro deformado. Habría necesitado un burka para esconderlo. Pero la franqueza o, mejor dicho, la indiferencia con que mostraba su fealdad espoleaba a Iván.

—Hola, Lera —dijo Iván.

Se quedó de pie a su lado y la miró. La bruja levantó los ojos. Por un breve instante, Iván creyó reconocer en su mirada a la antigua Eleonora de Vaizkaitse, la muchacha que caminaba sobre la esfera. Pero tan sólo por un breve instante…

Ella no le reconoció.

—Me llamo Láquesis —respondió, y expulsó un hilillo de humo por entre sus labios deformes—. Digo la buenaventura por un cartucho, un hechizo por tres, una maldición por cinco y sexo por veinte.

—Soy yo, Lera, soy Iván. De la Vasileostrovskaya.

—¿Iván? Pues qué bien. Tienes dos posibilidades, Iván. Pagar o largarte. ¿Qué quieres? ¿Saber el futuro? ¿Cautivar a una mujer? ¿Maldecir a alguien? ¿O…? —Sonrió con apatía, y al ver su sonrisa, Iván sintió que un escalofrío le recorría la espalda—. ¿O me quieres a mí?

Iván no pudo no imaginarse el cuerpo de la joven de la esfera arrimado al suyo… desnuda y entregada a la lujuria.

—Dime el futuro, Lera… Láquesis —respondió el digger.

Había puesto una taza de hojalata sobre el infiernillo de alcohol. La mancha roja que tenía en el fondo empezó a hervir y un penetrante olor a hierro se difundió por toda la tienda.

Lera-Láquesis contemplaba la taza y chasqueaba la lengua.

—La sombra de un muerto se halla sobre ti —le dijo—. Escapas de tu destino, al tiempo que piensas que te acercas a tu meta. Pero no es así. El destino tiene previsto otro camino para ti.

«¿Quizás el de la central nuclear?», pensó Iván con sarcasmo. El viejo Enigma se habría alegrado de ello. Pero qué más daba, probablemente le decía lo mismo a todo el mundo.

Iván se frotó la muñeca. Aún le dolía la mano. Había ido sin saber que allí, para la adivinación, se consultaba la sangre de quien pedía consejo.

—Y otra cosa… —miró fijamente a la taza—. Aquí veo una mala señal. No quería decírtelo…

—Explícamelo —apremió Iván.

—Vas a matar a tu propio padre.

Para eso tendría que empezar por saber quién es.

—Es muy posible que lleguemos a ese punto —respondió Iván sin inmutarse.

La bruja le miró. Una vez más, Iván tembló ante la mirada de la masa de carne grisácea e informe a que había quedado reducida la mitad derecha de su rostro. «Dios mío, y había sido una mujer bellísima.»

—Los dioses no aprecian al que se entrega a su destino sin protestas —dijo la bruja—. Sino al que lo combate.

Al cabo de media hora, regresó a la tienda de la mujer, entró y le tendió la mano. La bruja le contempló con atención y agarró de nuevo la pipa. Tomó una calada y expulsó el humo especioso y amargo.

—No pienso acostarme contigo —le dijo sin más rodeos.

Iván se quedó desconcertado. Llevaba un puñado de cartuchos en la mano. Sus vainas metálicas brillaban.

—¿Por qué?

—Buena pregunta para un hombre que va a matar a su padre. Porque me gustas. —La bruja lo miró. Su único ojo centelleaba—. Y quien quiera acostarse con alguien que le gusta tiene que gustarse también un poco a sí mismo, aunque sea sólo un poco. Y ése no es mi caso. Yo me odio a mí misma.

Había una belleza perversa en su furor.

En ese instante, Iván comprendió que el hermano de Lali, Artyom, hubiera podido enamorarse de la bruja deforme.

—No he venido con los cartuchos por eso —respondió Iván.

Láquesis le miró como si pudiera escudriñar su alma, y en su rostro apareció una sonrisa triunfal.

—Pero lo has pensado, ¿no es verdad? Márchate, Iván, márchate. Puede que volvamos a vernos algún otro día.

Iván retiró la mano con los cartuchos.

—¿Encontraste tu Parnas? ¿Tu paraíso de artistas? —preguntó Iván.

Láquesis estalló en carcajadas roncas y estremecedoras.

—Mírame, Iván. ¿Qué es lo que ves? Tengo que agradecérselo a la Parnas.

Iván se quedó atónito.

—¿Cómo es eso?

—Nos habían contado que la Parnas era un paraíso para vagabundos como nosotros, las gentes del circo. Que era una estación de pintores, poetas, músicos y actores. —Echó una calada a la pipa y soltó el humo por una de las comisuras de sus labios. Nubes azuladas ascendieron a la media luz de la tienda—. En un primer momento, las promesas se cumplieron. Al llegar allí, estábamos entusiasmados. Por el hermoso ambiente y las gentes ingeniosas que vivían allí. Todo era paz, alegría, tortitas… hasta que llegó un bello día en el que la ilusión estalló como una pompa de jabón.

—¿Y qué es lo que viste?

La bruja sonrió con amargura.

—El que te arranquen de un sueño puede ser brutal, ¿verdad que tengo razón? Allí sólo había ruinas. Una estación decadente y maldita. Ventanas reventadas que conducían hacia el exterior. Y luego aquellas plantas. Todas ellas cubiertas de lianas negras. Las lianas empezaron de pronto a moverse. Un devorador de hombres. Un devorador de hombres comete allí sus atrocidades, Iván. Devoró a Maxim y al brujo Antonelli. Nos devoró a todos nosotros.

—¿También a ti?

—Como puedes ver, se esforzó en hacerlo. —La bruja estalló de nuevo en una risa ronca y escalofriante—. Pero se quedó a la mitad. Y ahora, vete, Iván. Dios no quiera que tu paraíso soñado se transforme en un encuentro con el devorador de hombres.

«¿De qué me habla? —se preguntó Iván—. ¿De la Vasileostrovskaya?»

—Adiós, Lera —dijo.

—Adiós, Iván.

—Una drosera —explicó el profesor—. Una planta carnívora que existía ya antes de la Catástrofe. Sencillamente fascinante. Capturaba moscas con una secreción pegajosa y las engullía.

Seguían la misma ruta por la que había caminado Iván. Al llegar a la Petrogradskaya, una estación de extraños habitantes, hicieron una pausa para comprar comida y descansar un poco. Pero no tardaron en sentirse sumamente incómodos allí. Incluso el Überführer, que jamás se alteraba por nada, se puso nervioso y empezó a mirar a su alrededor con desconfianza. Iván sentía en el estómago que la Petrogradskaya no era un buen lugar, aunque tampoco detectara ningún indicio de peligro. Toda su atmósfera resultaba opresiva.

El revestimiento de cerámica blanca que recubría las paredes se había vuelto amarillento. En lo alto había una pantalla metálica de color amarillo que protegía el alumbrado. Iván fue mirando por doquier y su humor cambió.

Se trataba de una estación de tipo cerrado, como la Vasileostrovskaya. Pero así como en esta última las puertas de acero transmitían una sensación de seguridad, en la Petrogradskaya se tenía más bien la impresión de estar preso. Últimamente, Iván había pasado tiempo más que suficiente tras puertas cerradas y no tenía muchas ganas de profundizar en la experiencia. ¿O tal vez todo se debía a los gigantescos rostros representados en la pared que se encontraba al fondo de la estación?

Un hombre y una mujer miraban hacia la izquierda. Tenían un aire marcial y desprovisto de alegría. «No, no es eso —pensó Iván mientras roía una galleta dura—. Era alguna otra cosa. Algo…»

Iván levantó los ojos hacia el techo abovedado. Manchas amarillentas de humedad. Justo en el medio se había abierto una grieta en el revoque. Iván la siguió con la mirada hasta el punto donde se perdía de vista, y luego volvió a mirar hacia arriba. «Sí, era eso.» La criatura cuya presencia le causaba tal incomodidad se encontraba encima de la estación.

En la superficie.

Iván se puso en pie y miró a su alrededor.

Los habitantes de la Petrogradskaya eran gentes tranquilas y amables. Quizá demasiado tranquilas y amables.

—Pongámonos en marcha —propuso Iván—. No podemos quedarnos aquí por toda la eternidad.

Los otros le dieron la razón. Incluso Mandela y el Überführer asintieron al unísono. Iván se quedó perplejo. El día en el que ambos estuvieron de acuerdo habría tenido que figurar en el calendario.

Abandonaron la Petrogradskaya visiblemente aliviados.

Al dar los primeros pasos por el túnel, Iván sintió que la tensión que había pesado sobre él como una enorme roca desaparecía.

«Tengo que marcharme de aquí —pensó—. Es lo más sensato.»

Nueva Venecia.

En esta ocasión llegaron a la ciudad flotante ya advertidos y actuaron con la correspondiente cautela. Como si se hubieran encontrado en una estación enemiga. Era muy evidente que, la otra vez, los ciegos habían actuado con el silencioso consentimiento de la administración local. Pero no había manera de probarlo.

Iván renunció con gran tristeza a visitar a Lali. Por supuesto que le habría gustado visitarla o, como mínimo, saludarla brevemente. Pero tenía otros asuntos más importantes.

Tanya.

Pasaron por Nueva Venecia sin más incidentes.

El túnel seco. El último descanso antes de la Nevski prospekt. El momento de la despedida.

Iván se llevó aparte a Mandela y se sentó con él en la vía. Al fondo, Vodyanik y el Überführer habían empezado un nuevo y enconado debate, y el profesor se quejaba por los «argumentos sin base alguna» del skinhead.

—¿No me vas a explicar cómo acabaste entre los ciegos? —preguntó Iván.

El negro miró al digger con sus ojos oscuros y no le respondió. No cabía ninguna duda de que la discreción se consideraba de buen tono en la Tekhnoloshka.

—Había ido en busca de pruebas —respondió Mandela por fin—. Un amigo me lo había pedido. Él mismo quería ir, pero no le dejaron.

—¿Pruebas de qué?

«No es que sea un asunto de mi incumbencia —pensó Iván—, pero, de todos modos…»

El negro vaciló.

—Pruebas de que la central nuclear todavía funciona.

—¿Qué? —Iván se quedó boquiabierto—. ¿Y has encontrado algo?

Mandela se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decir? Mi amigo es científico. Él investiga cuándo y dónde se apaga la iluminación central.

—¿Entonces tú también eres científico?

—Sería muy bonito. —Mandela suspiró—. Soy el hijo de un estudiante de Kenia. Yo no sé lo que hay que hacer, como hijo de un estudiante africano, para que me tomen en serio. En cualquier caso, no soy más que un técnico de poco nivel. Dame eso, agarra aquello y lo de más allá, ordena eso, ve a tirar lo otro. Estoy así todo el tiempo. Ya es casi como el lema por el que se rige mi vida. —Sonrió con amargura—. Mi amigo sí… él es científico.

Iván no sabía lo que tenía que decir. Cada uno de nosotros tiene su propia herida.

—¿Y qué es lo que ocurre en estos momentos con el suministro eléctrico? —preguntó Iván, retomando el tema.

Mandela pensó por unos instantes y levantó la mirada.

—Ah, sí, eso. Se dice que en los tiempos de Saddam existía un sistema eléctrico central que aprovisionaba a todas las estaciones. Y ahora tan sólo alcanza a tres de ellas. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Se podría pensar que no hay ningún problema, que tan sólo habría que tender cables y conectar el metro entero. Pero el problema es que el suministro de electricidad alcanzará tan sólo hacia cierto límite. Imagínate un contador eléctrico. Uno muy sencillo que cuenta los kilovatios por hora. El contador gira y gira, y si alcanza cierto valor, hace clic y se apagan las luces. Y eso no tiene nada que ver con el empleo que des a la electricidad, no importa que la utilices en máquinas de juego o en cirugía infantil. No importa cuántos niños tengas con el cuerpo abierto en el quirófano, al contador le da igual. Cuando llega al límite, desconecta. Así funciona. Por eso la Tekhnoloshka ha regulado límites estrictos para el consumo. Y luego se dice que somos codiciosos. Sí, claro. Será eso… —Mandela sonrió—. En otro tiempo ocurrió que nuestros apparatchiks vendieron corriente a las estaciones vecinas. Pero a esos altos cargos los destituyeron en el siguiente examen. No volverá a darse el caso.

—¿El examen? —Iván no había entendido ni una palabra.

Mandela se lo explicó. La Tekhnoloshka se regía por un Consejo Científico formado por científicos elegidos, de valía reconocida. Una vez al año había elecciones en las que se votaba al rector, al director de proyectos, al decano y a otros cargos oficiales. Cada uno de dichos cargos tenía que presentar un programa y defenderlo mediante un examen oral ante un tribunal designado por el consejo.

A continuación se votaba. Los candidatos trataban de hacer trampas. Así, por ejemplo, todo el mundo trataba de estar entre los últimos que se presentaban ante el tribunal. ¿Por qué? Muy sencillo. Existía la tradición de que los candidatos que se presentaban ante el tribunal organizaran un bufé. Con bebidas alcohólicas, por supuesto. Y todo el mundo sabe que los científicos no son gentes austeras. Cuanto más tarde se compareciese ante el tribunal, más posibilidades había de que los examinadores del Consejo Científico estuviesen de buen humor. Pero el tiro podía salir por la culata: el que se presentara al final corría el riesgo de que los miembros del tribunal se encontraran ya totalmente borrachos e incapaces de elegirle.

La vida en la Tekhnoloshka era totalmente normal. Los poderosos intrigaban y los jóvenes cobraban salarios de miseria. Al menos, eso era lo que contaba Mandela.

—¿Puedes imaginarte siquiera el tiempo que ha necesitado mi amigo para que le autorizasen los kilovatios hora necesarios para su experimento? Es una historia que parece no tener fin.

—Ya lo entiendo, porque el consumo está restringido. —Iván había entendido por fin cuál era la cuestión central en el relato de Mandela—. ¿Y entonces el suministro central se almacena en acumuladores?

El negro se encogió de hombros.

—Es posible. O quizás en una central eléctrica subterránea con grupos electrógenos y una gigantesca provisión de carburante. También lo hemos pensado. Pero ¿se te ha ocurrido pensar en la enorme cantidad de gases que produciría una central de ese tipo?

Iván asintió.

Las columnas de humo se habrían visto desde la totalidad de San Petersburgo. Esa posibilidad se podía dar por excluida. Entonces, ¿esa historia de la central nuclear de Leningrado podía ser verdad? ¿Era posible que el viejo tuviese razón y que hubiera recibido una llamada desde allí?

—¿La central nuclear? —preguntó Iván.

—Podría ser —respondió Mandela sin mucha convicción—. Tendrías que hablarlo con mi amigo, yo no tengo mucha idea.

Habían llegado a la pregunta decisiva. Sin ella, todo lo demás se quedaba en mera teoría.

—¿Cómo se podría extender la iluminación central a la totalidad de las estaciones de metro?

Mandela pensó por unos instantes.

—Como te decía, tendrías que hablarlo con mi amigo. Pero, en principio, habríamos pensado que con la central nuclear sería posible.

Tan-tara-tán. Batooonchiki.

Así pues, el ciego estaba en lo cierto y la central nuclear habría tenido una gran importancia para todo el mundo.

Una oportunidad para el género humano.

Iván asintió con la cabeza.

—Muchas gracias, Yura.

Mandela se había marchado. Por mor de la simplicidad. Así no habría tantas preguntas.

Iván se quedó donde estaba. Ya sólo le quedaban trescientos metros hasta llegar a la Nevski prospekt. La hora de las despedidas. El digger consagrado a la muerte tiene que seguir su propio camino.

—Tendréis que seguir adelante por vuestra cuenta —dijo Iván—. Yo esperaré a que caiga la noche.

—¿Disculpe? —el profesor estaba perplejo—. ¿Qué quiere decir usted con eso, Vanya?

—El problema es que ustedes pueden regresar, pero yo no.

Silencio. Un largo silencio. Incomprensión.

—¿Nos lo podrías explicar mejor? —pidió el Überführer—. Es decir, que hables claro.

—No puedo volver —repitió Iván.

Maldita sea, cómo os lo puedo…

—¿Por qué no? —Misha contempló con desconcierto a Iván, luego al profesor, y luego nuevamente a Iván—. Escuchad, yo ya no soy un niño pequeño, hacedme el favor de explicarme lo que ocurre.

—Mikhail tiene toda la razón —dijo el profesor—. Esperamos una explicación.

—Está bien. —Iván suspiró—. Me temo que la charla va a ser larga.

Iván les contó toda la historia. Del asesinato de Efiminyuk por Sazonov, de la conjura de Memov, del zar Ahmed II, de Illyusa, del intento fallido de detener al general y del disparo final de Sazonov, que constituía una prominente coma en esta historia, aunque su autor lo hubiera concebido como un punto final.

Lo único que no les contó Iván fueron las ideas fijas del ciego.

En cuanto hubo finalizado con su explicación, sus oyentes quedaron en silencio. La lámpara de carburo producía una luz cálida y amarilla. Alumbraba rostros que se le habían vuelto muy familiares a Iván: el profesor Vodyanik, Misha, el Überführer.

—¿Y qué piensa hacer ahora, Vanya?—preguntó por fin el profesor.

«Sazonov, Memov, Orlov.

»No le importaba el orden.

»¿Acaso vas a justificar tus ansias privadas de venganza por medio de objetivos más elevados, Iván?

»¿Y si es así, qué pasa?

»Hay que castigar la maldad.»

—Voy a luchar. —Se puso en pie—. Os voy a explicar lo que significa eso. Soy un forajido. De hecho, he dejado de existir. Estoy muerto y olvidado. Por ello, ya no pienso en convenceros para que vayáis conmigo. Muy al contrario, os digo que volváis a casa, con vuestros amigos y parientes. Es lo que haría yo en vuestro lugar: dejarlo todo atrás y vivir una vida normal. Porque si venís conmigo, tendréis que renunciar a tener una vida normal. Así pues, decidíos.

Algo se agitaba tras la frente fruncida del Überführer.

—¿Pues quieres que te diga una cosa? —explicó entonces—. Yo me voy a arriesgar. Que mis muchachos decidan si quieren apuntarse o no. Pero yo voy a ir contigo.

Iván asintió. ¿Qué habría tenido que decir? ¿Gracias? Esas cosas no se pueden expresar con palabras. Por ello, se contentó con asentir, como si organizar un golpe de Estado fuera lo más normal del mundo. Una actuación inocua, una ocasión para invitar a los amigos, como si fuese una borrachera de fin de semana.

Vodyanik reflexionó y Kuznetsov miró a su alrededor en busca de ayuda. El rostro del joven miliciano delataba un grave desconcierto.

«¿Vas a ser siempre igual que yo, Misha? No te lo aconsejaría.»

—Profesor, Misha —dijo Iván—. Muchas gracias por haberme ayudado. Tenéis vuestra propia vida.

—¿Acaso he dicho algo? —replicó Vodyanik, irritado—. Mikhail, ¿qué es lo que decide usted?

Kuznetsov se puso en pie.

—Voy a ir con Iván.

—Pero… —Iván no sabía cómo disuadirle.

—¿Por quién nos toma usted, Vanya? —El profesor miró severamente a los ojos a Iván—. En comparación con los diggers, somos niñitos indefensos, pero puede usted creernos, Iván, nosotros, por lo menos, leímos los libros que había que leer durante nuestra infancia.