12-Los Ángeles

IVÁN había oído hablar muy mal de la estación Oserki, pero, con gran sorpresa por su parte, no encontraron en ella ninguna gran dificultad. Les agasajaron incluso con carne y té verde.

—Es el Sabantui —les explicó un viejo uzbeko con una sonrisa en los labios—. La fiesta de la primavera, ¿entiendes?

Iván asintió y dio las gracias. Ni siquiera los cuatro pelos en la cara del Überführer habían inspirado ninguna suspicacia en el dueño de la casa, y así la breve estancia transcurrió para plena satisfacción de ambas partes.

«Si todo fuera siempre así», pensó Iván.

Tampoco se quedaron mucho tiempo en la Udelnaya. Era una estación fantasmagórica, abandonada. Los ecos se oían bajo su techo abovedado a lo largo de la única plataforma del andén. A la luz de la linterna vieron muebles destrozados, restos de madera contrachapada y latas de conservas. Era evidente que la estación había estado habitada hasta hacía poco tiempo. Pero, por el motivo que fuera, ya no lo estaba. Al iluminar la pared que se encontraba al otro lado de las vías, descubrieron indicios de una explosión y orificios de bala. Allí había sucedido algo terrible. Iván lo intuyó y dio prisa a sus compañeros.

Mucho antes de llegar a la Pionerskaya, oyeron el cántico de un coro infantil. ¿O eran mujeres las que cantaban? Costaba decirlo, pero, en cualquier caso, las voces eran francamente bellas.

La linterna empezaba a perder potencia. Iván la sacudió en varias ocasiones, pero no le sirvió para nada. Tampoco podía calentarle la batería, porque no tenía mechero.

Una delegación al completo les recibió en el puesto de guardia de la estación, como si hubieran esperado durante largo tiempo a Iván y a sus compañeros. Un buen número de hombres robustos, armados con fusiles, les apuntó a la cara con linternas y les revisó los papeles. No pareció importarles que el Überführer y Kuznetsov no tuvieran ya documentos.

Iván pensó que los guardias, todos ellos altos y atléticos, eran bastante raros. Pero no habría sabido explicar el porqué, aparte de sus curiosas voces agudas.

Los rasgos de sus caras tenían un punto de feminidad.

—Son castrados —le susurró Vodyanik.

—¿Qué? —Iván enarcó las cejas—. ¿Son «los castrados»?

El profesor asintió.

—Sí, esos mismos que Saddam el Grande transformó en ángeles… o en mutilados, según se mire.

De pronto, uno de los castrados levantó la mirada. Sobre una de sus mejillas tenía una llamativa mancha de edad. Agarró con la mano el pasaporte de Iván y se volvió hacia sus colegas. Uno de ellos, el que llevaba un distintivo en el cuello que indicaba que era el jefe del puesto de guardia, tomó el pasaporte y lo examinó con atención Luego repasó con la mirada al digger.

¿Había algún problema? Iván se olía algo malo.

—¡Por la sangre de Saddam! —gritó el jefe de los castrados con su voz aguda y poderosa.

De repente, los otros tres abandonaron su actitud amistosa y apuntaron a los visitantes con sus fusiles Kalashnikov.

—¡Acompañadnos!

—Bueno, esto es fantástico —dijo el Überführer en tono sarcástico, y levantó ambas manos—. Ahora sí que estamos acabados. Durante toda mi vida había soñado una muerte como ésta.

Mientras iban por el andén, los guardias hicieron un gesto con la cabeza a los otros habitantes del lugar. Igual que la Udelnaya, aquella estación tenía un andén de plataforma única. Tras los paneles del alumbrado brillaban varias lámparas. Algunas partes de la estación estaban separadas por telas blancas. Iván no logró entender qué sentido tenía eso.

El tío con la mancha de edad iba a la derecha de Iván y gritaba una y otra vez:

—¡Por la sangre de Saddam! ¡Por la sangre de Saddam!

—Pero, ¿qué problema tienen con la sangre de Saddam? —susurró el Überführer.

—No tengo ni idea —respondió Iván—. Pero mucho me temo que esto pinta mal.

—¡Callad la boca! —berreó el manchado, y baló de nuevo—: ¡Por la sangre de Saddam!

Los castrados que se hallaban a su alrededor se agitaron, formaron grupitos, cuchichearon entre ellos y señalaron a los forasteros con los dedos.

«Mierda —pensó Iván—. Nos hemos metido en otro lío. ¿Qué querrán de nosotros estos tíos?»

De pronto, el Überführer dio un paso hacia adelante y trató de arrear un gancho. Sin embargo, no tuvo ninguna oportunidad, ya que una oleada de cuerpos lo circundó y lo sepultó bajo su peso. Iván habría querido correr en su ayuda, pero le tumbó un golpe de culata de fusil. «Cabrones.» Iván pugnó por respirar. Cayó de rodillas sobre el andén, se apoyó sobre las manos y luchó contra el malestar que se adueñaba de su cuerpo.

«¡Por favor, Über!»

Poco después, la multitud se dispersó e Iván vio de nuevo al skinhead. Estaba tumbado de espaldas en el suelo y arreaba patadas hacia todos lados.

Cuatro hombres lo agarraron por los brazos y las piernas, y se lo llevaron.

—¡Soltadme, putos maricones! —chillaba el skinhead, fuera de sí—. ¡Soltadme ahora mismo!

Su voz arrancaba ecos a la imponente bóveda de color blanco y se oía por toda la estación como si fuera el escenario de una ópera. Iván sintió en el pecho sus vibraciones.

—Qué magnífica acústica —decía Vodyanik con entusiasmo—. ¡Es simplemente increíble! Esta gente ha montado aquí un sistema acústico perfecto. Mire, esas telas de ahí son superficies que reflejan el sonido. Si lo he entendido bien, todo lo que tenemos aquí, hasta el más nimio detalle, está pensado para cantar ópera. La reflexión del sonido, el eco, ¡todo! Así pues, la historia de esta estación, cuyos habitantes cantan como ángeles, no es ninguna leyenda.

Iván miraba al profesor sin entender nada. Pensó que con gente como ésa se habrían tenido que edificar las paredes maestras de los túneles: habrían sido simplemente inamovibles.

Después del incidente, los bajaron a las vías, los hicieron pasar por una galería y los metieron en una sala debajo del andén. Les cerraron la puerta.

Iván miró a su alrededor. Había colchones por el suelo y una bombilla colgada del techo. Su intensa luz dolía en la retina. Iván se volvió.

Poco después, se oyeron ruidos y gritos en el exterior.

La puerta se abrió y, tras una breve riña, entró el Überführer.

La puerta se cerró una vez más. Silencio.

—¿Otra vez aquí? —dijo Iván para pincharle.

El skinhead estaba tumbado en el suelo, totalmente aturdido, y parecía maltrecho.

—Ésos no saben pegar —dijo—. ¡No son más que mujeres! ¡Mujeres!

—Aunque, para ser mujeres, son bastante fuertes los castrados esos. —El Überführer se levantó entre gimoteos, se rascó el cogote y escupió sangre—. ¿Cómo es eso, profesor?

—Se equivoca usted con sus mujeres —respondió Vodyanik.

—Pues no es de extrañar —respondió el Überführer—. Cuando hay mujeres de por medio, siempre se equivoca uno.

—Deje de decir tonterías. Los castrados sufren alteraciones en el equilibrio hormonal al llegar a la pubertad. Normalmente, el crecimiento de los huesos se detiene a tiempo como efecto de la testosterona. No es eso lo que ocurre con los castrados. Por eso son muy altos, tienen los brazos largos y una piel pálida y lisa. Los castrados deben esas propiedades a…

—Al cuchillo del carnicero, cómo no —interrumpió el Überführer.

—¿Tendría usted la amabilidad de dejarme hablar? —replicó Vodyanik.

—Discúlpele, profesor —dijo Iván—. No volverá a hacerlo.

—En tiempos del Renacimiento, había una gran demanda de muchachos castrados. Cantaban en los coros de las iglesias y algunos de ellos triunfaban como cantantes de ópera. Los historiadores han calculado que cada año se llegaban a castrar cinco mil muchachos.

—¡Qué horror! —comentó el Überführer, visiblemente impresionado.

—Las únicas grabaciones del canto de los castrados son de Alessandro Moreschi, uno de los últimos castrados célebres de la ópera.

—¿Y usted ha oído esas grabaciones? —preguntó Iván.

—Sí. Para serle sincero, me provocan emociones encontradas. Pero aquí, cuando se les oye cantar en persona…

Vodyanik se sumergió en sus pensamientos.

Iván recorrió con la mirada a sus acompañantes. No era un cuadro muy alegre. Tras el intermedio en libertad, lamentablemente breve, volvían a estar presos, y probablemente habían escapado de la sartén para caer en las brasas. Kuznetsov parecía extraviado; el profesor, reflexivo; Mandela, más bien impasible. El Überführer se lamía los labios partidos, hacía que le chascaran los dedos y lanzaba miradas lúgubres al vacío.

—¿Cómo estás? —le preguntó Iván.

—Estupendamente bien. Esto es simplemente fantástico. —El Überführer se encogió de hombros—. Allí querían dejarnos ciegos y aquí probablemente nos van a castrar, ¿verdad que sí?

Qué bonita perspectiva.

—Pues yo preferiría que me dejaran ciego —murmuró Iván.

—Lo comprendo, muchacho.

El tiempo se alargaba sin fin. Por mil diablos, ¿por qué los habían arrestado? Iván se puso a caminar de un extremo al otro de la sala.

—¡No soporto que no se pueda distinguir entre machos y hembras! —clamaba el Überführer.

—Lo mismo me ocurre a mí —dijo Mandela.

El Überführer volvió la cabeza. La mirada de agotamiento de sus ojos azules perforó lentamente al hombre de piel oscura como un cuchillo que se hubiera clavado en un trozo de carne. Luego volvió a extraer el cuchillo y cerró los ojos.

Mandela tragó saliva.

—Así tiene que ser —dijo el Überführer con los ojos cerrados.

—Sólo que mi apariencia no es la que tendría que ser, ¿verdad? —preguntó Mandela en tono provocador.

El skinhead enarcó las cejas.

—¿Lo ves?, el conocimiento de uno mismo es el primer paso hacia la superación. Eres un muchacho inteligente.

—Vete a paseo —replicó fríamente Mandela.

Iván se puso entre ambos.

—¡Ya basta! Me estáis atacando los nervios. Todos nosotros viajamos en el mismo barco y, si queremos escapar del desastre, vamos a tener que cooperar, tanto si os gusta como si no. Os comportáis como si estuvierais en el jardín de infancia, joder. Nos están escuchando desde el otro lado de la pared y se están partiendo el pecho a costa nuestra.

—Mira, tío, ahora no nos hagas discursos —respondió el Überführer—. Mejor le preguntas a Mandela qué era lo que se le había perdido en la Prosvet.

Iván le lanzó una mirada interrogadora al negro. De hecho…

—Nada en concreto —dijo Mandela a modo de evasiva—. Tan sólo tenía algo por resolver.

«Vaya, vaya, pues querríamos saber de qué se trataba», pensó Iván para sus adentros, y se propuso volver sobre ese tema en cuanto se le presentara la ocasión.

Una hora más tarde se llevaron a Iván para interrogarlo. Dos castrados más altos que la copa de un pino, con muslos gruesos y andares femeninos, lo llevaron a una pequeña habitación que se encontraba bajo el andén. Una lámpara de bajo consumo brillaba en el techo. Su luz fría alumbraba el rostro de un hombre sentado a una mesa.

«También está castrado —pensó Iván—, pero se ve masculino en comparación con los demás.»

—Siéntese, por favor.

Iván se sentó. La silla crujió bajo su cuerpo.

—¿Éste es su pasaporte?

El castrado le puso el pasaporte abierto bajo la nariz. La foto era de un niño de siete u ocho años. Era muy mala y el color se había difuminado. También habría podido ser del Überführer, e incluso de Mandela.

—Sí —confirmó Iván.

—Gorelov, Iván Sergeyevich. ¿Correcto?

El castrado le miró con frialdad. Se le veía tranquilo y profesional. A Iván le recordó a Orlov, el jefe del servicio secreto de la Admiralteyskaya, y cerró los puños sin darse cuenta.

«A mí no me pillas —pensó Iván—. Ya he tenido otras conversaciones sin testigos. Con Memov, por ejemplo.»

El digger se relajó y se puso cómodo en la silla.

—Por favor, responda usted a las preguntas —dijo el castrado.

—Correcto.

—¿Qué es lo que es correcto?

—Que me llamo Iván Sergeyevich Gorelov. —Iván se incorporó—. ¿O le interesan también otras cosas? Por ejemplo, que colecciono postales de la fortaleza de Pedro y Pablo.

—No me haga perder el tiempo con estupideces de ese tipo —le advirtió el castrado—. Créame que es por su propio interés. La siguiente pregunta: ¿En qué estación nació usted?

Iván vaciló.

—Nací antes de la Catástrofe. ¿Por dónde me quiere pillar? ¿Por el sello de la estación? Vaya ridiculez.

—El sello es de la estación Ploshchad Vosstaniya, ¿verdad que sí?

—Sí, ¿y qué? Fui a parar allí después de la Catástrofe —mintió Iván—. ¿Acaso es un delito?

—No, no lo es —respondió el castrado. Cerró el pasaporte y se puso en pie de pronto—. Pero es una notable casualidad.

¿Una casualidad? Iván no entendía nada. El castrado jugaba a un juego extraño. Una voz interior le dijo a Iván que no llevaba buenas intenciones.

Siempre el mismo sombrío presentimiento. Habría sido suficiente para destrozarle los nervios.

El castrado se marchó hacia la puerta. Al llegar al umbral, se volvió, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo.

—¿Cómo se llama su padre? —preguntó, como de manera casual.

—Sergey.

«A mí no me vas a hacer caer en una trampa tan evidente», pensó Iván.[21]

—¿Se acuerda usted de él?

«Una pregunta interesante.»

—De manera muy vaga —respondió Iván. No quería pasarse con las mentiras—. Nos abandonó a mi madre y a mí, ¿entiende usted?

—Entiendo. Le doy las gracias por su voluntad de cooperar, Iván Sergeyevich. Le llevarán en seguida a su sala de descanso.

«¿Sala de descanso? Éste quiere tocarme los huevos. Pues qué imbecilidad. Después de la siniestra hospitalidad de los ciegos, cualquier mazmorra con luz es puro reposo.»

—¿Y? —preguntó Kuznetsov con curiosidad—. ¿Qué querían saber?

Iván le mandó callar con un gesto, se sentó sobre el camastro y apoyó la espalda contra la pared. Quería echar una cabezada mientras aún pudiera hacerlo.

Pasó el tiempo… quizás una hora. Iván había contado con que también iban a interrogar a sus compañeros, pero parecía que los castrados sólo estuvieran interesados en él.

El Überführer se había echado de espaldas sobre el estrecho camastro y hablaba consigo mismo.

—Soy el portavoz del pueblo —proclamaba.

Los ojos azules del skinhead, fríos como el hielo, brillaban como diodos y miraban fijamente al techo. Su cráneo macizo y lleno de golpes semejaba un paisaje cubierto de cráteres con escasos brotes de vegetación.

Iván le escuchaba.

No era la primera vez que se limitaba a escuchar. Siempre le parecía interesante. La capacidad de escuchar es una de las principales virtudes que ha de tener un líder. Y también el comandante de un pelotón de diggers. Aunque el pelotón ya no existiera.

A Iván se le pasaron imágenes por la cabeza: Gladyshev con los dientes al descubierto y espuma sanguinolenta en la boca; Sazonov, el brillo apagado de su revólver Python; el disparo.

El antiguo comandante de un antiguo pelotón de diggers. ¡Maldición! ¡Si fuera por él, que vinieran los monters y se los llevaran a todos!

—¿Quién dices que eres? —le preguntaba Mandela en tono de burla—. Habla más lento, para que pueda apuntarlo.

—Si eso es lo que quieres… —El Überführer cerró el ojo izquierdo, miró fijamente al techo y empezó a dictar—: Yo soy el portavoz del pueblo. Podríamos decir también: la materialización de la voluntad del pueblo.

—Pues qué miedo —respondió Kuznetsov, y a continuación miró a los demás con orgullo… «Mirad si soy valiente. ¡Qué pipiolo!»

—También me da miedo a mí —añadió Iván, con una sonrisa satisfecha.

Pero, en principio, Misha tenía razón. Una materialización de la voluntad del pueblo como la que encarnaba el skinhead de rostro machacado no se la habría deseado nadie ni a su peor enemigo.

—Pero bueno —dijo el Überführer indignado—. Escuchadme, muchachos, y aprended algo que os servirá para la vida. Y tú, transcríbeme de manera fidedigna, muchacho. Vamos a ver. El pueblo ruso, punto A, no quiere extranjeros. Punto B, porque les tiene miedo. Aunque el punto B no es correcto. El pueblo ruso, en realidad, no teme a los extranjeros, sino a sí mismo. O, mejor dicho, tiene miedo de no poder defenderse. Lo cual no sería de extrañar, vistas todas las humillaciones que ha tenido que sufrir. A lo largo de varias décadas, le han empujado en una dirección y luego en la contraria, le han pisoteado los riñones y le han roto los huesos, le han puesto de rodillas y le han forzado a golpes a comer como los animales cada vez que sonaba la campana. Y precisamente por ese motivo tiene miedo de los extraños. ¿Quién sabe si esos extraños entienden la bondad del pueblo ruso como debilidad, y su hospitalidad como invitación al saqueo más desvergonzado? La estupidez y la ruindad de sus dirigentes, el incesante maltrato y expulsión de los mejores han dejado sus huellas. Cuando todo un pueblo pierde su equilibrio anímico y se adueña de él un complejo de inferioridad latente, no es de extrañar que vea amenazas donde tal vez no las haya, y reaccione en consecuencia. De tales circunstancias procede un sentimiento nacional exagerado, un recelo crónico y un categórico rechazo contra todo lo que viene de fuera. En ello, señores míos, radica la fatal paradoja del pueblo ruso, que ahora se ha convertido en pueblo del Arca. Porque nos hemos salvado junto con los reptiles, los pollos y otros animales…

—Con los conejillos de Indias, por ejemplo —añadió Iván con corrosiva ironía.

—También con ellos —corroboró el Überführer.

—Oye, Über, ¿cómo es que eres tan listo? —preguntó Iván.

—¿De verdad quieres saberlo?

El skinhead se sentó sobre el camastro. Iván se dio cuenta de lo que acababa de provocar con su pregunta, pero era ya demasiado tarde.

—Por supuesto que no puedo acordarme de todo —dijo el skinhead, que volvió a echarse y apoyó la nuca sobre ambas manos—. Pero voy a empezar por el principio, como tiene que ser. Yo nací, hijo de padres honorables, en una propiedad apartada e idílica del distrito de N…[22]

—Por favor, que alguien lo haga callar —ordenó Vodyanik, enervado.

—… y murió durante mi primera infancia —terminó de decir el Überführer, y sonrió—. Pero yo quería decir que todo eso me ha venido a la cabeza mientras estábamos atrapados en esta mierda de la Prosvet. Iván, tú me habías preguntado cómo llegué a Nueva Venecia.

Entonces, Iván volvió a prestarle atención.

—Sí, es cierto, te lo había preguntado.

—Los recuerdos que tengo de ello todavía son fragmentarios. Por desgracia. Mis recuerdos llegan hasta la batalla en la Vosstaniya. Luego tengo un agujero en la memoria, y después me acuerdo de que estaba preso en manos de los moscovitas. Y no me lo pasé nada bien con ellos.

—Te torturaron —dijo Iván.

El Überführer se miró las puntas de los dedos sin uñas.

—Eso parece. En otro momento posterior eché a correr por un túnel junto con otras personas. Al parecer, también estaban presas. Debió de ser una fuga a la desesperada. Ya no sé cómo terminó. Lo siguiente que recuerdo es que ya estaba en Nueva Venecia y que allí me bebí una porquería que tenía un fuerte olor a acetona. Y entonces empieza esa vertiginosa película de aventuras en la que tú eras el personaje principal. ¿Qué te parece el argumento? Es emocionante, ¿no?

Iván le respondió con un gesto antipático.

—¿De qué más te acuerdas?

—De mi khukuri nepalí. Mejor dicho, recuerdo dónde fue a parar. Entre los moscovitas había un tío… —El Überführer sonrió con malicia, se tendió de panza sobre el camastro y se cubrió la cabeza con los brazos—. Déjalo, es una cuestión personal. Despiértame cuando vengan a castrarnos, ¿quieres?

—Por supuesto —respondió el digger.

Mientras Iván echaba una cabezada, se abrió la puerta. En el umbral apareció un hombre grandullón. «Un castrado», precisó mentalmente Iván, como si ese rasgo pusiera en duda la naturaleza humana del recién llegado. Las facciones de su cara eran finas y tenía una piel tersa y pálida en extremo. Los ojos eran de un color verde brillante. Iván no recordaba haber visto nunca a nadie con unos ojos tan verdes.

—¿Iván Sergeyevich? —preguntó el castrado.

Su voz aguda, y en cierto modo ensimismada, sobresaltó a Iván.

—Sí, soy yo.

—Me llamo Mario Lanza —dijo el castrado—. Tendría que hablar con usted.

—¿Sobre qué? —Iván se levantó y estiró la espalda.

—Acerca de su padre, Iván Sergeyevich. Acerca de su verdadero padre.

Lanza y el digger se dirigieron al andén. ¿Acaso se había organizado una fiesta? Los castrados iban de un lugar a otro con afán y el ruido de fondo era comparable al de la Sadovaya-Sennaya, aunque en esta última debía de vivir un número de personas diez veces mayor.

«El Überführer tiene razón —pensó Iván—, se comportan como mujeres.»

Lanza condujo al digger hasta una sala de mantenimiento en la parte frontal del andén. Estaba limpia y ordenada, y las paredes estaban pintadas con un apagado color pastel.

—Tengo que preguntarle a usted varias cosas —dijo Lanza en cuanto se hubieron sentado.

Iván contempló al castrado. Lanza no tenía en absoluto el aspecto de un miembro de los servicios secretos.

—¿De qué se trata?

—Tiene que ver con mis extraordinarias capacidades memorísticas —explicó Lanza—. Tal vez haya oído usted que ciertas personas se acuerdan de su propio nacimiento. Así, por ejemplo, el escritor Liev Tolstói, si es que ese nombre le dice algo a usted, se acordaba en detalle del día de su bautismo. En mi caso, el fenómeno es todavía más extremo. Me acuerdo de todo lo que sucedió antes y después. Mi cerebro está estructurado de esa manera. Así como a usted le pasan ciertas cosas por alto, a mí me ocurre lo contrario: no logro olvidar nada. Ni siquiera los detalles más atroces. Soy, por así decirlo, la memoria andante de mi generación, si es que se me permite el empleo de una expresión algo pretenciosa. Y, por puro azar, estoy castrado, lo cual, de acuerdo con las opiniones de nuestros antepasados, garantiza mi objetividad.

—Pero, ¿es usted objetivo de verdad? —preguntó Iván.

Lanza sonrió con satisfacción.

—En realidad, no. Ya antes de la Catástrofe, alguien aventuró la teoría de que la memoria humana funciona tan sólo cuando está conectada con emociones. Tal vez sea así. Yo, personalmente, soy una persona muy emotiva. Por suerte para usted.

«Eso aún está por demostrarse», pensó Iván con recelo.

—¿Y es por eso por lo que habla conmigo?

—El Consejo me ha rogado que investigue si es usted en verdad quien dice ser.

—¿Y por qué usted?

—En primer lugar, por mi extraordinaria capacidad para recordar.

—¿Y en segundo lugar?

Los delgados labios de Lanza dieron forma a una sonrisa.

—Y, en segundo lugar, porque yo conocí en persona a Saddam el Grande.

Iván arrugó la frente.

—Bueno, ¿y qué? ¿Qué es lo que tenemos nosotros que ver con Saddam?

Silencio.

Una mosca zumbaba en un rincón, se posó en la pared y echó de nuevo a volar.

—Conjeturamos que uno de ustedes es hijo de Saddam.

Iván miró a su alrededor. Aparte de Lanza, de la mosca y de él mismo, no había nadie más en la sala.

—¿Piensan que soy yo?

—Sería muy posible.

Iván trató de imaginarse qué podía significar para él su recién adquirida conexión con aquella celebridad.

—¿Y entonces qué? ¿Me van a… castrar?

Mario Lanza sonrió.

—¿A usted le apetece?

Iván sintió un escalofrío.

—Sinceramente, no —respondió—. El rol masculino me resulta… esto… más familiar. Pero seguramente deben de querer vengarse de él.

—¿De Saddam el Grande? —Las finas cejas de Lanza se elevaron visiblemente sobre su frente—. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Pienso que se ha hecho usted una idea totalmente equivocada, Iván. Al contrario, le estamos muy agradecidos a Saddam.

Iván se rascó la barbilla sin afeitar.

—¿Lo dice usted en serio?

—Desde luego.

De pronto oyó un sonido de campanas, fuerte, pero melodioso. Lanza se puso en pie.

—Venga, va a empezar la fiesta.

Un castrado de gran corpulencia y espaldas llamativas por su anchura, con manos como palas, se plantó en el centro del andén y se puso a cantar. Iba maquillado y llevaba un vestido de noche. Su poderosa voz de mujer se elevaba a tonos cada vez más elevados, y algunos de ellos los sostenía durante una eternidad. Iván se preguntó cómo podía respirar.

—Es una aria de la ópera Tosca de Puccini —susurró Lanza.

—No me digas —respondió el Überführer, y bostezó una vez más.

«Como lo repita, se le van a desencajar las mandíbulas», pensó Iván.

Lanza se llevó la mano a los labios para disimular una sonrisa.

La fiesta proseguía.

Al cabo de diez minutos, las voces extremadamente agudas y penetrantes de los cantores empezaron a darle dolor de cabeza a Iván. Una hora más tarde, tan sólo una voluntad de hierro le permitía aguantar el concierto. Había que ser un apasionado de la ópera para poder vivir allí. La estación de los ángeles… ¿por qué no? Pero Iván habría preferido que los ángeles callaran.

A continuación aparecieron los Mayores entre los castrados. Pero esa tortura también finalizó.

—Venga conmigo —susurró Lanza, agarrando a Iván por el hombro.

Todos se pusieron en pie y se acercaron a la mesa de los Mayores.

—Iván Gorelov, el hijo de Saddam —proclamó Mario Lanza.

—Buenos días —dijo Iván, y bajó la cabeza, desconcertado.

El Consejo de los Mayores se componía de cinco castrados. En realidad, los Mayores eran bastante jóvenes. Podían parecer mayores, como mucho, en comparación con Misha Kuznetsov.

Iván calculó que debían de tener poco más de veinte años. Entre ellos se encontraba un castrado regordete, muy maquillado, que sin duda alguna presidía el consejo. Llevaba una vestidura blanca que dejaba un hombro al descubierto. En comparación con el robusto Lanza, tenía una apariencia femenina en extremo. El presidente del consejo también había empeñado sus esfuerzos en la interpretación de un aria, pero, por mucho que le daba vueltas, Iván no recordaba cuál de ellas.

—Se parece mucho a su padre —dijo el presidente.

—Muchas gracias —respondió Iván.

—Tenemos mucho que agradecerle a su padre. Seguro que hubo personas deseosas de vengarse en el hijo de Saddam. Pero nosotros no nos encontramos entre ellas. Con esta fiesta celebramos nuestra libertad.

—¿Cómo tengo que entenderlo?

Los Mayores intercambiaron miradas.

—Saddam nos convirtió en lo que ahora somos —respondió por fin el presidente—. En hombres libres, en hombres que no son esclavos de un deseo incontrolado y bestial. ¿Lo entiende usted? Con ello, nos transformamos en seres humanos de un orden superior. No albergamos deseo alguno de venganza. Muy al contrario, cuenta usted con nuestro respeto y nuestra estima.

—Yo tendría que volver a mi hogar —dijo Iván con insistencia—. Sea como sea.

—Lo comprendo —respondió el presidente—. Nos habríamos alegrado mucho de que se quedara aquí, pero, por supuesto, respetamos los deseos del hijo de Saddam.

—Muchas gracias —contestó Iván—. Esto de ahora ha sido… —se detuvo y buscó la palabra adecuada— ha sido magnífico.

El presidente asintió con satisfacción. Era evidente que Iván había encontrado el tono adecuado.

Lanza lo agarró por el codo y le condujo de nuevo hasta las hileras de espectadores.

—¿Qué es lo que han querido demostrarme? —preguntó Iván.

—Magnanimidad. —Lanza se puso serio de nuevo—. Nos ha dado usted la oportunidad de demostrar que somos magnánimos, Iván. Tal vez con eso nos baste. Pero ahora, ¡la fiesta continúa!

Iván suspiró por dentro.

—¿Por qué tiene usted un nombre tan extraño? —preguntó Iván.

—No es extraño. Es el nombre de un célebre tenor que vivió antes de la Catástrofe. Aquí, por ejemplo, tenemos un Caruso, un Pavarotti, un Robertino Loretti e incluso un Muslim Magomayev, aunque esto último me desagrada, porque al fin y al cabo fue barítono. Cuando fundamos aquí nuestra comunidad, cada uno de nosotros se puso el nombre de un célebre cantante del pasado.

Lanza contempló a Iván y una sonrisa de superioridad se insinuó en las comisuras de sus labios.

«Éste lo sabe muy bien —pensó Iván—. No se olvida de nada y tiene memoria fotográfica.»

—Yo no soy hijo de Saddam —dijo Iván—. Y usted lo ha sabido desde el primer momento, ¿verdad que sí?

El castrado asintió.

—Por supuesto que lo sabía. —Su voz aguda y clara como el cristal tenía un sonido característico; su timbre quedaba a medio camino entre la voz de una mujer y la de un niño—. Pero usted sería… digamos, un buen candidato para ese papel. Por otra parte, temía que usted mismo no estuviera al corriente de ciertas cosas. La primera vez que nos vimos era usted un niño. Yo tenía seis años y usted sería algo mayor, debía de tener siete u ocho. Puede ser que yo conociera también a su padre. Dado que se encontraba usted allí, su padre debía de pertenecer también al círculo de conocidos de Saddam el Grande.

Iván alzó los ojos.

—¿Cómo se llamaba? Quiero decir… —El digger vaciló, pero igualmente acabó por decirlo—: Mi padre.

—Yo no sé cuál de aquellas personas era su padre —respondió Lanza—. Lo siento.

—Ya… —Iván se forzó a sí mismo a sonreír—. La cosa no tiene remedio.

¿Y yo para qué quiero a mi padre?

Iván se pasó los dedos por entre los cabellos.

Uno vive veintiséis años sin preocuparse por esa cuestión y entonces aparece otro y nos la pone delante de las narices.

Lanza los acompañó por los puestos de control de la Pionerskaya. Los dos castrados que vigilaban allí eran tan altos y tenían las espaldas tan anchas como él. Se les habría podido confundir con hombres normales si no hubiesen tenido rasgos femeninos en el rostro y movimientos algo amanerados.

«Su apariencia tiene como un punto antinatural —pensó Iván—. Hay algo en ellos que no encaja.»

Al despedirse, Lanza les entregó un casco con linterna en la frente. La linterna se conectaba a una vieja batería que se podía llevar sujeta al cinturón.

—En este lugar se separan nuestros caminos —dijo Lanza—. Aquí tenéis vuestras cosas. Por desgracia, no iréis muy bien armados. —Se descolgó del hombro el mismo Kalashnikov que ellos mismos habían arrebatado a los ciegos y se lo devolvió a Iván—. Tan sólo quedan dieciocho cartuchos, no he podido conseguir más.

—No importa —respondió Iván—. Ya nos las apañaremos. Estamos acostumbrados a pasar con poco.

—No sé durante cuánto tiempo va a aguantar esa batería —dijo Lanza—. Conservo en la memoria dos libros sobre electricidad, pero el problema es que aún no los he leído.

Iván se sonrió.

El Überführer se acercó para despedirse. No logró disimular los esfuerzos que le costaba. Los músculos del rostro se le contrajeron.

—Hasta la vista, Überführer —se despidió Lanza con su voz de ángel, y le tendió la mano al skinhead.

—Umm —murmuró el Überführer con toda su antipatía, y le dio la mano al castrado, con muchos reparos, como si hubiese temido que se la aplastara.

A continuación se la estrechó. Lanza sonrió, sin darse por enterado. El skinhead apretó con más fuerza todavía y todavía más. Las venas del cuello empezaban a tomar forma bajo su piel. El rostro de Lanza no se alteró.

—Usted… esto… tú… eres un tío de verdad —masculló el Überführer, se rindió por fin y se sacudió la mano enrojecida—. Te has ganado mi respeto. Muchas gracias por todo.

«Se acabó. Adiós, estación de los ángeles.»

—Uh… —El skinhead luchó consigo mismo y se volvió una vez más hacia Lanza—. ¿No podrías cantarnos algo para la despedida? Pero algo… ya me entiendes, algo normal.

Estaba claro que Iván no era el único a quien le había costado digerir las arias de ópera.

El castrado sonrió, desconcertado.

—¿Por qué no?

—Bajo la luna primaveral de abril —cantó Lanza— se funden las nieves del parque…

La alegre canción infantil resonó por el túnel. Era como si una mujer y un niño cantaran al unísono y les respondiera el eco de un coro de infantes.

—Y el columpio con alas vuela y vuela y vuela…

Se marcharon por el túnel en dirección a la Chornaya Rechka y escucharon el canto del castrado de la excepcional memoria.

La voz de Lanza era poderosa y clara como el cristal.

A una gran distancia de donde ocurría todo esto, el demonio oye la voz y levanta la cabeza.

El demonio gris se agita nerviosamente, sin moverse, y arruga la frente. Ésa es la máxima expresión emocional de la que es capaz. Esa vibración de alta frecuencia… no, esos tonos tan agudos no le gustan. Distorsionan su imagen del mundo y le enturbian la mirada. La red de túneles, el sistema por el que circula su sangre, se difumina ante sus propios ojos.

El demonio gris sorbe aire dentro de su cuerpo. Los humanos se maravillarían si supieran cuánto aire puede llegar a tomar de una sola vez. Y si le conviene, también podría pasarse sin respirar.

Es la perfecta máquina de supervivencia.

Algo le cosquillea en la nariz. Olores. Pero eso no es tan importante. El demonio percibe el mundo de una manera totalmente distinta. Mediante las omnipresentes ondas de radio. Todos los humanos, todos los seres vivos son emisoras con una frecuencia propia.

Olores.

Un mundo que refulge y crepita.

El demonio percibe débiles ecos de miedo. Molestias. Ése al que persigue tiene percepciones afinadas y recela que aquí hay algo raro.

El demonio presiente la importancia del instante en que se va a encontrar con ese al que persigue. Va a ser como la caída de un rayo. Un fulgor azulado y el olor del ozono.

No podría encontrarse un momento mejor en el mundo.