IVÁN oyó una voz solemne en la penumbra rojiza.
—Falta poco para el día en que quienes miraron hacia atrás recuperarán la vista. ¡Amén, hermanos!
—¡Amén! —repetía el coro.
Las voces quedaron difuminadas tras una oleada de dolor que se abatió sobre Iván, cálida y sanguinolenta. La sintió hasta en la última ristra de neuronas del cerebro. Al tocarse los extremos desfibrados de éstas, saltaban chispas azules y una luz cegadora palpitaba al otro lado de sus pupilas.
—La mujer de Lot pecó por su incredulidad y se transformó en una columna de sal —proclamaba la voz—. A nosotros, en cambio, el Señor nos ha deparado la oportunidad de recapacitar y arrepentirnos; la posibilidad de ver el mundo, no con los ojos del cuerpo, que es pecador desde el principio, sino con los del espíritu, que nos va a abrir algún día. ¡Escuchadme, hermanos! ¡La bestia con cuernos se acerca! ¡Llega el tiempo en que nos pondrá a prueba! ¡Amén!
—¡Amén! —repetía el coro.
Durante las pausas entre ataque y ataque de dolor, se infiltraban pensamientos sueltos en la conciencia de Iván: «¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido? ¿Todo había ido bien?»
¿Ido?
En un primer momento, todo había ido como una seda. El transbordador los había llevado hasta la puerta hermética. Después de ésta empezaba el trecho de túnel no inundado que llegaba hasta la Nevski prospekt. Justo antes se encontraba una improvisada aduana. Igual que las islas de Nueva Venecia, flotaba sobre contenedores de plástico, pero, en este caso, la plataforma no estaba hecha con tablones de madera, sino con puertas de vagones de metro. Sobre ésta había una silla y un bidón de metal que hacía las veces de escritorio. Su única iluminación consistía en una lámpara alimentada con electricidad animal, que titilaba de manera tan mísera que parecía que en cualquier momento quisiera apagarse para siempre. De vez en cuando, el aduanero le daba una patada al recipiente de cristal donde se encontraba la anguila. Entonces, ésta temblaba por unos instantes, abría las fauces y, durante un par de segundos, la lámpara brillaba con más fuerza.
El aduanero vestía un uniforme azul de conductor de metro. Iba arremangado y tenía los brazos gruesos y cubiertos de vello. Miró con aburrimiento a los recién llegados y les hizo un gesto para ordenarles que pasasen por la aduana. No les pidió papeles. «Ya está bien así», pensó Iván.
A la derecha de la puerta hermética se encontraba el acceso al pasillo por el que los viajeros continuarían el camino.
Iván se preguntó cómo lo harían los ciegos para pasar por la puerta. Saltó a la isla-aduana inmediatamente después del guía ciego. La plataforma se meció y el agua les salpicó.
«Se acabó. Adiós, Nueva Venecia.»
El Überführer fue el siguiente en abandonar el transbordador. Observó con el rabillo del ojo los cuchicheos entre el ciego y el aduanero.
—¿Dónde se ha quedado Misha?
Iván se volvió. ¡Oh, no!
El joven policía se había quedado en el transbordador… y no se movía. Los ciegos se agolpaban en torno a él. Uno de estos levantaba el bastón en el aire. Era evidente que lo había empleado para golpear a Kuznetsov y derribarle.
—¡Misha! —Iván dio un paso hacia el borde de la isla-aduana, pero en el mismo instante se dio cuenta de que no había sido una buena idea. Sintió como un peso abrumador en la cabeza. No habría tenido que darle la espalda al guía ciego.
Se volvió poco a poco.
Aun antes de haber podido ver bien al guía ciego, el digger había sentido un golpe muy fuerte. Un dolor punzante, como si la cabeza se le hubiera partido por la mitad.
Mientras caía, Iván oyó los gritos de lucha del Überführer.
«No nos van a servir para nada», pensó Iván.
Se cayó como a través de un jarabe incoloro, sin hacer ruido, con suavidad. La plataforma frenó su caída sin dejar de mecerse.
Después de otro golpe, las luces se apagaron.
Oscuridad.
Iván estaba sentado sobre un frío suelo de hormigón. Estaba tan oscuro que no se podía ver la mano delante de los ojos. Tan sólo alcanzaba a distinguir un par de manchas de luz titilantes. Pero no eran reales… tan sólo una pequeña tempestad en el nervio óptico.
Se puso en pie y buscó el camino con los brazos extendidos. Sus manos encontraron metal: ásperos barrotes de hierro de los que se desprendía herrumbre. Avanzó a lo largo de la reja con el fin de calibrar los límites de su libertad de movimientos. ¿Dónde se encontraba? ¿En un calabozo debajo de un andén? ¿En un conducto?
La libertad de movimientos se le terminó en seguida. Llegó a la conclusión de que los barrotes marcaban los límites de una celda cerrada. Debía de medir aproximadamente un metro y medio de largo por un metro de ancho. Mientras buscaba una salida, Iván encontró un cerrojo grande, de superficie lisa, frío como el hielo. A diferencia de los barrotes, parecía recién salido de fábrica. En uno de los rincones de la celda había un cubo para que hiciera sus necesidades.
«Qué atentos —pensó Iván con sarcasmo—. ¿Qué ha ocurrido exactamente? Me han golpeado en el cráneo, he perdido el conocimiento y ahora estoy aquí, en una celda a oscuras. ¿Por qué nos han capturado los ciegos?»
Al estar envuelto en tinieblas, Iván había perdido todo sentido del tiempo. No sabía decir si habían pasado horas o minutos desde el momento de despertar. Pero eso no era todo: también había perdido la percepción de su propio cuerpo. Llegó un momento en el que ya no lo sentía. Una circunstancia peculiar. Al fin y al cabo, no era la primera vez que se hallaba en la más absoluta oscuridad. Pero, hasta ese momento, siempre había tenido la posibilidad de moverse con libertad y de buscar una salida. En esta ocasión, no le quedaba otro remedio que quedarse en la celda sin hacer nada, encerrado en sí mismo, y en la noria de pensamientos que daba vueltas dentro de su cabeza.
«Si existe un lugar en el que uno pueda volverse loco —pensaba—, debe de ser aquí.»
—¿O es que ya estoy loco? —dijo Iván en voz alta.
Su voz sonaba extraña, y ciertamente ridícula en la oscuridad.
Silencio.
—¿Quién es el que está loco? —preguntó otra voz a la derecha de Iván—. ¿No podría usted expresarse con mayor precisión, joven? ¿O, por lo menos, presentarse como es debido?
Iván se quedó boquiabierto.
—Pero esto… —murmuró—. Esto no puede ser. Qué disparate.
—¿De qué habla usted, si es que se me permite la pregunta? —dijo la voz.
—Me estoy imaginando que el profesor Vodyanik habla conmigo —respondió francamente Iván—. ¡Pero eso es imposible!
Silencio. Un silencio largo.
Un silencio muy largo.
—¡¿Iván?!
Una vez más, la voz del profesor. Sólo faltaba eso.
—Profesor, esto no puede ser. Yo daba por sentado que se hallaría usted a salvo desde hace tiempo en la Vasileostrovskaya. Y debe de ser así, ¿no? Todo esto me lo estoy imaginando. —La voz le salía del cuerpo con dificultad a causa de la angustia—. A ver, profesor, dígame la verdad. ¿Se encuentra usted en la Vasileostrovskaya?
—No —respondió el profesor desde la oscuridad—. Cuánto lamento tener que darle este disgusto. Estoy encerrado en una celda. Es obvio que se encuentra usted en esa misma situación. Lo siento, Vanya. ¿Cómo ha llegado usted aquí?
«Entonces es que no me he vuelto loco», pensó Iván.
«Mierda. La cosa pinta cada vez peor.»
La historia de Vodyanik se le hizo tan abstrusa como la de Kuznetsov. Al escapar del joven miliciano, el profesor se había escondido en una estrecha galería lateral. Por absurdo que parezca, había dado por sentado que iba a encontrar el camino correcto en el laberinto de túneles. Había llevado consigo una linterna de bolsillo, un plano, agua y comida.
Mientras Vodyanik le contaba la historia, Iván sentía un desconcierto cada vez mayor. ¿Cómo podía ser que una persona experimentada como era el profesor cometiera los mismos errores que el novato de Kuznetsov?
Por supuesto que había ocurrido lo que inevitablemente tenía que ocurrir. El profesor se había marchado por la galería lateral, se había metido por la bifurcación que no era, se había encontrado con un grupo de ciegos (eso le resultaba conocido a Iván), había hablado con ellos sobre todos los asuntos imaginables (era gente muy culta), los otros le habían invitado a un tentempié, el profesor se había bebido un trago de agua y al instante se había dormido.
Al despertar, se había encontrado en una celda.
«Demasiadas casualidades —pensó Iván—. Primero me encuentro con el Überführer en Nueva Venecia. Luego, de pronto, Misha. Y ahora también el profesor. Como si una fuerza invisible quisiera juntarnos.
¿Qué había que pensar de todo ello? ¿Era un capricho del destino?
Entonces oyó en la oscuridad un fuerte sollozo.
—¡Kuznetsov! —llamó Iván—. ¿Me oyes? ¡Respóndeme, si estás ahí!
Silencio.
—¿También iba con usted? —preguntó Vodyanik, asombrado—. La testarudez de ese joven es notable, ciertamente. Eso no se lo podemos negar.
—La imbecilidad se contagia —dijo entonces una voz en la oscuridad. Era la voz del Überführer—. Yo sólo quería salir a hacer una excursioncita. Ya no tengo ganas de seguir.
—Hola, Über —dijo Iván—. ¿Kuznetsov está contigo?
Se hizo una pausa. Un crujido en la oscuridad.
—No —respondió por fin el Überführer—. Estoy en una habitación individual.
—¡Kuznetsov! —gritó Iván una vez más, sin grandes esperanzas.
Nadie le respondió. ¿Lo habrían matado?
«Ay, Misha, habría sido mejor que te quedaras en Nueva Venecia. Mejor vivo y esclavo que libre y cadáver.»
—Pero, ¿dónde estamos? —preguntó Iván—. ¿Qué estación es ésta, profesor?
—A juzgar por lo que he oído de labios de nuestros carceleros, se trata de la estación Prospekt Prosveshcheniya —explicó el profesor—. El vulgo la llama Prosvet. Aquí viven exclusivamente personas ciegas. Una verdadera colonia de ciegos, ¿comprende usted? Aunque seguramente lo sabía ya. Seguro que también tuvo usted un encuentro digno y memorable con ellos, ¿verdad que sí? Lo mismo que me sucedió a mí.
—Ciertamente —confirmó Iván—. Pero ¿qué es lo que quieren de nosotros?
El profesor no llegó a responderle.
—Oh, Dios mío, cómo tengo la cabeza… ¿qué ha ocurrido? —se lamentaba una voz joven y tímida—. ¿Cómo es que no veo nada?
Kuznetsov. Vaya por dónde.
—Buenos días, Mikhail —dijo la voz del profesor—. No puedo decir que este encuentro con usted me inspire un gran entusiasmo, pero…
—¿Profesor? ¿Es usted? ¿Cómo es que no le veo? ¿Qué les ha ocurrido a mis ojos?
—Tranquilízate, Misha —dijo Iván en tono tranquilizador—. Esto está a oscuras. A tus ojos no les ocurre nada.
—Pues qué suerte —respondió el invisible Kuznetsov—. Ahora veo a seres humanos en ropajes blancos.
—¡¿Quéé?!
Iván miró hacia la derecha y tuvo que cerrar los ojos. «¡Maldita sea!» Incluso una luz débil lo deslumbraba y le hacía llorar los ojos. El Überführer dijo una palabrota en voz baja.
«¡Pero qué maravilla poder ver de nuevo!» Una felicidad incomparable. Iván tomó aliento, como si, junto con la luz, hubiera entrado aire fresco en la sala.
A la luz de una vela, el digger reconoció dos hileras de celdas. Por el pasillo entre ambas se acercaba una pequeña procesión de ciegos. En cabeza iba el mismo hombre que había guiado al grupo hasta el transbordador de Nueva Venecia. Un hombre alto y flaco con la cara chupada y oblonga, y una barba larga y poblada. En lugar de ojos, tenía las cuencas cubiertas de carne enrojecida con horribles cicatrices.
—¿Veis esta vela? —El guía ciego levantó la vela y la cera goteó sobre la piel arrugada de su muñeca—. Miradla bien. Es la última luz que vais a ver en vuestra vida.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el profesor.
Vodyanik se puso en pie. Estaba en la celda que se encontraba a la derecha de la de Iván. La escasa luz fue suficiente para que el digger reconociera su rostro barbudo. El profesor apretaba la cara contra los barrotes, como si hubiese querido acercarse lo máximo posible a la anhelada luz.
«No es para extrañarse —pensó Iván—. Seguramente lleva mucho más tiempo que yo en este lugar.
—Pues quiero decir lo que digo —respondió el guía ciego.
Los hermanos que se hallaban detrás del guía ciego callaban. La débil luz permitía ver tan sólo una parte de las celdas. ¿Cuántas debía de haber en total? En una de ellas, Iván reconoció la silueta de un esqueleto echado en el suelo. El resplandor de la vela lo cubría con un fulgor espectral. «Hola, amigo mío.»
—Sí, exacto, también sería una posibilidad —dijo el guía ciego, como si se hubiera fijado en la mirada de Iván—. ¿Sabéis?, mis queridos… eh… invitados… no tenéis muchas posibilidades para elegir. O bien os quedáis como nosotros, o bien… —el guía ciego, seguro de la dirección en la que tenía que moverse, alumbró el esqueleto— como él.
—¿Volvernos como vosotros? —La celda del Überführer se hallaba enfrente de la de Iván, al otro lado del pasillo. El skinhead tenía ambas piernas firmemente plantadas en el suelo y apoyaba las manos en un barrote que cruzaba la reja en diagonal—. ¿Queréis decir que tenemos que volvernos cristianos, como vosotros? Pero si eso es lo que más queríamos. Abrid la puerta. Siento una fe tan fuerte como no la había sentido jamás.
—No digas bobadas —le exhortó el guía ciego—. Pero si estuvieras dispuesto…
—Pero por supuesto, muchacho, qué te pensabas —dijo acaloradamente el Überführer, con ojos brillantes. La impaciencia que le poseía era evidente—. ¡Ahora, ábreme!
—Está bien… Si estás dispuesto, le pediré al hermano Simeón que caliente el hierro para el cegamiento. —Uno de los hermanos vestidos de blanco asintió con la cabeza, un gigantón de cara plana con una quemadura en la sien—. ¿O preferirías que procediéramos con ácido? Si quieres aceptar un consejo, hermano, el procedimiento químico causa heridas que sanan peor y dolores más duraderos. Yo, en tu lugar, elegiría el cegamiento por hierro.
El Überführer se quedó con el rostro como de piedra, apretó sus finos labios y calló.
—Ah, hermano, ahora me doy cuenta de que sería preferible que esperáramos hasta que te hayas fortificado en la fe —añadió el guía ciego con tristeza en la voz—. Dentro de dos días volveremos a examinar la cuestión.
—Hijo de la gran puta —bramó el Überführer.
—¿Esto quiere decir que tendremos que escoger entre que nos dejéis ciegos y nos matéis? —preguntó el profesor.
—Sí, por desgracia, sí —respondió el guía ciego con voz afectada—. La vela se extinguirá en seguida. ¿Estáis a punto? Voy a contar hasta cinco. Uno, dos…
Iván contempló el temblor de la llama y tomó todo el aire que pudo.
—Tres…
Todo cuanto se hallaba a su alrededor desapareció, tan sólo quedó la llama.
Tanya se encuentra detrás y le roza la nuca con el brazo. Iván siente a un tiempo la calidez de su cuerpo y la frescura de sus manos. Siempre que está fatigado, el roce de la mano de Tanya le hace recuperar fuerzas. Lo mismo va a suceder en este instante. Le arde la frente. Iván agarra la mano de Tanya y se la lleva a la frente. La frescura que siente hace retroceder a la oscuridad. Todo esto va a terminar bien.
—¿Cuándo vas a regresar? —pregunta Tanya.
El aliento de la mujer le hace cosquillas en el oído. Tanya se inclina hacia delante y mira a Iván desde un lado.
—Pronto —responde Iván—. Muy, muy pronto…
La vela llameó. Una ligera brisa se hizo sentir por todo el lugar.
—Cuatro… se acabó. —De pronto, el guía ciego se volvió hacia sus hermanos—. Ven aquí, Ignatius.
Un anciano menudo y apocado, con la cabeza medio calva, se destacó del grupito de ciegos y avanzó arrastrando los pies.
—Os presento al hermano Ignatius, vuestro celador. Si necesitarais algo, no dudéis en recurrir a él. Y si tuvierais preguntas acerca de nuestra fe, el hermano Ignatius, sin duda alguna, os las va a responder. ¿Verdad que sí, hermano?
—Por supuesto —confirmó el anciano, y asintió con diligencia—. Toda respuesta va a ser una «Sensación».
De pronto, pareció que el profesor aguzara el oído. Se incorporó y pareció que quisiera decir algo. Pero entonces recapacitó y permaneció en silencio.
—Muchas gracias, hermano Ignatius. Y… cinco. —El guía ciego hinchó los labios y, «fú», apagó la vela.
Iván hizo una mueca. La silueta de la llama extinguida todavía brilló durante unos momentos en la absoluta oscuridad.
—¡No! —gritó Kuznetsov—. ¡Por favor, dejad la luz encendida! ¡Por favor!
—Recogeos en vosotros mismos —recomendó la voz del guía ciego en la oscuridad—. Vais a tener diez ágapes como tiempo para reflexionar. Se os servirá comida dos veces por día. El hermano Ignatius llevará la cuenta. Cuando hayáis terminado el décimo ágape, vendré aquí para preguntaros por vuestra decisión.
Cuando las pisadas de los ciegos se perdieron en la lejanía, Iván se sentó en el suelo.
No podía ser cierto. Había sobrevivido a un disparo a quemarropa… para terminar así.
«Pero también voy a sobrevivir a esto, podéis estar seguros. Porque tengo que volver a casa.»
—¡Genial! —De pronto, el Überführer se echó a reír—. El saber es luz y la incertidumbre es oscuridad. Eso está muy claro. Primero esos ciegos nos miden las costillas, y luego nos vamos a volver como ellos. Es estupendo, ¿verdad que sí? —La risa del skinhead empezó a sonar histérica, como si no pudiera cesar.
«Maldita sea.» Iván apoyó la frente contra la reja.
«Si esto no fuese tan serio, podría incluso reírme —pensó—. No logro librarme de la sensación de que alguien, de algún modo, trata de impedirme que regrese a mi hogar. Pero eso sería absurdo. Si pienso esas cosas, me voy a volver loco. Tengo que distraerme de algún modo de esas ideas.»
Iván se apartó de la reja y empezó a hacer estiramientos. Si se presentaba alguna oportunidad para huir, tenía que estar preparado.
Las horas pasaban. ¿O eran minutos?
De pronto se oyó el rumor de unos pies que se arrastraban en la oscuridad. Y el rechinar de unas ruedas que rodaban. Iván se acercó a la reja y escuchó. Un crujido metálico. Alguien hizo pasar algo por debajo de la reja. Y también una segunda cosa. Iván se agachó y, a tientas, encontró un objeto liso de metal. Una bandeja. Y a su lado, una cosa más pequeña y redonda. Un vaso. Era frío al tacto. Agua.
—¿Qué es esto? —preguntó, aunque ya lo supiera.
—El desayuno —murmuró el invisible carcelero—. Comed.
Las pisadas y el rechinar de las ruedas se alejaron hacia la derecha. Iván trató de calibrar la distancia. Unos veinte metros, luego el pasillo se desviaba… aparentemente hacia la derecha.
«¿Acaso nos encontramos en un antiguo búnker? Quizá. Da igual. Es la hora de desayunar. Vamos a ver lo que nos han servido.»
Iván agarró algo viscoso que se movía. Apartó la mano bruscamente y, del susto, estuvo a punto de soltar la bandeja.
—¡Mierda! —gritó el Überführer en la oscuridad.
Una bandeja de metal rodó por el suelo.
—¿Qué es esto? —preguntó Iván.
—Si no me equivoco, son caracoles comunes —se apresuró a explicar Vodyanik. Al contrario que sus compañeros de cautiverio, el profesor entendía el encarcelamiento como una especie de experimento psicológico—. Muy interesante. Ustedes, jóvenes, no tienen por qué arrugar la nariz. Los caracoles son una valiosa fuente de albúmina. Por añadidura, son fáciles de criar. Sólo necesitan calor y humedad, y se reproducen como… digamos, como… ¡como caracoles! Ja, ja. Probémoslos. —Se oyeron en la oscuridad crujidos de mordiscos y masticaciones—. No están nada mal —explicó Vodyanik con la boca llena—. Por supuesto que les falta limón, pero, sin embargo…
—Yo voy a tener que vomitar ahora mismo, profesor —advirtió el Überführer.
«Lo que nos faltaba», pensó Iván.
—¡Se lo ruego, joven, se trata de una delicatessen! En otros tiempos se servían caracoles en los mejores restaurantes de París.
—Ya lo sé, ya lo sé —respondió el Überführer—. Pero con luz. Con luz yo también me comería algunos, pero, en la oscuridad, son demasiado viscosos y repugnantes.
El profesor tosió.
—Es usted un exagerado —dijo entonces—. Aparte de que los caracoles no se ven especialmente apetitosos y se mueven…
—¡Mierda! ¡Se mueven! —gritó el Überführer, presa del pánico.
—¿Quién se mueve?
Se hizo una pausa.
—Profesor, ¿es usted quien ha dicho esta última frase? —preguntó Iván, aun cuando supiera que no había sido así. No conocía la voz que había hablado. Tenía un sonido peculiar, como blando.
—Pues claro que no —replicó el profesor.
—¿Has sido tú, Misha?
—No.
—También tendrías que preguntármelo a mí —intervino desde enfrente el Überführer, en tono burlón—. Cien por cien seguro que en estas mazmorras hay alguien aparte de nosotros tres… disculpe, profesor… aparte de nosotros cuatro, los cuatro idiotas. ¡Eh, desconocido! ¡Dinos algo!
Silencio. El sonido del agua que goteaba.
—¡Me gustaría saber quién más está aquí, maldita sea! —Al Überführer se le acababa la paciencia—. ¡Haznos el favor de responder!
Silencio.
—Dinos algo —dijo el Überführer, que de pronto hablaba con una voz acaramelada que no presagiaba nada bueno—. Te aseguro que soy el hombre más pacífico de este planeta, pero cuando alguien me pone de mal humor, me transformo. A ver, ¿quién más está aquí?
—Yo —dijo alguien en la oscuridad.
La voz salía de una celda que se encontraba cerca de la salida. Iván no se había dado cuenta de su presencia mientras había brillado la vela.
—Pero ¿quién eres? ¿Cómo te llamas? —insistió el Überführer.
—Yura —respondió el desconocido—. Los hay que me llaman Nelson.
—¿Como el almirante británico? —preguntó el Überführer.
—Esto… no exactamente.
—A mí se me habían ocurrido varias otras explicaciones —dijo entonces Vodyanik—. Pero no creo que le gustaran a nuestro amigo.
—¿De qué estación eres? —El Überführer proseguía con el interrogatorio sin piedad.
—De la Technoloshka.
—¡Ay, no! ¿Entonces eres uno de esos que llaman «gasóleos»? ¿Y cómo es que has venido a parar aquí?
—Porque soy imbécil.
—Ah, está muy claro que dejarse encerrar aquí no es una demostración de inteligencia —dijo el Überführer con un suspiro—. ¿Verdad que no, profesor?
Vodyanik se había ofendido y callaba, oculto en la oscuridad.
—No tengas miedo, muchacho —dijo el Überführer—. Vamos a sacarte de aquí. A propósito… ¿alguien tiene alguna idea de cómo vamos a salir de ésta?
No se les ocurría ninguna idea brillante. Ni siquiera después del cuarto ágape (dos días, calculó Iván), ni después del quinto, y tampoco después del sexto.
Arrastrando los pies con su inconfundible estilo, el carcelero les trajo la comida a la hora habitual. No siempre les daban caracoles. También les servían setas, o una sémola hervida totalmente insípida. Faltaba poco para la hora de la decisión y aún no se les había ocurrido nada. ¿Qué se podía hacer contra los ciegos… en total oscuridad? ¿Qué se podía intentar?
—Profesor, yo no quería decir nada —se lamentaba Kuznetsov—. Pero hace tiempo que veo luces y oigo voces. Como si alguien quisiera hablar conmigo. Pero pienso que sólo son imaginaciones mías. ¿Qué me ocurre?
—Es algo muy normal —respondió el profesor—. Son las consecuencias de la privación de estímulos sensoriales.
—Disculpe, ¿las consecuencias de qué? —respondió Iván.
—¿Recuerda usted cómo logramos derrotar a la Vosstaniya?
Iván se rascó el mentón.
Una sensación especial. Iván se recorrió varias veces el mentón con el dedo. Los cañones de las barbas le crujían. Tenía la sensación de que la mandíbula inferior le había crecido y medía como mínimo un metro y medio. Luego repitió el mismo movimiento con la otra mano. «Qué chungo.» Ahora el mentón se le había encogido hasta el tamaño de una nuez. Y no sólo el mentón. Se sentía todo el cuerpo pequeño, como si hubiera estado encerrado en una cajita.
—¿Lo recuerda usted?
—¿Se refiere al gas? ¿A esa porquería violeta que fabricamos? Fue usted quien nos habló de ese proyecto americano. ¿Cómo nos dijo que se llamaba?
—MK ULTRA —respondió el profesor, y suspiró. Iván se quedó con la impresión de que el suspiro se materializaba, se desplazaba por el espacio y rebotaba suavemente contra la pared, como una pelota—. Y ahora somos como objetos de experimentación en ese proyecto.
—No lo entiendo —dijo Iván.
—Los alucinógenos y su aplicación militar… ése era uno de los puntos del programa MK ULTRA. Otro de los puntos era la privación de estímulos sensoriales, un invento del doctor Cameron, el director de todo el circo.
¿Y qué es eso?
Se trata de un método de tortura muy sutil. Incluso los hombres más regios, que serían capaces de soportar hasta la muerte los métodos de tortura convencionales, se hundían ante ese tormento. Las víctimas de la tortura sufren alucinaciones, dolores de cabeza tremendos y espasmos en el estómago. Padecen depresiones, no pueden concentrarse, etc. Y todo ello sin ninguna necesidad de aplicarles violencia física.
—¿Y en qué consiste esa… privación?
—En la eliminación de todo tipo de impresiones de los sentidos. Para conseguirlo, se sumergía a los sujetos en agua salada que se mantenía exactamente a la misma temperatura del cuerpo, se les ponían auriculares y se les vendaban los ojos. En esa situación se produce la privación sensorial. La persona no siente los brazos ni las piernas, y sus órganos sensoriales no reaccionan a ningún estímulo. Al cabo de unos días se puede hacer con esa persona lo que se quiera. El doctor Cameron mantuvo a algunos pacientes en ese estado durante seis meses enteros.
—Qué sádico —observó el Überführer.
—Seguramente. El sadismo es un rasgo de carácter indispensable para el verdadero científico.
—¿Todo eso significa que los ciegos están tratando de doblegar nuestra voluntad? —preguntó Iván.
Iván vio, literalmente, cómo el profesor movía la cabeza de arriba abajo. Un profesor de juguete, pequeño, divertido, montado como una pirámide de anillos, con la cara pintada y nariz de plástico. Y asentía, y asentía, y asentía…
Iván pugnó por liberarse de esa imagen. Él también había empezado a sufrir alucinaciones.
—Pienso que lo que nos hacen ahora es un tratamiento previo —dijo Vodyanik.
La oscuridad que envolvía a Iván se tiñó de colores y empezó a vibrar. La cosa no iba bien. «Mierda.»
Iván estiró el cuello y trató de tomar aire. La falta de luz le robaba el aliento.
—¿Sabe usted una cosa, profesor? —dijo la voz del Überführer, procedente de algún lugar en la sinuosa oscuridad teñida de rojo amarillento—. Pienso que tiene usted razón. Desde la última comida estoy como en un viaje, como si hubiera tomado setas mágicas.
El sonido de su voz era alargado y tenía un toque verdoso. Las letras individuales eran cálidas y parecían recortadas en goma espuma de colores. Volaban hacia Iván, rebotaban con suavidad sobre su frente y se dispersaban en todas direcciones. Puf, puf, puf.
—Maldita sea —dijo Iván—. ¿Qué está pasando aquí?
Puf.
—Nada, Vanya.
Las palabras del profesor se le acercaron pesadamente, con pausas hipnóticas, como si quisieran quedarse en algún sitio. Letras de plástico con cantos de acero afinado. Iván creía ver las cabezas de los remaches en sus lados. Y el plástico pálido y blanco. No, era sucedáneo de cuero.
No, cuero natural de color blanco. Con repujados.
Una de las letras, una «K», voló hasta Iván y lo empujó contra la pared. Luego rebotó y se alejó de nuevo.
—Si esto dura mucho, acabaré por subir andando por las paredes —profetizó el aterrado Iván.
—Se pueden adoptar medidas de defensa —dijo el profesor.
—¿Como cuáles?
—Ante todo, tenemos que hablar entre nosotros. Así mantenemos ocupado el sentido del oído. ¿Queréis que os cuente un chiste?
—Esto… mejor que no. ¿Qué más? —El preocupado Iván se abanicaba con la mano.
«Si me río con un chiste del profesor, será ya demasiado tarde —pensó—. Entonces sabré con total certeza que me he vuelto loco.»
—En segundo lugar —dijo el profesor, ofendido—, aún tenemos todos las manos libres, ¿verdad que sí?
—Lo que quiere es que nos hagamos una paja, ¿no? —preguntó el Überführer, sin la más mínima ironía—. La masturbación es algo que está en nuestras manos, ¿verdad que sí, profesor?
La indignación del profesor se acrecentaba y empezaba a parecerse a un elefante. Iván vio con nitidez su piel gris cubierta de pliegues. «Si un paquidermo como ése te pone la pata encima, ya estás listo», pensó.
—¡En un momento como éste, sigue pensando en lo mismo de siempre!
El elefante se puso a bramar. Iván se quedó consternado. En ese momento, el elefante era el profesor.
—Siento un zumbido en el cráneo —exclamó de pronto Kuznetsov—. Cada vez que habláis, siento como si alguien me agujerease las sienes con un taladro.
—Eso es muy normal —explicó el elefante en tono tranquilizador, y meneó la trompa.
—¿Y qué pasa entonces con nuestras manos? —preguntó Iván.
Su voz sonaba lejana. Indiferente y extraña. Su cuerpo alternaba entre hacerse más grande y más pequeño. Las voces se difuminaban.
—No sé cómo lo verán ustedes, señores —dijo Vodyanik con voz enfadada—, pero, por lo general, la función de las manos consiste en buscar estímulos táctiles.
—¿Y yo qué he dicho? —respondió el Überführer, en un intento por justificarse.
La voz del skinhead pasó flotando sobre la cabeza de Iván. Una mancha de mercurio que colgaba del techo.
—Palpe usted el suelo, Iván. Eso vale también para usted, Mikhail. Traten de ver con las puntas de los dedos. Describan sus impresiones. Con eso habremos activado una segunda fuente de estímulos. Y en tercer lugar… —El profesor calló por unos breves instantes—. Den rienda suelta a sus pensamientos. Lo que tenemos aquí son condiciones óptimas para la meditación. No hace falta LSD, ni polvo violeta para provocar experiencias religiosas.
—¿Lo dice usted en serio, profesor? —preguntó el Überführer.
Su voz se volvió más pesada, se condensó en una gota de mercurio con formas aerodinámicas y se hundió. Iván percibió la presencia y el movimiento de la gota sobre su propia cabeza, algo desviada hacia Vodyanik.
En esos momentos, el profesor ya no era más que un elefantito.
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer? —respondió Vodyanik—. ¡A propósito! ¿Quién se sabe de memoria un buen poema?
—¿Tiene que ser un poema? —pregunto Kuznetsov con asombro—. ¿Y por qué?
—La pérdida de estímulos conduce, inexorablemente, a una inhibición en la emotividad. En tal circunstancia, el ser humano busca distracción, pero, al mismo tiempo, no encuentra recursos para dejar de pensar en sus problemas. Sin embargo, no debemos perder bajo ninguna circunstancia la voluntad de defendernos.
Se hizo una pausa. La gota del Überführer se cernía sobre el profesor, permanecía sobre él y lo contemplaba.
—Cuando el profesor tiene razón, es que tiene razón —proclamó el Überführer—. ¡Pues muy bien! ¿Quién va a recitar el primer poema? —Silencio—. Bien. Pues entonces voy a empezar yo. Será… Rudyard Kipling: «Las hienas.»
Cuando se han ido los destacamentos funerarios
y los milanos han huido en su desconcierto,
vienen de noche las sabias hienas
para dar cuenta de nuestros muertos.
Cómo murió cada uno y por qué
creen que no es de su incumbencia,
van apartando arbustos y piedras
y olisquean su rastro con vehemencia.
El Überführer recitaba en voz baja y con marcada expresión. Iván creía ver las hienas, creía verlas trotar sobre los cadáveres con sus fauces babeantes. Los cadáveres que había en derredor llevaban máscaras de gas y anoraks calcinados. A lo lejos ascendía el humo de un gigantesco cráter nuclear.
No tienen otro designio que comer
por su bien y por el de sus hembras,
y saben que es más fácil la carne de muerto
que el más débil ser que vida aún tenga.
Porque la cabra cornea y el gusano pica,
y el niño podría hacerles frente;
pero un pobre y difunto soldado del Rey
no tiene fuerzas que cuenten.
Gritan y claman y escarban en tierra
hasta que sus blancos colmillos afilados
encuentran la casaca del Ejército
y sacan a la luz al finado.
Y el rostro patético aparece de nuevo
momentos antes de que lo devoren.
Pero no lo sabrán los hombres vivos,
sólo Dios, y los depredadores
que, privados de alma, no tienen vergüenza
sea cual sea la carne que encuentren.
Ni profanan el nombre del hombre que ha muerto.
Eso lo harán las humanas gentes.
En cuanto el Überführer hubo terminado, se hizo de nuevo el silencio. En un primer momento, Iván no tenía claro dónde se encontraba. Tan sólo veía los cadáveres y los ojos de las hienas que brillaban a la luz de la luna. Era la primera vez en su vida que veía una hiena.
«En realidad —pensaba Iván—, profanar el nombre de los muertos es una costumbre puramente humana. Los animales son más decentes.»
Incluso las bestias de la superficie son más decentes que Sazonov.
—¡Recemos, hermanos!
Una vez más, aquella voz en la oscuridad. ¡¿De qué se trataba?! ¡Ni siquiera nos dejan dormir!
Iván se volvió sobre el otro costado y se puso bien la chaqueta. El desnudo suelo de hormigón le transmitía una miserable frialdad.
—No hay ningún infierno, ni en la tierra ni en el cielo —siguió diciendo la voz—, y tampoco ningún paraíso. Tan sólo nos ha quedado el fuego de la expiación por el que las pobres almas deambulan sin ninguna esperanza de redención. Y el nombre de ese fuego de la expiación es metro. Amén.
—Amén —repitió el coro.
—Se acerca la hora, hermanos. ¡La bestia con cuernos está cada vez más cerca!
«¿De qué bestia con cuernos habla el tío? ¿Quizá de un toro?»
A Iván le costaba concentrarse y ordenar sus propios pensamientos en la oscuridad.
«¡Ponte en pie de una vez, tenemos que salir de este agujero, maldita sea!»
Pero los esfuerzos de Iván fueron en vano. Bastó con que las voces callaran un instante para que volviera a dormirse.
—Escuchadme, he pensado algo —dijo el profesor—. ¿Verdad que ése había empleado la palabra «Sensación»?
—¿De quién habla? —Iván levantó la cabeza. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la reja.
—Nuestro carcelero. Ese tal Ignatius.
—Sí, dijo que todas las respuestas iban a ser una «Sensación» —respondió entonces el Überführer—. Muy críptico. ¿Y? ¿Qué tiene eso de especial?
—¡Pues que significa que ese hombre había jugado al «¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?»!
—¿Ah, sí? —preguntó el Überführer, perplejo—. ¿Entonces, es colega suyo?
—¿Qué es eso del «¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?»? —preguntó Iván.
—Fue un concurso televisivo. Y cuando alguien respondía a una pregunta de manera espontánea, sin tener que pensarlo mucho, decían que era una «Sensación». ¿Lo entendéis?
—No —respondió el Überführer—. Pero vale, de acuerdo, la cosa iba así. ¿Adónde quiere llegar usted con eso, profesor?
Vodyanik había concebido un plan que era puro disparate. Explicó que en el ominoso concurso se liberaba mucha adrenalina. Quien jugaba una vez se quedaba enganchado. Era como una droga. La idea consistía en provocarle un colocón al carcelero para luego intentar engañarlo.
—Estupendo —dijo el Überführer a propósito de las explicaciones del profesor—. Pues entonces, inténtelo. Pero le garantizo que no nos va a salir bien.
—Muchas gracias por su optimismo —respondió Vodyanik, irritado.
—No tengo motivos para ser optimista.
Cuando el carcelero les hizo la siguiente visita, le echaron el cebo. Al oír sus pies que se arrastraban por el suelo, Iván dio inicio a su actuación.
—¡Ahora me toca a mí! Vamos a ver: si una persona se encuentra en el metro, no tiene que subir necesariamente por las escaleras automáticas para llegar a la superficie, sino que también existe otro camino por el que ahora vamos a preguntar. Sin embargo, las personas con buen entrenamiento, por lo general, renuncian a emplear ese otro camino. Si nos encontráramos en Moscú, su empleo sería más fácil, porque allí es más corto. ¿De qué se trata? ¿Lo sabe usted, profesor?
Tenso silencio. Ignatius prosiguió con su ronda. Se oyó el sonido de las bandejas.
—¿Y bien, profesor? ¿Se rinde usted?
Se oyó el chapoteo del agua. Las tazas de hojalata hicieron ruido sobre el suelo de hormigón.
—Esto… ¿podría tratarse, quizá, de las escalerillas de incendios?
Nuevos pasos.
—Respuesta equivocada. La respuesta correcta es… —Iván hizo una pausa dramática—. ¡Los conductos de ventilación! En Moscú son más cortos, tal vez midan veinte o treinta metros, mientras que en San Petersburgo tienen por lo menos cincuenta metros. Además, las escalerillas, por lo general, están oxidadas, y eso también dificulta el ascenso.
Era Kosolapy quien le había explicado a Iván las diferencias entre el metro de Moscú y el de San Petersburgo.
Había pensado la pregunta junto con el profesor y luego se había aprendido la respuesta de memoria, para estar seguro de no bloquearse en el momento preciso.
Los pasos del carcelero se oían ya en la inmediata cercanía.
—Ajá, y la pregunta procede, indudablemente, de las experiencias personales de quien la ha planteado, ¿estoy en lo cierto? —preguntó Vodyanik con retintín.
Los pies, de pronto, dejaron de arrastrarse. Silencio.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Ignatius.
—¿Hablaba usted conmigo? —preguntó el profesor.
—Sí.
—En tal caso, le ruego a usted que no me tutee, si no le es molestia —dijo Vodyanik con voz fría—. Y por lo que respecta a mi observación, soy del parecer que la pregunta no se ha formulado de manera ecuánime. ¿Cómo se podría responder de manera razonable?
—Eh… —Se hizo una pausa—. ¿Aquí también juegan a eso?
El pez había mordido el anzuelo.
Iván había contado con que el carcelero aguantaría tan sólo hasta la siguiente comida. Pero se equivocó. Ignatius aguantó más tiempo del que había imaginado. Hubo que esperar una comida más. Cuando Iván había empezado a pensar que todo estaba perdido, oyó los pies desnudos que se arrastraban sobre el hormigón. Los pasos terminaron frente a la celda del profesor.
—Dígame, ¿estuvo usted en algún club? —preguntó el ciego.
—Por supuesto. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿De verdad?
Iván escuchaba. El cebo había causado su efecto.
—¿Para qué iba a mentirle? —replicó Vodyanik—. En cualquier caso, soy el único de los que se encuentran aquí que jugó como profesional y, a decir verdad, estos amigos no son dignos oponentes para mí, y lo digo con todo el respeto.
—Muchas gracias por el cumplido —rezongó Iván.
—¿Eh? —La vacilación se hizo evidente en la voz del celador—. Tal vez podríamos… ah, no, está claro que no puede ser.
—¿Usted también había jugado? —preguntó Vodyanik.
—Sí, bueno, podríamos decir que…
—Me había llevado desde el primer momento la impresión de que era usted uno de los nuestros —explicó Vodyanik—. Me prestaría incluso a enfrentarme a usted en un torneo, pero, bien pensado, no sería justo. Es evidente que no se ha ejercitado usted desde hace mucho tiempo, mientras que yo…
—¡Vamos a hacer una prueba! —propuso Ignatius.
—¿Tengo que tomármelo como un reto?
—¡Desde luego! Pero ¿de dónde vamos a sacar las preguntas?
—¿Cómo? ¿Acaso se desmanteló el Archivo Stepanov?
Silencio. Iván creía percibir el esfuerzo en la materia gris del carcelero.
—Que yo sepa, no —respondió Ignatius. El tono amistoso de su voz dio a entender que sonreía.
—En cualquier caso, ambos sabemos preguntas que el otro no podrá responder —dijo Vodyanik—. Merece la pena un intento. Pero, por favor, sin preguntas basadas en juegos de palabras, ya me entiende, del tipo: «Es grande, gris y llama por teléfono desde África.» No soporto ese tipo de pruebas.
—¡Empiece usted, por favor!
Ambos eran fanáticos de los juegos de preguntas y respuestas, y se bombardearon obsesivamente con cuestiones. Iván se aburrió y llegó a echar una cabezada.
—Yo creo que con eso podemos terminar —dijo de pronto Vodyanik.
—Pero ¿por qué? —preguntó Ignatius.
Iván escuchaba. Hasta ese momento, el profesor no le había dado al carcelero ningún motivo para desconfiar. Pero tarde o temprano tendría que dar un primer paso.
—Sin un reloj para marcar el tiempo, esto no es divertido.
Vodyanik había atacado con precaución.
—Puedo conseguir uno —dijo Ignatius.
—Y además… además, voy a necesitar una luz.
Empezaba la parte difícil.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ignatius con irritación—. ¿Ahora? ¿Así de pronto?
—Por la privación de estímulos sensoriales —dijo el profesor, como si con eso quedara todo explicado.
Se hizo una pausa.
La frente de Iván se cubrió de un sudor frío.
—¡Ja! —exclamó el carcelero—. Ya entiendo. Por la inhibición en la emotividad. ¿Conoce el experimento MK ULTRA?
—Pues claro. Candela —suspiró Vodyanik.
¿Qué decía de una candela? Iván no entendía nada.
—¡Exacto! —Ignatius se alegró como un niño con zapatos nuevos—. Por supuesto, candela. Pero es que esa pregunta era sencilla. —Pensó durante largo rato y con esfuerzo—. Bueno, está bien. Le voy a traer una luz. ¿Le bastará con una lámpara de carburo?
—Acetileno… la reacción de adición —dijo Vodyanik, veloz como un rayo.
—Ésa era demasiado fácil. Vayamos con algo más complicado: el arquitecto checo Jan Letzel vivió durante muchos años en Japón, donde diseñó varios edificios de estilo europeo. Después del gran terremoto de Kanto regresó a su patria y murió allí. Veinte años después de su muerte, uno de los edificios que había construido se hizo famoso en todo el mundo. Pregunta: ¿Por qué se hizo famoso?
Silencio. A juzgar por lo que se oía, Ignatius estaba agitado e impaciente.
—¿Y bien?
El profesor suspiró.
—Sin luz no puedo pensar bien, ¿lo entiende usted, colega? No logro concentrarme bien. Así no se puede jugar.
—Lo entiendo —respondió el carcelero—. Pero, de todas maneras, haga un intento por responder.
—Bueno, pues vale, pero no estoy seguro de la respuesta. ¿Podría ser que ése fuera el edificio que quedó en pie después de la explosión nuclear en Hiroshima?
Iván se quedó estupefacto. No lograba imaginarse el saber que había tenido que acumular aquel hombre para poder responder a una pregunta como ésa. Y la exhibición de saber no había terminado…
—Correcto —dijo Ignatius—. Era el edificio de la Cámara de Comercio.
—El Archivo Stepanov es un banco de datos que contiene todas las preguntas que se hicieron en los torneos de «¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuándo?», o en concursos televisivos como «Torneo de Cerebros» o «Su juego» —explicó Vodyanik—. Una «candela» es una pregunta que está quemada, que ya salió en un concurso anterior. «Darle la vuelta a una pregunta» significa dar una respuesta rebuscada e inverosímil a una pregunta que parecía fácil. Un «ataúd» es una pregunta a la que no se puede responder, una pregunta muerta.
El profesor hablaba como un libro, e Iván no sabía qué era lo que le empujaba con mayor fuerza hacia la locura, si la oscuridad o la cháchara de Vodyanik. ¿Hay algún castigo mayor que tener que hablar con un fanático acerca de su mayor pasión? Iván se consolaba con la idea de que aquello había de servirles para escapar.
Al traerles la siguiente comida, el carcelero vino con una linterna de funda de goma.
«¡Es la mía! —pensó Iván—. Ladrones de mierda. Pero que sea así. Lo más importante es que nuestro plan funcione.»
«Y además… ¡tenemos luz!» Por un instante no hubo nada más hermoso en el mundo.
Los ojos del profesor se iluminaron, y le vibraron las aletas de la nariz. El propio Iván se contagió en cierta medida de su entusiasmo. Vodyanik e Ignatius habían sacado ya diez preguntas y estaban seis a cuatro a favor del profesor.
El carcelero tenía la frente bañada en sudor. La expresión de su rostro irradiaba una mezcla de euforia y éxtasis, como la de un yonqui en pleno colocón.
Parecía que le faltara poco para perder el control sobre sí mismo. Pero no les quedaba mucho tiempo: dos comidas más.
—Atención… allá va la siguiente pregunta —anunció Vodyanik—. Al construirse el metro de Moscú, la planificación de las diferentes estaciones obedeció a motivos ideológicos. Mientras que en las estaciones de metro de los países capitalistas los andenes se encuentran a ambos lados y las vías en el centro, en el metro de Moscú ocurre lo contrario. La pregunta es: de acuerdo con la ideología marxista leninista, ¿qué es lo más importante del metro? Ha empezado el tiempo de respuesta.
El cronómetro hizo un clic.
El carcelero se sumió en sus pensamientos y entonces, de pronto, levantó el dedo pulgar. La pasión refulgía en su rostro.
—Sí… sí… ¡ya lo tengo! Sí, lo más importante en el metro… de acuerdo con la ideología marxista leninista… es… ¡que el cambio de vías se encuentre en el lugar adecuado!
—Entonces, ¿ésa es su respuesta? —insistió Vodyanik.
—Eh… que el cambio de vías se encuentre en el lugar adecuado.
—El concursante ha respondido —dijo el profesor—. Atención. La respuesta correcta es…
El carcelero estaba como borracho y su cuerpo se tambaleaba. Anduvo torpemente hasta la celda y apoyó la espalda contra la reja.
En ese instante, el Überführer se puso a sus espaldas, le agarró la frente con una mano y la barbilla con la otra y, con todas sus fuerzas, le golpeó la cabeza contra la reja. Iván sintió un escalofrío al oír el espantoso crujido.
—Donde hay mucha sabiduría, también hay mucha tristeza —recitó el skinhead.
El carcelero se inclinó hacia adelante, las piernas se le doblaron. Por un instante, un fuego fatuo recorrió sus ojos, luego éstos se apagaron y su cuerpo se desplomó sin fuerzas, como un saco lleno.
—Pero si lo que queríamos era ganarnos su confianza… —balbució el profesor, consternado—. ¿Por qué le ha…?
El Überführer se arrodilló, sacó la mano por entre los barrotes, agarró por los pantalones al celador ya muerto y lo arrastró hacia sí.
—Ese hombre le quería dejar ciego a usted —le dijo Iván a Vodyanik—. ¿Tan rápido lo ha olvidado?
—Era… —El profesor se sentó en el suelo y se quedó inerme, recostado contra la reja—. Era uno de los nuestros.
El Überführer le quitó el manojo de llaves al muerto, se puso en pie y trabajó febrilmente con el cerrojo. Probó hasta que por fin encontró la llave correcta. Clic-clac. La puerta se abrió con un chirrido.
Salió de la celda con un suspiro de alivio y liberó al resto de los prisioneros.
—¿La respuesta correcta era ésa, profesor? —preguntó Iván.
El profesor aún estaba sentado dentro de la celda y miraba atónito a su difunto contrincante. Levantó la cabeza poco a poco. Parecía que hubiera envejecido.
—No —respondió—. Le había dado la vuelta a la pregunta. Lo más importante del metro son las personas. Era muy sencillo.
Iván guardó tan sólo un recuerdo fragmentario de lo que sucedió después. Tan pronto como todos los prisioneros estuvieron libres, se hicieron con la linterna e iniciaron una fuga más propia de una película, con todos los ingredientes propios de ésta: pánico, gritos, caos.
Atacaron por sorpresa a dos centinelas y les arrebataron los fusiles. Los ciegos no tenían la más mínima oportunidad contra personas que veían y que disponían de una linterna.
Tal como Iván se había imaginado, la cárcel se hallaba en un pequeño búnker desde el que se podía salir directamente al túnel principal. Si lo tomaban en dirección sur, llegarían a la Oserki, y luego a la Nevski prospekt. Los fugitivos siguieron el túnel en esa dirección.
La linterna de la que se habían apoderado les dio algunas sorpresas.
—Andaaa —dijo el Überführer, y alumbró en plena cara a su recién conocido Yura Nelson—. Mirad esto.
—¿Qué pasa? —respondió éste, y, preocupado, se miró a sí mismo.
Iván tuvo que esforzarse para no echarse a reír. La expresión de horror y desconcierto que había aparecido en el rostro del skinhead era para morirse de risa.
—¿Qué es lo que te sorprende tanto, Über? —preguntó Iván—. Ya te había dicho que se llamaba así.
El skinhead se rascó el mentón sin afeitar.
—Yo me había imaginado al almirante Nelson, que era tuerto…
—Tú estás pensando en Kutúzov —dijo Iván.
—Y manco —siguió diciendo el Überführer, sin inmutarse—. Umm, aunque esto último sí se podría corregir…
Yura, apodado Nelson, tenía la piel negra, y eso difícilmente se puede corregir. «Son cosas que ocurren», pensó Iván.
Una hora y media más tarde, el Überführer seguía sin tranquilizarse.
—Pues vaya —murmuraba mientras caminaban en dirección a la Oserki—, pues entonces tendremos que llamarlo Nelson Mandela, ¿o no? ¡Eh, Mandela! —dijo, volviéndose hacia Yura—. ¿Eres negro de verdad? ¿O es que ahora veo mal?
«Ya podría ser que los ojos del Überführer no vieran bien —pensó Iván—, pero entonces se trataría de una alucinación masiva. Ja, ja.»
—Déjale en paz —dijo el digger.
—Sí, yo también pienso que ya es suficiente —añadió el profesor.
El Überführer se dio la vuelta y se detuvo.
—¡A callar! —bramó—. ¿O es que a vosotros os parece que voy a permitir que unos listillos de mierda me pongan las normas?
—¡Cállate tú! —gritó Iván en respuesta—. ¿Pero tú te has creído que tengo alguna necesidad de que me tomes por imbécil?
Ambos se perforaban con la mirada. Faltaba poco para que empezaran a arrearse puñetazos. Pero entonces el Überführer dijo una palabrota, escupió en el suelo y se volvió. Siguieron adelante en silencio.
—Ahora resulta que sí que eres un poquito racista, ¿verdad que sí, Über? —preguntó Iván en tono conciliador.
El skinhead le lanzó una mirada glacial. Se le hincharon las narices.
—¿Tú qué pensabas?
—¿Y qué pasa con Kipling?—preguntó Iván.
—Kipling está muerto.