LA estación de los médicos militares no era ya nada más que un reflejo de luz que quedaba a sus espaldas. Iván pasaba revista mentalmente: la Chernyshevskaya, la Ploshchad Lenina y luego la Vyborgskaya. ¿Verdad que sí?
En contraste con los baluartes de la Alianza, el puesto de control de la Vyborgskaya era de carácter más bien formal. No había sacos de arena, ni fusiles ametralladores, ni reflectores. En medio del túnel había un simple escritorio con un par de sillas. Dos hombres en uniforme gris, armados con fusiles de asalto, estaban repantigados en sus sillas. Detrás del puesto de guardia había un área cerrada en la que se alineaban antiguos asientos de metro. Sobre uno de ellos dormía un civil. Tal vez lo habían arrestado. La iluminación del puesto consistía en una única lámpara, alimentada por una batería que tenían colocada bajo el escritorio.
Iván saludó a los guardias de fronteras y dijo el apellido.
—¿De dónde vienes? —preguntó uno de los hombres con voz de aburrimiento. Tenía en la cara una expresión como helada.
—De la Vosstaniya.
Iván sabía que su respuesta iba a suscitar nuevas preguntas, pero ¿de qué otro sitio podía venir?
Contra todas sus expectativas, el guardia no le hizo más preguntas, sino que asintió con la cabeza, sin más.
—¿Qué llevas?
—Máscaras antigás que pienso vender. Aparte de eso, tan sólo trastos varios, nada de valor.
—Enséñanoslo.
Iván abrió la bolsa y el guardia echó una mirada a su interior. Luego sacó un bloc de notas grueso, de papel cuadriculado, y humedeció la punta del lápiz con saliva.
—Como motivo de la visita voy a poner «comercio». Serán dos cartuchos.
Iván suspiró. «Sí, claro, no se podía circular por el metro sin pagar aduana.»
—¿Por qué es tan caro? —preguntó.
—Así son los tiempos que corren —respondió el guardia, arrancando limpiamente la hoja del bloc y entregándosela a Iván—. Si te parece demasiado caro, puedes volver por donde has venido.
—Son tiempos difíciles —añadió Iván.
—Desde luego —confirmó el guardia—. ¿Has oído lo último? Esos locos de la Vaska han exterminado a los moscovitas. Sin misericordia. También se han cepillado a las mujeres y los niños. ¿Cómo han podido hacer algo así? Pero qué te cuento yo ahora, seguro que sabes mucho más que yo. —Vaciló, y miró a Iván con extrañeza—. ¿Cómo es que así de pronto te has quedado tan pálido? Dime, ¿eres moscovita?
—Sí.
Iván se tambaleó, sentía un mareo. Quizá por el largo rato que llevaba caminando. O quizá porque sí.
—Ya entiendo —dijo el guardia—. Lo siento, amigo mío. Te voy a ser sincero: antes no me gustaba vuestro clan, pero lo que ha ocurrido ahora es muy fuerte. No se puede tratar así a seres humanos. No tengo ni idea de lo que les ha pasado por la cabeza a esos tíos de la Vasileostrovskaya.
De pronto, Iván vio de nuevo ante sus ojos la imagen de Gladyshev. De cómo enseñaba los dientes. De cómo había clavado la palanqueta en el cuerpo de una persona, con tanta fuerza que la sangre había manado a chorro.
—No fueron ellos —replicó Iván sin ninguna convicción—. Fueron los admiralzes.
No le había sido nada fácil que una mentira tan evidente franqueara sus labios.
—Anda —respondió el guardia, cuyo rostro, mientras escuchaba, había perdido toda tirantez—. ¿A ti quién te ha dicho eso? Los admiralzes no son corderitos, en eso tienes razón. Pero en comparación con los de la Vaska, son unos santos. Dicen que habría que llevar a juicio a los agresores por crímenes de guerra. Tú tendrías que presentarte como testigo. Hay que ponerles coto a esos cabrones. He oído que a algunos los quemaron vivos con lanzallamas. Eso ya es lo último…
—¿Cuánto dices que te tengo que pagar? —Iván no tenía ni las más mínimas ganas de proseguir con la conversación—. ¿Dos cartuchos?
Para sorpresa de Iván, el guardia le hizo señas de que no.
—Olvídalo. Dame eso.
De pronto, el hombre se había transformado en la amabilidad en persona.
—¿El qué?
—Ese papel. Te voy a poner el sello. —El guardia agarró el papel, sopló en el sello, lo estampó dos veces sobre la hoja, la rasgó por la mitad y entregó una de las dos mitades a Iván—. Puedes pasar, amigo mío. Y ya puedes quedarte con los cartuchos, los vas a necesitar más que yo.
—Sí —dijo Iván—. Muchas gracias.
Sobre el papel había quedado marcado un sello rectangular: «Prueba médica superada.»
Los tiempos cambian.
Los túneles cambian.
Los seres humanos cambian.
Las preguntas cambian.
En realidad, todo sigue igual que antes.
La Historia… son molestias que afectan a los demás.
Iván estaba tumbado de cara al suelo y reflexionaba.
«¿Me muevo? En estos momentos no puede ser. Si me siento en el suelo, me encontraré mal y tendré que vomitar. Si me pongo en pie, perderé el equilibrio y me caeré de nuevo. Si recojo las piernas, la cabeza me quedará más abajo que el corazón, la sangre se me acumulará en el cerebro y me quedaré indefenso. Así que lo mejor será que me quede tumbado. Qué suelo más interesante. Gris, duro, y frío como el hielo. Hormigón desnudo. Y yo estoy tumbado encima.»
Iván sentía como un coágulo de plomo en la barriga: el estómago. Le dolía. Un poco más abajo, hacia un lado, había un ladrillo: el hígado. Al final del cuello, rígido como una vara, sentía un zumbido dentro del cráneo, por el que le fluía el viscoso jugo de sus pensamientos. Dicho en pocas palabras: Iván se sentía miserable como un perro.
Cerró los ojos y trató de dormirse. Con toda la fuerza de su voluntad, trató de encerrarse de nuevo en la crisálida del sueño, igual que un hombre abre el cierre y mete un cartucho en la recámara. Cuesta, pero se puede hacer. Iván se durmió de nuevo. Había que volver a echar el cierre.
Los diggers necesitan veinticuatro horas de sueño antes de cada una de sus expediciones, o mejor cuarenta y ocho. Porque en la superficie no se puede dormir. Al regresar de la expedición se duerme todo el tiempo que uno quiera… en el supuesto de que haya regresado. Y no hay que olvidar mear en la puerta hermética, ya que eso trae suerte.
En esta ocasión, los esfuerzos de Iván por dormir no tenían nada que ver con una futura expedición, sino con una intoxicación por alcohol. Tenía una cantidad desmesurada de toxinas en la sangre y le faltaba calcio y vitamina C. El cuerpo estaba totalmente deshidratado, el corazón no le latía al ritmo adecuado. Eso es lo que sucede después de un buen rato de empinar el codo.
Iván se durmió y, con todo, estaba despierto a la vez. Visiones y criaturas de pesadilla acechaban en su inmediata cercanía, como detrás de una luna de cristal, pero, al mismo tiempo, Iván pensaba.
«Todo ha terminado. Ha terminado.»
A Iván le ardía el estómago, como si no hubiese bebido alcohol, sino ácido. Mientras dormía, los rostros de sus compañeros de borrachera de ayer pasaron por su lado. Más que rostros, eran muecas.
—¡Bebe, moscovita! —le gritaban las muecas, y le ponían delante un vaso tras otro. Un líquido oscuro con olor a acetona brotaba del vaso para mezclas.
Una mano cubierta de vello rubicundo. Tenía restos de hulla en las uñas. Iván creyó volver a ver cómo alguien —posiblemente él mismo— colocaba en esa mano unos pequeños cilindros bimetálicos y unas ristras de pastillas. «Los cartuchos —pensó Iván con un tardío deje de preocupación—. Y los antibióticos. Mierda. En ese instante estuvo a punto de despertar, pero siguió durmiendo.»
Iván albergaba la esperanza de que todo hubiera sido un sueño. De que después de despertar, encontraría los cartuchos y los antibióticos en su sitio, que él mismo estaría vestido y no habría sufrido ningún daño, y que estaría listo para proseguir con la expedición. Siempre adelante. Siempre adelante.
Una vez más, los vasos llenos, el hedor de acetona, el paladar ardiente. Entonces se vio en unos baños. Vomitaba sobre el lavamanos. Luego nada más. Se quedó en blanco.
Iván dormía y albergaba la esperanza de soñar.
De pronto, voces.
—¿Dónde está el moscovita?
—Allí. Está sobando.
Las voces se acercaron. También era un sueño.
—Habría que ventilar esto, no se puede ni respirar. ¿Cuántos son exactamente? —preguntaba una voz cargada de aburrimiento, pero, al mismo tiempo, autoritaria.
—Seis hombres por tienda —respondió otra voz con cierto tono de mosqueo—. Todo de acuerdo con el reglamento.
—Ya está bien. ¿Se encuentra aquí?
—Sí.
Iván, en duermevela, se preguntó si le convendría levantarse y hacer algo. Huir. O tal vez luchar. Pero entonces pensó: «¿Para qué, en realidad? Y siguió durmiendo.»
De pronto le recorrió un dolor lancinante. Un ardor infernal en las costillas. Iván se puso de espaldas al suelo. No logró gritar, tan sólo boqueaba como pez fuera del agua. Veía fogonazos como de ráfagas de fusil en un túnel.
—¡Adelante! ¡Muerte a los moscovitas! ¡Fuego!
A modo de respuesta, se oyó un resonante:
—¡Cerdos de Petersburgo!
Y el traqueteo ensordecedor de una ametralladora.
Iván abrió los ojos. Todo daba vueltas y se difuminaba. De pronto vio un rostro.
—Ah, ¿has despertado, muchacho? —dijo con voz suave aquel rostro.
Una cara rechoncha y poco viril. ¿La había visto en alguna otra ocasión? ¿Ayer? Iván parpadeó. El ayer estaba cubierto por una sombra negra. Sólo le había quedado el vago recuerdo de un sueño. Tan sólo el dolor del costado y el rostro que le susurraba.
Iván miraba y callaba. Las células de su cerebro estaban tan vacías como las literas de un refugio antiaéreo abandonado. El olor a podredumbre y el chapoteo de botas de goma en un túnel penetraron en su consciencia. El rostro rechoncho se inclinó hasta ocupar todo el campo visual de Iván.
«Si se acerca un poco más —pensó Iván—, llenará el metro entero y me expulsará a mí a la superficie. Y luego se expandirá también por allí arriba.»
—¿Quién… quién eres? —preguntó Iván con labios temblorosos.
Su voz resonaba como si estuviera hablando desde el fondo de un depósito de agua. Habían empleado ese tipo de depósitos después de la Catástrofe. Los había buscado instalación tras instalación junto a Kosolapy. Había sido en un búnker de la Primorskaya. ¿O no?
—Ponte en pie, muchacho —dijo el rostro—. He venido a buscarte. Tenemos que irnos.
Iván parpadeó con desesperación para, por lo menos, ver un poco mejor. Funcionó. El rostro se apartó. Pertenecía a un hombre que vestía un uniforme de camuflaje gris. Estaba agachado frente a él, con las manos apoyadas sobre un rifle. Iván tragó saliva. Los brazos del hombre estaban cubiertos de vello rubicundo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Iván.
El espantoso sueño se había transformado en amarga realidad.
«¿Cuánto tiempo habré perdido? —se preguntó Iván—. ¿Y cómo tratan aquí a los morosos? ¿Les castigan con el cable de cobre como en la Sadovaya-Spasskaya? ¿O los meten en la cárcel?»
Iván enderezó medio cuerpo, pero se dio cuenta de que se había equivocado. Parecía que el cerebro le estallara. Gimoteó.
—Uy, uy, uy, no tienes muy buena pinta —dijo el hombre, y se incorporó—. Pero ya te recuperarás. Seguro que te vas a encontrar mejor en cuanto hayamos caminado un poco.
—Pero, ¿adónde vamos?
Iván calculó la trayectoria del salto que necesitaría para agarrar al hombre por las piernas. Eso si es que el cráneo que en ese momento se sentía lleno de plomo se prestaba a colaborar…
«Debo ir a casa —pensó Iván—. Y tendré que pasar sobre cadáveres para conseguirlo.»
—No está nada lejos —respondió el hombre—. Vamos a registrarte como corresponde. Nosotros nos lo tomamos todo en serio, no te preocupes.
«Qué capullo.» Iván fingió que iba a levantarse. Se apoyó en el suelo con las manos y dobló las rodillas. El estómago se le rebelaba y le parecía que iba a desmayarse. Daba igual… ¡ahora o nunca! Mis caramelos favoritos…
—Aquí no aceptamos estaf…
El hombre no logró terminar la frase. El digger lo derribó con un golpe brutal. El movimiento de retroceso le sacudió el cerebro a Iván dentro del cráneo como si estuviera suelto. El hombre con el uniforme de camuflaje gris se cayó al suelo cuan largo era. Iván se levantó, veloz como un rayo, se arrojó sobre él, le arrebató el fusil (un Abakan,[19] qué bien acostumbrado estaba el usurero) y le apuntó a la cabeza. Bajo las rodillas que le había puesto en el pecho sintió una placa dura. Un chaleco antibalas, estaba claro. En el rostro redondo se pintó el terror puro y duro. Su boca se abrió y los ojos estuvieron a punto de salírsele de las cuencas.
—¡No… no dispares!
—¡¿Adónde querías llevarme, eh?!
Iván le quitó el seguro al arma y tensó el gatillo.
—¡¿Qué?!
—¡Adónde querías llevarme, dímelo de una vez!
El rostro del otro se contrajo en una mueca de incomprensión.
—¡Pero si tú mismo querías ir!
«Mis caramelos favoritos se llaman Batooonchiki…»
—¿Adónde quería ir yo? —Esta vez fue Iván quien abrió la boca—. ¿A la trena?
El hombre parpadeó, turbado.
—¿De qué trena me hablas? Tú mismo me habías rogado que te llevara a la Línea 2. Para no tener que pasar por la Ploshchad Vosstaniya, la Sampsoniyevskaya y la Botanicheskaya. ¡No he sido yo quien te he convencido para que fueses, tío! Primero teníamos que ir a ver al comandante y firmar un contrato. ¿Es que lo has olvidado? ¡Si hasta me habías pagado un anticipo!
—¿Yo?
Iván le miró con ojos desorbitados. ¿Lo había hecho de verdad? Apartó un poco el cañón del fusil.
—¡Sí, tú! ¡¿Quién, si no?! —gritó el hombre—. Te has matado lo que te quedaba de materia gris a base de alcohol. Y yo te había dicho que no bebieras tanto, porque nos aguardaba un largo camino.
«Mierda. El tío tiene razón.»
Iván le echó el seguro al arma. Los dolores de cabeza ya no eran tan fuertes. Un subidón de adrenalina lo arregla todo…
—Ponte en pie —dijo—. ¿Volvemos a lo de antes?
El comandante de la Vyborgskaya era un hombre mayor, de nariz afilada, vestido con una chaqueta de punto. Después de firmar el contrato en un despacho y comer algo a toda velocidad, Iván y su pelirrojo acompañante se pusieron en camino.
Cada paso que daba Iván era una purga de los excesos que había cometido con el alcohol durante la noche anterior.
—Esas estaciones llegaron a planearse, pero no se construyeron —narraba el pelirrojo, que respondía al nombre de Violator—. La Sampsoniyevskaya y la Botanichevskaya. Bonita pareja. Pero los túneles sí se terminaron. Por otra parte, se preveía también la estación Sredni prospekt. Tenía que tener un enlace con la Vaska.
—Lo sé —respondió Iván—. Por lo menos, he oído hablar de ello.
—Ésa tampoco se llegó a terminar —siguió contándole Violator—. Ni siquiera se terminaron los túneles que llevaban hasta allí. Pero sí se puede pasar por ellos para llegar hasta la isla Vasilyevski, contando con que los túneles no se hayan inundado. Hay una cinta transportadora debajo del Neva.
—¿Una qué?
—Una cinta transportadora. Es una especie de escalera mecánica, sólo que horizontal. Te pones encima y te lleva. Aunque, por supuesto, hace mucho tiempo que dejó de funcionar.
La idea de ir directamente hasta la Vasileostrovskaya le resultaba atractiva. Pero ¿qué podría hacer Iván una vez estuviera allí?
Tanya. Iván cerró los ojos para escapar del mareo. No. Antes tenía que encontrar a Shakilov. Así lo había planeado cuando estaba con el ciego.
La matanza en la Ploshchad Vosstaniya era ya conocida en todo el metro.
Su misión consistía en regresar y seguir con vida.
Y en vengarse.
Era muy sencillo.
Al cabo de varias horas llegaron a la estación Chornaya Rechka, que, por motivos desconocidos, estaba casi desierta. El propio Violator no sabía cómo explicárselo. En el andén ardía una hoguera solitaria. A su alrededor se sentaban varias personas con ropas abigarradas. Iván no había visto ninguna hoguera de acampada desde hacía una eternidad. Quien encendiera fuego por su cuenta en el territorio de la Alianza podía tener problemas.
«A menos que se trate de un lanzallamas», pensó Iván con amargura.
Un hombre alto y corpulento con sombrero de ala ancha se levantó frente al fuego. Una barba canosa. Piel morena.
—Son gitanos —explicó Violator—. Espérame aquí, vuelvo en seguida.
Con los brazos abiertos y una sonrisa que iba de un extremo al otro del andén, se acercó al hombre del sombrero.
Éste, sin embargo, no daba indicios de querer abrazar al recién llegado. Al contrario: recibió al pelirrojo con visible desagrado y le indicó, con un inequívoco gesto, que haría bien en marcharse. Violator habló con él, pero el gitano repitió el gesto de rechazo.
Iván aguardó.
Al regresar con Iván, Violator no se mostró impresionado en lo más mínimo por el grosero recibimiento.
—Dice que los ángeles no lo autorizan —fue su críptica explicación.
Atravesaron la estación Petrogradskaya prácticamente sin detenerse. Era una estación silenciosa y extraña. Incluso las personas que se encontraban allí eran silenciosas y extrañas. Iván no entendía muy bien el porqué, pero los habitantes de la Petrogradskaya le resultaban totalmente extraños.
—Son dendrófilos —susurró Violator.
—¿Qué?
—Amigos de las plantas —explicó el pelirrojo, sin entrar más en materia.
A Iván le daba francamente igual. Por él, como si fueran aficionados a la filatelia. Tampoco sabía lo que podían significar esas palabras tan cómicas. «Dendrófilos.» «Filatelia.»
Todos a la mierda.
Cuando llegaron unas horas más tarde a la bifurcación que conducía a la Gorkovskaya, Violator, de pronto, apuntó a Iván con su fusil.
—¿Y esto qué significa? —preguntó Iván con una calma de la que él mismo se sorprendió.
—Todavía me debes la segunda parte de mis honorarios —respondió Violator.
—Cierto.
—Pues págame ahora. Vas a tener que hacer tú solo el resto del camino, lo siento.
—Está bien. —Iván asintió con la cabeza—. Comprendo.
Esforzándose por no hacer ningún movimiento sospechoso, sacó los cartuchos de la bolsa y contó la cantidad acordada.
—Déjalos en el suelo.
Iván se encogió de hombros e hizo lo que le exigía el pelirrojo. Luego retrocedió dos pasos. Violator se apresuró a meterse los cartuchos en la mochila. Ni siquiera los contó.
—El camino está por allí arriba. —Alumbró con la linterna un escrito que indicaba un conducto—. Que tengas mucha suerte, digger.
—¿Y tú cómo sabes que soy digger?
Iván estaba sorprendido de verdad.
Una sonrisa satisfecha apareció en el rostro de Violator.
—Reconozco en seguida a la gente de vuestra casta. Si hasta os movéis todos igual. Me he dado cuenta de que notabas hasta el más mínimo roce. Me has puesto nervioso. En ningún momento podía estar seguro de que no fueras a arrastrarme a un rincón y matarme.
—Soy hombre de honor —dijo Iván.
—Ah, no, muchacho. —Violator negó con la cabeza—. De honor, nada. Como mucho, cumples tu palabra. Eso ya es harina de otro costal. Entre vosotros, los diggers, es como una especie de deformación profesional.
—¿Disculpa? —preguntó Iván, confuso.
—Una enfermedad provocada por el trabajo. En otro tiempo estudié psicología. Bueno, ya me entiendes…
Iván no pudo evitar una sonrisa.
—¿Y podrías explicarme en qué se diferencian un hombre de honor y un digger que no hace más que cumplir con su palabra? —preguntó con curiosidad.
—Es una distinción sutil —respondió Violator con una sonrisa triunfal—. Un hombre de honor es honorable en todo, también si se trata de la palabra dada. Un digger, en cambio, lo único que hace es atenerse a la promesa dada. Aparte de eso, hará y dejará de hacer lo que le dé la gana. Por ejemplo, pegarme una torta y quitarme el fusil.
—Eso que dices parece lógico —corroboró Iván. De hecho, era cierto que se le había ocurrido esa misma idea. Tal vez fuera a necesitar un fusil—. ¿En qué dirección tengo que ir?
—Por allí.
—Como me hayas engañado, iré a por ti —le advirtió Iván—. Esto no es ninguna amenaza, no te lo tomes como algo personal. Simplemente, pienso que tienes que saberlo. Puedo llegar a ser muy rencoroso.
Sí, lo era. Iván miró con intensidad al pelirrojo. Se habían formado gotas de sudor en su frente. Estaba visiblemente nervioso.
—Es una cuestión de… ¿cómo lo habías dicho? Deformación profesional —añadió Iván en tono burlón—. ¿Tienes algo más por decirme?
—No es nada sencillo llegar hasta allí —dijo el pelirrojo tras una breve vacilación.
—¿Pero es posible?
Se hizo una pausa. Una gota de sudor atravesó el rostro de Violator.
—Sí.
El techo de hormigón se abovedaba justo encima de su cabeza y se volvía cada vez más bajo. Iván se encorvó y siguió adelante. A juzgar por la corriente de aire, no tenía que tener miedo de meterse en un callejón sin salida. Si no, ¿de dónde habría venido el viento?
Cuando Iván llegó por fin a un punto en el que podía caminar erguido, tenía la espalda tan entumecida que en un primer momento no logró incorporarse. «Maldición.» Se detuvo cinco minutos con el cuerpo agachado y se hizo un masaje en la región lumbar. Luego, al fin, irguió la parte superior del cuerpo, muy lentamente. Un dolor lancinante. Tomó aire entre dientes.
A veces se nos ocurren cosas que habría sido mejor no pensar.
Así, por ejemplo, por qué motivo Enigma le había salvado la vida a Iván. Los zombels mataban personas sin cesar. ¿Qué le importaba uno más o uno menos?
O los antibióticos. ¿El viejo no tenía otro empleo para ellos?
Después de lo que le pareció una eternidad, el círculo de luz de la linterna que llevaba en la frente alumbró un montón de tierra. Iván lo iluminó de abajo arriba. Pues sí. El muro de tierra empezaba a sus pies y llegaba hasta el techo.
Alguien había provocado una explosión en el túnel para impedir que entrara el agua. Iván había oído rumores diversos acerca de la Gorkovskaya. Uno de ellos decía que en aquella estación, el nivel de agua había ido subiendo hasta obligar a sus habitantes a marcharse. Según otros, los habitantes de la Gorkovskaya habían huido, en efecto, pero no del agua. Bueno. Según una tercera versión, especialmente curiosa, sus gentes no habían huido, sino que todavía se encontraban allí. Iván negó con la cabeza. Difícilmente podía ser así. Lo habría sabido todo el mundo.
En cualquier caso, el túnel estaba cegado.
«Qué suerte tengo de saber cómo puedo seguir adelante —pensó Iván, y sonrió—. Hay que dar las gracias al honrado vagabundo Violator.»
El mundo que nos resultaba familiar se nos viene abajo.
¿Qué es lo que vamos a sentir cuando eso ocurra?
El mundo se sale de quicio, cruje bajo las suelas como una bola de cristal.
Se aplasta como la vaina de un cartucho bajo el talón de la bota.
¿Qué es lo que sentimos mientras eso sucede?
Nada.
Salvo la propia sacudida.
Al cabo de unos ciento cincuenta metros, la estrecha galería terminaba en el agua.
«Interesante.» Iván alumbró a izquierda y derecha: las paredes del túnel. Más adelante no había nada, salvo agua. Vaya gracia.
Violator le había hablado de una ciudad en el agua. ¿Y? ¿Dónde estaba?
El agua se agitaba levemente a la luz de su linterna. Era negra y viscosa como el aceite. Y su olor era horrible.
«Vuestra ridícula ciudad puede irse a paseo —pensó Iván—. Pero yo tengo que pasar de alguna manera.»
No podría seguir adelante a pie. El agua del túnel llegaba demasiado arriba. ¿Y nadando?
Iván agarró la linterna de bolsillo con la otra mano, se agachó y se inclinó sobre la resplandeciente superficie. La típica agua del metro. Sucia. Por todas partes flotaban basuras.
«Basta.» Iván sintió como un peso de plomo en el cogote. La voz interior.
Una vaga sensación. Iván salió del agua. Un chapoteo. Y otro.
Dio dos pasos hacia atrás, retrocedió y se cayó de culo. «Mierda.» Sintió en los oídos un sonido ligero, como un silbido. ¿Qué ocurría allí?
Iván sintió una vez más la presencia del monstruo de la Primorskaya. Habría renunciado encantado a un nuevo encuentro como ése. La otra vez, la bestia también había salido del agua.
Así pues, descartaba la posibilidad de nadar, pero, por otra parte, no podía quedarse allí a esperar tiempos mejores.
¿Y si encontraba algún conducto de ventilación? Entonces treparía hasta la superficie e iría a pie por la ciudad muerta. Solo, prácticamente sin armas, sin traje protector ni dosímetro. Un método bastante seguro para cometer suicidio.
¡Pero si había algún pasaje que llevaba hasta el agua debía de ser por algo! ¿Quizá sería buena idea lanzar un grito de llamada?
Iván recorrió las paredes del túnel con la luz de la linterna y no tardó en encontrar algo. En el hormigón había una argolla oxidada de la que colgaba una cuerda. Dicha cuerda continuaba en dirección horizontal por la pared del túnel y desaparecía en la oscuridad.
Iván no se lo pensó demasiado y tiró de la cuerda. Oyó como un timbre en la lejanía. Muy débil. Iván volvió a tirar con fuerza de la cuerda. En esta ocasión, el timbre sonó con mucha más fuerza.
Estaba claro: servía para llamar. Se preguntó a quién habría llamado. Iván tiró una vez más de la cuerda para estar seguro y luego se agachó sobre un bloque de piedra y aguardó.
Al cabo de un rato vio una luz en la oscuridad. Alguien mecía una lámpara. Una señal. A modo de respuesta, Iván hizo una señal idéntica con su propia linterna.
Pasaron unos pocos minutos y entonces Iván oyó como un chapoteo que poco a poco se acercaba. La silueta de un bote emergió de la penumbra y se deslizó sobre las aguas casi sin hacer ruido. Era su remo lo que provocaba el chapoteo.
Un hombre de unos cuarenta años, con una cinta sucia en la cabeza, venía sentado en el bote. Miraba a Iván con rabia.
—Querido, ¿quieres entrar en la colonia? —preguntó sin saludarle.
—Sí.
—Son diez cartuchos.
—¿Por qué es tan caro?
—¿El señor querría un precio especial? No hay ningún problema. Va a ser un cartucho. Pero entonces tendrás que nadar detrás del bote.
—Vale, vale —dijo Iván—. Prefiero subir.
La descripción que Violator le había hecho de Venecia era fidedigna. Se trataba de una ciudad sobre pilares. A lo largo del túnel se extendía todo un barrio residencial suspendido sobre las aguas. Unas plataformas construidas con tablones de madera hacían las veces de pequeñas islas. Entre éstas circulaban los botes y todo tipo de porquería.
Una lata de conservas pasó flotando junto al bote. Iván habría querido agarrarla, pero el barquero le hizo que no con la cabeza.
—¿Por qué? —preguntó Iván.
El barquero se encogió de hombros, como si hubiese querido decir: «Haz lo que quieras, pero luego no te quejes de las consecuencias.»
—¿Había algo dentro?
El barquero no le respondió. En cambio, hundió el remo en el agua aún con más fuerza y el bote navegó hasta la cabaña más cercana. Iván se dio cuenta de que las plataformas no estaban ancladas, sino que flotaban sobre el agua. Lo único que hacían los pilares era retenerlas en su posición. La necesaria fuerza ascensional procedía de baterías enteras de bidones y botellas de plástico de todos los colores y formas imaginables.
Una mujer salió de la casita con la falda remangada y un pañuelo en la cabeza, y vació una tina de agua sucia… sin prestar atención al bote que pasaba por su lado. Iván se encogió al salpicarle el agua. La mujer lo miró sin inmutarse, se secó la frente con el dorso de la mano y volvió a meterse dentro de la casa. Sobre el agua quedaron restos de comida, trozos de papel y trapos viejos.
«Esto es lo que hay —pensó Iván—. Es raro que esta gente todavía no se haya ahogado en su propia basura.»
Una bola de papel blanco pasó junto al bote, como empujada por el viento. Iván la siguió con la mirada y se preguntó si se hundiría. De pronto, un hocico negro, semejante a una cabeza de serpiente, salió del agua, se tragó la bola de papel y desapareció de nuevo. Tan sólo dejó atrás anillos sobre el agua.
Iván se frotó los ojos.
Por eso no se ahogaban en sus propias basuras. Iván apartó de inmediato la mano de la borda y se la llevó al regazo. El barquero le miró por el rabillo del ojo y sonrió.
—¿Qué era eso?
Iván le echó una mirada interrogadora al barquero, pero la expresión de éste no le permitió deducir nada. Iván suspiró. Un hombre difícil.
Las viviendas que el bote iba dejando atrás eran muy variadas: algunas pequeñas, otras de diez o quince metros de largo, y claramente pensadas para varias familias. Sobre las plataformas jugaban niños pequeños bajo la vigilancia de sus hermanos mayores.
Un niño medio desnudo, tal vez de cuatro años de edad, jugaba a pescar una bola de papel en el agua con una caña de pescar y retirarla en el último momento antes de que las fauces negras la mordieran. Los dientes pequeños y afilados mordían en el vacío. El crío chillaba de puro contento y volvía a echar el cebo.
«Tiene reflejos rápidos», pensó Iván.
Las bestias acuáticas debían de ser tan gruesas como, más o menos, el brazo del niño.
El barquero guió el bote por una amplia galería lateral que enlazaba dos túneles paralelos. Allí se encontraba la isla que, con diferencia, era la más grande de todas. En su centro había una casita de aluminio. Una escala de cuerda ascendía desde ésta hasta la pared del túnel. Sobre la puerta estaba escrito: «CPA. Abierto de 5 a 6.»
¿Centro de Psicología Aplicada, quizá? Posiblemente, porque la gente que vivía allí lo necesitaban.
¿Centro de Provisión de Armamento?
Iván se encogió de hombros. A saber.
En la isla había mucha actividad y también un estrépito ensordecedor. Había un embarcadero, así como botes que llegaban y partían. Las gentes se llamaban a gritos e iban de un lado para otro, atareadas. Parecía que se tratara de una especie de mercado.
—¡Cómpreme una anguila! ¡Son muy baratas!
Alguien agarró a Iván por la manga. Faltó poco para que éste reaccionara como reaccionan casi siempre los diggers sin ni siquiera pensarlo: apartar el brazo y dar un golpe en la garganta. Pero Iván recapacitó. Casi con educación, apartó al hombre, que estaba de pie sobre una diminuta embarcación con un cubo en la mano. En el cubo llevaba una criatura enroscada, negra, de aspecto lustroso. Iván se estremeció. «Maldita sea.» La bestia que se había tragado la bola de papel tenía el mismo aspecto.
—Gracias —dijo Iván—, pero no me hace falta.
Sobre cada una de las islas había una lámpara de cristal con una llama en su interior. Iván se preguntó por el combustible que empleaba la gente de allí. ¿Quizá petróleo? En la isla grande debían de colgar como mínimo veinte lámparas semejantes.
En la plaza del mercado se asaban anguilas a la parrilla. Iván oía el murmullo de la grasa que goteaba sobre los carbones. Al otro lado de la parrilla había un vendedor muy robusto, con la cara rojiza y el delantal grasiento.
—¡Shawarma! ¡Shashlik! —gritaba—. ¡Compren, señoras y señores, compren!
El olor era tan apetitoso que a Iván se le hacía la boca agua. Por desgracia, estaba tan pobre como hambriento. Daba igual, con un poco de suerte iba a llegar a la Nevski prospekt antes de que terminara el día.
El bote viró hacia la izquierda, se metió entre algunas barcas muy cercanas entre sí y chocó ligeramente al llegar al muelle. Se oyeron gritos y peleas en el otro extremo de la isla. ¿Qué ocurriría?
El barquero miró a Iván con la expectación en el rostro. Era alto y flaco.
—Aquí.
Iván le puso en la mano el número de cartuchos acordado. Ya sólo le quedaba uno, un cartucho de pistola para Makarov. Pero mejor eso que nada.
El barquero cobró el precio sin decir palabra. En su rostro no se vio ni rastro de satisfacción. Tomó el remo y alejó el bote del embarcadero. Iván apenas tuvo tiempo de saltar a la plataforma. Las tablas se combaron ligeramente bajo sus pies.
Iván miró a su alrededor.
Así pues, había llegado a Nueva Venecia.
¿Le gustaría a Tanya ir allí?
Él mismo se sorprendió de su pensamiento.
Una hora más tarde, Iván había recobrado fuerzas y se había hecho una primera impresión de las costumbres locales. En Nueva Venecia, todo giraba en torno a las anguilas. Nadie sabía muy bien si eran peces o lombrices de tierra mutantes, y tampoco le importaba a nadie. Se podían asar, hervir o poner en salmuera. Ésa era la cuestión principal. Una y otra vez capturaban ejemplares eléctricos; se les había encontrado otra utilidad.
La magistratura suprema de la colonia era el Dux. Iván entendía que no era más que un comandante de estación. En principio, la vida en Nueva Venecia era igual que en otros lugares, con la excepción, tal vez, de los llamados «embargados», que en realidad eran esclavos. Iván había visto a varios: criaturas andrajosas y apáticas que daban vueltas por las plataformas, transportaban pesos, barnizaban botes o simplemente haraganeaban.
Iván hizo una ronda y llegó al otro extremo de la isla. Allí se veía poca gente. Un borracho estaba echado sobre las tablas con el rostro hacia abajo. O tal vez estuviera muerto. A juzgar por la ropa que llevaba, debía de tratarse de un zombel, o de uno de los embargados locales. Nadie lo tocaba ni le prestaba atención. Tal vez eso fuera lo habitual allí.
Iván siguió adelante y se sentó en un banco junto al agua. Le habían dicho que el siguiente transbordador hacia la Nevski prospekt saldría al cabo de pocas horas. El viaje costaba cinco cartuchos. A Iván no le quedaba otra opción que vender la linterna que llevaba en la bolsa. Suerte que le quedaba otra.
Siempre se encuentra una manera de salir adelante.
El bote le llevaría tan sólo hasta la puerta hermética, que se había cerrado cuando el agua empezó a brotar. Pero, igual que en el túnel que conducía a la Primorskaya, también había allí un pasillo de mantenimiento por el que se podía sortear la puerta. Como mucho iba a salir un poco húmedo.
Así que tan sólo tenía que esperar.
Esperar. Iván arrojó una piedrecita al agua. Plop. Se fueron sucediendo pequeñas ondas. Lo peor de todo era la propia espera.
«Memov, Orlov, Sazonov —repetía en su fuero interno, como si temiera olvidarse de alguno de ellos—. Pronto volveremos a vernos.»
Un montón de trapos sucios que se encontraba cerca del banco de Iván empezó a moverse de pronto. Iván se sorprendió. De entre los trapos salieron ratas que echaron a correr en todas las direcciones. Una de ellas pasó muy cerca de los pies del digger. Iván sacudió la cabeza y escupió.
—¿Quién está ahí? —preguntó una voz que parecía surgir de la nada.
Iván volvió la cabeza. La voz pertenecía al «muerto». Sus labios azulados se movían y sus ojos parecían mirar directamente al alma de Iván. El digger sintió el terror en todos sus miembros, como si le hubiera caído del cielo una ducha gélida. Los cabellos de la nuca se le erizaron y sintió pálpitos en las sienes.
Y entonces lo reconoció.
Increíble. Iván sacudió la cabeza.
La culpa es de Darwin…
—Hola, Überführer —dijo Iván—. Vaya casualidad. ¿Cómo te va la vida?
—Una puta mierda.
El skinhead se apoyó sobre ambos brazos y trató de levantarse. Se movía con tanta torpeza que parecía que se hubiera puesto su propio cuerpo para probárselo. Miró a su alrededor. Tenía el rostro plano e hinchado, como si le hubiera pasado por encima una apisonadora de vapor. Los labios se le habían agrietado y los ojos se le habían puesto rasgados como los de un mongol.
—¿Dónde estoy? —preguntó, levantando de nuevo la mirada hacia Iván.
El digger no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Una pregunta muy adecuada.
—En una isla.
—Eso ya lo veo —respondió el Überführer—. ¿Pero dónde, exactamente?
—Sobre la isla central. Ahí tienes una escalerilla y arriba, en la pared del túnel, se lee «CPA». No tengo ni idea de lo que significa. ¿Centro de Provisión de Armamentos, quizá?
—Por supuesto —corroboró el skinhead—. ¿Y qué más? Aparte de eso, nos habíamos emborrachado.
Ese dato resolvía muchos misterios. Así, por ejemplo, el del tremendo olor a alcohol. La resaca no se le habría pasado cuando llegaran a la Nevski prospekt.
—Lo tuyo es muy fuerte, tío. —Iván silbó entre dientes—. Pensaba que habrías muerto y que los moscovitas te habrían arrancado el pellejo para hacerse un tambor, y ahora te encuentro aquí.
—Soy duro como una suela de zapato —proclamó el Überführer. Con el rostro desfigurado por el dolor, se incorporó y se sentó en el banco al lado de Iván. Su cuerpo encorvado recordaba al del tío Yevpat. Siempre se doblaba de ese modo cuando le dolía su antigua herida en la pierna.
—Esos cabrones tenían miedo de que se les rompieran los dientes al morderme.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Iván.
Antes de responderle, el Überführer se quedó mirando al vacío durante un segundo, boquiabierto.
—No me acuerdo.
A los diecinueve años, el Überführer había comprobado que las mujeres se le arrojaban encima. Por ello, abandonó la insulsa vida universitaria para consagrarse por completo a los placeres de la carne.
El instituto de la Lenin Prospekt había dejado de ser un bloque gris y triste, y se había transformado en un vibrante mercado de pasiones. El venerable y ruinoso edificio había cobrado nueva vida con los encantos de la seducción; le capturaba con sus caderas cimbreantes, miradas de flirteo y pestañas trémulas, largas como una noche polar. Aun cuando representaran cierto peligro, el Überführer había considerado que las peleas por mujeres eran la cosa más natural del mundo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó de nuevo Iván.
—No lo sé.
El Überführer buscó una vez más dentro de su cerebro por si encontraba jirones de recuerdos, pero siempre regresaba a un mismo desierto del olvido. No sabía lo que le había pasado; de hecho, no recordaba nada desde que le habían dado la orden de ataque y había entrado en el túnel. Era como si se lo hubieran borrado de la memoria. Él mismo se diagnosticó amnesia postraumática y se hizo a la idea.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó con interés, aunque en realidad le daba igual dónde empezara su nueva vida.
—En Nueva Venecia. Muy cerca de la Gorkovskaya. ¿De verdad que no te acuerdas de nada más?
—Lo último que recuerdo antes de recobrar el sentido es que había meado en una puerta hermética.
Iván enarcó las cejas.
—¿Después de una expedición?
—Puede ser. Quizás he sufrido una conmoción cerebral grave.
—Mírame —dijo Iván, y le inspeccionó los ojos—. Umm. Las pupilas están bien. Ahora dime un trabalenguas.
—Tres tristes tigres comen trigo de un trigal. No, tío, estoy bien.
—Eso parece —corroboró Iván.
—¿Hemos conquistado la Vosstaniya o no?
Iván dudó.
—Bueno, cómo te lo podría explicar… Sí, se puede decir que sí —respondió por fin, con un rostro que expresaba muchas cosas.
El Überführer se rascó el cogote.
—¿Dónde estamos ahora, tío? —preguntó una vez más.
—En la Gorkovskaya. O, más exactamente, en el túnel que enlaza la Gorkovskaya con la Nevski prospekt.
—Pero ¿cómo es posible? —preguntó el skinhead, estupefacto—. ¡Ese túnel está cegado!
—En efecto —respondió Iván—. Debes de haber sufrido un golpe muy fuerte en la cabeza si no sabes ni cómo has llegado hasta aquí. —El digger, de pronto, vaciló, y su cuerpo se inclinó—. ¡Déjame que te vea la mano!
—¿Qué?
—Ésa no. ¡La otra! —Iván miró a los ojos al Überführer—. ¡¿Dónde tienes las uñas, maldita sea?!
El skinhead bajó la cabeza, se miró la mano y se estremeció. En las puntas de los dedos, en lugar de uñas, tan sólo había fea carne de color rosado oscuro, que hacía muy poco que había sanado. Tan sólo conservaba la uña del pulgar. El Überführer cerró el puño y lo abrió de nuevo. Se le marcaron profundas arrugas en la frente. Una vez más, hizo violentos esfuerzos por recordar.
—¿Quién te ha hecho eso? —preguntó Iván.
—No lo sé, pero voy a encontrarle. —El Überführer enseñaba los dientes—. Y le voy a arrancar los huevos con unas tenazas. Poco a poco. —Luego suspiró y añadió—: No me acuerdo. Pero da igual.
Iván despertó. Había alguien muy cerca de él.
Abrió los ojos con precaución. Sacó el cuchillo que le había regalado el viejo y lo sujetó de tal modo que la hoja le quedó escondida bajo la muñeca. Aquel juguete a duras penas podía llamarse arma. No podía compararse con su cuchillo anterior. Ni con el khukuri del Überführer. Con este último habría podido dar muerte incluso a una fiera no muy grande.
El extraño se acercó a la bolsa de Iván. Estaba claro que buscaba algo. «Tal vez el sentido de la vida —pensó Iván con sarcasmo—. O algo para roer.»
Sin hacer ningún sonido, Iván se puso detrás del insolente desconocido y se agachó a su lado.
—¿Quién eres?
El desconocido se quedó aterrado hasta casi morir. Pero el pavor que centelleó entonces en sus ojos grandes y redondos se apagó con la misma rapidez y cedió su puesto a una sonrisa pletórica de felicidad.
—¡Jefe!
Iván se incorporó.
«Increíble. El mundo es un pañuelo. No importa dónde vaya uno, siempre se encuentra rostros conocidos.»
—¿Qué haces tú aquí?
Frente a él estaba sentado el miliciano de estación Misha Kuznetsov. Pero sin la Makarov. Y con un ojo morado. Sólo entonces vio Iván que la ropa de Misha estaba rasgada y que tenía cadenas en las manos. A veces la guerra tiene sus caprichos.
—¿Dónde está el profesor? —pregunto Iván, que ya intuía que el joven iba a ser su próximo problema.
—No lo sé —respondió Kuznetsov—. Se… esto… se alejó de mí.
«Ése es el tipo de cosas que ocurren cuando se confía una misión a un imbécil.»
Kuznetsov había empezado a acompañar a Vodyanik por el túnel que llevaba a la Gostinka. Para irritación del profesor. Vodyanik había tratado de librarse de su acompañante a base de insultos, pero Kuznetsov se había mostrado francamente testarudo y se había empeñado con todo rigor en cumplir con su misión. Así, los dos —en parte entre peleas, en parte con malas caras— habían seguido su camino.
Poco antes de llegar a la estación Gostiny dvor, Vodyanik se había valido de una distracción del miliciano. Éste se había vuelto por un instante y, en ese momento, el profesor había desaparecido. Como si la Tierra se lo hubiera tragado. Misha se había perdido por conductos varios en busca del fugitivo. Cuando por fin había salido a un túnel, se había dado cuenta de que no sabía cómo regresar.
Por ello, les había preguntado el camino a los primeros mercaderes que había encontrado y, al recobrar el sentido, se había visto en Nueva Venecia… cargado de cadenas. Entonces se enteró de que debía una determinada suma y no podía pagarla.
Así, Misha se había visto reducido a la condición de esclavo, o «embargado», como se solía decir allí.
—¿Qué vamos a hacer ahora, jefe? —Kuznetsov le lanzó una mirada interrogadora a Iván—. Mi amo me va a pegar, porque me he escapado.
«Si yo supiera qué puedo responderle —pensó Iván—. ¿Qué he hecho yo para merecerme todo esto? ¿Qué voy a hacer? ¿Dejar aquí a Kuznetsov, ir hasta la Nevski prospekt, arreglar mis asuntos varios allí y luego volver a por él? ¿O tendría que decirle: lo siento, tío, pero tendrás que salir del aprieto tú solo, ya es hora de que te hagas mayor?»
El crepitar del altavoz.
La voz ronca de Tom Waits.
La música favorita de Kosolapy.
—¿Jefe?
La voz de Kuznetsov expresaba desesperación.
Iván sentía la sangre en las mejillas. Luchaba consigo mismo.
—Espérame aquí, Misha —dijo por fin—. Volveré en seguida. No te alejes mucho.
Kuznetsov parpadeaba, lleno de esperanza.
Eso es lo que nos sucede con la educación de los pipiolos. Los alimentamos con sueños. Cuando están muy llenos, se vuelven más ligeros que el aire y se marchan volando más allá de los bordes del mundo. Hacia Australia, que no resultó afectada por la Catástrofe. Todos nosotros tenemos máscaras antigás con visores de color rosado.
¿Adónde habría tenido que ir Kuznetsov con sus cadenas?
Iván giró sobre sus pasos y se alejó. Aún no sabía lo que pensaba hacer. Ya se le ocurriría algo.
«Maldita colonia. Maldito metro. Maldita vida.»
Mientras deambulaba por la isla, Iván se encontró con el anclaje principal. Allí se descargaban las cajas de pescado entre gran barullo. Un gordo neoveneciano vestido con un albornoz coloreado a franjas sacaba del agua su buitrón de palo largo. Dentro de la red empapada se revolvían los cuerpos negros y flexibles de las anguilas.
Poco después, Iván se fijó en que un joven flaco perdía el equilibrio al sacar su propio buitrón y se tambaleaba al borde de la pasarela. El rostro se le quedó como de piedra. Iván estaba a una distancia de unos diez metros y, sin embargo, reconoció el miedo a la muerte que se pintaba en aquellos ojos desorbitados. El digger no vaciló ni por un instante y echó a correr.
El joven se tambaleaba.
—¡Suelta el buitrón! —le gritaban los demás, pero él no reaccionaba.
Iván saltó por encima de la caja en la que se retorcían las anguilas jadeantes y corrió hacia el joven. Éste, por fin, reaccionó y soltó el buitrón, pero ya era demasiado tarde. Se cayó. En el agua pululaban anguilas hambrientas.
Con un largo salto sobre la esquina derecha de la pasarela, que justamente se encontraba allí, Iván agarró en el último momento al joven que se caía, lo sujetó por la manga y lo arrastró sobre la propia pasarela. Al hacerlo, perdió el equilibrio él mismo y se cayó cuan largo era sobre los tablones. Como por burla, aterrizó precisamente sobre el costado izquierdo que tenía herido.
El dolor fue tremendo. La imagen que tenía de su entorno se rompió en mil pedazos y se desdibujó.
«¡Maldita sea!» Parecía que el mundo entero se hubiese conjurado contra sus costillas. Iván se quedó echado sin moverse, apretó los dientes y aguardó a que el palpitante dolor se le calmara. Los tablones que tenía a sus pies temblaron levemente e Iván se dio cuenta de que las hambrientas fauces de las bestias golpeaban la madera por debajo.
Alguien agarró a Iván por el hombro.
—¿Te encuentras bien?
—Según como se mire.
Iván se dio la vuelta y se quedó tendido de espaldas. Una vez más, sintió un dolor lancinante en las costillas.
Sobre su rostro se mecía una luna redonda y blanca con un halo difuso. «¿Puede ser que esté en el cielo?», se preguntó Iván. La luna se le acercó y se alejó de nuevo, hasta que por fin se detuvo en un lugar. Iván cerró los ojos. Echado en el suelo se sentía bien.
Entonces volvió a abrir los ojos.
—¿Tanya?
Se dio cuenta en seguida: no, no era Tanya. Era una mujer distinta, aunque no menos bella. Sus labios se movían, pero Iván no entendía ni palabra.
—Ahora mismo… —masculló.
Trató de levantar la parte superior del cuerpo, pero alguien le empujó suavemente para que se volviera a tumbar. Iván trató de concentrar toda su atención en un solo punto… y fue en vano.
«Lo siento, Misha. Vas a tener que armarte de paciencia.»
Iván hizo otro intento de levantarse. Esta vez, las manos de la mujer no lograron ofrecerle una resistencia digna de tal nombre. Iván se puso en pie. Le dolía la pierna, pero lo podía aguantar. Lo peor era que había vuelto a fastidiarse las costillas.
—¿Ya estás bien?
Iván miró hacia arriba. La visión de la joven y bella mujer se le metió bajo la piel, como si todo su cuerpo hubiese escuchado un tono familiar. Kosolapy le había hablado de un tío raro que decía que el amor no es más que armonía entre vibraciones. De acuerdo con esa teoría, los seres humanos no se unían por casualidad, sino porque sus vibraciones internas se hallaban en la misma longitud de onda. Igual que se dan la concordancia y la discordancia cuando dos tonos distintos se complementan bien o no. Y no hay manera de cambiarlo. También hay quien lo llama destino.
—¿Me has sacado del agua? —El joven flaco se encontraba frente al digger y le miraba con una cara como si no lo hubiera rescatado del agua, sino que lo hubiese arrojado a ella—. ¿Por qué lo has hecho, maldita sea?
—No tengo ni idea —respondió Iván, y no mentía.
La mujer luna estaba a la izquierda del joven, pero tan cerca que parecía que existiese alguna relación entre ambos. ¿Una pareja? Probablemente no. No se detectaba ninguna tensión entre los dos. Ninguna vibración que fuera del uno al otro, por así decirlo.
—¿Lo ves? —dijo el joven a la muchacha—. Este tío está loco.
—¡Artyom! —replicó la joven, y le sonrió al digger. La sonrisa le resultó tan familiar a Iván como si se hubieran conocido desde mucho antes—. Disculpe a mi hermano. Y muchas, muchas gracias. Ha hecho usted una buena obra.
—Me imagino que sus anguilas lo verán de otro modo —respondió Iván, que oía su propia voz como si viniera de muy lejos—. Las he privado de su cena. Aunque… —dirigió una mirada de menosprecio al joven—, tampoco habría sido una cena muy abundante.
El rostro del flaco se ensombreció todavía más, pero la joven se rió de todo corazón.
—Me gusta su manera de reír —dijo el digger, mirándola a los ojos—. Sólo se ríen así las personas que tienen el corazón puro. ¿Cómo se llama usted?
—Lali.
—¿Cómo?
—La-li. Es un nombre georgiano.
Lali y su hermano vivían en una pequeña isla, a unos tres metros de la principal. Emplearon a modo de pasarela un tablón que el hermano de Lali colocó con destreza sobre el agua. Iván arrojó una mirada escéptica al estrecho puente bajo el que chapoteaban las peligrosas aguas.
Lali pasó ágilmente por el tablón. Iván contempló, fascinado, la gracia con la que sus piernas se movían bajo la falda. Era… ligera de pies en un grado extremo. En cuanto estuvo al otro lado, Iván hizo acopio de coraje y la siguió con pasos torpes.
Ya estaban los tres sentados dentro de la pequeña cabaña, y Lali le ofrecía té al digger. A espaldas de Iván se oía el tictac de un reloj.
—¿Podríamos hacer algo por usted mi hermano y yo?
—¿Ustedes por mí? —Iván la miró a los ojos. «Bajará en seguida la mirada —pensó Iván—, pero no ocurrió nada parecido»—. ¿No tendría que ser yo quien les ayudara a ustedes?
El joven cerró los puños y su rostro se contrajo en una mueca.
—No nos hace ninguna falta, gracias —dijo con rabia, y salió de la cabaña.
—No se enfade usted con mi hermano —intervino Lali—. Últimamente está fuera de sí. Asistió a la feria anual de la Sadovaya-Sennaya y sufrió allí un amor desgraciado.
Vaya —respondió Iván con genuina compasión—. A veces ocurren esas cosas. ¿Y cómo ha terminado el asunto?
—La mujer lo ha mandado a paseo, y desde entonces siente celos de todos los hombres entre veinte años y cien. Imagínese usted, ella lo llamó niño de teta.
«Eso es duro de tragar —pensó el digger—. Uno no puede tolerar que le digan esas cosas.»
—Tú tienes un rostro muy interesante —dijo Iván, que de pronto se veía incapaz de llamarla de usted.
La joven sonrió.
—Soy medio georgiana —explicó—. Y mi hermano es medio ruso. Por eso es tan desagradable. Beba usted tranquilo. —Le ofreció el vaso a Iván—. Él querría ser o georgiano o ruso. No soporta las medias tintas. Él mismo lo dice siempre. Pero, en realidad, el motivo de su mal humor es esa mujer.
—¿Quién es ella?
Lali acercó su rostro al de Iván como para contarle un secreto. Sus largos cabellos le acariciaron las mejillas.
—Una bruja —susurró.
El soplo de su aliento le hizo cosquillas en el oído a Iván. En su voz, pura como un manantial de agua fresca, residía aquel tono familiar. Todavía era muy joven y, sin embargo, ya era mujer. No porque hubiese pasado por una experiencia cualquiera, sino por su serenidad interior y su consciencia de sí misma. Las muchachas van en pos de los hombres, las mujeres los manipulan. Fingen estar por debajo, pero siempre llevan las riendas en la mano.
«Una princesa georgiana», pensó Iván.
A la hora de la cena, como era de esperar, comieron anguila, rehogada en hojas oscuras que daban un sabor amargo y picante a todo el plato. Luego, Lali sirvió té.
Iván no se cansaba de mirarla. Por supuesto que no la contemplaba sin interrupción, pero procuraba tenerla siempre en su campo visual, de la misma manera en que los diggers se esfuerzan por no perder de vista a su compañero. Sin embargo, a diferencia de las angustiosas salidas a la superficie, el ambiente de la cabaña de Lali estaba teñido de hormigueo y tensión sexual. Como un discreto vaso de agua con un toque rosado de jugo de fresas. La princesa georgiana gustaba en todo a Iván. Sus movimientos y gestos eran tan femeninos y regios como vivos y coquetos, estaba envuelta por un halo de naturalidad y no tenía ni el más mínimo toque de afectación.
Entre Iván y Lali imperaba un afecto cariñoso y reposado, como puede surgir tan sólo cuando dos personas se gustan y son conscientes de gustarse. Siguen siendo ellos mismos, continúan con sus tareas cotidianas, pero se mantienen en todo momento codo a codo. Iván no podía evitar una continua sonrisa. En la cabaña de Lali, dicho concepto adquiría una cualidad totalmente distinta que en la ciudad vacía y hostil.
La relación que tenía con Tanya era totalmente distinta.
En ese instante, Iván lo habría olvidado todo de buen grado: Kuznetsov, encadenado en la isla. El Überführer, que seguía bebiendo para olvidar, en vez de acordarse. Y —notó un temblor en la mejilla— Sazonov.
Al pensar en Sazonov, el digger no sentía el ardor de la rabia, sino tan sólo una gélida frialdad.
Una frialdad angustiosa, como la que a menudo reinaba arriba, en la ciudad. San Petersburgo. Leones de granito protegidos por gruesas corazas de hielo. Vientos cortantes, que aullaban como un gélido aliento por las calles vacías.
«Esta ciudad. Su meollo está podrido. Islas de piedra para los que han quedado varados por siempre…»[20]
Iván contempló con su imaginación la nieve helada de la fortaleza de Pedro y Pablo. ¿Qué habían ido a buscar allí? A saber. No se acordaba. Tan sólo se acordaba del frío. Y de las muchas huellas sobre la nieve.
«Si regreso, no será tan sólo por Tanya. Voy a regresar para vengarme. Hay que castigar la maldad.
»Pero antes yo no sabía dónde se ocultaba esa maldad.
»Memov, Orlov, Sazonov.
»Ahora lo sé muy bien.»
El Überführer había descubierto una nueva afición en Nueva Venecia. O, mejor dicho, había redescubierto una antigua afición que durante mucho tiempo había tenido guardada, le había quitado el polvo y la había vuelto a poner en marcha.
El Überführer bebía como una esponja.
Antes de encontrarse con Iván, el skinhead se había dedicado ya a beber sin reposo. Tan sólo le quedaba lo que llevaba puesto.
Tras darle algunas instrucciones y unos pocos cartuchos para ocasionales necesidades, Iván había enviado al Überführer a tantear las posibilidades de liberar a Kuznetsov de su desagradable situación.
Entonces el skinhead regresó. Volvía sonriente y con una alegre cancioncilla en los labios.
—¿Y? —preguntó Iván.
—Toda esta historia nos va a costar tan sólo medio cargador —le informó el Überführer—. Nos van a vender a Kuznetsov por un precio ridículo. Están muy satisfechos de poder quitárselo de encima. Y no me extraña. Es tonto del culo y no le gusta trabajar. Se le nota que estaba con la pasma.
—¿Y de dónde vamos a sacar los cartuchos? —preguntó Iván—. ¿Voy a tener que venderme la otra linterna a precio de saldo? Estupendo. También podríamos vendernos a nosotros mismos como esclavos.
El Überführer se acarició la cabeza que había estado rapada y en la que se asomaba ya un cabello incipiente.
—Pues yo he tenido una idea…
—A ver, cuéntamela.
—Te va a gustar —prometió el Überführer.
Tal como Iván se había temido, la idea no le gustó.
Primero: había que jugársela para conseguir el premio.
Segundo: la apuesta sería el propio Iván.
El Überführer se había pasado una vez más con sus ideas, pero no había manera de disuadirlo.
El árbitro levantó la mano una vez más.
—¡Adelante!
Con las dos piernas por delante, el Überführer se arrojó contra su flaco oponente y lo arrojó al suelo. Rodó por tierra, se puso en pie de nuevo y se lanzó sobre las espaldas del caído. Entrelazó ambas manos para asestarle un golpe en el cogote. El adversario estaba ya noqueado y su rostro se hundió sin resistencia en el fango.
El Überführer se puso en pie y respiró hondo. Griterío a ambos lados. El skinhead se agachó, agarró a su oponente por los hombros y lo puso de espaldas al suelo. La víctima resollaba en un esfuerzo por respirar. Su rostro se había transformado en una máscara de barro.
El árbitro se acercó al Überführer, le agarró por la muñeca y le levantó el brazo en el aire.
—¡Has vencido!
Los aplausos empezaron de pronto y luego cesaron con igual rapidez. El skinhead acusó recibo con una sonrisa impasible.
—Has estado potente —le alabó Iván cuando el skinhead regresaba a su pequeña vivienda.
—¿Cuánto hemos ganado?
—Casi dos cargadores. Así, de entrada, será suficiente. Con esto podremos comprar a Kuznetsov e ir tirando durante algún tiempo.
El Überführer asintió. Tenía la cara fatal y los ojos hinchados: a duras penas se distinguía una raja entre los párpados. Le goteaba sangre del mentón.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Iván.
—Bien.
Entonces, las piernas del skinhead se doblaron. Iván y Kuznetsov llegaron a tiempo para sujetarlo. El Überführer se había excedido. No era posible que luchara durante tanto tiempo sin probar bocado. Habría necesitado un poco de carne, como el boxeador de Jack London. Iván había leído esa historia en la biblioteca de la Gostiny dvor.
El digger le pagó al propietario de Kuznetsov. Por medio cargador, Misha se libró de la esclavitud.
—Misha —dijo Iván después de que hubieran acostado al inconsciente Überführer—. Ahí tienes cartuchos. Ve a comprarnos comida y agua limpia. Pero no carne de rata. Pasaremos con algo más sencillo. ¿Ha quedado claro?
Kuznetsov asintió.
—Sí, jefe, ha quedado claro.
Una pequeña lechuza amarilla movía sus ojitos de plástico. Tictac, tictac, tictac. Las agujas de su panza redonda marcaban las cuatro y cinco. A su lado brillaba una lámpara. Una parte de las lámparas de Nueva Venecia se alimentaban con anguilas eléctricas. La cosa funcionaba así: se tomaba una botella de tres litros, se conectaban unos electrodos a la tapa y se encerraba en el interior a uno de aquellos animales negros y de piel lisa. Iván lo observaba. A veces, el animal se daba la vuelta y se agitaba. Cada vez que tocaba los electrodos se veían chispas azuladas. Curioso invento.
Había un libro abierto sobre una cama limpia colocada junto a la pared. ¿Qué podía leer una joven como ésa? Iván se arriesgó a echar una ojeada. Cetópolis. La ciudad de las ballenas, leyó. En la cubierta había una ilustración de una ballena azul al lado de un gigantesco navío de guerra. Unas diminutas figuras humanas se arrojaban al agua.
—¿De qué trata? —preguntó Iván.
—De una catástrofe —respondió Lali.
—¿Qué? —Iván levantó la mirada.
—No de la nuestra. En este libro, los seres humanos querían exterminar a todas las ballenas. Y faltó poco para que lo consiguieran.
«En eso se parece a nosotros —pensó Iván—. Exterminar… esa palabra la comprendemos. Primero las ballenas. Luego nosotros mismos…»
—He visto luchar a tu amigo —explicó Lali.
Iván asintió y se puso en pie. Tenía que ir a ver al Überführer y preocuparse por conseguir asiento en el siguiente transbordador que partiese hacia la Nevski prospekt.
—Nos vas a dejar en seguida —dijo Lali en voz baja.
Lali hablaba un ruso claro y correcto, pero en ese momento se le notó más que nunca el acento georgiano.
Iván la miró en silencio. Habría querido decir algo, pero la joven lo detuvo con un gesto.
—Espera. —La muchacha le miraba con ojos brillantes—. Tengo que preguntarte algo. Sé muy bien lo que me vas a contestar, pero me da igual. Si no te lo pregunto, no voy a quedarme tranquila.
Iván contempló los labios de la joven. Se le encogió el corazón.
—¿La quieres? He oído que se llama Tanya.
—Sí —respondió Iván—. Pero nunca hemos…
—Calla… —Lali le puso un dedo sobre los labios—. No digas nada. Si no, puede ser que alguien lo oiga y te impida consumar tus deseos. Lo sé muy bien.
Iván sintió con los labios el sabor delicado y amargo de la piel de Lali. La agarró por el brazo, la atrajo hacia su cuerpo y… la volvió a soltar.
—Eres bellísima —le dijo, le tomó la mano y se la llevó a su propia frente que ardía de fiebre.
«Qué agradable frescura.» Lali se había unido a él con todo su ser. Con su mano refrescante y su piel. Con sus largas piernas que se plantaban con firmeza en el suelo. Con su ser temperamental. Y, en ese momento, también con su ternura.
Al contemplarla, Iván sintió que se le detenía el corazón.
—No me digas eso —respondió ella—. Porque si me lo dices, me voy a poner celosa. No. No quiero. Vosotros, los hombres, podéis amar a muchas mujeres. Pero tú eres de otra manera. Para ti, todas y cada una de las mujeres del mundo son la única. Yo también querría ser así.
Iván caviló.
—¿De dónde has sacado tanta sabiduría para la vida? Como mucho debes de tener… dieciséis años.
—Todas las mujeres tenemos mil años —dijo Lali—. Y, al mismo tiempo, diecisiete. Es muy sencillo.
—Sí —respondió Iván—. Muy sencillo.
Al regresar al embarcadero de la isla principal, Iván no se encontró tan sólo con el Überführer y con Kuznetsov, sino también con un tercer personaje. Le hizo un gesto amistoso, se sentó y no permitió que la sorpresa se hiciera evidente en su rostro. No era que Iván no pudiese soportar al hermano de Lali, pero, por todos los diablos, ¿qué hacía allí?
—¿Lo habéis oído? Los cavers se han agilipollado del todo —se apresuró a decir Artyom.
Kuznetsov y el Überführer intercambiaron miradas de sorpresa.
—¿Y ésos quiénes son? —preguntó Iván.
—Tío, no te enteras de nada —contestó Artyom, en un tono que casi resultaba compasivo.
Iván sonrió, pero la sonrisa le salió algo avinagrada. ¡Tener que aguantar que le hablara así aquel pipiolo que no tenía más años que Kuznetsov…!
—Cavers… es un apodo con mala leche que se les ponía antes a los diggers que no tenían ni idea de nada. Además, también se llama cavers a esa gente que trata de excavar un túnel para huir del metro. Los que quieren marcharse a Finlandia. Parece que esa gente se cree que nadie podía tener ningún interés en lanzar cohetes nucleares contra Finlandia. Por desgracia, no se acuerdan de que allí había una estación de radar del escudo antimisiles de la OTAN. Es evidente que nuestras fuerzas de ataque debieron de destruirlo. Me lo ha contado mi padre. Fue coronel, especializado en misiles estratégicos. Finlandia también ha dejado de existir y los cavers excavan totalmente en vano.
—Pero no excavan en dirección a Finlandia —respondió el Überführer, al mismo tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Pues hacia dónde?
—Hacia Moscú.
—¿Hacia dónde? —exclamó Iván—. ¿Y para qué quieren ir allí? No debe de quedar piedra sobre piedra.
—Es verdad que no te enteras de nada, tío —respondió el Überführer—. El metro de Moscú era uno de los mejores búnkeres antiatómicos del mundo. ¿Sabes dónde lo estudié?
—No sé. ¿Dónde?
Así pues, el Überführer no lo había olvidado todo.
—En la Kerosinka. Así llamaban a la universidad especializada en petróleo y gas natural que se encontraba en la Lenin-Prospekt. Era la más grande de toda Europa.
—¡Hala! ¿Y?
—En el último semestre nos contaron que en el sótano de la Kerosinka había un reactor nuclear. Se me ocurrió ir a verlo y bajé hasta allí. Uy, uy, uy, no fue buena idea. La vigilancia era muy estricta. Me echaron de allí como a un perro sarnoso. Tuve suerte de que no me metieran en el calabozo. Porque ese reactor era el que proveía de energía al Metro-2. Por lo menos has oído hablar del Metro-2, ¿verdad que sí? ¡Ya sabes, el D6! Y tú, ¿has oído hablar de eso? —Se volvió hacia Artyom.
—Eh… no.
—Todo el mundo habla de la suerte que han tenido los moscovitas. Dicen que se metieron en su metro secreto y que comen piñas con alcaparras.
Artyom se quedó confuso y bajó la mirada. Se notaba que quería preguntar algo y no se atrevía. El Überführer se compadeció de él.
—¿Qué es lo que no has entendido? —le preguntó—. Venga, dínoslo.
—¿Qué son las alcaparras?
Artyom quería hablar con Iván sobre una cuestión personal y este último accedió. Hacía tiempo que esperaba esa conversación.
Caminaron durante un rato junto a la baranda de cuerdas que circundaba la isla principal y acabaron deteniéndose. La lámpara que colgaba sobre sus cabezas chisporroteó débilmente. Olía a ozono. Artyom se agachó, agarró una espina de pescado muy grande y la arrojó al agua. Esperó hasta que todo estuvo lleno de anguilas y luego se volvió hacia Iván.
—Deja en paz a mi hermana, digger —dijo con voz fuerte y áspera—. ¿Entendido?
—No estoy sordo —respondió Iván—. Dime, ¿cuál es la razón por la que no me soportas? ¿Es sólo por mi hermana?
—No, no es sólo por eso… —vaciló—. Te… te pareces a nuestro padre.
Iván enarcó las cejas. La vida le daba sorpresas sin cesar.
—¿El coronel especializado en misiles estratégicos?
—Sí. Nuestro padre nos abandonó —explicó Artyom con amargura—. A él le daba igual. Se marchó, sin más. Y nosotros nos quedamos solos.
«De algún modo, nuestras historias se parecen —pensó Iván—, a la par que contemplaba al melancólico joven. Sólo que en mi caso fue al revés.»
La madre de Iván, en su momento, había abandonado al padre de su hijo. Siempre dijo que ésa había sido la mejor decisión de su vida. Pero a veces, por la noche, Iván la había oído llorar, y había pensado que era por culpa del amor. En aquella época vivían en la estación Prospekt Bolshevikov.
—¿Cómo se llama? —preguntó de repente el digger.
—¿Qué? —Artyom palideció—. ¿Cómo se llama quién?
—Ya sabes de quién te hablo —replicó Iván—. De tu bruja.
Artyom cerró los puños, apretó los labios y le temblaron las mejillas.
—¡No es ninguna bruja! —replicó—. ¡Se llama Láquesis y es la mujer más hermosa del mundo!
Iván asintió.
—¿Y ella también lo sabe?
Artyom bajó la cabeza.
—Cuando se lo dije, se rió.
Iván suspiró.
—No eres el primero ni el último a quien le ocurre algo semejante. Créeme cuando te digo que muchas mujeres son así. Se ríen cuando tendrían que llorar… y viceversa.
—Ya, ya —respondió Artyom, y miró a Iván, rebosante de envidia—. Si se lo hubieras dicho tú, ella no se habría reído. Lo sé muy bien.
«Qué raros somos los hombres —pensó Iván—. Somos capaces de rivalizar con alguien que ni siquiera busca lo mismo que nosotros.»
—Me marcho de Nueva Venecia —dijo Iván—. Hoy mismo. Y para siempre. Cuida de tu hermana. Es una mujer maravillosa.
Había llegado el momento de la despedida. Los viajeros estaban a punto de subir al transbordador (en realidad, una simple balsa). Aparte de Iván y de Kuznetsov, había otros siete pasajeros: criaturas harapientas y barbudas con bolsas y bastones. Al acercarse, Iván se dio cuenta de que estaban todos ciegos. El guía de los ciegos era un hombre flaco y huesudo, cubierto con una chaqueta acolchada que le iba demasiado grande. Un detalle interesante: también era ciego.
—¿Vienes? —preguntó Iván.
El Überführer negó con la cabeza antaño rapada, que se había cubierto de cabello ralo de color castaño claro.
—No, a mí me gusta este lugar. Me voy a quedar durante algún tiempo hasta que me apetezca marcharme.
«Vosotros os largáis y yo empiezo de nuevo a emborracharme —tradujo Iván para sus adentros—. Una verdadera lástima.»
—Como quieras —respondió Iván—. ¿Seguro que no vas a cambiar de opinión?
—No, tío, no. Que tengáis un buen viaje.
—Fue una pena que perdieras el khukuri. Era un cuchillo muy bueno.
El skinhead pareció sobresaltarse y le miró con irritación.
—Bueno, que os vaya bien —dijo como si pensara en otra cosa.
Uno de los tripulantes del transbordador izó el ancla y la recogió dentro de la balsa. El Überführer se había quedado inmóvil, como si hubiera echado raíces. Aparecieron surcos profundos en su frente.
—Y el Señor dijo: «id, y no miréis atrás» —recitaba el guía de los ciegos con voz agradable—. Pero la mujer de Lot no obedeció y volvió la mirada. Entonces, una explosión atómica le abrasó los ojos. Así pues, recemos, hermanos, para poder recobrar la vista. Amén.
Iván asintió. Él también habría rezado.
Durante los últimos tiempos, los ciegos habían llegado a resultarle simpáticos. Gracias a Enigma. Aunque la religiosidad de aquellas gentes tenía como un punto extraño.
—¿Adónde vamos a ir ahora? —preguntó Kuznetsov. Tenía el rostro radiante.
Los ciegos se sentaron detrás de él. El guía de éstos golpeó repetidamente el suelo con el bastón para marcar el ritmo. Toc, toc, toc. Los tripulantes del transbordador bostezaban.
Iván meditaba. Para Misha, por supuesto, lo mejor sería regresar directamente a la Vasileostrovskaya.
Pero ¿lo sería para el propio Iván?
La Nevski prospekt. Shakilov.
Desde luego. Tenía que contar con dar un rodeo.
—De vuelta a casa —respondió por fin.
Los tripulantes del transbordador apoyaron el remo contra los maderos del muelle y la balsa se puso suavemente en movimiento. Poco a poco, la distancia entre el transbordador y la isla se fue ensanchando cada vez más.
¡Bum!
La balsa sufrió un fuerte balanceo.
Iván levantó los ojos. El skinhead estaba agachado frente a él. Había abierto los brazos para caer bien.
—Os acompaño durante un trecho —explicó en cuanto se hubo enderezado—. Hasta la Nevski, más o menos. La excursioncita no me hará ningún daño.
Misha no daba crédito a sus ojos.
—¿Ya volvemos a tenerte con nosotros? —dijo Iván con sorna—. ¿Cómo es que ahora has cambiado de opinión?
—Ah, sabes, es que… —Los rasgos del Überführer se endurecieron—. Se me ha ocurrido algo. Ahora ya sé quién puede tener mi cuchillo.