LA cuchara raspó ruidosamente los restos que habían quedado adheridos a la lata de conservas: grasa y salsa de carne… mmm, qué delicia. La cuchara entró en la boca entre muñones de dientes podridos y la lengua la vació cuidadosamente. Luego regresó a la lata de conservas.
En el metro no había dentistas.
Sí había barberos, de un estilo parecido al de los charlatanes de los libros de cuentos que arrancan dientes y curan heridas e hinchazones con conjuros. Pero los barberos del metro eran aún peores.
También estaban los médicos militares de la estación Ploshchad Lenina. Pero no se fiaba para nada de ellos. ¿Quién se habría fiado?
Quien llega a los cincuenta y un años puede empezar a pensar en la muerte. Se pregunta: ¿Por qué?
El viejo negó con la cabeza. Al volver a meter la cuchara en la lata, se oyó el típico ruido de raspado. Probó la carne, separó con esmero una porción y la recogió con la cuchara. Con gesto hábil, sacó de la lata la porción de carne de vacuno y se la llevó a la boca.
A base de práctica, todo se llega a dominar.
Se metió la carne entre el paladar y la lengua, y se dejó llevar por las impresiones: la forma, la consistencia fibrosa, el frío. A duras penas veía el bocado. Era un maravilloso trozo de carne.
Entonces empezó a masticar. Los muñones de dientes no eran buenos adversarios para las resistentes fibras de la carne. Con fatigoso esfuerzo, drenaron todo el jugo de la porción y transformaron esta última en un grumo como de goma, que, con buena voluntad, se podía engullir. No podía permitir que se perdiera nada.
Otra cucharada. Golpeteo sobre hojalata. Raspado.
«Qué buenas son estas raciones de emergencia del Ejército.» La carne de vacuno llevaba ya treinta años en conserva y aún se podía comer. Una nota de nostalgia se mezclaba con su sabor. Como si hubiera vuelto a los veinte años, se sentaba a la entrada de la galería y apuraba la carne en conserva. Siempre volvía hambriento de las expediciones.
Y sediento.
Sí, la sed. Cuánto le habría gustado beberse una sabrosa cerveza tostada.
En aquella época no había habido nadie que vagabundeara por los túneles en estado de sobriedad. No había sido corriente. Todo el mundo iba tanteando con las manos, buscaba, investigaba. Historias en el límite. Y, en definitiva —se metió el siguiente bocado en la boca y masticó mientras reflexionaba—, cada uno tenía que verlo con sus propios ojos…
¿Quién habría sido capaz de imaginar cómo terminaría todo esto?
Los baños, las puertas herméticas, las instalaciones de drenaje, los grupos electrógenos… ¿a quién se le habría ocurrido lo útiles que iban a ser?
En esos tiempos había tratado de imaginarse lo bueno que sería que toda la maquinaria volviera a funcionar.
Y la maquinaria se había puesto a funcionar. Aunque lo mejor habría sido que no funcionara.
Qué lástima que no pudiera ya verlo.
Se estremeció. Qué torpeza… el siguiente bocado se le había caído de la cuchara. Mierda.
Habría necesitado ojos para encontrarlo.
Mal asunto el de sus ojos.
Sólo se enteró con el oído del lugar adonde había ido a parar la carne. La localizó gracias al eco, casi como un murciélago.
El laberinto de túneles, pozos, búnkeres y pasillos había quedado almacenado en su memoria. Sólo tenía que situarse mentalmente en un lugar y su ojo interior le entregaba una imagen detallada de toda la zona. Por allí había un pozo que habría sido interesante, sin duda alguna: una vez arriba habría podido echar una ojeada…
Pero ¿ahora? Ahora ya era imposible.
Se pasó un rato sentado a la mesa, encorvado y sin moverse… como paralítico. Estos malditos ojos. ¿Cómo había podido ocurrirle? Qué amargura.
Aguardó durante varios minutos. Luego volvió a enderezar el cuerpo y la cuchara repiqueteó una vez más en la lata de conservas. El apático trabajo de las mandíbulas.
«Desayuno de turista, maldita sea.»
Desayuno de digger.
«San Petersburgo… también conocida como Leningrado, es la ciudad menos soviética de la Unión Soviética. En este último aspecto, la única que puede hacerle la competencia es Tallín. Tallín, con acento en la i. Aparentemente es así.»
Ésas habían sido las palabras de Kosolapy.
Gótico de Leningrado.
Gris turbio sobre gris, fango, niebla, perfiles sombríos y difuminados, y llovizna. Casas que emergían de entre las brumas. Fachadas que habían perdido el color. El Caballero de Bronce sobre la roca imponente.
El Pushkin de bronce que sale de noche a pasear.
La avenida Nevski prospekt, con el atasco de siempre, incluso de noche. Limusinas extranjeras cubiertas de herrumbre.
Detrás de los velos de niebla grisácea se esconde algo espantoso…
Iván camina por la Nevski prospekt y cuenta los cafés.
Número uno: el cibercafé Cafemax.
Número dos: el café Shokoladnitsa. ¡Tiene que probar sin falta las crepes!
El café Idealnaya Chashka. Las mesas de color naranja están desiertas en la oscuridad. En uno de los percheros torcidos aún cuelga un paraguas olvidado.
Gruñidos y ladridos en la lejanía. Un eco que se pierde en la distancia. El monstruoso edificio de la catedral de Kazán con sus laterales curvos, que lo envuelven a uno cual cepo húmedo y resonante.
Ding-dong, ping-dong.
El zar Pedro el Grande: «Aquí se construirá una ciudad magnífica.»
El cielo bajo, cubierto por un velo gris. La cúpula de la catedral de Kazán envuelta por la niebla.
Bajo los pies, el asfalto gris y agrietado, por el que se asoman, aquí y allá, brotes de color gris blancuzco. Una piedra se suelta del techo y hace ruido al golpear el canalón. Un movimiento en la niebla. No… sí. Allí se mueve algo, detrás del grueso velo, muy lejos de aquí. Una cosa gigantesca…
Al contemplar las fachadas de las casas, Iván tiene la sensación de no poder distinguir los colores.
Todos nosotros estamos muertos.
En el mortal silencio de un café abandonado canta Tom Waits. Canta el blues de San Petersburgo, de una noche de lluvia en la Nevski prospekt.
Una taza blanca y gruesa sobre un posavasos tosco, una costra seca y negra en su fondo. Al lado, un sobrecito de azúcar sobre la mesa. Es de papel y lleva escrito: «Dulce.»
Una servilleta anaranjada.
El viernes me dejó chapuceando con el blues,
y es difícil triunfar para el que siempre es perdedor,
porque los bares de noche te consumen el alma,
te das de cabeza contra la pared.
Dos callejones sin salida, y aún tienes que elegir.
Iván tiene en los oídos la voz terriblemente ronca de Tom Waits. En el gélido silencio martillean los miliroentgen, y la radiación gamma atraviesa las finas paredes.
Un eco.
Iván está de pie en la calle y escucha el blues radiactivo.
Sostiene una escopeta de dos cañones con la mano.
Pasa entre los coches a lo largo de la Nevski prospekt. En vez de ventanas hay agujeros negros en las casas. Los ojos ciegos que emplea San Petersburgo para contemplar a Iván. Un San Petersburgo turbio y espectral. Viejo, enloquecido y terrible. Como un cantante de blues con el cabello canoso, negro, sin dientes, vestido con una camisa amarillenta.
Iván lleva un Izh-43K en la mano. Pulsa la palanca —clac— y abre el cañón. Las cápsulas fulminantes brillan. Calibre 12. Cartuchos de perdigones. Frenan al enemigo y le infligen un dolor duradero.
Iván vuelve a encajar los cañones y apoya el dedo en los gatillos. Clic, clic. No son propiamente gatillos, sólo sirven para tensar los resortes. Pero la sensación es genial.
Iván pasa frente a una librería. Aquí, en la Nevski prospekt, las hay en todas las esquinas. Igual que cafés. De hecho, casi todo son librerías y cafés. Como mucho, además, alguna tienda de ropa. Como si antes de la Catástrofe las gentes no hubieran tenido otra ocupación que sentarse en los cafés y leer libros.
Otra tienda. La luna de cristal está rota. En la vitrina hay una maniquí articulada con un collar de perlas al cuello. Uno de sus brazos blancos se rompió y se quedó a un lado. En la muñeca de la maniquí… un brazalete de color violeta.
Un brillante.
Iván se abre paso entre los coches para llegar al otro lado de la calle. Debió de armarse un buen barullo el día en que todo terminó. Ahora los coches no se mueven. Cientos. Miles. Sus propietarios aún están sentados al volante. Tan sólo queda el esqueleto. El cráneo les cuelga. Iván da la vuelta en torno a un Skoda blanco y llega a la otra acera.
Algo más allá, detrás de la verja de hierro, se encuentra el edificio redondo por el que se accede a la estación Ploshchad Vosstaniya, con la rotonda y la larga aguja que la remata. Tiene un aspecto divertido, como de enano agachado.
Las paredes que en otro tiempo tuvieron el color de la mostaza se han oscurecido y apenas si se distinguen de la gris oscuridad que las rodea. Cual blando almohadón, la niebla se asienta sobre el tejado redondo del vestíbulo que se halla en la superficie.
Iván levanta la cabeza. Frente a la entrada del metro se encuentra un edificio de cinco pisos en el que está escrito con letras blancas: «Ciudad heroica de Leningrado.»
Algunas de las letras se han venido abajo.
«Qué casualidad —piensa Iván—. Lo mismo ha sucedido con mi vida.»
—Iván —llama alguien.
Iván se vuelve. Su primer pensamiento: «Yo ya no me sorprendo por nada.»
—Iván —dice Kosolapy—. Despierta, Iván.
—¿Para qué? Si ya estoy muerto —responde Iván—. Sé muy bien que he fallecido. Una explosión acabó conmigo en la Primorskaya. Y luego soñé con una guerra. Soñé con la muerte y el horror. La traición. Una estación teñida de sangre. Un grupo electrógeno que se oxida en un antiguo búnker. Y ahora te veo a ti. Quizá sea éste el último nanosegundo de mi vida. La muerte cerebral por falta de oxígeno, ¿verdad que sí?
—No —responde Kosolapy—. Todas esas cosas ocurrieron de verdad.
Iván piensa durante un tiempo en las palabras de Kosolapy, luego le responde:
—No quiero regresar.
—Tienes que regresar, Iván.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue una luz azul. Sin embargo, lo único bueno de todo ello fue ese agradable color. La luz se reflejaba en la hoja de un cuchillo de monte grande y oxidado. Si Iván no veía mal, había incluso cabellos finos adheridos al acero estropeado y manchado.
«¡Ah, Sazonov! Ese idiota no es capaz ni siquiera de matar a la gente de un tiro, como tiene que ser. Y un tío como ése pretende hacer de digger.
—¡Delicioso! —decía un zombel calvo—. Seguro que estarás delicioso.
Ahora sí que es el fin.
—¡Lárgate! —masculló Iván, y se apartó arrastrándose por el suelo.
El indeseable gastrónomo blandió el cuchillo…
—¡Por todos los diablos, ¿qué se os ha perdido aquí?! —vociferó una voz ronca y potente.
El zombel se dio la vuelta, abrió la boca y alumbró la oscuridad con la linterna. Una criatura de cabellos canosos se le acercaba, tambaleante, y no parecía que viniera a divertirse.
El gastrónomo dejó caer el cuchillo oxidado y encogió entre los hombros su cráneo amorfo y cubierto de extrañas manchas. Los zombels se miraron entre sí sin decidirse. Eran cinco: tres hombres y dos mujeres. Estas dos últimas se diferenciaban de los tres primeros tan sólo por detalles secundarios. Todos ellos tenían en común los harapos que les cubrían el cuerpo, la maldad en el rostro y el repugnante hedor.
—¡Marchaos! —gritó el viejo, y se dirigió hacia ellos.
Para sorpresa de Iván, los zombels retrocedieron refunfuñando. El viejo se acercó todavía más. Al caminar, se apoyaba sobre una muleta muy grande, cuyas partes estaban sujetas con cinta aislante. La pelambrera gris se agitaba con ritmo marcial sobre sus hombros. Ricardo Corazón de León. O un demente.
—Voy a terminar con todos vosotros —les amenazó el viejo—. Ya me conocéis.
Los zombels gruñeron con rabia y se le pusieron a ambos lados para rodearlo. La clásica estrategia de caza de una manada de perros pavlovianos.
El viejo tomó impulso.
La muleta silbó en el aire y golpeó a uno de los zombels en el pecho. El crujido que se oyó entonces no sonó nada sano. El zombel retrocedió dos metros, se cayó de espaldas y gimoteó.
Iván se quedó gratamente asombrado.
El viejo recogió con sorprendente rapidez el arma que se había quedado en el suelo.
Un zombel que trató de adelantarse sufrió un rodillazo en el vientre y se retorció en el suelo entre lloriqueos. El furioso viejo golpeó en los dientes con el codo al tercero de los atacantes.
Tan sólo quedaban las mujeres.
El viejo se agachó, pero se limitó a mirar al vacío. Luego tanteó el suelo con la mano, como si buscara la muleta.
En cuanto la tuvo en su enorme zarpa, volvió a hacerla silbar amenazadoramente en el aire.
—Eh, ¿quién va a ser el siguiente?
Iván suspiró aliviado. Los zombels se acobardaron y huyeron, y se dejaron incluso la linterna. A su luz crepuscular, Iván veía ya tan sólo al viejo y escuchaba el correteo que se alejaba.
—¡No quiero volver a veros en mi conducto de ventilación! —les gritó el viejo a los zombels.
Iván se maravilló una vez más de la imponente apariencia del hombre. Debía de medir, por lo menos, dos metros. Con ello desmentía también otro prejuicio: que tan sólo la gente de poca estatura puede estar tullida. Aparte del problema que tenía para andar, estaba claro que el viejo estaba bendito con la fuerza de un oso. Y con un temperamento volcánico.
Varios gritos de ira resonaron en la penumbra. Giraban en torno de un «buen hombre Enigma».
—Esto… eh… —Iván carraspeó—. ¿Te conocían?
—A mí no hay perro que no me conozca.
Los ojos del viejo centellearon al mirar más allá de Iván. El digger se volvió, pero no había nadie. ¿Qué habría visto allí?
—¿Perro? Pero espero que eso no incluya a los pavlovianos —apuntó Iván y, al instante, se corrigió—. Qué frase más estúpida, lo siento, abuelito, me ha salido esa idiotez.
—¿Abuelito? —El viejo le miró con cara sorprendida—. ¿Te refieres a mí?
Iván habría querido responderle algo, pero no le salieron más palabras. El viejo se inclinó sobre él, le puso la mano en la cara y empezó a vendarle. Iván sintió el olor de la cinta adhesiva y del sudor frío al quedarse pegado en ésta. El viejo le palpaba la nariz, las mejillas, la frente y el mentón sin afeitar.
«¡Abuelito! ¡Pero tío…!»
Iván habría querido escapar, pero no tuvo fuerzas. Entonces el viejo le agarró la oreja con fuerza.
—Más suave —se quejó en voz baja.
El rostro del viejo quedó a la vista delante de sus ojos. Tenía los ojos blancos, sin pupilas. No le miraban a él.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
Fue entonces cuando Iván se dio cuenta de que su salvador estaba ciego.
La llama azul del infiernillo de alcohol acariciaba por debajo la sucia cazuela de hollín.
—Y me ha llamado Fyodor —dijo el viejo.
—¿Ha llamado? —preguntó Iván, asombrado.
—Sí. Por teléfono.
El viejo, como un obseso, removía el caldo con un cucharón.
El penetrante olor a alcohol del infiernillo quedó oculto por el exquisito aroma de la sopa de setas. Iván sintió que la boca se le llenaba de saliva y el estómago empezó a gruñirle.
—Mientras hablaba con él por teléfono, he llegado a pensar que me había vuelto loco. A lo largo de mi vida he probado todas las drogas posibles, pero un viaje tan fuerte…
Iván torció la cabeza. «No me hables de viajes —pensó—. Estás conversando con el padre de la bomba alucinógena, por así decirlo.»
—¿Con quién hablabas por teléfono? —preguntó Iván.
—Con Fyodor. ¿No te lo había dicho? Fyodor Bakhmetyev, que vive ahí.
—¿Ahí? ¿Dónde?
«Uno de nosotros dos no está bien», pensó Iván.
—En la central nuclear de Leningrado. ¿Sabes lo que es o no?
«¿Aún funciona?»
Iván se echó para atrás y juntó ambas manos detrás de la cabeza. Parecía que el «viaje tan fuerte» del hombre no había terminado.
—Sé algunas cosas al respecto —le informó el viejo—. Mi padre había construido centrales nucleares. Durante mi infancia llegué a jugar con planos para un RBMK.
—¿Y qué es eso?
—Un tipo de reactor —explicó el viejo, y se encogió de hombros—. Prácticamente idéntico al de Chernóbil. Sólo que el de San Petersburgo tenía un mayor rendimiento.
«Ajá. La vida es cada día más emocionante —pensó Iván—. Primero, mi mejor amigo me pega un tiro y, luego, otro tío recibe una llamada de un reactor nuclear.
—Pero, ¿qué teléfono es ése? —preguntó Iván.
—¿Disculpa?
—Sólo te preguntaba cuál es ese teléfono que has utilizado.
—Está en la habitación, sobre la mesa. Un teléfono rojo.
Iván se incorporó. Ponerse en pie le costó cierto esfuerzo y la cabeza empezó a darle vueltas. Se arrastró a lo largo de la pared, fatigado, hasta llegar a la puerta, y la abrió. Las bisagras crujieron.
En efecto, sobre la mesa había un teléfono. Pero, de todas maneras, su color no se asemejaba en nada al rojo. Y tampoco al verde. Iván miró de reojo al viejo. Éste alcanzó un botellín de plástico, lo abrió y se puso a echarle sal a la sopa. El delicioso aroma de las setas había dejado a Iván fuera de sí. Su estómago se manifestó de nuevo. Iván oyó con nitidez sus ronroneos.
«Dentro de muy poco vas a comer, digger —se decía Iván a sí mismo—. Ponte a ello.»
Iván caminó torpemente hasta la mesa y se dejó caer sobre la silla. Entonces esperó a que se le pasara el mareo. Cuando la habitación paró de dar vueltas a su alrededor, dejó que su mirada resbalara sobre la mesa, en la que no había nada más que el teléfono. Un teléfono normal, de plástico, de color gris mate. En la capa de polvo que lo cubría se podían reconocer marcas de dedos. Era obvio que no se había utilizado durante mucho tiempo.
«El trasto este no funciona. Me apostaría la cabeza. ¡No es posible que funcione! Como mucho, la llamada pudo venir de la estación más cercana. Quién sabe, quizás el viejo es pariente del comandante de la estación y le han puesto una línea extra. Bueno, no es muy probable, pero más plausible que su afirmación de que lo llamaron desde la central nuclear.»
Iván tendió la mano hacia el auricular. Titubeó.
¿Y si me responde alguien? ¿Qué digo entonces? Da igual, vamos a probarlo.
Acercó el auricular al oído y escuchó.
Silencio. Un zumbido apenas perceptible.
—¿Hola? —dijo Iván—. Uno dos, uno dos, por favor, respondan.
Silencio. Tampoco se podía esperar otra cosa. Aquel misterioso Fyodor Bakhmetyev… la central nuclear de Leningrado… todo eran invenciones.
Iván colgó el auricular, regresó al colchón y se dejó caer como un árbol abatido. La negrura le cubrió los ojos.
—Tendrías que ir con él —dijo el viejo.
Iván sacudió la cabeza. No tenía agua en los oídos. No lo había entendido mal.
—¿Me lo dices en serio?
—¡¿A ti qué te parece?! Tan sólo hay ochenta kilómetros hasta la central nuclear de Leningrado. ¿Conoces Sosnovy Bor?[18] En otro tiempo había una ciudad que se llamaba así. La central nuclear está allí. ¡Ve! Alguien tendrá que hacerlo, ¿verdad que sí?
Iván hizo una mueca.
—¿Y ese alguien tengo que ser precisamente yo?
—Pues si no, ¿quién? —respondió el viejo—. ¿Lo vas a hacer?
Iván suspiró.
—Lo siento. No es el momento adecuado.
El rostro del ciego se volvió de piedra. Como una estalagmita en una cueva que ha crecido a lo largo de los milenios, gota a gota. Como un portavelas de calcita. Iván había visto formaciones semejantes en túneles abandonados. Bellísimas. Pero estrafalarias.
—Te había tomado por un digger —dijo el viejo, decepcionado.
—Yo también me tenía por tal.
El viejo, meditabundo, mecía el cuerpo sobre la cazuela. «Es capaz de permitir que esa hermosa sopa se queme —pensó Iván—. Qué lástima.»
—¿Qué te ha pasado, digger?
Iván no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Era una buena pregunta.
—Me han pegado un tiro.
—¡Vaya! Sí, esas cosas ocurren.
—Y ahora tengo que solucionar varios asuntos.
El ciego enarcó sus cejas blancas.
—Eso le sucede a todo el mundo. Porque somos humanos.
—Bien dicho —respondió Iván.
—El estrés… no hay nada como el estrés —filosofaba el viejo—. Cuando tenía tu edad, estaba siempre en tensión. Tenía preocupaciones, peleas, amigos, aliados, enemigos… mujeres.
Acentuó la última palabra con tanto anhelo que Iván no tuvo más remedio que preguntarse si el viejo habría abandonado de verdad el tema.
—Mujeres —repitió el ciego, y suspiró—. Cuando se trataba de ese tema, había que buscar valores permanentes. ¿Y tú? ¿En qué piensas tú, digger?
—Por ahora, pienso tan sólo en comer —respondió Iván—. Tengo un hambre de muerte. Y, además, pienso que voy a desmayarme…
Iván había mentido. En aquel momento no pensaba para nada en comer. Nada más cerrar los párpados, se le aparecieron tres nombres en su fuero interno.
Memov.
Orlov.
Sazonov.
Todo muy sencillo.
Aún no sabía en qué orden tenía que matarlos.
—¿Duermes? —Alguien sacudió a Iván para despertarle—. ¿O te has ido al otro barrio?
Iván abrió los ojos. El ciego se inclinó sobre él. De su rostro barbudo colgaban mechones blancos.
—Venga, toma, pipiolo. —El viejo le pasó un plato de hojalata abollado. Los vahos de la sopa se dejaban sentir en el aire frío—. Cómetelo. —Con la otra mano, el viejo le entregó una cuchara.
Iván aspiró el vaho. La sopa olía claramente a quemado.
—Gracias —dijo Iván.
Por segundo día consecutivo, Iván sufría un agudo dolor en las costillas y la fiebre lo martirizaba. Se notaba todo el tórax como si no le perteneciera. Como un diente purulento que ya no se siente como propio, sino como un rabioso enemigo que ha anidado en el maxilar.
Pero los dientes se pueden arrancar…
—Aquí penetró la bala —le explicó el doctor, un médico militar de la estación Ploshchad Lenina—. Chocó con la placa metálica y se desvió. El chaleco antibalas le salvó la vida.
El médico militar tenía el rostro alargado, las cejas cortas, el cráneo casi desprovisto de cabello y el cuello largo y flaco. En resumen, recordaba a los buitres de la película de dibujos animados El libro de la selva. Iván la había visto durante su infancia. Pero en seguida se dio cuenta de que no podía bromear a costa de aquel hombre.
—Pura casualidad —había dicho Iván—. Tenía las costillas lesionadas, y ese día aún me duraban los dolores de espalda. Por eso me había puesto las placas de metal y las había sujetado con vendajes: para que las costillas se me estuvieran quietas. Eso las sujeta bastante bien. —Iván pensó en lo que acababa de decir—. O más bien las sujetaba.
—Es asombroso. —El médico enarcó las cejas—. De todos modos, he oído hablar de casos todavía más exagerados. De balas que chocaron contra libros o amuletos. Y en su caso fue una protección improvisada sobre las costillas. —Contempló a Iván con sus ojos terriblemente azules—. Había una película en la que sucedía lo mismo. Creo que se titulaba Por un puñado de dólares, de Clint Eastwood. Da igual, lo más probable es que no lo conozca usted. En cualquier caso, había un personaje que se ponía una placa para protegerse el pecho.
—Aún no había pensado en quitarme las vendas —explicó Iván, como si tuviera que justificarse porque una feliz casualidad le había salvado la vida.
El médico se sonrió y se puso en pie. La lámpara que brillaba detrás de su cabeza arrojó un fulgor azulado en torno a su calva. Por un instante se asemejó a un santo en un icono. Cuando apartó la cabeza, la intensa luz golpeó a Iván. «Maldita sea.» Cerró los ojos con fuerza. Aún distinguía la forma del filamento dentro de los párpados.
—Le dejo a usted el peróxido de oxígeno para que se lave las heridas —dijo el doctor—. Y también sulfanilamida en polvo. Le prescribiría a usted antibióticos de verdad si los tuviera. Pero pienso que se recuperará de todos modos. Tiene usted un cuerpo robusto. Le bastará con mantener las heridas muy limpias.
—Gracias, doctor —respondió Iván.
En cuanto el médico se hubo marchado, el digger se echó sobre la cama y cerró los ojos. El dolor de las costillas le causaba pálpitos. Curioso. ¿A quién se le habría ocurrido que la bestia de la Primorskaya tuviera que ser el motivo último de que una bala no lo matase? Qué historia más disparatada.
Poco más tarde, Iván oyó pasos, y los golpes de la muleta en el suelo. Decidió quedarse tumbado. ¿Qué se le habría ocurrido esta vez al viejo? Iván entreabrió los ojos y respiró hondo, como si durmiera.
El viejo se inclinó sobre él y escuchó.
—Pues qué cómodo se ha puesto el tío —murmuró.
Entonces levantó la muleta. ¡Mierda! Antes de que Iván hubiese tenido tiempo para reaccionar, su romo extremo se le había hincado entre las costillas sanas.
Iván se puso en pie de un salto.
—¡¿A qué viene esto?!
—Te despierto porque te habías echado en mi cama —le explicó el viejo en tono lapidario—. Eso no puedes hacerlo.
—¡El doctor me ha dicho que tengo que estar tumbado!
—Pues túmbate, pero si eres tan amable, vete a joder en tu propio colchón. —El viejo sonrió, complacido por haberle fastidiado—. Por cierto que ése también es mío.
Iván no pudo contener una carcajada. Aquel viejo chiflado tenía cierto encanto.
—Vale, me has convencido —transigió Iván—. ¿Dónde está tu colchón?
No le sentaba nada bien estar de pie. La habitación empezó a dar vueltas.
«Me pasaré uno o dos días echado y luego me iré. No vaya a ser que me muera por el camino.»
Durante la noche, Iván soñó de nuevo con el hospital de campaña y con el teniente de ojos fríos como el hielo. Una vez más, siguió al teniente bajo aquella luz intensa, entre las hileras de camas plegables. Una vez más, los heridos le miraban con los ojos llenos de odio o le giraban la cara. Y vio una vez más el fogonazo, cuando el teniente apretó el gatillo y el mundo se salió de su quicio.
El doctor se desplomaba con dolorosa lentitud. Iván veía los pelos grises de barba incipiente en su garganta. Pero su rostro se había transformado. Esta vez se trataba del médico militar de la estación Ploshchad Lenina. Las enfermeras abrían la boca en silencio. Una de ellas es Tanya. La otra, aquella muchacha que se llamaba Illyusa. Incluso en sueños, Iván se sorprende de su aparición.
Illyusa chilla. Tanya chilla.
Iván le pone la mano en el hombro al teniente.
Al instante se da cuenta de que habría sido preferible no hacerlo. El teniente se vuelve poco a poco. Y entonces… Iván le ve la cara.
Es Sazonov.
—Hola, Vanya —dice Sazonov, satisfecho.
Un fogonazo. Iván se estremece y se da cuenta de que la bala le ha entrado entre las costillas. ¿Se las protegía alguna placa metálica? Iván baja la cabeza y ve la sangre que le mana del orificio. «Me ha disparado —piensa—, y poco a poco empieza a caer.»
El rostro de Tanya se aleja.
El vestido blanco de boda.
¿Por qué no te arrojaste al río, Maryushka?
Iván abrió los ojos.
«Ha llegado el momento de ponerse en camino. Ya he perdido demasiado tiempo. Me curaré por el camino.»
Sobre su cabeza se encontraba el techo gris con la grieta entre las losas.
El ciego vivía en el túnel de enlace entre las estaciones Ploshchad Vosstaniya y Chernyshevskaya, en un pequeño búnker abandonado. Iván no tenía nada claro con qué finalidad lo habían construido, pero tenía dos habitaciones —en una de las cuales se encontraba el teléfono— y una especie de almacén al que se llegaba por un pequeño pasillo. Era un lugar oscuro y estrecho. A lo largo de la pared había taquillas de hojalata y una torre de armarios de aparatos, uno encima del otro.
Varias lámparas colgaban del techo del búnker al extremo de una serie de cables. Algunas de ellas incluso funcionaban. Pero Iván se había preguntado ya durante su estancia en la Ploshchad Vosstaniya por el suministro aparentemente ilimitado de corriente eléctrica.
El viejo no necesitaba para nada la iluminación. Con todo, Iván estaba muy contento por no haber tenido que pasarse el día a oscuras.
—¿Quieres marcharte? —preguntó el viejo.
—Sí, tan pronto como las piernas me aguanten.
—Es cosa tuya. Tú mismo tienes que saber lo que haces. Toma, el pasaporte.
—¿En serio?
Iván agarró el manoseado librito que le ofrecía el ciego y lo abrió con precaución.
Iván Sergeyevich Gorelov. Fecha de nacimiento: 01.11.2008. Lugar de nacimiento: San Petersburgo, provincia de Leningrado.
—Este pasaporte no es mío —dijo Iván.
El viejo se encogió de hombros.
—Pues entonces, ¿de quién es? Estaba a tu lado cuando te encontré.
¿Lo habría perdido uno de los zombels?A veces se dan estas casualidades. En cualquier caso, le venía muy bien. En aquellos tiempos era muy difícil moverse por la red de metro sin pasaporte.
—¿Pues cómo te llamas?
—Iván. Pero el apellido es distinto.
—Entonces te irá bien. —El viejo echó la cabeza para atrás, como si hubiese querido contemplar el techo—. Así no tendrás que acostumbrarte a un nombre de pila distinto.
—Es cierto.
Sazonov se lo había quitado todo a Iván: el fusil, el cuchillo, la linterna y los papeles. El resto de las pertenencias de Iván se encontraban en la bolsa que se había quedado en la estación. También la bola de cristal. El regalo para Tanya. Iván suspiró. Tanya. Sus ojos centelleantes.
—Tengo que irme a casa.
Silencio.
—¿Quieres que todo vuelva a ser como antes? —El viejo volvió la cabeza hacia Iván—. ¿De verdad que ése es tu objetivo? No es muy romántico.
—Quiero recobrar mi propia vida —proclamó Iván con terquedad.
—¡Qué disparate! —respondió el viejo—. Tú no has tenido nunca una vida propia. Has muerto en esta guerra, digger. Sólo que aún no lo has comprendido. Estás muerto, Iván —le repitió. La mirada hueca de sus ojos blancos, sin pupilas, tenía un aire espectral.
—¿Quién eres? —El ciego se echó a reír—. Dormíamos y aguardábamos la primera hora de la mañana —declamó—, cuando despertó Eos, ¿la conoces?, de dedos rosados.
Iván vaciló. ¿Dónde había oído hablar de esa tal «Eos de dedos rosados»? No hacía mucho tiempo. Por otra parte, tenía la sensación de que los últimos acontecimientos habían tenido lugar varios años antes.
—¿Con qué nombre tengo que llamarte? —preguntó.
El ciego se lo pensó.
—Llámame Ais —respondió por fin—. Aunque lo mejor sería que no me llamaras por ningún nombre.
Al cabo de dos días, Iván se había recuperado hasta el punto de poder emprender breves paseos. El viejo le acompañaba… de mala gana y sin dejar de rezongar. ¿Por qué lo hacía? Iván no acertaba a adivinarlo. ¿Por el bien de la sociedad? ¡Ja!, y un cuerno. Las salidas con el viejo eran un tormento. Tenía una idea muy propia de lo que era salir a pasear. Por lo general, se le adelantaba con la muleta, luego lo esperaba y le seguía a paso lento.
Para distraerse del dolor, Iván le contó la historia del monstruo marino en la Primorskaya.
—Al ver al tigre, me di cuenta en seguida de que allí había algo que andaba mal.
—¿Un tigre? —dijo el viejo con asombro—. ¿Qué clase de tigre era?
—Un tigre blanco.
—¿Un tigre de Bengala? ¿Y si no, qué? Ay, Dios mío. —De pronto, una sonrisa radiante de felicidad apareció en el rostro del ciego, aunque con un toque de melancolía—. Qué bello animal. ¿Pero cómo llegó al metro?
—Me imagino que algún trabajador del zoo lo soltaría junto antes de la Catástrofe y el animal entró en seguida en el metro. Parece un cuento, desde luego. Pero, en realidad, ¿por qué no? La historia me gusta de todos modos.
—¿Piensas que es un cuento? —El viejo se rascó al frente—. Pues te lo diré, por si quieres saberlo: fui yo quien lo dejó salir.
Se hizo una pausa. ¿Iván lo había oído mal? ¿O acaso el viejo había enloquecido del todo? Igual habría podido decirle que había creado el mundo en siete días.
—¿De dónde lo dejaste salir?
—Pues vaya pregunta: ¡de la jaula, por supuesto! —El viejo se agarró a la muleta con fuerza y aceleró el paso—. ¿De dónde te parece que lo iba a soltar, si no? ¿Del Empire State Building? No he conocido a muchos tan imbéciles como tú.
Esto último había sido un insulto. Iván se detuvo incluso para pensar en cómo tenía que tomárselo. Un insulto de verdad. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan ridículo. Probablemente al morir Kosolapy. No bastaba con que le hubiesen disparado, encima tenían que llamarle imbécil.
—Oh, gran gurú, cuéntame entonces…
—¿Qué has dicho? —dijo el viejo, interrumpiéndole, y sacudió la muleta a modo de amenaza.
—Entiendo —dijo Iván para apaciguarle—. Pero ahora, en serio, ¿por qué dejaste escapar al tigre?
Ese día fueron más lejos de lo normal. Iván ya no caminaba con las piernas temblorosas, pero el corazón le flaqueaba como si no hubiera bombeado sangre, sino petróleo crudo extra pesado.
«Alto. ¿Adónde hemos ido a parar?»
—¿Qué es eso? —preguntó Iván.
—Un conducto de ventilación, nada especial —respondió el viejo, encogiéndose de hombros, y siguió adelante con la muleta. Toc, toc, toc.
Iván alumbró a su alrededor con la lámpara. Un acceso ordinario para un conducto de ventilación igualmente ordinario. Una fuerte corriente de aire soplaba desde el interior. «Mira, aún funciona.» Se metió dentro.
El cono de luz de la lámpara le reveló la presencia de un montón de recipientes que contenían filtros de carbón. Ahora estaba claro para qué servía el conducto. En un tramo superior se encontraría una puerta hermética y una esclusa para la salida al exterior. Los diggers empleaban de vez en cuando los conductos de ventilación para salir a la superficie. Sin embargo, era una labor fatigosa, incluso en los casos en los que la escalerilla del conducto estaba intacta, ya que el pozo podía llegar a medir setenta metros. Cuando había que arrastrar bultos, o la escalerilla estaba cubierta de hielo, el esfuerzo era agotador.
Iván había sufrido semejante tortura tan sólo en una ocasión, porque los Vegetarianos le perseguían y no le quedó otro remedio.
Examinó la instalación. El sistema de filtrado de aire estaba en buenas condiciones. Era obvio que se le hacían revisiones frecuentes. Alumbró la pared. Cifras medio borradas sobre el hormigón: el número del conducto. Nada sospechoso. Iván regresó a la entrada.
Estaba a punto de bajar a la vía cuando sufrió un sobresalto, como si le hubiera atravesado una corriente eléctrica.
«Maldita sea. ¡No puede ser!»
Iván volvió sobre sus pasos. El corazón le latía con fuerza.
Seguro que se lo había imaginado.
Colocó la bolsa junto a la pared y levantó la linterna. Con mucha lentitud, como si hubiera querido retrasar la confirmación de sus temores. Finalmente, las cifras rojas aparecieron en el círculo de luz.
Iván se acercó y pasó la mano por encima del hormigón. Estaba quebradizo, seco y áspero. Le quedó polvo en el guante.
«Y todo eso tiene que ver con el conducto de ventilación número doscientos uno», le había dicho Pájaro Carpintero, el filósofo loco de la estación Ploshchad Vosstaniya.
Iván había descubierto el lugar en torno al cual giraba todo cuanto sucedía en el metro.
En la pared se leía el número 201.
Al lado del número había una frase. Iván la leyó, se sonrió y sacudió la cabeza.
Sí, claro, era casi obligado.
—¿Qué es lo que hay ahí?
Iván se llevó un buen susto. No se había fijado en que el ciego le había seguido. Y, por lo demás… ¿cómo podía saber que había algo escrito en la pared? En ocasiones, a Iván le daba la impresión de que el viejo, en realidad, sí veía y que se hacía pasar por ciego por motivos incomprensibles.
—Enigma es un hombre bueno TM —leyó Iván—. ¿Quién es ése?
¿Qué le habían gritado los zombels al viejo mientras huía? Iván le lanzó una mirada interrogadora al ciego.
Éste se encogió de hombros, como para decirle: es la primera vez que lo oigo.
—¿Lo conoces?
El viejo negó con la cabeza como para esquivar la pregunta, pero era obvio que conocía muy bien al misterioso Enigma. Sin embargo, actuaba como si no supiera nada.
Bueno. Estaba en su derecho.
Al fin y al cabo, todo el mundo tiene un par de cadáveres en el armario.
Al volver a bajar a la vía, Iván se dio cuenta de que se había olvidado la bolsa. Regresó una vez más a buscarla. El viejo todavía estaba allí y su torso se mecía hacia uno y otro lado, como sumido en un trance. Su cabello blanco relucía en la oscuridad.
—Les gusto a esos bribones —mascullaba el viejo, que se secaba los ojos llenos de lágrimas con su sucia manga y seguía meciéndose—. Les gusto.
Iván levantó la bolsa sin hacer ruido y se dirigió a la salida. Sentía los latidos de su propio corazón.
¿Qué sucedía allí realmente?
—Un tigre blanco no podría sobrevivir en la naturaleza —explicó el viejo—. Lo digo en respuesta a tu pregunta de por qué lo dejé salir de la jaula. Mientras estaba dentro de ella se parecía a nosotros, los seres humanos. En la naturaleza rara vez se encuentran albinos. Se mueren de hambre, o son víctimas de los tigres de color normal. Lo mismo ocurre con los seres humanos. En la naturaleza salvaje que nos rodea somos como los albinos. Imagínate que alguien te abandonase en un lugar donde todo te resulta extraño. Y donde tú mismo fueras un extraño. Pues bien, ahora que todo lo que había en el exterior se ha transformado, los seres humanos somos como tigres en Marte. ¿Has oído hablar de los otros planetas? Incluso el metro le ofrece cierta familiaridad al tigre.
Iván callaba. Así son las cosas.
—¿Y no hay ninguna salida?
—¿Para el tigre o para los seres humanos?
—Para el tigre. En la ciudad.
El viejo reflexionó.
—Desde luego, hay una.
—¿Y cuál sería?
—Comer carne humana.
Setenta y nueve. Ochenta. Iván terminó con las flexiones y se levantó bañado en sudor. Los brazos le temblaban de pura fatiga. Sin embargo, el entrenamiento regular había vuelto a ponerle en forma. A continuación venían los ejercicios en hilera con la pelota. Reacción, coordinación, empatía con el compañero… Iván meditaba al respecto.
Mi grupo de diggers ha dejado de existir. El digger Iván ha dejado de existir. Tengo que volver a empezar desde el principio.
¿Merece la pena?
Tomó las pelotas y las meció sobre ambas manos. No tenía pelotas de tenis, lástima, pero las pelotas de trapo con peso dentro también le servían. Volvía a ser buen momento para las charlas filosóficas. Iván sonrió. El entrenamiento con el viejo era divertido. Charlaban sobre todas las cosas imaginables al mismo tiempo que se lanzaban las pelotas. El viejo las agarraba con destreza y rara vez se equivocaba. En muchas menos ocasiones que Iván. Como si hubiera tenido un sistema de rastreo por láser dentro de la cabeza. Pero ¿qué era lo que le había ocurrido? El viejo se obstinaba en callar. Iván negó con la cabeza. Debía de tratarse de una historia espantosa.
Era una sensación peculiar: entrenarse con un compañero que no podía verte.
Y luego toda su filosofía.
En la última ocasión, el viejo le había explicado que el metro era el infierno. Hoy le había dicho que el metro era el paraíso del que tarde o temprano se iba a expulsar a los hombres.
—¿Qué es el metro ahora? ¿El paraíso o el infierno? —dijo Iván, y lanzó la pelota.
El viejo cazó con habilidad la pelota de trapo y arrugó la frente:
—¿Qué piensas tú sobre el paraíso?
Lanzó la pelota.
—Un lugar donde viven ángeles —respondió Iván, y agarró la pelota a su vez.
El viejo torció la cabeza hacia un lado. Parecía que sus ojos blancos mirasen directamente a Iván. La pelota surcó el aire. En el último momento, su mano arrugada se alzó e interceptó la pelota delante de su propio rostro.
—No es una mala respuesta —observó el viejo, y lanzó la pelota—. Si te encuentras con los ángeles, salúdalos de mi parte.
Ivan tuvo que dar un salto para atrapar la pelota y volvió a aterrizar sin problemas sobre sus propias piernas. Las costillas ya casi no le dolían.
—Lo haré.
—¡Qué idiota! —le replicó el viejo, de buen humor—. ¿Me vas a escuchar mientras te cuento lo que sucedió en realidad? Yo lo sé.
—¿Ah, sí? —Iván sonrió—. ¿Pues por qué no…?
El viejo habló entre dientes.
—Por alguna parte del metro deambula un dios antiguo —explicó en voz baja—. Tiene una barba larga y blanca, el rostro arrugado y bondadoso, y ojos azules. Se entiende que en sus ojos se refleja una absoluta desvergüenza.
Iván tragó saliva. ¡Vaya descripción!
—Podría pasarme el día contándote sin parar chorradas como ésa —proclamó el viejo veterano—. En realidad, todo fue mucho menos patético. Hace mucho tiempo, antes de la Catástrofe, vivió el Protomonter. Un bonito día (ya vuelvo a contártelo como si fuera un cuento; en realidad fue un día atroz) se decidió a construir el metro. Llamó a sus monters a su presencia, les puso un plano en la mano y les dijo: «Construid, inútiles.» Tenéis que hacerlo así y asá. Luego comprobaré que lo hayáis hecho bien. Los monters gimotearon. En cuanto hubieron terminado, el Protomonter supervisó el metro. Y vio que era… asqueroso, pero que también habría podido ser mucho peor. Y entonces dijo el Protomonter: «Hágase la luz en el metro.» Y los monters instalaron el tendido eléctrico. Y entonces… —el viejo hizo una pausa dramática—… entonces llegó el Protodigger.
«Protodigger, Protomonter. Ha descubierto algo con lo que puede atacarme los nervios», pensó Iván.
Cuentos para jóvenes promesas de diggers. Kosolapy le había contado historias parecidas. El propio Iván las había narrado lo mejor que había sabido cuando entrenaba a los diggers jóvenes.
La puerta que daba a la habitación del viejo estaba entrecerrada. Iván miró por el resquicio. El gigante caminaba de uno a otro extremo como un tigre, apoyado en su enorme muleta. Sin descanso. Toc, toc, toc. La melena gris se agitaba sobre su rostro y sobre la barba apelmazada.
De pronto, el viejo se detuvo frente a la pared y se meció sobre los dedos de los pies. Como si hubiese alguien frente a él. Iván se esforzó en mirar, pero allí no había nadie. Tan sólo la sombra de un armario para equipamiento.
—¿Qué es lo que se os ha perdido aquí? ¿Pensáis que esto es el Arca de Noé?
Iván cerró los ojos con fuerza, se frotó los párpados y volvió a mirar.
Qué disparate. No podía ser.
Una sombra normal. Inmóvil, como suele suceder con las sombras de objetos inmóviles.
Pero Iván se dio cuenta de que la sombra se había movido levemente después de las palabras del viejo.
¿Alucinaciones?
Podía ser que le hubieran quedado restos de polvillo violeta en la ropa. ¿Por qué no?
Seguro que había sido su imaginación. Y que el viejo charlaba con la pared… pues claro. Cada uno tiene sus rarezas.
Iván sacudió la cabeza.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó el viejo—. ¡Decidlo de una vez!
Márchate, digger, y duerme todo lo que haga falta.
El teléfono sonaba. Sin cesar.
Era un sonido monótono e insistente. Iván empezó a oírlo aun antes de despertarse. Le ponía nervioso, sobre todo por lo absurdo que era.
¡Riiiing, riiiing, riiiing!
El sonido se le había metido en el cerebro. Iván gimoteó, hundió la cabeza en la almohada, se puso de costado, se cubrió la cabeza con la frazada. Fue inútil. El penetrante sonido atravesaba la tela sin esfuerzo y se le metía por los oídos.
¡Riiiing, riiiing, riiiing!
En cuanto el sonido tuvo las dimensiones de la estación Nevski prospekt entera, Iván no lo soportó más. Se bajó del colchón y abrió los ojos. Fue un despertar sumamente desagradable. Regresó de golpe del mundo de los sueños a su cuerpo material… y por poco no entró bien. El corazón le latía con fuerza y sin un ritmo regular. Sentía un sabor amargo en la boca y se notaba la garganta reseca. A medida que sumaba años le ocurría con mayor frecuencia cuando no dormía lo necesario. Pero qué más daba.
¡Riiiing, riiiing, riiiing!
Iván cerró los ojos y estiró el cuello para destensar los músculos. El sonido provenía de la sala de al lado. ¿El teléfono? ¿Por qué el teléfono? Iván se puso en pie y anduvo hasta la puerta dando traspiés. Los contornos de ésta se le difuminaban ante los ojos. Hacía una eternidad que el despertar de Iván no era tan inmisericorde. Se sentía desgraciado como un perro.
¡Riiiing! «¡Voy ahora mismo a responder!»
¿Así pues, el teléfono del viejo funcionaba? ¿Con quién debía de hablar? ¿Le habían instalado una línea desde la estación?
Iván llegó al lindar y se apoyó en el marco. Parpadeaba, víctima de la fiebre. Tenía como un velo ante los ojos.
Otro intento. Por fin logró ver algo. El teléfono gris se encontraba sobre el escritorio y sonaba. Era increíble. Iván fue hasta la mesa, agarró el auricular con dedos rígidos y se lo acercó al oído.
El sonido se interrumpió. Iván contempló la caja gris con las teclas negras. Debía de ser un engaño de los sentidos.
—¿Hola? —dijo.
Durante un largo rato no hubo respuesta.
Entonces se oyó un crujido.
—¿Con quién hablo? —preguntó de pronto una voz autoritaria desde el otro extremo de la línea.
—Soy Gorelov —respondió Iván. Tenía que acostumbrarse a su nuevo apellido.
—Las órdenes son las siguientes, Gorelov. La línea dos se transfiere al dominio autónomo, GUS Dachnik se apresta para la guerra. Todo a punto dentro de cincuenta minutos. ¿Entendido? Todo a punto dentro de cincuenta minutos. Hay que preparar los búnkeres principales para alojar a la población. Se ha obtenido la autorización de las instancias superiores.
Al tiempo que escuchaba, Iván tuvo la sensación de que la frialdad de aquel plástico asquerosamente liso se le metía en el oído, desde allí le pasaba a la cabeza y luego le bajaba por el esófago hasta el estómago. Una vez allí se concentraba cual mercurio derramado en un grupo pesado y resplandeciente.
—Repito. Se ha comunicado la orden de inicio. Confírmeme que la ha recibido. Oye, Gorelov, ¿estás dormido o qué?
—Entendido —dijo Iván.
—Escúchame, Gorelov… —De súbito, la voz del auricular se despojó de toda su severidad y se volvió frágil. Como si la hubieran desenchufado—. Es el fin. Olvídate de la Instalación 30… Salva a los seres humanos. Yo… yo me voy a emborrachar y me pegaré un tiro en la cabeza. Gorelov, te lo ruego: ¡salva a los seres humanos! Todo esto es tan absurdo… si tuviera algún sentido, yo mismo lo intentaría. Pero no tiene ninguno. —La voz se desfiguró en carcajada demencial. Iván oyó que alguien respiraba al otro extremo de la línea—. Están ahí. ¿Sabes?, yo tenía la esperanza de que este día no llegara jamás. Tenía la esperanza de no tener que vivirlo, al menos. Me podría haber muerto ya de cáncer. ¿Por qué no? El cáncer no es lo peor. Entonces, por lo menos, me habría quedado con mi esperanza. Pero ahora, al contemplar el futuro, diviso tan sólo un gigantesco agujero negro. Igual que los ateos. Nada. Nothing. No puedo mirar a los ojos de nadie. Esto ha terminado. ¿Has transmitido la orden?
Entonces, Iván sintió la necesidad de tranquilizar al hombre que se hallaba al otro extremo de la línea.
—Sí, ya lo he hecho.
—Gracias, Gorelov. ¿Cómo es posible que no haya logrado entender el mundo en el que estaba? ¿Sabes?, mi mujer siempre se me ha quejado de que nunca tengo tiempo de salir a pasear con ella. Con ella y con nuestra hijita. De que siempre encuentro un motivo para marcharme a solucionar un problema que parece muy importante. Siempre he estado tan atareado… y ahora, cuánto querría recuperar esos cinco minutos. Esos cinco minutos en el parque, entonces, en el otoño. Era un día gris, soplaba el viento, y las hojas de colores vivos se agitaban en el aire. Todavía me acuerdo, Gorelov. Y mi hijita corría hacia mí agitando los brazos. Sobre el follaje húmedo. Mi mujer estaba al lado. Necesito tanto volver a vivir esos cinco minutos… Cuánto deseo que mi hijita corra de nuevo hacia mí. Querría verla, acariciarle el cabello. Su cabello suave que se agitaba al viento. En momentos como éste es cuando uno descubre si ama de verdad. Y no son palabras vacías. Si la muerte se nos lleva a la eternidad, entonces quiero una eternidad de hojas de colores vivos. Y que mi hijita corra hacia mí y me grite: «¡Papá!» Todo esto es una chorrada sentimental, ¿verdad que sí, Gorelov? Gorelov, dime algo. A mí ya no me queda nada más. Tan sólo la nada y la negrura. Si Dios existe, que les ilumine a ellos, yo puedo pasar sin luz. La oscuridad no me importa nada si sé que mis seres queridos tienen luz. Nos hemos aniquilado a nosotros mismos. Ahora, mientras los misiles estén en el aire, estos quince minutos… si pudiese, me moriría de vergüenza. De la vergüenza que sentiría ante mi hijita. Qué tontería, ¿no te parece, Gorelov? Dime algo, Gorelov, por favor. ¿Por qué no me dices nada?
Señal de línea ocupada.
Iván colgó el auricular.
—¿Qué ha sido eso? —Iván fue en busca del viejo y lo agarró por el cuello de la camisa—. ¡¿Qué-ha-sido-eso?!
Los ojos ciegos del viejo miraron al vacío, tras las espaldas de Iván.
—¿El teléfono?
—¡Sí, maldita sea! ¡El teléfono!
De repente, Iván se dio cuenta de que volaba por los aires. El viejo le había dado un golpe muy fuerte. Iván rodó por el suelo. Los ojos le quedaron cubiertos por un velo de negrura. Cuando por fin se detuvo, se quedó hecho un ovillo. El tío no era melindroso.
—Respira hondo —recomendó el viejo—. Esa historia del teléfono es muy fácil de explicar.
—¿C-cómo…? —Iván no lograba tomar aire. El dolor le irradiaba desde el plexo solar como una sucesión de fuertes descargas eléctricas—. ¿Cómo…?
—Era una grabación —dijo el viejo.
Había levantado ligeramente la cabeza, como para escuchar. Sus ojos blancos parecían ausentes.
—¿Qué?
—Una de las grabaciones habituales, nada más —repitió el viejo en tono burlón—. Estas instalaciones tenían un carácter semimilitar. Por ello, era habitual grabar las conversaciones.
—¿Y quién era el que ha llamado? —preguntó Iván, aunque ya sabía la respuesta.
—Tu destino —proclamó el viejo en tono solemne, enseñó los escasos dientes que le quedaban y se echó a reír—. Tonterías. La llamada se activó de manera automática. A saber cuánto tiempo hace que se registró el sonido. Por el motivo que sea, se ha conectado. Como un contestador automático, nada más.
—¡¿Qué?!
—Todo tiene su explicación, Iván. En el metro no se producen milagros. Escríbetelo en la mente, pipiolo.
—¿Qué piensas hacer cuando te marches de aquí?
Iván se rascó el cogote. Le parecía estúpido responder a la pregunta. Por otra parte, no quería ofender al viejo. Al fin y al cabo, le había formulado una pregunta de lo más normal.
—Voy a adivinarlo —dijo el viejo—. Tienes intención de vengarte, ¿verdad que sí? Vas a matar a tus enemigos.
Sazonov, Orlov, Memov.
No le importaba el orden.
—Sí —respondió Iván—. En eso no te equivocas.
—Supongamos que nos enfrentáramos a una tarea de gran importancia para el mundo entero. ¿Qué harías? Una tarea que no afectaría al destino de una sola persona, como sería tu caso, sino a la supervivencia de la humanidad entera.
—Ajá, ¿tengo que ir a salvar el mundo? Estupendo.
—Muy gracioso —respondió el viejo en tono brusco—. Pero nos movemos en esa dirección. ¿Tienes alguna idea de lo que significa la central nuclear de Leningrado para la humanidad?
Parecía que el viejo estuviera chiflado por esa central nuclear.
—Con el debido respeto… en estos momentos no pienso en ello. ¿No podríamos llegar a un acuerdo para que me encargara de ese asunto más adelante? Primero déjame que solucione mis propias cosas, y luego veré lo que puedo hacer por ti. Te doy mi palabra de honor como digger. ¿Estamos de acuerdo?
El ciego calló por unos instantes. La decepción se le había quedado reflejada en el rostro.
El propio Iván se lamentó de que no fuese el momento oportuno para ese tipo de expedición.
El viejo asintió. Había aceptado la posición de Iván.
—¿Vas a regresar a los territorios de la Alianza? —preguntó por fin.
—No puedo ir por el camino directo —respondió Iván. Se alegraba de que su anfitrión no le pusiese mala cara—. Por la Vosstaniya no puedo pasar.
El viejo suspiró.
—Si no logro que desistas de tu empeño, te ayudaré a llevarlo a cabo. Ve hasta la Vyborgskaya. Allí encontrarás un enlace con los túneles de la línea de circunvalación. Las obras empezaron poco antes de la Catástrofe y no terminaron…
—Lo sé, lo sé.
—¿Serías tan amable de dejarme hablar? —le dijo el viejo con irritación—. Tienes que encontrar un guía. Él te llevará… ¿Adónde quieres ir exactamente?
Iván reflexionó. De todos sus amigos, tan sólo le quedaban Pasha y Shakilov. Pasha debía de haber vuelto hacía tiempo a la Vasileostrovskaya y, por lo tanto, se hallaba fuera de su alcance. Pero Shakilov sí podría ayudarle.
En Sasha se podía confiar… siempre que siguiera con vida.
—En primer lugar, hasta la Nevski prospekt.
—Entonces, por la Línea 2. En ese caso, irás hasta la estación Chornaya Rechka, y luego por la Petrogradskaya y la Gorkovskaya hasta la Nevski.
Todo aquello era posible, por supuesto. Pero el plan tenía una pega.
—Ese túnel está inundado, ¿no?
—Se puede pasar igualmente. Créeme. ¿Has oído hablar alguna vez sobre Nueva Venecia?
En la habitación de atrás, Iván encontró una caja repleta de viejas máscaras antigás de los tiempos de la Unión Soviética, entre ellas varias GP-4 y una IP-2M aislante. Era de otro siglo, pero ¿qué más daba? Por otra parte, también había un gran número de cartuchos de regeneración. Iván agarró uno y miró debajo del contenedor: «Fecha de caducidad: 2008.» Pues vaya.
«Sin embargo, podría emplearlo igualmente —pensó Iván—. ¿Qué le parecerá al viejo?
Pasos. El golpeteo de la muleta en el suelo. Hablando del rey de Roma.
El viejo se detuvo a su lado.
—¿Puedo llevarme una? —preguntó Iván.
—Todas las que quieras. —Los ojos del viejo no estaban vueltos hacia Iván—. ¿Estás seguro de que quieres marcharte ya?
—Sí. Tengo que volver a casa.
El viejo asintió y salió de la sala.
El sonido de la muleta se alejó poco a poco. Iván sacudió la cabeza y sonrió. Iba a echar de menos aquel golpeteo.
Buscó una máscara de su talla en buenas condiciones y se la probó. Funcionaba. La goma se le adaptaba al rostro y las correas le iban bien.
«Hay que ponerse cosas como ésta cuando se padece resaca —pensó Iván—. Para que la cabeza no se te vaya.»
Se sacó la máscara, respiró hondo y contempló con tristeza las GP-4. Era una lástima dejarlas allí, pero no quería que el viejo se quedara sin reservas. Escogió los dos filtros con la fecha de caducidad más reciente. También estaban caducados, pero serían mejores que nada… ¿Qué habría sido del carbón, de todos modos? Cerró la caja, lo pensó brevemente, la abrió de nuevo y sacó una segunda máscara. No podría pasar sin una máscara de repuesto.
En cuando hubo guardado todo el material dentro de su bolsa, se dio cuenta, de pronto, de que había alguien muy cerca de él. Maldita sea, ¿cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes?
Iván se dio la vuelta y se agachó de pronto, por si alguien trataba de dispararle. Entonces suspiró, aliviado, y se incorporó de nuevo. El viejo estaba en la puerta y hacía como si mirara a lo que estaba detrás de Iván. Le había dado un buen susto.
—Ven, toma —dijo con voz lapidaria, y le tendió la mano.
Iván no daba crédito a sus ojos: el viejo tenía en la palma de la mano varios plásticos con comprimidos, arrugados y sujetos con goma. En el metro se mataba por tales exquisiteces.
—¿A qué esperas? Cógelos. El médico quería recetártelos.
—Muchas gracias —dijo Iván, y se guardó los comprimidos.
—Tómate uno ahora mismo. Ahí tienes agua.
Por la noche, Iván estaba ya a punto para ponerse en marcha. El viejo le proveyó también de otros accesorios que tenía en el almacén: una bolsa, dos linternas, pilas, un cargador y medio de cartuchos, y un cuchillo. El cuchillo no era malo, pero Iván había tenido otro mejor. Los viejos decían que en otro tiempo los túneles también habían tenido el techo más alto.
El viejo no disponía de armas de fuego. Lástima.
Sus ojos ciegos parecían mirar al techo.
—¿Seguro que no vas a cambiar de opinión?
«Ya me había acostumbrado a sus rarezas —pensó Iván—. Lo voy a echar de menos.»
—¿Lo dices por lo de la central nuclear? —Iván negó con la cabeza. El muy terco no se rendía—. Lo siento. No puede ser.
—Si cambiaras de opinión —le respondió el ciego—, y estoy seguro de que más pronto o más tarde vas a cambiar, no lo olvides: tienes que ir al Bloque 3. ¿Te acordarás? Y otra cosa: el camino más directo no es siempre el más corto. Puedes pensarlo durante el camino. Ándate con cuidado. Y ahora vamos a sentarnos un rato antes de que te marches.
Se sentaron y dejaron pasar un tiempo en silencio.
—Que tengas mucha suerte en tu expedición, digger —dijo por fin el viejo.
Quien llega a los cincuenta y un años puede empezar a pensar en la muerte.
—Nos has traicionado, Enigma —dijo una de las sombras.
El viejo no veía, pero sí sabía que no era la sombra de un hombre.
—¿Por qué le has hablado de eso? —siguió diciendo la sombra.
—Es un pobre inepto —respondió el viejo—. ¿Qué problemas nos puede crear?
Silencio.
—Pienso que tratas de embaucarnos. Vamos a detenerle.
El viejo retrocedió y se quedó como de piedra. Se dio cuenta de que un sudor frío le cubría la frente. No podía no tomarse en serio la amenaza. Eran capaces de todo. Cuando las sombras aparecieron por primera vez, se había tomado a sí mismo por loco. Eso lo habría explicado todo. Pero no creía ya en esa explicación.
Habría querido responder algo, pero, de pronto, volvió a oír el sonido: ¡Cling!
Como si una cuerda de guitarra se rompiese.
La cosa estaba en marcha.
Si no hubiese estado ciego, habría cerrado los ojos para no tener que verlo. Pero incluso en su situación podía verlo, gracias a su poder de imaginación, que en ese instante maldecía.
Apestosas pústulas y carcinomas tomaron forma en la pared. Aparecieron venas monstruosas y palpitantes. La pared entera se combó bajo una extrema presión interior. Entonces las pústulas se hincharon cada vez más, como si se hubiera tratado de una temible gangrena, crecieron y se multiplicaron.
El viejo aguardaba.
Sabía que era inevitable. Se encontraba en el territorio de ellos.
Las pústulas empezaron a reventar. Desde su interior miraban criaturas que eran mitad rostro humano y mitad monstruo, deformadas por espantosas heridas.
Orejas cortadas a mordiscos, aletas de la nariz arrancadas, mejillas hechas jirones. No eran propiamente humanas, pero el entendimiento humano se esforzaba, a pesar de todo, por encontrarles alguna forma conocida.
Cientos de ojos negros e inexpresivos contemplaban a Enigma.
—Para subsanar tu falta, tendremos que enviar al demonio. Pero antes se encargará de ti.
—Marchaos al diablo —ordenó el viejo, y se levantó cuan largo era—. Todavía estoy vivo. Cuando llegue el momento, entonces…
Se estremeció. Había alguien.
La puerta rechinó.
Una figura angulosa y gigantesca emergió de la oscuridad y se plantó frente al viejo digger. La piel de aquel hombre, si es que era un hombre, era reluciente y gris.
Enigma oyó el murmullo del aire que recorría los pulmones de la criatura y el aire apestoso y viciado que ésta expulsaba entre siseos. Notó, incluso, el pálpito de la sangre bajo su piel gris, dura y lisa como el metal. Se dio cuenta de que la criatura le miraba fijamente.
La bestia tendió su largo brazo, o como se tuviera que llamar a esa parte de su cuerpo. El viejo no lo sabía.
—Aparta esa zarpa —advirtió Enigma. Retrocedió un poco y se aprestó para lo que ocurriera.
«Casi parece como si esto fuera tu final, viejo y estúpido digger», pensó.
¿Es el fin?
Agarró la muleta por abajo y la levantó. Todo termina algún día.
—Os había dicho que os fuerais al diablo —repitió pausadamente—. ¿Lo habéis entendido por fin, o tengo que ser más explícito?
La figura gris se inclinó. El viejo golpeó con todas sus fuerzas.
Iván oyó a sus espaldas un sordo aullido. Un escalofrío le recorrió la espalda. Debía de ser el viento. Dentro del metro siempre sopla el viento.
Por eso es el metro.