8-El traidor

IVÁN se sentó en el suelo y se recostó contra la pared de hormigón. La luz intensa del alumbrado apenas le molestaría mientras estuviese allí, ya que le escudaba una extraña construcción a base de tubos de aluminio, una especie de plataforma elevada.

Por lo general, torres como ésa se empleaban para cambiar lámparas, pero ésa estaba cubierta con una lona e Iván daba las gracias por ello. La sombra de la lona caía sobre él.

Iván estiró las piernas. Se sentía como si todos los músculos y tendones de la espalda se le hubieran petrificado. Echó los hombros hacia atrás con precaución y apretó los dientes. El dolor se le extendió por todo el cuerpo. Poco a poco giró la cabeza hasta llegar al tope. Le crujió una vértebra al ponerse en su sitio.

El aire que se respiraba en el andén no era digno de tal nombre: arenilla de hormigón, los vahos punzantes de la pólvora y, además, el olor a cuerpos sudorosos y sin lavar. El hedor del miedo y del odio.

Qué día habían tenido. «¡Malditos moscovitas, al infierno con ellos!» Iván apoyó la cabeza en la áspera pared y escuchó la suave música del acordeón. Reposo. Paz. Una paz como no la había conocido desde la última vez que se había acostado en su tienda y Tanya le había recogido la mano entre sus piernas. Tanya. Los pensamientos se le desmenuzaban y se perdían en la lejanía. La consciencia de Iván cayó en un agradable estado crepuscular. En la ausencia de pensamientos.

El cuello le dolía. Iván tragó saliva. Tenía que disfrutar del momento. Hemos vencido. Todo ha terminado. Hemos vencido.

¿A qué precio? Eso da igual.

Sólo le quedaba un ratito sentado a la sombra antes de tener que volver a la rutina: dar órdenes, repartir guardias, los trabajos de desescombro…

De pronto, Iván tuvo ante los ojos los rostros asustados y deprimidos de los moscovitas que habían caído presos. No tendrían que haber robado el grupo electrógeno. Al pensarlo, no sentía ninguna cólera, tan sólo un enfado cansino. Y un extraño regusto.

Como si hubiera hecho algo que no estuviera bien.

Nada de reflexionar. Descansar. El cadáver del enemigo huele bien. ¿Acaso podía ser de otro modo en el metro?

Iván sintió un escalofrío. Tembló, y las lágrimas le afloraron a los ojos. ¿Los efectos tardíos de la tensión? Los músculos del estómago se le agitaron con violentos espasmos, como si hubiesen querido anudarse entre sí para siempre.

Mejor que se me pase rápido antes de que alguien se dé cuenta.

Por fin. Iván notó que las últimas olas de cólera negra y animal perdían fuerza poco a poco. Aliviado, se recostó de nuevo y sintió por todo su cuerpo la agradable sensación de estar relajado.

Tuvisteis vuestra oportunidad.

—¡Jefe! —gritó alguien.

Iván no reaccionó de inmediato. Se concedió todavía unos pocos segundos en la oscuridad de los párpados cerrados. El rostro le ardía. Los oídos también.

«¿Qué le sucedía? ¿Se habría puesto enfermo? Sólo le faltaba eso.»

Iván se acordó de las epidemias de antaño, durante las cuales las estaciones se aislaban y se disparaba de inmediato contra cualquier extraño que apareciese en el túnel. El problema de un sistema cerrado. Una epidemia seria habría podido exterminar a toda la población.

Iván abrió los ojos. Solokha estaba de pie frente a él.

—¿Qué quieres? —preguntó Iván, y arrugó la frente.

Solokha se apoyó primero sobre una pierna y después sobre la otra. Su cuerpo alto y desgarbado se le hizo extraordinariamente cómico. Como un número circense. Un hombre sobre zancos.

Iván se acordó de la última representación circense. Unos artistas ambulantes habían llegado a la estación. La muchacha que caminaba sobre la esfera de metal, malabarista, echadores de cartas. Un mago. Qué raro, hacía mucho tiempo que no los había visto. Por lo general estaban siempre de gira por la red de metro, eso era lo que ellos mismos habían dicho. ¿Cómo se llamaba el tío del cabello rubio muy claro? ¿Signor Antonelli? Exacto, se llamaba Anton.

—Mierda —Solokha hizo una mueca como si le dolieran los dientes—. Es una mierda de verdad…

Iván dudó. Qué bonito habría sido hundirse de nuevo en la oscuridad y fantasear con los artistas circenses. Así, por ejemplo, con la elástica muchacha que caminaba sobre la esfera…

—Bueno —dijo Iván, levantándose con gran esfuerzo—. Pues enséñame dónde se ha posado esa mierda…

Un estallido de colores en el más absoluto silencio. Y el vuelo insonoro de las esferas bajo la bóveda de la Vasileostrovskaya.

Rombos rosados y marrones. Iván se acordaba. La muchacha de la esfera llevaba puesto un maillot ceñido, de rombos rosados y marrones. Era grácil, flexible, y no tan joven. Al mismo tiempo sonaba la música. Una marcha circense como Iván se la había imaginado toda su vida. Triste y temperamental. Los artistas ambulantes tenían un radiocasete chino que se aguantaba con cinta adhesiva y que hacía música de manera intermitente, entremezclada con crujidos. A los asistentes les daba igual, tenían toda su atención puesta en la función. La artista se balanceaba sobre la esfera, luego bailaba sobre una cuerda y andaba con las manos. Un forzudo de rostro cándido cargaba con ella y se la colocaba sobre los hombros. Sin perder el equilibrio, la muchacha extendía una pierna y la doblaba hacia atrás hasta tocarse la nuca, como si hubiera sido de goma.

Entonces descendía al suelo y hacía una reverencia, y estallaba un aplauso multitudinario. Iván se daba cuenta, por primera vez, del silencio mortal que había reinado hasta entonces. Mejor dicho, un silencio vital que había vibrado entre los espectadores y la artista.

Se llamaba Eleonora y era de Vaizkaitse. Su diminutivo: Lera. Después de la actuación, Iván se le acercó para felicitarla, o más bien para verla de cerca, porque en esa época ya era corto de vista. Al encontrarse frente a ella, se dio cuenta de las finísimas arrugas que tenía en la zona de los ojos, en un rostro que, por lo demás, era de piel tersa.

Le dio las gracias por la presentación y le regaló una rosa… de papel. Y la miró a los ojos. Ojos oscuros que habían vivido mucho. A través del fulgor que el mismo entusiasmo de los espectadores había instilado en ella brillaban la soledad y la fatiga.

Charlaron durante un rato.

En realidad, Eleonora había pasado ya de los treinta. Se acordaba sustancialmente mejor que Iván de los tiempos anteriores a la Catástrofe. Aunque sólo de determinadas cosas.

Por lo general, es sorprendente la manera en que funciona la memoria de las mujeres.

Eleonora, Lera, se acordaba de olores y sonidos. De las melodías de entonces. Pero, en cambio, no recordaba nada de lo que podría haber interesado a Iván.

Además, le habló de la estación Parnas, un paraíso para los artistas. Según contaba, allí todo el mundo era bueno y noble.

Joven y bello. Apto para las artes y lleno de inspiración.

Allí reinaban la serenidad y la paz.

Iván caminaba a toda velocidad tras los pasos de Solokha y, entretanto, se preguntaba si la mujer habría logrado encontrar su paraíso…

Y qué mierda se había posado…

—¡Apunten! —ordenó el coronel.

Llevaba en el hombro el distintivo que Memov le había enseñado a Iván.

«Son personas completamente normales —pensó Iván con amargura—. Y les hacen esto.»

Las armas retumbaron y las personas que estaban alineadas en la pared se estremecieron. El estruendo de los diez fusiles en un espacio tan pequeño resultó ensordecedor. Iván vio con el rabillo del ojo la hilera de fogonazos y luego presenció cómo los seres humanos se venían abajo en respuesta al redoble de tambor de los disparos, cómo se quedaban hechos un ovillo…

Y morían.

Sus chillidos aún le resonaban en los oídos cuando se marchó del lugar. Iván sentía un nudo en la garganta.

Al cerrar los ojos, vio de nuevo cómo los soldados de la Alianza despachaban a los supervivientes.

«¿En qué bando luchas tú, soldado? Maldita sea.»

«¿Por qué han transformado una guerra normal en semejante baño de sangre?»

Aunque, sin solución de continuidad, Iván pensó: «¿Hay guerras normales? ¿Existe semejante cosa?»

En la estación Ploshchad Vosstaniya predominaba el color de la sangre derramada. Era evidente que los antepasados habían afinado mucho al elegir aquel tono rojo oscuro. Iván apoyó la frente contra el mármol frío y apretó los párpados. Así pasó el tiempo y, como tantas otras veces, abrigó la esperanza de que todo hubiera sido una pesadilla.

«¡Despierta! —se decía a sí mismo—. ¡Despierta de una vez!»

La historia se repetía. Al cerrar los ojos, volvía a presenciar lo que poco antes había visto.

—¡Es el hospital de campaña! —decía el teniente.

Una intensa luz eléctrica alumbraba el lugar. Los heridos estaban echados o sentados sobre camas plegables, y levantaron la cabeza al entrar los recién llegados. Tenían la mirada sombría y, al mismo tiempo, preñada de esperanzas. Al otro extremo de la tienda había varias enfermeras y un médico vestido con una bata blanca con manchones de sangre.

El teniente pasó por entre las hileras de camas portátiles y contempló a los heridos. Algunos se volvían y otros miraban con ojos saltones. Iván caminaba detrás de él. No tenía ni idea de lo que había ido a hacer allí.

—¿Qué haremos con ellos?

El teniente se detuvo. El médico se le acercó y le miró a los ojos. Tenía un rostro anguloso e irregular.

—Por favor, denos la autorización para consumir agua —dijo el médico—. Piense que lo que tenemos aquí son heridos.

El teniente miró a su alrededor.

—¿Heridos? —preguntó con rostro inescrutable.

El médico tragó saliva. El bocado de Adán ascendía y descendía bajo su piel pálida y llena de pliegues. Tenía la garganta cubierta por pelos de barba de color grisáceo.

—Disculpe, ¿de qué heridos me habla usted? Yo aquí sólo veo enemigos del Imperio.

El médico reaccionó como si le hubieran golpeado en la cabeza. Se vio cómo le desaparecía el color del rostro.

—Son seres humanos y están enfermos. ¡Necesitan ayuda! ¡¿Es que no le entra en la cabeza?! No tengo agua, ni medicamentos, ni vendas. Mis auxiliares…

—Sus auxiliares —dijo el teniente en un tono peculiar. El médico calló a media frase. El teniente contempló a las enfermeras vestidas de blanco—. Sí, sus auxiliares.

—No entiendo lo que…

Un fogonazo. Un disparo. El teniente parpadeó. El rostro del médico se quedó como helado, como si le hubieran echado encima un adhesivo transparente. Se tambaleó. Las enfermeras se pusieron a chillar. Cada vez más fuerte.

—Cerrad la boca —ordenó el teniente en voz baja. Contempló su propio revólver, pensativo, como si lo viese por primera vez. Apuntó distraídamente en una y otra dirección y luego volvió a meterlo en la pistolera.

El médico se desplomó. Iván vio cómo caía y cómo se formaba una pequeña mancha roja en su pecho, que poco a poco se extendió sobre la tela blanca de la bata. El hospital de campaña y sus huéspedes desaparecieron. Iván veía tan sólo aquella sangre. Los latidos del corazón le llegaban a la garganta. Estaba tan consternado que no sabía lo que tenía que hacer. ¿Tenía que caminar adelante o atrás?

«¿Qué es lo que sucede aquí?»

«¿Qué hago aquí?»

«Debe de ser una pesadilla.»

Iván levantó la mirada. El rostro del teniente era impenetrable. Su mirada era tan fría e indiferente como la de una serpiente gigantesca que se hubiera enroscado al sol para dormitar.

En la sala llena de luz reinaba un silencio opresivo.

Los labios del teniente se movieron de pronto.

—Hay que matarlos a todos —dijo con concisión. Luego se volvió hacia las enfermeras y añadió, con una sonrisa grotesca—: Señoras, si tienen usted a bien disculparme…

El médico se había caído de costado. Iván dio un paso adelante. Los miembros del muerto se agitaban todavía sin control, como si hubiera estado sometido a descargas eléctricas. Luego dejó de moverse. Tenía los ojos muy abiertos y miraba al vacío. Perplejo. Incrédulo.

El teniente tendió la mano de la que aún no había desaparecido la frialdad del revólver.

—¿Señoras?

Entonces, las enfermeras chillaron de verdad.

Iván sacudió la cabeza para apartar de sí los recuerdos no queridos. Había pasado mucho rato y, además, no era cierto.

«Imaginaciones.»

«¿O no habían sido imaginaciones?»

«Por supuesto que no. Amarga realidad.»

En otro tiempo, la estación Ploshchad Alexandra Nevskovo había caído en manos de los Vegetarianos. Y entonces había empezado la carnicería. Por aquel entonces, Iván tenía diecisiete años y llevaba tres meses de servicio como mercenario en el Ejército Vegetariano. Fue su primera batalla después del período de instrucción. Y también la última.

A la noche siguiente, Iván le rajó la garganta al teniente y huyó.

Iván se acordaba muy bien de cómo los «verdes» le habían perseguido por el túnel y entraron tras él en el conducto de ventilación. Una lucha en las tinieblas. Los fogonazos y el estruendo de los disparos. Pero no se atrevieron a seguirle hasta la superficie. Iván, en cambio, sí corrió el riesgo. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Las alternativas eran la muerte inmediata bajo las balas o una vida miserable de esclavo, posiblemente con un hongo alucinógeno en la cabeza. No, gracias.

«Asesino.»

Iván suspiró. Era así como había ido a parar a la Vasileostrovskaya, en el otro extremo del metro.

Y llegado ese punto, volvió a verse atrapado en la misma historia.

—¡Vanya!

Era Solokha quien le llamaba. Iván se volvió. El rostro del digger estaba tan pálido como la nieve sobre la cúpula de la catedral de Isaac.

—Allí atrás… Gladyshev…

Iván tenía muy claro que lo que había visto hasta entonces había sido tan sólo el principio.

Mierda. No se podía decir de otra manera.

—¿Dónde está nuestro grupo electrógeno? —preguntaba Gladyshev a la par que enseñaba los dientes y jugueteaba con la palanqueta que tenía en la mano.

El moscovita le miraba, indefenso. «Dale una patada en los huevos», pensó Iván, al tiempo que aceleraba el paso. Apartó de un empujón a un admiralze que se había interpuesto en su camino. Éste se lo tomó mal y le agarró con fuerza por la manga. Iván le dio un codazo en plena cara. El admiralze se desplomó. «Lo siento, amigo mío.»

—¿Qué es ese grupo electrógeno del que me habla usted? —preguntó el moscovita con el rostro congestionado por el miedo.

—Voy a contar hasta tres —dijo Gladyshev—. Uno… dos…

—¡Los peterburgueses sois todos unos puercos! —gritó el cautivo, desesperado.

¡Choc! Un crujido.

Todos los que estaban a su alrededor gritaron.

—Respuesta equivocada —sentenció Gladyshev. Tiró de la palanqueta y la extrajo del cadáver. La sangre le roció la cara y la ropa—. El siguiente, por favor —dijo con voz lapidaria.

—¡Basta! —gritó Iván, y fue hacia Gladyshev con los puños cerrados. El rostro le ardía de rabia.

El viejo digger vaciló y retrocedió hacia la pared. Iván le quitó la palanqueta y la arrojó al suelo. Estrépito. Iván no se anduvo con chiquitas y le golpeó. Gladyshev se tambaleó, dio de espaldas contra la pared y empezó a deslizarse hacia el suelo. Iván se arrojó sobre él, lo agarró por el cuello y lo levantó.

—¡¿Pero qué estabas haciendo, idiota de mierda?!

Gladyshev sonrió con los muñones podridos que tenía por dientes.

—¿A ti qué te parece, jefe? Estoy interrogando a esos hijos de puta que hemos capturado.

Iván acercó su cara a la de Gladyshev hasta casi tocarla.

—Te-voy-a-ma-tar —dijo, poniendo énfasis en cada una de las sílabas.

Sacudió al viejo digger y le golpeó el cogote contra la pared. Gladyshev aún sonreía.

—Jefe… ¿qué te pasa, jefe?

«Ajá. ¡No quiere entender nada!»

Iván agarró la Makarov que Gladyshev llevaba al cinto, tensó el gatillo y le puso el cañón en la frente. Apretó con tanta fuerza que la piel se quedó blanca en torno a la boca del arma.

—¿Así lo entiendes mejor? —preguntó Iván—. ¡Voy a mandar que te fusilen, ¿lo has entendido?

—Lo he entendido. —Gladyshev miró a Iván sin inmutarse—. No había mucho que entender, jefe. Pero se nota que no eres de los nuestros. ¿Qué te importa a ti nuestro grupo electrógeno? A ti te da lo mismo si no lo encontramos, ¿verdad?

Iván levantó la Makarov y empleó el arma para golpear al digger en la sien. Gladyshev enmudeció y se desplomó.

—Y tú qué haces ahí, imbécil —le dijo Iván a un centinela—. Vas a juntar a todos los presos y los vas a llevar al puesto de guardia. Una vez allí, los vas a dejar libres. ¿Lo has entendido? ¡Y no se te ocurra tocarles ni un pelo! Yo mismo en persona voy a controlarte. ¡¿Lo has entendido?!

—Entendido —tartamudeó el hombre, que había palidecido de terror.

De pronto, se oyeron chillidos en el andén. Era una voz de mujer. Y, a continuación, la voz familiar de Shakilov.

¡¿Cómo es que esto se ha convertido hoy en un manicomio?!

—Solokha, vas a venir conmigo —ordenó Iván.

Después de una explosión, el aire se enrarece.

Hay quien tiene dificultades para respirar, y hay quien no.

—¡Detenga de inmediato a su gente! —ordenó Iván. Relajó los brazos y adoptó una actitud amenazadora. A su derecha estaba Solokha y a la izquierda, Shakilov.

«Qué bien que no hayamos traído a Kuznetsov», pensó Iván como de pasada. No parece que esto vaya a ser un paseo.

—¡¿Quién se supone que eres?! —bramó el admiralze.

Llevaba en el hombro el distintivo del puño gris dentro de un círculo, como casi todos. Lo más parecido a un uniforme.

—Un digger —respondió bruscamente Iván.

—¿Quieres que te pegue fuerte en la boca, digger?

—Inténtalo, por favor.

El admiralze enseñó los dientes. Sus subordinados prestaron toda su atención al duelo que se preparaba y se despreocuparon de la joven. Ésta se alejó a cuatro patas del lugar donde había ocurrido todo, pero se quedó sentada en el suelo, observando lo que ocurría.

Sus movimientos parecían más propios de una tullida.

—Levanta las manos —ordenó Iván—. Si no, te voy a derribar aquí mismo, para que todo el mundo se entere. ¿Lo has entendido?

Entre los admiralzes se oyó un murmullo de ira. No encontraban nada divertido que un digger les arrebatara su botín. Por otra parte, estaban en mayoría… cinco contra tres.

«Situación no favorable —pensó Iván—. Pero, cuando se trata de violadores y saqueadores, no puede uno prestar atención a semejantes minucias.»

El admiralze sonrió, seguro de su victoria. Por supuesto que había notado desde hacía rato cuáles eran las relaciones de fuerza.

Iván suspiró. «Qué le vamos a hacer. Cerrar los ojos y adelante.»

Los admiralzes empuñaron las armas a la velocidad del rayo. «Míralos, qué valientes.»

—Bueno, ¿qué te parece eso? —preguntó el que había agarrado a la joven, un tío repugnante de cara abotagada con una gruesa verruga en la mejilla.

—Mis caramelos favoritos —dijo Iván—, escúchame bien, se llaman Batooonchiki…

—¿Eh?

Iván golpeó sin más preámbulos. El de la verruga se tambaleó y los ojos le dieron vueltas. Iván se escudó con él, al tiempo que agarraba el fusil y lo ponía en fuego racheado. A continuación agarró el arma con ambas manos y apuntó a su adversario.

Se hizo una pausa.

Siete fusiles se apuntaban entre sí.

La situación se había tensado al máximo. Un movimiento en falso podía desencadenar un baño de sangre. No era la primera vez que Iván vivía algo semejante.

—¡Todos quietos! —gritó, apuntando al techo con el cañón del fusil—. ¡Ahora pongamos fin a esto, ya basta! ¡Que todo el mundo suelte las armas!

Nadie se decidía a disparar primero. La joven por la que había empezado el enfrentamiento les miraba con cara de absoluta indiferencia. Como si no hubiera sido ella la víctima a quien trataban de salvar de una violación.

—Pero ¿quién eres tú? —preguntó uno de los admiralzes, un calvo de carnes enjutas.

Otro se le acercó y le susurró algo al oído.

—¿Qué? ¿De verdad? ¿Merkulov? —El admiralze irguió la espalda—. Bueno, muchachos. Vamos a solucionar esto sin violencia.

El otro se inclinó de nuevo hacia él y le habló. Iván no entendía lo que le estaba diciendo, pero el rostro del calvo se transformó de nuevo.

—¿Quién de vosotros es Sazonov? —preguntó.

«Ahora que la cosa iba bien…», pensó Iván, frustrado.

—Yo le represento —masculló Shakilov, sin dientes, y con una voz tan confusa que nadie le comprendió.

—¿Qué? ¿Tú eres Sazonov? —le preguntó el calvo—. ¿De verdad? No me habían dicho que estuvieras tan gordo.

—Eh, chicos —respondió Shakilov—, no os lo vais a creer, pero ahora me siento insultado de verdad.

Iván conservó tan sólo un recuerdo esquemático de lo que sucedió después. Puños, pisotones, alaridos y sombras que pasaban en silencio. Y el dolor penetrante que sentía en las costillas cada vez que arreaba un golpe.

Entonces, de pronto, la pelea terminó. Los admiralzes que seguían en pie pusieron tierra de por medio.

Iván se sentó y se acarició con la lengua el labio superior ensangrentado. Ah, a pesar de todo, los dientes seguían en su lugar. La cosa habría podido salirle mucho peor. Por suerte, los admiralzes eran cobardes, y Shakilov, una máquina de luchar inmisericorde.

De pronto… un disparo.

Shakilov se quedó como de piedra y cayó inerme al suelo. El rostro se le quedó pálido como la tiza.

—Sasha…

Iván le agarró del brazo. Tenía la mano roja. ¿Qué había pasado?

—No es nada —le tranquilizó Shakilov—. Se me pasará. Tan sólo estoy terriblemente cansado.

Iván miró a su alrededor por el andén. Los admiralzes se habían llevado al de la verruga y la joven también había desaparecido.

—¡Solokha, llama al médico! —gritó Iván—. ¡Pero rápido!

Iván encontró al general junto a la pared frontal de la Ploshchad Vosstaniya, en una pequeña habitación que se había transformado en improvisada sala de mando. En un rincón había una mesa con un boquete en el centro (seguramente se lo habían abierto durante el asalto) y junto a ésta, una silla de madera, la única en toda la sala.

En la pared había un corcho con un plano del metro sujeto con chinchetas de colores. Iván apretó los párpados. La parte inferior de la Línea 3 (desde la estación Ploshchad Alexandra Nevskovo hasta Obuchovo) estaba marcada con chinchetas verdes: el Imperio de los Vegetarianos. En la Rybatskoye había una chincheta de color negro. Se entendía el porqué: la estación se hallaba en la superficie y no estaba habitada. Es decir, por supuesto que la poblaban seres vivos, pero esos ya pertenecían a «otro ecosistema».

La Mayakovskaya y la Ploshchad Vosstaniya estaban marcadas en gris. Como también la Vasileostrovskaya.

«Nos encontramos en pleno proceso de expansión, ¿verdad que sí?»

—Detenga los fusilamientos —dijo Iván.

—Ya lo he hecho —respondió brevemente Memov—. Hemos castigado a los culpables. Dime, ¿habéis encontrado el grupo electrógeno?

El general volvía a mirarle con sus ojos penetrantes.

—No. Aún lo estamos buscando. No nos vendría nada mal un poco de ayuda.

—Desde luego —dijo el general, asintiendo con la cabeza—. Voy a destacar a varios hombres para ese cometido.

Iván se pasó la mano sobre la cara. Estaba fatigado.

«¿Dónde habrán escondido el grupo electrógeno los capullos esos? ¡Sí, todos son unos capullos! Los moscovitas, desde luego, y los nuestros no son mejores.»

Iván se dirigió a la mesa y se sentó en la única silla. Prescindió del rango. La madera vieja crujió. Iván cerró los ojos. Poco después oyó el rumor de un líquido.

Iván levantó los ojos. El general se servía coñac.

—Vamos a tomarnos un trago y luego irás a descansar —añadió Memov, al tiempo que le ofrecía el vaso de estaño—. Tienes pinta de muerto. No tardaremos en encontrar tu grupo electrógeno, no te preocupes. —Levantó el vaso—. Bueno, brindemos por la victoria.

Entrechocaron los vasos.

El coñac le ardió en el paladar. «Es del bueno», pensó Iván.

El calor que el alcohol le transmitía desde dentro le relajó y le hizo ver el mundo bajo una luz entre roja y rosada. Una vez más, la vida le resultó… soportable.

—Yo mismo apenas puedo creer que esto nos haya salido bien —dijo Iván, mirando a Memov casi con satisfacción—. Pero todo se ha desarrollado de acuerdo con el plan, ¿verdad, general?

—Bueno… —Pareció que el general titubeara—. Si tengo que ser sincero… no del todo.

—¡¿Disculpe?!

—¿De verdad pensabas que tu plan era el único?

Esta novedad le cayó a Iván como un jarro de agua fría.

—Pero…

—Tu ataque con gas fue una maniobra de distracción —explicó Memov—. Nuestras fuerzas de ataque principales avanzaron desde la Chernyshevskaya y la Vladimirskaya. Empezamos con los preparativos de esta operación hace ya una semana. La primera fuerza fracasó… la descubrieron durante el avance. La segunda se quedó escondida en el conducto de ventilación y trató de bajar. Uno de los diggers se cayó. Los otros trataron de rescatarlo. Los moscovitas los mataron a todos. Una granada… y adiós. Pero la tercera fuerza sí consiguió alcanzar la posición de salida. Y lograron hacer una entrada mientras tu ataque con gas tenía distraídos a los moscovitas.

—¿Y quién trazó ese plan? —preguntó Iván.

—Alguien que ya conoces. El teniente de navío Kmiziz.

Iván enarcó las cejas. «Asombroso.»

—Hay una sola persona seria entre ustedes y tiene que ser el sustituto de Orlov —comentó Iván en tono de burla—. Voy a felicitar a Kmiziz por su magnífica idea.

—Lo lamento, pero no va a ser posible —respondió Memov.

—¿Por qué… dónde están ahora? —Iván cayó en la cuenta—. Ah… ¿han muerto?

—Sí. Los mataron durante el ataque. —Memov cerró brevemente los ojos y los volvió a abrir—. Su propia gente. Por equivocación. Kmiziz también iba con ellos. Se había puesto al frente de la tercera fuerza. Recordémosle por siempre.

De pronto, fue como si a Iván se le cayeran escamas de los ojos.

—Ésos eran los que iban con las chaquetas negras de la Marina.

—Sí.

—El plan Kmiziz —dijo Iván.

—Sí. Pero perdurará en la memoria como el plan Merkulov. Alégrate, Iván. El vencedor siempre tiene razón.

«Pues sí que me alegro —pensó Iván con amargura—. Me voy a poner enfermo de pura alegría.»

—¡No… no soporto estar aquí ni un momento más! ¿Lo entiende usted, Iván?

El profesor caminaba nerviosamente por la instalación de drenaje —la que les había servido como laboratorio químico— y no lograba tranquilizarse. Una lámpara de carburo ardía sobre la mesa y transformaba el rostro de Vodyanik en la máscara triste de la tragedia científica.

Una mañana, los investigadores se despertaron y se encontraron con que habían inventado la bomba atómica.

—¿Lo entiende usted?

Iván asintió con la cabeza. Por supuesto que lo entendía.

El profesor dio media vuelta y se marchó. Su figura encorvada, fatigada y tambaleante se alejó en la oscuridad.

«Joder, ése es capaz de perderse.»

—¡Kuznetsov! —gritó Iván.

El pobre tarugo se puso en pie. Tuvo tiempo de engullir otro bocado mientras caminaba.

—¡¿A la orden?!

—Ve tras él —ordenó Iván—. Y ocúpate de que llegue sano y salvo. Luego ya puedes volver. Y no se te ocurra salirte del camino bajo ningún concepto, ¿entiendes? No sería la primera vez que el profesor se pierde. —Iván pensó un momento y añadió, por si acaso—: Como vayáis a parar a la Kupchino, no pienso ir a rescataros de los comunistas.

Kuznetsov sonrió. El pipiolo lo había entendido.

«Quién sabe, tal vez logremos convertir en digger a ese muchacho —pensó Iván—. Quizá más adelante, cuando tenga más años.»

Iván echó una mirada distraída por el lugar que había sido su laboratorio de química y luego se marchó también por el túnel. Tenía que encontrar el grupo electrógeno.

—Iván —alguien le llamaba desde detrás de una columna.

Iván titubeó. Se llevó la mano a la espalda y sacó la pistola que colgaba del cinturón. Una Makarov que se había quedado como botín. Mejor eso que nada.

—¿Quién anda ahí? Ponte en un lugar donde te vea.

La otra persona obedeció. Iván se encontró con que era el gordito del traje, y suspiró. Sólo le faltaba ése. Boris, el conejillo de Indias que se había transformado en humano. La neutralidad armada.

—Buenos días, Iván —dijo el civil amante de la paz—. Querría hablar de algo con usted.

Tenía una expresión rara en el rostro. Iván le echó el seguro a la Makarov y volvió a colgársela del cinturón.

—¿Algún otro caso de arbitrariedad militar? —preguntó, con los nervios atacados.

Iván había presenciado arbitrariedades más que suficientes durante los dos últimos días. Como para vomitar.

—¿Qué? —Boris pestañeó—. No, no. Es decir, sí.

«Entenderse con un conejillo de Indias no es fácil», pensó Iván.

—¿En qué quedamos? ¿Sí, o no?

—Sabe usted… —El representante del Consejo de Paz titubeó—. Es una cuestión complicada. ¿Podría acompañarme, por favor? Es muy importante.

—¿Muy importante? —Iván no tenía ni las más mínimas ganas de ir a ninguna parte. Como mucho, a casa. Recoger sus cosas en silencio y marcharse… a casa. Y olvidarlo todo—. Es que ahora iba a volver a casa.

—Esta situación es de una importancia extrema —insistió Boris.

Igual que antes, cuando la escena con Kulagin, Iván se fijó en la férrea decisión que se ocultaba bajo el exterior blando y débil del hombrecillo. Ay, Borya.

—Tiene que venir usted conmigo, Iván. Usted y ningún otro.

Pero los que no fueron valientes

también tienen que dormir.

—Pues de acuerdo —dijo Iván—. ¿Adónde vamos?

Túneles, pasillos, pozos, nichos.

La faz del metro.

En la penumbra, de repente, relució el metal y una figura envuelta en tinieblas emergió de la nada.

—Las manos detrás de la cabeza —ordenó la figura.

—¿Ésta era la situación tan importante? —preguntó Iván, sin volverse hacia Boris—. Bueno, pues muchas gracias.

Levantó las manos poco a poco.

«Boris, Boris, puto gilipollas —pensó Iván—. Si me arrojo contra las piernas de ese tío, quizá salga de ésta.»

—Ni se te ocurra —le advirtió la figura. Su voz profunda era serena e inconmovible como el pretil de piedra a la orilla de un río—. No tienes ninguna posibilidad.

«¿Acaso el muy capullo leía el pensamiento?» Iván se quedó en silencio y miró al vacío, con el rostro petrificado por la ira.

—¡Pero si me había prometido usted que no le iba a pasar nada! —dijo Boris en tono de indignación.

La figura, armada con una pistola, emergió a la luz. El hombre le resultaba conocido a Iván. Rostro chato y de facciones regulares, ligeramente bizco, cabello oscuro y corto, una cicatriz en la mejilla. Chaqueta militar gris con un cinturón, la estrella blanca en el pecho: el distintivo del Ministerio de Protección Civil.

«Pero qué mierda —pensó Iván—. Ahora que ya estaba a punto de volver a casa.»

—Lo había prometido, es cierto —dijo el moscovita, y parpadeó—. ¿Y qué? Las manos bien arriba… abre las piernas… venga.

Al instante se dio cuenta de que el matón bizco no estaba solo. En primer lugar apareció un adolescente. Llevaba una mano vendada y con la otra sostenía un AK-103 con culata hombrera desmontable. A continuación apareció un viejo con una escopeta de cañones recortados. Y, finalmente, un tío con pinta de fortachón. Registraron a Iván de acuerdo con todas las normas del protocolo. Llegaron al extremo de toquetearle los testículos.

—Todo correcto, Ramil —dijo el cachas.

El bizco asintió con la cabeza. Y en ese instante lo reconoció Iván. ¡Pues claro!

Se trataba de Kandagariyev, el jefe de la guardia de la Ploshchad Vosstaniya y, al mismo tiempo, jefe de los guardaespaldas del zar Ahmed, alias Ahmedzhanov. Visiblemente, era tártaro, igual que el propio dictador. Iván sintió en la garganta el latido de su propio corazón. Se había metido en un buen lío.

Tierra fría

Tierra fría

—Sígame —ordenó Kandagariyev, y añadió educadamente—: Por favor.

Como para burlarse de él, le vendaron los ojos. Como si no fuera capaz de memorizar el camino a oscuras.

Tras una breve marcha por pasillos tortuosos, lo metieron en una sala iluminada y le quitaron la venda de los ojos. Indudablemente, se trataba de un antiguo almacén que había pasado a servir como punto de apoyo a los moscovitas.

Iván se encontró de cara con un hombre no demasiado alto, de buen aspecto. Sus ojos centelleaban a la luz de las lámparas eléctricas. Vestía una chaqueta de cuero negro. Frente a él, sobre la mesa, había una pistola. No se trataba de una Makarov. Era de mayor calidad. Quizás una Glock.

—Su Majestad, Ahmed II —dijo Ramil.

El zar asintió. Iván vio a otra persona por el rabillo del ojo. Una mujer. Una mujer joven, se entiende. Se le acercó y se puso detrás de Ahmed. Hasta ese momento, Iván la había visto tan sólo de perfil.

La joven se volvió hacia él.

Iván no dio crédito a sus ojos, aunque lo cierto era que le faltaba poco para darse cuenta de que en el metro no tenía que sorprenderse por nada.

—Es él —dijo la joven—. El que se inventó el plan Merkulov. El mismo que me ayudó. ¿Por qué quieres matarlo?

—¿Te salvó la vida? ¿Tu honor, tu inocencia?

—Me salvó, sin más.

Ahmed II asintió con la cabeza.

—Muy bien. ¿Y qué motivo tengo para no matarle? ¿Podrías darme algún motivo razonable?

—Por gratitud.

—¿Gratitud en la guerra? —Ahmed puso cara de sorpresa. Las facciones se le vieron como más europeas. Parecía incluso italiano—. A quien te salva la vida, le premias clavándole alfileres entre la carne y la uña, y le destrozas las rodillas con un martillo a dos manos. Eso es sinceridad. Así es la guerra.

Iván aguardaba y callaba.

—¡Protesto! —dijo acaloradamente Boris, que se había quedado en un rincón, impotente—. ¡No puede usted hacerlo!

Ahmed hizo una mueca de aburrimiento.

—Seré yo mismo quien decida lo que puedo hacer y lo que no. Ramil, ¿este hombre es peligroso? —preguntó a su guardaespaldas.

—Sí —respondió Ramil con voz lapidaria.

—¿Lo ves? —le dijo Ahmed a la joven—. No me queda ninguna otra opción.

—Podríais matarme por venganza —dijo Iván—. Eso queda en vuestras manos. Pero estaría bien que me dijerais de una vez por qué me habéis hecho venir. ¿Pensabais entregaros? —Iván suspiró hasta lo más hondo—. Por supuesto que no gozo de plenos poderes. Pero, bueno, podría aceptar vuestra capitulación.

—Tienes agallas —le dijo Ahmed, tan impresionado como divertido—. Te has ganado mi respeto. ¿Quieres que nos tomemos un té?

«¿Había cambiado de idea?»

«Era una buena noticia.»

«Hay que estar a punto —pensaba Iván—. Esto ha escapado a todo control.»

—No sé cómo es que no nos dejáis en paz —se quejaba Ahmedzhanov—. ¿Porque esto es una dictadura? De acuerdo, aquí no nos andamos con contemplaciones, es lo propio de una dictadura. Pero no hemos atacado a nadie. ¿Acaso hemos ocupado vuestra estación? ¿Hemos tratado de imponeros una dictadura? No, no lo hemos hecho. Vosotros, en cambio, habéis venido hasta aquí y tratáis de obligarnos a aceptar vuestra ridícula democracia. ¡¿Por qué lo habéis hecho?!

Miró a Iván como si aguardara una respuesta. Iván no hacía más que encogerse de hombros.

—Mucho me temo que no habéis buscado al interlocutor oportuno. Todas esas tonterías sobre democracia, dictadura y yo qué sé qué más me interesan una puta mierda. Yo sólo quiero volver a mi hogar.

—Puedes creerme, yo también querría —le respondió Ahmed II, furioso—, pero es que en este momento mi hogar está repleto de ocupantes que nos han atacado como zombels enfurecidos. Por no hablar de la ruptura de la tregua y del ataque a traición con el gas.

A Iván se le terminaba la paciencia.

—¡Y vosotros no habríais tenido que robarnos el grupo electrógeno! —gritó.

—¿De qué me hablas? —Ahmed contempló a Iván con estupefacción. Irradiaba la fuerza y la elegancia de un depredador. Lo único que le faltaba, y le faltaba por completo, era la calma—. ¿Qué grupo electrógeno es ése? —Ahmed parpadeó, extrañado—. ¿De qué me habla? —le preguntó a su guardaespaldas.

Ramil se encogió de hombros.

—Ah, basta ya de hacer teatro —clamó Iván—. No pienso tolerar que me toméis por idiota.

—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió Ramil.

Iván se dio cuenta de que corría un serio peligro de sufrir graves lesiones. Ramil se movía con la gracia de un bailarín profesional, y no era célebre por andarse con remilgos.

—¿Pues entonces qué? —respondió Iván en tono de burla—. Si vas a matarme a tiros, mátame de una vez, pero, por favor, no me vengas con órdenes.

—Explícaselo, Ahmed —ordenó de pronto la joven desconocida—. Por favor.

—¿Qué es lo que me tiene que explicar? —Iván escuchó con atención. Un estremecimiento le recorrió la espalda. La maldita intuición. «Preferiría no tener que oírlo», pensó, y, sin embargo, insistió en preguntar—: ¿Qué tiene que explicarme?

Su Majestad Ahmed II sonrió. Quedaron al descubierto sus dientes bien puestos y blancos como la nieve… algo que se veía pocas veces en el metro.

—Nosotros no tenemos vuestro grupo electrógeno.

—Eso se lo puedes contar a tu tía —respondió Iván con voz rencorosa.

—Te digo la verdad. No sé nada de ningún grupo electrógeno. ¿Para qué íbamos a quererlo? Te habrás dado cuenta de que disponemos de un sistema central de alumbrado.

Las únicas estaciones de metro que aún tenían sistema central de alumbrado eran la Ploshchad Lenina, el nudo Sadovaya-SennayaSpasskaya y, finalmente, el nudo Mayakovskaya-Ploshchad Vosstaniya.

—Había oído que teníais problemas con eso.

—¿Problemas? —Las cejas de Ahmed, finas y de contornos regulares, se desplazaron sobre su frente—. ¿De qué problemas me hablas? Nuestro único problema sois vosotros.

Iván sentía pálpitos en las mejillas.

«Ojalá estés mintiendo, Ahmed —pensó, agitado—. ¡No puede ser cierto lo que no tendría que ser cierto!»

—Además, hace poco recibimos a una delegación —dijo Ahmed—. Nos ofrecieron un pacto. Paz, amistad, cooperación. Suena bien, ¿verdad? Tienes tres oportunidades para adivinar de quién se trataba, o, mejor dicho, quién mandó a la delegación.

Iván se encogió de hombros e hizo desesperados intentos por no empezar a reflexionar.

—¿Te dice algo el nombre de Orlov?

Iván sintió que, poco a poco, el suelo le desaparecía bajo los pies.

—Rechacé la propuesta —siguió contándole Ahmed—. Muy a menudo, las palabras bonitas esconden cosas bastante feas. ¿Que la Alianza quiere ampliarse? Me parece muy bien. Pero no voy a pagarlo yo. Ni lo pagará mi estación. ¿Por qué no me dices nada, digger?

—Estoy pensando —dijo Iván entre dientes.

—Haces bien —dijo Ahmed a modo de elogio. Una sonrisa irónica le afloró al rostro—. Pensar es sano, porque, al pensar, la sangre llega mejor al cerebro. Es lo mismo que les respondí a los Vegetarianos: muchas gracias por la propuesta… y ahora largaos.

—¿También te ofrecieron paz, amistad y cooperación? —preguntó Iván.

—Exacto —respondió Ahmed—. ¿Cómo has logrado intuirlo? Habría tenido que aceptar su oferta. Pero ahora… —Recapacitó y volvió sus ojos rasgados hacia Iván—. Ahora que ya lo hemos aclarado todo, vas a morir.

—¡Pero…! —protestó Boris desde su rincón.

Ahmed le dirigió una mirada asesina. El civil enmudeció al instante.

«Qué amigos más fantásticos tengo —pensó Iván con amargura—. Qué valerosos.»

—Ramil —Ahmed le hizo una seña a su guardaespaldas.

«Sí, esto es el fin, digger. Esta vez no escaparás con vida.»

La joven se inclinó hacia Ahmed, como si quisiera susurrarle algo al oído. Su cabello largo y negro se derramó sobre los hombros del zar. Como una cascada. Qué cabello más espléndido.

«Así, por lo menos, me despediré del mundo con la belleza en los ojos», pensó Iván.

Entonces, de pronto, la pistola se encontraba en la mano de la joven y apuntaba a la sien de Ahmed. Un golpe de suerte.

—Déjalo marchar.

—¡¿Pero tú estás mal de la cabeza?! —Ahmed estuvo a punto de pegar un salto, pero lo pensó mejor. La joven apuntaba con mano firme y no dejaba lugar a dudas de que lo decía en serio.

Iván la contempló con incredulidad. No hacía tanto que la había tomado por tullida.

—¡Zorra ingrata! —bramó Ahmed.

La joven negó con la cabeza.

—Al contrario, soy sumamente agradecida —dijo, y contempló a Iván con sus bellos ojos—. Ahmed no ha mentido. No han sido ellos quienes han robado vuestro grupo electrógeno. Ahmed es un hombre cobarde e indigno, pero en este caso ha dicho la verdad. Márchate.

Iván se puso en pie. Ramil le contempló con ojos inexpresivos.

—¡Que se marche! ¡Pero tendría que pagar por lo que ha hecho! —balbució Ahmed con labios temblorosos.

—Mírale a la cara —sugirió la joven—. ¿No crees que ha pagado suficiente?

—¿Cómo te llamas? —preguntó Iván.

La joven vaciló antes de responder.

—Illyusa.

—Eres una mujer bellísima, Illyusa —dijo Iván, y se marchó.

Ramil le tendió la Makarov… con la culata por delante. El cargador estaba cerrado. Pero seguramente no contenía ningún cartucho. Qué lástima.

—Su padre fue un gobernante de verdad —dijo el guardaespaldas—. Fuerte, inflexible, astuto… y justo. Ése, por el contrario, es débil.

Iván tomó la pistola. Al instante, un fuerte puñetazo lo derribó. La negrura le cubrió los ojos.

—Con todo, es mi señor —dijo Ramil, como distraído.

Iván gimió. El dolor era atroz. Tan grande como la desembocadura del Neva, sí… tan grande como el golfo de Finlandia. Más grande que todo el maldito metro. Más grande que toda la maldita San Petersburgo.

—Que te vaya bien, Merkulov. Sería preferible que no volviéramos a encontrarnos en el futuro. La próxima vez te voy a matar.

—Ahh… —Iván pugnaba por tomar aliento y giró para ponerse de espaldas al suelo—. Chúpame la…

Ramil sonrió con malicia.

—En la Makarov hay cartuchos. Si se te ocurriera pegarte un tiro… hazlo, por favor.

Un velo rojo colgaba frente a sus ojos.

Iván no recordaba cómo había regresado a la Ploshchad Vosstaniya. ¿Había pasado los puestos de guardia y había dicho la contraseña? Podía muy bien ser así.

El dolor no empezó a remitir hasta que tuvo a mano sus cosas y se tomó cuatro analgésicos de un solo trago. El amargo sabor del analgésico se le pegó a la boca.

«Mierda, me había guardado las pastillas para un caso de necesidad —pensó Iván—. Aunque, ¿esto de ahora es un caso normal? No, en realidad, no.»

Todo el costado se le había entumecido y tenía una sensación en la espalda como si le hubieran golpeado en la columna vertebral con una barra de hierro.

En el túnel volvieron a oírse disparos y hurras. Los vencedores. La estación entera apestaba a sangre y alcohol.

Iván miró a su alrededor.

Pasha no se encontraba allí. Solamente Solokha estaba agachado en el suelo con su inevitable libro y miraba a Iván a través de las gafas. «Ese tío va a la suya. Las fiestas no le interesan en lo más mínimo.»

Iván señaló con la cabeza a un montón de placas de metal, todas ellas con la misma forma. Veinte piezas, si no más.

—¿Qué es eso?

Solokha hizo un gesto como para quitarles importancia.

—Ah, han sido los reservistas esos con cerebro de mosquito. Les habían dado chalecos antibalas. Y como les pesaban mucho, les han sacado las placas metálicas. Son unos cretinos.

—Pues la verdad es que sí —respondió Iván. Se desabrochó la chaqueta, la arrojó sobre el andén y se quitó la venda. Quería arreglarse los vendajes. Miró a Solokha—. ¿Podrías ayudarme un momento?

Memov contemplaba a Iván… y no estaba impresionado en lo más mínimo. Iván había ido con la convicción de que sus serias acusaciones afectarían al general. Que sus palabras perforarían la máscara impenetrable del líder y bienhechor.

«Gran error, Iván. Si era eso lo que querías, aún tendrás que esperar mucho.»

—Así pues, ya lo sabes todo… —dijo el general, y asintió—. Eso nos lo pone incluso más fácil.

—¿Qué es lo que nos lo pone más fácil?

Se hizo una pausa. Los ojos de Memov se transmutaron en un aparato de rayos X.

—Tendrás que decidirte, Iván —dijo el general, acercándole mucho la cara—. Si olvidas todo lo que has descubierto, todo se va a quedar como estaba. Regresarás a la Vasileostrovskaya, te casarás con una maravillosa mujer y tendrás unos cuantos hijos con ella. También podrías no olvidarlo. Entonces tendrás que trabajar conmigo. Necesito hombres como tú.

«¿Qué es más importante para ti, Iván? ¿El futuro o el pasado?»

—Fue usted quien mató a Efiminyuk.

—¿Yo? —Memov enarcó las cejas—. ¿Con qué propósito?

—Pues si no, ¿quién fue?

El general arrugó la frente.

—Nos entretenemos con detalles sin importancia, Iván. Estamos perdiendo el tiempo. Decídete de una vez. ¿Estás con nosotros, o contra nosotros?

—Prefiero estar conmigo mismo.

—Eso es como preferir la masturbación a una relación amorosa. —La sonrisa de superioridad había desaparecido del rostro de Memov. Sus ojos de hielo, con las pupilas como cabezas de alfiler, tenían un brillo amenazador—. Por respeto, te lo voy a preguntar por última vez, Iván. ¿Estás con los míos?

Pregunta.

Pausa.

Respuesta.

—No —dijo Iván—. Soy un hombre conservador, general, y prefiero quedarme al lado de mi futura esposa. Lo siento.

Por fin se abrieron fisuras en la máscara impenetrable de Memov.

—¡Entra en razón, Iván! Esto de ahora no son juegos de palabras. Lo que está en juego es tu vida.

—Exacto. ¿Quiere usted una respuesta sincera? —De repente, Iván sonrió—. Bien. Pues se la voy a dar. Pero antes quiero saber algo: para qué era necesario todo esto. El robo, el asesinato. La guerra entera.

—Todo el mundo quiere que se lo expliquen todo.

—Quiero entenderlo, general. Sin duda preferirá usted un asistente capaz de pensar por sí mismo, y no una marioneta, ¿verdad?

Memov miró a los ojos a Iván.

—Eres testarudo. No querría tenerte como enemigo.

«El sentimiento es recíproco», pensó Iván.

—¿Estás con los míos, Iván? —Memov no aflojaba—. Pero te advierto: no se te ocurra mentirme. Además, aunque me mintieras… —Se detuvo—. Has de saber que tengo una especie de sexto sentido. Cuando alguien miente, me doy cuenta en seguida. Es algo muy útil para un político. ¿Y bien?

«Siento lo de la ametralladora, jefe.»

«Efiminyuk. Un pobre imbécil que se marchó con el Señor.»

«¿Y voy a tener que arriesgar la vida por alguien como él?»

Silencio.

—¿Qué es lo que has decidido? —preguntó Memov.

—Estoy con los suyos.

La mirada penetrante de Memov era casi insoportable. Iván sentía el pálpito de la sangre en sus venas.

—Bien —dijo Memov. Volvió la cabeza de un lado para otro, como si hubiese querido frotarse el cuello con la chaqueta—. Te creo.

Iván contemplaba los copos de nieve. Había elegido deliberadamente ese momento. A su alrededor reinaba un ambiente jovial de inicio de viaje. Victoria, victoria, y no tardarían en marcharse a casa. Gladyshev preparaba la mochila. Iván miró por el rabillo del ojo sus anchas espaldas.

Era asombroso que la naturaleza hubiera equipado a un monstruo como él con un talento tan grande para moverse. Gladyshev era un asesino nato. Gracias al perfecto dominio que ejercía sobre su propio cuerpo, era ágil y ligero al matar, con la elegancia de un bailarín. Pero en lo fundamental, era un tío primitivo, bastante limitado en sus facultades intelectuales. Un violador, saqueador y asesino que no habría llegado a nada en el mundo del ballet. Hubiera llegado antes al patíbulo. Y lo mejor habría sido dejarlo colgar durante tres días, como se solía hacer con los violadores en la Nevski prospekt. Iván no podía mirar a Gladyshev del asco que le daba.

En esto se ha quedado tu pelotón de diggers. ¿Verdad que sí, Iván?

Sin apenas darse cuenta, Iván asintió con la cabeza. Los copos no dejaban de caer, lentos y graciosos. Se posaban en el claro nevado, sobre los menudos abetos y el tejado de la casita. Qué raro. La casita parecía llena de vida… en contraste con la ciudad de la superficie.

De repente, Iván se acordó de la nevada lenta y sin vida de aquel día en el que había andado junto a Kosolapy por la ciudad. El Neva había quedado oculto bajo una capa de hielo. Las calles y la isla de Vasilyevsky, nevadas y totalmente muertas.

La impresión fantasmal de una grandeza extinguida.

Ese día habían ido por la calle. A mano derecha, Iván había visto un cartel torcido por el viento en el que se leía: «Zapatos de Bielorrusia.» La puerta de debajo estaba abierta y la nieve había llegado incluso al interior.

Las hileras de los cadáveres de árbol calcinados se prolongaban en la lejanía, en dirección a la calle del Teniente Schmidt que seguía la orilla del río.

Fuentes de granito con tocas blancas.

La nieve crujía bajo los pies de Iván. Hacía frío. Los copos se fundían al posarse en el cañón aún caliente del fusil. A la izquierda, Iván oía el mismo crujido regular, pero a otro ritmo. Kosolapy caminaba a su lado. También a la izquierda, Iván vio las ruinas de la catedral de San Andrés. Una de las cúpulas se había desmoronado hacía tiempo sobre la calle y se había llevado un árbol por delante. En ese momento estaba cubierta de nieve, y en algunos lugares los sobredorados que habían perdido su color se asomaban por entre el manto de blancura.

Los dos diggers caminaban y se mantenían codo con codo, prácticamente sin tocarse. Siguió nevando sin cesar. El cielo estaba casi negro, pero, gracias a la nieve, se veía muy bien.

Con todo, no tardarían en necesitar linternas.

Al llegar a la encrucijada, Iván vio la silueta negra del palacio de San Andrés. Lo mejor era rodearlo sin acercarse y —mirando hacia la derecha— evitar también la pequeña fuente. La iglesia luterana se encontraba justo detrás de la catedral. Podía ser que allí hubiera un nido.

No se sabía con seguridad, pero era muy posible.

Al fin y al cabo, las bestias tenían que haber salido de algún lado la última vez. De pronto, Iván se dio cuenta de que Kosolapy había empezado a caminar con otro ritmo. Y de que se le acercaba.

Eso debía de significar que habían cambiado de ruta. O alguna otra cosa. Iván tragó saliva… tenía la garganta seca. Ese día era Kosolapy quien guiaba, pero un nebuloso presentimiento y un gélido vacío en el estómago le dijeron que no iba a ser una expedición sencilla. Sino una prueba.

—Sé sincero —dijo la voz sorda de Kosolapy.

Se había dejado crecer la barba durante el invierno, pero en ese momento Iván no la veía. El visor de la máscara sólo le permitía contemplar los ojos de Kosolapy, que brillaban con un fulgor azul como de aguja de reloj fosforescente.

Hasta ese momento no habían tenido problemas.

Iván miró la membrana de voz por la que se oía hablar a Kosolapy. Los copos de nieve se posaban sobre la máscara de plástico y se derretían. Los bordes del visor estaban empañados. Iván escuchaba la respiración regular de Kosolapy. La membrana de voz amplificaba el sonido.

—Sé sincero. Puedes engañar a quien tú quieras, incluso a mí. Pero tienes que ser sincero contigo mismo. Es algo sencillo. En algún lugar, en el cogote, notarás si lo que estás haciendo es lo correcto. Ahí se encontrará tu brújula interior. Sólo tienes que escucharla bien. Muchos te dirán que la moral es algo relativo. Y es cierto. Pero en esa brújula interna siempre puedes confiar.

El aliento de Kosolapy, su voz.

Iván vio cómo los últimos copos descendían dentro de la esfera de cristal y recordó.

«¿Qué te dice tu brújula interior, Iván?»

—Vamos —dijo Kosolapy—. Ahora vas a ser tú quien guíe.

«¿Por qué no se encuentran respuestas sencillas para las preguntas difíciles?»

«Eso nos lo pondría mucho más fácil, ¿verdad, Iván?»

«¿Qué te dice tu brújula interior, ese ridículo imperativo moral?»

«En esta situación, ¿qué es lo correcto y qué es lo equivocado?»

«Reflexiona, Iván, reflexiona.»

«Podrías, simplemente, olvidar todo lo que sabes, y entonces todo seguiría igual que antes.»

Iván agitó la esfera de cristal por última vez y aguardó hasta el que el último copo de nieve hubo bajado. Luego se guardó la esfera en la bolsa. Cerró los ojos, contó hasta cinco, los abrió de nuevo.

Y se puso en pie.

—¿Has visto a Shakilov?

Solokha dejó caer el libro, se puso bien las gafas y levantó los ojos.

—¡¿Lo has visto o no?! —Iván perdía la paciencia.

—Se encuentra en el hospital de campaña. ¿Qué ocurre?

¡Mierda! Iván lo había olvidado por completo.

—¿Y Pasha?

Solokha negó con la cabeza y contempló a Iván con una expresión extrañamente ensimismada, como si le viese por primera vez. Desde la «experiencia religiosa», había estado extremadamente tranquilo y encerrado en sí mismo. ¿Podía llevarse a Solokha? Era dudoso que este último estuviese preparado para semejante responsabilidad.

Iván reflexionó.

—¿Se te ha perdido algo, Iván? —preguntó una voz conocida a sus espaldas.

Sazonov. Llegaba en el momento justo. De todas maneras, Pasha era decente en exceso y, a menudo, en situaciones críticas, demasiado blando. Lo que preparaba Iván exigiría dureza, y no le habría venido nada mal una dosis de brutalidad.

Iván se dio la vuelta.

—Tú eres precisamente la persona que necesitaba. ¿Llevas la pistola?

En el rostro de Sazonov apareció la típica sonrisa malvada.

—¿Qué tienes pensado?

En efecto. De la pistolera que Sazonov llevaba al hombro se asomaba la lustrosa empuñadura de su revólver.

—Muy bien —dijo Iván—. Vamos. Tenemos que discutir algo.

—¿De inmediato?

—Sí. El tiempo se nos echa encima.

Sazonov sonrió.

—Entendido, jefe. ¿Adónde vamos?

—Sígueme.

«La suerte está echada —pensó Iván—. Ahora vamos a empezar un bonito golpe de Estado.»

Túnel, túnel, túnel.

Iván tomó aliento hasta el fondo. Allí, en las tinieblas y en el resonante vacío del túnel, volvía a sentirse el mismo de antes.

—Ve a ver al general —le había ordenado a un admiralze—. Dile que Iván Merkulov le aguarda en el túnel de enlace. Tenemos que hablar del futuro. —Iván no pudo evitar una sonrisa malvada—. Dile qué sé dónde se ha escondido Ahmed.

«Espero que muerda el anzuelo —pensó Iván—. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo, ahora soy uno de los suyos.»

El admiralze tuvo un momento de vacilación y luego se puso en marcha con diligencia.

¿Por qué todo tiene que terminar siempre así? ¿Por qué?

—Iván. —La voz de Sazonov a sus espaldas.

Iván estaba todavía inmerso en sus pensamientos cuando se volvió… y se quedó de piedra.

Sazonov tenía el revólver en la mano. Y el cañón del revólver apuntaba a Iván.

—Arroja el fusil lejos de ti —dijo Sazonov en voz baja—. Sabes muy bien lo rápido que disparo.

Claro que sí, Iván lo sabía. Hizo que las correas del «Bastardo» se le deslizaran poco a poco sobre el hombro y lo dejó caer sobre las vías. El estrépito del metal resonó de un extremo a otro del túnel.

Iván enderezó el cuerpo.

—¿De qué va esto? —preguntó.

—Le has mentido al general, ¿verdad? —Sazonov sonreía—. Y el general te ha mentido a ti. Todo muy sencillo.

Iván callaba.

«Qué idiota soy, pensaba. Tendría que haber actuado con más rapidez. ¿Pero qué tiene que ser Sazonov…?»

En ese momento encajaron todas las piezas.

—¿Entonces fuiste tú quien mató a Efiminyuk? —preguntó Iván, y miró con los ojos llenos de odio al hombre que había sido su amigo.

¡Era por eso por lo que Sazonov tampoco había estado en el puesto de vigilancia donde habría tenido que montar guardia junto con Efiminyuk! Pero en ese mismo momento estaba ayudando al comando de admiralzes a entrar en la sala de maquinaria. Luego volvió sobre sus pasos y mató a Efiminyuk. Pero ¿por qué?

Por pura lógica, los admiralzes no necesitaban el grupo electrógeno. ¿Para qué habrían tenido que arrastrarlo por todas las estaciones de la Alianza? Lo habían ocultado en algún lugar cercano a la Vasileostrovskaya, quizás incluso en la Primorskaya. Y Efiminyuk se había interpuesto en su camino.

Ya entonces, Sazonov había hecho el doble juego. El «exitoso» interrogatorio del admiralze que había señalado a los moscovitas con el dedo.

«Y nosotros, idiotas, caímos en la trampa —pensó Iván— y nos abocamos a ciegas a la guerra.» Iván apretó los dientes. La ira le ardía por dentro. Y también la vergüenza.

«¡Maldita sea, cómo es posible que me dejara engañar de ese modo! Ay, Vadim, Vadim…»

—Efiminyuk era un pobre imbécil —respondió Sazonov—. A ti tampoco te caía bien, ¿verdad que no me equivoco? Sé muy bien que no te gustaba.

Iván no le respondió nada.

—Bueno, Iván… cerca de aquí no hay ningún Pasha. Y Gladyshev tampoco está. Vaya, vaya, vaya. —Sazonov negó con la cabeza—. Qué mala suerte has tenido, Tontován. Todo apunta a que no volverás a ver la Vaska nunca más.

Iván callaba con obstinación. El «Tontován» ya no le afectaba, pero el familiar y desdeñoso «Vaska» le fastidió.

—Vanka[17] no regresará jamás a la Vaska.

Sazonov decía estupideces. Un patético intento de disimular su propio nerviosismo.

—¿Sabes qué es lo más singular de todo? —dijo Iván en voz baja. Sazonov entrecruzó una mirada con él y enmudeció—. En realidad, no eres mala persona, Vadim. Pero no quieres ver. Ahora mismo te das asco. Para mí es evidente.

—Por mí habla lo que quieras —respondió Sazonov, y sonrió, pero con una sonrisa tan forzada que Iván casi se apiadó de él.

—Los hombres que tienen conciencia se transforman en los mejores verdugos, ¿verdad? —Iván clavó una mirada hipnótica en Sazonov, una mirada fuerte y rígida, sin parpadeos. Su rostro se transformó en una dura máscara. Como si hubiera sido un rostro que pudiera retirarse como una máscara antigás y darlo todo por terminado.

«No, no —pensó Iván—. La fiesta se acaba. Voy a disfrutarla hasta el final. Hasta el último segundo.»

—La conciencia te atormenta, Vadim. Te sientes mal y totalmente confuso. Lamento haberte infligido semejante dolor. Quizá tendrías que dispararme, porque así podrías dejar atrás toda esta historia.

—¿Sabes una cosa? —De pronto Sazonov dio un paso hacia delante y apuntó con el revólver a la frente de Iván—. Eso es lo que voy a hacer ahora mismo. Prepárate, Vanya.

La boca del arma se encontraba a un metro de distancia del rostro de Iván. Este último veía incluso las cabezas de las balas en el tambor del revólver. Alto. Iván torció la cabeza. No podía ser que…

—¿Dónde has dejado el Nagant? —preguntó Iván.

Aquél no era el viejo revólver de Sazonov. Era uno nuevo, de acero bruñido. Un monstruo reluciente.

«Una bala pequeña y dulce de una pistola bonita y azul.»

«Hola, Tom Waits. Una vez más, me vienes como anillo al dedo.»

—Entiendo —dijo Iván—. Ya lo había pensado. ¿Te importa si me permito un poquito más de teatro antes de morir? Llevabas el honor en tu Nagant, digger. Has perdido tu arma y mancillado tu alma.

—Nunca he sentido envidia de nadie —fue la críptica respuesta de Sazonov.

—Ah, era eso, entonces. —Iván perforaba a Sazonov con los ojos.

—Tú…

—¿Quién te ha dado ese juguete tan bonito? —preguntó Iván—. No hace falta que me respondas. Yo también me lo imagino. ¿Orlov? ¿O el general en persona? Ah, Vadim, Vadim. Dispárame de una vez. Eres un coñazo. Eres…

Iván dio un salto oblicuo hacia delante. El cañón del revólver siguió sus movimientos.

El disparo.

«Maldita sea, qué rapidez este mamón», llegó a pensar Iván.

Una pregunta interesante: ¿En qué momento nos damos cuenta de que nos hemos muerto?

Mierda. No te deja ni una décima de segundo. Sazonov es más rápido que todos los demás que conozco. Puede que sea más rápido incluso que Gladyshev.

«Piensa, Iván, piensa.»

—¿A qué esperamos? —preguntó.

Sazonov sonreía. Del conducto salió Orlov, el jefe del servicio secreto de la Admiralteyskaya. En ese momento estuvo claro a quién habían estado esperando. Orlov se detuvo y contempló a Iván.

—El general te dio una oportunidad, Iván Danilych —dijo en voz baja—. Una oportunidad de futuro. —En ese momento habló en voz alta—. ¡Y tú has arrojado tu propio futuro a la taza del váter!

—¿Adónde? —preguntó Iván.

Los ojos azules y gélidos de Orlov taladraban a Iván. El jefe de los servicios secretos iba a decir algo, pero se detuvo y volvió a cerrar la boca.

—Da igual —dijo por fin, y se volvió hacia Sazonov—. Acaba con esto, Vadim.

Sazonov tensó el gatillo. Qué sonido más repulsivo.

Sazonov miró a Iván.

—Lo siento. Di: Batooonchiki.

Iván callaba.

—¡Venga, dilo de una vez!

Orlov suspiró.

—¡¿Qué es esa imbecilidad?! ¡Pégale un tiro de una vez! Tenemos otras cosas que hacer.

Sazonov negó con la cabeza.

—No. Tiene que decirlo. Este hombre al que vamos a matar no es ningún zombel. Por decirlo de algún modo, es una leyenda viviente. Por el plan Merkulov y todo lo demás.

—Me cago en la leyenda, Vadim, y…

—Tiene que decirlo. —En la frente de Sazonov brillaban las gotas de sudor—. ¡Dilo! Si no, regresaré a la Vasileostrovskaya y le pegaré un tiro a tu Tanya.

—¡Vadim! —gritó Orlov—. ¡Ya basta!

—¡Dilo! —ordenó Sazonov.

Iván se puso firme. Aparentemente, le había llegado su hora.

«Valiente retoño me había buscado —pensó—. Cuánto le habría gustado a Kosolapy.»

—Bien —dijo Iván—. ¿Estás preparado, asesino? —Sonrió con odio—. Mis caramelos favoritos se llaman Batooo…

Iván pegó un salto.

Todo se repitió. Por un breve instante, pensó que lo lograría.

El fogonazo. El disparo.

El techo que se venía abajo. Y la voz oxidada del Árbol de los Deseos: «No vas a regresar. Jamás.»