ESTA ciudad.
Un elefante gris atrapado en el hielo.
Llueve.
Chorros de agua golpean las fachadas empapadas. Muchas de ellas fueron destruidas por los incendios y, sin embargo, han conservado un extraño color… un vestigio de color. Al morir la casa, murieron sus habitantes, pero el edificio aún se sostiene.
Cuando llueve, la visibilidad que se tiene con la máscara antigás tiende a cero. Una película de agua, como un velo, cubre el visor. Las gotas crepitan sobre la máscara de goma y sobre la tela del impermeable.
Iván se detiene y saca el dosímetro. Comprueba el indicador. Tiene que sostener el aparato de medición frente al visor para ver algo. El fragor de la lluvia oculta los crujidos del aparato. El agua cae a cántaros. Pero la lluvia tiene una ventaja: no gusta a las bestias. Los perros pavlovianos, por lo menos, la evitan. Si no fuera así, uno se los encontraría cara a hocico.
Cinco roentgen por hora. Iván silba entre dientes. Viene de algún sitio. Cerca de aquí debe de haber una fuente de radiación. Iván sigue la pared de la casa hasta llegar a la esquina. La radiación se eleva en dos roentgen. Ya es algo. Iván se guarda el dosímetro en el abrigo y le quita el seguro al «Bastardo». Las gotas estallan contra su cañón negro y rayado.
Iván aguarda. A pesar del estruendo de la lluvia, un aullido desencajado y melancólico llega a sus oídos. ¿Un ser humano? ¿Un animal? Quién sabe.
No se decide a doblar la esquina.
Iván contempla el gigantesco caballo de bronce. Todo él está verde y húmedo. Le caen pesadas gotas del lomo. Casi todos los puentes se han venido abajo, pero los caballos se mantienen bien. Qué raro.
Finalmente, Iván reúne el coraje necesario. La presión que sentía en el cogote ya es como de plomo, pero saca fuerzas de flaqueza y da un paso adelante. Y luego otro.
Mira al otro lado de la esquina… y se queda sobrecogido de horror.
En la baranda a la orilla del río está sentado, con el cuerpo inclinado hacia delante y los codos huesudos apuntalados, un blokadnik. Con sus dedos desproporcionadamente largos, despedaza el cadáver de un perro. La sangre chorrea. La lluvia se derrama en arroyuelos sobre las aceras y arrastra la sangre del perro. En la lejanía retumba un trueno.
«Esto ya no tiene remedio», piensa Iván.
El blokadnik arranca otro pedazo de carne del cadáver y vuelve la cabeza. En las negras cuencas de sus ojos reside una sabiduría cósmica. Las gotas se deshacen sobre la piel gris y lustrosa del monstruo.
—Hola, Iván —dice el blokadnik. Su voz rechinante hace que el digger sienta un escalofrío en la espalda—. Te he esperado todo este tiempo…
Iván abrió los ojos. Su primer pensamiento fue: «Me he dormido.» Obligó a sus pies desnudos a pisar el suelo y se puso en pie.
«¡Arriba!»habría querido gritar, pero entonces se detuvo y miró el reloj con las marcas fosforescentes de color verde. Las cuatro y media. Era demasiado temprano.
Iván se sentó. La cama plegable crujió. Habían pasado la noche en la instalación de drenaje del túnel para poder trabajar sin que nada les distrajera.
Todo estaba en silencio, y no se veía a ningún blokadnik. Gracias a Dios. Iván se estremeció tan sólo con pensarlo. Pero el espectro había desaparecido. En la cama que se encontraba a su derecha se oían los resuellos de Misha Kuznetsov; a la izquierda roncaba Pasha. Más atrás, Solokha roncaba y mascullaba algo entre dientes. Los hombres estaban tan agotados por el esfuerzo del día anterior que no los habría despertado ni una sirena, y aún menos el crujido de la cama de Iván.
El lecho del profesor estaba vacío. Probablemente padecía insomnio.
Por lo demás… todos estaban allí, todos vivos. Podía dejarlos dormir durante media hora sin problemas. En el día de hoy también iban a tener que trabajar mucho.
Iván se palpó las vendas del pecho. Volvían a estar húmedas. Las costillas que le había roto la bestia de la Primorskaya no querían soldarse. ¿Qué les ocurría?
¿Se echaba de nuevo? No con esa presión en la vejiga. Tiritando de frío, Iván se puso los pantalones, se calzó los zapatos y salió de la sala.
Los preparativos duraron un día entero. Por fortuna, hallaron en una de las estaciones un compresor que les permitía llenar las botellas con aire. Había que introducirlas en los armarios para extintores, en las cajas con equipo para extinción de incendios y en los conductos de ventilación de la Mayakovskaya. Por lo demás, también iban a necesitar interruptores automáticos.
Trabajaron como locos. La necesidad de mantener la operación en secreto no les facilitaba las cosas.
Y aún les quedaba un pequeño problema.
—Habría que probar ese material —dijo el profesor, que contemplaba pensativo las botellas con el líquido turbio y violáceo.
En la instalación de drenaje que habían transformado en laboratorio secreto se habían reunido todos los altos cargos para examinar los frutos de sus esfuerzos científicos.
—Vamos a necesitar a un voluntario —dijo Memov.
Iván se presentó.
—Lo haré yo.
Memov negó con la cabeza.
—No. Tú no. Tiene que hacerlo alguien que esté sano.
Así que el general estaba al corriente de los dolorcillos de Iván. Vaya por dónde.
—¿Pues quién va a ser? —preguntó Iván.
—¿Y por qué precisamente yo? —preguntaba Solokha, estupefacto.
El profesor le sonrió amistosamente, se le acercó y, como por casualidad, se interpuso entre el digger y la puerta.
—No nos queda otro remedio —explicó con voz suave—. Por favor, quítese las gafas.
—Bueno, para que lo sepa: hay algunos medicamentos que mi cuerpo no tolera —protestó Solokha mientras se quitaba de mala gana las gafas.
—¿Una alergia? —preguntó Vodyanik en medio del ajetreo—. Espero que no represente ningún peligro para su vida.
—No, creo que no… Esto… ¿qué va a hacer usted?
—Vamos a hacer una prueba —dijo Vodyanik, y se puso la máscara antigás. Agarró la botella y apuntó el pulverizador en dirección al digger—. ¿Está usted preparado? —preguntó con voz indiferente.
—Mamá —gimoteó Solokha.
Un chorro corto brotó de la botella y se pulverizó en pequeñas gotas. La nube casi incolora se expandió y se disipó con la misma rapidez.
Solokha, dubitativo, aspiró. Todos le miraron con curiosidad. Pero no sucedió nada.
El digger fue mirando a todos los presentes y sonrió con satisfacción.
—Dígame, profesor, ¿verdad que Josef Mengele fue su ídolo de la infancia?
—Bueno, estoy satisfecho con el resultado del experimento —declaró Memov. Miró al colchón que estaba en el suelo—. Y parece que él también.
Iván asintió con la cabeza, distraído.
Solokha estaba tumbado de espaldas sobre el colchón y sonreía, rebosante de felicidad. Salvo por las pupilas dilatadas, apenas si se distinguía en nada del Solokha anterior. De todos modos, Iván no había visto nunca al digger tan relajado.
Solokha irradiaba el gozo más puro. Costaba decir qué era lo que brillaba con más fuerza en el trastero, si Solokha o la lámpara de carburo.
—Agresión cero —constató el profesor—. Es obvio que ese musgo tiene cierta similitud con el LSD y bloquea del mismo modo el flujo de adrenalina. El sujeto a prueba muestra una susceptibilidad elevada a las sugestiones y tenemos indicios de sinestesia. Después de una progresión rápida y relativamente suave, han aparecido síntomas transitorios de parálisis muscular. En suma, podemos hablar de una reacción bastante fuerte, si tenemos en cuenta que una décima parte de la dosis prevista ha bastado para…
—Ha quedado entendido, profesor —le interrumpió Iván, aunque, como mucho, había comprendido la mitad del diagnóstico—. ¡¿Y bien?! —Se volvió hacia el general—. ¿Desalojamos la Mayakovskaya?
—Creo haber encontrado el «punto de encaje» —anunció Solokha antes de que Memov pudiera responder—. ¿Lo oís? No se puede describir… pero voy a intentarlo. El sentido de la vida. Lo veo claro y distinto.
El general tosió levemente.
—Qué maravilla —dijo el profesor, jubiloso, y se acercó a Solokha, bloc de notas en ristre, como para apuntar el sentido de la vida sobre el papel.
Memov sonrió con satisfacción.
—Señores, vamos a poner en práctica sin más demora el plan de Merkulov.
—La historia de la estación de los emigrantes es legendaria, por supuesto —explicaba el profesor Vodyanik—. Cierto día se reunieron todos sus habitantes, hombres, mujeres, niños y ancianos, y decidieron abandonar la estación. Abrieron la puerta hermética y salieron a la superficie por las escaleras mecánicas. ¿A qué aspiraban? ¿Creían que podrían apañárselas en la zona irradiada? Lo más probable es que una vez arriba, el crujido de los contadores Géiger les reventara los oídos.
»¿Acaso contaban con sobrevivir fuera de la metrópolis? No lo sé. Ninguno de ellos regresó. No hemos sabido nada más de ellos. Quizás hayan logrado llegar a un sitio donde la radiación esté más o menos ausente y se hayan asentado allí. Incluso puede ser que una vez allí se hayan encontrado con personas en una situación semejante. También es posible que todos ellos fueran víctimas de las enfermedades provocadas por la radiactividad, las epidemias y el hambre. Seguramente no lo sabremos jamás. —El profesor negó con la cabeza—. Somos hijos de una civilización tecnocrática. Los esquimales chucotos y los aborígenes australianos tienen mayores posibilidades de sobrevivir que nosotros. Mucho mayores. Aunque tan sólo fuera porque no tienen que vivir con la deprimente sensación de haberlo perdido todo, ¡absolutamente todo! Incluso Internet ha dejado de existir. —El profesor le lanzó una mirada a Iván y a los otros que habían llegado al metro cuando tan sólo eran niños—. Pero a vosotros esa palabra no os dice nada. En cualquier caso, ha dejado de existir. Y los culpables somos nosotros. Todos nosotros, la humanidad entera, cometimos un suicidio colectivo. Nos pusimos la pistola en la boca y apretamos el gatillo. ¡Pum! No sé lo que se puede esperar en una situación como ésta.
—Es usted un pesimista, profesor —comentó Sazonov con ironía.
—Ah, ¡qué me va a decir usted! —le respondió Vodyanik en tono mordaz—. Toda una estación de optimistas se puso en marcha para encontrar una vida mejor. Una oportunidad para la humanidad entera. ¿Y dónde estamos ahora? No, muchacho, discúlpeme, pero me voy a quedar con mi pesimismo.
—Yo me imagino que usted ya la ha encontrado —dijo Kuznetsov de repente—. Una vida mejor, quiero decir. Por lo menos me gustaría creerlo.
Nadie más dijo nada.
—En realidad —explicó el profesor, como respuesta al abatido silencio—, esa historia es una pieza didáctica sobre los peligros de la esperanza.
—¿De la esperanza engañosa? —preguntó Iván, mirando con interés a Vodyanik.
—De la esperanza de cualquier tipo.
No cabía menospreciar a los moscovitas. Sin duda alguna, la larga inactividad de la Alianza les haría sospechar. Por ese motivo, se decidió un nuevo asalto contra la estación Ploshchad Vosstaniya, aun cuando los preparativos para el ataque con gas estuvieran ya en marcha.
Dicho y hecho.
Cuando Iván regresó a la Mayakovskaya, se apelotonaban allí soldados con mala pinta y hedor a pólvora que acababan de regresar del combate. Los heridos gemían. Se les hizo subir rápidamente a dresinas y los llevaron a toda velocidad por el túnel hasta la Gostinka. Pusieron por separado a los muertos. Habían caído nueve hombres. «Demasiados para una maniobra de distracción, maldita sea.»
Iván se encontró con Shakilov, que estaba sucio y rendido. Se saludaron con un apretón de manos. Iván miró a su alrededor. Los skinheads habían montado su campamento en un banco, junto a una columna. Iván reconoció al Canoso, ya que tenía una cicatriz en el cogote. En ese momento, les llenaba los vasos a sus compañeros con una petaca.
Los skinheads levantaron las tazas y bebieron en silencio, sin brindar. Muy curioso.
—¿Qué ha sucedido? —Iván señaló a los skinheads con un gesto de cabeza—. ¿Se les ha muerto alguien?
Shakilov se las apañaba con un solo ojo, igual que antes. Aún llevaba el otro hinchado después de su mala caída. La mitad izquierda de la cara parecía una alfombra hecha con retazos de colores variados: violeta, negro y amarillo. Tenía un aspecto horrible.
—A mí nadie me ha dicho nada —masculló Shakilov entre los agujeros que habían tomado el lugar de los dientes—. Pero está claro que su comandante no ha vuelto. No sé si ha regresado o no. En cualquier caso, no ha vuelto a salir del tunel, eso sí lo tengo claro.
«Fantástica noticia. Un aliado menos.» El Überführer era un tío estrafalario, un fascista, un racista, o a saber el qué, pero, aun así, valía la pena. En principio, Iván se llevaba mejor con él que con los gallitos de la Admiralteyskaya. Y se podía confiar en su palabra.
A Iván le rechinaron los dientes. Que el abastecimiento fuese una porquería… pues vale, las guerras son así. Pero era una lástima que hubieran perdido al skinhead que citaba a Kipling.
Adiós, Überführer.
Barricadas, barricadas.
Iván bajó las escaleras detrás del capitán de la Nevski prospekt. El hombre se llamaba Voinovich, pero todo el mundo lo conocía como capitán Kostya. El capitán Kostya había llegado a un acuerdo con los moscovitas.
«Lo importante es que el plan nos salga bien», pensó Iván.
Abajo, los pasos que quedaban entre las columnas estaban cegados por completo con sacos de arena. Por pequeñas aspilleras se asomaban los cañones de los fusiles. Iván evaluó la inclinación del suelo. No, con una granada no se conseguiría nada, ya que rodaría en dirección contraria. Por otra parte, no era ése el objetivo de su visita.
—¡Alto ahí! —gritó alguien desde detrás de los sacos de arena.
—Ramil, soy yo, Kostya —gritó el capitán.
Las lámparas de luz diurna que colgaban del techo estaban apagadas. Por ello, la luz de dos megarreflectores deslumbró a Iván y a Kostya.
Se hizo una pausa.
—¿Quién es el tío ese que te acompaña? —preguntó alguien que se hallaba detrás de la barricada.
—Es amigo mío. Tan sólo quiere preguntarte una cosa, Ramil.
No hubo respuesta.
—Tienes mi palabra de que tan sólo queremos hablar con vosotros —aseguró el capitán Kostya.
—De acuerdo.
Un hombre corpulento salió por una estrecha abertura entre dos sacos. A duras penas veían su rostro. El reflector les cegaba sin piedad.
—Sentaos —ordenó el hombre.
Se sentaron en el suelo. Iván agarró un casquillo de bala que le había quedado bajo el trasero y lo arrojó a un lado. Todo el suelo estaba cubierto de ellos. A diferencia de los muertos que se habían llevado de allí, los cartuchos habían quedado sobre el campo de batalla.
El hombre se les acercó y se sentó enfrente.
—¿Quién eres y qué quieres? —le preguntó a Iván.
—Soy un digger. Me llamo Iván. Un amigo mío ha desaparecido.
—¿Y quieres saber si está con nosotros?
—No se encontraba entre los caídos —respondió Iván.
—¿Y por qué voy a contarte nada sobre tu amigo? —El hombre hablaba en voz baja, tranquila. Indiferente.
—Pienso que podríamos llegar a un acuerdo —dijo Iván.
El hombre negó pausadamente con la cabeza.
—No lo creo.
Iván logró verlo por fin. Vestía una chaqueta de marinero de color azul grisáceo. En el pecho llevaba el distintivo del Ministerio de Protección Civil, con la estrella de ocho puntas. Tenía los rasgos bien proporcionados y angulosos, como trazados a cuchillo.
—¿Qué pinta tiene tu amigo?
—Cabeza rapada, bastante alto. Entre treinta y cuarenta años, cuesta decirlo. Ojos azules. Se hace llamar Überführer. Y lleva un tatuaje… aquí. —Iván se llevó la mano al antebrazo—. Un martillo y un cuchillo redondo con una corona de laurel. Es bastante aparatoso.
—No lo he visto nunca.
Iván cerró los ojos por unos instantes.
Hasta siempre, Überführer. Aunque fueras un racista.
—¿Eso era todo? —preguntó el hombre.
—Sólo una pregunta… —Iván tuvo un momento de vacilación—. ¿Para qué queréis nuestro grupo electrógeno?
Se hizo una pausa.
—¿Piensas que lo tenemos nosotros? —El hombre negó con la cabeza—. Te engañas. No os hemos robado nada.
«Otra mentira», pensó Iván.
—Marchaos —ordenó el hombre—. Dentro de dos minutos vamos a abrir fuego.
Se pusieron en pie. Iván se dio cuenta de que se le había quedado el cuerpo empapado en sudor. Tomó el gorro y lo empleó para secarse el rostro.
—¿Quién era ése? —preguntó al capitán Kostya mientras regresaban.
—Ramil Kandagariyev. Un tío importante. El jefe de la guardia personal de Ahmed. Es buen tío, en general. Pero no siempre.
Pues vaya.
«Así lo habéis querido», pensó Iván con amargura.
«Hay que castigar la maldad.»
«Así son las cosas.»
La noche antes de iniciar la acción, Iván recibió la orden de presentarse ante el general.
—¿Qué sucede?
Iván contempló el distintivo. Lo había visto ya en el uniforme de otros admiralzes. Un círculo blanco con un borde gris. Y dentro, un puño estilizado. Cinco dedos grises.
—Es un símbolo —explicó Memov—. Todo imperio ha tenido su símbolo. Y éste es el nuestro.
Levantó su mano carnosa y plegó los dedos, uno tras otro, hasta cerrar el puño.
—Cinco estaciones. Cada una de ellas, por su cuenta, es débil. Pero si estamos unidos, somos fuertes, como un puño cerrado. Ése es nuestro símbolo. Toma uno.
Iván recibió el distintivo.
—Y ahora vete a dormir —dijo el general—. Mañana va a ser un día duro. Cuento contigo.
Tienes que abrir tu propia vida como un sobre con la nota «Urgente».
«Confidencial.»
«Personal.»
Leerla y después prenderle fuego.
—Empezamos —dijo Iván en voz baja.
Con rostro sombrío y deprimido, los soldados de la Admiralteyskaya, la Nevski prospekt y la Vasileostrovskaya marchaban por su lado. Las tropas unidas de la Alianza abandonaban la estación Mayakovskaya. Y no tenían ni idea del porqué.
Kulagin se separó de sus filas y se acercó a Iván.
—Vanya, aclárame por lo menos qué diablos estamos haciendo —se lamentó—. ¿Por qué nos retiramos? ¡Esto es un disparate!
Iván se encogió de hombros. Maldita necesidad de guardar el secreto. No podía decirles nada ni siquiera a los suyos.
—No lo sé, Oleg —dijo, mintiendo a desgana—. Sigue adelante.
—¿Y nuestro grupo electrógeno? —Kulagin apretaba los labios—. ¿Qué va a pasar con nuestro grupo electrógeno?
—Ve, Oleg. Créeme, esto es lo que tenemos que hacer.
Kulagin perforó con la mirada a Iván.
—Esto estaba amañado, ¿verdad?
—¿Qué? —Iván no daba crédito a sus oídos.
—Ya lo veo, el general se lo ha trabajado bien contigo —dijo Kulagin con amargura—. Ah, digger, siempre has sido un advenedizo. Y lo serás siempre.
Iván se quedó de piedra. La cólera le hizo subir la sangre al rostro.
—Oleg —Iván sintió un temblor en las mejillas—. Te lo voy a perdonar tan sólo porque eres tú. Luego nos vemos. Y ahora te vas a ir con tu gente y harás de buena gana lo que se te ordene. ¿Lo has comprendido?
Kulagin no se movió de donde estaba. Tozudo como una mula. Iván le miró con ojos gélidos. El comandante de la Vasileostrovskaya tragó saliva. Abrió la boca…
—Todavía quiero decirte algo —le advirtió Iván en voz baja—. Vas a lamentar lo que has dicho, Oleg. Créeme.
—Yo…
—Márchate —dijo Iván entre dientes, y añadió en tono oficioso—: ¡Capitán! ¡Cumpla usted las órdenes de nuestro general!
El poderoso tórax de Kulagin temblaba. El gigante luchaba consigo mismo. Al fin, hizo un gesto malhumorado y se marchó.
Iván respiraba pesadamente. Aún tenía la rabia atravesada en la garganta. Se pasó la mano sobre la cara. Tenía el mismo tacto que una máscara antigás. Como de goma, sin sensibilidad.
«No importa —se dijo Iván—. Es de lo más normal. No importa que te juegues el pescuezo por ellos. Te consideran un advenedizo. Y eso no va a cambiar.»
«La Vasileostrovskaya. Ése es mi hogar.»
«Regresaré y le taparé la boca al que diga lo contrario.»
En ese momento apareció Sazonov con su abrigo beige habitual y el revólver en la pistolera que le colgaba del hombro.
—Todo está a punto, Vanya —informó—. Hemos tenido que cambiar uno de los interruptores automáticos, esa mierda no funcionaba bien. En la segunda caja de extintores, una de las botellas tenía un escape, pero el profesor piensa que no habrá tiempo para que pierda mucha presión hasta que llegue la hora X. —De pronto, Sazonov le echó una mirada interrogadora a Iván—. ¿Qué te pasa?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Se te ve nerviosísimo.
Iván hinchó los mofletes.
—Ah, pues a la mierda —dijo por fin—. ¿Verdad que sí, Vadim? Dentro de muy poco podremos regresar a nuestra vida normal.
Sazonov sonrió.
—Por supuesto, Vanya, al cien por cien. ¿Qué te paree? ¿Empezamos?
Iván miró a su alrededor. Los últimos pelotones de la Alianza abandonaban la estación.
Asintió.
—Vamos a empezar.
—¿Armas químicas? —El profesor arrugó la frente—. Tan sólo se emplearon a gran escala durante la primera guerra mundial. Durante la segunda ya se había renunciado a ellas en gran medida.
Iván no lo entendía bien. Durante la Catástrofe tampoco se habían empleado armas químicas. ¿Y? ¿Había mejorado algo con eso?
—¿Y eso por qué? —preguntó Iván.
—En primer lugar, son inhumanas. En segundo lugar, son peligrosas para los mismos que las utilizan…
—¿Y en tercer lugar?
—No son efectivas —explicó Vodyanik—. Ése es, probablemente, el motivo principal por el que se renunció a las armas químicas. De acuerdo con valoraciones estadísticas que se realizaron durante la primera guerra mundial, se necesitaban unos cincuenta disparos de artillería con gas mostaza o sustancias similares para dejar a un soldado enemigo incapaz para la lucha o matarlo. Al emplear las municiones habituales, se necesitaban tan sólo treinta disparos para conseguir el mismo efecto. Un simple cálculo. Por otra parte, la munición convencional es más fácil de producir y almacenar. En un caso como éste, una contabilidad rigurosa tiene mejores efectos que todas las convenciones de La Haya juntas.
—Ajá. ¿Y qué más?
—Los estadounidenses trataron de utilizar armas químicas durante la guerra de Corea… fue un fiasco.
—¿Y qué más?
El profesor reflexionó.
—La CIA llevó a cabo una serie de experimentos en el marco del programa MK ULTRA. El objetivo era tomar el control de la conciencia de las personas. Los científicos emplearon métodos diversos con ese propósito, como, por ejemplo, lavado de cerebro, tortura física, electrochoques, psicocirugía, borrado de memoria e incluso dispositivos electrónicos para el control de la conducta. Posteriormente, todo ello se englobó bajo el concepto de psicotrónica. Así, por ejemplo, se investigó si preparados como el LSD-25 podían emplearse en la manipulación de la personalidad, inducción de una mayor receptividad a las sugestiones y cosas así. En esa época se realizó un experimento que consistía en pulverizar con LSD un área de ciento veinte kilómetros de ancho que comprendía una pequeña ciudad estadounidense. Por supuesto que no se había informado a sus habitantes. Sinceramente, no sé qué resultados tuvo el experimento… no me he preocupado nunca de ese asunto. Sin embargo, me cuesta imaginarme que los habitantes de esa localidad quedaran en situación de ofrecer seria resistencia en caso de guerra. No es necesario que se aspire o se beba el LSD. En teoría, puede absorberse también a través de la piel.
—Eso significa…
—Que tu plan no es disparatado, Iván —explicó Vodyanik—. Si prescindimos de cuestiones éticas… Pero, al fin y al cabo, queremos mantener en cifras bajas el número de posibles víctimas, ¿verdad?
Iván reflexionó. Aún no había contemplado la situación bajo ese punto de vista.
—Sí, en principio sí.
—Esto es interesante. —El profesor se agarró la barba y se la mesó, como si hubiera querido arrancársela—. Interesantísimo.
Iván miró al profesor. En todo científico se esconde un muchachito que le arrancaría las patas a un saltamontes para ver cómo salta luego.
Los científicos fanáticos hacen avanzar la investigación con mucha mayor rapidez que los amantes de la paz.
Así fueron por el túnel. Siempre con la incómoda sensación de que los disparos podían empezar a crepitar en cualquier momento a sus espaldas.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que los moscovitas se dieran cuenta de que habían abandonado la estación?
La Mayakovskaya había quedado a sus espaldas, inmersa en una media luz crepuscular, porque habían desmontado una parte de las bombillas de detrás de los paneles. La luz era de un color rojo turbador, como si alguien hubiera enjalbegado las paredes con sangre fresca. Por lo demás, había quedado cubierta por el humo; Iván y su pelotón de diggers se habían apropiado de las existencias de marihuana de los admiralzes y habían encendido un bonito fuego con ellas. El general tenía tan bien adiestrada a su gente que nadie se atrevió a protestar contra la medida. Había que reconocérselo a Memov: durante las últimas dos semanas había logrado organizar una maquinaria de guerra en condiciones de funcionamiento. Cabía preguntarse si había sido una buena idea.
En ese momento había otras cosas más importantes. El humo, el hedor y la media luz tenían un solo objetivo: disimular el espolvoreado de la sustancia violeta.
Fueron a un puesto de control protegido con sacos de arena. Tenían que retener allí a los moscovitas hasta que llegara el momento del ataque.
Iván consultó el reloj y repasó mentalmente el resto del plan.
Si todo les salía como habían previsto, el conflicto iba a terminar en cuatro horas. Se esperaba que los moscovitas volvieran a ocupar la estación abandonada y se quedasen allí hasta que los interruptores mecánicos iniciaran el espolvoreado de la sustancia.
«El efecto del LSD violáceo dura unas doce horas. El punto máximo del viaje se alcanza unas tres horas después de la administración del producto. En el momento en que ataquemos nosotros, los moscovitas tendrían que estar dóciles como corderos, desorientados, incapaces de una acción coordinada. Sólo tenemos que esperar.»
«Y tocar madera para que esto salga bien.»
Una vez en el puesto de control, tomaron posiciones detrás de la infantería de los admiralzes. Iván trazó un círculo de izquierda a derecha con la linterna que llevaba en la frente. La luz le reveló formas toscas que llevaban la cabeza cubierta con cascos de visera redondos. Iván no había visto nunca a semejantes soldados entre los admiralzes. Estaban equipados con chalecos antibalas y llevaban lanzagranadas instalados en los fusiles ametralladores. Todos ellos llevaban un parche con el puño gris en la manga.
Uno de los soldados llevaba un contenedor de cinc sujeto a la espalda. El hedor del combustible no le impedía gozar de la degustación de una galleta.
—Un lanzallamas. —Sazonov señaló con la cabeza al soldado—. Rocía queroseno y le pega fuego. Es un arma devastadora.
Iván se quedó perplejo. Interesante. Los lanzallamas estaban prohibidos en el metro desde los tiempos de Saddam.
Era evidente que el general carecía de todo escrúpulo.
—¿Quieres comer algo, Vanya? —Pasha le puso un plato de hojalata en la mano.
Puré con setas, a juzgar por el olor. Iván estuvo a punto de decirle que no, pero luego cambió de opinión. Una pequeña cena no les haría ningún daño. Tenía que matar el tiempo de algún modo. Todavía faltaban cuatro horas; qué locura, una eternidad. Iván meneó la cabeza.
Y si el plan Merkulov fracasa, ¿esos mocetones van a lanzarse a la lucha con sus cascos SEK y sus lanzallamas?
Bonita expectativa.
Al diablo con todo.
Iván se sacó de la bota una cuchara de aluminio envuelta en un trapo. Le había servido fielmente desde hacía una eternidad, desde la misma época en la que había llegado a la Vaska. El puré sabía a quemado, pero no era horrible. No pasó mucho rato hasta que la cuchara raspó el fondo del plato de hojalata.
En cuanto hubo terminado de comer, Iván pidió una taza de té. El tío Yevpat decía que aquel sucedáneo estaba tan lejos del verdadero té como San Petersburgo de Vladivostok. Pero ¿qué se podía hacer? En los supermercados y almacenes aún se encontraba té empaquetado al vacío dentro de las latas. Se tomaban el que no emitiera mucha radiactividad. Por supuesto, el que se lo bebía aceptaba los riesgos.
El cáncer de laringe es mejor que el hambre.
Durante los tiempos del hambre habían saqueado la mayoría de las existencias que habían quedado en la superficie. En aquella época, los diggers salían de día y de noche. Y no sólo los diggers.
Iván dio un sorbo a la taza y tosió. «Joder, está demasiado caliente.»
Consultó el reloj una vez más. Habían pasado tan sólo veinte minutos.
Iván exhaló un profundo suspiro.
La espera lo iba a volver loco.
A la hora X, el gas se distribuyó por toda la estación Mayakovskaya, con la ayuda de las instalaciones de ventilación.
Pasadas dos horas de la hora X, las tropas de la Alianza iniciaron el ataque. Se encontraron con que la mayor parte de los moscovitas no estaba en situación de ofrecer una resistencia seria, pero los demás pelearon hasta el final. Llevaban máscaras y, por ello, el gas no les afectó. Eran soldados vestidos con chaquetas negras de la Marina y resistieron con especial obstinación.
La infantería pesada de los admiralzes los acorraló en un callejón sin salida y no dejó ni a uno vivo. Se encendieron los lanzallamas. El hedor de los cadáveres calcinados se difundió por los túneles.
Los soldados de la Vasileostrovskaya empujaron a un último grupo de moscovitas hasta un túnel de enlace.
—¡Nos rendimos! —gritaron desde allí—. ¡No nos disparéis!
Kulagin interrogó con la mirada a Iván. ¿Qué hacemos? ¿El gas aún podría afectarnos?
Iván le dio a entender que ya no corrían ningún peligro. Kulagin se quitó la máscara antigás y juntó ambas manos en forma de embudo.
—¡Arrojad las armas y salid con los brazos en alto!
Una «muleta» modelo 103 rebotó a los pies de Kulagin. Otras dos armas se deslizaron sobre el granito.
Iván se sacó la máscara antigás de su cara empapada en sudor.
La lucha había terminado.
La Mayakovskaya y la Ploshchad Vosstaniya se entregaron a la merced de los vencedores.