LOS entierros son para los vivos.
Iván observó mientras alineaban los cadáveres sobre el andén. De pronto, se dio cuenta de dónde estaba y se quitó el gorro. Tenía los cabellos hechos una masa pegajosa… hacía una eternidad que no se los lavaba. La corriente de aire que salía de los túneles le acariciaba la nuca y se la refrescaba… una sensación nada habitual.
Los hombres de la unidad de enterramiento vestían abrigos negros y mascarillas blancas. Algunos se habían puesto también máscaras antigás. Tenían un aspecto lúgubre, lo que cuadraba con los encargados de dar sepelio a los muertos en aquella era postatómica. Envolvieron cada uno de los cadáveres con láminas de plástico y sujetaron éstas con cinta adhesiva. Finalmente los cubrieron con lonas. Llevaron a cabo su trabajo sin prisas y con dignidad… casi con cierta afectación.
Iban a tener mucho trabajo ese día. Tan sólo en la estación habían contado más de treinta muertos. Y ésos no eran todos.
Se contaba que la empresa de pompas fúnebres había construido un gigantesco crematorio en el conducto de ventilación de la estación Prospekt Slavy, porque tenía entrada de aire desde la superficie y, por supuesto, salida de gases. El conducto medía unos tremendos cincuenta metros. Al prender fuego se armaba tal estrépito que el crepitar de las llamas se oía hasta dos estaciones más allá, según decía el tío Yevpat.
Pero no se trataba de un verdadero crematorio, porque los huesos no ardían. Se habrían necesitado temperaturas mucho más elevadas.
Por ello, las unidades de entierro amontonaban los esqueletos calcinados en un túnel sin otro uso que se encontraba detrás de la estación. Ya debían de acumularse millares. Una ciudad entera de esqueletos.
Se les iban a añadir otros treinta.
—Rindamos los últimos honores a los muertos —dijo secamente el oficial que tenía a su cargo el sepelio cuando todos los cadáveres estuvieron a punto—. Un minuto de silencio por los caídos.
Iván bajó la cabeza. El silencio se hizo en la estación y acalló los últimos murmullos.
Los hombres de las estaciones Vasileostrovskaya, Admiralteyskaya, Nevski prospekt, Gostiny dvor y algunos mercenarios. Todos ellos estaban en pie y callaban. «Esto es lo que de verdad une a los seres humanos —pensó Iván—: la muerte.»
Quiero volver a casa.
Iván estaba inmóvil y sentía el aire frío en la nuca.
Quiero. Volver. A. Casa.
—El minuto ha terminado —anunció el oficial que presidía el sepelio—. Ha llegado el momento de la despedida.
Iván se colocó de nuevo el gorro y miró mientras el cortejo fúnebre desaparecía por el túnel. Luego volvió con su gente.
Tenía hambre, pero no apetito.
El vapor se elevaba desde el vaso de acero fino y paredes gruesas. Iván aspiró con glotonería. Estaba húmedo y caliente. Luego se llevó el vaso a la boca y bebió con precaución para no escaldarse. Tan sólo con buena voluntad se reconocía un poquito de dulzura en el agua caliente. El propio vaso no estaba caliente, pero es que tenía doble pared y un vacío entre ambas: alta tecnología de los tiempos anteriores a la Catástrofe. Hacía mucho, cuando Kosolapy aún vivía, Iván había encontrado el vaso en un viejo supermercado, junto con varios otros artículos de utilidad, como un hacha plegable y un termo con colores de camuflaje.
Entre los hallazgos se encontraba también un enorme globo terráqueo hecho de piedra natural amarilla. El pensativo Iván había recorrido los relieves de la Tierra con los dedos y había leído nombres de ciudades que ya no existían: Nueva York, Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago de Chile, Tver, Bolonia, Nizhni Novgorod, Moscú. «Una tienda para trotamundos», había dicho Kosolapy. Aún mejor, para gente a quienes les gusta sentirse trotamundos sin salir de su casa.
Ah, Moscú…
Los moscovitas no parecían tener mucha prisa por correr en auxilio de sus camaradas de la Mayakovskaya. «Habría sido aún más bonito», pensaba Iván.
Habían pasado diez días desde la toma de la Mayakovskaya. Los moscovitas habían rechazado todos los asaltos posteriores de la Alianza, e incluso habían lanzado un contraataque. ¿Qué habían gritado la última vez? «El zar Ahmed os exige la capitulación. Si capituláis, hallaréis clemencia.» Ajá. ¿Algún otro deseo?
En realidad, habían quedado en tablas. Y entretanto había llegado la hora del té. Fabuloso.
Iván se bebió otro trago y dejó el vaso en el suelo. Habían enviado la tropa a la Nevski prospekt para que reposara. Iván mojó una galleta dura dentro del vaso, se la metió en la boca y empezó a masticar.
Un vaso de agua caliente, un terrón de azúcar y un par de galletas duras como la piedra… las alegrías culinarias del soldado.
Los había que no tenían ni eso. Iván no lograba sacarse de la cabeza la imagen de los cadáveres alineados sobre el andén.
—Tengo una idea —dijo Sazonov.
Iván se tragó el trozo de galleta a medio masticar y se volvió hacia su amigo:
—¿De qué va esa idea?
En un primer momento no entendió de qué le hablaba Sazonov. Sus pensamientos aún daban vueltas en torno a la ceremonia de enterramiento. A los cadáveres envueltos con láminas de plástico. Al minuto de silencio. A los vasos llenos de líquido infecto, cubierto cada uno de ellos con una galleta dura. Habría querido rascarse la cabeza, pero aún sostenía media galleta con la derecha. Se rascó con la izquierda.
—Ah, ¿quieres decir una idea para asaltar la Vosstaniya?
—Un ataque con gas —dijo Sazonov.
—¿Y cómo lo haremos?
—Podríamos prender fuego a neumáticos viejos. Luego colocaríamos un ventilador que funcione, con un cable que vaya hasta la Gostinka, y les meteríamos por el culo un poquito de humo de goma quemada.
—Tienen máscaras antigás —respondió Iván, que cada vez entendía menos adónde quería ir a parar Sazonov.
—¿Ah, sí? ¿Y habría suficientes para todos?
Iván miró a su amigo, casi con respeto. ¡Por supuesto que no tendrían para todos! Como mucho, veinte máscaras antigás para doscientas personas. Habría mujeres, niños…
Lo comprendió por fin.
Gasearlos. Por Dios.
—No me habría imaginado que pudieras concebir un plan tan inhumano.
—¡Yo sólo soy fiel a la Alianza Primorski! —Sazonov hizo una mueca—. Lo siento, Vanya. Es que estoy muy cansado.
Iván asintió. Estaban todos muy cansados.
—¿Sabes una cosa, amigo mío? —dijo—. Vamos a pensarlo con tranquilidad. —Oyó pisadas y se volvió—. Igor, ¿las has traído?
Gladyshev dejó una cesta en el suelo. Estaba cargada con viejas pelotas de tenis. En otro tiempo habían sido amarillas, pero la acción del tiempo y un sinnúmero de manos sudadas las habían teñido de gris. El digger asintió. Su rostro chato estaba atravesado por profundas arrugas y no aparentaba ninguna emoción. Como mucho, tedio.
—Sí.
—Gracias —dijo Iván, y se puso en pie—. Entonces vamos a empezar. Muchachos, en formación.
—¿Ya? —rezongó Pasha, al tiempo que se levantaba de mala gana.
—¿Cómo que ya? Por fin, querrás decir. ¡En pie! ¿Estás esperando una invitación especial, Solokha? ¡Solokha!
—Ya voy —respondió el aludido, y dejó el libro que leía.
Solokha, un tío alto, algo torpe, de cabellos rubios oscuros, había estado leyendo medio tumbado, con la espalda apoyada en el saco de dormir. Llevaba siempre unas gafas pequeñas y sin montura apoyadas sobre la punta de la nariz. Aprovechaba todos sus minutos libres para leer. Tenía la peculiaridad de preferir libros con títulos indigeribles como Las enseñanzas de Don Juan: una forma yaqui de conocimiento. El propio Iván no habría leído ni en sueños nada semejante. Lo había intentado tan sólo una vez, pero no había logrado pasar de las primeras páginas.
Aunque no se podía decir que no le gustara leer.
Sólo que…
El sentido de la vida que surgía de aquellas páginas le había abrumado.
A Solokha, en cambio, sí le gustaba.
—¿Estáis a punto? —Iván miró uno tras otro a los diggers. Por supuesto que habría sido mucho mejor hacer los entrenamientos lejos del barullo de la estación, pero en las condiciones presentes tampoco podían elegir. Por otra parte, tampoco les iría mal a los muchachos aprender a concentrarse en condiciones difíciles.
—¡En marcha! ¡Distribuíos en círculo!
Primero hicieron ejercicios con una pelota. Iván se la arrojó suavemente a Pasha y dijo «I» mientras volaba por el aire. Pasha la cazó al vuelo, se la arrojó a Gladyshev y dijo: «Iv». El siguiente tuvo que decir «Ivá» y volver a lanzarla, y el que vino después dijo el nombre completo: «Iván.» Luego empezaron con el nombre del que venía después. A continuación repitieron el mismo ejercicio con los nombres al revés, con la última letra al principio. Después entró en el juego una segunda pelota. Y una tercera. Era un ejercicio que les había enseñado Kosolapy. Agudizaba la concentración, la coordinación y la empatía con los compañeros. Kosolapy había concebido un gran número de ejercicios como ése. Por ejemplo, el «espejo». Dos diggers se colocaban uno enfrente del otro, uno de ellos hacía movimientos y el otro tenía que repetirlos como si estuviera frente a un espejo. Aguzar los sentidos, entenderse sin palabras con el compañero… esas habilidades se encontraban entre las más importantes para los diggers.
—Primero, tomad contacto visual —enseñaba Iván, como de costumbre—. Luego, arrojad la pelota. Pero con suavidad. Con delicadeza. Siempre de manera considerada para con el compañero.
Las pelotas de tenis volaban de un digger a otro. Iván escuchaba tan sólo a medias las voces y risas de la gente que pasaba por allí. Se había reunido un buen número de personas para presenciar el entrenamiento de los diggers. Seguro que existen espectáculos más emocionantes que ése, pero en tiempos de guerra se agradece cualquier diversión.
Aquel día el entrenamiento no marchaba bien.
—¡Vadim! —tronó Iván cuando Sazonov dejó caer la pelota por enésima vez—. ¿Qué te sucede hoy? ¿Estás dormido o qué? Hazme el favor de concentrarte.
Poco después estuvo a punto de caérsele una pelota de la mano también a él. Se la habían arrojado con tanta fuerza que, al agarrarla, le dolió la muñeca y se le entumecieron los dedos.
—¡Mierda!
La multitud se echó a reír.
—Disculpa, Vanya —dijo Sazonov en un tono que no era de arrepentimiento—. Lo siento, hoy no logro concentrarme.
—Vale, vale. Ya basta por hoy. —Iván les hizo una señal con la mano para que lo dejaran. La mano aún le dolía—. Igor, tú recogerás las pelotas. Final del entrenamiento, el espectáculo ha terminado.
La muchedumbre rezongó, decepcionada.
Mientras Gladyshev recogía las pelotas, Iván le echó la bronca a Sazonov.
—Pero, ¿a ti te pasa algo? Parece que estés cansado.
—Pues mírate tú en el espejo, Vanya. En comparación con tu jeta, una selva se vería bien cuidada.
Sazonov sonrió con malicia, dio media vuelta y se marchó. Su abrigo beige resplandeció a la media luz de la estación.
«¿Adónde se marcha ése ahora? —se preguntó Iván—. ¿Será que ha ligado con alguna chavala de la Gostinka? No me extrañaría nada.»
Iván se palpó la mejilla con la mano mientras contemplaba a su amigo. Sazonov tenía razón: una vez más, tardaba demasiado en afeitarse.
Iván sacó el hervidor con el agua caliente y sumergió la navaja de afeitar para calentarla. Trató de ponerse de manera que por lo menos una parte de su rostro se reflejara en un espejo pequeño con marco de plástico que tenía, no más grande que la palma de su mano. Luego sacó la navaja de afeitar del agua y se la pasó con precaución por encima de la mejilla enjabonada. El metal caliente segó entre crujidos los cañones de su barba.
Aparecieron en ese instante. El corpulento Kulagin se presentó por el paso de la Gostinka, casi corriendo. Le perseguía un hombre pequeño y gordo vestido con un traje. «Qué gente circula por aquí», pensó Iván.
—Por mil diablos, ¡¿por qué me sigues?! —le preguntó Kulagin al gordo.
El civil tuvo un instante de perplejidad, pero luego miró directamente al rostro enfurecido del jefe de las tropas de la Vasileostrovskaya.
—Yo… esto… exijo…
—¿Qué es lo que exiges? —bramó Kulagin.
El civil hizo acopio de valor y se hinchó hasta su máximo volumen.
—¡Exijo la prohibición inmediata de las granadas cegadoras! ¡Se trata de un arma inhumana! El Consejo de Paz del metro…
—El Consejo de Paz me lo paso por los huevos —dijo Kulagin sin faltar a la verdad.
—Hay personas que han perdido la vista.
De hecho, los efectos de las granadas cegadoras eran problemáticos. En especial para el propio atacante. En las estaciones de la Alianza no había ningún sistema de iluminación central. Sus habitantes no estaban acostumbrados a una luz intensa como la de la Mayakovskaya. Por no hablar de la de las granadas cegadoras. Algunos de los soldados habían tenido que regresar a la Nevski prospekt con las retinas dañadas. Varios de ellos habían logrado recobrar la vista, otros no. Iván se raspó la mejilla y dejó la navaja de afeitar en el hervidor lleno de agua.
—Pero ¿tú quién eres? —El altísimo Kulagin, con el uniforme de camuflaje sucio y las mangas rotas hasta los codos, se plantó amenazador frente al civil—. ¿Qué se te ha perdido aquí? Aquí rige el derecho de guerra, muchacho, ¿y sabes lo que significa eso? ¡Ponte en la pared!
—¡No tiene usted ningún derecho! —replicó el gordo con su voz débil, de un tono agudo que desgarraba los nervios—. ¡Estoy aquí como observador del Consejo de Paz! ¡Soy neutral!
—Aquí no necesitamos observadores —declaró Kulagin con sangre fría, sacó la pistola y la cargó.
—¡Esto es una arbitrariedad! —chilló el civil, desesperado. El rostro se le había quedado, de pronto, pálido como el de un cadáver.
«Siempre igual», pensó Iván mientras seguía afeitándose los pelos de la barba. Tan pronto como los idealistas se enfrentan a la violencia de verdad, su entusiasmo se desvanece al instante.
—Oleg —dijo Iván en voz baja.
Kulagin se volvió y las miradas de ambos se encontraron. Iván negó con la cabeza de manera casi imperceptible: déjalo.
Kulagin recapacitó. Escupió, maldijo, volvió a enfundar la pistola y se marchó. Finita la commedia. El gordo se quedó donde estaba. Iván se intuía algo malo. Con razón.
—En seguida se reconoce al hombre cultivado —cotorreó el civil, y entonces se acercó con pasos cortos y le tendió la mano a Iván.
La mirada de éste deambuló entre el recipiente lleno de agua que sostenía con la mano izquierda y la navaja de afeitar que tenía en la derecha, y se detuvo, como distraída, en el rostro mofletudo del civil.
—Disculpe —dijo éste, turbado—. ¿Puedo hablar con usted?
«Tengo que pechar con todo», pensó Iván, resignado.
—¡Han atacado ustedes una estación pacífica! ¿Cómo han podido hacer algo semejante?
—Sí, sí —respondió Iván, alargando las vocales, e hizo un gesto como para quitarle importancia a la cosa—. No han hecho nada, aparte de robarnos nuestro único grupo electrógeno. Ya lo entiendo. Ese tipo de cosas se le ocurren a todo el mundo.
—¡Esa acusación no se ha podido confirmar!
«Pues claro que no —pensó Iván. Ni se podría confirmar antes de que todos los habitantes de la Vasileostrovskaya murieran. Entretanto tendrían que divertirse a oscuras. De todas maneras ya estaban acostumbrados. «Pero, qué diablos, este pseudofuncionario con mofletes de hámster no entiende ni eso.»
—Me ataca usted los nervios —le dijo Iván con toda sinceridad—. Siempre los mismos fanáticos de la verdad. Nunca tienen ni idea de nada.
—¡Es usted quien no lo entiende!
Iván ya no le escuchaba. Le hizo un gesto al joven miliciano para que se acercara.
—¡Kuznetsov!
Éste se personó al instante, con total diligencia. Con el afán de un perro pavloviano enamorado. Sólo le faltaba menear la cola.
—¡A la orden!
Kuznetsov se puso firmes y le centellearon los ojos. ¿Podría librarse algún día de aquel exceso de celo? Iván negaba con la cabeza. Se preguntaba si él mismo habría sido también un pipiolo entusiasta, siempre dispuesto a caminar sobre brasas con tal de ganarse una sonrisa de reconocimiento de Kosolapy. No, no lo había sido. En el tiempo en que llegó a la Vasileostrovskaya había perdido ya todo entusiasmo. Kosolapy había sido un amigo y un colega más experimentado, pero no un ídolo.
—La orden es la siguiente —dijo Iván—. Quiero que este civil desaparezca.
—¡Comprendido! Y… esto… ¿dónde lo llevo?
Kuznetsov toqueteaba la correa de su fusil y miraba a su alrededor sin saber qué hacer.
El funcionario tenía el recelo pintado en el rostro. Estaba claro que no le faltaba un buen olfato para el peligro. Igual que el perro apaleado olfatea el bastón de su dueño.
—No muy lejos. —Iván miró al gordo de reojo, con malicia—. Llévalo al túnel. Al otro lado del puesto de vigilancia hay una instalación de drenaje. Está fuera de servicio, pero no importa.
—¿Qué… pero qué…? —El civil barboteaba, como si ya no le llegara el aire.
—A la instalación de drenaje —repitió Kuznetsov, dispuesto a servir, y los ojos le centellearon con ingenuo fulgor. «Pero qué crío, joder»—. Comprendido. ¿Y luego qué?
—Cuando lo tengas allí, le pegas un tiro —dijo Iván en tono lapidario—. Luego vuelve a informar. En marcha.
Sin que el civil se diera cuenta, Iván le guiñó el ojo a Kuznetsov. ¿Lo había entendido? Éste tuvo que pensárselo por unos instantes y luego le devolvió el guiño.
—¡A la orden!
El civil no daba crédito a sus propios oídos. Miró con horror, primero a Iván y luego a Kuznetsov, y después nuevamente a Iván.
—Esto… ¿esto va en serio? Yo…
—Por supuesto —respondió Iván—. Así comprenderá usted lo que es una arbitrariedad en tiempos de guerra. Arbitrariedad en su forma más pura.
—¡Pero si yo…! ¡Pero si yo pertenezco al Consejo de Paz!
—Pues entonces pongámonos en marcha, señor consejero de paz —dijo Kuznetsov, y empuñó el fusil que llevaba al hombro.
Mientras se alejaban, el gordo anduvo delante de Kuznetsov con tanta mansedumbre como si no hubiera esperado ninguna otra cosa durante toda su vida de civil.
Iván prosiguió con el afeitado y su humor mejoró perceptiblemente.
—Cantemos, camaradas de batallas —canturreaba en voz baja, de nuevo la canción de la película Dos soldados—, por la gloria de Leningrado.
Se miró en el espejo y volvió la cabeza para empezar con la otra mitad de la cara.
De pronto le asaltó un pensamiento: ¿Y si al tío ese se le ocurriera…?
Mierda. Metió la navaja en el hervidor y echó a correr. Mientras corría, le puso el hervidor en la mano a Solokha. El digger miró a su oficial, totalmente pasmado. El rostro a medio afeitar de Iván produjo cierta consternación en el andén y tuvo como efecto que la gente despejara el camino. Saltó a la vía, tropezó, recobró el equilibrio y echó a correr a toda velocidad por el túnel. El eco de sus botas resonaba en las paredes, amenazador.
Ojalá no llegara demasiado tarde.
—¡Se cancela la operación! —bramó al irrumpir en la sala donde se encontraba la estación de drenaje.
Kuznetsov parpadeó, confuso, y bajó el arma. ¿Había estado a punto de dispararle de verdad?
—¡Misha! —Se agachó con las manos sobre las rodillas y trató de recobrar el aliento—. Ah, me haces reír… —Volvió a incorporarse—. ¡Pero si no lo había dicho en serio! Pensaba que ibas a llevarlo hasta el puesto de guardia y que lo dejarías marchar.
Kuznetsov contempló su propio fusil, estupefacto, y luego miró a Iván.
—Es que yo pensaba que… —dijo con voz entrecortada—. Ah, diablos, pues he estado a punto de…
—Es igual —dijo Iván—. Yo he tenido la culpa, lo siento. Regresa a la estación, yo iré luego y hablaremos. Voy a arreglar esto con el señor.
—¡Usted! —resopló el civil, que había recobrado con notable rapidez la compostura—. ¡Cómo se ha atrevido!
«Qué curioso. Cuando lo mandaban sin rodeos al paredón, aceptaba su destino sin quejarse, pero, en cuanto lo rescatan, se rebela de nuevo.»
—¿Cuál es tu nombre de pila? —preguntó Iván cuando Kuznetsov se hubo marchado.
—Boris Yevgenyevich… Borya.
«Conozco a otro Boris —pensó Iván—. Incluso se le parece.»
Iván le tendió la mano. El civil le miró con cierta desconfianza y tragó saliva. Luego, a su vez, le tendió la mano, vacilante. Iván se la estrechó con fuerza. Los dedos regordetes del civil tenían una consistencia sorprendente, como si hubieran estado rellenos de plumón. Iván asintió con la cabeza.
—Es un placer, Borya. Lamento esta broma de mal gusto. ¿Te apetece echar un trago? Con fines medicinales, por así decirlo.
—Ah… el Consejo de P… eh… —Boris Yevgenyevich volvió en sí—. No voy a decir que no.
—… y gigantescas lombrices de tierra se arrastran por allí. Miden más de dos metros. Las hay incluso con dientes. Se abren camino a mordiscos por la tierra, el hormigón y el balasto. No tienen problemas con la madera. Por fortuna, no pueden con las cañerías de acero. Los gusanos más peligrosos son los que reaccionan a la vibración de las pisadas. Si estás un poco gordo, puedes darte por muerto. Te agarran y te arrancan las piernas. Por eso, en las estaciones donde las hay, en la Udelnaya por ejemplo, la gente camina poco a poco y con precaución, como si anduviesen por el agua.
—Vaya sarta de bobadas —dijo otra voz—. Dos metros… de eso nada. Como mucho, uno y medio. Y no son más gruesas que un dedo. Quizás ahora brillen, pero, por lo demás, son igual que antes que la Catástrofe. Las he visto en persona, de verdad. En esa estación se hacen albóndigas y pelmeni[13] con ellas y las acompañan con vodka. Parece que saben muy bien.
«Vaya cháchara.» Iván les escuchaba tan sólo a medias. Se volvió hacia otro lado y se echó la frazada sobre la cabeza. El parloteo le ponía nervioso. La frazada estaba sucia y olía a orina.
—Teníamos con nosotros a un tío que no veas —contaba una tercera voz—. Sería difícil encontrar a otro igual de tonto en todo el metro. Le habíamos repetido cien veces que cada vez que se tumbara tenía que poner algo duro debajo. Pero él, por supuesto, tenía que echarse directamente sobre el suelo. Sé que antes de dormirse se había vuelto sobre el costado izquierdo. A la mañana siguiente nos despertamos, nos levantamos, nos lavamos y tal, todo el mundo estaba de pie y él era el único que seguía echado. «Esto es muy raro, muchachos —decía—. Se me ha dormido la pierna, ayudadme a levantarme.» Cuando lo pusimos en pie, empezó a chillar como si lo hubieran atravesado con una estaca. ¿Qué le ocurría? Al apartar la frazada, vimos muy claro por qué no lograba ponerse en pie. Un gusano le había atravesado el muslo. Dios mío, me parece verlo todavía: el animal salía de la tierra, le atravesaba el muslo y volvía a hundirse en la tierra. Tratamos de sacarle el gusano del cuerpo, naturalmente, pero no era fácil, el animal era fino y se enredaba, y daba asco tocarlo…
Cháchara. Iván hizo una mueca. Aún padecía un ligero dolor de cabeza por la «reconciliación» del día antes con el funcionario Borya.
¿Gusanos?
Iván suspiró.
Ya me gustaría tener los mismos problemas que vosotros.
Iván no había visto en toda su vida un cuchillo con una forma tan extraña. Su hoja ancha recordaba a la de un escalpelo. Se curvaba hacia arriba y era notablemente grande. La empuñadura, de madera sin desbastar, encajaba bien en la mano. Tan sólo la ornamentación molestaba un poco. Iván pasó los dedos sobre el dorso de la hoja. Con un arma como ésa se le habría podido cortar la cabeza a alguien. Sin dificultad.
—¿Cómo dices que se llama?
El Überführer sonrió como un rapaz.
—Khukuri.
—Curioso nombre —djo Shakilov, y acercó los ojos con curiosidad.
—Son los puñales que emplean los gurkhas —explicó el Überführer con orgullo, como si él mismo hubiera sido un gurkha honorario—. Era una unidad de élite del ejército británico reclutada entre los nepalíes. Soldados excelentes. Los mejores que tenían los británicos.
—¿Y de dónde lo has sacado? —preguntó Shakilov. Los ojos le brillaban.
—En el lugar de donde lo saqué ya no queda ningún otro —respondió el Überführer—. Lo conseguí antes de la Catástrofe. Fabricado por nepalíes. Los emplean para cortar madera. Y, en tiempos de guerra, cabezas. —Reflexionó y añadió—: Eso era antes, por supuesto, ahora ya no. Como mucho se habrán salvado un par de gurkhas en el metro de Londres. Eso espero, por lo menos.
—¿Pero ésos no eran negros? —preguntó Iván con sorna.
—No, más bien tenían pinta de indios… —El Überführer arrugó la frente—. Lo he olvidado.
—¿Eres racista de verdad? —preguntó Shakilov con toda franqueza—. Tus puntos de vista me parecen sospechosamente liberales.
—Una puerta blindada, ¿lo ves? —Shakilov señaló hacia arriba con la cabeza—. ¿Y eso del techo? ¿Qué te parece que puede ser?
Iván entrecerró los ojos. Dentro de poco tendría que buscarse unas gafas, maldita sea. Estaba cada día peor de la vista.
—¿Acero para armar? —conjeturó—. ¿O una tubería?
Shakilov negó con la cabeza.
—Algo mucho mejor.
—Entonces es que es una ametralladora. ¿Es posible que siga funcionando con dirección automática?
—Podría ser, pero, en todo caso, lo que empieza aquí son unas instalaciones especiales —susurró Shakilov—. Ya te decía yo que esto no sería un paseo por el mercado de la Sennaya. Hace tiempo venían aquí personas influyentes. Unidades subterráneas. La antigua División 15 del KGB, luego el SSO[14] del GUSP.[15] Según parece, disparaban sin avisar. En realidad no lo sé, no tuve nunca el placer. Alabado sea el Padre de Todos los Diggers.
—¿Y qué hay detrás de esa puerta blindada?
—No tengo ni idea —respondió Shakilov. Se encogió de hombros y se arrimó a la pared de piedra.
—¿No has tratado nunca de descubrirlo?
Shakilov sonrió.
—Me falta tiempo. Piensa que tengo mujer e hijos…
—Pero de todos modos eres un culo de mal asiento —añadió Iván en tono chistoso.
Sin embargo, Shakilov no era el único culo de mal asiento, porque, si no, Iván no habría ido con él, sino que probablemente se habría aposentado en la Gostinka y habría ido en busca de una muchacha hermosa.
Iván suspiró. No le cabía ninguna duda de que ambos compartían la propensión a meterse en aventuras peligrosas. Por eso los dos eran diggers. Fanáticos de su labor.
—Pero cuéntamelo de una vez —apremió Iván—. ¿Qué es lo que has visto?
Shakilov enarcó las cejas y esbozó una amplia sonrisa. Inocente como un engendro del infierno.
—Nada, de verdad. Una vez llegué a pasarme dos días de vigilancia en este lugar.
—¿Y?
—Nada. No entró ni salió nadie. Entonces llegué a la conclusión de que lo mejor sería examinar la puerta. Bueno, ya te lo puedes imaginar. Para ver si ocurría algo.
—¿Y?
—No hubo «y». No llegué a la puerta. El canguelo pudo conmigo.
Iván no daba crédito a sus oídos. ¿Podía haber algo que frenara la curiosidad de Shakilov? No obstante, tampoco importaba mucho: Shakilov seguiría siendo por siempre el mismo culo de mal asiento.
Aprovechando que reinaba la calma en el frente, Iván y Shakilov habían decidido revivir los viejos tiempos y montar una pequeña excursión. Tan sólo para no perder la práctica.
Iván se sujetó la linterna en la muñeca. También llevaba una palanqueta y un destornillador en la bolsa, y el fusil a la espalda.
—¿Qué haces? —preguntó Shakilov, aunque supiera muy bien lo que pensaba hacer su colega.
—Voy a dar un paseo —respondió Iván.
—No hagas tonterías.
—No te preocupes, ya voy con cuidado.
—Bueno, no lo sé…
Iván se asomó a la esquina. La luz de la linterna alumbró una pequeña antesala. Iván distinguió arañazos en la puerta pintada de gris. Arrojó una piedra y esperó a ver lo que sucedía. La piedra salió volando y cayó en el suelo a unos dos metros de la puerta. En un primer momento no ocurrió nada. De pronto, el cañón de la ametralladora giró unos quince grados hacia un lado y apuntó en dirección a la piedra.
Anda, la máquina funcionaba.
Se pondría a disparar de inmediato. Pero la ametralladora permaneció en silencio. Tan sólo apuntaba.
Podía ser que tras la puerta se sentara un oficial en mono gris de las tropas subterráneas del GUSP que tuviera el dedo sobre un botón y se preguntara: ¿Disparo o no disparo?
Iván arrojó otra piedra. Voló algo más lejos que la primera. Una vez más, en un primer momento no sucedió nada. Iván contó los segundos: uno, dos, tres… al llegar a cuatro, la ametralladora giró una vez más. Si se prolongaba mentalmente la línea del cañón, ésta terminaba ahora en la segunda piedra.
La tercera piedra aterrizó a un metro de la puerta. La ametralladora siguió en silencio. Una vez más, el cañón giró y se detuvo.
Iván dio un paso hacia la puerta. Y luego otro. La ametralladora no se movió. Cada uno de sus pasos le resultaba más difícil, como si tuviera que caminar por un lodo en el que se le quedaran atrapadas las botas.
De repente, Iván recordó lo que le había sucedido en la Primorskaya cuando la bestia le nubló los sentidos. ¿O había sido por culpa del musgo? Aquel olor peculiar, punzante.
Y después el tigre… ¡basta!
Tenía que quitárselo de la cabeza. Iván se detuvo y levantó poco a poco la mirada. El cañón de la ametralladora apuntaba hacia él. Tuvo una sensación como si la negra embocadura fuese a crecer y, literalmente, absorberle. Aquello se parecía mucho a un pozo. Uno se detiene en el borde y mira hacia abajo para contemplar las tinieblas. Entonces uno se siente abrumado por la necesidad de dar un paso adelante y poner fin a todo.
—¿Y? —preguntó Shakilov cuando Iván regresó.
—Nada. —Iván se había acercado a pocos pasos de la misteriosa puerta, pero había regresado—. Querido amigo mío, lo que hagamos aquí es totalmente superfluo. Ambos tenemos familia. Tú, por lo menos, la tienes. Y yo tengo a Tanya.
Shakilov volvió su cabeza redonda, con el cabello muy corto, en el que se distinguían las primeras canas, y una sonrisa triunfal afloró a su rostro.
—Entonces, lo has comprendido por fin. Bienvenido al club.
—Eso parece —dijo Iván—. Ya era hora.
Iván salta sobre la cerca de poca altura que valla el andén, llega al suelo, se agacha y mira a su alrededor. Ha apagado la linterna que lleva sujeta al cañón del fusil. La débil luz que brilla en la estación tendrá que bastarle.
«Si es que no es una trampa», piensa. Un incómodo pensamiento.
Iván mueve el fusil de izquierda a derecha. Nada. Luego lo deja sobre el suelo de granito, con mucha precaución, para que el metal no haga ruido. Saca el pesado khukuri nepalí de hoja curva y se prepara. Ha heredado el khukuri de manos del Überführer… se puede emplear como hacha.
Y que haya mucha suerte…
Conteniendo el aliento, se asoma por el canto de la columna. En el espacio iluminado no hay nada que se mueva. El piso de mármol color Burdeos de la Ploshchad Vosstaniya se ve bien, aun cuando la araña con pesados engarces de latón del pasaje de la Mayakovskaya sea la única fuente de luz.
¿Dónde están los puestos de guardia?
Iván sostiene con la izquierda una larga vara en cuyo extremo lleva sujeto un espejo. Lo acerca al borde de la columna y extiende el brazo con precaución. Mediante el espejo, ve el andén vacío (!) desde donde se parte en dirección a la Chernychevskaya. En la pared más alejada hay un mosaico: unas personas con vestidos raros. Iván le da la vuelta al espejo. Tampoco encuentra nada. Todo está vacío.
No puede ser.
¿Adónde se han marchado todos?
¿Es una trampa?
Iván está a punto de empuñar el fusil y de hacer un intento por llegar al otro lado del andén (sin posibilidad de cubrirse, maldita sea) cuando, de pronto, capta movimiento con el espejo.
Sí, no cabe ninguna duda, se ha movido algo.
Iván se arrodilla en silencio y luego vuelve a extender el espejo. Tiene que estar seguro de que los reflejos de la luz no le engañen. Si no lo hace bien, no saldrá vivo de ésta. Iván contiene la respiración.
Cuando por fin respira, ve una sombra negra que se mueve, y descubre un débil fulgor: metal bruñido. Un arma.
Vamos a ver quién es más rápido.
Iván da la vuelta a la columna. Tiende hacia delante la hoja del pesado khukuri y corta el asfixiante aire.
Iván sale al descubierto y aguarda. Es increíble. Se frota los ojos.
Ante él yacen personas dormidas. Muchas personas. Moscovitas ocultos bajo frazadas. Sin ningún tipo de vigilancia. Por docenas, si es que no llegan a los doscientos.
Da un paso adelante y se dispone a cortar.
¿A cortar cabezas, decís?
El puñal desciende como un hacha. Brota sangre de color rojo oscuro, casi negra.
Iván despierta con un grito apagado. Está totalmente fuera de sí. La atroz sensación de haber matado a mujeres, niños y ancianos tarda en marcharse de su cabeza.
¿Qué ha sido eso?
¿Qué ha sido eso, por mil diablos?
—¿Alucinógenos? —Solokha reaccionó con cierta extrañeza—. ¿Me estás hablando de viajes con LSD? ¿De hongos?
—Mmm… sí, de algo de ese tipo. —Iván se frotó la nariz. Hacía rato que tenía ganas de estornudar—. Háblame de eso.
Solokha no pudo estarse quieto mientras pensaba en ello.
—Bueno, te lo voy a explicar con mucha brevedad. Los alucinógenos se conocen desde hace ya tiempo. Se dividen en dos grupos de productos químicos. No me preguntes cuáles son, lo he olvidado. El alucinógeno más conocido es el LSD, una droga psicodélica. Seguro que has oído hablar de eso. Pero en las condiciones en las que vivimos, lo más fácil de encontrar son los hongos. La Psilocybe semilanceata y la Psilocybe coprophila, por ejemplo, contienen psilocibina. Te comes las setas y la sustancia psicoactiva llega a la sangre a través de la pared intestinal.
—¿Y eso no envenena?
Solokha sonrió con sorna.
—Bueno, si te comes varios kilos, sí.
—Ya entiendo —dijo Iván—. Entonces, la cosa esa entra en la sangre, y ¿qué sucede entonces?
—Por decirlo de algún modo, sobreviene un estado de euforia. Uno tiene la sensación de que es posible modificar las dimensiones del cuerpo a voluntad. A veces también se pueden sufrir ataques de pánico. Pero no es lo habitual. Por otra parte, se padece sinestesia, esto es, se oyen colores y se ven sonidos. A menudo se pueden contemplar formas geométricas de mágica belleza, incluso con los ojos cerrados. Esto último sucede sobre todo con el LSD, esa droga es más fuerte. Sí, incluso los hay que durante el viaje tienen intensas experiencias religiosas. El «punto de encaje» se transforma…
Iván le hizo callar con un gesto. En aquel momento, las experiencias religiosas eran lo que menos le interesaba.
—¿Y qué pasa con las alucinaciones? Con las visiones —preguntó.
—También se dan, por supuesto. —Solokha miraba a Iván con curiosidad—. ¿Por qué te interesa de pronto todo eso, jefe?
—Porque sí. Quizá te lo cuente en algún otro momento. ¿Y también se producen agresiones?
—Busca a esa gente que cultiva droga y pregúntaselo —le respondió Solokha, ofendido—. Ellos te lo explicarán todo y…
Iván se rascó el cogote.
—¿Y dónde los puedo encontrar?
—En la estación Ulitsa Dybenko. Los cultivadores de hongos se han instalado allí. La droga que circula por la totalidad de la red de metro proviene de allí. ¿No lo sabías? Últimamente la llaman «la colonia alegre».
—¿Quién la llama así?
—Los cultivadores de hongos, por supuesto —respondió Solokha. Negó con la cabeza sin entender nada.
—¿Alguno de vosotros ha oído algo acerca de la Línea 7?
El corro permaneció en silencio. La pregunta había caído como una bomba.
Kuznetsov fue el primero en recobrar el habla:
—¿La Línea Dorada?
—Exacto —dijo el profesor Vodyanik—. La llaman la Vía Paraíso. O simplemente la D7.
—¿Disculpe?
—Sí, sí —el profesor puso una cara como dándose importancia. Había fuego en su mirada—. Es de eso de lo que os hablo. De la red de metro secreta de San Petersburgo… ¡sí existe!
Una vez más, silencio y perplejidad. El Überführer se puso en pie, se acercó al profesor y le puso la mano sobre la frente.
—Pues es extraño… no tiene fiebre.
—¿Qué hace usted? —replicó Vodyanik, y apartó la mano del Überführer.
—¿Puede ser que haya tomado un baño demasiado caliente? —preguntó éste en tono de suficiencia.
—¡Joven! —Vodyanik miró al Überführer con expresión colérica—. ¡¿Qué libertades son ésas?!
El Überführer tuvo que esforzarse mucho para reprimir la sonrisa.
—Es por eso por lo que San Petersburgo me gusta tanto: aquí se es «joven» hasta una edad avanzada. Y por lo que respecta al metro secreto —sonrió con satisfacción—, ésa es una historia bien conocida. Hay búnkeres, laboratorios secretos… así, por ejemplo, bajo la fábrica Kirov. La US Dachnik,[16] por ejemplo. ¿Sabe usted lo que es eso? Usted debía de haber jugado al «¿Dónde? ¿Qué? ¿Cuándo?», ¿verdad? Pues no ha sabido usted responder bien a esta pregunta, profesor. Lo siento, pero el premio irá a los telespectadores.
—Oiga, por favor… —El profesor enrojeció.
A Iván, toda esa charla sobre el «¿Dónde? ¿Qué? ¿Cuándo?» le sonaba como los mantras de los seguidores de Krishna: «Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare», y entonces se ponen a tocar el acordeón.
Pero Iván sabía más que el profesor acerca del metro secreto. Algunas veces se había encontrado incluso con «subterráneos» cara a cara. Eran unos muchachos curiosos. Muy cerrados y terriblemente secretistas. No hacían más que mirarte con una sonrisa enigmática. Como si hubieran venido al mundo con una flor en el culo y tuvieran que mantenerlo prieto durante toda su vida para que no se les escapara.
—Todo eso son chorradas —dijo el Überführer—. En San Petersburgo no ha existido nunca un verdadero Metro-2, profesor. Tan sólo instalaciones aisladas: laboratorios subterráneos, búnkeres, puntos de apoyo para los antiaéreos, instalaciones especiales… todo eso existe, sí. Pero un metro secreto, no. Lo siento, profesor, pero esta vez el premio se lo lleva un señor de Elendski-Kaffskoye, al otro lado de los Urales.
—¿Y el túnel que llega hasta Kronstadt? —preguntó Kuznetsov—. Seguramente debe de…
—¡Todo eso son cuentos! —le interrumpió el Überführer—. Igual podría decir que existe un pasillo secreto que nos va a llevar hasta los moscovitas. Tan sólo tenemos que arrastrarnos por él y saldremos directamente a la habitación del zar Ahmed. Y entonces nos lo cargaremos y la guerra habrá terminado. Todo esto no son más que imbecilidades, en eso sí que estamos de acuerdo, ¿verdad?
—Umm —murmuró Iván.
«¿Por qué imbecilidades?», se preguntó.
Aparte del plan A de Sazonov, contamos también con un plan B.
De las rondas de preguntas no salió nada razonable.
—Puede que Pájaro Carpintero sepa… —dijo el hombre de la Nevski prospekt, y se detuvo a media frase.
Pero Iván notó en seguida que el otro había hablado más de la cuenta e insistió:
—¿Pájaro Carpintero? ¿Quién es ése?
El hombre se volvió. Habría preferido morderse la lengua.
—Un filósofo local. Una especie de idiota del pueblo. Pero no le agobies, tan sólo te daría problemas. Es una especie de santo.
—O sea, que está loco —intervino Sazonov, que se encontraba detrás de Iván.
—No importa lo loco que esté —respondió el hombre con voz emponzoñada—. Es profeta. Pero dejadle en paz, ¿entendido?
—Entendido —dijo Iván—. ¿Y dónde dices que podemos encontrarlo?
La vivienda del santo parecía la tumba de un faraón. O el nido de una urraca.
Pájaro Carpintero vivía entre las estaciones Mayakovskaya y Ploshchad Alexandra Nevskovo, en una antigua instalación de mantenimiento. Iván miró a su alrededor. En la pared había un cartel de advertencia: «¡Alto! ¡Peligro de muerte!», y a su lado, en letras verdes y rojas, la fórmula sagrada: «Enigma es un hombre bueno TM.» Esta segunda frase se leía por todo el metro. De acuerdo con la leyenda, los primeros diggers (los de antes de la Catástrofe) habían descendido en secreto al metro para escribirla por todas partes en honor del Protodigger. Los habían perseguido los monters, los siervos del Protomonter. «Sí, claro. Otro de esos cuentos.» Iván suspiró.
Atado a una reja que protegía instrumentos de medición oxidados había un cordel, del que colgaban tapones de corcho y guirnaldas de monedas, así como todo tipo de trastos de papel, piedra y cristal.
El profeta estaba sentado en un rincón, sobre un colchón gastado. La vivienda olía muy bien. Era obvio que alguien le lavaba la colada al santo.
Enfrente de él, sobre una mesita, había un hornillo de alcohol. La llama azulada se agitaba y su fulgor danzaba sobre las paredes.
Pájaro Carpintero levantó los ojos. Llevaba el cabello anudado en pequeñas trenzas. Contempló a Iván y parpadeó con recelo.
—¿Querías verme?
—En efecto —confirmó Iván.
Se sentó a su lado y acercó ambas manos a la llama del hornillo. El calor le hizo sentir bien. Luego, sin ninguna prisa, metió la mano en la bolsa y sacó una botella: aguardiente casero de la Vasileostrovskaya, aliñado con hongos shiitake. Para pillar una gran borrachera.
La visión del turbio elixir desterró por unos instantes todo el mal humor que había aparecido en el rostro del profeta.
—Un ser humano —dijo Pájaro Carpintero, inspirado—. Un ser humano, en verdad.
—Amén —respondió Iván, y abrió la botella—. ¿Dispones de vasos, hombre santo?
—¡Qué pregunta! Por supuesto.
—El metro es un monstruo —le explicó Pájaro Carpintero—. Los hombres aún no lo han entendido. ¿Acaso piensas que nosotros queríamos la guerra? No, muchacho. Y tú, ¿querías tú la guerra?
—No, claro que no. Pero en esa época debía de tener cinco o seis años.
—Y yo tampoco la quería. ¿Lo entiendes ahora? —Pájaro Carpintero miró a Iván como si hubiera estado esperando una respuesta correcta. Igual que el maestro mira al alumno al que se considera perdido, pero que de vez en cuando aún tiene una chispa de ingenio—. Qué, ¿has caído ya en la cuenta?
—No del todo.
—Nadie quería la guerra. Claro que había diversas variedades de gente obsesionada con el fin del mundo, góticos y gente de ese estilo. Pero nadie quería ninguna guerra. Se dejaron llevar tan sólo por su voluntad. —Pájaro Carpintero levantó ambas manos como un musulmán inmerso en sus rezos—. Gente débil, aunque muy sensible. Si un deseo es lo bastante fuerte, se logra hipnotizar a cualquiera. Ella sí quería la guerra. Ella, no nosotros.
—¿Quién es «ella»? —preguntó Iván, aunque sabía muy bien que la respuesta no iba a gustarle. «Mierda, otro psicópata.»
—La red de metro —respondió Pájaro Carpintero con toda seriedad—. ¿Lo entiendes? Todas las redes que había, que transportaban a millones de personas en todo el mundo. Al fin y al cabo, había redes de metro en todas partes, en Moscú, en Londres, en Nueva York, parece que incluso en México. La red de metro quería esta guerra. Es codiciosa y estúpida. Astuta y pérfida, de eso no cabe duda, porque si no, no habría logrado su objetivo, pero igualmente estúpida. Antes, los seres humanos iban a donde querían. La red de metro ha logrado que queden prisioneros dentro de ella. Y devora a los seres humanos, sin cesar, aunque sin prisas. Todos nosotros vamos a desaparecer, pero ella permanecerá.
—¿La red de metro? —preguntó nuevamente Iván.
—La red de metro —confirmó Pájaro Carpintero—. ¿Alguna vez has estado en el conducto de ventilación número doscientos uno? Tiene un filtro para el aire.
—Creo que no —respondió Iván.
Los conductos de ventilación, sobre todo los más antiguos, los construidos antes de los años setenta, tenían filtros de aire. El aire se purificaba por medio de un sistema de filtros de carbón, luego se enfriaba y seguía su camino. A juzgar por el número, el conducto del que hablaba Pájaro Carpintero debía de ser uno de los más antiguos.
—La red de metro habría tenido que pudrirse y venirse abajo desde hace mucho tiempo —dijo el profeta—. Pero está como nueva. Y todo eso tiene que ver con el conducto de ventilación número doscientos uno. ¿Entiendes?
—Desde luego —dijo Iván, y se puso en pie—. Gracias por tu hospitalidad. Entonces, ¿dices que hay un conducto?
Pájaro Carpintero asintió.
Siempre ocurre lo mismo: después del entusiasmo inicial empieza uno a sentir las primeras vacilaciones.
Iván tanteó con la mano la pared de la galería. Estaba húmeda. Palpó el hormigón descubierto y luego se miró el guante. Estaba húmedo.
A juzgar por el bosquejo que le había dibujado Pájaro Carpintero, la galería era paralela al túnel de metro y terminaba en aquel conducto de ventilación doscientos uno que se encontraba poco antes de la estación Ploshchad Vosstaniya, junto al pasaje que enlazaba ambos túneles.
Iván abrigaba la esperanza de no encontrarse con ninguna patrulla. No se sabía muy bien lo que podían hacer los paranoicos moscovitas.
No pudo reprimir una sonrisa satisfecha. La opinión de Shakilov acerca de los moscovitas no se había modificado con el tiempo, sino que más bien había cobrado un sabor leñoso. Como el whisky de antes. Pero en el metro de San Petersburgo ya tan sólo se encontraba vodka.
Iván apagó la linterna que llevaba en la frente y avanzó a rastras por el suelo.
Cuando te metes en una madriguera de ratas, hay que ir con los pies por delante. Así podrás retroceder con mayor facilidad si encuentras problemas. En cambio, si entras con la cabeza por delante, lo que otros encontrarán luego será tu cadáver reseco… o no. El diablo sabrá cuándo construyeron estas galerías. Es muy fácil perderse en ellas. Está claro que hace una eternidad que nadie se mete por aquí. Ni siquiera los zombels.
Iván hizo una mueca. Los zombels. Una vez más, el pensamiento adecuado en el momento adecuado, joder. Los zombels se alojaban en estaciones abandonadas, en conductos de ventilación antiguos y baños fuera de servicio. Nadie sabía muy bien de qué se alimentaban: probablemente de basuras, de los hongos que crecían en los túneles y, sobre todo, de lo que mendigaban o robaban a los habitantes de las estaciones civilizadas. De acuerdo con rumores persistentes, los zombels comían también carne humana.
En más de una ocasión, Iván había tropezado con huesos humanos totalmente mondos, en los que a veces se apreciaban marcas que podían ser de dientes. Su primera sospecha se dirigía siempre a las ratas. La primera, pero no la última…
Corrían todo tipo de rumores espantosos acerca de los zombels. Se decía que raptaban niños y luego los conservaban en salmuera dentro de grandes barriles. En la Frunzenskaya había tenido lugar un verdadero motín, porque una horda entera se había asentado en una instalación de drenaje. El pueblo se había encolerizado, se había impuesto a la Policía de la estación y, sin más contemplaciones, había llenado de humo la guarida de los zombels hasta exterminarlos.
No pudo seguir adelante. Iván tuvo que detenerse con el hombro pegado a la pared de la galería. El camino se estrechaba.
«Maldita sea. Ojalá pueda pasar.»
De pronto, sus pies tropezaron con algo duro. Iván levantó la cabeza y apuntó con la linterna: mierda. Un callejón sin salida. En ese lugar, la galería estaba cegada con hormigón. Se acabó lo que se daba.
«La visita nocturna al dormitorio de Ahmed se va a quedar en nada —pensó Iván, compungido—. Así pues, podemos olvidarnos del Plan B. Tan sólo nos queda el Plan A. No es que sea ninguna genialidad, pero, ¿qué otro recurso nos queda?
Iván suspiró y deshizo el camino a rastras.
—Habías hablado de un ataque con gas, ¿te acuerdas?
Sazonov supo al instante de qué le hablaba y se volvió con tal brusquedad que los bordes de su abrigo largo y beige aletearon. Sus ojos de color gris amarillento centelleaban.
—¿Qué es lo que has maquinado?
Una sonrisa astuta apareció en el rostro de Iván.
—¿A ti qué te parece?
—Cuéntamelo de una vez —exigió Sazonov.
—Dime… —La sonrisa de Iván se ensanchó todavía más—. ¿Qué tenemos a mano en concepto de equipo para la extinción de incendios?
Sazonov titubeó.
—Layas, hurgones, arena, agua, baldes, lonas… material de ese tipo. Como si no lo supieras. ¿Para qué quieres todo eso?
Iván agitaba la cabeza.
—He tenido una idea…
La imagen del hombre estaba incompleta. Iván podía ensamblar sin esfuerzo fragmentos aislados: la papada carnosa, el cabello cano y muy corto sobre las orejas, los ojos brillantes con ribetes oscuros y las pupilas menudas como cabezas de alfiler, los dedos fuertes y vellosos, el bolsillo de la camisa del uniforme de camuflaje descolorido. Cada uno de estos detalles, de por sí, le resultaban tan claros como repugnantes, pero no lograba hacerse una imagen global.
Iván cerró los ojos. Recordaba haber entrenado la memoria visual bajo la dirección de Kosolapy, y trataba de imaginarse a Memov. Pero no lo conseguía. Los fragmentos del general de la Admiralteyskaya no se dejaban juntar.
Kosolapy solía decirles que el proceso de concentración sobre un objeto consta de tres etapas. Primera: aprehenderlo. Segundo: atraerlo hacia uno mismo. Tercero: penetrarlo con la inteligencia. Así se lo había explicado Kosolapy, y había citado a menudo la técnica del legendario actor Mikhail Chekhov. Pero Iván no había sentido un gran interés por ellos. Le habría gustado aprender más sobre los blokadniks. Pero Kosolapy nunca hablaba sobre los blokadniks.
Volvamos a Memov.
Si un hombre se imagina bien a otro, puede hacerle preguntas. Y la imagen de ese hombre responderá como si fuera el original. No con palabras. Nos dará a entender con gestos qué es lo que haría.
Iván se concentró una vez más. La imagen del general apareció ante su mirada interior: los dedos rechonchos, el cabello crespo. Los dedos del general reposaban sobre una mesa, pero, por alguna razón, se le aparecían con contornos imprecisos, como si Iván los contemplara a través de un velo.
Memov puso cara de escepticismo.
—Bueno, ¿qué idea es ésa que has tenido? Pero cuéntamela en pocas palabras.
—Musgo —dijo Iván.
Las pobladas cejas del general se agitaron sobre su frente.
—¿Perdón? —Su sorpresa se transformó en perplejidad—. ¿De qué musgo me hablas?
—De un musgo sumamente interesante. Ésta es la idea…
—Un plan valiente —juzgó Memov en cuanto Iván hubo terminado.
El general se frotó su robusta barbilla, recién afeitada, sobre la que se vislumbraban los reflejos azulados de la sombra de una barba.
«Vaya careto —pensó Iván—. Los que tienen una jeta como ésa son los que suelen dar de palos porque sí a la gente con la que tropiezan. ¿Es una buena idea que una persona como ésa comande un ejército? Por otra parte, es un tío listo. Su inteligencia llega a provocarme angustia.»
—¿Y estás seguro de que va a funcionar? —preguntó el general, con una mirada tan afilada como una navaja de afeitar.
«Lo único seguro es la muerte», pensó Iván, y miró a los ojos a Memov.
—Probémoslo.
—Tu manera de razonar me gusta —dijo el general—. Sin prejuicios, sin miedo a correr riesgos.
—Soy digger —dijo Iván, encogiéndose de hombros.
—Cuento con diggers suficientes como para pavimentar el metro entero —respondió Memov con sorna—. Pero tú no eres como ellos. —Hizo una pausa—. ¿Te apetecería ser mi suplente cuando hayamos dejado atrás todo esto? Tienes un talento notable, Iván. No todos los días se encuentran tíos tan enérgicos como tú. Yo sabría valorar a una persona así que estuviera a mi lado.
En un primer instante, Iván no supo lo que tenía que contestarle. Las expectativas que se abrían ante él eran suficientes para dejarle sin aliento. ¡Suplente del jefe de Estado Mayor de la Alianza! Qué fuerte. Sólo podía decir: qué fuerte.
«Podría traerme a Tanya a vivir aquí. Seguro que se quedaría de piedra. Iba a casarse con un digger y se encuentra con que es la mujer de un pez gordo. Entonces sí que me convertiría en un buen partido.»
—¿Y si esto nos sale mal? —preguntó.
—Ya no importa, Iván. ¿Me crees?
Iván le lanzó una mirada interrogadora a Memov.
—Sí, le creo.
Dos días más tarde llegó el cargamento que habían solicitado a la Vasileostrovskaya.
—¿Piensas que esto va a funcionar? —preguntó Pasha con voz apagada.
Iván levantó el bastón y golpeó con fuerza. Se alzó una nube de polvo violáceo. Tenían que trabajar con máscaras antigás, o por lo menos con mascarillas para protegerse del polvo. Si no, se habrían marchado todos ellos con sonrisas beatíficas, en posición horizontal. El «calientahocicos» de Pasha quedó cubierto de aquel polvo gris violáceo.
Iván miraba en una y otra dirección. Sentía en la nuca, como siempre, la presión de la correa de su GP-9.
La sonrisa de Kosolapy.
—Soy un tío con suerte.
Iván levantó el brazo y golpeó. Una nube de polvo se elevó por el aire y se adhirió al visor de su máscara antigás.
«Tanya. Pronto volveré a casa. Por favor, espérame. Iván.»